Del hielo al abrigo: El Cerdo de Babel

October 5, 2017 | Autor: Julián Herbert | Categoría: Literatura, Gastronomia, Crónica y periodismo literario, Microhistoria
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Descripción

JULIÁN HERBERT

Del hielo al abrigo: El Cerdo de Babel

1 Me acuerdo, no me acuerdo (diría José Emilio Pacheco): en 1996 cayó sobre Saltillo una helada tardía, tremenda, de esas por las que ruegan a la virgen los plomeros. Cayó a finales de abril, creo. Una chica y yo intentábamos fajar en una banca de la plaza de armas, cosa que nos fue más o menos imposible: demasiada ropa y gorros y guantes. Al final desistimos y caminamos hasta la fuente (aún no tenía esa porfirista cerquita metálica que la resguarda ahora) y notamos que sobre el agua estancada había una gruesa capa de hielo. Desprendimos algunos trozos y los lanzamos arteramente contra los rostros de las náyades arteras que coronan el conjunto. Los guardias del palacio de gobierno ni supieron: estaban adentro y a puerta cerrada, resguardándose del frío. Aunque ahora suene raro, fajar en una banca de la plaza de armas y apedrear luego con hielo a las estatuas públicas era en aquella época una de las poquísimas distracciones que ofrecía el centro histórico de la ciudad donde vivo después de las nueve de la noche. Hacia Narciso Mendoza, al norte, y por Escobedo, al sur, existían las mismas cantinas de prosapia que conocemos hoy; pero siempre han sido un poco sórdidas y no te dejan entrar con muchachas –salvo que vayan de meseras. El Acuña (al que los expertos en la materia conocemos también como El Lugar De Los Grandes Eventos) siempre ha cerrado tempra. El Tapanco es carísimo y demasiado tranqui, adulto, fresa. Había un bar, El Sótano (junto al Cerdo, debajo de lo que ahora es El Campanario) que era ligeramente prostibulario,

decadente in a bad way y también muy adulto: una mezcla entre peña trasnochada y lo que llamaríamos hoy bar godínez a donde los cuarentones wanabí (como yo comprenderé) salían de vez en cuando a pistear con sus movidas… Hubo una breve temporada –apenas unos meses– en la que el poeta Víctor Palomo abrió El Cuervo, antecedente lumpen de El Cerdo de Babel. Estaba en los altos del edificio que hoy ocupan la fonda La Penumbra y el café Flor y Canela. Como no tenía permiso para vender alcohol, Víctor te servía la cerveza en tazas de plástico. La clave para ordenar un trago era pedir un capuchino. Esa fue my own personal Era de Al Capone. El Cuervo fue un bar decadente in a good way: las bandas de rock locales llegaban a medianoche y sin decir agua va se echaban un palomazo; no era raro toparse con algún viajero(a) euro-jipidespistado(a); los pintores y escritores tenían grupis incluso si (como es mi caso) eran feos; y un aspecto en el que no lo ha igualado ni lo igualará jamás otro bar saltillense ( y de hecho ningún otro bar que yo conozca, salvo La Máscara, en Chilpancingo, y el San Bernardo, en Buenos Aires) es que, a partir de cierta hora, uno podía aspirar cocaína directamente de la barra. Lo clausuraron, claro. A despecho de ese prodigio turbulento y fugaz que fue El Cuervo, el centro histórico de Saltillo era una tumba. Durante casi todos los 90 y parte de los dosmiles (desde que empezaron a marchitarse los cafés bohemios ochenteros como El Quijote y el Unicornio), la emoción nocturna predominante en las calles Hidalgo, Juárez, Allende, Victoria o Zaragoza era silencio y oscuridad. Y aun: pese a que en los 70 y 80 hubo esfuerzos por darle al centro una vida cultural y de esparcimiento digna de una ciudad verdadera (el Café y Arte, que alguna vez existió en lo que hoy es el Oxxo de la plaza de armas, parece haber sido el intento más logrado de su época), estos nunca cuajaron: al final

