Los cuerpos de Alejandra Pizarnik. Una lectura de sus Diarios

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Descripción

UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DE BARCELONA FACULTAD DE FILOSOFÍA Y LETRAS MÁSTER EN LITERATURA COMPARADA. ESTUDIOS LITERARIOS Y CULTURALES

LOS CUERPOS DE ALEJANDRA PIZARNIK: UNA LECTURA DE SUS DIARIOS

ALUMNO: JORGE LUIS PERALTA DIRECTORA: DRA. MERI TORRAS BARCELONA, SEPTIEMBRE DE 2009

INTRODUCCIÓN Sé bastante bien lo que me gusta y lo que no, pero, por favor, no me preguntes quién soy. ¿‘Una muchacha apasionada y fragmentaria, quizá’? Sylvia Plath, Diarios (1990: 110) La carne es la escritura, y la escritura no está leída jamás: está siempre aún por leer, por estudiar, por buscar, por inventar.

Hélène Cixous, La llegada a la escritura (2006: 41)



¿Cómo acercarse a Alejandra Pizarnik, y más concretamente a sus Diarios, sin

deslumbrarse con el enceguecedor brillo del mito que rodea a la escritora, y que ella misma se encargó de construir? Esta pregunta es la primera que se ha formulado al momento de emprender la investigación y, aunque la proximidad entre vida y obra constituya en Pizarnik un auténtico problema en el momento del análisis, se ha intentado mantener cierta distancia, dentro de lo posible, con la crítica ‘poética’ que habitualmente aborda su obra1. Las citas que encabezan este trabajo resumen los ejes fundamentales desde los cuales se ha realizado la lectura de los Diarios pizarnikianos. En sus propios Diarios la poeta norteamericana Sylvia Plath2 formula una pregunta –con su posible respuesta- que también podría haberse hecho Pizarnik: ¿Quién soy? Un montón de fragmentos. El concepto de fragmento está presente en toda la obra de Pizarnik pero se vuelve particularmente significativo al momento de hablar del diario, género cuya 1

Refiriéndose a testimonios de allegados a Pizarnik, César Aira advierte que “(…) son inútiles porque tienen una lamentable tendencia a lo “poético”. Esto es una constante. Es como si toda la gente que la conoció se sintiera irresistiblemente llevada a competir con ella en imágenes cultas y elegantes, y terminan siempre diciendo lo mismo; su cuarto era el “barco ebrio”, su presencia la de la “náufraga deshabitada de sí misma”, la mirada de sus “grandes ojos verdes” tenía el “asombro maravillado de la niña en un jardín (…)” (Aira: 2001: 48). Esta tendencia se hace evidente también en buena parte de la crítica consagrada a la escritora. Núria Calafell Sala señala, sin embargo, que “En los últimos veinte años, aproximadamente, el itinerario crítico ha discurrido por otros cauces y ha revisitado la experiencia y la obra de la autora para devolverlas a su estado original, (…) proponiendo una recuperación de su escritura en simbiosis compleja y contradictoria con su biografía” (Calafell: 2007: 63). Los trabajos de César Aira son a mi juicio los más rigurosos y reveladores, junto con los de Cristina Piña (cuya biografía incurre, no obstante, en la tendencia ‘poética’ que he señalado) 2 Una figura cuya proximidad con la de Pizarnik merece un estudio detenido.

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característica más evidente es la fragmentariedad. Surgen entonces numerosos interrogantes: ¿en qué sentido o sentidos hablar de “fragmento” en la producción de esta escritora? ¿Cómo aparece el concepto de lo fragmentario, a veces enunciado, a veces asumido, en sus textos? ¿Qué particularidades tiene el fragmento en su obra en general y cómo llega a su punto cúlmine en el diario? ¿Es el fragmento la forma que más le conviene a Pizarnik puesto que el personaje que construye en su diario es también fragmentario, y en consecuencia sólo puede registrar fragmentos de su vida, de sus lecturas, de su cuerpo? Muchos autores manifiestan que escriben sus diarios para darle continuidad a un “yo” fragmentado o lesionado; algunos diarios (no demasiados, es preciso aclararlo) se presentan al lector como un doloroso y accidentado proceso de desmoronamiento físico y moral, después del cual solo es posible la muerte: Franz Kakfa, Katherine Mansfield, Cesare Pavese entre ellos. Pizarnik leyó estos diarios y escribió uno que se integra en la misma tradición. Y si en algunos momentos se intuye el propósito de la escritura del diario como “enlazamiento” de un “yo” que no consigue unir sus partes, termina siempre apoderándose del texto una voluntad de morir, de desaparecerse a sí misma, que contradice la idea de la literatura como salvación. La protagonista de estas páginas no quiere vivir y el diario sólo consigna, con lacerante fidelidad, el trayecto hacia la ejecución de ese propósito.

La cita de Cixous remite al otro elemento central de la lectura: el cuerpo y su

relación con la escritura. Desafiando la célebre frase de Mallarmé –“La carne es triste, ¡ay! / Y he leído todos los libros”- la crítica y escritora francesa establece un vínculo entre corporalidad y ejercicio de la escritura que supone lecturas siempre nuevas, inagotables. Propondremos en este trabajo un recorrido por los diarios de la poeta argentina considerando por una parte las representaciones del cuerpo; por otra, a los diarios mismos como cuerpos, en los cuales las palabras dan forma a los distintos fragmentos del inasible “yo” que escribe. Y en este punto convergen las citas de Plath y Cixous, de modo de alumbrar una hipótesis que las páginas siguientes tratarán de demostrar: el diario de Alejandra Pizarnik muestra un proceso de desmoronamiento físico y emocional, evidente en el texto tanto por las imágenes corporales que aparecen en él, como por su misma naturaleza física. El “yo” se fragmenta en los 3

fragmentos del texto. Los cuerpos de Alejandra Pizarnik son por un lado las representaciones del cuerpo en el diario, y por otro las entradas mismas de éste. Si hay realmente una con(fusión) entre vida y literatura en Pizarnik, no hay texto más idóneo que los Diarios para estudiar el alcance de esa expresión. El primer apartado de este trabajo tiene como finalidad abordar diversas problemáticas generales en torno a los Diarios de Pizarnik: los (conflictivos) criterios de edición y la polémica recepción; las difusas fronteras genéricas entre diario y novela; las particularidades del texto, su relación con el género del diario, con otras obras de la autora y con otros diarios –citados, imitados, admirados-.

El segundo apartado constituye un abordaje teórico de las relaciones entre

cuerpo y escritura en el diario, en el cual se retoman y profundizan las hipótesis propuestas en un trabajo anterior, “Cuerpos escritos a diario: John Cheever, Joe Orton, Hervé Guibert” (2007). Desde estos fundamentos teóricos se analiza la presencia / ausencia del cuerpo en los diarios de Alejandra Pizarnik, entendiendo que la relación cuerpo / escritura informa la con(fusión) entre vida y literatura de la cual los diarios son ejemplo paradigmático. Confundidos, fundidos, el cuerpo y la literatura dan cuenta del proceso de desmoronamiento físico y espiritual que conduce a una muerte anunciada ya desde las primeras páginas del texto.



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1. LAS PALABRAS Y LOS DÍAS: LOS DIARIOS DE ALEJANDRA PIZARNIK 1. 1. Avatares editoriales Los Diarios de Alejandra Pizarnik salieron a la luz en 2003 en España3, en una edición preparada por Anna Becciu para Editorial Lumen. Esta publicación puso punto final al proyecto editorial de las obras completas de la autora, iniciado en 2000 con Poesía Completa y continuado en 2002 con Prosa Completa. Estudios posteriores demuestran sin embargo que estos libros distan considerablemente de ser lo que anuncian. Y si bien los Diarios han sido los más cuestionados por la crítica, Cristina Piña sostiene que la Poesía y la Prosa –editadas también por Becciu- “presentan diversos problemas y (…) nos enfrentan con cuestiones teóricas no resueltas y oscilaciones críticas (…)”4 (Piña: 2007). Luego de comentar y describir de modo muy riguroso estos dos libros, Piña llega a la conclusión de que resulta imprescindible “una edición crítica que se maneje con menos subjetividad y más transparencia a la hora de explicar condiciones de edición, acceso a los manuscritos y criterios de inclusión/exclusión; es decir, con criterios más académicos.” (Piña: 2007). Esta objeción hacia la tarea editorial de Becciu está significativamente justificada en el caso de los Diarios. Ya en el prólogo, la editora informa que se ha guiado “por el deseo de Alejandra Pizarnik, expresado verbalmente la tarde del domingo 24 de septiembre de 1974” (Pizarnik: 2004: 7) de hacer una selección de sus diarios “para publicarla un día como un ‘diario de escritora’”. La cercanía de Becciu con Pizarnik sustenta lo que Piña define como un “mítico, inexplicable y exclusivísimo ‘saber’” (2007) que más allá de no poder probarse, resulta discutible como criterio a partir del cual orientar la edición del texto. El otro criterio se apoya en una medida convencional tratándose de diarios publicados póstumamente: el respeto a “la intimidad de terceras personas nombradas, aún vivas, y a la intimidad de la propia diarista y de su familia” (9). Patricia Venti, que tuvo acceso a los originales –conservados en la biblioteca de la Universidad de Princeton- señala que, siguiendo los criterios antes mencionados, Becciu 3

Cabe señalar que hasta la fecha en que escribo (2009) los Diarios de Pizarnik no llegan aún a Argentina, país de origen de la escritora, y en el cual los diarios se esperan con expectación desde que su publicación fuera anunciada por su editora en 2002.

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ha suprimido más de 120 entradas, además de excluir casi por completo el año 1971, y en su totalidad el año 72. Las omisiones están distribuidas a lo largo del diario, cuya materia suele referirse a temas sexuales o íntimos. También se excluyeron textos narrativos que muestran las costuras de la escritura (una especie de borradores), que a posteriori serían reelaborados para su publicación. (Venti: 2007)



Un modelo clásico en materia de edición de diarios respaldó el proyecto de

Lumen: se trata del empleado por Leonard Woolf para publicar los cuadernos íntimos de su esposa Virginia. De acuerdo con este modelo, se incluyen tres clases de fragmentos: 1) Aquellos en que el diario sirve para practicar o ensayar el arte literario; 2) Fragmentos que luego el autor utilizaría como materia prima para escribir y 3) Comentarios de lecturas. Nora Catelli, quien en 1997 participó de un primer intento de editar los diarios de Pizarnik, señala que aunque este modelo rigió las primeras ediciones de los cuadernos de Virginia Woolf, treinta años después de la muerte [de la escritora], su marido ya consideraba superada la selección primera y estaba dispuesto a autorizar la edición completa de sus cartas y diarios. Así se hizo, desde 1976 en el primer caso y desde 1977 en el segundo, con escasísimas supresiones que la reedición actual de estos volúmenes no respeta, puesto que sus últimos contemporáneos han muerto. (Catelli: 2002)



No se comprende por qué, habiendo pasado treinta años desde la desaparición

de Pizarnik, se imita al Woolf de la primera edición y no al de la segunda. Como advierte Nora Catelli, “se trata de un punto difícil; por un lado, cuestión de derechos de autor y, por otro, interesante problema crítico” (2002). Basta sin embargo leer algunas páginas para corroborar que los Diarios de Pizarnik no son estrictamente un “diario de escritora”, y que tampoco se ha seguido al pie de la letra la forma de selección de las entradas postulada por Leonard Woolf: “La afirmación de que el Diario publicado no es un “relato de vida” sino un “diario literario” (…) es una tergiversación que la propia lectura de los textos seleccionados se encarga de desmentir en más de una entrada.” (Venti: 2007) La misma editora parece contradecirse al señalar “De esto tratarán sus diarios hasta el final de su vida: de amor y de sexo, de angustia (…), del deseo, de las formas del deseo en ella (…)” (11). Si se hubiera seguido hasta las últimas consecuencias el

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modelo Woolf, las referencias al amor y al sexo hubieran sido suprimidas; no obstante, numerosas entradas hacen referencia a estos temas. Otro aspecto de la edición de Becciu que la crítica ha cuestionado severamente – y con razón-, es la arbitrariedad con que incluyó o excluyó aquellos fragmentos del diario que Pizarnik había rescrito, resumido y en algunos casos publicado5, y que corresponden a los años en que la autora vivió en París (1960- 1964). Hay dos cuadernos de la “época parisina”, uno ‘original’ y otro que consiste en resúmenes (con mínimas reescrituras) de los años 1962- 1964, a los que se suman cuatro legajos cuyos fragmentos, según aclara Becciu, sí constituyen “una auténtica reescritura” del cuaderno original. El hecho de que algunos fragmentos hayan sido reelaborados, sugiere a Becciu que Pizarnik, en su labor como diarista, tenía “intenciones predominantemente literarias”6 (8). Frente a las tres versiones existentes de los mismos textos, la opción de la editora “ha sido no prescindir del texto previo; pero, en los casos de aquellas anotaciones para las que existe la versión resumida y corregida por Pizarnik, me he inclinado por ella, y he incorporado en su totalidad el texto de los legajos (…)” (8-9). Esta opción, para Piña, “no está justificada en ningún sentido”; Venti va más lejos aún en su crítica y observa: “Ante la dificultad de edición, la albacea literaria decide pegar los fragmentos trabajados al texto original, produciendo al final un collage o en el mejor de los casos un palimpsesto.” (Venti: 2007)

Tanto Piña como Venti coinciden con Ana Nuño, autora de una dura reseña de

los Diarios publicada en La Vanguardia, en que la edición de Becciu, además de los defectos señalados carece de las referencias necesarias para orientar al autor respecto a lugares, personas, libros, revistas e instituciones nombrados por Pizarnik en el texto. Asimismo, (…) se han cambiado las fechas originales de numerosas entradas del diario. Tampoco el lector ni el crítico disponen de un índice de nombres y de obras citadas. Resulta, en

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“Diario 1960-1961” se publicó en la revista colombiana Mito, mientras que “Fragmentos de un diario, París, 1962-1963” apareció en Poesía=Poesía, Les Lettres Nouvelles y en Semblanza, compilación de diferentes textos llevada a cabo por Frank Graziano. 6 Cristina Piña se extiende en su artículo ya citado sobre las dificultades de definir qué es literario y que no en el conjunto de la obra de la escritora; remitimos a su lectura para ampliar este aspecto.

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consecuencia, imposible leer los Diarios sin tener al lado una buena biografía al lado, sobre todo porque carece de una cronología bio-bibliográfica. (Venti: 2007)

Nos hemos detenido en la descripción de los avatares editoriales de los Diarios

y su conflictiva recepción para llamar la atención sobre la dificultad de aproximarse críticamente a ellos. Se ha ejercido, sobre estos textos, una manipulación significativa, una violencia exterior (la mutilación, la censura) que se suma a la violencia interior propia de los diarios, en tanto cuerpos fragmentarios de un cuerpo fragmentado.

No estamos de acuerdo, de todos modos, con la idea de Patricia Venti de que

mediante las supresiones de pasajes referentes a la sexualidad, Lumen haya pretendido “preservar la moral del lector de clase media”. Por el contrario, esta clase de confesiones suele traer aparejada una importante repercusión editorial, sobre todo si se trata de una figura conocida –y Pizarnik no es solo famosa, sino que ha adquirido el estatus de un auténtico mito. Coincidimos en cambio con Nora Catelli, cuando señala que “de las muchas Pizarnik del diario, esta selección recoge sólo los tramos que pueden confluir en una imagen única y, además, discutible: la de poeta sublime.” (Catelli: 2004) Pero también es preciso matizar esta afirmación, puesto que si bien es cierto que es ‘una’ la Pizarnik que predomina en los Diarios, no es la única. Y tampoco la poeta sublime es una figura homogénea. Es tal la fuerza del personaje construido por Pizarnik en estas páginas, que cualquier intento por etiquetarlo o definirlo deviene estéril. Es evidente, en cualquier caso, que la manipulación editorial no ha conseguido ‘recortar’, pese a sus esfuerzos, el texto de un cuerpo –y el cuerpo de un texto- que se imponen –y exponen- en la intensidad de una escritura llevada al límite7. 1. 2. Los Diarios, ¿novela frustrada? La lectura de diarios supone siempre una experiencia extraña. Son textos a los cuales “se puede entrar por cualquier parte” (Herralde: 1996: 8) puesto que no hay centro ni tampoco punto de llegada, como en la autobiografía. Lo distintivo del diario 7

“Espero que se haya revelado en toda su dimensión –escribe Cristina Piña al final de su artículo- la potencia de la escritura de Alejandra Pizarnik, que termina arrollando desde los crítico/editores hasta la propia autora para decir y decirse, faltar a cualquier “lugar” y “ley” y arrastrar al lector a una zona de goce del lenguaje que pocas producciones alcanzan.”

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es su excentricidad, su naturaleza múltiple, su capacidad de mutación: está siempre en movimiento. Su(s) sentido(s) se ofrecen desatados, desperdigados, incluso invisibilizados (pienso, por ejemplo, en la turbadora ‘trivialidad’ de los Diarios de Andy Warhol). De allí la dificultad de su lectura. Porque, ¿cómo se lee un diario? Y más específicamente, ¿cómo se leen los Diarios de Alejandra Pizarnik? Para responder a estas preguntas es fundamental observar las consideraciones de Roland Barthes sobre el género. Aunque no se haya dedicado sistemáticamente al estudio de los diarios, el crítico francés ha reflexionado sobre ellos en tres artículos clave, escritos en diferentes momentos de su producción y que permiten, por lo tanto, visualizar oscilaciones en su modo de concebirlos. En “Notas sobre André Gide y su Diario” de 1942, Barthes vacila acerca del estatuto literario del género. Escribe: “no hay que pensar que el Diario se opone a la obra. Ni que no es él mismo una obra de arte. Contiene frases a medio camino entre la confesión y la creación; solamente requieren ser insertadas en una novela y ya son menos sinceras” (Barthes: 2002: 13). La visión del diario como un espacio de ‘transición’ entre la confesionalidad y la literatura es retomada en 1966, en su reseña del libro de Alain Girard Le journal intime. Allí Barthes define al diario como género paradójico: concebido como el ejercicio escrito de la subjetividad más pura y más libre, contrario por naturaleza a todas las codificaciones de la obra (ficción, construcción, buen estilo) (…), su principio es exactamente un desafío a la literatura; nacido para ocupar esa delgada franja que separa la escritura de la obra, no ha dejado sin embargo de constituirse muy rápidamente, bajo la presión de la historia y de la sociedad, en género plenamente literario (…) (Barthes: 155)

El diario rechaza las formas propias de la obra literaria, pero indefectiblemente deviene literatura. Una línea del célebre artículo “La muerte del autor” (1968) pareciera otorgarle al género una función “menos” literaria: “Aún impera el autor en los manuales de historia literaria, las biografías de escritores, las entrevistas de revista, y hasta en la misma conciencia de los literatos, que tienen buen cuidado de reunir su persona con su obra gracias a su diario íntimo (…)” (Barthes: 1987: 66)

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En 1979 Barthes da su punto de vista definitivo sobre el género. “Deliberación” no se plantea como un análisis del diario, sino como un debate personal acerca de la utilidad de llevar uno con vistas a su publicación: “¿Podría convertir el diario en una ‘obra’?” (Barthes: 1986: 366) Las finalidades atribuidas tradicionalmente al género (explicarse, juzgarse, salvarse) son poco pertinentes para el crítico, quien considera que la justificación de un diario íntimo solo puede ser literaria. De esta justificación se desprenden cuatro motivos esenciales para la escritura: 1)

Motivo poético: buscar un “estilo”, “un idiolecto propio del autor”.

