MANUEL PUIG Y LA TRADUCCIÓN [2015]

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Descripción

MANUEL PUIG

Y LA TRADUCCIÓN

ANA GARGATAGLI

Hacia 1976, Joaquín Soler Serrano entrevistó, en aquel programa de estética minimalista llamado A fondo, al escritor Manuel Puig que acababa de publicar El beso de la mujer araña, su cuarta novela y la gran novedad de la Feria de Frankfurt de ese año. Mirado desde el presente, aquel diálogo — como los mantenidos con Plá, Borges, Rulfo, Onetti o Cortázar, que desconocían la existencia misma de la televisión—, parece corresponder a un mundo ilusorio: la lentitud, los silencios, la completa falta de divismo. Soler Serrano era un hombre de voz poderosa y dicción de actor que sabía muy bien qué tipo de programa estaba en condiciones de conducir: retratos literarios. Con contundencia mostró a los espectadores del futuro cómo fueron algunos de los grandes escritores del siglo XX y, a la manera de Joe Leyendecker o Norman Rockwell, los hizo tal como eran: exactos. Con Puig, por ejemplo, —que no puede encender los cigarrillos, que no termina casi nunca las frases — se crea un escenario de fragilidad que podría ser misterioso para los espectadores. Sin embargo, ese marco titubeante resulta la mejor manera de presentar a un escritor (al que no le gustaban mucho las entrevistas y al que se ve como acartonado y poco hábil) porque bastan dos segundos de ese lío con los fósforos y de esas frases a medias para querer saber lo que sigue. Y ese querer saber lo que sigue es lo que define la literatura de Puig. Como Rulfo, como Sánchez Ferlosio, como Bioy, fue un escritor de la oralidad que tenía el poder de que sus historias se oyeran al tiempo que se leían. Talento que no se reduce a entender la dicción como un modo naturalista de representación de los personajes: supone sobre todo que la estructura narrativa de esa dicción

tenga el orden y la cadencia de los relatos orales, el vértigo, la atención atrapada, el suspenso, la complicidad del oyente, del lector. Con la lejanía del país (se fue en 1973), las destrezas verbales de Puig parecieron perderse en una sucesión de voces, como refiere probablemente este fragmento: «Yo oigo una sola voz. Aunque haya dos partes mías hablándose entre sí. Pero no es mi voz… Es una voz joven. Una voz que suena bien, fuerte, segura, y hasta de timbre agradable. Como la voz de un actor. Pero después (…) oigo mi verdadera voz. Cascada, carraspeante, y no me gusta.»1 La posibilidad de usar otras lenguas quizá fue una solución para la pérdida de una cadencia familiar, de ese débit que definía su mundo literario. Maldición eterna para quien lea estas páginas se escribió en inglés y de Sangre de amor correspondido existió un borrador en portugués. Traducidas por Puig, o quizás escritas entre lenguas «hablándose entre sí», no son aquel lenguaje perdido de palabras muelles y perfectas: la traducción no restituye el tránsito, sólo devuelve un idioma indisciplinado y rugoso, un idioma de nadie. Al comienzo de la conversación con Soler Serrano, Manuel Puig pronuncia un encendido elogio de la lengua que se habla en España. La celebración no resulta rara si se piensa que para un latinoamericano es conmovedor que personas vivas y reales hablen del modo que leyó en los libros. Sin embargo, no parece que Puig quiera enaltecer ese descubrimiento. O, en

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Maldición eterna a quien lea estas páginas, Buenos Aires, Seix Barral, 1993, pág 48.