terminaba uno bebiendo Corona tibia bajo las insoportables lámparas de tubo del Arcasa. Las mejores borracheras juveniles que un centrífero saltillense de mi generación puede contar (soy un centrífero recalcitrante: me sacan algunas ronchas los bares regioclonados o de franquicia o mexican curios que pululan al norte de la ciudad) transcurrieron en la casa de alguien con, si acaso, una última chela clandestina en el Eno´s y tu mejor amiga tocándote la verga por debajo de la mesa nomás para saber qué tanto se te para. No fue sino hasta el siglo XXI que la vida nocturna entró a formar parte plena del corazón de Saltillo, y tal cosa sucedió gracias al esfuerzo de varios empresarios jóvenes que, poco a poco y con variada fortuna, abrieron sus bares en las calles de Ocampo, Allende, Juárez y Zaragoza –sobre todo. Ignoro si el Cerdo fue históricamente el primero de tales negocios; para mí lo fue en mi muy respetable calidad de borracho, porque recuerdo haber pasado sin tocar baranda de las espléndidas fiestas que organizaba la Alianza Francesa –gracias al mejor director que tuvo nunca: Michel Giménez– a amarchantarme en el puerco de manera fanática, al punto de que cuando no encuentro mesa y me tengo que ir al Dublín (mi segundo bar saltillense favorito) lo hago con un ligero sentimiento de culpa. Tengo la convicción de que El Cerdo estableció además el tono de los bares de esta zona, y que si alguno de ellos no lo imita aunque sea un poco se verá medio chocante, como sucede por ejemplo con ese ovni que no sé cómo se llama pero que está en la esquina de Ocampo y Allende, arriba de una tienda de instrumentos musicales, y que ojalá vinieran los alienígenas abductores de antros feos y se lo llevaran por favor mucho muy lejos.

No estoy seguro de poder describir el tono del que hablo. Es algo ligeramente intelectual que no se esfuerza en parecerlo, un temperamento grato a la sensibilidad artística pero del todo ajeno a lo cursi (ponerles nombres de escritores a los sándwiches y así), y que practica además cierto activismo social sin renunciar a la ligereza y al humor, a una mínima dosis de frivolidad incluso: después de todo es una taberna, no un curso de milagros. Hablo de un eclecticismo que incorpora sin palabras temas relevantes, por ejemplo las diferencias de clase social: aquí los tragos se ubican en un estándar intermedio, nada lujoso, pero también pueden ser sofisticados, clásicos, lo que no les impide ser más baratos que en cualquier otro bar mexicano del mismo rango –y reto a cualquier propietario, barman o parroquiano del país a contradecir esta afirmación. El chancho es además un lugar cuyo ambiente fomenta las relaciones intergeneracionales, la charla entre desconocidos, la igualdad de género y no solo el respeto: el aprecio por cualquier estilo, convicción o preferencia en cuanto a moda, política, religión, sexualidad, etc. Sus propietarios no se contentan con satisfacer a la clientela: organizan conciertos de rock o jazz o música clásica, participaron activamente en la organización del Festival de Arte Arriesgado, programan lecturas, hacen exposiciones, tienen un proyecto editorial semiartesanal e invierten parte de sus ganancias en apoyar proyectos artísticos independientes: desde el álbum de una banda local hasta un cortometraje animado. Hacen esto sin ínfulas, y eso es lo que más me gusta: el Cerdo no es un centro cultural sino un antro, y ningún parroquiano al que le den hueva las manifestaciones artísticas se sentirá invadido por ellas en este lugar. Sin dejar de ser desenfadado y fresco, el Cerdo conoce y respeta la tradición de un modo que enorgullecerá a cualquier sexagenario bien instruido en el oficio de la cantina: la música que programan es genial pero nunca estridente: apenas a un volumen suficiente para