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Motivo histórico: testimoniar la época.

3)

Motivo utópico: constituirse, como autor, en objeto de deseo.

4)

Motivo enamorado: establecer el diario como taller de “frases exactas”.

La “deliberación” de Barthes continúa luego de una serie de fragmentos de diarios de su autoría, a los que cuestiona su publicabilidad. Su desconfianza hacia el género proviene de una serie de aspectos negativos que reconoce en él: “El diario no llega a ser un libro (una obra); no es más que un álbum” (377); las entradas podrían suprimirse infinitamente, ya que ninguna es esencial. Sin embargo, tampoco admite el autor plantearse el diario como una forma que expresa lo inesencial del mundo, ya que “para esto, el tema del diario tendría que ser el mundo, y no yo”. El egotismo inherente a este tipo de escritura –ya identificado en el diario de Gide8- es el rasgo que más disgusta a Barthes. Su indecisión respecto a si ‘vale la pena’ escribir un diario se relaciona asimismo con la inautenticidad del mismo: “No quiero decir con eso que el que en él se expresa no sea sincero. Quiero decir que su propia forma no puede haber sido tomada más que de una forma antecedente e inmóvil (la del diario íntimo, precisamente), que no puede subvertir” (377). Si lo que en un principio distinguía al diario era su rechazo de las formas “literarias”, resulta que a lo largo de su práctica él mismo ha originado formas que le son propias, y que en cierta forman “encarcelan” a quien pretende escribirlo: “Cuando elijo la forma de escritura más ‘directa’, la más ‘espontánea’, resulta que soy el histrión más burdo” (378). Todas estas

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“Es una obra egoísta, incluso y sobre todo cuando habla de los otros. Aunque el trazo de Gide sea siempre de una gran acuidad, sólo tiene valor por su fuerza de reflexión, de retorno al mismo Gide” (Barthes: 2002: 12)

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consideraciones llevan a Barthes a una especie de callejón sin salida. El estatuto del diario se le escapa una vez más: por una parte, lo siento, a través de su facilidad y su aire anticuado como algo que no es más que el limbo del texto, su forma sin constituir, involucionada e inmadura; pero por otra, a pesar de todo, es un auténtico jirón de ese texto, ya que conlleva su tormento esencial: la literatura no tiene pruebas. (…) no sólo no puede probar lo que dice, sino que ni siquiera puede probar que valga la pena decirlo. (379)

Incapaz de probar nada, el diario solo posee como propio lo que el crítico

francés denomina su agilidad o ritmo. Una cita de Kakfa sirve de sostén a la idea de la literatura como lugar de exactitud e inanidad al mismo tiempo: … Estaba yo examinando los deseos que había forjado para mi vida. (…) el más importante o más interesante fue el deseo de adquirir una manera de ver la vida (y, juntamente, el poder convencer a los otros por escrito) desde la cual la vida conservaría su pesado movimiento de descenso y elevación, pero, al mismo tiempo, esta vida se vería, y con claridad no menor, como una nada, un ensueño, un estado de flotación. (379)

El diario ideal es para Barthes un texto que declara la dificultad de alcanzar la propia imagen, dificultad garantizada por medio de la operación formal del ritmo. La escritura del diario podría entonces ‘rescatarse’, pero con la condición de trabajarla “hasta la muerte, hasta el extremo mismo de la fatiga, como un texto casi imposible” (380). Este “diario ideal”, existencial, mostraría en su movimiento, en su fluir sólo interrumpido por la muerte, el fracaso de escribir una vida. Pero la ‘verdad’ del texto residiría justamente en admitir este fracaso, que en cierto modo sería su motor o causa primera. Las conclusiones a las que llega el autor luego de “deliberar” sobre el diario son, como puede apreciarse, muy personales, y no cabe hacerlas extensivas a todos los ejemplos del género, pero sí son pertinentes en el caso de Alejandra Pizarnik. Efectivamente, no conviene leer los Diarios pizarnikianos como un lugar de reunión entre “autor” y obra” –perspectiva de la crítica tradicional-. Lo que sus páginas revelan es sólo una construcción, una lectura de la experiencia, sujeta a las vicisitudes del escurridizo presente en que la autora escribe y que sucesivos presentes 11

desmienten e incluso niegan. La persecución de la imagen de la que habla Barthes se efectúa en Pizarnik mediante tres de las cuatro funciones atribuidas por este crítico al diario: [Pizarnik]se hace un espacio como autora (en la educación literaria), escribe sin exponerse públicamente (mejor dicho: dilata, relega o se consuela de la exposición pública), y cincela su lengua (o anota y explora el fracaso del cincel de la lengua). En cambio, nunca es ni será testigo: el registro descriptivo de la vida material, esa líquida materia en la que los Diarios de Kafka hacen flotar el resto de las operaciones que efectúan, falta aquí de modo clamoroso, sintomático. (Catelli: 2004)

La ausencia del mundo exterior refuerza los caracteres egotistas de los Diarios de Pizarnik, lo que no impide que transiten ese fino límite entre confesión y la creación del que habla Barthes refiriéndose a los diarios de Gide. La intersección de operaciones esencialmente estéticas que despliega la autora da como resultado una imagen que tiende a lo novelesco, elemento que sin embargo se escurre sin cesar del texto. ¿Podrían entonces leerse los Diarios como novela frustrada? “Novela” en tanto relato –fragmentario y progresivo- de una vida; “frustrada” por la carencia del elemento totalizante propio de la novela concebida y ejecutada en términos de ficción absoluta. El hecho de que muchas novelas se sirvan de los convenciones del diario para constituirse textualmente, refuerza la proximidad entre los dos géneros y diluye sus fronteras, ya de por sí débiles. Si admitimos esta posibilidad de lectura, vale decir, si aceptamos a los Diarios en el problemático universo de la ficción, y le conferimos una naturaleza esencialmente estética, antes que testimonial, quedan por resolver varias cuestiones críticas interesantes. En primer lugar, la posición de la escritora respecto de su texto. Daniel Link hace una curiosa propuesta respecto de “cómo” hacer la lectura de los géneros de la intimidad: no hay que leer los diarios y cartas como habiendo sido escritos por esos próceres que son los nombres propios que conocemos. No hay que leer las cartas de Joyce como las cartas del autor de Finnegans Wake sino como las cartas escritas de un joven cachondo (a diferencia de la autobiografía, donde esa separación no es posible). Por eso insistimos en que en estos géneros será importante plantearse estas textualidades,

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diarios íntimos, cartas, etc., como un momento de exposición del sujeto, un momento de destitución, de puesta en riesgo. (Link: 2003)

La sugerencia de este crítico no parece oportuna tratándose de Pizarnik. ¿es que hay acaso diferencias entre la autora de Árbol de Diana y la de los Diarios? ¿No estamos más bien en presencia de la continuación de una voz, que metamorfoseada en diferentes géneros, solo busca construir “(…) una vida-obra capaz de funcionar como un mito personal (Aira: 2001: 24)?” Otra cuestión inquietante si se acepta el diario como relato novelesco (fallido) son justamente los indicios de novelización identificables en el texto. Hay que referirse en primer lugar a la naturaleza metatextual propia del diario. El diarista siempre habla del texto que está produciendo, reflexiona sobre él, se cuestiona su forma, su utilidad, su validez. Varias entradas de los Diarios tienen esta función, pero queremos destacar especialmente aquellas que hacen referencia a la obsesión de Pizarnik por escribir una novela. Ya en 1955 anota: “Me gustaría una novela autobiográfica, pero en tercera persona” (26). Núria Calafell Sala relaciona este deseo con una cita de la ¿autobiografía?9 de Roland Barthes: “(…) hablar de sí diciendo ‘él’ puede querer decir: hablo de mí como un poco muerto, encerrado en una ligera bruma de énfasis paranoico” (Barthes: 2004: 224). Escribirse en tercera persona implica también alejarse: “hablo de mí a la manera del actor brechtiano que tiene que distanciar su personaje: ‘mostrarlo’, no encarnarlo” (224). El fracaso de Pizarnik novelista no reside, sin embargo, en un problema de pronombres personales. Se vincula, en todo caso, a su dificultad para describir lo concreto, cotidiano: De la narrativa desconfiaba, porque no se la podía hacer con pura intensidad poética sino que era necesario usar el lenguaje meramente informativo para las transiciones. Su argumento-ejemplo era que para escribir una novela, tarde o temprano hay que poner una frase como “Fuimos a tomar un café con leche”. (Aira: 2001: 27)



Pizarnik tiene una actitud ambigua hacia el lenguaje informativo: si por un lado,

como muestra Aira, lo rechaza, pues contradice sus ideales de pureza y exactitud, por otro lo anhela, no solo para poder escribir novelas, sino también para emplearlo en el diario: “Este diario tiene que devenir más concreto. Hay que poblarlo de nombres, de 9

Roland Barthes por Roland Barthes (1975)

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paisajes, de existencias.” (130) Efectivamente, son pocas las referencias a la cotidianeidad de la escritora, o al “afuera”, que es lo que se espera de un diario en sentido estricto -el día a día de la experiencia. En 1959, una curiosa anotación: “Me avergüenza escribir un diario. Preferiría que fuese una novela. Estoy confusa. Lo de siempre” (146). ¿Qué la hace renegar del género? Que escribirlo no le cuesta nada: “Tal vez me hace daño escribir este diario pues me proporciona la fantasía de una falsa facilidad literaria.” (275). Esta facilidad es inconcebible para Pizarnik, que trabaja sus textos incansablemente en busca de la mot juste. Sin embargo, es fiel al diario hasta el final, como así también a la obsesión por escribir una novela, a la cual reconoce cada vez como menos probable: Para escribir cuentos y novelas es necesario planear, hacer proyectos. (…) un libro, como una casa, implica verdadera planificación (…). Por una parte, no me creo capaz de construir un libro; por la otra, me siento cada día más vieja y siento que a cada momento se hace ‘tarde’ la posibilidad de ese libro. (479- 480)



Entre la novela que no es capaz de escribir y el diario que preferiría abandonar

se configura un texto que apela a los dos géneros, que se debate entre ellos. La figura de una Pizarnik que se siente fracasar en la escritura recuerda en cierto modo la apreciación de Barthes sobre En busca del tiempo perdido de Proust: “El joven de la novela (…) quiere escribir, pero no puede, y la novela acaba cuando por fin se hace posible la escritura” (Barthes: 1987: 67), solo que en los Diarios la novela no llega nunca, o en todo caso, está todo el tiempo ahí, pero latente, replegada en sus bordes. ¿Y qué es, en todo caso, lo que se cuenta? La historia de una muchacha que quiere ser la mejor poeta en lengua española (para lo que sabe que tiene talento), que quisiera ser novelista (para lo que sabe que no tiene capacidad) y que no soporta vivir, o mejor dicho, que está decidida a morir. El fracaso de la anécdota -pues más que narrar hechos, se describen estados- hace pensar que como novela los Diarios se aproximarían, en última instancia, a la corriente de la conciencia –nunca a la novela entendida tradicionalmente. Pensamos asimismo en novelas psicológicas como El diario de Edith de Patricia Highsmith, en que la protagonista construye en su cuaderno íntimo una realidad más satisfactoria que la que le toca vivir. Los Diarios pizarnikianos no alcanzan este nivel de ‘idealismo’, pero se sostienen en la enunciación de la 14

imposibilidad de escribir (y de vivir) mediante la escritura misma: “Yo quisiera escribir una novela pero al decir yo no pienso en mí sino en la que quisiera ser, la que sería capaz de escribir una novela. También me considero incapaz de escribir en prosa. Pero decirlo también es prosa, decir de mi incapacidad también es escribir.” (227) La alternativa de leer como novela frustrada los Diarios de Pizarnik enriquece a nuestro juicio la interpretación de unos textos que, como trataremos de mostrar en el próximo apartado, se rehúsan a ser incluidos en una tradición del diario íntimo tal como se lo ha practicado habitualmente en el siglo XX. 1. 3. Singularidades de los Diarios En la “Introducción” a los Diarios Anna Becciu escribe: “La tradición de escritores diaristas es fundamentalmente europea. (…) Pero no abundan ni en España (…) ni en Latinoamérica” (10). Esta afirmación no es correcta: en efecto la práctica del diario se inicia a fines del siglo XVIII en Inglaterra, Francia y Alemania, y es en estos países donde pueden encontrarse la mayor cantidad de autores que, paralelamente a sus “grandes” obras (novelas, cuentos, ensayos, poesía) escriben un cuaderno de carácter personal. Sorprende, sin embargo, el desconocimiento de la editora de la tradición del diario en España, donde si bien el género se consolida recién en el siglo XX, cuenta con numerosos –y notables- ejemplos10. En Latinoamérica, la práctica del diario –y de los géneros autobiográficos en general- no ha sido, es verdad, demasiado fértil. Concretamente en Argentina muy pocos escritores que han publicado sus diarios, lo que no quiere decir que no los hayan escrito. Tampoco se han dado muchos ejemplos de publicaciones póstumas, como suele ocurrir la mayoría de las veces tratándose de “cuadernos íntimos”. Por este 10

Entre ellos, los diarios o dietarios de: Melchor Gaspar de Jovellanos, José María Blanco White, Azorín, Alejandro Sawa, Miguel de Unamuno, Josep Pla, Marià Manent, Salvador Dalí, Jaime Gil de Biedma, Rosa Chacel, Manuel Azaña, Emilio Prados, Luis Cernuda, Miguel Altolaguirre, Zenobia Camprubí, Max Aub, Dionisio Ridruejo, Luis Felipe Vivanco, Juan Gil Albert, Ramón Gaya, Ramón Gómez de la Serna, Carlos Barral, Gonzalo Torrente Ballester, Carmen Martín Gaite, José García Nieto, Miguel Alonso Calvo, Ramón de Garciasol, José Jiménez Lozano, Francisco Umbral, Miguel Sánchez Ostiz, Andrés Trapiello, Miguel Delibes, José Antonio Muñoz Rojas, Fernando Arrabal, Antonio Martínez Sarrión, Antonio Muñoz Molina, Javier Marías, Rafael Sánchez Ferlosio, Pere Gimferrer, César González Ruano, Salvador Pániker, Ángel Crespo y José Ángel Valente.

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motivo, la aparición de los Diarios de Pizarnik constituye sin dudas un hito en la historia del género en nuestro país11. Podrían agregarse a la lista los casos de Rodolfo Walsh (Ese hombre y otros papeles personales -1996-), Adolfo Bioy Casares (Descanso de caminantes. Diarios íntimos -2001- y Borges -2007- y Pablo Pérez (Un año sin amor. Diario del sida. -1998-) Teniendo en cuenta esta situación, no resulta extraño que en los Diarios de Pizarnik “resuenen” diarios europeos, al igual que en su poesía se encuentran las huellas de Rimbaud, Trakl, Hölderlin y Novalis. La principal referencia de la escritora es la misma que la de tantos otros diarios: Franz Kakfa. Comenta Becciu: La versión española de los Diarios de Kakfa se publicó en Argentina (traducida por J. R. Wilcock) en 1953. El ejemplar que perteneció a Alejandra lleva escrito en la primera página el año en que lo adquirió: 1955; está abundantemente subrayado y anotado por ella a lo largo de los años; fue su libro de cabecera, de permanente relectura. (9)

Resulta llamativo que Pizarnik comience a escribir su diario prácticamente al abrigo de la lectura decisiva de Kakfa, ya que si bien las primeras entradas son de 1954, recién al año siguiente se evidencia una continuidad en la escritura de sus “cuadernillos”. La relación con el autor de El proceso podría describirse en los mismo términos que utiliza Barthes para hablar de André Gide y Montaigne: “Las predilecciones de Gide no indican una influencia, sino una identidad” (Barthes: 2002: 13). Pizarnik encontró en Kakfa a un semejante, alguien cuyas inquietudes existenciales le eran familiares: “releo un párrafo por día de los diarios de K. a fin de darme fuerzas” (444). ¿Qué es lo que la fortalece? Reconocer las mismas turbaciones y fracturas, la misma incomunicable sensación de aislamiento: “Terminé los diarios de Kafka y ahora me siento más sola que nunca.” (473). Pero hay una diferencia: mientras él, como advertía Catelli, hace un “registro descriptivo de la vida material” (Catelli: 2002), Pizarnik es incapaz de establecer vínculos con el amenazante mundo exterior: “(…) deseo de enlazarme a lo afuera, de mirar y describir, aun desfigurando” (376). Este mismo fragmento -de 1964- termina con una curiosa observación: “Hay que 11

“(…) estos diarios constituyen, en español, un ejemplo único en la tradición de los géneros de la intimidad, o como se desee llamarlos. No existe otro caso en que haya llegado hasta posibles lectores un material tan abundante, tan ligado desde el principio hasta el final —desde 1954 hasta 1972— a la conciencia de un destino de escritora, y además, de frecuentación tan permanente y sistemática por parte de su autora.” (Catelli: 2002)

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elegir: O B. [Breton] o Nadja, o Mme. Bovary o Flaubert, o don Quijote o Cervantes. Exagero. Kafka es él y no K.”. Al diferenciar entre aquellos autores que terminan con(fundiéndose) con sus criaturas de ficción y Kafka, la escritora sugiere en él una autenticidad que no puede ser más que falsa e ilusoria. ¿Acaso el Kakfa de los Diarios no es un personaje, como Pizarnik en los suyos? ¿No es tanto –o más- artificioso el Kakfa es Kafka sugerido por la poeta que el Mme. Bovary soy yo de Flaubert? Postular la ‘verdad’ de la imagen proyectada en el texto es tal vez una estrategia para validar lo que la misma autora denominaba el “personaje alejandrino”, y que César Aira describe así: “La clave de su funcionamiento era la juventud, que seguiría siendo su rasgo esencial hasta la muerte, y más allá. Se fue perfeccionando a partir de rasgos espontáneos, todos los cuales se envolvían de una justificación poética, que tomaba la forma de una ampliación metafórica.” (Aira: 2001: 13). En una misma línea de pensamiento, Alberto Giordano señala que los diarios de Pizarnik “son obra de imaginación: en ellos se recrea como un personaje imaginario, que es casi el mismo de las infinitas imposturas con las que juega y se destruye en sus historias de vida, pero más real.” (Giordano: 2006: 141) La invocación de Kakfa por parte de Pizarnik respecto a las fronteras entre vida y literatura invita a pensar nuevamente en Roland Barthes, cuando declara que Proust “hizo de su propia vida una obra cuyo modelo fue su propio libro” (Barthes: 1987: 67). También Pizarnik quiso poner su vida a la altura de su literatura, lo que implicó, según Daniel Link, someter a su Persona “a tortuosas mutilaciones”12 (Link: 2008) Otro punto en común con el escritor checo es la fidelidad con que llevó el diario hasta la muerte, punto en el que también coincide con otros diaristas citados y admirados: Katherine Mansfield y Cesare Pavese. En todos ellos parece materializarse el “diario ideal” barthesiano: son diarios radicales, desesperados, feroces, que se extinguen casi a la par que sus creadores. 12

