\"Yo también quiero ser feliz\" - Un camino auténtico para la vida

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Descripción



San Agustín, De moribus Ecclesiae catholicae, 1,3,4.
Catecismo de la Iglesia Católica, 1718.
San Agustín, Confesiones, 10,20,29.
Allí mismo, 10,28,39.
Catecismo de la Iglesia Católica, 1718.
Catecismo de la Iglesia Católica, 27.
Pierre Hadot, Qué es la Filosofía Antigua, Fondo de Cultura Eonómica, México 2000, p. 92.
Fulton J. Sheen, Camino hacia la felicidad, San Pablo, Buenos Aires 2008, p. 107.
Allí mismo, p. 44.
Dice Santo Tomás: «De esta manera es necesario que exista algún fin último por el cual todo lo demás sea deseado y él mismo no sea deseado en razón de otro. Así, es necesario que exista algún fin óptimo de los asuntos humanos» (Tomás de Aquino, Comentario a la Ética a Nicómaco, EUNSA, Pamplona 2001, p. 65).
Allí mismo, p. 88.
Como explica el Catecismo de la Iglesia Católica, la concupiscencia «desordena las facultades morales del hombre y, sin ser una falta en sí misma, le inclina a cometer pecados» (n. 2515).
La logoterapia es un método psicoterapéutico creado por el Dr. Viktor Emil Frankl orientado a descubrir el sentido de la vida.
Victor Frankl, The Meaning of Love, en Ninth International Congress for the Family: The Fertility of Love, Fayard, París 1987, p. 39.
Victor Frankl, Sede de sentido, Quadrante, São Paulo 2003, p. 23.
Por "mundo interior" nos referimos a todo aquello que ocurre dentro de un ser humano, como emociones, experiencias, sentimientos, anhelos, frustaciones, etc.
Ver Alasdair MacIntyre, Tras la virtud, Crítica, Barcelona 2004, p. 229.
Catecismo de la Iglesia Católica, 1803.
Catecismo de la Iglesia Católica, 1804.
Marc-Francois Lacan, Virtudes y vicios, en X. Léon-Dufour, Vocabulario de Teología Bíblica, Vozes, Petrópolis 1987, p. 1091.
Ver Aristóteles, Ética a Nicómaco, II, 4, 1106b.
Catecismo de la Iglesia Católica, 1863.
Catecismo de la Iglesia Católica, 1810.
Ver Catecismo de la Iglesia Católica, 1803-1804.
A. De Sutter, Virtud, en Ermanno Ancilli, Diccionario de Espiritualidad, Herder, Barcelona 1987, t. III, p. 602.
Ver Camino hacia Dios, Vida y Espiritualidad, Lima 1997, t. I, pp. 132-133.
Kenneth Pierce B., La escalera espiritual de San Pedro, Fondo Editorial, Lima 2010, pp. 71-72.
Júlio Egrejas, La aventura de la vida cristiana, Vida y Espiritualidad, Lima 2014, p. 100.
Ver Ignacio Blanco, El camino de la santidad, Vida y Espiritualidad, Lima 2008, pp. 77-83.


Yo también quiero ser feliz
Un camino auténtico para la vida

Pablo Augusto Perazzo


Introducción

Mi inquietud por reflexionar sobre la felicidad surgió muchos años atrás, motivada por diversas conversaciones que tuve con buenos amigos. Con el pasar del tiempo fui descubriendo poco a poco cómo cada uno tenía su propia noción, y me percaté de que, incluso, algunos de ellos no creían posible el que fueran capaces de alcanzarla. Movido por estos diálogos, así como por mi propio anhelo, decidí reflexionar más y escribir sobre este tema.
Hoy en día hablar de la felicidad es algo relativamente común, y no sólo en el ámbito individual. La empresa Coca-Cola, por ejemplo, tiene hace años un Instituto para la felicidad. Si uno escribe dicha palabra en Google encuentra más de 40 millones de enlaces. Asimismo, existen en Internet más de 4 millones de blogs dedicados al tema. Pasando a otros planos —por señalar algún ejemplo en el mundo del arte— son muchísimas las canciones que hablan sobre la felicidad. Hace no mucho ocurrió un fenómeno musical con una canción llamada Happy, del cantor Pharrel Williams, que hasta fines de 2015 ya tenía más de 220 millones de visitas en YouTube; me parece que se puede atribuir el éxito de esta canción no sólo a la música, sino también a la muy sugerente letra sobre el tema que queremos tratar.
Como parte de mi búsqueda para comprender mejor este fenómeno moderno hice el esfuerzo de leer innumerables blogs sobre la felicidad. Dediqué horas a ver entrevistas, conferencias y talleres al respecto, en especial los del ya mencionado Instituto para la felicidad de Coca-Cola. De igual modo he conversado con un amplio número de hombres y mujeres, de distintas edades, países y niveles socioculturales, en diálogos grupales o individuales, incluso en el marco de retiros espirituales. El tener una extensa labor pastoral me ha puesto en contacto con muchas personas y me ha dado la oportunidad de viajar por distintos países y conocer gente de diversas nacionalidades.
Toda esta experiencia me ha permitido tener una apreciación bastante amplia y general de la comprensión que pueden tener los hombres y mujeres de hoy en día sobre la felicidad. Ésta, como es evidente, varía mucho según el caso. Los modos de definir la felicidad y la manera como cada uno procura alcanzarla son muy particulares y cambian según la persona. Aun así, no me parece difícil caer en una sobregeneralización, lo cual no es lo que conviene en un asunto tan importante.
Un denominador común que he podido percibir entre varios, sin embargo, es el siguiente: a la gran mayoría le cuesta lograr una definición clara y bien pensada sobre la felicidad. La profundidad y gravedad del tema puede dar pie a distintas reflexiones. Aun así, para una recta definición de felicidad hay ciertos puntos que no pueden dejarse de lado. No quiero decir con esto que las explicaciones que proporcionan estos blogs que comentaba, los institutos especializados en el tema o las mismas aproximaciones de las personas estén equivocadas, o sean erróneas sus apreciaciones. Muchas de ellas dicen cosas que son buenas y, efectivamente, ayudan a pensar y ofrecen consejos interesantes, pero, según alcanzo a ver, no son suficientes. Creo no exagerar al señalar que, en su mayoría, estas propuestas no están suficientemente bien fundamentadas y a la larga suelen percibirse sus limitaciones.
Hay muchos autores que han escrito sobre la felicidad. Pensadores de la historia antigua —como Platón y Aristóteles— se plantearon ya este tema. También en la época medieval filósofos de la talla de San Agustín de Hipona y Santo Tomás de Aquino hicieron lo propio, y en tiempos modernos escritores como Julián Marías, Fulton Sheen, Ignace Lepp, Ignacio Larrañaga, Victor Frankl, José Ortega y Gasset —por mencionar algunos nombres— ofrecen un pensamiento muy elaborado al respecto.
Sin embargo, pensadores como éstos no son comúnmente leídos por la mayoría de las personas. Muchos, como es comprensible, van construyendo su propia idea acerca de la felicidad según las experiencias que van viviendo. Esto no está mal, pero no siempre puede ser suficiente para entender a fondo la felicidad y vivirla. Uno no tiene que ser filósofo de profesión para reflexionar. Todo ser humano, unos más que otros, vive filosofando, pues ante la vida no cabe una postura pasiva. Todos tenemos una forma de vivir que está moldeada por lo que pensamos (es decir, en sentido amplio, por lo que filosofamos). Algunos son más conscientes que otros, pero siempre actuamos según una manera de pensar, según una manera de entender la vida.
Si todos de una u otra forma tenemos ideas sobre la felicidad es porque todos también tenemos "algo" dentro de nuestros corazones que nos pide una experiencia de felicidad que no se termine con la muerte. Nuestro corazón anhela encontrar una respuesta para satisfacer ese "algo" que clama por dentro.
¿Quién no quiere ser feliz? Usualmente descubrimos un anhelo explícito por vivir la felicidad, y nos preguntamos por ella en varios momentos de nuestra existencia. Es muy difícil escaparse de esta interrogante: ¿Cómo ser feliz? Esa pregunta es, sin lugar a dudas, una de las más importantes que debemos hacernos. ¿Cómo vivir para alcanzar la plena felicidad? ¿Cómo hacer para vivir la felicidad en una época en la cual muchas personas no saben bien qué hacer con sus vidas ni qué sentido dar a sus existencias? Pienso que solamente en la medida en que descubramos esa felicidad, podremos ser personas en camino a una plena realización.
Frente a la búsqueda de la felicidad podemos percibir a grandes rasgos tres alternativas que más o menos engloban a las demás. Se puede, en primer lugar, seguir un camino en el que uno se conforma con experiencias que calman el ansia de felicidad, pero no la colman. Esto, muchas veces, no es más que un camino de huida o fuga, porque la búsqueda auténtica de la felicidad resulta cuesta arriba. Una segunda alternativa es resignarse y abandonar la búsqueda, pues se considera algo imposible —por las razones que sean— alcanzar la respuesta y vivirla; es decir, se acepta no ser feliz, dando posiblemente lugar a otras experiencias como la amargura, el cinismo o la desesperanza. Finalmente, la tercera alternativa es caminar en vistas a la felicidad plena y poner los medios para vivirla, con todas las consecuencias que ello significa. Este camino tiene muchas implicancias, que serán puestas sobre la mesa en los siguientes capítulos.
A veces sucede que por el cansancio se desdibuja el horizonte fascinante de la felicidad. Otras veces estamos caminando en la vida por sendas que no nos ayudan a ser felices. Entonces la pregunta importante que debemos hacernos es: ¿Estoy dispuesto a cambiar la dirección y el sentido de mi vida? ¿Estoy dispuesto a que otras personas me muestren la ruta más adecuada a seguir? ¿Estoy dispuesto a cambiar en mi vida lo que sea necesario? Quiero dejar claro que es un camino exigente. Sin embargo, más allá de las dificultades, exigencias u obstáculos, lo que está en juego es nuestra felicidad. Por lo tanto, tengamos la actitud de apertura para descubrir una posibilidad nueva, real, llena de sentido que nos permita avanzar en el camino emocionante de la felicidad.

La búsqueda de la felicidad

¿Qué es lo que más queremos en la vida? ¿Qué busca nuestro corazón? Muchas pueden ser las respuestas, desde realidades superficiales hasta otras más profundas. Queremos tener dinero, una familia hermosa, hijos con salud, un buen trabajo, una casa propia, una vida relajada… y muchas otras cosas. Necesitamos de todo eso para vivir. Estamos obligados a trabajar para sostener a nuestra familia, dándole lo necesario para vivir bien. Los padres se exigen con el fin de dar a sus hijos un mejor futuro que el que ellos tuvieron. Nos empeñamos en estudiar una carrera que nos permita lograr el éxito profesional. Si queremos mantenernos en nuestro puesto de trabajo, necesitamos esforzarnos por estar siempre al día. Muchos jóvenes, con mayores aspiraciones, no se contentan simplemente con la carrera estudiada, sino que quieren hacer una especialización a través de una maestría. Quien quiere lograr algo importante sin duda tiene que esforzarse.
Así como somos conscientes de que debemos poner de nuestra parte, probablemente hemos notado que también ocurre que cada vez queremos más. Una vez que logramos una meta, normalmente nos ponemos otra más ambiciosa. En el deporte lo vemos con frecuencia, pero también en los bienes materiales que vamos adquiriendo. Si poseemos un auto, queremos pronto uno superior. Si tenemos una computadora, estaremos en algún momento pensando en adquirir una con mejores características y más moderna. Es natural querer siempre algo más. Sea lo que sea, estamos siempre esforzándonos por crecer y conseguir algo mejor. No solemos poner un límite para ese crecimiento. Si es posible alcanzar algo superior, más desarrollado, no dudamos en conseguirlo.
Sin embargo, si reflexionamos un poco y entramos en nosotros mismos, ¿qué busca en realidad nuestro corazón? Responder a esa pregunta exige una consideración que vaya más allá de las cosas ordinarias o materiales. Como parte de mis labores, en muchas oportunidades me he encontrado con jóvenes, hombres y mujeres, que vienen de países más desarrollados con el fin de hacer un trabajo misionero. Estos jóvenes por lo general llevan una vida cómoda y poseen muchos bienes materiales, sin que nada les falte. Aun así, cuando enfrentan la realidad de una pobreza material que no concebían y tienen la experiencia de aprender muchísimo de personas más pobres acerca de su fe y del sentido de la vida, toman conciencia de que lo material no es suficiente para llenar sus vacíos personales. Más aún, muchos regresan a sus países tocados por la alegría y el cariño que han percibido en las personas más necesitadas, y se cuestionan acerca del valor de los bienes sobre los cuales suelen poner su felicidad y seguridad. Descubren así que su corazón necesita algo mucho más profundo y real que los bienes materiales.
En los últimos tiempos en más de una ocasión hemos podido leer las trágicas historias de personalidades famosas que, teniendo aparentemente todos los bienes materiales soñados, aun así tuvieron una vida vacía y llena de frustraciones, algunos de ellos llegando incluso al suicidio. Hay, lamentablemente, muchos ejemplos de personas que, llenas de todo lo imaginable, terminaron al parecer vacías y desorientadas: Cory Monteith, Whitney Houston, Amy Winehouse, Heath Ledger, Michael Jackson, Anna Nicole Smith, Marilyn Monroe, Elvis Presley, Sid Vicious, Janis Joplin, Freddie Mercury, Jim Morrison, Kurt Cobain, Prince, y muchos más…
En todo caso, la experiencia nos ayuda a comprender que todo lo que uno hace, todo lo que uno busca, todo aquello por lo cual uno se desgasta en la vida, tiene como meta siempre la búsqueda de la propia felicidad. Cuando pregunto a los jóvenes qué anhelan, por lo general suelen contestar: entrar a la universidad y estudiar una carrera para luego ejercer una profesión que les guste; tener una familia; ayudar económicamente a sus padres, etc… Cuando pregunto a los adultos, suelen decir que quieren mejorar su relación matrimonial; aprender a educar mejor a sus hijos; darles lo necesario para que se realicen personalmente; encontrar la paz, la tranquilidad, etc… Todo esto lo anhelan por una razón que va más allá y trasciende lo ordinario de la vida. En el fondo, lo que todos queremos alcanzar es la felicidad. Todos esos objetivos mencionados anteriormente tienen como telón de fondo una búsqueda personal de la propia felicidad.


Nacemos con el deseo de la felicidad
Si uno realiza una encuesta por las calles y pregunta a las personas si quieren ser felices, seguramente todos dirán que sí. Lo normal es que todos quieran ser felices. Todos nacemos con ese anhelo interior y profundo. Ya lo decían no pocos de los grandes pensadores del pasado. «Ciertamente —hacía notar el gran San Agustín— todos nosotros queremos vivir felices, y en el género humano no hay nadie que no dé su asentimiento a esta proposición incluso antes de que sea plenamente enunciada». Sin ir muy lejos, si acudimos al Catecismo de la Iglesia Católica —texto muy interesante, pues propone respuestas a muchas interrogantes que tenemos todos los seres humanos hoy en día—, encontraremos que, categorizando esta profunda experiencia humana y yendo más allá, precisa: «Este deseo [de felicidad] es de origen divino: Dios lo ha puesto en el corazón del hombre a fin de atraerlo hacia Él». A la luz de estas palabras vemos cómo se presenta al ser humano como un ser abierto al encuentro con Dios y necesitado de Él. En la medida en que las personas más se acerquen a Dios, más fácilmente podrán alcanzar su propia felicidad.