que puedas disfrutarla sin que te arruine la conversación. La cocina tiene una variedad diminuta, pero la calidad de los productos con los que es preparada será siempre irreprochable. La barra no promete florituras exóticas pero, en contrapartida, su senequismo está a la altura del arte: jamás he conocido a un bebedor de largo aliento que no haya encontrado aquí una versión –si no gloriosa– al menos elegante de su veneno predilecto. Y otra cosa, que considero central: el recetario de cocteles supera lo decente sin despeñarse a la parafernalia, y el barman (sea quien sea) es un hombre con escrúpulos que posee buena mano. Hay por último, en su dinámica cotidiana, pequeños gestos que ponen en operación de manera palpable la democracia. Doy un ejemplo: pese a tratarse de un sitio chic, es el único bar de Satillo donde no puedes hacer reservaciones; se sienta el que va llegando. Por supuesto que hay un espíritu capitalista detrás del proyecto (y qué bueno, porque todos los bares verdaderamente románticos que conocí terminaron en la bancarrota): sus propietarios viven –creo que no del todo mal– de su negocio. Sin embargo me queda claro que ganar dinero nunca ha sido para ellos la meta principal, y eso es mucho más de lo que puedes decir acerca del 90 por ciento de los empresarios mexicanos. A estas alturas, el cochino es un establecimiento que aprendió a darse a desear. Siempre está lleno, hay que llegar temprano para lograr acceder (como en la escuela) y, para peor, las (cortas) filas que se hacen en la puerta en espera de una mesa contribuyen año con año a que más gente venga. Los odio. Ellos son lo único que no me gusta de El Cerdo de Babel. En mi fantasía megalómana, esta cantina es mía y de mis amigos y de nadie más, y los parroquianos sin antigüedad mínima de cinco años no deberían tener derecho a sentarse antes de que nos hayamos sentado nosotros. Pero esa que escuchas es la voz del viejito regañón y

reaccionario en el que me he convertido con los años, nada más. En el fondo sé que si un día cambian las reglas y mi marrano favorito degenera en un reducto más del privilegio, de cualquier clase de privilegio que no sea la llana convivencia, se me va a romper el corazón.

2 Fui profesor universitario demasiado pronto: a los 22 años enseñaba Siglos de Oro en la carrera de letras. La precocidad me arruinó un poco la experiencia, porque tuve el lujo de dar clases a unos cuantos tipos estupendos (ellos saben quiénes son) pero también me enfrenté a la monstruosidad administrativa, el salario miserable, el conformismo e ignorancia de varios colegas y la falta de pasión de no pocos alumnos. A los 30 estaba harto, así que renuncié a la docencia a una edad en la que muchos debutan apenas. No me arrepiento. Pero, tras abandonar las aulas, la urgencia de seguir hablando de cosas que me importan con personas más jóvenes me impulsó a convertir mi casa en una suerte de cantina/biblioteca-pública/motel/taller/estudio-colectivo donde era bienvenido todo mundo, en particular los universitarios que cursaban carreras afines a la mía. Durante años, la puerta no tuvo cerradura: las personas entraban o salían sin que apenas me percatara yo. Éramos una vasta y fluctuante pandilla en la que militaban –amén de algunos viejos lobos de Marx como Pedro Moreno o Ignacio Valdez– un buen número de estudiantes o graduados de letras, psicología y ciencias de la comunicación. Ese fue mi posgrado sin derecho a título y esos chavos fueron, quizá, los mejores maestros que tuve. Hay tardes – por ejemplo esta– en que los extraño mucho.