Link establece en “Lecturas de Alejandra Pizarnik” diferencias entre Persona (ser de carne y hueso); Scriptor (aquel de quien se habla, que es clasificado en una escuela, un género, un manual, un “perfil grafológico”); el Auctor (el “yo” como responsable de su obra) y el Scribens (el que vive cotidianamente la escritura)

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Pizarnik encuentra en Mansfield la figura de una escritora obsesionada, como ella, por la entrega total a la escritura, pero que exhibe un falso interés por la recepción de su obra: “(…) dice: ‘No vivo más que para escribir’. ‘La gente no me importa. La idea de la gloria y del éxito no es nada, menos que nada’. Luego, escribe una novela y la envía al día siguiente para publicarla” (65). El tono irónico –y la hipérbole- del comentario tal vez no sean más que el eco de la envidia: ella es incapaz no sólo de escribir una novela, sino también de verse a sí misma como una “profesional” de las letras. Al terminar la lectura del diario se pregunta “una sola cosa: ¿tengo vocación literaria?” (65). La experiencia de Mansfield le revela quizá lo doloroso de asumir un destino de escritora y realizarse en él hasta las últimas consecuencias. Otro diarista con el que se identifica a nivel literario es el francés Julien Green, autor de un monumental texto que abarca casi la totalidad de su vida: Leo el diario de Julien Green. Me recuerda al de Katherine Mansfield en su insistente y agónica lucha contra el ocio del escritor. Ese miedo de morir sin haber escrito le livre. Hallo en este diario solo carencia. No obstante, me impulsa, no solo a continuar escribiendo el mío sino a escribir más poemas y más prosas. (119)



Nuevamente, como en el caso de Kakfa, la lectura de otro diario funciona de

estímulo, corrobora el paso por las mismas aflicciones: “Siento un libro dentro de mí. Un libro que me atraganta. Un libro que me obstruye la respiración” (p. 51). Solo en una oportunidad la identificación fracasa: se trata de los Extractos de un diario de Charles Du Bos. En un interesante artículo, Alberto Giordano analiza la lectura que hacen Pizarnik y Julio Ramón Ribeyro –narrador peruano- de los diarios de Du Bos, y relaciona el rechazo de la primera y la admiración del segundo con sus propias prácticas diarísticas. Los Extractos del crítico francés están íntegramente volcados a la reflexión sobre obras de arte. “A Pizarnik –escribe Giordano- esa forma inusual de escritura íntima la irrita. Aunque reconoce su incapacidad para acercarse siquiera a la riqueza crítica que prodigan los comentarios de Du Bos, no soporta la ‘impotencia creadora’ ni la ‘gran desconfianza en sí mismo’ que transmiten.” (Giordano: 2006: 147- 148). Puede sorprender esta última afirmación: ¿por qué la “impotencia” de Du Bos la molesta, pero se siente identificada con la de Katherine Mansfield y Julien Green? 18

Posiblemente Pizarnik no ve en él más que a un escritor frustrado, resignado a comentar las creaciones artísticas de los demás. Mansfield y Green, en cambio, son escritores –como ella-; puede por tanto sacar algo en limpio de su experiencia. Por otra parte, como señala con acierto Giordano, Pizarnik está mucho más segura de su conocimientos literarios de lo que su diario pretende hacer creer: “la sorprendente convicción que transmiten en todo momento sus juicios sobre un autor o una obra, la forma tajante en que separa lo conveniente de lo inconveniente, nos hace pensar en alguien que ya está desde un comienzo en posesión de todo lo que se puede saber sobre literatura” (Giordano: 148)

Al referirse a otros diarios –sea para coincidir o para disentir con el punto de

vista de sus autores- Pizarnik no hace ninguna innovación. Forma parte de la tradición del género. La particularidad de los Diarios es que, más allá de la identidad “emocional” o “literaria” que puedan tener con los diarios de Kakfa o Mansfield, no reciben de ellos ninguna otra influencia, a diferencia de lo que sucede en la poesía o en la prosa con los autores admirados por Pizarnik. Desde luego, se trata de géneros diferentes, de procedimientos que no es posible comparar. Pero los diarios de la poeta no sólo se parecen poco a los diarios que ella apreciaba. No se parecen, en rigor, a ningún otro. Alain Girard afirma que “cada diario se parece sólo a sí mismo” (Girard: 1996: 34). Pero, ¿no podría afirmarse lo mismo de una novela, de un cuento, de una obra de teatro, más allá de las inevitables relaciones que todo texto mantiene con otros textos? Es verdad que el diario como género literario se ha resistido –más que otros géneros de la intimidad o del Yo- a las simplificaciones teóricas. Las indecisiones de Barthes acerca de su estatuto lo ponen de manifiesto. Sin embargo, puede hablarse de unas convenciones mínimas, de una suerte de “aire de familia” común a todos los diarios. El mismo Girard lo hace notar: “cuando dejamos atrás la particularidad de cada uno, aparece entre todos un estrecho parentesco” (34) ¿En qué se basa dicho parentesco? Andrés Trapiello, autor y teórico del género, señala: “para que podamos hablar de diarios hemos de referirnos siempre a esa clase de anotaciones que se hacen de una manera regular y que entre todas forman una cierta unidad con personalidad propia” (Trapiello: 1998: 28). La amplitud y generalidad de esta propuesta de 19

definición soluciona los problemas acerca de qué entender, en principio, por un diario, aunque es posible sumar rasgos o agregar algunas cuotas de especificidad. Nora Catelli, por ejemplo, sostiene que “el diario es el género en el que se registran, siguiendo los días, las actividades e impresiones de un sujeto frente a sí mismo” (Catelli: 1996: 87). Definiciones como esta aparecen en la mayor parte de estudios teóricos sobre el género, y también hay acuerdo sobre sus características más sobresalientes: periodicidad de la escritura, anclaje en el tiempo, polimorfismo, espontaneidad, centralidad del Yo, fragmentarismo, monotonía, etc. Aunque muchos de estos rasgos estén en Pizarnik, lo excepcional de sus Diarios es que el “parentesco” con otros diarios sólo se atiene a los aspectos más superficiales del género. Independientemente de que los concibiera o no como “parte de su proyecto de obra literaria” (Becciu: 10-11) lo cierto que se comprenden mejor puestos en perspectiva con otros textos de la autora, acaso cómo “génesis permanente” (Didier: 1996: 46) de los mismos. Núria Calafell Sala analiza de un modo muy interesante la relación de Pizarnik con sus Diarios. Al debatirse entre la dependencia y el rechazo hacia sus cuadernos, la autora “interroga la barra que separa el diario como forma auto(bio)gráfica de la ficción” (Calafell Sala: 2007: 42). La crítica estudia el uso y significado de la escritura diarística de Pizarnik a partir de las reflexiones de la autora sobre el tema, y advierte que, siguiendo el hilo de las mismas, se puede apreciar una “significativa evolución”: 13

la primera [reflexión], de 1955 , parece más bien el comentario inocente de una muchacha de diecinueve años, insegura de su entrada a un mundo, el literario, que le 14

cierra ciertas puertas. La segunda y tercera , escritas cuatro y trece años después, adelantan ya la que será una de las obsesiones de la argentina: el deseo de escribir un texto largo en prosa en el que los pequeños fragmentos y la dispersión den paso a una unidad argumental, temática y lingüística. A partir de esta fecha, aproximadamente, sus reflexiones en torno a los cuadernos girarán siempre alrededor de esta cuestión (…) (Calafell Sala: 2007: 43)

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“¿Cómo podría vivir sin este cuadernillo? ¡Imposible imaginarlo!» (37) “Me avergüenza escribir un diario. Preferiría que fuese una novela” (146); “entiendo que el lenguaje de mis diarios no es tan desagradable y no obstante no lo respeto, acaso porque no me cuesta ningún esfuerzo” (448) 14

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Vale la pena agregar que los cambios de actitud de Pizarnik hacia sus diarios repercuten llamativamente en el modo de nombrarlos, y también en esta nominalización se hace evidente un progreso entre las primeras y las últimas anotaciones. De hecho en 1955 la escritora habla de “cuadernillos” (32, 37, 52, 67) pero a partir de 1957 y hasta el final emplea el término “diario” o “diarios” (94, 119, 130, 132, 146, 232, 234, 243, 275, 345, 462, 395, 398, 447, 482, 504). No es un cambio trivial. Hay cierto desdén en la palabra “cuadernillo”, debido tal vez a que se trata de un diminutivo, pero también a que nos lleva a pensar en un soporte ligero, de menor importancia que un cuaderno. Por otra parte, al definirlos como cuadernillos “de quejas” (65) y “morbosos” (67) la autora refuerza la idea de que se trata de una escritura sin interés literario; su valor, ella misma lo afirma, “es exclusivamente psicológico” (65). Esta concepción se modificará con el tiempo, y hará necesaria, consecuentemente, una nueva denominación. Al hablar de “diario”, Pizarnik hace ya referencia a un texto que puede inscribirse en una tradición genérica, tradición que por otra parte ella frecuenta como lectora y del cual está tomando conciencia como escritora.

El análisis de Calafell Sala de los Diarios a partir de fragmentos metatextuales

ofrece otros valiosos aportes. Por un lado, la autora señala la relación de intertextualidad entre los diarios y la poesía de Pizarnik. La vinculación entre estos géneros no es superficial, y no se limita a la inclusión en los Diarios de poemas o de versos que luego podemos encontrar en otros textos. El ritmo del diario (y es inevitable recordar a Barthes) está más cerca de la poesía que de la prosa, y se vale de sus mismas figuras retóricas. Posiblemente este aspecto es el más aleja los diarios de Pizarnik del de otros autores, en los que predominan las formas narrativas y ensayísticas. Baste citar un ejemplo:



26 de noviembre, lunes Un apuro de hojas –dije- como que giran eléctricamente. Un apuro de las hojas por caer. Lo vi en el parque. Mis ojos no las siguieron. Cegaron a mis ojos las hojas. Su vértigo. Su girar. Una urgencia, un SOS a la nada, cayendo antes de que comenzara la caída, como quien muere antes de nacer. Por eso me quejo. Mi mirada no es tonta, mi mirada piensa en árboles y en el viento. Pero no supo jugar esta carrera. Me quedé atrás, muy pequeña y muy pobre. (…) (292)

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Si se leyera este fragmento desconociendo que pertenece a los Diarios, uno no dudaría en caracterizarlo como prosa poética. Ahora bien, otras entradas sí hacen referencia a la cotidianeidad de la escritora, sólo que ese ámbito está cuidadosamente delimitado: se trata de la rutina de la lectura y la escritura en primer lugar, de los estados existenciales en segundo lugar, y de la vida social y familiar en un tercer y muy relegado plano. Y aun cuando hay un desplazamiento de la visión “poética” del día a día a una visión más impregnada de elementos biográficos (Pizarnik se reta a sí misma a hablar de la realidad) la escritura del diario tiene siempre el ritmo de un poema. Aunque esta escritura no le cause dificultades, como declara en varias ocasiones, hay una precisión técnica en la construcción de las frases que ubica a los Diarios en una posición singular dentro del género, o más bien en sus bordes, siempre a punto de ser otra cosa. Otros dos aspectos señalados por Calafell Sala son la concepción de los diarios como lugar de búsqueda ontológica y literaria y la identificación de los mismos con el modelo de la confesionalidad: “habría –escribe la crítica- una voluntad clara de descubrimiento del yo, de desnudarlo y mostrar en carne viva su esencia” (Calafell Sala: 2007: 45). Algunas postulaciones teóricas de Michel Foucault en La voluntad de saber y Tecnologías del yo sirven a la autora para sostener que Pizarnik articula su escritura de diarios sobre la forma de la confesión. Aunque estamos de acuerdo en este punto, consideramos que no se debe olvidar que estamos frente a un texto mutilado. Los Diarios no “confiesan” nada demasiado perturbador, e incluso el fragmento que Calafell Sala cita como ejemplo expresa los mismos terrores que encontramos en los poemas o prosas poéticas. No podemos saber qué confesiones haría la autora en las entradas omitidas por la editora, y por lo tanto los resultados del análisis sólo pueden ser parciales y limitados. Por otra parte, lo confesional siempre tiene, en Pizarnik, trazos de teatralidad. Nos hemos referido antes al “personaje alejandrino” que describía César Aira. Señala este autor: “No

hay motivos para creer que hubo una manipulación cínica de la realidad. La dificultad de vivir era genuina, pero ahí justamente intervenía el personaje para verosimilizar a la persona real y justificarla.” (Aira: 2001: 13). Interesante reflexión, pues pone de manifiesto que Pizarnik construyó a consciencia una imagen de sí misma cuyos rasgos, si bien eran ciertamente autobiográficos, estaban muchas veces exagerados, con el fin 22

de resultar más convincentes. Es imposible no encandilarse con los trágicos resplandores que emanan de esta figura literaria atravesada de sufrimiento y muerte, pero no hay que perder de vista que se trata –en gran medida- de una puesta en escena, de una estudiada estrategia de autoficción. El análisis de Calafell Sala se cierra con un comentario de las características propias del diario según Enric Bou y Maurice Blanchot. Del primero rescata la entidad literaria del género, y la pone en relación con una cita de Pizarnik que sugiere el carácter de “adelanto narrativo” de algunos fragmentos. Del segundo toma la idea del diario como “protección de los días corrientes”, un tópico indiscutible del género. Mientras desde una perspectiva formal los diarios constituyen una “crónica narrada periódica y repetitivamente a través de anotaciones temporales y lineales” (Calafell Sala: 2007: 46), en una perspectiva reflexiva, la escritura de estos textos funciona a modo de hilo conductor o coraza del yo. Muchas citas corroboran esta naturaleza “salvacional” de los Diarios: “El fin de este diario es ilusorio: hallar una continuidad” (232). Sin embargo, una lectura más detenida puede demostrar –y a ello nos dedicaremos en el último apartado- que la diarista no quiere salvarse. Daniel Link propone al diario como una de las posibles tecnologías del yo. Calafell Sala –lo hemos señalado- recurre a este concepto en su reflexión sobre los diarios pizarnikianos. Pero, si consideramos la fuente de ambos, parece haber una contradicción. Según Foucault, las tecnologías del yo “permiten a los

individuos efectuar, por cuenta propia o con la ayuda de otros, cierto número de operaciones sobre su cuerpo y su alma, pensamientos, conducta, o cualquier forma de ser, obteniendo así una transformación de sí mismos con el fin de alcanzar cierto estado de felicidad, pureza, sabiduría o inmortalidad” (Foucault: 1990: 48). Nada más alejado de Pizarnik. Su diario no puede entenderse como una operación destinada a una transformación para alcanzar, finalmente, felicidad o sabiduría. Por el contrario, la convicción –manifestada en las primeras páginas- de dirigirse hacia la muerte sugiere más bien una completa inversión de la tecnología del yo en sentido foucaultiano: la escritora no busca cambiar su conducta sino inmovilizarla, mantenerse fiel al designio de fatalidad al que se siente empujada. En este contexto, los diarios tienen menos de salvación que de constatación. ¿Y qué es lo que comprueban? Que los planes de muerte se cumplen lenta pero indefectiblemente.

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Es este último rasgo el que termina de aislar a los Diarios de Pizarnik en una zona donde muy pocos textos pueden acompañarlos. Mientras la mayoría de diaristas luchan con denuedo por protegerse en la escritura, incluso por asegurarse, a través de ella, una inmortalidad, Pizarnik se entrega a un ejercicio radical: en vez de escribir para no morir, escribe para dejar constancia del proceso que la lleva a la muerte. Escribe, en otras palabras, muriéndose. La articulación de cuerpo y escritura –objeto de los próximos apartados- es crucial en este derrumbamiento del cual los Diarios son obedientes testigos.

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2. EL CUERPO A DIARIO. RELACIONES ENTRE CUERPO Y ESCRITURA 2.1. El cuerpo “recobrado” Para entender la relación entre la experiencia del cuerpo y la escritura de diarios, es necesario remontarse primero a los orígenes de esa relación. El cuerpo estuvo ausente, hasta mediados del siglo XX, no sólo de los diarios, sino también de otros géneros autobiográficos. Shirley Neuman considera la “omisión casi completa del cuerpo en la autobiografía’” (Eakin: 1995: 235) como una forma de ‘represión cultural’”. La autora hace referencia al dualismo platónico, cristiano y cartesiano entre el cuerpo, por un lado, y el alma, la mente o el espíritu, por otro, y señala que la identificación del “yo” se ha realizado siempre, en esas tradiciones, con el segundo miembro de la díada. El cuerpo, en tanto “centro de sensibilidad” (Adrián: 2007: 58) ha sido ignorado, silenciado y cuestionado por las principales corrientes filosóficas de la cultura occidental: El cuerpo goza de mala prensa en la historia de la filosofía: la infravaloración platónica del mundo sensible, la estigmatización patrística de la carne y la desconfianza cartesiana hacia los sentidos son diferentes ejemplos de las cautelas que toma la reflexión filosófica con respecto a cualquier tema relacionado con un cuerpo que puede poner en peligro la pureza de la razón. (Adrián: 2007: 56)

En este contexto, no resulta raro que el cuerpo haya sido excluido no sólo de las tradiciones autobiográficas sino también de otras manifestaciones literarias y artísticas. La situación cambia radicalmente cuando, en el siglo pasado, el cuerpo empieza a ser reconsiderado desde diversas disciplinas: (…) con el desarrollo de la fenomenología en el siglo XX se produce un verdadero movimiento contra esa tradición que, entre otras consecuencias filosóficas, despierta el interés por el estudio del cuerpo: la teoría de la constitución de Husserl, los escritos de Scheler en torno a la simpatía, la fenomenología de la percepción de MerleauPonty, la teoría del biopoder de Foucault y el psicoanálisis de Lacan abordan, desde diferentes perspectivas, el papel central del cuerpo como vector por el que pasa toda relación social, afectiva, emotiva, anímica, reflexiva y axiológica con el mundo de las cosas y personas que nos rodean en nuestra vida cotidiana. (…) De una manera

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general, podemos agrupar sus reflexiones en torno a dos ejes temáticos: por un lado, se resalta la dimensión corporal de la existencia humana, y por otro se insiste en la dimensión histórico-social del cuerpo. (Adrián: 2007: 58- 59)



El arribo del cuerpo a la literatura no es, como puede apreciarse, un hecho

aislado. Forma parte de un fenómeno general que ubica al cuerpo como centro de convergencia de múltiples miradas. Si bien la literatura erótica data de la Antigüedad, perteneció casi siempre, y en especial a partir del Cristianismo, al dominio de lo "prohibido". Es esa frontera de lo "prohibido" la que derriba el siglo pasado: ahora todo se puede mostrar y decir, tanto en la ficción como en la no - ficción. La textualización de la experiencia corporal en los géneros autobiográficos debe ubicarse en el marco de esta nueva visibilidad y asociada a la pasión por confesar(se) públicamente que impregna con renovado vigor al sujeto del siglo XX. 2.2. “Decirlo todo”

En el primer tomo de su Historia de la sexualidad, subtitulado La voluntad de

saber, Michel Foucault pone en discusión la hipótesis “represiva” según la cual, a partir del siglo XVII, “nombrar el sexo se habría tornado más difícil y costoso” (Foucault: 2002: 25). En su opinión, “las cosas aparecen muy diferentes: [hay] una verdadera explosión en torno y a propósito del sexo” (Foucault: 2002: 25). Los mecanismos ejercidos para controlar los discursos sobre este tema provocaron, paradójicamente, su proliferación. Vale decir, los incitaron. ¿Antecedentes? Los manuales de confesión de la Edad Media, vigentes aún en el siglo XVII. Durante este período, aparecieron los “testimonios de la carne”, para los cuales la Contrarreforma había diseñado meticulosas reglas analíticas. Todo debía ser detallado: “pensamientos, deseos, imaginaciones voluptuosas, delectaciones, movimientos conjuntos del alma y del cuerpo (...)” (Foucault: 2002: 27). De este modo se impuso una actitud confesional que Foucault define como “(...) la tarea, casi infinita, de decir, de decirse a sí mismo y de decir a algún otro, lo más frecuentemente posible, todo lo que puede concernir al juego de los placeres, sensaciones y pensamientos innumerables que, a través del alma y del cuerpo, tienen alguna afinidad con el sexo.” (Foucault: 2002: 29)

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La necesidad de hablar del sexo tuvo también relación con factores económicos y políticos. Temas como la natalidad, nacimientos legítimos e ilegítimos, precocidad y frecuencia de las relaciones sexuales se volvieron focos de preocupación para el Estado, que se vio forzado a controlar a los individuos, cuya conducta podía afectar ‘el bien de todos’. Los discursos sobre el sexo surgieron en distintos ámbitos: la educación, la psiquiatría, la medicina y la justicia penal. El procedimiento más idóneo, en este contexto, para producir la “verdad”, fue, por supuesto, la confesión. No hubo en esa sociedad una ars erotica como la que puede hallarse en antiguas sociedades (Roma, China, Japón, India) y que consiste en un saber secreto para amplificar los efectos de la práctica sexual. En su lugar, una scientia sexualis tuvo papel central en el orden de los poderes civiles y religiosos, a través del sacramento de la penitencia y de los métodos de interrogación e investigación judicial impuestos por la Inquisición: La confesión difundió hasta muy lejos sus efectos: en la medicina, en la pedagogía, en las relaciones familiares, en las relaciones amorosas, en el orden de lo más cotidiano, en los ritos más solemnes; se confiesan los crímenes, los pecados, los pensamientos y los deseos, el pasado y los sueños; la infancia: se confiesan las enfermedades y las miserias; la gente se esfuerza en decir con la mayor exactitud lo más difícil de decir, y se confiesa en público y en privado, a padres, educadores, médicos, seres amados; y, en el placer o la pena, uno se hace a sí mismo confesiones imposibles de hacer a otro, y con ellas escribe libros. (Foucault: 2002: 74- 75)



Confesar, decir, autoexaminarse, se convirtieron, como explica Foucault, en una

constante. Y el objeto de la confesión era, justamente, lo “inconfesable”: “(...) desde la penitencia cristiana, el sexo fue tema privilegiado de confesión. Lo que se esconde, suele decirse” (Foucault: 2002: 77). Esta moda confesional fue con el tiempo diversificando sus alcances y también sus formas, y así surgieron interrogatorios, cartas, relatos autobiográficos.