Hambre de infinito
La experiencia de buscar algo que nunca termine, que nunca tenga un fin, es bastante más que un deseo. No es solamente un sentimiento o pasión. Más bien, se trata de una búsqueda real del ser humano, que marca profundamente el corazón, y por lo tanto, nuestro interior. Esa experiencia sólo se satisface en la medida en que el hombre descubre la manera o el camino para llenar esa necesidad, que muchas veces se experimenta como un vacío.
La experiencia nos enseña que no hay "algo" que lo pueda llenar, sino que tiene que ser "alguien". De hecho, tiene sentido el que no podamos satisfacer esa búsqueda con "algo" inferior a nosotros mismos (como serían, por ejemplo, las cosas materiales). Debe ser, por lo menos, una persona como nosotros, con la cual podamos compartir nuestras vivencias, a la cual podamos abrirle nuestros corazones. Pero además, no puede ser cualquier persona, puesto que así como yo busco esa felicidad infinita que está más allá de mí mismo, todas las personas humanas lo hacen, y sabemos que somos limitados. Descubrimos que, por más que queramos, nuestras capacidades y facultades personales no son suficientes para llenar ese vacío que llevamos en el corazón, que necesita esa felicidad. Debe ser alguien superior a nosotros mismos, puesto que ese anhelo es infinito y nosotros, con todas nuestras limitaciones y fragilidades, sólo podemos darnos respuestas finitas. Por lo tanto, podemos afirmar con fundamento que se hace necesario alguien en quien podamos satisfacer nuestras inquietudes existenciales, alguien que llene de sentido la vida, que esté a la altura de esa búsqueda de una felicidad infinita.
Si entramos sinceramente en nosotros mismos, descubriremos esa búsqueda de sentido y felicidad que nos distingue radicalmente de cualquier otro ser de la creación. La naturaleza humana reclama esa apertura a alguien que está más allá de este mundo sensible y material. Eso que percibimos, esa necesidad de algo más, se puede entender también como una nostalgia de infinito, una sed de eternidad, una búsqueda interminable de sentido para la vida. Entonces, la pregunta natural que podemos hacernos, por lógica racional, sin necesidad de recurrir a la fe, aunque tampoco contradiciéndola o negándola, es: ¿Quién puede satisfacer esa búsqueda de una felicidad infinita, que sacie nuestro vacío interior? Si somos coherentes con el raciocinio lógico que venimos desarrollando hasta aquí, debemos decir que la única persona que es infinita, y que por lo tanto necesitamos, es realmente Dios. Si no existiese esa persona infinita, entonces nunca seríamos capaces de lograr la felicidad. Aunque para algunos eso suene difícil de aceptar, pues implica reconocer la necesidad que tenemos de Dios, no podemos o no debiéramos querer "tapar el sol con un dedo".

¿Qué tan felices queremos ser?

Pongamos un par de ejemplos que nos ayuden a comprender lo que queremos decir. Muchos quizás conocen o recordarán un juego para bebés que consiste en encajar unas piezas —un cuadrado, un triángulo, un círculo— en una tablita que tiene recortadas las mismas figuras. El pequeño tiene que colocar las piezas en los huecos respectivos: el cuadrado en el hueco cuadrado, el círculo en el agujero circular, etc. Imagínense por un momento que la tablita tuviera un espacio que fuera infinito. ¿Cómo debería ser la pieza para que encajara y llenara ese espacio infinito? La respuesta naturalmente es: infinita. Otro ejemplo: imagínense un pozo vacío de agua sin fondo, infinito. ¿Qué pasaría si le echo un vaso lleno de agua? ¿Sería capaz de llenar ese pozo? Claro que no. ¿Cuánta agua necesitaría para llenarlo? La respuesta también es clara: agua en cantidad infinita. Los dos ejemplos son difíciles de imaginar precisamente porque la idea del "infinito" es inabarcable, pero sirven para explicar que si tenemos un corazón que desea una felicidad infinita, debiéramos esforzarnos por encontrar esa realidad —también infinita— que pueda saciar ese anhelo infinito. No podemos contentarnos con lo que ofrece el mundo finito. Por más cosas buenas y necesarias que ofrezca y que en verdad necesitemos, de las cuales muchas son realmente importantes para nuestra felicidad, no tienen esa variable infinita que necesitamos. Las cosas de este mundo serán siempre limitadas, tendrán siempre un fin. ¿Donde quién encontraremos esa felicidad infinita? ¿Quién nos la puede ofrecer? Con lo dicho hasta aquí podemos concluir que necesitamos a alguien que sea persona y a la vez infinito: Dios. Él es quien puede dar el máximo sentido de plenitud y realización a nuestra vida.
Recuerdo un largo diálogo que mantuve con una persona en un viaje a São Paulo, Brasil. Era un señor de aproximadamente 45 años. Apenas despegamos en dirección a nuestro destino entablamos un diálogo muy interesante. Me parece oportuno contarles, aunque sea de modo resumido, el núcleo de nuestra conversación. Este señor me comentaba lo siguiente: «Cuando estaba terminando el colegio, pensando en ingresar a la universidad, experimentaba interiormente un deseo de darle sentido a mi vida. Por eso me esforcé por entrar a la mejor universidad. Quería, además, una esposa hermosa, llena de valores, una familia ideal, una relación matrimonial con armonía, hijos educados y dedicados. Quería una casa en un condominio exclusivo, tener carros último modelo, alcanzar un éxito de excelencia a todo nivel, en todas las dimensiones de la vida. Ahora, con más de 40 años, lo tengo todo, alcancé todo lo que quería cuando tenía 17. No solamente tengo todo eso, sino aún más y mejor de lo que esperaba. Sin embargo —y esto lo decía con cierta tristeza y frustración—, sigo experimentando que algo me falta. Aún sigo teniendo esa experiencia de que debo hacer algo para llenar de sentido mi vida».
Poco a poco empezamos a categorizar mejor esa experiencia profunda, enraizada en su corazón, que me compartía. Hablamos muchísimo, y llegamos a la conclusión de que todos esos objetivos que había alcanzado eran muy importantes: su esposa, los hijos, su casa, su trabajo, una vida llena de valores… todo eso era valiosísimo para llegar a la felicidad. Sin embargo, descubrimos también que en el fondo de su corazón lo que él necesitaba y todavía buscaba era algo que plenificara infinitamente su búsqueda interior y que le diera unidad a todo; una búsqueda de sentido y felicidad infinita, que no se hallaba en ninguna cosa de este mundo, por más buena e importante que fuese. ¡Ojo! Todo lo que él ya había alcanzado era importantísimo. Pero lo que necesitaba era aquello —o mejor dicho Aquel— sobre lo que hemos ya hablado: Dios. En otras palabras, ese anhelo de sentido, esa necesidad profunda de realización que experimentaba en su corazón desde temprana edad, podría ser satisfecha sólo en la medida en que se encontrara con Dios.
Suelo usar como ejemplo el de un vaso que debemos llenar por completo, hasta el máximo de su capacidad. Las cosas de este mundo pueden llenarlo hasta cierta medida, pero para que el vaso esté completamente lleno, e incluso pueda rebalsar, tendría que ser llenado con agua, es decir, por Dios. No se trata de oponer o separar innecesariamente las cosas. Al final no debe haber oposición entre Dios y las metas que nos trazamos en nuestro día a día, sino armonía y una correcta jerarquía. Esto es fundamental. Aceptar a Dios en la vida no significa que tendremos que dejar de vivir realidades importantes. Mejor dicho, Dios no se opone a que vivamos las cosas que son realmente auténticas y dan un verdadero sentido a la vida. Todo aquello que contradice y se opone a nuestra búsqueda de felicidad —ya lo veremos más adelante—, y por lo tanto también a Dios, tendremos que dejarlo poco a poco si queremos encaminar nuestra vida realmente hacia la felicidad. Si, en cambio, sacamos a Dios de la "ecuación" de nuestra vida, tendremos la experiencia de que algo nos falta. Esto era lo que en cierta medida le pasaba a mi compañero de viaje.

Huella divina

Recordemos rápidamente algunos de los ejemplos que hemos señalado hasta ahora para recapitular lo dicho. Por un lado, están las analogías sobre el juego para niños y el pozo infinito, que recuerdan que necesitamos a alguien infinito que pueda satisfacer nuestro interior. Por otro lado, está la experiencia de la persona con la que dialogué camino a São Paulo, con quien descubrimos que sólo el encuentro con Dios nos realiza plenamente. Estos tres ejemplos, aunque distintos, apuntan todos a un horizonte común, que es la necesidad de una realidad infinita que sea respuesta a nuestras necesidades. Además de las relaciones con los demás, y de un encuentro personal con el propio mundo interior, existe un anhelo de infinito que únicamente puede ser saciado en el encuentro con Dios. Las cosas con las cuales vivimos en esta vida, aunque sean buenas y valiosas, son pasajeras. Como acabamos de comprobar, sólo Dios puede proporcionarnos esa dimensión infinita de la realidad que tanto necesitamos. Es decir, nuestro corazón, que busca una felicidad infinita, necesita algo que este mundo no puede satisfacer de modo pleno. Dios es la única persona que puede responder a esa búsqueda de felicidad infinita.
La pregunta que quiero plantear ahora es la siguiente: ¿Por qué somos así? San Agustín, en su conocido libro Confesiones, en el que narra su búsqueda de un sentido para la vida, nos da una clave muy interesante: «¿Cómo es, Señor, que yo te busco? Porque al buscarte Dios mío, busco la vida feliz, haz que te busque para que viva mi alma, porque mi cuerpo vive de mi alma y mi alma vive de Ti». Y más adelante añade imaginando su encuentro final con Dios: «Cuando llegue a adherirme a Ti con todas las fuerzas de mi ser no tendré ya ni dolores ni trabajos; mi vida será en verdad viva, llena de Ti». Se trata de una afirmación que llama la atención por la presentación de Dios como alguien clave para el sentido de nuestra vida.
El Catecismo, al hablar de las bienaventuranzas, nos lo vuelve a explicar: «Las bienaventuranzas responden al deseo natural de felicidad. Este deseo es de origen divino: Dios lo ha puesto en el corazón del hombre a fin de atraerlo hacia Él, el único que lo puede satisfacer». Las bienaventuranzas son una enseñanza de las Sagradas Escrituras (ver Mt 5,3-12; Lc 6,20-23) que nos indican un programa de vida para alcanzar la felicidad. ¿Qué sentido tiene hablar de ellas? Pienso que por algo muy nuestro, muy humano. Las bienaventuranzas presentan caminos para practicar y descubrir el sentido de la vida, lo cual parece algo cada vez menos común hoy en día. Sobre todo para las nuevas generaciones, darle sentido a la vida se ha hecho difícil por la cantidad de ofertas que el mundo en el que vivimos nos presenta como camino hacia la felicidad, ofertas que en realidad nos alejan cada vez más de nuestro propio corazón. Con las palabras que hemos recogido el Catecismo señala muy bien cómo esa búsqueda del hombre se satisface en Dios porque ha sido creado por Él: «El deseo de Dios está inscrito en el corazón del hombre, porque el hombre ha sido creado por Dios y para Dios; y Dios no cesa de atraer al hombre hacia sí, y sólo en Dios encontrará el hombre la verdad y la dicha que no cesa de buscar». El ser humano es un ser abierto al encuentro con Dios. Por ello Dios aparece como alguien clave para alcanzar su propia felicidad. Pierre Hadot afirma: «Esta forma de vida representa la forma más elevada de la felicidad humana, pero al mismo tiempo podemos decir que esta dicha es sobrehumana: el hombre no viviría de esta manera en cuanto hombre, sino en cuanto que hay algo divino en él». Todo esto puede sonar distante, especialmente para aquellos a quienes les cuesta vivir esa relación con Dios. Sin embargo, el hecho de optar por vivir lejos de Dios, o, simplemente, no interesarse por ello, no significa que la conclusión a la que llegamos deje de ser correcta y necesaria.
Esa dicha que el hombre descubre en Dios se vive en la medida en que entra en comunión con Él. El ser humano debiera aceptar y reconocer que sólo puede realizar plenamente todas sus necesidades en su relación con Dios. Necesitamos —qué duda cabe— el encuentro con las demás personas, pero es en la comunión íntima con Dios donde encontraremos la dicha infinita. Es Él quien nos trae la plenitud de la felicidad. Las bienaventuranzas que nos propone Dios son la felicidad. Nos presentan una actitud ante la vida, por la cual vivimos una existencia llena de sentido: la pobreza de espíritu, el dolor sobrellevado con paciencia, la mansedumbre, el hambre y la sed de justicia, la misericordia, la pureza de corazón, la construcción de la paz, son todas maneras de vivir que traen y producen en nuestra vida la felicidad. Un signo claro de la felicidad que vivimos por esas bienaventuranzas es la alegría. La persona feliz irradia alegría por donde pasa. Eso no significa que no tengamos ocasiones o circunstancias tristes y difíciles en la vida, pero esa dicha y esa felicidad que nos concede Dios son una respuesta a las distintas circunstancias que podamos enfrentar.

Limitados por nuestra condición actual

Llegados a este punto creo que es necesario hacer una aclaración o precisión. Aunque tengamos en el corazón un anhelo y una búsqueda de infinito, experimentaremos también durante lo que dure nuestra vida terrena las limitaciones propias de nuestra condición humana. Esto significa que, aunque ya aquí en esta vida podamos palpar la felicidad en Dios, siempre vamos a tener la percepción de que nos falta algo más para ser totalmente felices. La experiencia de infinito que podemos tener estará limitada por la naturaleza débil y frágil de esta existencia. Eso es propio de nuestro peregrinar por la tierra, y durará hasta que Dios nos llame a su presencia.
Seremos dichosos, felices, según la esperanza de la alegría que nos espera cuando estemos definitivamente con Dios. Hay que vivir la condición presente con una apertura al futuro. Totalmente bienaventurados serán aquellos que cumplan ya aquí en la tierra lo que se realizará plenamente en el futuro.
Por lo tanto, la felicidad infinita todavía no la encontraremos en plenitud mientras no pasemos de esta vida a la eterna. Eso significa que no debemos poner todas nuestras expectativas de realización en esta existencia frágil y limitada. La plenitud, la total realización, sólo podremos vivirla después de la muerte.
Más allá de esta precisión, es importante subrayar que ya en esta vida, a pesar de sus limitaciones, podemos empezar a vivir la felicidad a la que Dios nos invita. Lo que significa que mientras más avancemos en la vida —incluso en la terrena— de la mano de Dios, más estaremos viviendo esa felicidad. Por tanto, la felicidad aquí y ahora la encontramos y vivimos en la medida en que nos esforzamos y ponemos los medios para acercarnos a Él. Así Dios nos permite vivir ya en esta existencia finita y mortal una parte de la felicidad inconmensurable que nos tiene prometida en el Cielo.