A principios de los dosmiles, la escuela de ciencias de la comunicación de la UAdeC graduó dos buenas generaciones. Una de ellas –en la que se contaban Luis Enrique Chacón, Alberto Silva, Sylvia Georgina Estrada y Anabel Castañón– tenía un mood anarquista, desmadroso, bastante presumido y apasionadamente poético. Otra –en la que estaban Jonathan Bouchardt, Sergio Castillo Lara y Jerónimo Valdés– me parecía conformada por unos cuantos weyes inteligentísimos (aunque intelectualmente un poquitito cínicos: ninguno de ellos se interesaba en la poesía, por ejemplo) y, sobre todo, muy seguros de sí mismos, muy pragmáticos; siempre tuvieron intereses artísticos y sociales, pero estos iban de la mano de otra preocupación: decidir cómo diablos iban a ganarse la vida después de los estudios. Ambos grupos fueron, cada uno por separado y en épocas diferentes, visitantes más o menos asiduos de mi casa (el primero mucho más). Los poetas llegaban casi siempre en banda. Los otros no: recuerdo por ejemplo haber pasado varias tardes a solas con Jerónimo, a veces escuchando música en silencio –rock chino se le llama–, a veces hablando de cualquier cosa como locos, e invariablemente armados con un vodka tonic. Fue en esa etapa cuando noté las habilidades de barman de Jero: es un artista para una cosa tan simple (y al mismo tiempo preciosa) como rebanar un twist de limón. También llegué a conocerlos en otra arena intelectual: fui editor de la primera (y creo que hasta la fecha única) obra que publicaron tres de ellos. El de Alberto Silva era un libro de poemas: Sastrería Williams. Lo de Jerónimo fue un ensayo que acabo de releer y que sigue pareciéndome brillante: Lingüística y traducción. Y el libro de Sergio Castillo Lara era una bella recopilación de testimonios rurales tratados con mano de periodista bien hecho: De Boquillas al Mezquite. Trabajar con los autores en la corrección de estos libros fue una experiencia intensa y también reveladora (“el inconsciente está expuesto”, ha dicho

Zizek): Alberto Silva, que siempre me pareció muy abierto a cualquier tipo de crítica en la vida cotidiana, resultó irreductible, impermeable a las correcciones que le propuse: no quería modificar ni una coma. Por el contrario, tanto Sergio como Jerónimo (que siempre me han parecido reacios a modificar su opinión sobre cuestiones prácticas –especialmente Jero), fueron flexibles y receptivos a mis sugerencias y comentarios editoriales. Creo que esto habla con elocuencia de dos maneras distintas de poner en operación la soledad de la mente. Obviamente, los dos grupos de los que he hablado eran rivales, y podría pensarse que lo que los separaba (además, claro, de los madrazos que a cada rato se metían unos a otros en el fut y en el básquet escolares) era una cuestión ideológica: estar situados más a la izquierda o más al centro del espectro político. Pero eso sería una simplificación. Yo pienso que los separaba algo más hondo e importante, algo que funciona aún para explicar al menos parte del espectro de la sociedad mexicana: los separaba una actitud distinta frente a la utopía. Para el primer grupo, la utopía era un fenómeno de resistencia: conservar las zonas de belleza, subversión y libertad que tanto trabajo nos costaron. Para el segundo, en cambio, la utopía era un proyecto de trabajo: ¿qué hago para fundar sobre el territorio real un nuevo territorio simbólico, aunque sea uno pequeño?... No creo que estas dos posturas se excluyan por completo, aun cuando la mayoría de los mexicanos actuemos todo el tiempo como si fuera así. Pero sí se diferencian de manera evidente, y a la larga construyen posturas éticas, sociales y políticas distintas. Por eso no me sorprende que dos de los chavos del primer grupo hayan preferido irse de México y desarrollarse artística y

académicamente en el extranjero, en tanto que otra de ellos –Sylvia Estrada– se convirtió en una rockstar del periodismo cultural. “Si no puedes cambiar al mundo, cambia tú. Si no puedes cambiar tú, cambia el mundo”: esta frase (que suele repetir como un mantra nuestro gurú de gurúes Pedro Moreno) parece haber sido el dilema central del segundo grupo. Por eso creo que El Cerdo de Babel (fundado por Jerónimo Valdés y Sergio Castillo Lara en el año 2004), no es meramente un bar: es una de las varias respuestas que una generación de universitarios saltillenses le dio a una pregunta filosófica. Y eso no es poca cosa: devolverle dignidad a la utopía ha sido uno de los problemas intelectuales más importantes en lo que va del siglo. El marrano es un negocio, sí. Pero también es una ética: una postura frente al mundo. Es, a su modo, la Ciudad de Dios.