El siglo XX lleva a su punto máximo, dentro de los géneros del “yo”, la

tendencia a “decirlo todo” que, de manera ciertamente paradójica, había tomado impulso en el siglo XVII. A esa tendencia se suma un fenómeno interno del género

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diarístico –la progresiva decantación hacia lo introspectivo-, que termina de explicar, a nuestro juicio, la irrupción de la experiencia corporal en este tipo de escritura.

2. 3. Hacia adentro, hacia el cuerpo: una nueva diarística



2.3.1. De la intimidad a las intimidades Parece un hecho sin discusión: el diario es el espacio más apropiado para la

expresión de un Yo que se mira a sí mismo y al mundo; es el lugar de los exámenes, del recogimiento interior, de la reflexión y el estudio de las propias pasiones. Algunas formas del diario, como el dietario o el cuaderno, parecen sin embargo contradecir ese atributo genérico. Para entender estas contradicciones sería necesario estudiar con detenimiento –tarea excede el propósito de este trabajo- las fluctuaciones del concepto de “intimidad” desde los primeros exponentes del género hasta sus más recientes manifestaciones, entre ellas el blog electrónico. Recuperaremos, sin embargo, algunas nociones especialmente significativas en torno a la relación entre intimidad y escritura de diarios, para que quede claro en qué condiciones vamos a defender, más adelante, la introspección como marca definitoria del género diarístico en el siglo XX. Jerzy Lis advierte que el concepto de intimidad tuvo una variación considerable entre los siglo XIX y XX: “en parlant de l‘ntimité’ ou de l’ ‘intime’, l’homme romantique désignait une profundeur sans limites d’un moi qu’il était incapable de définir” (Lis: 1996: 26), mientras que el diarista del siglo XX, “au lieu de plonger dans l’intimité de soi, préfêre confirmer sa valeur réelle par l’intermédiaire de l’intimité des choses ou celle des rapports sociaux” (Lis: 1996: 27) La palabra “intimidad” lleva siempre, indefectiblemente, a conceptos como “secreto”, “interior” u “oculto”. Estos significados están en el origen latino de la palabra, “intimus”: “íntimo, más recóndito, interior, secreto, íntimo, de confianza” (Diccionario Latino/ Español: 1969: 259). Nora Catelli profundiza la etimología de la palabra y señala su relación con el verbo “intimar”, que reconoce varias acepciones, y que tiene relación, a su vez, con el sustantivo “timor” (temor); a partir de estas afinidades léxico- semánticas, la autora deriva tres maneras de intervención del sujeto o sobre el sujeto: una vinculada con la exigencia, moral o psicológica, sobre un sujeto; 28

otra, relativa a la penetración, física pero también moral y psicológica, de un sujeto sobre otro, y finalmente, un modo relacionado con la introducción (física, moral y psíquica) de algo en un sujeto o de un sujeto a otro. Todos estos movimientos coinciden en establecer la noción de lo subjetivo bajo el signo de una “incorporación o interiorización del temor” (Catelli: 1996: 89). Estas consideraciones etimológicas le permiten a Catelli avalar su hipótesis de una “posición femenina” en el diario concebida, más allá del sexo del autor, como una manera de situarse frente a los demonios interiorizados que caracterizan el espacio de la intimidad moderna. Nos interesa rescatar estos conceptos porque enriquecen la idea de “intimidad” y se conectan con otros aportes significativos para la caracterización del género diarístico. En su artículo “Teoría de la Intimidad” (1996), Carlos Castilla del Pino sistematiza su posición al respecto desde una perspectiva psicoanalítica. El autor señala que las actuaciones humanas, de acuerdo con el contexto en que se realizan, pueden ser “íntimas”, “privadas” o “públicas”. Vamos a detenernos únicamente en el “escenario íntimo”, que Castilla del Pino define como “observable sólo para el sujeto” (Castilla del Pino: 1996: 19). Esto implica que, si bien el sujeto puede comunicar, verbalizar sus “actuaciones íntimas”, no puede mostrarlas. Al ser el ámbito de lo reservado, donde se guardan los comportamientos inimaginables para los demás, lo “íntimo” es un espacio de libertad que no admite testigos, aunque no siempre se pueda hacer en él todo lo deseable, y mucho menos comunicarlo a los demás: “hay una codificación históricamente mudable e implícitamente consensuada que marca cuáles actuaciones deben mantenerse reservadas para la intimidad. Si no se reservan, son consideradas no pertinentes, obscenas y hasta punibles” (Castilla del Pino: 1996: 30). Trasladadas a la escritura de diarios, estas observaciones descalificarían en buena medida la posibilidad de un diario íntimo en sentido estricto, o al menos relativizaría sus alcances, multiplicaría sus limitaciones. Jerzy Lis identifica tres tipos de diario en función de tres dominios: el de lo íntimo, el de lo público y el de la creación. Al dominio de lo íntimo, que es el dominio del tabú, le corresponde un diario “imposible”, en el que no se puede hablar de “les expériences personnelles indicibles, l’imagination excessive en rapport, (...) les désirs, les confidences dont la notation pourrait effrayer l’auteur même” (Lis: 1996: 34). No cabe imaginarse, para Lis, cómo podrían describirse “telles horreurs”; por otra parte, 29

señala el crítico, no habría lectores dispuestos a leer confesiones de esa índole. Al dominio de la creación le corresponde el “falso diario”, es decir, el texto que se apropia de los procedimientos diarísticos pero desarrolla una ficción pura. Al dominio de lo público le corresponde el diario de escritor, en el que Lis observa la convergencia de las otras dos formas: no habría para él un diario exclusivamente literario, revisado y reelaborado para su publicación, y otro que se asemejara más bien a un documento de la vida y cuyo autor no aplicara censuras o correcciones. Lo interesante de la propuesta de Lis es su proximidad con los presupuestos teóricos de Castilla del Pino, en el sentido de negar la posibilidad de un diario que exprese plenamente lo más “recóndito”, “secreto” o “temido” por el escritor. Similar opinión tiene Béatrice Didier: “(...) el diario íntimo, bajo la forma que conoció en el siglo XIX y primera mitad del XX, no parece ya posible” (Didier: 1996: 45). Revisadas estas posiciones, y volviendo al punto de partida, es decir, a la contradicción entre una concepción del diario como forma más idónea para expresar el “yo” íntimo, y otra concepción, diametralmente opuesta, que niega la posibilidad de manifestar ese “yo”, es necesario relativizar y matizar la discusión. Andrés Trapiello simplifica, de un modo en nuestra opinión interesante, la definición de intimidad: “quedémonos en cualquier caso con que lo íntimo es lo que hace referencia a aquello cuya publicidad modificaría o imposibilitaría nuestra relación con los demás” (Trapiello: 1998: 47). Pero si esto es lo íntimo, y el mismo Trapiello realiza la objeción, no se puede hablar de diario íntimo, ya que éste busca una relación con los demás, mientras el diario sería un intento de autopreservación. Lo que, por la razón que sea, no puede divulgarse ante cualquiera, puede que se confunda también, según el crítico, con la indiscreción: “generalmente diarios en los que el tema profesional o sexual suele estar tratado por extenso, y de la misma manera pornográfica y de escasa incumbencia (...)” (Trapiello: 1998: 47). Esta apreciación parece contradecirse con otra definición, más “precisa”, de la intimidad, que ofrece Trapiello unas páginas después: “es exactamente aquello sobre lo que descansa nuestra verdad, lo que realmente somos no a ojos de los demás, sino para nosotros mismos” (Trapiello: 1998: 62). Establecer, de acuerdo a esta caracterización, en qué medida algo es o no íntimo, o deslindar con claridad su diferencia con lo privado, o con lo “indiscreto”, no parece tarea sencilla. En última instancia, lo que Trapiello entiende como “indiscreción” puede 30

ser justamente aquello sobre lo que “descansa la verdad” de un diarista, y tener, no una “escasa incumbencia” sino un valor considerable para el autor e incluso para el lector15. Dejaremos a un lado las batallas teóricas alrededor del concepto de intimidad, presuponiendo que lo íntimo es irreducible a una caracterización universal, al menos en materia de diarios. No habría intimidad, sino intimidades, diversas según la época, la moda imperante y el autor. Así como es imposible agotar los rasgos caracterizadores del diario, lo es también señalar límites a la intimidad en esta clase de escritos. Cada diario expresaría – o no- su propia intimidad, mostraría –o no- hasta cierto puntolímite, permitiría – o no- que los lectores penetren en las esferas más secretas o que se limiten a rodear los bordes de los territorios “indecibles”. Abandonado el objetivo de darle fin a estas contiendas teóricas, quedan sin embargo algunos puntos lo suficientemente claros. Por un lado, las evidentes mutaciones del concepto de intimidad entre la tradición diarística de los siglos XVII, XVIII y XIX, y los diarios del siglo XX. Por otro, que más allá de esas mutaciones, el diario sigue siendo el espacio privilegiado del Yo. Estas dos certezas convergen en el punto al que quiero hacer referencia a continuación: la progresiva tendencia, en el diario de la segunda mitad del siglo XX, a acentuar su tono introspectivo y “decirlo todo”. 2.3.2. Mirar adentro La etimología de “introspección” se ajusta con exactitud a la tarea emprendida en un importante número de diarios: “mirar adentro, al interior, pensar cuidadosamente, examinar” (Diccionario Latino/ Español: 1969: 259). El escritor de diarios ejerce en esta tarea un doble movimiento: el “viaje” hacia el interior en un primer momento y la exteriorización de ese “viaje” en una segunda instancia, la de la escritura. ¿Buscan los diaristas, por medio de su texto, llenar un vacío, compensar una realidad que no satisface? En otras palabras, ¿quieren darle sentido a una vida que no lo tiene? ¿O el diario es sólo resultado de una experiencia significativa en sí misma, y 15

Este crítico parece ir siempre en la dirección de un diario “depurado” de insignificancias, datos innecesarios, o confesiones poco pertinentes, sin reparar en que ese repertorio de elementos es más complejo que lo que parece a simple vista, y puede ser decisivo en la autoconfiguración textual del escritor.

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cuya textualización sólo tiene por objetivo dar cuenta de ese valor? No hay respuestas, o cuando menos, respuestas que puedan aceptarse como absolutas. Un diario corroborará la primera tesis y negará la segunda, y otro hará la operación inversa. Lo cierto es que, en cualquiera de los dos casos, será menester hacer ese “viaje” al que me nos hemos referido al comienzo de este apartado. Cuando no hay tal viaje, es decir, cuando el autor no mira hacia adentro, sino hacia el exterior y hace texto de ese mundo percibido, estamos en presencia del dietario, el cuaderno de notas, la columna periodística, el diario de viaje o el diario documental, entre otros subgéneros del diario. Tratando de señalar las distancias entre diario y dietario, Anna Caballé hace varias observaciones de interés: (...) no es fácil establecer límites precisos entre el diario y el dietario, en la medida en que ambas escrituras fluyen libre y fragmentariamente, tomando como eje la propia mirada. En el diario íntimo esa mirada está más atenta a explicarse uno mismo (...), mientras que en el dietario prevalece la invención literaria, la voluntad de construir un discurso homogéneo, anclado, decíamos, en referencias culturales y estéticas. (...) [En los dietarios] domina la referencia externa, el peso de lo ajeno o el trazado de un yo inmerso en un universo estético y cultural e intensamente interiorizado. (Caballé: 1996: 106)



Rescatamos de esta cita la referencia al hecho de que, tanto en los diarios

como en los dietarios, la mirada del “yo” dirige la notación; a modo de cámara fotográfica, selecciona y exhibe, ya sea la resbaladiza intimidad del escritor, ya sea el mundo que lo circunda, ya sea ambos a la vez. A muchos diarios podría aplicarse lo que apunta Isabel García Manzano sobre El peso del mundo de Peter Handke: “El entorno y la naturaleza son víctimas del mismo sondeo y han de rendirse ante el ojo implacable y sutil que mira hacia fuera tanto como hacia dentro” (García Manzano: 1981: 345).

Volvamos ahora al terreno del diario en el que predomina lo introspectivo,

descartando aquellas formas en que se impone la realidad exterior. No es nuestra intención reconstruir la trayectoria de este diario, que se remonta al siglo XVIII y encuentra ejemplos paradigmáticos en el XIX y el XX. Vamos a señalar, únicamente, las que considero dos etapas bastantes diferenciadas entre sí, y cuya línea divisoria podría 32

establecerse entre las décadas de 1930 y 1950. Significativamente, 1950 es la fecha en que Cesare Pavese pone fin a su diario –y a su vida-; un año más tarde, André Gide da también por finalizada su empresa diarística. Mencionamos a estos autores por ser Pavese el representante de una introspección “rabiosa”, torturada, autodestructiva, mientras que Gide, por muy escandalosa que haya sido su vida, se caracterizó siempre por una introspección “pudorosa”, incluso por la autocensura; su estilo exacto y moderado atenúa todo lo que pudo haber de “horrible” o “irreproducible” en su día a día.

No postulamos que haya rasgos determinantes para la diarística de estos dos

períodos; mucho menos, que sean compartimentos herméticos y que ningún ejemplo se salte la “regla”. Esto es algo imposible tratándose de diarios. De hecho, los diarios de Franz Kakfa, Katherine Mansfield y Anäis Nin, tres “introspectivos” por excelencia, fueron escritos antes de 1950, mientras que la tradición del dietario y de otras formas que privilegian la “exterioridad” traspasa esa barrera y sigue teniendo plena vigencia en nuestros días. Lo que observamos en un número importante de diarios escritos a partir de la década del ’50 es una tendencia más marcada hacia la introspección.

La tradición francesa se había inclinado, en general, a convertir el diario en un

recinto de meditaciones intelectuales y estéticas. Muchas veces incluso, se erigía a estos textos como tribuna desde la cual discutir a otros diaristas y polemistas. Desde esta perspectiva se entiende que Charles Du Bos, a quien ya nos hemos referido, le haya dado “a la escritura de lo íntimo la forma de una continua reflexión intelectual orientada por altos valores espirituales” (Giordano: 2006: 144). El “yo”, sí, pero en función de sus lecturas, pensamientos, valoraciones, creencias e ideas. Jerzy Lis, que estudia específicamente el diario de escritor producido en Francia en la primera mitad del siglo XX, deja bien en claro el carácter literario de estos textos y su cuidadosa elaboración como obra de arte: [le journal] gardera toujours des éléments pertinents de la notation historique ou documentaire, mais il aura de plus en plus souvent tendance à négliger, sinon abandoner définitivement, les problèmes du fonctionnement psychique de l’individu au profit de la réflexion approfondie concernant l’écriture et, en général, la création littéraire. En réconciliant la confidence et le témoignage, le journal du XX

33

e

siècle

s’implante successivement dans le groupe de textes composés et écrits comme des ouvres littéraires (Lis: 1996: 24)



Exceptuando a España, que parece continuar fecundamente la tradición

francesa16, mediante dietarios y cuadernos, la práctica diarística adquiere en otras geografías matices mucho más introspectivos. Esta introspección parece guiada por un patrón común, en mayor o menor medida, a todos los textos: la manifestación de una duda existencial que genera, en consecuencia, un mirar hacia adentro permanentemente informado por la incertidumbre. La vida, cada vez más frágil, dirige una escritura de “crisis”. Alan Pauls habla de una “catástrofe”, difícil de definir como individual o colectiva. Para este autor, en efecto, el diario íntimo del siglo XX está escrito sobre la huella de dos series indisociables: las catástrofes planetarias y los derrumbes personales: (...) el gran tema (...) es la enfermedad, (la enfermedad como afección del organismo del mundo), y las anotaciones con que el escritor acompaña ese mal forman algo así como el parte diario, incansable, que da cuenta de su evolución. (...) No es, pues, la revelación de una verdad lo que estos textos quieren darnos, sino la descripción cruda, clínica, de una mutación (Pauls: 1996: 10)

Sea a partir de una “afección” individual -alcoholismo, locura, vejez- o colectiva -guerras, nazismo, crisis políticas-, lo concreto es que el diarista del siglo XX se lanza a la compleja operación de mirar-hacia-adentro. En este punto se hace necesario volver, una vez más, a la idea de “tantos diarios como diaristas”, ya que también las “introspecciones” se modularán de diferente modo en cada diario. Lo cierto es que, con mayor o menor intensidad, todos miran hacia sí mismos. No sorprende entonces que esa mirada esté también orientada, en un importante número de diarios, hacia el propio cuerpo. Ahora bien, ¿cómo se articulan, en el diario, cuerpo y escritura? Y más específicamente, ¿cómo se da esta articulación en los diarios escritos por mujeres? 16

