LA JUNTA PARA AMPLIACIÓN DE ESTUDIOS Y LA TRADUCCIÓN [2011]

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Descripción

LA JUNTA PARA AMPLIACIÓN DE ESTUDIOS Y LA TRADUCCIÓN

ANA GARGATAGLI

La Junta para Ampliación de Estudios e Investigaciones Científicas (19071939) nació un año después de que Santiago Ramón y Cajal recibiera el Premio Nobel (y quizás este reconocimiento internacional fue un incentivo) para proteger el desarrollo de la ciencia en España y facilitar su desarrollo. En el extraordinario preámbulo del Real Decreto de 11 de enero de 1907, se lee la firma de Amalio Gimeno, ministro de Instrucción y Bellas Artes de Alfonso XIII y reputado médico de la época. Basta ver el retrato que le hizo Sorolla con un rotundo habano entre los dedos para darse cuenta de que se trata de una persona a la que nos hubiera gustado conocer. En ese texto dice Amalio Gimeno con serena franqueza: «Francia e Italia han enviado la juventud y el profesorado de sus universidades a los seminarios de las alemanas, y de ellos ha salido también lo más distinguido del profesorado ruso; el Japón ha educado en Europa y América [a] una serie de generaciones, y no permite que sus profesores ocupen las cátedras sin haber estado antes algunos años en el extranjero. (…) El pueblo que se aísla, se estaciona y se descompone. Por eso todos los países civilizados toman parte en ese movimiento de relación científica internacional, incluyendo (…) no sólo los pequeños Estados europeos, sino las naciones que parecen apartadas de la vida moderna, como China, y aun la misma Turquía, cuya colonia de estudiantes en Alemania es cuatro veces mayor que la española,

antepenúltima entre todas las europeas, ya que son sólo inferiores a ella las de Portugal y Montenegro.» Desde la fundación misma de la

JAE

el objetivo de promover viajes de

estudio al extranjero fue percibido como insuficiente porque los becarios debían encontrar al volver los espacios científicos y académicos para poner en práctica lo que habían aprendido. Esta idea luminosa facilitó que la Junta no se convirtiera en un mero organismo destinado a ofrecer becas; fue el centro de una renovación no conocida hasta entonces porque se contempló desde el principio la necesidad de contar con lugares donde esas experiencias pudieran ser compartidas y también, simultáneamente, incentivadas. Así se crearon la Residencia de Estudiantes (1910), el Centro de Estudios Históricos (1910), el Instituto Nacional de Ciencias Físiconaturales (1910 y una veintena de laboratorios, centros y organismos anexos vinculados a todas las ramas del saber y de la ciencia Aunque la

JAE

fue dotada de una junta rectora reducida y ágil (presidida

por Ramón y Cajal) que impidió desde el comienzo una previsible e inútil burocratización, no recibió el beneplácito de los contemporáneos porque sospechaban de las oscuras intenciones de «los políticos» (algunos figuraban entre los miembros del organismo director), porque temían que no cumpliera ninguna función o, esta es la queja más curiosa dada la época, porque una institución que debía velar también por la educación femenina no contara con ninguna mujer entre sus directivos. Los periódicos españoles donde aparecían esas opiniones (muy secundarias respecto de otros asuntos que reclamaban la atención: los conflictos sociales y la guerra del Rif) fueron, sin embargo, los voceros de que el escepticismo no siempre llega a buen puerto. En marzo de 1910, sólo mes y medio más tarde de que Alfonso

XIII

rubricara el proyecto, La

correspondencia de España (y otros diarios) publicaban las convocatorias para las primeras becas que ayudaron o trasladaron al extranjero a 6819 jóvenes y entre ellos a no pocas mujeres. La cantidad de becas y ayudas quizá pueda parecer exigua ya que corresponden a casi treinta años. No obstante, no pudo haber esfuerzo económico y humano más rentable, porque todos los nombres prestigiosos en el campo cultural o científico de la España del siglo

XX

figuran en esas

listas. Esa coincidencia feliz incluye a los traductores de la edad de plata que, dada su calidad, pasaron directamente a la edad de oro de la traducción peninsular. La gloriosa tradición

La creación de lugares de investigación de la ciencia y de las humanidades o la incorporación de centros existentes a la nueva gestión de la JAE creó en el lapso de pocos años la trama cultural y científica que definió a las primeras décadas del siglo

XX.