Experiencia contradictoria
En el mundo de hoy, ¿se puede afirmar que las personas quieren ser felices? Es decir, ¿los hombres y las mujeres de nuestro tiempo de verdad anhelan la felicidad? La pregunta puede parecer extraña si se tiene en cuenta lo que venimos desarrollando hasta ahora. Aun así, es una pregunta válida, pues, paradójicamente, si bien todos perciben el anhelo de ser felices, ¿cuántos realmente lo son? Si hiciéramos una encuesta y preguntáramos cuántos son realmente felices, ¿qué descubriríamos? No es que las personas no quieran ser felices, pero son muchos los que no saben bien qué hacer para serlo. Tienen una idea muy vaga de qué es la felicidad, o creen imposible poder alcanzarla. Basta una mirada a los programas de televisión, escuchar los comentarios de la gente en la calle —y quizás "escucharnos" a nosotros mismos— para descubrir que, lamentablemente, no todos son felices, o no tanto como en algún momento de la vida soñaron serlo.
Queriendo ser infinitamente felices, nos confrontamos no pocas veces con limitaciones y frustraciones, dudas e ignorancia, sufrimientos y dolores profundos que no nos dejan vivir en paz: enfermedades que pueden minar el ánimo y las ganas de vivir; dificultades en la familia, desde divorcios hasta hijos con problemas en el colegio, con las drogas, con el alcohol o sexualmente desordenados; peleas, discusiones y conflictos de pareja, que esconden situaciones graves en la relación matrimonial; contrariedades en el trabajo o la falta de él, sueldos bajos, deudas económicas, frustraciones frente a expectativas no cumplidas; desencuentros afectivos y peleas con personas queridas; "amigos" que mienten, que son chismosos, que a nuestras espaldas hablan mal de nosotros y que muchas veces nos hacen pasar por situaciones difíciles; experiencias de angustia, ansiedades, tristezas, soledad, sentimientos de sinsentido de la vida, depresiones, trastornos psicológicos, etc. En fin, son muchas y variadas las razones por las que se podría pensar, con cierto sentido, que no se puede ser realmente feliz.
En una ocasión tuve la oportunidad de conversar con un estudiante de cine y televisión. Viajábamos de Piura (Perú) a Guayaquil (Ecuador). Empezamos a hablar sobre la felicidad. Aprovechando que él había estudiado ciencias de la comunicación en Perú y ahora estaba estudiando cine y televisión en Ecuador, le pregunté qué pensaba acerca de la imagen de la "felicidad" en las películas actuales. Yo le comenté cómo —según mi parecer— Hollywood buscaba en muchas de sus películas mostrar las cosas que ofrece el mundo como respuesta a nuestra búsqueda de felicidad, es decir, todo lo relacionado con el dinero, lo sensual, el sexo, la fama, la gloria, el éxito profesional, la vida "libre" de ataduras, el cuerpo físicamente perfecto y hermoso, el poder de hacer lo que uno quiera, etc… Mi interlocutor me hizo notar entonces que, actualmente, las películas ya no suelen mostrar tanto eso. Esos "modelos" de felicidad son de años atrás. Hoy en día, más bien, en general las películas muestran las consecuencias en la vida para quienes ponían su felicidad en esas realidades. Es decir, ahora enseñan familias destruidas, personas sin sentido en sus vidas, perdidas en las drogas y el alcohol, angustiadas y depresivas. En otras palabras, lo que enseñan hoy en día son las consecuencias que esos modelos de falsa "felicidad" han dejado en las personas.
Frente a esto la pregunta que le hice fue: "¿Cuál es, entonces, la propuesta de felicidad que nos enseña hoy en día la industria cinematográfica?". Mi amigo me hizo explícito que, en su opinión, Hollywood simplemente no sabe bien qué hacer para alcanzar la felicidad. No saben o probablemente no quieren reconocer cuál es la verdadera felicidad. En el mejor de los casos presentan respuestas a primera vista interesantes, pero que finalmente se quedan en una visión parcial de lo que necesita el ser humano. Películas como Lucy —que nos da una visión del objetivo final y más importante de nuestra vida en relación a la complementariedad que existe entre nosotros y la naturaleza pero quedándose en una simple visión biológicista del hombre— o Prometeo —que abre una serie de preguntas existenciales que indudablemente son fundamentales para la vida, tales como el origen de la humanidad, el porqué existimos, el desarrollo de la humanidad, pero no desarrolla ninguna respuesta clara— son sin duda interesantes, pero al mismo tiempo dejan muchas preguntas sin aclarar. Otra producción, En búsqueda de la felicidad, se centra en la vida de una persona que tras una ardua búsqueda logra alcanzar la "felicidad" que quería. En ella, sin embargo, parecería faltar, como decíamos anteriormente, una perspectiva de infinito, que vaya más allá de las cosas que uno puede vivir y alcanzar en términos materiales. Eso se puede apreciar de igual modo en películas que tienen el famoso "final feliz", por ejemplo en El indomable Will Hunting, que muestra a un joven pasando por un proceso de reconciliación personal y que, ayudado por un psiquiatra, consigue mejorar su condición de vida y logra descubrir con más claridad sus capacidades y aprovecharlas para darle un sentido a su vida. También, en mi opinión, esta cinta se queda corta, puesto que presenta una felicidad limitada a lo terreno, que se logra a punta de un esfuerzo solamente personal, pero que carece de una referencia a la dimensión más allá de lo material. Como si la felicidad fuera algo simplemente posible con nuestras solas fuerzas, idea muy común en nuestro tiempo.
De igual modo el panorama que ofrece la televisión es desolador. Los noticieros constantemente muestran noticias de cómo el mundo está en una profunda crisis: muertes, asesinatos, terrorismo, pobreza, guerras, conflictos familiares, etc. A ellos hay que añadir los llamados reality shows, así como las novelas y series que propalan muchos valores equivocados. Es verdad que hay algunas producciones interesantes, con tramas muy bien elaboradas, y muchas de ellas muestran cosas positivas. Lo más habitual, sin embargo, es ver en la televisión una cantidad de mensajes e ideas que no ayudan a que se pueda orientar en serio la búsqueda de felicidad, y menos que den a entender que esa felicidad tiene como una variable importantísima el encuentro con Dios, como lo veníamos diciendo anteriormente. De hecho, en la gran mayoría de estas producciones no se tiene presente la temática sobrenatural, fundamental para descubrir nuestra felicidad. Muchas veces van tristemente en contra del anhelo que todos tenemos de lograr una vida llena de sentido, que colme las expectativas de una verdadera felicidad.
Aunque existan muchos problemas que dificultan descubrir y vivir la anhelada felicidad, Aristóteles propone la posibilidad real que tienen las personas de alcanzarla. También es de la misma postura Santo Tomás de Aquino. Menciono a ambos —Aristóteles y Tomás de Aquino— porque son dos grandes filósofos que defendieron claramente la capacidad que tiene el hombre de descubrir y vivir la felicidad. Del mismo parecer son muchos de los pensadores modernos que mencionábamos anteriormente.
Surge entonces naturalmente una siguiente pregunta, más personal: ¿Conocemos el sentido de nuestra vida y por lo tanto el camino hacia nuestra felicidad? ¿O nos hemos equivocado en la dirección y sentido?
Constatamos cómo nuestra cultura atraviesa un momento de crisis. Una de las manifestaciones principales de esta crisis es la peligrosa pérdida de sentido de la vida, la búsqueda de sucedáneos, volviendo al hombre incapaz de vivir la felicidad. Jóvenes y adultos caen en una profunda tristeza, vacío y, muy a menudo, desesperación. Como hace notar Fulton Sheen, no podemos adjudicar «la culpa de nuestros problemas a las instituciones, sino a la naturaleza humana; no a la forma en que el hombre administra su propiedad, sino a la forma en que el hombre se conduce a sí mismo». Estamos llamados a vivir realmente la felicidad, «la vida no puede ser una trampa ni una ilusión. Sólo lo sería si no hubiera un infinito que satisfaga nuestros anhelos más profundos. Todos quieren un amor que no muera nunca. Ese amor está más allá de lo humano». La pregunta entonces, es para nosotros: ¿Estamos en el camino correcto para alcanzar todo esto?

¿Qué es realmente la felicidad?
La felicidad es, en primer lugar, lo que más buscamos en la vida. En un sentido todo lo que hacemos, desde cómo nos vestimos hasta las decisiones más importantes de la existencia —como, por ejemplo, si nos esforzamos por tener una familia auténtica donde se viva el verdadero amor— se fundamenta en la manera como entendemos la felicidad. Sea lo que hagamos, qué compremos, qué consigamos, etc., lo hacemos en vistas a la felicidad. Santo Tomás explica que la felicidad nunca la elegimos por otra cosa que no sea ella misma. De esto concluimos que la felicidad es el más perfecto y último fin para el hombre. Ella es el objetivo final de todo lo que hacemos, y es lo que más buscamos. No queremos ser felices para alcanzar algo más. Por el contrario, todo lo que hacemos es en vistas a la felicidad. «Este fin último del hombre —destaca Tomás de Aquino— se llama bien humano y es la felicidad».
Aristóteles —mucho antes del cristianismo— sostenía que la felicidad se da cuando el hombre logra vivir de acuerdo a lo más importante que tiene: su dimensión racional. ¿Qué significa eso? Que cuanto más nos esforzamos por regir nuestra vida por nuestra recta razón, más felices somos. Para Aristóteles eso no significa que descartemos nuestros sentimientos y aquellas cosas que nos gusta hacer, pero a sabiendas de que lo que nos tiene que orientar son las ideas adecuadas para cada circunstancia de la vida, como la carrera que quiero estudiar, la familia que tengo que sostener, etc… Esto quiere decir que si un joven quiere aprobar sus cursos, entiende que tiene que estudiar; si un padre quiere lo mejor para su familia, entiende que tiene que trabajar bien, que tiene que sacrificarse por ellos; si un deportista quiere ser el mejor, entiende que tiene que buscar un buen entrenador y cumplir todo lo que le dice. Para todo eso usamos nuestra razón.
El cristianismo no se contrapone a la postura aristotélica, sino que recoge y eleva lo dicho por Aristóteles. Nos enseña que el hombre no es sólo razón, sino un ser mucho más complejo. Lo más importante para él es su dimensión espiritual, lo que no significa que sólo importe lo espiritual. Más bien, la perspectiva espiritual integra e ilumina sus otras dimensiones, como la psicológica o la biológica. Puede y debe haber complementariedad. En relación con la razón, es importante tener claro que lo espiritual está por encima de lo racional y tiene que orientar a la razón, pero no como algo que la sofoca, sino al revés, dándole un nuevo horizonte, una nueva perspectiva. En fin, la razón y el espíritu se complementan (uno ayuda al otro), pero debe quedar muy clara la jerarquía.
El ser humano, entonces, no es sólo un "animal racional". Lo que nos diferencia del resto de la creación no es solamente nuestra capacidad racional, sino algo mucho más importante: nuestra dimensión espiritual. Ser feliz significa vivir en coherencia con esa dimensión esencial de nuestra persona, que precisamente nos permite tener una relación personal con Dios. Lo volvemos a formular: lo espiritual no niega las demás dimensiones, sino que las integra y las orienta para que todo el ser humano pueda tener una relación profunda y real con aquel que satisface las necesidades más profundas del hombre. Esto significa que cuando queremos entender quién es el hombre, y por tanto quiénes somos nosotros, no podemos olvidar esa dimensión espiritual. Si no nos conocemos, no podemos avanzar hacia la felicidad. Si, en cambio, nos conocemos, si sabemos cuál es nuestra identidad, sabemos también qué es lo que necesitamos.
Ahora bien, usemos la imaginación y hagámonos por un momento una pregunta que puede sonar un tanto absurda, pero que nos ayudará a entender algo muy importante. Pensemos en una pistola. ¿Para qué sirve, para qué fue inventada? Su fin es disparar, y en algunos casos matar, si fuera necesario. ¿Qué "sentiría" la pistola si fuese utilizada como un martillo para poner clavos en la pared? Obviamente no estaría feliz, pues no fue hecha para clavar, sino para disparar. Pongamos otro ejemplo: un vaso. ¿Para qué está hecho? Para tomar agua. ¿Cómo se "sentiría" si lo usásemos para apoyar papeles? Nunca podría sentirse feliz, puesto que no fue creado para ello. Aunque se diga que son posibilidades de utilidad para esos objetos, e incluso lo pueden hacer muy bien, no han sido pensados y creados con ese fin. Su identidad tiene que realizarse de acuerdo a lo que ellos son.
Estos dos sencillos ejemplos nos ayudan a entender lo siguiente: para ser feliz se debe vivir según la propia identidad. ¿Y cuál es la identidad del ser humano? Una respuesta a esta pregunta que de modo muy claro puede iluminar nuestra inquietud la encontramos en nuestros orígenes: descubrimos que fuimos creados no solamente por Dios, sino a su misma imagen y semejanza. Por tanto, para ser felices, tenemos que vivir de acuerdo a esa dignidad, en relación personal con Él.
¿Cómo podemos entender, explicar y vivir cada vez más coherentemente con nuestra identidad? Esas respuestas las tiene Dios, en la medida en que aceptemos el presupuesto de nuestro origen divino. En consecuencia, para responder bien a la pregunta "¿quién soy?" busquemos encontrarnos con Dios, pues Él es quien mejor nos conoce. Él nos creó. Él sabe cómo debemos vivir de acuerdo a nuestra identidad para ser realmente felices. En los ejemplos de la pistola y del vaso de agua que poníamos, quienes nos enseñan para qué sirven son los que los inventaron.
Por lo tanto, es muy importante estar abiertos a la dimensión espiritual en nuestras vidas. No es la suerte o algo casual lo que nos lleva a vivir la felicidad. No es un efecto del azar, sino el resultado de nuestra apertura virtuosa a la acción de Dios. Dios no es alguien lejano a quien no le importa qué hacemos o dejamos de hacer con nosotros, sino que nos transforma y nos da las fuerzas que necesitamos para emprender la aventura del camino exigente de la felicidad. Esa obra de Dios en nuestras vidas se da por medio de su gracia, que es como una fuerza que Dios nos regala. No podremos ser felices, aunque nos esforcemos al máximo de nuestras capacidades, si es que nos cerramos a Dios y a la gracia con la que Él nos quiere ayudar. Esa fuerza de Dios es indispensable para alcanzar la felicidad. Eso significa que no basta saber que estar con Dios es importantísimo para nuestra felicidad. No, no basta. Es necesaria una acción real de Dios en nuestras vidas. Esa gracia de Dios es lo que, finalmente, nos ayudará a conocernos y a vivir de acuerdo a nuestra auténtica identidad. Por lo tanto, debemos permitir que la gracia nos transforme.
Esa prioridad de la gracia que Dios nos regala no niega la necesidad de actos virtuosos, de esfuerzos personales que nos ayuden a alcanzar la felicidad. Más bien, cuanto más nos abramos a esa gracia, más esfuerzos haremos para luchar por nuestra felicidad. Así pues, por un lado está la gracia de Dios, y por otro nuestras fuerzas personales. Las dos tienen que ir de la mano si queremos ser realmente felices.