Hay excepciones, desde luego. Citamos sólo dos ejemplos muy conocidos: las obras de Francisco Umbral, tal vez el “padre” del género en este país (con títulos como Mortal y rosa, Diario de un escritor burgués o La belleza convulsa), y la de Jaime Gil de Biedma (Retrato del artista en 1956)

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2.4. Cuerpo, diario, mujer En En contacto con el mundo, Autobiografía y realidad Paul Eakin propone los

contextos referenciales más importantes para la autobiografía –y que pueden hacerse extensivos a los diarios-: el biográfico, el social y cultural, el histórico, y, subyacentes a estos, las dimensiones somáticas y temporales de la experiencia vivida. La dimensión somática trabaja con la idea de que el cuerpo informa de manera decisiva la experiencia de la identidad. Según Eakin, “la vida del yo y la vida del cuerpo están ligadas íntima e indisolublemente; (...) lo que afecta a uno afecta al otro” (Eakin: 1994: 288)17. La identificación entre los males del cuerpo y los males del “alma” a la que alude Eakin no es nueva. Foucault señala que la reflexión moral de los filósofos griegos y romanos de los dos primeros siglos de nuestra era estuvo centrada “en la inquietud y el cultivo de sí” (Foucault: 1987: 40- 41). Este cultivo tenía relación con la medicina, cuya máxima preocupación eran las afecciones del cuerpo, suerte de caja de resonancia de las afecciones del espíritu. Ideas similares subsisten en la pastoral cristiana, que valora la pureza del cuerpo como símbolo de la pureza del alma. Este esquema fundamental cuerpo / alma se mantiene en las escrituras autobiográficas pero el segundo término muta sensiblemente en otro, menos espiritual –ya no se trata sólo del “pecado”- y de mayor alcance –influencia visible del psicoanálisis y otras teorías sobre la experiencia humana-: la “vida del yo”. Muchos /as autobiógrafos /as hacen eje en la experiencia del cuerpo como columna vertebral de su reconstrucción del pasado. Los textos escritos por mujeres han interesado particularmente a los estudiosos de la autobiografía. Resumiendo el pensamiento de Anne Juranville, representante de este enfoque, Sandra Jara señala: “puesto que presentan más signos corporales que los hombres, es propio de las mujeres expresar una suerte de resistencia a la descorporización en sus escrituras; en rigor, para esta autora, el cuerpo femenino posee una gramática y una sintaxis propia, que le permiten hacerse a sí mismo 17

Eakin analiza en su libro los casos de A leg to stand on, del neurólogo Oliver Sacks, A conciencia, de John Updike, y 12 Edmondstone Street, de David Malouf, y menciona también otras obras como La bastarda, de Violette Leduc, Herculine Barbin, dite Alexina B., de Herculine Barbin y Because I was Flesh de Edward Dahlberg. Podrían agregarse a esta lista otras autobiografías y memorias en que el cuerpo tiene un papel decisivo: Mi padre y yo, de J. R. Ackerley, Coto vedado y En los reinos de taifa, de Juan Goytisolo, Antes que anochezca, de Reinaldo Arenas, Memorias de Tennessee Williams y Una memoria de Gore Vidal.

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literatura” (Jara: 2003: 189- 190). Hay que destacar, sin embargo, que los estudios de escritos autobiográficos de mujeres son relativamente recientes, ya que al igual que en otros géneros, se dio prioridad a las obras de escritores hombres. A este respecto escribe Sidonie Smith: (…) aquellas de nosotras que estábamos interesadas por la literatura de mujeres nos sentimos invitadas [durante la década del 70] al banquete de la autobiografía y nuestro camino lo abrieron las historiadoras feministas, quienes, ocupadas en deconstruir la hegemonía de la historia patriarcal y de la metodología histórica se esmeraron, a menudo de manera brillante, en reconstruir la historia de la mujer. (…) Las críticas literarias se unieron a ellas y encontraron en las narraciones personales un vehículo por medio del cual rescatar a las mujeres escritoras de los silencios de una historia oculta, para dotar de significado cultural a los escritos femeninos, para explorar la imaginación de la mujer (…). A comienzos de los 80 la insistencia política, la recuperación ardua, la descanonización provisional y la teorización ya habían empezado a funcionar en serio. (Smith: 1994: 39)

El cuerpo va a ocupar un espacio central en las lecturas críticas de las autobiografías escritas por mujeres. Para Smith, las mujeres siempre han sido autobiográficamente conscientes de su cuerpo, al punto de que lo han borrado de sus textos (citado por Kurvet-Käosaar: 2004: 70). No se trata de una simple falta sino de una presencia eliminada, o más bien de una presencia envuelta en un continuo juego de aparición y desaparición. La situación del cuerpo en el diario reviste formas similares a las de la autobiografía, aunque algunos parámetros difieren o bien se transforman completamente. La problemática de mostración / ocultamiento no varía –y será de hecho de especial interés en el caso de los Diarios de Pizarnik- pero la práctica de la escritura sí, puesto que el formato textual no es el mismo. Vale la pena citar lo que advierte en este sentido Leena Kurvet-Käosaar: On the one hand, the diary is positioned in the canon of autobiography as a textual practice pertaining more to the body (characterized by qualities such as immanence, the daily, and being of local relevance) than to the mind (characterized by qualities such as universality and transcendence). On the other hand, as a rather loosely

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conceptualized and flexible genre the diary offers more varied and richer possibilities for writing the body. Diaries can be also viewed as having a positive relation to the body, as offering a home to the textual & textured body of the author’s subjectivity. When keeping a diary, she calls into being a text that continually expands in time and space, the author gradually claims a textual body, she possesses a text and is simultaneously contained by it.(Kurvet-Käosaar: 2004: 71- 72)



La idea de que el diario es una práctica más relacionada con el cuerpo apela a la

idea de este último como un elemento contingente, “un receptáculo efímero en progresiva corrupción, lo material perecedero que aloja lo inmaterial eterno (llámese espíritu, alma o simplemente, identidad o yo)” (Torras: 2007: 16). En efecto, si la trascendencia o la universidad sólo son alcanzables mediante la actividad del espíritu, todo lo que concierna al cuerpo será de interés muy relativo. La oposición autobiografía / diario parece funcionar a partir de estos presupuestos: Una autobiografía es un libro cerrado; animado por un proyecto de totalidad, que trata de una vida entera o de un fragmento de vida y que pretende liquidar cuentas. (…) El diario íntimo es un libro abierto. Comienza no importa cuándo, termina no importa cuándo, y puede interrumpirse a voluntad por un tiempo más o menos largo. Ni votos perpetuos, ni compromiso totalitario; la práctica es de una gran flexibilidad (…) (Gusdorf: 1991: 317)

La flexibilidad que según Gusdorf caracteriza al diario es lo que para Kurvet-

Käosaar favorece la escritura del cuerpo, al tiempo que ofrece al/a autor/ a una “casa textual” refugio de su subjetividad. Al estar en permanente evolución, el diario puede mostrar los procesos de formación de identidad de los/as autores /as, en el cual la experiencia corporal desempeña un rol fundamental. Aunque carezca de las ambiciones de totalidad de la autobiografía o las memorias, es justamente su fragmentariedad, su carácter inestable, lo que le permite dar cuenta de las fluctuaciones en la vivencia del cuerpo.

Pocos críticos se han interesado, a pesar de las ricas posibilidades de análisis,

por la relación entre la escritura de diarios y la experiencia del cuerpo. En la “Introducción” a su antología Como se escribe el diario íntimo Alan Pauls hace referencia al tema y lo asocia a la dinámica de contactos entre lo personal y lo colectivo: “No hay lesión personal que no sea una llaga abierta en el mundo, y todo 37

desmoronamiento universal es inmediatamente la afección que amenaza de muerte el cuerpo del escritor” (Pauls: 1996: 9). En esta concepción el cuerpo recupera las capacidades perceptivas que le habían sido arrebatadas por la desconfianza cartesiana.

Respecto de los diarios de escritoras, la bibliografía crítica es más escasa

todavía. Hemos encontrado, sin embargo, significativos aportes en el ya citado artículo de Leena Kurvet-Käosaar “Claiming and disclaiming the body in the early diaries of Virginia Woolf, Anaïs Nin y Aino Kallas” (2004). La autora señala que la práctica del diario por parte de las mujeres tiene una larga tradición en la cultura occidental. Por su forma y los temas que aborda, el género ha sido identificado con el patrón de vida y la forma de pensar de las mujeres. Más aún: la crítica feminista, según Kurvet-Käosaar, ha llegado a considerar al diario como el “feminine mode of writing” (Kurvet-Käosaar: 2004: 70), lo que, en consecuencia, ha generado su marginación en el canon de la literatura autobiográfica. Lo importante, para esta autora, es comprender al diario como un modo de escritura que ha sido accesible y gratificante para las escritoras durante centurias, lo que permite verlo como una fuente de acceso a la representación del desarrollo de la subjetividad femenina. Esta reflexión es interesante porque numerosos teóricos del diario han insistido en el hecho de que son las mujeres –y en especial las adolescentes- quienes emprenden este tipo de escritura: “[se ha considerado] la práctica diarística como propia, fundamentalmente, de la adolescencia y la femineidad: ambos colectivos viven, por lo general, estados de incertidumbre o inseguridad, fruto de una personalidad inacabada e insatisfecha” (Caballé: 1996: 100- 101)18 Para Philippe Lejeune, hay un alto grado de autocensura –en particular respecto del cuerpo- en los diarios escritos por mujeres entre los 8 y los 17 años. La lectura de estos textos puede mostrar las prácticas textuales negociadoras a través de las cuales las mujeres trataron de localizarse en su entorno y también en sus cuerpos. El valor crucial de la articulación y representación de la experiencia ha derivado del

18

Estudios de Manuel Alberca y Philippe Lejeune han tratado de profundizar esta cuestión en estudios más próximos a la sociología que a la literatura. Las referencias bibliográficas de estos trabajos han sido consignadas en la Bibliografía sobre el diario.

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hecho de que, durante siglos, las mujeres se han visto sometidas por los hombres a prácticas objetivadoras.

La oposición cuerpo / mente se encarna de un modo curioso en la práctica

diarística de las mujeres: Claiming that women live more through their bodies than men, Plato views the body as an enormous obstacle in seeing beauty, achieving knowledge and the highest forms of love. Women’s lives are seen as more related to the body than those of men and the diary has been viewed as a textual practice that, more than any other autobiographical discourse, as if bears trace of the operation of binary thought. (Kurvet-Käosaar: 2004: 71)

Valdría la pena retomar la idea de Anne Juranville, citada anteriormente, de

que el cuerpo de las mujeres tiene gramática y sintaxis propia, y vincularla con lo expuesto por Kurvet-Käosaar: ¿podría postularse entonces al diario como el formato textual en el cual el cuerpo femenino halla el medio más adecuado para hacerse literatura? Si se invierte la idea platoniana del cuerpo como obstáculo, reconociéndolo, en cambio, como vehículo de conexión con lo que nos rodea, y se acepta que la corporalidad de la mujer es más fuerte que la del hombre, no es imposible entender al diario como un género más afín a la femineidad. Una afirmación de este tipo corre el riesgo, sin embargo, de restringir o limitar las lecturas de un género que, paradójicamente, se caracteriza por su diversidad y por sus múltiples maneras de manifestarse. Quizá conviene pensar el diario como lo sugería Nora Catelli: una posición femenina “independientemente del sexo del autor” (Catelli: 1996: 95). Lo que no tiene duda es la centralidad que el cuerpo ha ido adquiriendo en este tipo de escrituras desde mediados del siglo XX. Esta centralidad se explica no sólo –como hemos intentado mostrar- por la tendencia a “decirlo todo” que domina la cultura occidental desde esa fecha o el carácter marcadamente introspectivo del diario de los últimos cincuenta años. Ha cambiado la manera de concebir el cuerpo, y en consecuencia, cambiaron también los modos de pensarlo, de interpretarlo, de escribirlo y de leerlo. Escribe Meri Torras: “El cuerpo es un texto; el cuerpo es la representación del cuerpo” (Torras: 2007: 15). La autora describe los dos enfoques centrales desde los 39

cuales se ha entendido el cuerpo. El primero –tenemos un cuerpo- “recoge el binomio mente-cuerpo presente en la tradición occidental y concibe al cuerpo como atributo del sujeto, más específicamente como contenedor de su ser” (Torras: 2007: 16). El segundo –somos un cuerpo- “no establece diferencia entre el cuerpo y este yo. (...) el cuerpo dice quiénes somos (…). Nos escribimos en el cuerpo y, a la vez, el cuerpo nos escribe. ¿Qué dice nuestro propio cuerpo de nosotros?” (17- 18). Este segundo acercamiento ilumina considerablemente la problemática del diario en relación con la experiencia corporal. Si el cuerpo es un texto –y viceversa- habrá que indagar tanto en las imágenes que dicen el cuerpo, como en la materialidad misma del texto, pues también ella dice. Sólo teniendo en cuenta esta doble perspectiva, se puede intentar responder a la pregunta: ¿Qué dicen los Diarios de Alejandra Pizarnik sobre Alejandra Pizarnik? 2.5.

Los cuerpos de Alejandra Pizarnik

En una primera lectura de los Diarios nos sorprendieron considerablemente aquellos fragmentos que hacían referencia al cuerpo de la escritora pues revelaban aspectos que desconocía por completo del “personaje alejandrino”. Daba la impresión de que en esas entradas, la imagen de “poeta sublime” se suspendía momentáneamente para dar lugar a otras imágenes, menos prestigiosas y literarias quizá, pero que llevaban a una nueva dimensión el “mito Pizarnik”, o mejor dicho, lo desestabilizaban, lo ponían en riesgo. Lecturas posteriores corroboraron estas impresiones iniciales. Buscando deliberadamente el cuerpo de la autora, encontramos, por el contrario, una pluralidad de cuerpos, muchas veces contradictorios entre sí. Se encontró, también, la ausencia del cuerpo, como si la tensión entre decirlo y ocultarlo se resolviera la mayor parte de las veces a favor de la segunda opción. El recorrido de lectura propuesto a continuación es resultado de estas inquietudes provocadas por los diarios pizarnikianos. 2.5.1. Lógica del fragmento La idea de que vida y literatura son indisociables para Pizarnik aparece con obsesiva frecuencia en su obra: poemas, prosas, ensayos, diarios. Es sin embargo en estos últimos donde la con(fusión) entre los dos espacios adquiere una significación 40

particular. Más que cualquier otro género autobiográfico, el diario es practicado por escritores /as en un intento de re-unirse, de dar forma mínimamente estable a un yo en permanente dispersión. La paradoja reside en que esta búsqueda se reduce a una sucesión de fragmentos, y no a la totalidad encarnada en una autobiografía o unas memorias. La posibilidad de una escritura sin límites es al mismo tiempo la imposibilidad de un libro terminado, y por lo tanto, de una “aprehensión” más o menos definitiva de certezas o seguridades en torno al propio ser. Para Núria Calafell Sala, la escritura de los Diarios se configura “como una escena de muerte, de circundación de un vacío que únicamente puede ser sobrellevado a través de los fragmentos (…)” (Calafell Sala: 2007: 54). La ausencia de “centro” es evidente en Pizarnik, aunque quizá habría que acudir a Barthes para comprender más acabadamente la lógica del fragmento que articula la práctica escritural de la autora: “El fragmento tiene su ideal: una alta condensación, no de pensamiento, o de sabiduría, o de verdad, (…) sino de música: al “desarrollo” se opone el ‘tono’, algo articulado y cantado, una dicción: allí debería reinar el timbre” (Barthes: 2004: 128). Volvemos, una vez más, al diario ideal propuesto por el crítico en “Deliberación” y definido como un ritmo (=música) que garantiza la imposibilidad de alcanzar la imagen de uno mismo. En numerosas ocasiones, sin embargo, Pizarnik reniega de la fragmentariedad de sus lecturas y escrituras: “Fragmentos. Leo fragmentos. Escribo fragmentos. Horrible desorden” (379). Ahora bien, el fragmento es, como ya he señalado, la marca definitoria del género del diario, su modo inevitable de ejecución. Escribe George Gusdorf: El fragmento expone una verdad en piezas desprendidas, no bajo la invocación de la totalidad o la coherencia, sino a título de iniciación o de fulguración; una chispa en la noche, un claro de luz en el reflejo de una faceta. El orden imperial del sistema manifiesta una verdad en el orden, más bello por ser totalmente verdadero. El fragmento propone una verdad en el desorden, un brillo arrancado a la verdad total, el pequeño grano de una presencia de espíritu que se satisface a sí misma, verdad en el 19

instante, miniaturizada. (Gusdorf: 1991: 324)

19

Traducción nuestra.

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El funcionamiento de los diarios pizarnikianos no se desvía de lo que cabe esperar de esta clase de textos. Es verdad, no hay “desarrollo”, no hay orden, pero es justamente ese caos propio de lo fragmentario lo que a la luz de la experiencia corporal adquiere significado y valor inusuales. El mismo soporte material del diario implica una forma de relación especial entre el autor y su texto, sobre todo teniendo en cuenta la extensión del lapso en que se desarrolla la escritura: As the diary is «experienced as writing without an end», it lacks a pressure for closure, the need to declare itself finished, it acquires over time a more intimate and more immediate, or one may say more bodily, relation with its author. This is a feature that is characteristic of all diary texts that cover long periods of their authors’ lives. (KurvetKäosaar: 2004: 72)

Nos interesa destacar de esta cita la idea de una relación corporal entre escritor

/a y diario. A diferencia de una novela o de una obra dramática que, en tanto textos cerrados, pueden ser escritos en hojas sueltas, los diarios se llevan normalmente en cuadernos, o bien en papeles a los que finalmente se reúne y organiza en virtud del segmento temporal que abarcan. Gusdorf plantea las diferencias entre los soportes materiales de diarios y autobiografías en términos a mi juicio limitados, como si sólo estuviera en juego la accesibilidad a la escritura: El formato mismo de los carnets y agendas sobre las cuales se inscriben las notas cotidianas contrasta por su carácter portátil con el volumen de la autobiografía, manuscrito sobre grandes hojas o registro que no abandona el gabinete de trabajo del escritor. Al alcance de la mano, en el bolsillo, listo para usar, el carnet se ofrece favorable a todo momento, en las lagunas del empleo del tiempo. (Gusdorf: 1991: 320)



No se trata sólo de que el cuaderno esté ahí, listo para ser usado –como un libro de bolsillo está listo para ser leído- sino que el vínculo entre autor/ a y texto es más profundo tanto por el tiempo de “convivencia” como por la intimidad física que se establece entre ambos. La idea del diario como refugio de las crisis del escritor/a tiene que ver de hecho con esta familiaridad que su mismo formato propicia. No es la obra que se ejecuta con la publicación como primer objetivo –aunque muchos escritores barajen esa posibilidad-: ante todo, el diario es un espacio, una tabula rasa 42

donde volcar no sólo la textualización de la experiencia sino también otras formas expresivas relacionadas con ella: dibujos, pinturas, collages, listas, esquemas20. El nombre que Carmen Martín Gaite dio a sus diarios –Cuadernos de todo- explica con suficiente elocuencia la multiplicidad de funciones de esta práctica de escritura.