Se trataba, sin embargo, de una cultura de

élite que emergía con rotunda modernidad sobre la incultura del pueblo llano donde el analfabetismo y la imposibilidad de corregirlo eran la nota dominante. Quizá pueda pensarse que invertir la pirámide educativa fuera un mal proceder. En absoluto, no faltan hoy experiencias semejantes que describen la eficaz apuesta de comenzar el edificio por la cúspide para que los centros de la alta cultura incentiven el entorno depauperado y corrijan las desigualdades. En España, esa proyección también se realizó y la modernización buscada se trasladó a esferas más amplias gracias a una naciente industria cultural cuyos diarios, libros y revistas pusieron a disposición del público las novedades científicas, políticas y literarias.

Los últimos envíos de remesas coloniales y los beneficiosos intercambios comerciales propiciados por la neutralidad bélica en la Gran Guerra permitieron el desahogo económico que favoreció el desarrollo de empresas, entre ellas las culturales. Así florecieron las ediciones populares, las colecciones eruditas, los semanarios femeninos o los destinadas a toda la familia, las revistas vinculadas a las vanguardias y las publicaciones que, en los años treinta, recorrían el espectro ideológico del siglo: anarquismo, comunismo, socialismo, liberalismo, conservadurismo, fascismo.

La coincidencia casi perfecta de los nombres que figuran en esa eclosión editorial y cultural con los becarios de la

JAE

no deja lugar a dudas. Los

contactos directos con el mundo exterior permitieron la adquisición de conocimientos de todos los campos e, indirectamente, el aprendizaje y perfección de las lenguas extranjeras.

Resulta curioso que esta meta inesperada que habría de incrementar de forma gigantesca el mundo de la traducción fuera anticipada en uno de los párrafos del Preámbulo del Real Decreto donde se recuerdan los orígenes de los intercambios que, en el pasado, engrandecieron la cultura española:

«No falta entre nosotros gloriosa tradición en esta materia. La comunicación con los moros y judíos y la mantenida en plena Edad Media con Francia, Italia y Oriente; la venida de los monjes de Cluny, la visita de las universidades de Bolonia, París, Montpelier, Tolosa; los premios y estímulos ofrecidos a los clérigos por los cabildos para ir a estudiar al extranjero, y la fundación del Colegio de San Clemente en Bolonia, son

testimonio de la relación que en tiempos remotos mantuvimos con la cultura universal.» Aunque las palabras elegidas «moros y judíos» nombran de modo sesgado y casi despectivo el linaje semita que dio forma a la futura España, no deja de ser sorprendente que musulmanes y sefarditas iniciaran la enumeración de intercambios que enriquecieron progresivamente la cultura peninsular. Esos contactos, después de que la Inquisición impidiera los viajes formativos a partir del siglo

XVI,

fueron interrumpidos y resulta

especialmente elocuente que la creación de la

JAE

se inscriba en una

secuencia supranacional.

Si aquellos viajes y relaciones testimonian el discurrir heterodoxo de la tradición traductora peninsular, los nuevos desplazamientos fundan el esplendor en la primera parte del siglo

XX.

La mayor parte de los becarios

que fueron al extranjero eligieron como destino los centros culturales y científicos de los países que entonces eran la vanguardia del conocimiento: Francia, Alemania, Suiza, Bélgica, Reino Unido, Italia, Estados Unidos y, como hubo también residentes en Austria, Hungría, Suecia, Rusia, Turquía, Serbia y Rumania, la diseminación por los idiomas del mundo (con la excepción de las naciones asiáticas) alcanzó una proyección universal.

La relativa bonanza económica favoreció los viajes privados y aunque, como es lógico, no todos los que viajaron por el ancho mundo se dedicaron después a la traducción, la correlación entre el canon de lo moderno y las experiencias en el extranjero parecen indisolubles.

Manuel Azaña, presidente y traductor

En las primeras décadas del siglo

XX,

la modernización de las artes

gráficas, el incremento de las exportaciones de libros y, por tanto, la capitalización de las empresas del sector, el aumento de la población y del número de lectores potenciales crearon un nuevo panorama cuyos protagonistas ya no fueron los libreros-impresores del

XIX:

fueron los

editores, las sociedades anónimas y las empresas transnacionales.