a. Algunas características de la felicidad

El cuidado del alma fue una preocupación muy marcada en algunos pensadores griegos, como por ejemplo Sócrates y Aristóteles. El cristianismo continúa esa tradición y va más allá de una visión que se quedaba en un voluntarismo e individualismo (como si yo, sólo por el ejercicio de mi voluntad y sin la relación con otras personas, fuese capaz de ser feliz). Más bien, propone que una característica de la felicidad es la comunión, que desde la relación con los demás encuentra la plenitud en la comunión con Dios. Los medios tradicionales para acercarse a Dios y estar abiertos a la gracia —como son los sacramentos, la oración o la vivencia de la caridad—, disponen nuestro corazón para que recibamos de Dios la tan anhelada felicidad. Ser "persona" implica esa apertura al encuentro. Cuanto más realizamos esa dimensión de encuentro, más felices podemos ser. Hablamos de una cuádruple relación: con Dios, con nosotros mismos, con los demás y con la naturaleza. Eso invita a superar cualquier forma de egoísmo e individualismo.
Ese llamado a la relación personal es una clara invitación a vivir el amor. La persona que se esfuerza cada vez más por vivir el amor realiza aquello para lo cual fue creada. «Dios es amor» (1Jn 4,8). Por lo tanto, buscar en Dios nuestra felicidad es un encuentro con el Amor. Nos toca a nosotros ser coherentes con ese amor: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón (…). Éste es el primero y más grande mandamiento. Y el segundo es semejante: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos depende toda la ley y los profetas» (Mt 22,36-40). Es lo propio del hombre: vivir el amor. Creados por Dios, a su «imagen y semejanza» (Gén 1,26-27), estamos hechos para el amor. No hay otro camino mejor que éste. Además, el amor a Dios tiene que reflejarse en el amor al prójimo: «Si alguno dice: Yo amo a Dios, y aborrece a su hermano, es un mentiroso; porque el que no ama a su hermano, a quien ha visto, no puede amar a Dios a quien no ha visto» (1Jn 4,20).
Otra característica de la felicidad es la universalidad, es decir, está al alcance de todos. Todos los seres humanos tienen la capacidad y el derecho de ser felices. Todos nosotros participamos de una misma naturaleza: somos seres humanos. Como tales descubrimos en Dios, para todos, de la misma manera, la respuesta plena a nuestra felicidad. Todos compartimos ese anhelo de felicidad. La naturaleza humana es "algo" que todos compartimos. Ese "algo" es común a todos y, por lo tanto, todos necesitamos lo mismo. Dios es quien universalmente hace que todos los seres humanos sean felices. Teniendo esto claro, debemos igual hacer una precisión importante: el camino por el que cada uno alcanza a Dios en su vida difiere de persona a persona. Decir que son distintos los caminos para alcanzar la felicidad no significa, sin embargo, que no haya una felicidad universal, pues esa felicidad universal está en Dios y, por tanto, al alcance de todos, incluso cuando los caminos a Él puedan ser muy diversos.
La permanencia en el tiempo es otra característica de la verdadera felicidad. La felicidad que descubrimos plenamente en Dios es algo constante, que no cambia, que no se deteriora. Esto es así puesto que Dios no cambia, Dios permanece siendo siempre el mismo. Por lo tanto, si tenemos a Dios realmente presente en nuestra vida, la felicidad no nos abandona, sin importar la circunstancia, positiva o negativa, que estemos atravesando. Las situaciones que podemos vivir son muy diversas, que implican muy distintas realidades; es más, podemos decir que nuestra vida nunca permanece siendo la misma. Sin embargo, la felicidad que encontramos en Dios no cambia, pues Él nunca cambia. Así, una vez que nos encontramos con Dios, una vez que descubrimos a Dios en nuestra vida, esa felicidad permanecerá para siempre. Esto seguirá siendo así en la medida en que estemos junto a Dios. Él es garantía de la permanencia. Si nos alejamos de Dios, en cambio, entonces vamos perdiendo la felicidad poco a poco. Sin Dios no podemos alcanzar una felicidad que permanezca. Todo lo que tenemos en esta vida pasa, cambia, muere… Dios es el único que permanece más allá de las cosas que terminan y son limitadas de este mundo en que vivimos.
La experiencia de paz que uno vive cuando es feliz también es una característica importante para los que están cerca a Dios. Dificultades y situaciones adversas vamos a tener siempre. Sin embargo, la felicidad en Dios lleva a que nuestro corazón viva en paz en medio de las tribulaciones. Permitimos que su paz sea nuestra paz. Esa paz, como una vida feliz, tiene que manifestarse en la alegría. Si no transmitimos alegría es porque todavía no tenemos esa paz en nuestro corazón. Esto se ve claro, por ejemplo, en la diferencia de experiencias que tienen las personas frente a la muerte de alguien cercano. El que tiene a Dios en su vida puede afrontar la muerte con más paz. Eso no significa que deje de ser una experiencia dolorosa, pero con Dios es mucho más llevadera.
Esto me recuerda un diálogo con un joven que me decía que siempre antes de dormir se ponía a pensar qué estaba haciendo con su vida, y no era capaz de sentirse en paz consigo mismo. Es decir, su experiencia personal era de una constante intranquilidad. Me compartía cuánto anhelaba experimentar paz. Conversando con él constatamos juntos lo lejos que se encontraba de Dios. Las razones por las que no descubría paz en su vida eran muy diversas. Sin embargo, la raíz principal era, sin duda alguna, su lejanía de Dios. Después de muchos diálogos, y ayudándolo a que se acercara más a Dios, poco a poco fue encontrando esa paz, poco a poco descubrió que si quería estar en paz consigo mismo, necesitaba tener a Dios presente en su vida.
Otra característica muy importante de la felicidad es que es inalienable: nadie, ni tampoco nada puede quitármela. Una vez que la tengo en mi corazón, mientras siga con Dios, entonces ahí se queda. En otras palabras, solamente yo mismo puedo abandonarla y dejar de ser feliz. Las otras personas y circunstancias no pueden suprimir algo espiritual del corazón. La felicidad abarca muchas dimensiones de la vida, sin embargo, es algo principalmente espiritual. Por ello, nada tiene el poder de borrar algo espiritual que anida en mi corazón. Es comprensible que ciertas situaciones límite —como algunas enfermedades, la muerte de alguien cercano, alguna tragedia familiar, dificultades y reveses que nunca faltan— puedan hacernos la vida más difícil. No está demás señalar, por cierto, que en esas situaciones es más arduo ser felices. Pero si tenemos nuestro corazón puesto en Dios, entonces nunca vamos a separarnos de la felicidad. Dejar nuestra vida en las manos de Dios es una elección libre y voluntaria. Nadie nos obliga. De la misma manera, quitarlo del corazón, o alejarnos de Él, es algo a lo que nadie ni nada nos puede obligar. Un testimonio clarísimo de esto son los mártires, que por no negar a Dios, por no renegar de su fe, estuvieron dispuestos a morir por Él. Hablamos incluso de mártires de nuestros días, que en Oriente Medio y en otros lugares son torturados, violados, decapitados o asesinados por no renunciar a su fe. Saben que en Dios está la respuesta a sus vidas, y eso los lleva hasta la muerte. En eso vemos claramente a personas que no quieren dejarse arrancar la felicidad de sus vidas.
Otra consideración que quisiera recordar es el hecho de que la felicidad nos hace vivir una experiencia de infinito. Esto ya lo hemos mencionado anteriormente, pero vale la pena explicitarlo como una consecuencia vital en aquellos que logran alcanzar en sus vidas la tan anhelada felicidad. Nuestro corazón anhela una realidad que sea infinita. Esto sólo lo podemos experimentar en nuestro encuentro con Dios. En la medida en que más cerca a Dios estemos, más sentiremos en nuestra vida la cercanía de lo infinito. No es algo material que se puede tocar, ver o sentir; se trata de una experiencia vital que está más allá del mundo físico. Todo lo que vemos con nuestros ojos en este mundo se termina, es finito, pero Dios es alguien eterno. Va más allá de lo finito y frágil de esta existencia terrenal.

Aproximaciones y pensamientos distorsionados

Dicho lo anterior, queda claro que sólo en la medida en que nos abramos a la gracia de Dios y su ayuda podremos hacer lo necesario para hacer realidad una vida llena de sentido.
Sin embargo, en este camino exigente pero hermoso de la conquista de nuestra felicidad muchas veces nos topamos con nuestras limitaciones y debilidades. Nuestra fragilidad y nuestras contingencias nos hacen pensar que no tenemos las fuerzas necesarias para ser felices en medio de las dificultades, ya sean personales o del ambiente en el que vivimos.
Quisiera exponer ahora algunos pensamientos distorsionados que con frecuencia tenemos y que nos impiden ser felices. Señalaré también diversas experiencias personales que pueden dificultar nuestra capacidad de ser felices, y finalmente describiré algunas de las mentiras que el mundo nos presenta disfrazándolas bajo la apariencia de felicidad.

i. Pensamientos distorsionados

Muchas personas confunden la felicidad con un sentimiento. Sentirse bien no es igual a ser feliz, así como sentirse mal no significa no serlo. Pensemos, por ejemplo, en una mujer cuando está a punto de dar a luz: se siente muy mal, tiene un dolor muy intenso, pero sin duda está viviendo uno de los momentos más felices de su vida. Por el contrario, alguien que se droga puede sentirse muy bien, pero sabemos que ése no es el camino que lo llevará a ser feliz.
Profundizando un poco más, a veces creemos que en medio del sufrimiento —que viene acompañado de un sentimiento negativo— es imposible la felicidad. Nadie tiene una vida carente de sufrimientos, pero eso no significa que no podamos ser felices. Es natural que busquemos y anhelemos una vida sin desconsuelos, una vida agradable, en la que nos sintamos bien. Pero eso no existe. Por lo tanto, si asumiéramos que la felicidad es una vida sin situaciones dolorosas, entonces nadie podría ser feliz.
Sin embargo, sí es posible ser feliz en medio del dolor. El punto crucial es cómo lo asumimos. Si nos quedamos en un plano meramente humano, difícilmente seremos capaces de asumirlo, a menos que cultivemos una absoluta indiferencia frente a todo, a costa de un aspecto esencial de nuestra humanidad. Lo primero que debemos decir es que el sufrimiento hace parte de nuestra naturaleza. Para encontrarle un sentido, sin embargo, debemos trascender lo meramente humano y abrirnos a la dimensión espiritual. Por lo tanto, no podremos comprenderlo sin una referencia a Dios. Estar con Dios, y la visión espiritual que nos brinda, nos hace capaces de aprender a vivir con el dolor. Muchas veces la cruz se nos hace demasiado pesada y pareciera que no la podemos cargar. Es obvio que nadie quiere sufrir. Tampoco Dios quiere que suframos. Pero la vida es así. Nadie está libre de sufrir y experimentar el dolor. Ante esta realidad Dios nos presenta a su Hijo, Jesús, quien conoce profundamente y mejor que nadie nuestra debilidad. Es Él quien nos dice: «Venid a mí todos los que estáis fatigados y agobiados, y yo os aliviaré. Tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas. Porque mi yugo es suave y mi carga ligera» (Mt 11,28-30).
Sin Dios el hombre no tiene las fuerzas para vivir el sufrimiento. Humanamente hablando, el sufrimiento realmente no tiene sentido. Es motivo para renegar, huir del dolor de mil y un maneras o cerrar los ojos y no querer enfrentar las cruces pesadas que a todos nos toca cargar. Debemos tener claro que todos nosotros tenemos que cargar cruces en la vida. Dios nos concede la gracia necesaria para hacernos capaces de asumir el sufrimiento que esas cruces nos ocasionan. Es paradójico, pero en la medida en que aprendo a sufrir con la ayuda de Jesús, me acerco cada vez más a Dios y por eso puedo vivir la felicidad incluso en medio del sufrimiento. Ciertamente la consolación plena que Dios nos ofrece sólo la viviremos en la otra vida, después de la muerte, pero ya aquí los que lloran pueden ser consolados por el amor de Dios.
Confundimos también la felicidad con una experiencia de falsa paz o tranquilidad. Es decir, pensamos que la felicidad es una situación ideal, en la que no existen problemas. Sin embargo, lo sabemos muy bien, no existe una vida ausente de dificultades. La vida, así como tiene muchas alegrías y experiencias hermosas, también está llena de situaciones complicadas y dificultades. Esto no nos condena a ser unos infelices, pues la felicidad va más allá de esa "tranquilidad" en la vida. Es más, si aprendemos a poner nuestra felicidad en Dios, es Él quien nos da lo necesario para afrontar esas circunstancias negativas de la vida. Dios nos da las herramientas necesarias. Seamos honestos: ¿Quién es capaz de asumir y vivir el sufrimiento sin la ayuda de los demás, y de Dios mismo? Cuántas veces las personas que pasan por aprietos rezan casi automáticamente: "¡Que Dios me ayude!".
Buscar la tranquilidad, la comodidad, la paz o una vida sin problemas no está mal. Ojalá todos pudiéramos vivir así. Nadie quiere sufrir. Sin embargo, basta el sentido común para saber que una vida así no existe. ¿Quién no ha vivido o experimentado una enfermedad o la muerte de algún familiar o amigo cercano, una situación dolorosa, contradicciones, problemas en el trabajo, sufrimientos causados por desarreglos morales...? Lo cierto es que el dolor y el sufrimiento forman parte de la vida. Hay que aceptarlo. Negar esa realidad es mentirse a uno mismo. Es comprensible que nadie quiera vivir eso, pues no hemos nacido para sufrir, pero la verdad es que no existe una vida ajena a la contingencia, es decir, ajena a la experiencia de fragilidad, debilidad y limitación. Queremos vivir una felicidad sin fin que responda a nuestros anhelos profundos de infinito, pero nos chocamos una y otra vez contra la cruda realidad personal, que parece ser un cristal delicado que se rompe con un pequeño golpe de la vida. Si por culpa de los sufrimientos no pudiéramos ser felices, entonces mejor no hubiésemos nacido, pues es imposible negar el dolor en nuestra vida. Dios sería un burlón, que nos crea para ser infelices.
Otra apreciación equivocada es que para ser felices tenemos que ser "perfectos". Cuántas veces pensamos, erradamente, que sólo en la medida en que no tengamos defectos seremos felices.
Todos tenemos cosas positivas y negativas. No podemos mirar sólo nuestras virtudes, negando nuestros defectos. No podemos quedarnos en una visión parcializada de nuestra realidad personal. La aproximación correcta es más bien una mirada humilde, es decir, andar en verdad: ver lo bueno y lo malo de uno mismo y de la realidad que nos ha tocado vivir.
Una actitud que muestra la madurez de una persona es la mirada integral que tiene de sí misma, de su vida y de su entorno personal. Esa mirada pone en su justa medida lo bueno y lo malo. Querer ser alguien perfecto, sin problemas, nos puede llevar a una angustia permanente, pues esa perfección es imposible de alcanzar. No se trata de mirarse a uno mismo ufanándose de las cosas más o menos buenas que se tenga. Así como tampoco, por otro lado, voy a ser una persona infeliz dado que tengo muchos problemas. Lo que trato de decir es que nuestros problemas personales y las situaciones más o menos complicadas que vivimos son parte de nuestra vida, y que incluso con esas limitaciones podemos ser felices. Pero, como señalaba anteriormente, eso sólo es posible si enfrento los males que padezco de la mano de Dios.