La concepción del cuerpo como texto da una nueva dimensión a la lógica

fragmentaria del diario. Particularmente, en los Diarios de Pizarnik, la experiencia de un cuerpo fragmentado se corresponde con un texto que es también un conjunto de fragmentos. Si no hay centro para el cuerpo, no lo hay tampoco para el diario: sólo un ritmo –la escritura- diciendo –y a veces balbuceando u omitiendo- la vivencia problemática de la corporalidad. 2.5.2. Imágenes –fragmentarias- un cuerpo –fragmentado- 2.5.2.1. Algunas consideraciones previas En Corpus Solus. Para un mapa del cuerpo en el arte contemporáneo (1998) Juan Antonio Ramírez dedica un capítulo al tema del “cuerpo fragmentado”, y escribe, a propósito de la obra de René Magritte, las siguientes palabras: “Parece claro, en fin, que el cuerpo para Magritte (…) no es una cosa única, sino una especie de repertorio heterogéneo de palabras y de frases figurativas (una especie de alfabeto) con el que se podrían componer discursos interminables” (Ramírez: 1998: 226). Una lectura del cuerpo en los Diarios de Pizarnik se ajusta en buena medida a esta idea de fragmentación, pues no hay una imagen del cuerpo, sino varias: fragmentos que dan cuenta de la imposibilidad de un discurso “absoluto” sobre la experiencia corporal de la autora, experiencia también múltiple y contradictoria. Consideramos necesario, antes de entrar de lleno en el análisis, referirnos a la lectura que ha hecho Núria Calafell de los Diarios pizarnikianos. Uno de los objetivos fundamentales de su investigación es recuperar a través de este texto el binomio sujeto / mujer, habitualmente dejado de lado por los críticos en beneficio del binomio sujeto / escritora21. Con este fin analiza las metáforas corporales del texto 20

Es el caso de los diarios de Frida Kahlo, Kurt Cobain, Keith Haring, Andy Warhol, Sei Shônagon y la misma Alejandra Pizarnik. 21 “La escritura pizarnikiana afronta constantemente la problemática del texto desde una tensión del sujeto con la página en blanco y con los límites del lenguaje. Por eso pienso que los Diarios –como

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entendiéndolas como “escenario exclusivo de un tipo de expresividad femenina.” (Calafell Sala: 2007: 156). El punto de partida teórico de su propuesta de lectura es el artículo de Julia Kristeva “El sujeto en proceso”, del cual rescata “su reivindicación de un sujeto que desata las pulsiones de un cuerpo en rechazo y las imprime en los límites de la escritura” (2007: 9), y a partir del cual sugiere la cuestión autobiográfica en Pizarnik como un ejemplo de (bio)tanatografía22. Luego de realizar una lectura paralela entre los Diarios de Pizarnik y las autobiografías de Juana Manuela Gorriti, Victoria Ocampo y Norah Lange –cuyo objetivo es subrayar la singularidad de los diarios pizarnikianos- la autora demuestra, a lo largo de una notable argumentación, las relaciones entre la experiencia corporal / escritural de Pizarnik y la del dramaturgo y poeta francés Antonin Artaud: “como [en] Artaud, en ella jamás tendrá cabida una obra separada de la vida, ni una vida separada del cuerpo, ni un cuerpo separado del movimiento.” (Calafell Sala: 2007: 76). Esta lectura “simbiótica” le permite afirmar que en los Diarios hay un lenguaje hecho cuerpo y un lenguaje del cuerpo. El capítulo IV del trabajo constituye, consecuentemente, un análisis del cuerpo pizarnikiano concebido como mapa de metáforas23. Más allá de algunas zonas comunes con el trabajo de Calafell Sala, nuestra lectura del cuerpo apunta a señalar por un lado las diversas imágenes –fragmentarias y a menudo opuestas entre sí- de las que el texto habla, y por otro, las particularidades del diario concebido en sí mismo como un cuerpo, cuya materialidad está indisolublemente ligada a la experiencia corporal de la escritora. podrían serlo la poesía, el teatro o las narraciones en prosa que fue publicando a lo largo de los años-, constituyen un interesante corpus desde el cual releer no sólo el vínculo entre el sujeto y la palabra sino también, y sobre todo, la relación del sujeto consigo mismo, en su calidad de escritora y de mujer.” (Calafell Sala: 2007: 9) 22 Por este concepto, Calafell Sala entiende “la escritura de un yo hecho objeto, de una vida colindante con la muerte, de una memoria fundamentada en el olvido. (…) decir yo es exclamar la muerte en la escritura y, paradójicamente, dar entrada a la vida en el lenguaje –y, en mayor medida, en la literatura.” (Calafell Sala: 2007: 23) 23 “[Este capítulo] dibujará una cartografía del cuerpo pizarnikiano partiendo de una definición discursiva del variado conjunto metafórico que se observa en él: desde la proyección de un rostro místico hasta la simbolización de una abyección, pasando por la alucinación de una mirada estrábica, de un silencio absoluto y de un sexo trasgresor, todas estas historias nos mostrarán la importancia de un cuerpo que deviene superficie de posicionamiento artístico y cultural, al tiempo que genera los primeros pasos para una resistencia.” (Calafell Sala: 2007: 10)

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2.5.2.2. El cuerpo autómata La primera referencia de Pizarnik a su cuerpo tiene lugar en una anotación temprana, el 26 de septiembre de 1954: Un calor longitudinal y fatigoso mece mi cuerpo sepulto en edredones voluminosos. El sueño cae misteriosamente a mi cuerpo y lo toma suavemente. Acá, entre el cansancio y el humo, entre el Miedo y las ansias inmortales, me digo: he de escribir o morir. He de llenar cuadernillos o morir. 8 y ½ horas. Mi cuerpo no quiere levantarse, sino seguir durmiendo. (17)

En este significativo –y temprano- fragmento se plantea ya la cuestión crucial que regirá todo el texto: la decisión de entregarse absolutamente a la escritura, o de lo contrario morir. Cuando años más tarde, Pizarnik supere estos apocalípticos tonos propios de la adolescencia, se mantendrá sin embargo la necesidad de una dedicación obsesiva a la literatura. Solo en lo relativo a la muerte habrá una diferencia: no se tratará de escribir o morir, sino de escribir (producir la “gran” obra) y, posteriormente, morir. ¿Cuál es el lugar del cuerpo en este planteo? Llama la atención que en vez de decir “el sueño cae sobre mí” o “no quiero levantarme”, la autora escriba, por el contrario, que “el sueño cae misteriosamente a mi cuerpo” y “mi cuerpo no quiere levantarse”. Hay aquí una evidente escisión, como si el cuerpo estuviera separado del espíritu, o de ese espacio desde el cual pensamos / sentimos. ¿No parece reactualizarse, a la luz de estas citas, la idea de tener un cuerpo, que Meri Torras oponía a la de ser un cuerpo? Esa es, al menos, la imagen que convoca este fragmento, y que denominamos cuerpo autómata, pues en ella el cuerpo actúa siguiendo una voluntad ajena a la escritora, y que ésta parece no poder -¿no querer?- dominar. Tres años más tarde, en 1958, las mismas inquietudes reaparecen, aunque expresadas con algunos matices: “Enajenación absoluta. Como si me hubiera ido de vacaciones dejando a mi cuerpo abandonado, o mejor, como si mi cuerpo se erigiera en único dueño de mí misma. No obstante, no quiero morir. Quiero continuar viviendo y mintiendo.” (126). Una evidente imposibilidad de conciliación con el cuerpo perturba a la escritora. Pareciera que en la tensión entre el deseo de vivir y el de morir el cuerpo y el “espíritu” intercambiaran posiciones: en la primera parte de la frase, el segundo abandona al primero, pero luego es el cuerpo el que es designado como “dueño”, 45

como entidad independiente que ejerce poder sobre la Pizarnik y que –al parecer- le impone su deseo de muerte, pues inmediatamente, tras el conector concesivo “no obstante”, se lee un poderoso contraargumento de lo anterior: “no quiero morir”. Recordemos que en la cita anterior el cuerpo estaba también asociado a una actividad carente de movimiento: dormir. ¿Con qué concepción –dinámica o inmóvil- se puede identificar entonces al cuerpo? Veamos una cita de 1959: Pienso en el día de ayer, y cómo estoy enferma, cómo no puedo conducirme o contenerme o ser yo. Toda la mañana caminando, es decir, mi cuerpo caminaba, yo estaba lejos, en el país de la infancia, y vivía aventuras felices, hasta que al mediodía volví a casa, y me enfrenté con mi habitación silenciosa, llena de libros, (…) y traté de sentarme y leer, pero no pude. (159) (El subrayado es nuestro)



Queda claro, en este fragmento, que el cuerpo está en movimiento, pero se trata de un movimiento automatizado, que se realiza con independencia de la voluntad de la autora. La distancia entre la vida del cuerpo –material- y la del alma / espíritu/ pensamiento –inmaterial- es evidente: cada una se desarrolla en un universo propio, aunque los dos funcionen de modo paralelo. La explicitación –“mi cuerpo caminaba”- no puede ser más elocuente, como si el cuerpo no formara parte del espíritu y se moviera por su cuenta, o mejor, como si estuviera condenado a la normalidad de los actos cotidianos, de la realidad inevitable, mientras el alma puede aventurarse en otros espacios y tiempos, que le son más gratos. Aparece aquí otro tema fundamental de Pizarnik: la infancia, época añorada, idealizada, recobrada una y otra vez en los poemas y prosas poéticas, y a la cual también los Diarios se refieren a menudo. La imagen del “cuerpo autómata” se presenta en otras entradas casi siempre en los términos de la cita anterior: como un ser “aparte” del alma, incapaz de resistir, por momentos, las presiones a las que es sometido por su componente “espiritual”: Mi cuerpo no soporta más. Ataque de ayer. Asfixia. Es el precio que pago por haber vendido mi vida al demonio de los ensueños. (163)

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(…) el cuerpo dobla una esquina (nada más simple) y de pronto lo que en ti siempre estuvo a la espera, lo que siempre fue en ti espera, se justifica, se corrobora, por obra y gracias de un rostro apenas visto (…) (201) (…) te dolerán los ojos, toserás, seguirás fumando, postergarás para mañana lo que prometiste hacer el año pasado, y por fin, cansada, insensible, cesarás de sufrir porque tu cuerpo ultimado a poemas malos se sentirá tan agotado que te parecerá inocente. (235) Extrañas ideas son estas [se refiere al deseo de recibir manifestaciones de ternura o afección] que sólo aparecen en la soledad, después de un largo día abrumador en el que se postó un cuerpo cansado y sin objeto. (249) En cuanto te mueves va contigo tu cuerpo (…) (264) (…) lo que hago con mi cuerpo: castigarlo hasta que diga palabras. Es decir: poemas. Yo moriré del método poético que me creé para mi uso y abuso. (335) Cuando es negro en la garganta, cuando el cuerpo traiciona, cuando se piensa como un busto, como un repugnante busto de yeso en una sala de conferencias, cuando el cuerpo es de palo pero palo pensante y con deseos muy distintos a los que vibran en la maldita cabeza de yeso. (361)

Pueden advertirse, en todas estas citas –la última es de 1964- elementos

comunes a las citas anteriormente comentadas. Surge con más fuerza, sin embargo, la idea de sacrificar el cuerpo a la literatura, de “ultimarlo” a poemas. El cuerpo figura aquí como eje material de la lucha con el lenguaje. Es razonable entonces que proteste, que se manifieste. Como señala Manuel Asensi: “el cuerpo habla, se expresa” (Asensi: 2008: 28). De allí el “no soporta más” del primer fragmento o el “estará tan agotado” del tercero. Las expresiones utilizadas por Pizarnik en relación con el cuerpo son muy significativas. Al hablar de “castigo”, es imposible no pensar en ciertas prácticas religiosas: Hay que disciplinar el cuerpo para que no entorpezca el crecimiento del espíritu, el camino del alma, (…) la plenitud del yo. De ahí la predicación, en según qué manifestaciones religiosas, de la mortificación y el castigo del cuerpo o la aplicación regular de dietas o ejercicios físicos: son formas de amoldar el cuerpo a una idea. (Torras: 2007: 16)

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¿Cuál es el sentido del “disciplinamiento” del cuerpo en la escritora? Obtener el máximo rendimiento intelectual, luchar –hasta el agotamiento si es preciso- con las palabras, hasta hacerlas perfectas. Escribe Daniel Link: “una obsesión (…) sostendrá durante toda su vida de Scribens: la precisión, la claridad, el conceptismo exacerbado hasta el total adelgazamiento del lenguaje para mejor potenciar la eficacia del poema en su pasaje de la pura inmanencia hacia la trascendencia muda.” (Link: 2008). Ningún gesto será sin embargo lo suficientemente radical: comparando su experiencia del lenguaje con la de Artaud, concluye: Todo su combate con su silencio, con su abismo absoluto, con su vacío, con su cuerpo enajenado, ¿cómo no asociarlo con el mío? Pero hay una diferencia: Artaud luchaba cuerpo a cuerpo con su silencio. Yo no: yo lo sobrellevo dócilmente, salvo algunos accesos de cólera y de impotencia. (159) (El subrayado es mío)

Estas palabras sugieren una contradicción. Si en la lucha contra el silencio el cuerpo debe ser “sacrificado”, es incongruente afirmar que ese silencio se sobrelleva con docilidad. ¿No están suficientemente explorados los límites de la experiencia de la escritura tal como Pizarnik la concibe? ¿O el cuerpo ha alcanzado estadios en que puede resistir y tolerar las exigencias que se le plantean? En 1959 anota: “En verdad, me siento capaz de sobrellevar grandes sufrimiento físicos. (Pensar en mi paciencia – física- y en mi impaciencia íntima)” (145). Esta declaración corrobora la idea de que el cuerpo es capaz de afrontar las manipulaciones de una conciencia inquieta y muchas veces torturada. Es su fortaleza la que sostiene el devenir de la escritora, y la que – acaso- aplaza la fecha de una muerte anunciada desde los primeros años, pues ya en 1961 leemos: “Dentro de muy poco me suicidaré” (185). ¿Dónde, más que en el cuerpo, cifrar las claves de una resistencia a tan obstinado designio de muerte? La última cita es quizá la más interesante de todas –y la más poética también-: en ella toma forma una vez más la tensión entre lo material e inmaterial. Son muy ilustrativas las metáforas utilizadas: el cuerpo “traiciona”, es de “palo” –nuevamente una imagen que hace pensar en inmovilidad- pero piensa, y sus deseos son diferentes a los de la “cabeza de yeso”. Ahora bien: ¿qué desea el cuerpo? ¿En qué sentido traiciona al espíritu? ¿Cuál es la lógica secreta de la escisión entre alma y materia?

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Al igual que otras imágenes del cuerpo, la imagen de “cuerpo autómata” es compleja y contradictoria. Nos muestra sólo un fragmento de la problemática corporal de Pizarnik: la que se refiere a la ardua cuestión de actuar o no, de querer vivir o querer morir, de resistir o sucumbir. En el fondo, lo que se plantea aquí es una retórica de la resistencia: pues si está claro desde el principio que Pizarnik “preferiría no hacerlo” -como el Bartleby de Melville- el cuerpo insiste en lo contrario: camina, soporta, desea; intenta hacerse oír, en definitiva, por esa conciencia que está “muy lejos, del otro lado” (206) 2.5.2.3. El cuerpo rechazado La conflictiva relación de Pizarnik con su cuerpo se expresa básicamente en términos de rechazo: casi nunca las alusiones a él son positivas. Leemos en una entrada del año 1962: Incomodidad con mi cuerpo. Lo terrible de ser bella en ciertas partes y horrible en otras. Así por ejemplo, en vez de mis hermosos ojos verdes y miopes preferiría un par de ojos castaños sumamente vulgares. En vez de mis pequeñas caderas suavemente redondeadas un cuerpo derecho y delgado, anguloso si quieren, pero sin escoliosis. La desviación de mi columna es imperceptible pero yo la siento, yo la siento. Si hablo tanto de mi cuerpo y si tanto medito en él es porque no hay nada más. Me siento muerta, en el colmo del objeto. Me miro en el espejo. ¿Para qué? ¿Para quién? Tengo miedo y estoy muerta. (223)

Lo que incomoda a la escritora es la falta de armonía que descubre en su

cuerpo, e inmediatamente vinculada con ella, la certeza de que “no hay nada más” que esa –decepcionante- realidad material. Se repite, en cierto modo, la problemática de una convivencia forzada con un cuerpo que ella no puede “conducir” analizada en el apartado anterior. Ahora no se trata sin embargo de que el cuerpo se mueva autómatamente, sino de que en su misma constitución hay defectos, anomalías que no coinciden con lo que ella quisiera que fuera. ¿Para qué mirarse al espejo si la imagen que devolverá no será la que espera? ¿Para quién mirarse si a nadie puede interesarle ese cuerpo que no es “derecho y delgado”?