El número creciente de editores —al terminar la década de 1930 ya existían casi 300— fue simétrico a la diversificación de proyectos culturales: colecciones populares de bajo precio y escasa calidad, obras relevantes que habrían de conformar un primer canon de lo moderno.

La traducción también quedó contenida en la vertiginosa industrialización de la palabra impresa, aunque de dos modos contradictorios. Apareció, por primera vez, la simultaneidad de versiones de un mismo texto o autor pero destinadas a diferentes segmentos de público. Un clásico del

XIX,

por

ejemplo, podía llegar a los lectores en versiones lujosas o populares, en revistas para la familia, para las mujeres, para los trabajadores. Esa diversificación implicaba la repetición de traducciones, cuya autoría quedaba amparada por el anonimato olímpico, y la existencia paralela de una suerte de proletariado del traslado, del resumen o de la copia que suministraba materiales para una industria editorial cuyo principal meta eran las ganancias. Ese modo de «traducir» generó toneladas de productos adulterados, abreviados, inventados, censurados, útiles para la exportación

(más del cincuenta por ciento de la producción editorial española) o para una relativa ilustración de las clases populares locales.

La segunda transformación fue todo lo contrario: la aparición de traductores visibles que se alejaban de las antiguas incertidumbres biográficas de los compañeros de profesión. No eran aquellos eruditos de las versiones clásicas ni los diletantes con conocimientos de idiomas que adornaban de forma azarosa el ciclo de las traducciones decimonónicas o del siglo

XX.

Eran profesionales, que algunas editoriales compartían

(Renacimiento, América, Biblioteca Nueva, Revista de Occidente) porque el nuevo y especializado panorama cultural (que esas mismas editoriales estaban construyendo) exigía versiones fidedignas de la filosofía, la psicología, la sociología, la literatura o el arte contemporáneos.

No todos aquellos profesionales fueron becarios de la

JAE,

pero muchos

beneficiarios, miembros o colaboradores de esa institución aparecen en obras traducidas que tienen singularidad o prestigio gracias a esas firmas: José Gaos, Wenceslao Roces, Manuel García Morente, José Ortega y Gasset, Xavier Zubiri, José Pérez Bances, Julián Besteiro, Ramón Carande, Dámaso Alonso, Amado Alonso, Enrique Díaz Canedo, Manuel Azaña, Xenobia Camprubí, Américo Castro, Ramón María Tenreiro, Eugenio Asensio, Manuel Altolaguirre, Francisco Ayala, Luis Cernuda, Rafael Dieste, Juan Esterlich, María de Maeztu, Emilio García Gómez, José Millás Vallicrosa, Consuelo Berges, Alberto Jiménez Fraud, Rafael Alberti, Joaquín Xirau, José Miguel Sacristán, Jorge Guillén1. 1 Datos tomados de Residencia de estudiantes. Archivo de la JAE, http://archivojae.edaddeplata.org/jae_app/JaeMain.html.

La nómina de los becarios de la

JAE

es muchísimo más larga (e

interesantísima), pero que figuren en ella intérpretes del pensamiento contemporáneo —cuya actividad fue también más allá de la traducción— describe uno de los rasgos más significativos del nuevo sistema literario español. Los jóvenes de clase media que recibieron esos beneficios contribuyeron a desplazar a una vieja élite esclerosada que, año tras año y casi siglo tras siglo, había tenido un papel hegemónico, no en la producción, sino en la gestión, la circulación y la jerarquización de los bienes culturales.

La JAE desapareció al terminar la II República. Manuel Azaña, presidente y traductor, símbolo de una intelectualidad en el futuro peregrina, cruzó en 1939 la frontera del exilio. Allí vivieron o murieron casi todos los traductores, escritores e intelectuales que habían contribuido a la luminosidad de la Edad de Plata. El proyecto cultural de aquellas clases medias democráticas, creativas y poderosas fue silenciado otra vez por los sectores atrabiliarios y anacrónicos que tenían la costumbre de gestionar la cultura española. A su vera, ciertos editores siguieron ocupándose del grandioso negocio. Pagar mal y revisitar versiones antiguas (o extranjeras) fue su modo más conocido de traducir.

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