ii. Experiencias personales que dificultan vivir la felicidad

Un ejemplo clarísimo y muy actual para todos nosotros es el de San Juan Pablo II. No renunció a cargar la cruz del sufrimiento y hasta el último suspiro de su existencia terrena fue fiel a su ministerio. Aparentemente su situación pareciera ser motivo de un profundo sinsentido. ¿Cómo es posible que Dios permita que alguien, que entregó toda su vida a la misión evangelizadora, a tiempo y a destiempo, termine así sus días? No obstante, son increíbles sus últimas palabras antes de morir: «Soy feliz, séanlo también vosotros». Hay muchísimos otros testimonios de santos que en medio del sufrimiento fueron profundamente felices. San Damián De Veuster, por ejemplo, conocido como el "Apóstol de los Leprosos", en un momento de su vida decidió dedicarse a cuidar a quienes padecían esa enfermedad y se marchó a vivir a una isla llena de enfermos de lepra. Terminó muriendo afectado por ese terrible mal, pero feliz de estar cumpliendo lo que Dios le había encomendado. Otro caso es el del padre Maximiliano Kolbe, que estaba confinado en un campo de concentración nazi. Sus celadores tenían la costumbre de elegir a algunos encarcelados para hacerles sufrir situaciones extremas, hasta el punto de morir. En una de esas elecciones, el santo decide intercambiarse por uno de los seleccionados, sabiendo muy bien el sacrificio que eso significaría. Lo hace confiando en que Dios no lo abandonaría, y de esa manera podría alcanzar la santidad, lo cual es otra manera de llamar a la felicidad. También tenemos el ejemplo de una niña de unos 12 años llamada María Goretti, quien, por no permitir ser violada, se dispone a la muerte.
¿Qué es lo que mueve a que estas personas, estos santos, decidan aceptar el sufrimiento e incluso la muerte de una manera libre y voluntaria? Sólo Dios sabe qué pasaría en esos momentos finales por su conciencia. Sin embargo, podemos apreciar claramente que todos ellos descubren que su gozo está en Dios, y que seguirlo a Él está muy por encima de cualquier realidad que implique algún tipo de sufrimiento o sacrificio.
Para comprender mejor lo que vengo diciendo, me parece oportuno hacer mención al caso de una familia que me tocó acompañar de cerca, en el cual compartí muy íntimamente su sufrimiento, que, paradójicamente, contrastaba con una profunda experiencia de la felicidad. Era una situación extremadamente complicada debido a una enfermedad psiquiátrica que sufría la hija. Téngase en cuenta que, si bien relataré una dolencia psíquica, estas consideraciones se pueden aplicar a cualquier tipo de enfermedad.
La hija había aprendido a aceptar el trastorno que padecía, e incluso estaba abierta al tratamiento que requería la gravedad de su mal. Sin embargo, aparentemente, según entiendo, algunas veces en la primera etapa de su tratamiento no guardó la disciplina personal necesaria, factor fundamental para poder salir adelante en enfermedades como ésta. Tomar la medicación y manejar un estilo de vida que esté de acuerdo a su situación personal se les hace algunas veces difícil a personas con ese tipo de enfermedades. Ello ocasionó algunas veces cambios anímicos, desbalances emocionales y desarreglos serios en la conducta, lo que fue motivo de muchísimo sufrimiento para sus padres. Deseando de corazón acompañar a toda la familia en ese proceso tan delicado, una de las cosas que más me esforcé fue en ser un canal por el que ellos pudieran estar abiertos a Dios y a su gracia, que descubrieran en Él un apoyo y un sustento incondicional. Fue realmente ejemplar la manera como aprendieron a sobrellevar esa situación tan complicada. Sería literalmente imposible, me decían ellos, vivir esa circunstancia si no hubiesen tenido presente a Dios en sus vidas. Eso no significaba que ya no tuviesen la experiencia del sufrimiento. Sin embargo, ese dolor, llevado de la mano de Dios, cobró un renovado sentido y les permitió vivir con esperanza y confianza en la acción divina. Es más, toda esa experiencia extremamente difícil fue motivo para que descubrieran cómo solamente Dios podía darle sentido a tanto sufrimiento. Aprendieron por medio de la experiencia de la cruz a abrir sus corazones más a Dios, y en medio del profundo dolor descubrieron la infinita felicidad que Dios tenía reservada para ellos.
He sido testigo de cómo los padres aprendieron de la mano de Dios a vivir con alegría y felicidad la difícil realidad que les había tocado. El punto es: ¿En quién ponemos nuestra esperanza? ¿En quién buscamos las respuestas para nuestras vidas? ¿Quién es capaz de darle un sentido real a nuestra existencia? Nadie, obviamente, quiere problemas. Pero son parte de la vida. Cuanto más cerca de Dios estemos, más capaces seremos de ser felices y de sobrellevar los problemas que tenemos. Si nos quedamos en un plano simplemente "horizontal", humano, situaciones extremas, como por ejemplo la de esa familia, serían un obstáculo infranqueable para la felicidad.
Debido a tantos problemas como los que hemos descrito y otros que todos tenemos en la vida, muchos terminan pensando que la felicidad es una utopía. ¿Quién está libre de defectos o de problemas personales? ¿Quién no atraviesa por situaciones complicadas? Todos experimentamos realidades negativas en la vida, sean limitaciones físicas, problemas morales o dificultades de diversa índole. Pero no consintamos la idea de que la felicidad es una utopía, imposible en esta vida. Más allá de cualquier problema, la felicidad es una realidad que todos podemos vivir.

iii. Mentiras que nos presenta el mundo

El mundo de hoy ofrece muchas veces mentiras que se asumen como verdades sin mucha conciencia crítica. De caer en ellas no está libre ni la gente sencilla de la calle ni tampoco las personas más formadas. Poco a poco, al asumir como verdad las ideas que se proponen con fuerza a través de los medios de comunicación o el "ambiente", nos vamos distanciando del verdadero sentido que tiene la felicidad. ¿Qué nos propone la cultura actual, con toda su carga de anti-valores? Que el "tener", el "poseer-placer" y el "poder" nos traen la felicidad. En la teología cristiana éstos son conocidos como la "triple concupiscencia". Son falsos ideales que sólo llevan al hombre por caminos equivocados, alejándolo de la verdadera felicidad.
Esa triple concupiscencia no hace más que desorientar la razón humana, confundiendo la inteligencia y poniendo los anhelos más profundos de felicidad en ilusiones baratas. Todo esto está motivado por los mensajes que se transmiten hoy a través de la televisión, las películas, revistas, periódicos, etc... Recuerdo, cuando era niño, una propaganda de una determinada margarina. Aparecía una familia, los papás y los hijos todos juntos, felices comiendo sus tostadas, antes de salir al trabajo y al colegio. Se nos daba a entender que comer esa margarina era el motivo de su felicidad. Es grande la lista de propagandas que venden sus productos como la llave para ser felices. Y así, poco a poco, vamos creyendo que ciertos productos realmente nos traen la felicidad.
Muchas personas consideran —quizás sin mucha conciencia— que la felicidad consiste en el hedonismo, es decir, en la búsqueda del placer y la supresión del dolor y de las angustias como objetivo o razón de ser de la vida. Una vida así, sin embargo, en el fondo esclaviza a las personas. Los animales son los que se mueven y guían por el placer. No se rigen por la razón, sino por sus impulsos instintivos. A veces pareciera que muchas personas viven así, poniendo equivocadamente su felicidad en las drogas, la comida, el alcohol, el sexo y todo aquello que proporcione placer de cualquier manera. Muchas veces la búsqueda de confort excesivo o de una vida demasiado acomodada también son una manifestación de ese placer desordenado. No está mal que queramos sentirnos bien. El placer es algo bueno, creado por Dios. El problema es cuando absolutizamos esa búsqueda de placer y la ponemos por encima de otras realidades que son más importantes, llegando incluso a ocupar el lugar que le corresponde a Dios. Así terminamos ordenando nuestra vida de acuerdo al placer, y no según la verdadera felicidad que nos proporciona Dios.
También están aquellos que buscan a toda costa enriquecerse. Son los que ponen su felicidad en las riquezas, en una búsqueda desordenada de tener. La riqueza, la posesión de bienes materiales, se convierte en el objetivo que se busca para la vida. Sin embargo, el dinero, los automóviles o los bienes de todo tipo no son más que herramientas útiles para alcanzar otros objetivos más importantes en la vida. Esta manera de vivir se encuentra ampliamente difundida en la sociedad actual. El materialismo y el consumismo, profundamente enraizados en nuestra cultura, hacen que las personas vivan para el dinero y busquen a toda costa acumular riquezas, creyendo que así serán felices. Vivimos en una sociedad extremadamente consumista. Para nadie es novedad, además, que el marketing nos empuja a sentir una necesidad excesiva de comprar, de tener lo último en materia de tecnología, de estar siempre a la moda, etc.
Bajo el yugo del poder, por otro lado, están aquellas personas que depositan su felicidad en el hecho de tener la capacidad de ejercer dominio o fuerza según su antojo. Eso implica tener los medios necesarios para llevar a la práctica su deseo desordenado por ejercer influjo o dominación sobre los demás, o sobre distintas circunstancias. Esta concupiscencia suele implicar algunas condiciones previas —reales o imaginarias—: poseer algo de dinero, tener un puesto de trabajo relevante, venir de una familia tradicional, tener títulos y carreras profesionales que sean valiosos a los ojos del mundo, etc… El problema aquí es poner la felicidad en el reconocimiento que pueden brindar esas cosas. Si yo creo que voy a ser feliz ejerciendo ese tipo de poder, entonces voy progresivamente quitando a Dios de mi vida. Ya no "necesito" de Dios, sino que yo mismo soy el dueño de mi vida, y hago lo que me parece que me traerá más poder según el mundo. Las personas así son autosuficientes. Como tienen todo "bajo control", no necesitan la ayuda de Dios y, menos aún, la de los demás. Más bien, se ven mejores o superiores que sus hermanos. Consideran que deben ser siempre el punto de referencia, que todos deben hacer lo que a ellos les parezca. Se creen dueños de la verdad, teniendo siempre la última palabra. Son más inteligentes, más sabios, más experimentados… que los demás. Todos éstos son rasgos de la persona soberbia. Se puede llegar al punto de despreciar al otro, mirándolo despectivamente, como alguien que no merece nuestra atención. En la práctica cotidiana se vive como si Dios no existiera. No se le toma en cuenta para las decisiones que debemos realizar día a día. Los problemas que se tienen son "fácilmente" solucionables por uno mismo.
Si se pone la felicidad en cualquiera de esos engaños, sobreviene entonces una frustración profunda, ya que en el fondo las necesidades del hombre no son saciadas por esos sucedáneos que son el placer, el tener o el poder. El hambre interior de encontrar la felicidad persiste, se añade la insatisfacción y viene la angustia por no encontrar respuestas a la medida de las aspiraciones honestas y sinceras.
Es importante descubrir cómo todos estos sucedáneos no responden absolutamente al deseo correcto que tenemos de felicidad. Son más bien maneras de vivir que nos alejan de la felicidad. Cuanto más uno se deja engañar por cualquiera de ellas, más cae en la mentira y la ilusión. Para salir de esta situación se necesita una actitud humilde, que ayude a reconocer los propios errores y dejarse iluminar por la luz de la verdad, cuya fuente es Dios mismo, que se acerca a nosotros en la persona de Cristo, derramando su gracia que nos da las fuerzas para caminar.

¿Cómo encontrar el camino a la felicidad ante tantos problemas?

Todo lo dicho hasta aquí podría hacernos pensar que es muy complicado superar las distintas dificultades que se nos presentan y que, por lo tanto, la felicidad es una meta imposible de alcanzar. Si bien es cierto, y aunque nos cueste, es necesario tomar conciencia de la gravedad de nuestros problemas —el primer paso para vencerlos siempre es su aceptación— ello, sin embargo, no tiene por qué ser motivo de desesperanza o infelicidad.
Normalmente, además, tenemos amigos que pueden ser nuestro consuelo y "paño de lágrimas", quienes nos pueden dar consejos o simplemente escuchar y participar de nuestro dolor, haciendo la cruz un poco más llevadera. No nos olvidemos que también Dios se compadece de nosotros. ¿Quién mejor que Él puede conocer nuestros sufrimientos y contrariedades? Por medio de su Hijo Jesucristo participa y se compadece profundamente de nuestra experiencia de dolor. En la Cruz asume hasta las últimas consecuencias nuestro sufrimiento. Por eso el dolor no tiene la última palabra. Él nos enseña que después del dolor, incluso de la muerte, vienen la alegría y la gloria de la Resurrección.
Cada uno es libre de acogerse o no a ese camino que Dios nos señala. La verdad es que hay solamente dos rumbos posibles: optar por Dios y la felicidad, o por las falsas propuestas del mundo, que ya describimos anteriormente. Entender esto no es fácil, pero suena sensato. El siguiente paso suele ser el más difícil: adherir el corazón de manera libre a ese camino propuesto por Dios, lo que exige una fuerza de voluntad decidida para vivir esa pedagogía divina sumándonos a la Cruz, para morir a todo tipo de dolor y poder luego vivir la alegría que va mucho más allá de cualquier sufrimiento.
«El que no tome su cruz y me siga, no es digno de mí (…), y el que pierda su vida por mí, la encontrará» (Mt 10,39). «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame. Porque quien quiera salvar su vida, la perderá, pero quien pierda su vida por mí, la encontrará» (Mt 16,24-25; ver también Mc 8,34-35; Lc 9,23-24; 14,27). Todo esto con la certeza de que si morimos con Él, también viviremos con Él. «Y, si hijos, también herederos de Dios y coherederos de Cristo, ya que sufrimos con Él, para ser también con Él glorificados» (Rom 8,17). No se trata —es importante destacarlo— de querer sufrir. Obviamente nadie quiere sufrir. Pero lamentablemente la vida implica una dimensión de sufrimiento. De lo que se trata es de descubrir cómo dotar de sentido todas esas experiencias dolorosas.
Esta propuesta cristiana, aunque sea un camino seguro para aprender a vivir y sobrellevar nuestro sufrimiento, no es lo que vive la mayoría de personas. Por eso muchos terminan pensando que la felicidad es solamente una utopía. El deseo de felicidad nos motiva a vivir, pero los continuos fracasos y frustraciones con los que nos topamos parecieran corroborar la idea de que la felicidad es simplemente una utopía. Uno quisiera ser infinitamente feliz, pero no descubre la "fórmula mágica" para lograrlo. Y es que en realidad no existe esa "fórmula mágica". Ser feliz, en medio de este mundo, de nuestras dificultades y miserias personales, es algo realmente difícil y complicado. Pero no imposible. La propuesta cristiana no se mueve al nivel de la utopía: cuenta con las dificultades de la vida diaria, pero garantiza la felicidad, fruto de un encuentro renovado con Dios.
Si nos quedamos en un plano meramente humano y egoísta, valiéndonos simplemente de nuestras fuerzas personales, sin la ayuda de los demás, ni tampoco de la gracia de Dios, es imposible superar el dolor y el sufrimiento, los problemas y las debilidades personales, las situaciones adversas, etc. ¿Quién puede explicar por qué tenemos muchas veces que sufrir? Sin Dios el hombre es incapaz de encontrar una manera llevadera de vivir el sufrimiento. Reniega, huye, lo niega. Solamente Cristo —Dios que se acerca a nosotros— es capaz de dar una respuesta auténtica al misterio del dolor. Como decíamos anteriormente, Él es el único que puede dar un sentido a nuestro sufrimiento. La persona que acepta eso empieza a darle una orientación renovada a su vida, y no se deja llevar por la desesperación. Gracias a ello, aprendemos a vivir con la desgarradora pero purificante experiencia del dolor.
Con la ayuda de la gracia divina emprendemos un camino auténtico de maduración personal, y poco a poco nos realizamos como personas. Esta propuesta cristiana puede sonar paradójica, «porque los judíos piden signos, los griegos buscan sabiduría; nosotros en cambio predicamos a Cristo crucificado, escándalo para los judíos, necedad para los gentiles; pero para los llamados, judíos y griegos, predicamos a Cristo, fuerza de Dios y sabiduría de Dios. Porque lo necio de Dios es más sabio que los hombres, y lo débil de Dios es más fuerte que los hombres» (1Cor 1,22-25). Por ello cuando dejamos que la gracia de Dios actúe en nosotros, entonces la vida adquiere otro sentido. Si, por el contrario, no aceptamos a Dios en nuestras vidas, todo esto parecerá un disparate. Es verdad, ¿cómo puedo ser feliz cargando cruces y sufrimientos? Aunque lo vivamos junto con Dios, sigue siendo una experiencia dolorosa. Pero no hay otro camino para darle algún sentido al dolor y al sufrimiento. Sólo Cristo en la Cruz nos enseña cómo asumirlo. Él nos ha mostrado que existe una manera de experimentar el sufrimiento sin perder la esperanza de alcanzar la felicidad.
Obviamente estamos hablando desde una perspectiva espiritual. Se trata de un tema religioso. Pero no hay otra manera de hacerlo. El problema del mal es un problema espiritual, un problema que hiere lo más profundo de nuestro corazón. El que no lo ve así, todavía no acepta realmente la dimensión del sufrimiento en nuestras vidas. Si, en cambio, lo entendemos en esa perspectiva espiritual y cristiana, las experiencias dolorosas nos ayudan a madurar como personas.
En ese momento "misterioso" en el que el ser humano valientemente enfrenta el sufrimiento, descubre que no basta apenas con aceptarlo y entenderlo. Dios quiere que crezcamos, quiere más de nosotros. Asumir el sufrimiento implica otro elemento fundamental: el corazón. Se trata de una opción voluntaria y libre. Hay que quererlo. Sólo con esa actitud podremos vivir el misterio del dolor. Asumirlo con Cristo nos educa, nos enseña, nos forja y nos hace crecer en el sacrificio, la generosidad, la entrega, la reconciliación, la vivencia del amor. Implica ponernos humildemente en sus manos, reconociendo que, si estamos solos, no podemos. El que aprende a sufrir mira la vida de otra manera. Entonces el dolor y el sufrimiento se convierten en motivo de crecimiento. Son una ocasión para purificarse y vivir una dimensión más profunda de la existencia. Con Dios es posible sufrir y ser feliz. Esta paradoja se convierte en un camino de realización. Si queremos vivir, hay que aprender a sufrir.
«Venid a mí todos los que estáis fatigados y agobiados, y yo os aliviaré. Tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas. Porque mi yugo es suave y mi carga ligera» (Mt 11,28-30). No hay nada que supere la fuerza que nos da Cristo. «Ante esto, ¿qué diremos? Si Dios está por nosotros, ¿quién contra nosotros? (…) ¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿La tribulación?, ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿los peligros?, ¿la espada?, como dice la Escritura: Pero en todo esto salimos vencedores gracias a Aquel que nos amó» (Rom 8,31.35-37). Somos frágiles, pero llevamos en nuestro espíritu la fuerza de la gracia de Dios, «llevamos este tesoro en vasos de barro para que aparezca que la extraordinaria grandeza del poder es de Dios y que no viene de nosotros. Atribulados en todo, mas no aplastados; perplejos, mas no desesperados; perseguidos, mas no abandonados; derribados, mas no aniquilados. Llevamos siempre en nuestros cuerpos por todas partes el morir de Jesús, a fin de que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo» (2Cor 4,7-12).