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El abismo entre el propio cuerpo y los cánones de belleza establecidos en la

sociedad ya había sido señalada por la autora en 1959: “Una mujer tiene que ser hermosa. Y yo soy fea. Esto me duele más de lo que yo creo. Tal vez por eso piense que jamás me amarán” (141). Al mirarse en otras mujeres como en un espejo, este le devuelve “una imagen deformada de sí misma” (Calafell Sala: 2007: 94). Dos extensos fragmentos –de 1960 el primero y de 1962 el segundo- vuelven sobre esta misma problemática: Profunda tortura cuando camino por Santa Fe entre el 1200 y el 1800, donde transitan, no comprendo por qué, las mujeres más bellas de Bs. As. (…) Y qué culpable me siento, inexplicablemente, de andar con mi ropa vieja, toda yo desarreglada, despeinada, triste, asexuada, cargada de libros, con mi expresión tensa, dolorida, neurótica, obscura, y mi ropa ambigua, mis zapatos polvorientos, en medio de mujeres como flores, como luces, como ángeles. Está dicho: una mujer tiene que ser hermosa. Y no hay excepciones válidas: aunque escriba como Tolstoi, Joyce y Homero juntos. (164) Creo que mi aspecto físico es una de las causas por las que escribo: tal vez me creo fea y por ello mismo eximida del exiguo rol que toda muchacha soltera debe jugar antes de alcanzar un lugar en el mundo, un marido, una casa, hijos. Pero a veces, mirándome bien, veo lúcidamente que no soy nada fea y que mi cuerpo, aunque no intachable, es muy bello. Pero yo amo tanto la belleza que cualquier aproximación a ella, en tanto no sea su consumación perfecta, me enerva. Además me molesta mi carencia de edad visible: a veces me dan catorce años y a veces diez años más que la edad que tengo, lo que me angustia no por miedo a la vejez ni a la muerte (las llamo a gritos) sino porque sé que necesito de un cuerpo adolescente para que mi mentalidad infantil no sienta la penosa impresión de ser una niña perdida dentro de un cuerpo maduro y ya afligido por el tiempo. (265- 266)

Varias cuestiones de interés se plantean en estas citas. En la primera la autora vuelve a establecer la distancia que la separa de otras mujeres en términos de belleza física. Su incomodidad deriva, para Nora Catelli, de que ve su cuerpo “como instrumento insuficiente para la exigencia radical del género” (Catelli: 2004) La preocupación de Pizarnik no es, según está crítica, una banalidad: “Como decía Hannah Arendt, en la mujer la necesidad inapelable de la belleza se debe a que le garantiza una defensa frente a lo exterior, una muralla indispensable para construir la esfera subjetiva.” (Catelli: 2004). Otro elemento se suma al planteo de la autora: la

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identificación de una corporalidad no-canónica24 con la actividad de la escritura. De allí que oponga su figura bohemia a la de mujeres que “como flores” pasean su encanto por una de las calles más concurridas de Buenos Aires. Ahora bien: parece que ser escritora no es suficiente excusa para no ofrecer la imagen que tiene que dar una muchacha: la hipérbole final lo pone de manifiesto: ni siquiera escribiendo como los grandes nombres –masculinos por cierto- de la literatura universal, se justifica la “culpa” de no ser la mujer que debería. La segunda cita vuelve sobre el tema y se refiere a la disconformidad con el cuerpo como hecho que determina la decisión de dedicarse a la literatura: una nueva exageración. La “fealdad” la exime, por otra parte, del rol típicamente asignado a las mujeres: casarse, tener hijos, llevar adelante a una casa. Muchas veces en el diario Pizarnik se refiere a este modelo de vida, casi siempre reconociéndolo inapropiado para alguien que, como ella, se siente destinada a la literatura. Es un modelo al que finge aspirar cuando su propio esquema de vida la asfixia, pero que en el fondo no desea.25 La cita continúa con un momentáneo cambio en el modo de ver su propio cuerpo, al que acepta como “bello” aunque no sea “intachable”. Es una de las pocas veces que, en el curso de los diarios, hay una imagen positiva del mismo. Casi como si se arrepintiera de esta concesión, Pizarnik aclara de inmediato que la “enerva” que la belleza de su cuerpo sólo sea aproximada. Hay un eco, en estas palabras, de sus (auto)exigencias con el lenguaje: la búsqueda infatigable de la palabra justa, del poema perfecto. En este sentido, sin embargo, la autora sabe –más allá de lo tortuoso que pueda resultar el proceso- que es capaz de lograrlo. Para la frustración corporal, en cambio, no hay vuelta atrás, sobre todo porque, como se lee al final, lo que más la aflige es el deterioro que acarrea el paso del tiempo y que no se corresponde con la “niña” / “adolescente” que se esconde en su interior. La idea del rechazo de la propia imagen se reitera en otros fragmentos del texto en que Pizarnik se enfrenta al espejo: La pauvre petite tiene que adelgazar. Esto es urgente. Pero ¡Dios mío! Cada vez me asquea más mirarme al espejo. (155)

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Remitimos al trabajo de Núria Calafell Sala para un análisis en profundidad de la androginia de Pizarnik, desarrollado en las páginas 93 y ss. 25 “(…) me parece absurda la vida de casi todas las mujeres de mi edad: amar o esperar el amor, cristalizado en un hogar, hijos, etc. Es más: todo me parece absurdo: tener un empleo, estudiar, ir a reuniones, etc. Siempre he sentido que yo estaba designada o señalada para una vida excepcional. (163)

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Me miré en el espejo. Parecía Dylan Thomas antes de morir, cuando decía: “Quiero desgarrar mi carne”. (168) Me miré en el espejo y tengo miedo. Después de mucho tiempo logré encontrar mi perfil derecho tal cual es en mi mente, es decir, infantil, en cuanto al izquierdo, me horroriza. Perfil de plañidera judía. (179) Cuando entré en mi cuarto tuve miedo porque la luz ya estaba prendida y mi mano seguía insistiendo hasta que dije: Ya está prendida. Me saqué los pantalones y me subí a una silla para mirar cómo soy con el buzo y el slip; vi mi cuerpo adolescente; después bajé de la silla y me acerqué al espejo nuevamente: Tengo miedo, dije. (…) Pasé junto a una silla y me subí de nuevo en el espejo pero mi cuerpo me dio rabia y me tiré en la carga creyendo confiada en que el llanto vendría. (186)

Todas estas citas corroboran lo que advierte Meri Torras a propósito de las relación entre las mujeres y el espejo: “Siempre hay una dualidad irresoluble: las mujeres son lo que el espejo muestra –en tanto que ellas, por naturaleza, son reflejo- pero, a la vez, son lo que nunca alcanzarán a ser –por imperfectas» (citado por Calafell Sala: 2007: 113). Muy significativa, en este sentido, es la expresión de la última cita: “mi cuerpo me dio rabia”, pues muestra con claridad la impotencia frente a un cuerpo que no coincide con el deseo de la escritora. Hay que señalar, asimismo, la contradicción entre este fragmento en que Pizarnik reniega del cuerpo adolescente con el que comentábamos anteriormente, en el cual lo añoraba. Las imágenes del cuerpo operan siempre, como puede verse, a través de la oposición, el conflicto. No se resuelven en una totalidad: estallan, por el contrario, en una multiplicidad. El sentimiento del rechazo recorre sin embargo todas las representaciones, desde el “cuerpo autómata” cuestionado por independizarse del espíritu, al cuerpo que no coincide ni con los propios patrones de belleza ni con los que impone la sociedad. 2.5.2.4. El cuerpo enfermo La imagen de un “cuerpo enfermo” tiene relación directa con el rechazo de la propia imagen analizada en el apartado precedente. La insatisfacción con su aspecto físico llevó a Pizarnik a padecer trastornos alimenticios de los cuales ha quedado constancia en algunas páginas del diario. Leemos en una entrada de 1959: “La pauvre petite tiene que adelgazar. Esto es urgente.” (155) Y más adelante el mismo año, luego 52

de un extenso fragmento en que describe una frenética lectura de Artaud: “ (…) arrojé el libro que me quemaba, hice un poema lleno de alaridos y me fui a la cocina a hundirme en revistas de cine y folletines y comencé a comer sin hambre. Después vino Nelly B. Me sentí tan culpable de recibirla haciendo comido tanto y leído tantas estupideces, que me sentí enferma y vomité.”. La relación con la comida se plantea a partir de este momento como muy conflictiva26. Se suceden las referencias a la conciencia de que debe comer menos, o bien de que ha comido demasiado, lo cual le genera culpa. En 1960, una curiosa anotación: Mi desorden es general. Fraenbel me anunció que estoy enferma por mi desorden alimenticio. (…) Me dijo que soy como los salvajes de África: ocho días sin comer y después se comen un hipopótamo. -Pero, ¿están siempre enfermos?-dije. -La enfermedad es su manera de ser-dijo. (175)

Se trata de un pasaje narrativo típico de Pizarnik, en que la materia biográfica es convenientemente estilizada al punto de que uno se pregunta si no se trata de un diálogo imaginario en su totalidad. La sombra de la bulimia se une en este pasaje a una obsesión típicamente pizarnikiana: la de un estado continuo de enfermedad del cual no puede –y acaso no desea- salir. En otras ocasiones, los problemas con la alimentación están expresados a través de metáforas e imágenes impactantes: Nunca me odio tanto como después de almorzar o cenar. Tener el estómago lleno equivale, en mí, a la caída en una maldición eterna. Si me pudiera coser la boca, si me pudiera extirpar la necesidad de comer. Y nadie goza en esto tanto como yo. Siento un placer absoluto. Por eso tanta culpa, tanta miseria posterior. (199) Todo lo que como, cada alimento terrestre, se detiene en mi garganta como si dudara. Hace meses que sobrellevo estas náuseas, esta imposibilidad de asimilación. La comida me provoca espantosas imágenes. Pus, sangre, tierra maloliente, escombros, cuerpos desnudos sucios y heridos. Me duele la garganta cuando mastico y no me duele cuando fumo. Cuando mastico me duele todo, hasta las piernas, hasta el corazón. La sobremesa es un penoso intento de no asfixiarme y de no vomitar. Pero vomitar no me libera, me obliga a creer que eso que vomito fue ingerido de la misma manera: que estuve comiendo vómitos (290)

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Núria Calafell Sala analiza este aspecto desde las teorías de Julia Kristeva sobre la abyección.

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Llama la atención que entre una y otra cita –la primera de 1961, la segunda de 1962- no haya ninguna referencia a estos trastornos, al igual que en el resto del texto, donde solo encontramos comentarios breves y aislados. ¿Mutilación de la editora? ¿Silencio de parte de la escritora acerca de una vivencia imposible de trasponer en palabras? Las dos opciones son plausibles. Sin embargo, estas pocas entradas bastan para graficar la dolorosa experiencia del “cuerpo enfermo”, enlazada en igual medida al placer y a la culpa. Además de los males físicos, los Diarios dan cuenta de los “males del alma”. De allí que Pizarnik se pregunte: “¿Qué alimentos para el alma? ¿Cuáles para el cuerpo?” (282), como si fuera necesario ocuparse de una y de otro para llegar a un equilibrio. En proporción, los malestares existenciales son los que ocupan más espacio –más “cuerpo”- en el texto. Una y otra vez Pizarnik describe estados de tristeza, sufrimiento, desesperación y abatimiento. La más rotunda declaración en torno a estas situaciones puede leerse en una entrada de 1960: “En verdad, sólo vivo cuando sufro, es mi manera de vivir.” (180)27. En estas palabras hace eco el diálogo citado con anterioridad entre la poeta y su médico; parece que de hecho la escritora identifica el sufrimiento – enfermedad “espiritual”- con una manera de ser, de la que sólo puede curarse escribiendo: “la salud está en la literatura” (269). No se trata de una función terapéutica de la escritura -pues el diario da cuenta una y otra vez de la tormentosa lucha con el lenguaje- pero sí de una condición de estabilidad y autosatisfacción al que solo accede mediante la obtención del poema “perfecto”. Pero es justamente en los últimos años cuando la dificultad de escribir parece obsesionarla cada vez más, pues luego de libros como Árbol de Diana (1962) o Extracción de la piedra de locura (1962) ha llegado a un callejón sin salida en materia de creación. César Aira describe así este periodo: “Es como si ya no hubiera trabajo poético sino la recapitulación de una heráldica psíquica de los estados angustiosos, nocturnos, desesperados” (Aira: 2001: 75). Los años 1970 y 1971 abundan en entradas donde la autora deja constancia de sus preocupaciones creativas, e incluso se fija planes para leer y escribir. La perturban, especialmente, las épocas de inactividad, pues implican una suspensión de su salud “intelectual”: “temo enfermar gravemente por abstinencia de escritura” (458). Solo 27

Una frase similar puede leerse en una entrada de 1958: “(…) cuando no estoy angustiada, no soy” (124)

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escribir –o leer- pueden rescatarla de la enfermedad, entendiendo por este término algo que trasciende lo físico: “Si a alguien le rompen un tendón o un ligamento no lo acusan porque llora y se lamenta. A mí me sucedió algo y yo estoy enferma.” (289). Hay, de acuerdo con lo anterior, dos tipos de enfermedades en Pizarnik: una que podríamos denominar “física” y que está vinculada con su obsesión por adelgazar; y otra que –a falta de mejor nombre- llamaré “metafísica”: una disonancia interior de la cual la propia autora no conoce el origen y que la hace tambalear en un permanente miedo al desarreglo psíquico: “He meditado en la posibilidad de enloquecer. Ello sucederá cuando deje de escribir” (110); “Yo sé que la angustia suele engendrar poemas. Pero yo tengo miedo de volverme loca” (165). Numerosas metáforas corporales se relacionan, en consecuencia, con la concepción de la escritura como sinónimo de salud: Puede ser también que, dada mi escasa facilidad de expresión oral, apele al papel para no atragantarme, para escupir el fuego de mis angustias. (65) (El subrayado es mío) (…) escribo como siempre, por de siempre: me estoy ahogando. (67) Ante todo: caminar. Esto es: decir. (374) ¿Es preciso el ritual de las palabras aisladas y la pérdida del contenido para alcanzar la intensidad expresiva que éste requiere? Hay algo que se relaciona con exceso a mi autoestrangulamiento físico. Torcerme el cuello es mi único acto inconsciente, espontáneo e incesante. Sin embargo, entiendo que el lenguaje de mis diarios no es tan desagradable, acaso porque no me cuesta ningún esfuerzo. (448)

En los dos primeros fragmentos, una imagen bastante corriente: el acto de

escribir como modo de escapar a la asfixia, de liberarse; un gesto catártico que expulsa aquello que la autora no puede decir por otros medios. La garganta es un órgano privilegiado para ella, al punto de que la define como “capital de mi cuerpo” (226); simboliza la posibilidad de decir(se), de escribir(se). En la tercera cita se equiparan la actividad de caminar y de escribir. Crear supone movimiento, ir hacia algún punto; rompe, de alguna manera, con el no querer que a menudo manifiesta Pizarnik, tanto corporal como intelectual / existencialmente.

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El último fragmento retoma la idea del auto-castigo físico como metáfora de la tarea de corrección: es necesario estrangular las palabras hasta obtener un “lenguaje punzante y acerado como un cuchillo” (448). En la expresión “torcerse el cuello” se superponen dos significados: por un lado una metáfora del trabajo con las palabras (el movimiento se ejerce para que las palabras puedan ser dichas), por otro, una metáfora del suicidio. No es mero artificio retórico. Pizarnik escribe esto en 1969, apenas tres años antes de su muerte. En el trayecto hacia ese acto anunciado desde 196028, la autora busca denodadamente la “exactitud”. La prosa del diario no la disgusta, pero no le causa ningún esfuerzo, y por eso le merece poco respeto. Las palabras deben ser como bisturíes: “Esa necesidad de abrirse y ver. Tan solo con las palabras. ¿Es esto posible? Usar del lenguaje para que diga lo que impide vivir. Conferir a las palabras la función principal. Ellas abren, ellas presentan. (…) El silencio es la piel, el silencio cubre y cobija la enfermedad” (400). La autora explora, en esta etapa final, los límites de las palabras. ¿Pueden ellas “abrir”, sacar afuera la enfermedad, romper el silencio, liberar al cuerpo? A medida que las posibilidades de experimentación lingüística se agoten –y sus textos humorísticos son la última prueba de esta experimentación- las posibilidades de vivir irán menguando. También las entradas del diario: cada vez las notas son más breves, distanciadas, lacónicas. Si la única forma de existencia concebible “Es una hoja en blanco, es despeñarme sobre el papel” (95) cuando todo haya sido dicho, cuando no haya más proyectos literarios, solo quedará la muerte. Escribe en 1971: “Quiero morir. Lo quiero con seriedad, con vocación íntegra” (502). Y en la página final: “Heme aquí escribiendo en mi diario, por más que sé que no debe ser así, que no debo escribir mi diario” (504). No debe porque ya no hay nada que decir. La literatura no puede ya “curar” al cuerpo. Se actualizan, en este trayecto final, unas palabras de 1961: (…) me acosté pensando en mis piernas, en mis brazos, en mi espalda. Cuando llegué a la columna vertebral tuve miedo porque supe que nunca llegaría a un modus vivendi con mi cuerpo. Eso era lo extraño, que no soportaba mis huesos, me recorrían dolores fantasmas, yo los perseguía como con una red para mariposas y siempre me huían, me burlaban. Pensar en la columna vertebral: nunca, nunca vas a poder pensarla en su totalidad (…) (202)

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“Anoche pensé qué medios usaré para suicidarme.” (178)

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La dolorosa experiencia corporal de la autora tiene que ver, como deja claro

este fragmento, con la dificultad de ver al cuerpo como un todo. Solo hay fragmentos: imposible una armonía. No poder “pensar en la columna vertebral” es no poder visualizar el centro que sostiene y da sentido a los demás órganos. El “cuerpo enfermo” se materializa entonces como un conjunto de fragmentos que no hallan un punto de anclaje. Hasta los dolores son “fantasmas”: están sin estar, huyendo constantemente, burlándose de quien busca comprender(se) en el sufrimiento. 2.5.2.5. El cuerpo ausente A pesar de que numerosos fragmentos referidos a la sexualidad han sobrevivido a las mutilaciones practicadas por la editora, no hay en nuestra opinión material suficiente para establecer los parámetros de un cuerpo “erótico”. Núria Calafell Sala analiza las relaciones entre sexualidad y textualidades en los Diarios (2007: 127- 132) y señala que ambas “se cruzan y entrelazan en un continuum para no desatarse jamás” (91); las citas sobre las que apoya su argumentación no hacen sin embargo una referencia específica al cuerpo de la escritora, sino que describen de un modo general la actividad sexual realizada / deseada / imaginada. Cito un ejemplo: “Anoche, después de meses, hice lo que odio: abolir el tiempo de una única manera bestial: emborracharme y fornicar” (298). Otras fragmentos aluden a la relación entre sexo y escritura, como el siguiente, escrito en 1971: “La escritura, el sexo: mi ausencia actual de estos dos pilares de la sabiduría” (503). Estas palabras muestran que Pizarnik concedía un valor muy importante a lo sexual, y de hecho el erotismo constituye un elemento central en su obra poética y ensayística. Pero hablar de un cuerpo “erótico” en los Diarios sería forzar el texto. No hay imágenes que lo sostengan, ya sea por censura de los editores o por una omisión de la propia escritora. En este punto es necesario plantearse la cuestión de la ausencia del cuerpo en el texto pizarnikiano. Independientemente de lo que acabamos de señalar sobre el aspecto erótico, las referencias a la experiencia corporal son escasas teniendo en cuenta la extensión total de los diarios -504 páginas-. Y no obstante, los fragmentos que “hablan” del cuerpo ponen de manifiesto su centralidad y su naturaleza conflictiva. Ocultarlo, omitirlo –como sucede especialmente en los años finales- es 57

paradójicamente otro modo de hablar de él. Ese cuerpo “ausente” es el fantasma perseguido por –y que persigue- a la escritora. En el juego de ausencias y presencias manifiesto en el texto se corrobora la carnalidad de toda escritura, y también que toda escritura es inevitablemente carne, herida a veces dicha y a veces silenciada.