3 Siempre he dicho que El Cerdo de Babel es uno de los mejores bares del mundo. Eso no es gran cosa: es apenas la opinión de un parroquiano apasionado. Pero es también la opinión de un parroquiano ilustrado y obsesionado por la presencia de los bares sobre la faz de la Tierra. Cuando digo que el Cerdo es uno de los mejores bares del mundo estoy comparándolo con el café M de Berlín, que en los 80 era el sitio favorito de David Bowie y donde alguna vez vi cómo un hombre se paraba al otro lado del cristal y nos decía a Timo Berger y a mí, a señas, que él era el diablo. Y con el bar Z, también en Berlín, que tiene en la trastienda un pequeño cine forrado de terciopelo rojo donde pasan cine erótico alemán de los años 20. Y con la palapa de Ricardo en Chacahua, donde comí almejas y callos de

hacha que yo mismo había sacado del mar. Y con el Garage –en Madrid, en Malasaña, a la vueltita de la ya decadente Vía Láctea–, en cuyo congelador guardan un par de botellas de Centenario Plata para exclusivo consumo de los visitantes mexicanos. Y con el Gota de Uva de Torreón. Y con el Doña Yolla de La Habana, que se supone es exclusivo para cubanos, así que solo puedes entrar de contrabando, y donde hacen un coctel de ostiones que te cagas. Y con La Bota en el DF, cuya colección de objetos –museo portátil– habría sido la envidia de Duchamp. Y con el Dugout, también en el DF, donde en los 90 te encontrabas a la plana mayor del rock mexicano comprando drogas a precio justo. Y con el Pancho Villa, en Paredón, a donde uno solamente va para conocer al propietario: el ex luchador Sangre Chicana. Y con La Piojera, en Santiago de Chile, donde uno ordena un Terremoto y se recarga en la pared (nunca hay sillas) a escuchar canciones de Los Cadetes de Linares y a esperar a que le tiemblen las piernas casi inmediatamente después del primer trago. Y con el Sanber, en Buenos Aires, donde las chicas juegan ping pong en minifalda y los chicos juegan billar y los parroquianos no solamente consumen cocaína a la vista de todos, sino que se convidan droga de mesa a mesa, comparan calidades e intercambian teléfonos de dílers, todo esto sin que los empleados o la policía les estén chingando la madre. Tal vez el Cerdo no sea así de intenso o así de excéntrico o así de pintoresco, pero comparte con esos lugares un mismo signo: su ambiente ofrece una expectativa perpetua, la sensación permanente de que algo extraordinario está a punto de suceder. Además, El Cerdo tiene algo que los otros no: es mío, está en mi ciudad. Todos mis amigos que no viven aquí lo envidian: quisieran llevárselo a su casa en un llavero cuando parten. El Cerdo de Babel es ya una de las atracciones turísticas de Saltillo. Entre su distinguida clientela se

han contado novelistas como Álvaro Enrigue, Santiago Gamboa, Evelio Rosero e Isaí Moreno, y poetas como Feli Dávalos, León Plascencia Ñol o Richard Gwyn. Es el lugar a donde siempre quieres ir when the music is over: después de cada concierto, de cada función de teatro, de cada peli; dan ganas de sentarse frente a sus mesas para desmenuzar la experiencia colectiva, para volver a la belleza con un trago en la sien. En el Cerdo se han construido nuevas amistades, se han restaurado las antiguas, se han hecho menos amargos los adioses. Proyectos artísticos y culturales como el Festival de Arte Arriesgado o El Taller de la Caballeriza, grupos de rock como Madrastras o Paseo de Ovejas, el estupendo y merecido revival que ha tenido la obra pictórica de Geroca, el trabajo de artistas plásticos (casi) jóvenes como Talía Barredo, Adalberto Montes, Lilette Jaimeson, Roy Carrum y Orvar: todas estas manifestaciones de la cultura saltillense (y muchas más que me faltan) serían un poco huérfanas si en la última década no hubiera estado ahí El Cerdo de Babel. El pig me hace sentir bien acerca de mí y acerca de Saltillo: no todo está perdido cuando una ciudad merece (y defiende) tener un bar prodigioso. Esto se hizo tangible durante los días en que fue clausurado por la administración municipal de Jericó Abramo Masso. No solamente hubo una confluencia de voces en los medios de información y las redes sociales a favor de su reapertura: el nivel de la reflexión al respecto fue mucho más allá de la defensa de un bar y, sin radicalizarse y confrontarse con una autoridad que, por otra parte, era tan adolescente e inmadura que sin duda habría respondido en forma cruel, puso en evidencia el problema de fondo: no se puede combatir a la delincuencia organizada combatiendo a los ciudadanos y a la forma en que estos se organizan al margen de las autoridades para restaurar el tejido social; eso es comprar más caro el caldo que las albóndigas. Lo que Jericó Abramo hizo al frente del ayuntamiento fue