¿Por qué no vivimos esa respuesta?

Hay una canción de un grupo de rock uruguayo llamado El Cuarteto de Nos muy ilustrativa. El tema se titula Ya no sé qué hacer conmigo y, de una manera muy sugerente, muestra la vida de una persona que ha hecho de todo por encontrarle un sentido a su vida. El video, hasta fines del 2015, tenía casi 14 millones de vistas en YouTube. El tema resulta muy ilustrativo para lo que buscamos explicar. Es más o menos común encontrar personas adultas que desde su juventud han tratado de hacer todo lo posible para ser felices, pero no han logrado descubrir el camino a la felicidad. Muchas veces se han estrellado con la cruda realidad de que este mundo, con todas las cosas finitas que ofrece —buenas o malas—, no puede satisfacer nuestra hambre de infinito, por lo cual no descubrimos un sentido auténtico para nuestra vida. Hago mías las conocidas palabras del Cardenal francés Pie, quien pregunta: «Se ha ensayado todo; ¿no habrá llegado la hora de ensayar la Verdad?». Hoy quizás muchos no creen que exista la posibilidad de alcanzar la felicidad, en parte porque no creen que exista una verdad que sea capaz de hacernos feliz a todos. Esa verdad, que perfecciona al hombre y lo eleva a la vida espiritual y sobrenatural, la encontramos en la medida en que nos acercamos a Dios. Ciertamente nos cuesta mucho —a unos más que a otros— dejar que Dios entre en nuestros corazones, pero ése es precisamente el camino a la felicidad.
Yo me pregunto: ¿Por qué a muchas personas se les hace tan difícil depositar la felicidad en Dios? En verdad las respuestas podrían ser muy variadas. Pero no me olvido nunca una frase del Señor: «Mira que estoy a la puerta y llamo: si uno escucha mi voz y me abre, entraré en su casa y comeré con él y él conmigo» (Ap 3,20). ¿Cuántas veces hemos escuchado la voz de Dios en nuestras vidas invitándonos a ser su amigo? ¿Por qué no le damos una oportunidad? ¿Qué podemos perder?
En vez de pensar con esa perspectiva cristiana, la mayoría actualmente tiene maneras de razonar que dificultan alcanzar y vivir la auténtica felicidad. Entorpecen también el desarrollo pleno de la persona, porque de uno u otro modo reducen las posibilidades para que avancemos y seamos cada vez mejores.
Vivimos en una cultura en la que cada uno dice tener su propia verdad, en donde cada quien posee su propia manera subjetivista de pensar. Por eso vivimos en una cultura "light" o superficial, en la que no hay propuestas claras y contundentes sobre las más diversas realidades de nuestra vida, como por ejemplo la felicidad. Si nos dejamos llevar por estas maneras de pensar, será muy difícil vivir desde la óptica de Dios, quien nos muestra —como ya hemos visto— el camino hacia la felicidad. Si no aceptamos esa verdad, entonces será muy difícil, por no decir imposible, encontrar una salida al misterio del dolor y del sufrimiento, a los problemas y dificultades, a las debilidades y fragilidades humanas.
Por eso no alcanzamos a reconocer y a encontrar la felicidad verdadera, única, universal, que pueda de llenar el corazón y el anhelo espiritual de las personas. Es más, si no existe una verdadera felicidad para nuestras vidas, entonces tampoco hay un sentido auténtico por el cual vale la pena vivir. Habría que contentarse con lo que se tiene, y vivir de la mejor manera que uno pueda. Desde esta perspectiva, tan de moda en nuestro tiempo, sería imposible responder a las dos preguntas fundamentales de la existencia que nos hemos hecho: ¿Quién soy? ¿Cómo ser feliz? Por lo tanto, necesitamos una manera de pensar que nos proporcione algo de verdad, y que no sea relativa o acomodada al gusto subjetivista de cada uno. Es decir, una verdad que rija para todos los hombres, y que nos permita hablar de una felicidad universal. Si no aceptamos ese presupuesto, entonces cada uno hace lo que caprichosamente le parece mejor. Las consecuencias de vivir así se ven fácilmente en nuestro mundo, en los rostros de quienes nos rodean. Sobre esto ya hemos hablado anteriormente. Conocer la verdad sobre nuestra vida e identidad es el único camino para encontrarle el sentido a nuestra existencia, y al mismo tiempo a las circunstancias cotidianas.
Quiero ahora hacer mención a dos textos del fundador de la logoterapia, Viktor Frankl, que creo que nos pueden ofrecer algunas luces sobre lo que estamos reflexionando:
«El problema de nuestro tiempo es que la gente está cautivada por un sentimiento de falta de sentido (…) acompañado por una sensación de vacío (…). Nuestra sociedad industrial está preparada para satisfacer todas nuestras necesidades y nuestra sociedad de consumo, incluso crea necesidades para satisfacerlas después. Pero la más humana de todas las necesidades, la necesidad de ver el sentido de la vida de uno mismo, permanece insatisfecha. La gente puede tener bastante con qué vivir, pero con más frecuencia que con menos, no tienen nada por lo que vivir».
El segundo texto, escrito a modo de diálogo también por Frankl, nos puede ayudar a reflexionar y a comprender un poco mejor cómo hoy en día no se quiere enfrentar el "problema" del sentido de la vida. Dice así:

«Cierto señor Jones se encuentra con su médico en la calle:
— ¿Cómo le está yendo esta mañana, señor Jones?
El señor Jones no entiende.
— ¿Cómo está?
— Como puede apreciar, doctor, no puedo escuchar bien.
— ¿No será que está tomando demasiado?
— Puede ser.
— Deje el trago, que podrá escuchar mejor.
Dos meses después, se encuentran en la calle, y el médico pregunta con voz fuerte:
— ¿Cómo le va?
— Doctor, no es necesario que grite tanto, puedo escuchar perfectamente ahora.
— Entonces ciertamente dejó de tomar.
— Sí, es cierto.
— Qué bueno, siga así.
Después de dos meses más:
— ¿Cómo la está pasando hoy día, señor Jones?
— ¿Cómo?
— Le estoy preguntando cómo está.
Sólo a la tercera vez puede escucharlo su paciente.
— Pues la verdad doctor es que ya no escucho muy bien.
— ¿Volvió a tomar?
— Bueno, pasa lo siguiente: al comienzo, tomaba y escuchaba mal. Entonces dejé el trago y empecé a escuchar mejor. Pero lo que empecé a escuchar era peor que tomar whisky…».

En los dos textos nos topamos con la búsqueda del sentido auténtico de la vida. Esto, quizás, esté más claro en el primero. En el caso del segundo vemos a una persona que se esfuerza por cambiar su manera de vivir, pero se da cuenta de que no es algo fácil, por lo que decide volver a emborracharse. El texto no explica las razones de esta vuelta atrás; simplemente deja claro que ante la incapacidad de asumir el esfuerzo necesario para darle sentido a la propia existencia, prefiere refugiarse en el alcohol y así no enfrentar las dificultades de la vida.
Si tenemos "hambre y sed" de felicidad, entonces estaremos abiertos a la acción de la gracia divina. Solamente así Dios podrá hacernos felices. Por todo lo visto hasta aquí nuestro corazón anhela confiar en Dios, quien nos señala el camino a la felicidad y nos concede su gracia para recorrerlo, superando las dificultades que podamos encontrar.

¿Qué debo hacer para alcanzar la felicidad?
La sed de felicidad es algo que palpita en el corazón; no podemos dejar de atenderla. Como hemos visto, para alcanzarla se debe dar prioridad a la dimensión espiritual de la vida, y sobre ella construir todo lo demás. Por lo tanto, no se puede dejar de recurrir a Dios y estar abierto a la gracia que Él nos regala. Él es quien nos ayuda a conocer de manera excelente el camino que se debe recorrer para responder a nuestras expectativas. Él es quien nos concede la fuerza necesaria para emprender ese camino, que es toda una conquista. No se logra sin una lucha larga y difícil. Pero Dios posee el secreto de la victoria. Él nos ayuda a encontrar el mejor camino en nuestra vida para ser felices, aquí y ahora.
No podemos seguir viviendo según nuestros caprichos, haciendo lo que nos gusta y dejando de hacer lo que no nos gusta. Dejémonos iluminar por Dios para descubrir la verdad sobre nosotros mismos y ser coherentes con la propia identidad. Sólo así uno puede realizarse plenamente. La recta búsqueda de la verdad sobre uno mismo debe ocupar la centralidad que le corresponde. Descubramos en Dios el noble destino al que estamos llamados a vivir.
Un ejemplo para entender mejor el papel de Dios en el descubrimiento de nuestra identidad es el siguiente. Si entramos en una habitación a oscuras, seguramente nos chocaremos con los muebles, nos lastimaremos, probablemente romperemos algunos objetos y seremos incapaces de conocer la habitación. Pero si abrimos las ventanas de la casa, dejando que la luz nos ilumine, entonces seremos capaces de conocer bien la habitación y todo lo que hay en ella. Valiéndonos del ejemplo, digamos que la habitación es nuestro mundo interior. Sólo Dios puede iluminarlo realmente.

Disposición interior de apertura y escucha
Una primera actitud que debemos tener, más que "hacer" algo, es vivir una dimensión de apertura y escucha. Se trata de una actitud interior: disponer nuestro corazón a lo que Dios nos quiera compartir. Todo lo contrario a una vida activista, a "hacer por hacer", sin ningún sentido de fondo. Más bien es estar con Dios y respirar el Espíritu que Él nos concede, como el aire que respiramos.
Hablar de la relación con Dios implica escucharlo y "ver" qué quiere de nosotros. Debemos abrir nuestro corazón para que Dios lo toque por medio de su gracia, abrirnos al misterio de la felicidad que nos quiere ofrecer, escuchar con apertura su "voz" en nuestra conciencia, entrar en comunión con Él, compartir los anhelos, sueños, inquietudes propias de nuestro mundo interior y espiritual. Todo ello implica también escucha y apertura a los demás, que nos ayudan a discernir el camino que nos ofrece Dios para nuestra dicha.

Vivir de acuerdo a mi propia identidad
Quiero ilustrar esta reflexión recurriendo una vez más a algunos ejemplos muy sencillos. ¿Han visto cómo son los mandos de control de esos juegos de video que fascinan a los niños y jóvenes hoy en día? Tienen muchos botones distintos, que sirven para orientar a los personajes, dirigir sus armas hacia distintas direcciones, saltar, correr, etc... En el caso de algunos videojuegos, el orden en el que se presionan los botones permite que el personaje desarrolle súper poderes o gane facultades especiales, y así sucesivamente. Si yo quisiese aprender a jugar, tendría primero que conocer para qué sirve cada botón. Si se quiere hacer funcionar algo, primero hay que conocerlo. Si no lo conozco, no puedo saber cómo usarlo.
Otro ejemplo. También llaman la atención las modernas máquinas de lavar ropa. Ahora tienen como diez botones digitales, lo cual resulta impresionante si recordamos que las tradicionales tenían tan sólo una manija que se apretaba y giraba, poniéndola en el modo de lavado que se quería utilizar. Felizmente estas modernas máquinas de lavado vienen con un botón "start-stop", que es suficiente para lograr que la ropa se lave. Sin embargo, no conocer y no saber para qué sirven los demás botones hace que no se aprovechen las bondades y todas las posibilidades que tienen, o incluso que nuestra ropa quede mal lavada o dañada. Si no conozco el aparato, no sé cómo utilizarlo. Antes de hacerlo funcionar, tengo que conocerlo.
Análogamente, teniendo en cuenta las enormes diferencias, pasa lo mismo con nosotros. Si yo no me conozco, difícilmente podré saber cómo vivir. Si no conozco mis dones y talentos, no voy a ser capaz de desarrollarlos y no alcanzaré la realización personal que me gustaría en la vida. Por lo tanto, no podré ser feliz. Dicho de otro modo, viviré de acuerdo a cuánto me conozco. Es por ello fundamental conocerse lo mejor posible para vivir de la mejor manera posible y alcanzar así la mayor felicidad posible. Seré capaz de saber qué hacer y qué sentido darle a mi vida si antes sé quién soy. Además, no basta con tener todo ese conocimiento "teórico". Es necesario vivirlo. El entendimiento es apenas una de las facultades del ser humano —sin duda una de las importantes—. Pero está en juego también la voluntad, que nos mueve a vivir lo comprendido.
A partir de esto se entiende lo imprescindible que es Dios. ¿Quién mejor que Él para conocernos a nosotros mismos, para ayudarnos a saber quiénes somos y qué debemos hacer con nuestra vida? Definitivamente sólo Él es capaz de mostrarnos nuestra verdadera identidad en su plenitud. Las demás personas también son valiosas en ese camino de conocimiento personal, pero llegan únicamente hasta cierto punto. Como decíamos, sólo Dios puede revelarnos plenamente quiénes somos. En la medida en que Dios nos ayuda a conocernos, y vivimos de acuerdo a la propia identidad, podemos ser felices.
Quisiera resaltar una idea significativa: el conocimiento del que hablamos no es sólo un conocimiento teórico. Por eso no debemos pensar que las personas menos capaces intelectualmente estén imposibilitadas de conocerse. El punto está en vivir de acuerdo a la propia identidad, que en última instancia está sellada por el amor de Dios. Si vivo el amor, según el corazón de Dios, entonces comprenderé cosas de mí mismo y de Dios que están por encima de cualquier esfuerzo meramente racional, lo cual necesariamente sucede si vivo lo que Dios quiere para mi vida. Puede que no sea capaz de explicarme a mí mismo con altos conceptos intelectuales, pero si vivo ese amor que viene de Dios y está en lo profundo de mi corazón, viviré lo que Él sabe que responde mejor a mi identidad.