todo caso, el descubrimiento señala un contraste del porvenir: una lengua que pervivió a la largo de siglos; una lengua, la del escritor, destinada a desaparecerse, a ser otra. La entrevista ocurrió en 1976. Empezaba entonces el exilio, para Puig, para América, para la lengua de América. La purcaia de Roma Manuel Puig habló el castellano de Argentina, el dialecto rural de ParmaPiacenza2, el italiano, el inglés, el francés, algo de alemán, el portugués de Brasil. Esos idiomas convivieron en la correspondencia familiar y se combinaron con esplendor en las cartas a los amigos, poco conocidas todavía. Citar con naturalidad palabras de otros registros o jugar con otras lenguas forma parte de las costumbres orales de algunos países, entre ellos la Argentina. Es un juego verbal que enfatiza la complicidad del pacto comunicativo —se sobreentiende que el interlocutor conoce también esas palabras— y que puede trasladarse a la escritura informal, como las cartas. En este sentido, Puig no fue una excepción. La particularidad es el uso de un ideolecto creado a partir de una lengua familiar, lo que llama el parmesano, un idioma de parientes. Por ejemplo: «encima las pachugadas de Navidad…»; «mucho ambiente en la purcaia de Roma»; «el plato son unas cubanas que no hacen más que esguiñazar»; «se despachó a hablar maravillas, inmagunada»; «me insaburí al verlo filmar»3.

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En las cartas a su familia utilizaba palabras de este dialecto (también del italiano general) que se incluyen como glosario al final de la edición de Graciela Goldchluk: Manuel Puig, Querida familia, Tomo 1, Cartas europeas (1956-1962), Buenos Aires, Editorial Entropía, 2005. 3 Definiciones tomadas del glosario mencionado arriba, entre paréntesis las formas italianas. Pachugadas (paciugada): comida que se arma con diversos alimentos, a menudo sobras del día anterior; purcaia: porquería; esguiñazar (sghignasar): hacer guiños de complicidad; inmagunada (magunada): entristecida hasta las lágrimas; insaburirse: antojarse, entusiasmarse.

Posiblemente, porque consideró que se trataba de un idioma privado no lo utilizó en la obra literaria. Tampoco usó, salvo excepcionalmente, el lunfardo —el idioma de la calle— y limitó las peculiaridades verbales a las formas de la clase social a la que dio un estatuto poético: la clase media. Un ejemplo aparece arriba: el plato son unas cubanas…. La expresión en cursiva quiere decir en la lengua general «lo divertido» y es bastante maleable: qué plato nos hicimos, fue un plato. Ese giro, entre los muchos que reproducen sus obras, testimonia una época (ya no se usa) y una atmósfera que el lector asocia ahora con Puig. Con el exilio, el no retorno y la consagración internacional que siguió a la publicación de El beso de la mujer araña, el programa literario fue cambiando. La supervisión minuciosa de las traducciones a las lenguas que dominaba —y de cuya exhaustividad dan cuenta quienes las hicieron, entre otros: Suzanne Jill Levine (inglés), Angelo Morino (italiano), Albert Bensoussan (francés)— le permitió ver cómo funcionaba su prosa en otros idiomas. Y sin que exista una cronología precisa, esas correcciones fueron quizás los preliminares para escribir en otras lenguas: en inglés, en portugués, en italiano y, con cierta ayuda, en el castellano de México. Desde un punto de vista teórico, los vínculos de los dos itinerarios resultan fascinantes. No tienen la misma relevancia los resultados. De los muchos escritores que han cambiado de lengua, ninguno tenía como punto de partida un mundo tan fuertemente cohesionado por la oralidad. Y esa cadencia no atravesó las autotraducciones ni las escrituras en otros idiomas. En la última novela de Manuel Puig, Cae la noche tropical, se reproduce, en cierta medida, la perfección narrativa de La traición de Rita Hayworth y de Boquitas pintadas. Sin embargo, el lector no puede dejar de observar muchos deslices, seguramente no conscientes, que describen algo que el