criminalizar a un sector de la sociedad civil: el de la gente que prefiere la fiesta. Ojalá que los saltillenses no olvidemos esa pulsión antidemocrática nunca. He pasado muchos momentos felices en El Cerdo de Babel. Y aunque también es cierto que “ya no cierro los bares ni hago tantos excesos”, que me he vuelto un borracho de buró, que muy rara vez salgo a las calles de esta ciudad que tanto amo (por miedo a verla cambiar, por miedo a verla desaparecer), también es cierto que mis poquísimas excursiones al fin de la noche saltillera no podrían prescindir del pinche puerco. Soy un bebedor escrupuloso, y la pura idea de abandonar mi bar favorito me parece tan innoble como chaquetear: cambiar de equipo de futbol. No podría hacerlo: soy tan tigre como puerco. A muerte. Recuerdo con especial devoción una tarde que casi nadie conoce. Era domingo, habíamos pasado el día entero trabajando en un proyecto del Taller de la Caballeriza en la casa de Nayeli García y Talía Barredo, y moríamos por un trago. Jero (que fungió como director de aquel proyecto en particular) propuso: “les invito un trago a puertas cerradas en el Cerdo”. Así que caminamos hasta el chancho y nos encerramos a beber. Fue como si una de mis bandas de rock favoritas me hubiera invitado al backstage. Jero puso la música y preparó los tragos, como haría cualquier anfitrión en su casa. Ah, que tu bar favorito se abra exclusivamente para ti y para tus amigos; hasta Hemingway me hubiera envidiado. Salimos del local de madrugada, más borrachos que un trapo de barman y felices de ser amigos y estar juntos. Esa fue en realidad la despedida del Taller de la Caballeriza: al poco tiempo, cada uno regresó a sus proyectos personales y abandonó lo que siempre he considerado la versión saltillense de The Travelling Wilburys. Pero nunca olvidaré ese

domingo en que pude aquilatar el lema de El Cerdo de Babel (un fragmento del cual está inscrito en la puerta de entrada): “Vino Ac Musica Laetificant Cor Hominum”.

4 Me acuerdo, no me acuerdo: un día de agosto de 2004, unos compas muy jóvenes (quizá 10 años más jóvenes que yo) me invitaron a la próxima inauguración de su bar. Acudí, tengo que confesarlo, más por solidaridad que por genuino interés. Al poco rato, sin embargo, me di cuenta de que esa fecha iba a marcarme, iba a marcar a casi todos mis amigos e incluso a mi ciudad. Pensé en una frase que dice García Márquez que le escuchó a Emilio García Riera a propósito del asesinato de John Lennon: “oigo a los Beatles con un poco de miedo, porque presiento que me voy a acordar de ellos toda la vida”. No estoy diciendo que el Cerdo de Babel sea como los Beatles. Aunque un poquito sí. Después de todo, una cosa que los bares extraordinarios comparten con la música es que, por instantes, son capaces de atrapar al más escurridizo de los peces que nadan en el océano de tu mente: la felicidad pura.

Valle de Zapalinamé, agosto de 2014

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