Soy persona

Lo primero que constatamos en ese camino de autoconocimiento es que somos personas llamadas a la comunión e invitadas a vivir el amor, amor a Dios y amor al prójimo como a nosotros mismos. De nuestro origen divino brotan una serie de capacidades y posibilidades que apuntan todas a esa vivencia del amor, que es el único camino para nuestra realización personal. Somos, además, seres únicos e irrepetibles. Formamos asimismo una unidad biológica, psicológica y espiritual, que posee una altísima dignidad, ya que hemos sido creados por Dios. Además, los que hemos recibido el Bautismo somos hijos de Dios en Cristo. Valemos la sangre de Cristo crucificado. Veamos algunos de estos puntos con un poco más de detenimiento.

i. Unidad biológica, psicológica y espiritual

Como hemos ya señalado, el hombre, además de su dimensión corporal y psicológica, tiene también una dimensión espiritual. Ésta es la dimensión más misteriosa y profunda de la persona, y es aquella en la que se realiza nuestra relación con Dios, en donde se fecunda la gracia que recibimos de lo alto. Debemos vivir de acuerdo a nuestras tres dimensiones y armonizarlas según su importancia. Recordemos siempre que hablamos de "dimensiones", no de partes o secciones, puesto que se integran desde la unidad de la única persona que cada uno es. La más importante de ellas, y que debe regir a las otras dos, es la dimensión espiritual. Por eso debemos darle el espacio fundamental que se merece en nuestra vida.

ii. Llamado a la comunión

Una característica fundamental del ser humano es la capacidad que tiene de entrar en relación con otras personas. Esto quiere decir que la persona es un ser para el encuentro. Somos creados para vivir en relación con Dios, con nosotros mismo, con los demás y con la creación. Cuanto más vivamos esas cuatro dimensiones de relación, más felices seremos, puesto que responden a nuestra identidad y a la necesidad que tenemos de la comunión.
El primer campo de relación personal es con Dios. Él nos enseña a estar en sintonía con nosotros mismos. A partir de ese encuentro con uno mismo, y a la luz del encuentro con Dios, se tiene la capacidad de establecer un vínculo auténtico de comunicación con los demás. Si no me conociera, sería imposible que me relacione con otras personas. De esa manera podemos vivir un amor genuino por los demás. Vivir este amor es al mismo tiempo una confirmación de que nuestra relación con Dios es también genuina, pues no podemos decir que amamos a Dios, a quien no vemos, si no amamos al prójimo, a quien sí vemos (ver 1Jn 4,20). Finalmente, estamos llamados a ser buenos administradores del mundo y a transformarlo para hacer de él un lugar cada vez más humano.

Llamado a ser cristiano con una misión particular

Nuestros anhelos de infinito y la capacidad de sobrellevar nuestros problemas y limitaciones encuentran su plena satisfacción en el llamado que tenemos todos los hombres a encontrarnos con Dios. Ya que Dios es quien mejor nos conoce, Él sabe también cuál es el verdadero camino para que seamos felices. ¿Cómo hace Dios para mostrarnos ese camino? O, dicho desde otra perspectiva, ¿qué podemos hacer nosotros para descubrir ese camino a la felicidad? Debemos acercarnos a Dios y profundizar en el Plan de Amor que tiene para nuestras vidas, es decir, el camino de felicidad que ha trazado para cada uno de nosotros.
Sabiendo de nuestras limitaciones y dificultades, Dios salió a nuestro encuentro y nos dejó un camino claro para llegar a Él: el Señor Jesús. Podemos ser buenas personas, querer hacer siempre lo mejor en favor de los demás, ser generosos, tener un buen corazón. Todo eso es muy importante y valioso. Pero el sendero más directo que nos dejó Dios para acercarnos a Él es su mismo Hijo único, a quien nos adherimos por el Bautismo. Cristo es el camino por excelencia para llegar a Dios (ver Jn 14,6). Es en el encuentro con Él donde alcanzamos el horizonte infinito al que estamos llamados por Dios, y donde podremos experimentar en nuestros corazones cada vez más la felicidad.
Sin embargo, algunos se rebelan ante Dios. Ante todo somos libres para vivir como queramos. Pero yo me pregunto: ¿Qué mejor que esforzarnos por acoger el amor que nos tiene Dios y la felicidad que Él nos quiere regalar? ¿Qué senda más segura que el seguimiento del Señor Jesús, quien se hizo hombre como nosotros para enseñarnos a vivir auténticamente como seres humanos? ¿Nos cuesta tanto entender eso? En la medida en que nos encontramos con Cristo, escuchamos además su llamado para seguirlo por una senda particular. En la medida en que nos esforcemos dócilmente por aceptar ese proyecto que Él nos presenta, descubriremos nuestro camino a la felicidad.

Necesito aprender a ser una persona virtuosa
Habíamos señalado antes, al hablar de la definición de la felicidad, que ella está muy relacionada con la vivencia de la virtud. ¿Por qué la virtud me ayuda a ser feliz? Las virtudes son hábitos buenos adquiridos con el tiempo, que se vuelven parte de nuestra vida y nos permiten cooperar con la acción de la gracia de Dios, que nos abre a una dimensión de realización personal.
La virtud es una disposición permanente y duradera para obrar bien, adquirida a la luz de nuestra razón, buscando vivirla por medio de nuestro esfuerzo voluntario. La palabra "virtud" ha variado en muchos sentidos a lo largo de la historia, aunque en nuestros días ha perdido gran parte de su riqueza. Alasdair MacIntyre ha traído a la discusión nuevamente el término, haciendo notar lo difícil que es darle un único significado debido a la gran variación que le han dado filósofos y pensadores a lo largo de la historia. Sin embargo, fuera del ámbito de la ética filosófica —es decir, la ciencia que se encarga de los actos humanos en vistas a la felicidad— se le escucha mencionar muy poco. Y cuando se le escucha, es con tono burlesco, tergiversando el verdadero sentido que tiene. Hoy parece ser que la palabra "virtud" o "virtuoso" sólo se puede encontrar en el Catecismo o en el diccionario. Es trágico que algo tan valioso haya perdido su valor en nuestra cultura.
El Catecismo de la Iglesia Católica nos propone la virtud «como una disposición habitual y firme a hacer el bien. Permite a la persona no sólo realizar actos buenos, sino dar lo mejor de sí misma (…). La persona virtuosa tiende hacia el bien». Sigue diciendo que «son actitudes firmes (…) que regulan nuestros actos (…) según la razón y la fe para llevar una vida moralmente buena (…). Disponen todas las potencias del ser humano para armonizarse con el amor divino». Así pues, en el Catecismo vemos claramente una manera de entender cómo la virtud puede encaminarnos hacia el bien (acordémonos que la felicidad es el bien último que busca el hombre). Por otro lado, termina diciendo que nos armoniza con el amor divino. Como ya hemos visto, no podríamos vivir la felicidad sin la apertura al amor de Dios y a la gracia que Él nos concede: «No es el que se dedica a serlo, sino el que busca a Dios (…) en quien encontrará su realización personal». Es decir, no alcanzamos la felicidad simplemente porque "queremos ser felices". El hombre no encuentra la felicidad por sí mismo, o por su propio esfuerzo personal, o por el hecho de conocer y entender qué es la felicidad. La encuentra en la medida en que se abre a la gracia divina que orienta todo ese esfuerzo virtuoso para encontrarse con Dios, y desde esa entrega y relación vive la comunión con los demás. Algo muy importante está en optar y vivir según lo que vamos conociendo. Como reza el dicho: «El infierno está lleno de buenas intenciones». No sólo basta saber o tener la intención. Es necesario obrar, llevar a la práctica lo que entendemos y conocemos según Dios. Obviamente con la humildad de saber que no somos perfectos y muchas veces «no hago el bien que deseo, sino el mal que no quiero, eso practico» (Rom 7,14).
Otro elemento a considerar es que la virtud es una opción única. Puesto en otras palabras, mientras la opción por lo malo, por el vicio, permite una gran variedad de posibilidades, la opción por lo bueno es una única posibilidad. De ahí que el mal siempre sea mucho más fácil y el bien implique esfuerzo, dedicación, fidelidad. La fragilidad del ser humano dificulta mucho e «impide el progreso del alma en el ejercicio de las virtudes y la práctica del bien moral». Todos tenemos la experiencia de cómo es fácil caer e ir por el mal camino. Lo difícil es hacer las cosas bien. Es muy sencillo que uno se deje "llevar por la corriente". Obviamente la opción por vivir la virtud no es un camino fácil. Pero todos sabemos por experiencia que todo lo bueno y lo que vale la pena siempre implica un esfuerzo. Ese esfuerzo personal es «elevado por la gracia divina. Con la ayuda de Dios (…) el hombre virtuoso es feliz al practicarlas». El que opta por la virtud es auténtico, elige encontrar la verdad de sí mismo. Sólo el que escoge este camino podrá satisfacer sus expectativas más altas, alcanzando la realización de sí mismo. Es el camino más angosto, más difícil, pero el que trae una recompensa: la felicidad.
Esto se ve reflejado en distintas dimensiones de nuestra vida. El joven que quiere ingresar a las mejores universidades tiene que estudiar mucho para ganarse una de las vacantes disponibles. El que desea alcanzar puestos importantes dentro de una empresa, tiene que demostrar a sus jefes que es una persona esforzada, con capacidades y posibilidades para cubrir esos puestos. El que pretende alcanzar los primeros puestos en algún deporte hace sacrificios y tiene una rutina exigente de entrenamiento. Si un hombre y una mujer sueñan con tener un matrimonio feliz, que dure hasta el final de sus días, criando hijos con valores y una buena educación, saben que se les exigirá muchísima entrega, generosidad, sacrificio. Todos estos ejemplos tienen de fondo una actitud virtuosa. Esa exigencia, esa entrega, esa dedicación, esa excelencia, manifiestan la vivencia de la virtud y permiten una plena realización en el área que se ha trabajado.
De lo que se trata, además, es de vivir esa actitud virtuosa en todas las dimensiones de nuestra vida. ¿Qué queremos decir con esto? Que no sirve desempeñarse ejemplarmente en el trabajo, pero tener malas relaciones familiares. No es suficiente amar solamente a los hijos, pero descuidar el amor a la esposa. No basta cultivar buenos vínculos con los amigos, mientras no se dedica el debido tiempo a la familia. La virtud es algo que debe vivirse en todas las dimensiones de la vida, sabiendo ordenar cada cosa según su prioridad.
«Todo cuanto hay de verdadero, de noble, de justo, de puro, de amable, de honorable, todo cuanto sea virtud y cosa digna de elogio, todo eso tenedlo en cuenta» (Flp 4,8), nos recomienda San Pablo. La virtud se forma como un hábito positivo que, iluminado y fortalecido por la acción de la gracia divina, busca el bien para el hombre. No sólo trata de buscar el bien, sino que es un esfuerzo por dar lo mejor de uno mismo, entregando todas las fuerzas sensibles y espirituales. Es decir, involucra a toda la persona humana. Implica una actitud firme. Para alcanzar esa virtud hay que disponer al máximo de nuestras capacidades las fuerzas del espíritu y encontrar la armonía del propio ser. Definitivamente todo esto lo podemos vivir sólo en la medida en que tenemos el auxilio de la gracia. Somos tan frágiles y limitados que Dios es nuestro garante. Él es el primer interesado que nos ayuda en ese esfuerzo por vivir la virtud y alcanzar así la felicidad. En este camino que nos lleva a la realización personal logramos, poco a poco, descubrir el tan anhelado camino a la felicidad.
¿Cuáles son algunos de los frutos o beneficios concretos que recibe una persona que opta por vivir la virtud? Para empezar, permite alcanzar un dominio personal dirigido por la propia voluntad, gracias a una conciencia personal aguda que posibilita un auto-conocimiento y un manejo personal. Se trata de ser dueño de uno mismo, señor de la propia vida. En otras palabras, saber lo que estamos haciendo con nuestra vida, respondiendo a opciones conscientes y responsablemente elegidas; hacer lo que sabemos que es lo correcto, y no conducirnos por las opiniones del mundo; tomar las riendas de la propia existencia y no dejarnos llevar por las veleidades de la vida, no regirnos por la inconstancia de los sentimientos que van y vienen. La virtud «es la perfección de la persona humana que es completamente dueña de sus diversas inclinaciones y de las distintas situaciones en que puede hallarse, conservando siempre el equilibrio en todas sus acciones». Gracias a este beneficio la persona es capaz de orientar su vida hacia la felicidad.
Otra realidad que el virtuoso alcanza es el sentido del deber. Se entiende como una conciencia de la responsabilidad frente a las metas e ideales que lo lleva más allá de sus propios caprichos y gustos. El que tiene ese sentido es más difícil que se deje llevar por sus visiones subjetivistas. Se guía más bien por una conciencia firme de la verdad, de lo que corresponde en cada momento. Por lo mismo, el virtuoso es más capaz de no ser atado por ideales rastreros y mezquinos, se descubre libre de lo innecesario y va en busca de lo que trasciende la rutina de lo cotidiano. Hace lo que tiene que hacer, poniendo el deber por encima de cualquier capricho personal.
La virtud implica también una lucha heroica en la que se prueba el sacrificio, la entrega. Así, poco a poco, el virtuoso se hace dueño de sus impulsos interiores y se encamina a la verdad, conociéndose a sí mismo. Muchas veces tiene que nadar "a contracorriente". Y es que ser virtuoso hoy en día se ha vuelto algo pasado de moda. La mayoría hace "lo que le da la gana", guiándose por sus propias visiones de la vida, que generalmente no corresponden con la verdad. Por lo tanto, hablamos de un esfuerzo exigente por obrar según la verdad conocida y de no ser objeto de las ideas negativas que sobreabundan en la cultura actual.
La felicidad no es un efecto del azar. Ser feliz no es un estado de ánimo, algo que depende simplemente de las circunstancias por las que uno pasa en la vida. Debe quedar claro que la acción de la gracia en nuestros corazones, y el esfuerzo virtuoso por colaborar con esa acción divina es fruto de una opción voluntaria, que debe perseverar en el tiempo. No puede ser algo inestable, que varía según las emociones o los sentimientos del momento.
El Apóstol San Pedro nos ofrece una propuesta clara de crecimiento en las virtudes, que rectamente ordenadas se van añadiendo una a una (ver 2Pe 1,5-7), de modo que, partiendo de la fe, lleguemos al amor. Es decir, para San Pedro el objetivo último de la vivencia de las virtudes es el amor. Al final de nuestra vida lo que realmente cuenta es cuánto hemos vivido el amor. Por lo tanto, todo nuestro esfuerzo debe estar enfocado en la vivencia del amor. «En el marco de las ricas enseñanzas de San Pedro vemos que se nos señala a Jesucristo como la fuente de nuestro potencial y todo el crecimiento espiritual, y a la escala de virtudes que narra San Pedro, como un modo práctico de crecer en una vida de virtud, nutrida de esperanza, hasta llegar a la caridad».