escritor no pudo evitar: ser un déraciné. El arraigo y el desarraigo, traducir, ser traducido y escribir traduciéndose son la fenomenología de lo literario. No son, pese a su interés, la literatura. Poesía de rascacielos La forma multilingüe y el carácter extraterritorial de la obra de Manuel Puig son atributos que definen a un autor fuerte que —anticipándose al futuro— ejerció una vigilancia exhaustiva sobre sus ediciones, contratos, traducciones y apostó decididamente por la repercusión internacional. Aquella decisión, sin embargo, no desmiente que sus lectores naturales sigan estando en su país, donde no deja de crecer un riquísimo aparato crítico y donde se editan con regularidad sus libros, cuyos derechos posee Planeta que tiene filiales en Buenos Aires. Ahora hay obras de Manuel Puig en coreano, chino, letón, ruso y tailandés. En España, son escasas las ediciones vivas de sus novelas y lo mismo parece ocurrir en países donde, en el pasado, fue ampliamente traducido, como Francia, Brasil, Italia y Estados Unidos 4 . Tampoco constan publicaciones de países de América Latina, aunque sí en Canadá. Angelo Morino, el traductor al italiano, contaba que Manuel Puig pedía que le enviaran las páginas a medida que el trabajo avanzaba y solía disputar palabra a palabra cada hoja. Devolvía esos fragmentos con variedad de comentarios —opiniones, elogios y chistes, dicho sea de paso, interesantísimos de leer— que reflejaban lo agotador que podía resultar 4

Angelo Morino refiere también versiones al alemán, turco, japonés y polaco, aunque no tengo datos sobre estas traducciones ni cuándo se realizaron. Las informaciones que siguen sobre la forma de colaboración autor-traductor también proceden de la misma fuente: Angelo Morino, «Manuel Puig a través de sus cartas», en http://www.cisi.unito.it/artifara/rivista3/testi/cartas_puig.asp

tratar con un escritor incansable y rapidísimo. No obstante, de esas negociaciones y de la calidad innegable de esas traducciones, dependió la fama internacional que lo acompañó en vida. No creo, sin embargo, que la presente internalización del escritor sea lo mismo. Desconozco la recepción en otros países y dejo a los especialistas en coreano, letón y tailandés el cotejo de esas versiones. No puedo saber, por tanto, qué variaciones de Puig incluye el presente ni definirá el porvenir. Mis sospechas sobre la nueva identidad nacen de una cuestión lateral. Ilustraba la tapa de la primera edición de Boquitas pintadas de 1969 un imagen propuesta por la diseñadora y periodista Felisa Pinto, la sobrina nieta de Santiago Rusiñol, la gran amiga de Puig. En Barcelona, en 1974, aquellas dos mujeres estilizadas cambiaron por otras no iguales, pero semejantes. En los años sucesivos, las damas fueron sustituidas por alguien parecida a Anna Pavlova, después por una mujer regordeta, desnuda, que huía sosteniendo un corazón, después o antes por bocas pintadas repetidas en los espejos. Ahora decoran la tapa los rostros de una pareja, recortados de una vieja postal, se diría, pornográfica, en cualquier caso menos obscena que convencional. No podemos interpretar el hecho, tampoco dejar de hacerlo: atrás quedó el sentido y el resto avanza hacia la literalidad y la conveniencia, una combinación nada favorable para traducir. Algo semejante ocurre con la foto del autor que figura en la solapa. Parece un hombre anciano, un posible abuelo acartonado, un individuo al que un lector le confiaría su dinero nunca su imaginación. Lo opuesto exacto al hombre feliz que le decía — con una prosa que sólo promueve la aprobación y la alegría— a su amigo Mario Fenelli:

«Le escribo primer cartún desde New Yorkún, le escribe Salla desde tierra donde vino a buscar marido. ¿Lo encontrará? Por el momento sólo ve legiones de locas y negros y centroamericanos que le dan miedo. Bueno, ¿por dónde empezar? Me parece una ciudad fiabeschissima. Ud. se enloquecería, la gente parece salida de Dickens, esos tipos exageradísimos de las vistas Damon Runyon son tal cual, y belleza y poesía de rascacielos…»5

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Suzanne Jill Levine: Manuel Puig y la mujer araña, Barcelona, Seix Barral, 2000, pág 145.

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