2.6. El diario como cuerpo: una retórica de negación Si consideramos que el texto es un cuerpo, y al revés, que el cuerpo es un texto,

es imprescindible analizar la (co)rrelación entre la materialidad textual de los Diarios y la materialidad corporal de la escritora. El diario “habla” a través de imágenes – fragmentarias- de un cuerpo –fragmentado-. Ahora bien: también él, en cuanto cuerpo, es una serie de fragmentos. Lo que nos interesa en este punto es subrayar el ritmo -siguiendo a Barthes- que rige las entradas del diario. Puesto que el vínculo entre la autora y su texto es corporal, éste habrá de desenvolverse en con(fusión) con ella. “He confundido vida y literatura” (107), escribe Pizarnik en 1958. ¿Cuál es, ya desde esta temprana fecha, el movimiento que la determina –como sujeto y como cuerpo- y que determina por lo tanto la escritura de su diario? Un movimiento descendente cuyo límite final es la muerte. Los Diarios parecen materializar la famosa frase con que F. Scott Fitzgerald iniciaba su artículo autobiográfico El Crack-Up (1936): “Claro, toda vida es un proceso de demolición (…) (Scott Fitzgerald: 2003: 105). Hablando de este texto, Daniel Link señala: “Lo que Fitzgerald reconoce y confiesa es un conjunto de imposibilidades: no saber vivir, no saber cómo seguir escribiendo, etc. Esto es opuesto a la ideología de la cultura industrial (la de lo “bien hecho”, lo bien fait). A esa ideología se opone tanto la voz de Josefina la cantora, [como] la de Fitzgerald: una ideología del no saber hacer” (Link: 2003). Estas palabras bien pueden hacerse extensivas a Pizarnik: de hecho ella también manifiesta en sus diarios la imposibilidad de vivir o, mejor dicho, de aceptar la vida con sus asfixiantes condiciones. En consecuencia, el deseo de no hacer –o incluso, de no tener siquiera deseos- configura una retórica de la negación: 1957: Cada mañana despertar, tener que llorar y tomar café. No puedo gozar de la vida. No encuentro en ella ningún interés. No es posible continuar así, tan sola, viviendo y llorando. Y en resumen ¿qué quiero?. Ah, no sé, tal vez no quiera nada (83)

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1958: (…) diré la verdad, que es esta: yo no quiero vivir, yo quiero un interés obsesivo por dos cosas: los libros y mi poesía. (104) No veo camino para mí. (131) 1959: Estoy ciega para la realidad (…) Sé que Dios no existe (…), no hay vida futura, no hay nada, no me prohíbo nada, y, no obstante, no hago nada. Es mi única posibilidad de vivir. Una vez, no más. Y no obstante, no hago nada. (146) Ya no me queda esperanza de hacer ni lograr nada. (156) 1962: HAY GANAS DE NO TENER GANAS. (228) La solución, esta vez, es clara, definitiva. No quiero vivir. No espero nada. Quiero no existir. Es simple. No hay explicaciones que dar. Quiero morir. Ni siquiera lo quiero apasionadamente. Lo digo como si pidiera agua. Quiero dejar de ser yo, quiero abandonar mi cuerpo y mi sufrimiento. (278) 1963: Yo no puedo vivir, lo sé desde que vivo. (317) De todos modos, de todos los modos, sabes –y esto con perfecta certeza- que no puedes vivir y morir te da pavor. (321) Existe algo en esta vida –tal vez un detalle ínfimo- que no soporto, que no sobrellevo. (334) (En cursiva en el original) 1970: No poder hacer nada. Nada hacer. (498)



A diferencia de otros diarios escritos con el fin de encontrar un sentido, una

justificación a la existencia, los de Pizarnik dejan constancia de que tal sentido no existe. No hay progresión, sino pulverización. Veamos tres citas significativas de la función que la escritura diarística tiene para ella: 1961:(…) me apresuro a garabatear estas notas sin sentido como afirmando alguna continuidad del ser, la existencia de un pensamiento y un lenguaje alejandrinos. (195) 1962: El fin de este diario es ilusorio: hallar una continuidad. Claro que la hay pero negativamente. En el plano del sufrimiento hay una progresión lenta y extremadamente fiel. Cuanto a la expresión de ese sufrimiento, últimamente es menos trágica. Pero el movimiento es siempre el mismo: a causa de mi sentimiento de encierro en mí, alentada por cierta literatura que me dice de la imposibilidad del amor y también de la vida. (232)

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1963: Releo lo que escribí. Debo tomar notas de lo que me he propuesto (yo misma me río del asunto). Esas notas han de corroborar mi continuidad y mi obediencia. (314)





En el primer caso, las notas funcionan como intento de afirmar “alguna”

continuidad, de donde se deduce que ésta es más bien improbable, de lo contrario utilizaría un artículo definido –“la” continuidad- y no un adjetivo indefinido que, además, se comporta imprecisamente respecto del sustantivo que acompaña. Por otra parte, al hablar de un “pensamiento y lenguaje alejandrinos” la autora es consciente de que podría dar unidad a las diferentes entradas del diario mediante las operaciones lingüísticas realizadas en ellas. Escribe en 1969: “La escritura es una opción a diferencia del lenguaje y del estilo. El estilo nace de la necesidad, está en la frontera de mi cuerpo y el mundo.” (475). Lo que persevera es entonces el imperativo de hacerse lenguaje, pero tampoco estas huellas garantizan nada pues, como decía Barthes, el diario fracasa siempre en su intento de aprehender la propia imagen. En el segundo caso, queda más clara aún la dificultad de encontrar un hilo conductor mediante la escritura: tal fin es caracterizado como “ilusorio”. La única progresión es negativa: no implica avanzar hacia una solución sino –valga el juego de palabras- hacia una dis-solución. El sufrimiento es cada vez mayor, aunque lo exprese menos trágicamente. Y es que poco a poco se acerca al silencio definitivo: “Estoy tan cerca de la renuncia, tan cerca del silencio total” (309). En el tercer caso, la escritora ironiza sobre la imposibilidad de cumplir los planes que ella se misma se fija. La “continuidad” y la “obediencia” a las que alude deben entenderse en sentido negativo: continuidad en la dispersión, obediencia al sufrimiento. Puesto que Pizarnik concibe la vida como un “proceso de demolición”, el diario mismo da cuenta en su materialidad de ese proceso: “No escribo más este diario de manera continuada. Todo en mí se desmorona. No quiero luchar.” (398). La fragmentariedad entendida en un sentido muy amplio se convierte así en una de las principales preocupaciones de los últimos años: Fragmentos. Leo fragmentos. Escribo fragmentos. Horrible desorden. (379) Digo que todo es en sí, a solas, aislado y fragmentado. Dura faena la de unir los fragmentos. (431- 432)

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Yo no quise ser estos fragmentos. Pero, puesto que no debo, puesto que no puedo, debo o tengo que rescribir o copiar a máquina un fragmento por día. (453)

Puede hablarse de una relación cercana a la simbiosis entre las imágenes corporales fragmentadas / fragmentarias y la escritura –también fragmentada / fragmentaria- del diario. Más aún: aquellos elementos que definirían lo corporal –la automatización, el rechazo, la enfermedad, la ausencia- podrían ser también definitorios de la escritura. La negatividad de los Diarios se manifiesta por lo tanto en dos niveles: el de lo dicho y el del decir: sólo así se comprende el itinerario de una voz que se va debilitando al mismo tiempo que el cuerpo que la alberga. La consecuencia lógica de esta simbiosis es un conflicto permanente con el lenguaje, con lo que la autora puede obtener de él y lo que no. Se trata aquí, sin embargo, de un conflicto de muy diferente naturaleza al que plantea la poesía: en tanto género al margen –o marginado- el diario es al mismo tiempo objeto de necesidad y de rechazo, pues su literaturidad está siempre amenazada o relativizada. Residual o accesorio, el diario no está en el centro de la obra ni tiene él mismo centro; funciona, por lo tanto, en una zona indeterminada, pero cumpliendo, paradójicamente, el absorbente rol de matriz de todas las demás escrituras. 2.6.1. La escritura autómata / rechazada / enferma / ausente Negativo –pues no encarna la posibilidad de “redención”- y negado –pues no es literatura, o lo es de una manera anómala-, el diario de Pizarnik se materializa, al igual que su cuerpo, como resultado de un mecanismo autómata. La facilidad que supone su escritura reside por un lado en la falta de exigencia literaria29, por otro, en que su único requerimiento es, por decirlo de algún modo, cronológico y existencial: vivir y escribir el día a día. Carente de límites, el diario está siempre ahí, pasa a formar parte de los hábitos cotidianos; se escribe; llega incluso a ser literatura contrariando la 29 “Tal vez me hace daño escribir este diario pues me proporciona la fantasía de una falsa facilidad literaria. Preferiría estar cinco horas junto al escritorio y escribir solamente dos líneas que estar dos horas y escribir cinco páginas que luego deberé reducir a dos líneas. Lo que me molesta es la escoria.” (275)

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voluntad de la escritora. No pide demasiado ya que se alimenta de fragmentos, pero a fuerza de acumular presentes, termina incurriendo en una vaga totalidad que dibuja, aunque sólo sea ilusoria o fantasmagóricamente, el trazo de una vida. Se trata, como lo define líricamente Alan Pauls, “de una música, de una música torcida, como la huella que deja un pie herido (…)” (Pauls: 2005). Pizarnik no necesita esforzarse para que esta música surja; tampoco necesita pulirla para eliminar las disonancias. El modo de estructurar el texto en una continuidad de entradas fechadas en su encabezamiento también contribuye a que la escritura tienda a automatizarse y repita casi idénticas una intervención detrás de otra. Estas, por su parte, reproducen con muy pocas variantes una misma matriz: uso de oraciones unimembres, anotaciones de elencos que enumeran lecturas, estados de ánimos, listados de cosas “por hacer”, etc. En este sentido, la retórica de la negación también dice no a la posibilidad de narrar, que aparece sólo fugazmente, ahogada en el cúmulo de textos fracturados que conforman el diario. El carácter autómata (o mecánico) de la escritura del diario está inevitablemente ligado al juego de atracciones y rechazos que caracteriza el vínculo de la escritora con sus cuadernos íntimos. Esa relación un tanto esquizofrénica trae a la memoria la relación con el cuerpo, marcada también por una negatividad que, en algunos momentos, es puesta en duda o cuestionada. En una de las entradas ya citadas, Pizarnik admite “cierta belleza” física; también en algunos pasajes acepta que sus diarios son literariamente atendibles, aunque siempre les haga alguna clase de objeción: Hace dos días que confío en que no escribo deplorablemente. Incluso encuentro cierto placer sin alegría en escribir este diario, placer de escribir deprisa y saber que muchas palabras me esperan para subir de un salto a mi prosa como un tren rápido. O es cuestión del cuaderno o no es cuestión de nada y acaso sea un espejismo. (447) (…) entiendo que el lenguaje de mis diarios no es tan desagradable y no obstante no lo respeto, acaso porque no me cuesta ningún esfuerzo. (448)

Pueden distinguirse dos polos opuestos en la valoración de la escritura diarística: por un lado, como no implica un trabajo exhaustivo con el lenguaje, la 62

autora no la considera “digna de respeto”; por otro, la juzga un indicio de vitalidad literaria en épocas (especialmente los años finales) en que las rígidas (auto)exigencias de la poesía, el teatro o el ensayo, han incrementado la dificultad de escribir. De cualquier forma, lo que predomina respecto de estas piezas es el rechazo, la desestimación del texto que solo se admite como fácil, o como única posibilidad residual del acto de escribir. Ni siquiera cuando reconoce su dependencia (¿enfermiza?) del diario, manifiesta hacia él la satisfacción del trabajo bien hecho – como en el caso de la poesía-. Esto explica, por una parte, que mientras vivía sólo haya publicado unos pocos fragmentos del texto, y por otra, que nunca haya dejado de escribirlo: Acaricié el sueño de escribir sin tomar notas, sin escribir un diario. El fin consistía en transmutar mis conflictos en obras, no en anotarlos directamente. Pero me asfixio y a la vez me marea el espacio infinito de vivir sin el límite de un diario. (482)

Analizando este mismo pasaje, aunque en un artículo dedicado a los Diarios del

norteamericano John Cheever, Alberto Giordano postula el diario como enfermedad: Para limitar la continua pérdida de sí mismo a la que lo someten sus otras enfermedades, el diarista contrae la enfermedad del diario. Anota lo que le sucede y lo que se le ocurre para poner algo a salvo de las fuerzas destructivas que amenazan expropiarlo definitivamente de su vida. Se protege, se preserva, pero preservando también, siempre en torno suyo, en el espacio cerrado de cada entrada, los fantasmas o los demonios que no lo dejan vivir en paz. Pierde diariamente la ocasión de experimentar la vida como un espacio de infinitas posibilidades, esa experiencia a la que se entrega sin reservas mientras escribe su obra, por temor a dejar de ser el enfermo en que ya se había convertido el día en que decidió, para siempre, llevar un diario. (Giordano: 2006: 7)



Entendida como enfermedad, la escritura del diario no ofrece a su autor la

posibilidad de hallar una salida, sino, por el contrario, la de perpetuarse en sus males, en una suerte de regocijo masoquista. No hay, en el diario de Pizarnik, la función terapéutica convencionalmente atribuida al diario. Por el contrario, el cuerpo de su texto aparece atravesado por la automatización, el rechazo y la enfermedad que postulábamos como marcas distintivas del registro de su propio cuerpo.

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Ahora bien, si hablamos de un cuerpo ausente en el dominio de la imagen, es

preciso también referirnos a la ausencia del cuerpo textual. Independientemente de los recortes efectuados por los editores, es evidente que en los años finales Pizarnik escribe menos. Conforme pasa el tiempo, el diario se vuelve cada vez más fragmentario, y esa fragmentación no hace otra cosa que replicar una experiencia caracterizada también por la desintegración. “Yo no quise ser estos fragmentos”, declara, como si el diario ratificara a nivel textual una derrota de otro orden. Ya en 1959 Pizarnik escribía sobre esta cuestión: “Estoy anómalamente fragmentada. Por eso mis pequeños poemas.” (359). Subrayamos el conector consecutivo porque permite establecer la identidad entre la propia fragmentación y la del texto. Y aunque lamentablemente no disponemos de la totalidad de los Diarios, las notas de los últimos años muestran una fragmentariedad más acusada que la de épocas anteriores. El año 1971, por ejemplo, solo ocupa tres páginas, cuyas notas son escuetas y muy distanciadas temporalmente entre sí. Por más que haya sido mutilado, basta comparar el laconismo de estas entradas con las extensas digresiones de otros tiempos para comprobar que el diario se desintegra al mismo tiempo que su autora. Hay una coherencia implacable en el modo de ser de este texto. Allí reside, posiblemente, su auténtica singularidad: materializar el diario “ideal” barthesiano, “trabajado hasta la muerte, hasta el extremo mismo de la fatiga, casi como un texto imposible” (Barthes: 1986: 380). Un diario de estas características necesitaba de una autora que, como Pizarnik, fuera capaz de llevarlo hasta las últimas consecuencias, de imprimirle el ritmo de la experiencia, traduciendo sus temblores y silencios repentinos, hasta llegar al blanco definitivo, a ese punto en que la respiración del texto/ cuerpo se apaga para siempre.



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CONCLUSIONES



“Heme aquí escribiendo en mi diario, por más que sé que no debe ser así, que

no debo escribir mi diario.” (504). Con estas palabras se cierra la edición de Lumen de los Diarios de Alejandra Pizarnik. No sabemos si es, efectivamente, lo último que consignó la autora en su cuaderno, pero eso carece de importancia. Lo citamos aquí pues ilustra su contradictoria relación con el género diarístico: si por un lado lo percibe como menor en relación a otras formas de escritura, por otro debe admitir qué necesario e inevitable se le vuelve, incluso más allá de la literatura. ¿O deberíamos decir quizás en ese limbo entre literatura y vida en que, con tanto denuedo, pretendió refugiarse a lo largo de los años? En cualquier caso, queda claro que la escritura del diario se impuso a la voluntad misma de la poeta, como si su ejecución formara parte de aquellos rituales a los que es imposible sustraerse o, más aún, como si estuviera tan ligado al cuerpo que fuera imposible no escribirlo. Y después de todo ¿no son acaso los Diarios un segundo cuerpo de la escritora? El presente trabajo ha procurado vincular, precisamente, las experiencias del cuerpo y de la escritura en los Diarios. Los “cuerpos” a los que se refiere el título son por un lado las imágenes de las que el texto “habla”, y por otro, las entradas mismas del diario, su materialidad. En primer lugar, el objetivo fue fijar algunos parámetros de lectura generales del diario pizarnikiano. De allí que se revisaran cuestiones como la discutida edición llevada a cabo por Lumen y se planteara la posibilidad de leer el texto como una novela. Mediante el contraste con otros diarios –citados, admirados, criticados por Pizarnik- se destacó la singularidad de su propia escritura diarística.

La segunda parte del trabajo estuvo destinada a proponer algunas coordenadas

teóricas respecto de las complejas relaciones entre cuerpo y escritura de diarios. Allí se postuló que el cuerpo empieza a ser textualizado en el diario recién a mediados del siglo XX, y que, por sus particulares características, es el género autobiográfico más idóneo para dar lugar a la escritura de la mujer. Posteriormente, y en función de la teoría anteriormente expuesta, se analizaron las imágenes del cuerpo de las cuales dan cuenta los Diarios de Pizarnik. Hicimos referencia a cuatro imágenes predominantes: el cuerpo autómata –que actúa con independencia de la voluntad de la escritora-, el 65

cuerpo rechazado –cuya “belleza” aproximada la disgusta pues no coincide con su deseo ni con los patrones socialmente fijados-; el cuerpo enfermo –oscilante entre el malestar físico (la bulimia) y el metafísico (la amenaza de la locura)- y el cuerpo ausente: aquel del que texto no habla pero cuya ausencia también dice. Señalamos asimismo que si bien el erotismo recorre de modo evidente el texto, no hay materiales suficientes como para suscribir la existencia de un “cuerpo erótico”, ya sea a causa de la censura de los editores o de la propia autora en el momento de textualizar(se).

Luego de recorrer textualmente estas imágenes, intentamos aproximarnos a la

materialidad misma del diario, para demostrar la compleja relación de éste con el cuerpo. Sugerimos que el “ritmo” que lo sostiene está profundamente relacionado con la voluntad de morir de la escritora: se trata por tanto de una retórica de negación que avanza a paso firme hacia su límite, fijado desde las primeras páginas. Lejos de mostrar progresión, el diario da cuenta de un derrumbe –físico y espiritual- que toma forma corporal en el texto. Consecuentemente, la escritura se define en función de ciertos rasgos –automatización, rechazo, enfermedad, ausencia- decisivos en la puesta en escena del cuerpo.

En síntesis, el propósito de esta investigación ha sido demostrar que cuerpo y

texto se entrecruzan en el diario de Alejandra Pizarnik para dar forma a una experiencia autobiográfica radical, que explora permanentemente los límites de la escritura. Si “hablar de sí en un libro es transformarse en palabras” (344), este texto es un ejemplo perfecto de esa singular operación. 66

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“El

fondo

de

los

fondos”

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71

ÍNDICE Introducción………………………………………………………………………………………………………………...2 1.

LAS

PALABRAS

Y

LOS

DÍAS:

LOS

DIARIOS

DE

ALEJANDRA

PIZARNIK………………………………..........................................……………………………………………..5 1.1. Avatares editoriales …………………………….………..……………………………………………5 1.2. Los Diarios, ¿novela frustrada? ………………………………………...……………………...8 1.3. Singularidades de los diarios…………..........................……..……………………..…. 15 2.

EL

CUERPO

A

DIARIO.

RELACIONES

ENTRE

CUERPO

Y

ESCRITURA…………………………………………………….…………………………………………………..………25 2.1. El cuerpo “recobrado” ……………………….………………………..……...………………….25 2.2. “Decirlo todo”…………….………………...………………………………...…….……………... 26 2.3. Hacia adentro, hacia el cuerpo: una nueva diarística……...…….……………..…28 2.3.1. De la intimidad a las intimidades ………………….……………………....…..28 2.3.2. Mirar adentro ……………………………………………………………..……………..31 2.4. Cuerpo, diario, mujer ……………………..………….………………………………..……………35 2.5. Los cuerpos de Alejandra Pizarnik ……………………………………….………………….40 2.5.1. Lógica del fragmento…………………………….………………….....…………40 2.5.2. Imágenes –fragmentarias- un cuerpo –fragmentado- ……...…...43 2.5.2.1. Algunas consideraciones previas …………………………..……43 2.5.2.2. El cuerpo autómata ……………………………..………………..…..45 2.5.2.3. El cuerpo rechazado ...………………………………………....…….49 2.5.2.4. El cuerpo enfermo……………………………………………..……….52 2.5.2.5. El cuerpo ausente ………………………………………….….……… 57 2.6. El diario como cuerpo: una retórica de negación………………..……………..….…..58 2.6.1. La escritura autómata / rechazada/ enferma / ausente….58 Conclusiones ……………………………………………………………………………………………………………..65 Bibliografía ………………………………………………………………………………………………..………………67

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