Vivir el amor como camino de realización personal
¿Quién no quiere amar y ser amado? Esa relación recíproca de amorización responde al anhelo más profundo que todo ser humano tiene en su corazón. Por ello debemos huir de cualquier actitud egoísta que nos cierra a la gracia amorosa de Dios y a la relación fraterna con los demás. El amor es el camino que nos lleva a la felicidad, pues encierra en sí todos esos esfuerzos arriba mencionados. Si lo vemos desde otra perspectiva, todo lo que hemos desarrollado hasta aquí nos remite a vivir un auténtico amor. Cuando hablamos de amor auténtico debemos mirar a Aquel que encarnó en su vida un amor hasta la muerte (ver Flp 2,8).
San Pablo, en 1Cor 13,4-7, menciona muchas características que debe tener el amor auténtico: «La caridad es paciente, es servicial; la caridad no es envidiosa, no es jactanciosa, no se engríe; es decorosa; no busca su interés; no se irrita; no toma en cuenta el mal; no se alegra de la injusticia; se alegra con la verdad. Todo lo excusa. Todo lo cree. Todo lo espera. Todo lo soporta». Ese amor es un camino concreto y viable, que ofrece una salida y una respuesta a los problemas de la cultura actual. Con esa enumeración de cualidades, el Apóstol muestra que se trata de un amor que tiene repercusiones concretas y muy encarnadas en nuestra vida, que contrastan claramente con lo que se entiende equivocadamente hoy en día por amor: algo simplemente sentimental o pasional, que no va más allá de lo sensual o sexual y que varía según el estado de ánimo. El amor auténtico tiene que ser fruto de una opción libre y voluntaria, que va de la mano con un responsable compromiso por la entrega a un ideal noble. Es una respuesta personal a la gracia que Dios derrama en nuestras vidas y nos lleva al amor hacia los demás.
Sin embargo, en la sociedad actual descubrimos que para muchos esa vocación al encuentro y a la comunión resulta muy complicada. En unos casos se hace un esfuerzo por vivirla, pero no se ponen los medios adecuados. Otras veces se ponen los medios necesarios, pero cuando el camino se pone cuesta arriba, desisten y viven solamente un pálido reflejo del amor verdadero. Finalmente están aquellos que, dispuestos a asumir el sacrificio, viven el amor de modo incondicional.
En vez de vivir el amor, lo que vemos muchas veces es el egoísmo y el individualismo; la autosuficiencia y la indiferencia; el creernos el centro de la realidad; la poca involucración y compromiso con el prójimo; el querer ser servido en vez de servir; una actitud cómoda que nos hace incapaces de ayudar al prójimo. Todo esto lleva a que no se pongan los propios dones y talentos personales para la edificación mutua. También hay una comprensión pobre, trivializada y desfigurada de lo que significa el amor. En fin, tantas actitudes que no permiten vivir el llamado profundo a una entrega amorosa. Por eso vemos a tantos hombres y mujeres que se contentan con una malsana autocomplacencia, ajenos al horizonte infinito que brota de un corazón generoso. Queda claro que así no alcanzaremos una adecuada realización personal. Veamos en el amor, en cambio, una senda segura para la propia realización y una manera consistente de transformar la realidad en la que vivimos. Es decir, viviendo el amor no sólo nos hacemos felices nosotros mismos, sino que ayudamos a que los demás también lo sean.
Recordemos la pregunta que en una ocasión le hicieron algunos judíos a Jesús, invitándolo a resumir en pocas palabras lo esencial de la ley (y que luego sería el camino del cristiano): «Maestro, ¿cuál es el gran mandamiento en la ley? Jesús le dijo: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente. Éste es el primero y más grande mandamiento. Y el segundo es semejante: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos depende toda la ley y los profetas» (Mt 22,36-40).
El testimonio de tantas personas que viven el amor auténtico es la muestra más clara de que es posible ser feliz encarnando en la propia vida el amor. La capacidad que tiene el hombre de amar es la expresión más bella de su identidad como persona. Varias actitudes negativas, que nos alejan de la felicidad —como el egoísmo, el individualismo, la cerrazón, la mezquindad y la tibieza— son curadas en la medida en que aprendemos a vivir el amor. El amor es el "antídoto" para el mal que aqueja nuestra cultura actual. El amor restablece las rupturas entre los hombres y fortalece nuestra pobre relación con Dios. Él, desde su infinito amor, ha creado al hombre a su imagen y semejanza (ver Gén 1,26-27) y le ha concedido una estructura interior que lo mueve a realizarse en el amor. Esa vocación al amor es el único camino auténtico. Esto lo deja claro San Pablo cuando escribe que «aunque repartiera todos mis bienes, y entregara mi cuerpo a las llamas, si no tengo caridad, nada me aprovecha» (1Cor 13,3).
Para ello, el hombre debe despojarse de todo aquello propio del «hombre viejo» y revestirse del «hombre nuevo» que es Cristo, quien encarna en su vida un amor hasta el extremo, al punto que muere por nosotros. ¡Qué más podemos esperar que un Dios que entrega su vida por nosotros (ver Col 3,8-15; Ef 4,20; 5,1-2)! «Revestíos, pues, como elegidos de Dios, santos y amados, de entrañas de misericordia (…) y por encima de todo esto, revestíos del amor, que es el vínculo de la perfección» (Col 3,12.14), nos pide San Pablo. «Nosotros —nos dice por su parte San Juan— sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida, porque amamos a los hermanos» (1Jn 3,14).
El amor es la corona de la vida del hombre que busca la felicidad. Es un camino de humanización que, desde el encuentro con Dios Amor y abiertos a su gracia, nos impulsa al encuentro con los demás y se proyecta en un anuncio activo y comprometido. Ese esfuerzo personal debe nutrirse de una relación íntima con Dios, cultivando nuestro amor a Él. Ese amor a Dios debe llevarnos, a su vez, a un amor fraternal. Implica compañerismo, compromiso, involucración, sacrificio por el otro. Nos dice San Pedro: «Amaos intensamente unos a otros, con corazón puro» (1Pe 1,22). Y San Juan explica: «Éste es el mandamiento mío: que os améis los unos a los otros como yo os he amado. Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos» (Jn 15,12ss). Todo esto exige sacrificio en lo sencillo, en las actividades de lo cotidiano, en la vivencia del servicio, atendiendo las necesidades del prójimo, saliendo a su encuentro, ayudando a nuestros hermanos en las situaciones concretas, escuchándolos y acogiéndolos cuando lo necesiten. Este amor fraterno nos invita a la reverencia, la generosidad, la comprensión y el perdón, la apertura y la corrección fraterna. Implica dejar de mirarse solamente a uno mismo, preocupado tan sólo por las propias necesidades, e involucrarse con los demás, estar atento al otro, saber de sus problemas, sus anhelos, sus preocupaciones, y hacer todo lo necesario por ayudarlo. Sólo la fuerza de Dios puede movernos a vivir esa fraternidad. Amamos al prójimo por Dios y en Dios. «En esto conocerán que sois mis discípulos: si tenéis caridad unos con otros» (Jn 13,35), nos dice el Señor.
El amor es el horizonte máximo que estamos llamados a vivir. Al final de nuestra vida —es decir, cuando hayamos muerto—, como señala una conocida frase de San Juan de la Cruz, seremos examinados (juzgados) por el amor que hayamos vivido. Lo que realmente interesa en nuestra vida es vivir el amor. Del amor venimos y al amor nos dirigimos. Ése es el camino de la felicidad.

Aprender a seguir al Señor Jesús
Quien nos enseña de manera excepcional a vivir el amor verdadero es el Señor Jesús, quien entregó su vida en la Cruz por amor a nosotros. Por ello, en la medida en que nos esforcemos en seguirlo, haremos concreta en nuestra vida la experiencia del amor. Un conocido pasaje bíblico hace referencia a un joven rico que se acerca al Señor y le pregunta: ¿Qué he de hacer para tener en herencia vida eterna? Jesús lo invita a seguirlo sin ninguna atadura (ver Mc 10,17-21). Esa "vida eterna" podemos entenderla, dicho de otra manera, como la felicidad. ¿Qué he de hacer para alcanzar la felicidad? El Señor no se demora en dar la respuesta: «ven y sígueme».
La pregunta natural que debemos hacernos a continuación es: ¿Cómo hago para seguir a Cristo, si muchas veces ni lo tengo presente en mi vida? Él mismo nos responde en otro pasaje: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame» (Lc 9,23). Esta propuesta de seguir al Señor Jesús, cargando la propia cruz, no se entiende fuera de un contexto espiritual, que se abre a la posibilidad real que tiene el hombre de creer que Cristo tiene la respuesta y es el camino verdadero de la felicidad. Cada uno es libre de aceptar en su vida esta propuesta claramente espiritual. Pero sigamos profundizando un poco más en ella.
¿Qué significa esto de "negarse a sí mismo" y "tomar su cruz cada día"? A lo primero debemos decir que no implica una renuncia a la propia identidad, dejar de ser quien se es, sino desprenderse de todo aquello que va en contra de nuestro llamado concreto para vivir el amor y de todo aquello que desdibuja nuestra verdadera identidad. A eso debemos negarnos, a cualquier cosa que estamos acostumbrados a hacer que sea negativo para nuestra realización personal. Pero también puede implicar —es importante tenerlo en cuenta—, renunciar a realidades positivas de nuestra vida, es decir, a cosas que en sí mismas pueden ser buenas, pero que no acompañan la opción que queremos vivir. Y es que toda opción implica siempre una dimensión de renuncia. Si alguien quiere casarse con determinada mujer, renuncia a todas las demás. Si alguien desea ingresar a una determinada universidad, necesariamente renuncia a las otras. En síntesis, se trata de una renuncia a nuestros propios planes personales, por más buenos que sean, con el fin de seguir lo que el Señor nos muestra como el camino de la felicidad. Es un camino para vivir en plenitud el amor, que en el fondo es lo más hermoso que podemos hacer. En vez de ser egoístas y de estar preocupados solamente por nuestros intereses personales, hemos de ayudar, servir, preocuparnos por el hermano, dejar las propias comodidades por el otro, estar atento a las necesidades ajenas, abandonar nuestros espacios personales con el fin de contribuir a paliar algún problema por el que pueda estar pasando un hermano nuestro. En fin, vivir la caridad, que se refleja en ese amor fraterno al prójimo.
Se trata, pues, de «vivir una dimensión de encuentro en el amor a Dios, que se refleje en el amor a los demás. Abrirse a la nueva vida del Señor Jesús y rechazar planes de una vida mezquina. Éste es el camino de la conversión —dejar nuestras actitudes que nos llevan a la muerte lenta, y optar por Dios, quien nos trae la verdadera vida—, indispensable para la existencia cristiana, que llevó al Apóstol San Pablo a afirmar: "Ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí" (Gál 2,20)».
Por otro lado, "tomar mi cruz" implica necesariamente un esfuerzo dedicado y constante, vivir, como decíamos arriba, la virtud, renunciar a todo aquello que es dañino y mediocre, quitándolo en lo posible de la propia vida. Tomar la cruz implica también asumir y cargar con todas aquellas dificultades, dolores, enfermedades, sufrimientos, ansiedades, angustias, frustraciones, tristezas, limitaciones e incomprensiones que muchas veces son parte de la vida, y de las cuales no podemos huir. Es imposible que cerremos los ojos a esa realidad dolorosa con la cual tenemos muchas veces que enfrentarnos. Se trata, entonces, de afrontar la vida con madurez, aceptar que nuestro día a día trae consigo muchas cosas buenas, pero también otras que son difíciles. Sabemos siempre, sin embargo, que no estamos solos. Como lo hemos repetido ya varias veces, Cristo nos llama y nos acompaña, su Madre María está a nuestro lado, además de todas aquellas personas queridas y cercanas que se preocupan por nuestro bienestar.
Es la apertura a Dios lo que da el sentido último a nuestra vida. "Bienaventurado tú que estás aquí en este momento conmigo… Yo te voy a mostrar por qué…". Sólo Dios tiene la respuesta a las ansias más profundas de nuestro corazón, a la plenitud de nuestras aspiraciones. Seguir el camino de Dios hecho patente en Cristo, quien nos asegura la bienaventuranza y la dicha, es la mejor propuesta que podemos encontrar en la vida. A lo largo de todo el Evangelio de San Lucas vemos esa invitación a ser bienaventurados, felices (ver Lc 1,45; 12,37s; 14,13s). Es dichoso y feliz quien acepta a Dios y no se forja una salvación a la medida de sus apetencias personales, dejándose llevar por las ilusiones del placer, del tener o del poder que nos quiere engañosamente imponer el mundo en el que vivimos.
Ser bienaventurado es una vocación a la felicidad. Implica una reorientación de la propia vida dejando que la gracia de Dios transforme nuestro corazón. En la medida en que descubrimos una razón por la que vale la pena morir, se encuentra también la razón por la cual vale la pena vivir. Ése es el camino de la felicidad. Jesús es el modelo que encarna esas bienaventuranzas, llegando a tal punto, que entrega su vida por amor.
¿Estoy dispuesto a ir en otra dirección si me lo pide el Señor? ¿Estoy dispuesto a dejar que sea Él quien camine delante de mí… que sea sólo Él quien señale la ruta, marque el ritmo, las paradas, los retrocesos? En otras palabras, ¿estoy dispuesto a hacer en mi vida lo que me pida el Señor?
El mayor peligro del hombre es la arrogante autosuficiencia, creer que lo puede todo solo, que no necesita la ayuda de nadie, especialmente de Dios. En la Cruz, en cambio, Cristo nos señala que la verdadera moral del cristianismo es ese amor de entrega total y generosa, opuesto al egoísmo. Es salir de uno mismo, dejar de mirarse solamente a sí mismo y preocuparse más bien por los demás, servir al otro en sus necesidades, estar atento a sus anhelos, sueños, dificultades y problemas. Ése es el camino de la felicidad.

Conclusión
Quiero terminar estas reflexiones con el siguiente pasaje bíblico: «¿De qué le servirá al hombre ganar el mundo entero, si arruina su vida?» (Mt 16,26). Efectivamente, ¿qué cosa nos puede ofrecer el mundo que supere el amor de Dios? ¿De qué sirve buscar nuestra felicidad en los sucedáneos del mundo, dejándonos llevar por nuestros engreimientos y mezquindades? Buscar la felicidad implica nadar a contracorriente. Ser personas virtuosas supone un esfuerzo personal a la altura de nuestro deseo de felicidad infinita. Abiertos a la gracia de Dios, seamos fieles a nuestra auténtica identidad y busquemos hacer de nuestras vidas un acto de amor.
Comenzar este camino de la felicidad es de muchos, pero perseverar en él hasta el final, de pocos. ¿De cuál tipo de persona quieres ser tú? No es una carrera de velocidad, sino de resistencia y perseverancia. Hay que luchar hasta el fin para llegar a la meta. Hay que vivir la opción fundamental que hicimos de poner la felicidad en Dios y cumplir en nuestras vidas lo que Él nos señale.
Y en todo esto, ¡qué mejor ejemplo que la vida de Cristo, que nos amó hasta el extremo! ¡Qué mejor ayuda y compañía que la de Santa María, nuestra Madre, a quien todas las generaciones llaman "bienaventurada" (ver Lc 1,48)! El ejercicio de la perseverancia requiere virtudes bien forjadas, que aguanten los momentos de dificultad y sufrimientos que nos traerá la vida. Lo que cuenta es llegar hasta el final: «He competido en la noble competición, he llegado a la meta en la carrera» (2Tim 4,7).

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