YO E IDEALES: LA AUTONOMÍA DE LA SUBJETIVIDAD ENTENDIDA COMO AUTO- ASEGURAMIENTO

June 7, 2017 | Autor: F. Vázquez Manzano | Categoría: Philosophy, Continental Philosophy
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YO E IDEALES: LA AUTONOMÍA DE LA SUBJETIVIDAD ENTENDIDA COMO AUTOASEGURAMIENTO.

Francisco Vázquez Manzano

ÍNDICE. - Introducción--------------------------------------------------------------------------------------- 3 - Primera parte-------------------------------------------------------------------------------------- 6 --Kierkegaard y el problema de la propiedad del individuo ------------------------ 6 -- Foucault y la impropiedad constitutiva del sujeto --------------------------------- 9 -- Deleuze y el principio de inmanencia-----------------------------------------------17 - Segunda parte------------------------------------------------------------------------------------25 -- El carácter memorativo del yo-------------------------------------------------------25 -- El existir radicalmente fáctico del sujeto-------------------------------------------32 -- El carácter proyectivo de la subjetividad-------------------------------------------37 -- Ideales y autonomía------------------------------------------------------------------ 41 - Bibliografía-------------------------------------------------------------------------------------- 49

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INTRODUCCIÓN El problema de la subjetividad y, más concretamente, de la autonomía de la misma es uno de los temas principales en las reflexiones de muchos autores de nuestro tiempo. Cómo se construye la subjetividad, qué factores la determinan, cuáles de ellos la atan a la más absoluta heteronomía y cómo es posible una subjetividad liberada o, en términos más abstractos, si es posible seguir hablando de libertad y de qué modo entenderla, son preocupaciones constantes de la filosofía contemporánea. El objetivo perseguido en el presente trabajo es una reformulación de la noción de subjetividad que, por un lado, muestre la sujeción de ésta a factores externos a ella misma y por otro lado permita, pese a ello, su caracterización como autónoma. La autonomía de una subjetividad constituida heterónomamente únicamente puede, a mi parecer, encontrarse en el auto-aseguramiento de la misma, esto es, en la proyección de una subjetividad presente hacia el futuro. Esa dimensión proyectiva de la subjetividad crea un criterio que permite el discernimiento entre diferentes condicionantes de la propia subjetividad, lo que, a mi modo de ver, permite adscribir a una subjetividad tal el calificativo de autónoma. Para este objetivo la metodología aplicada en el trabajo ha sido un recorrido bibliográfico por las principales propuestas sobre el problema de la subjetividad. El criterio utilizado en ese análisis bibliográfico ha sido doble, correspondiéndose con las dos partes en las que se encuentra dividido el trabajo. En primer lugar se ha buscado rastrear cómo y desde qué origen se ha llegado a la noción de subjetividad que maneja el denominado “paradigma de la fuerza”, cuya concepción del sujeto es una de las más importantes dentro del panorama intelectual contemporáneo. Al mismo tiempo, se ha tratado de caracterizar esa concepción. Con el fin, por tanto, de caracterizar y buscar los orígenes de la concepción del sujeto manejada por el paradigma de la fuerza se analiza en el trabajo la propuesta de Kierkegaard, en la cual creo ver el primer paso hacia la concepción de la subjetividad buscada, el cual consiste en la renuncia a la idea de una subjetividad propia. Al mismo tiempo, en las obras de Foucault y de Deleuze puede encontrarse, a mi modo de ver, la mejor muestra de la concepción del sujeto que se maneja desde una ontología de la fuerza, por lo que el grosso de la primera parte de este trabajo se encuentra dedicado a estos dos autores.

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En la actualidad, las propuestas filosóficas referentes al sujeto que se adscriben al paradigma de la fuerza, suponen una reformulación o revisión de las propuestas de Foucault y de Deleuze. Es por ello por lo que considero que una correcta explicitación de la concepción de sujeto que esbozan ambos autores permite comprender muchas de las propuestas contemporáneas no tratadas en este trabajo como las mantenidas por Hard, Negri, Bauman o Esposito. En mi opinión lo que caracteriza principalmente a la visión del sujeto ofrecida por Foucault y Deleuze es el sometimiento del individuo a formas de subjetividad sujetas. En Foucault estas formas de sujeción son el producto de lo que él denomina “dispositivos”, una de las nociones fundamentales a la hora de comprender su propuesta; Deleuze por su parte habla de “formas trascendentes de subjetividad”. En cualquier caso, ambos autores consideran que, en nuestra época, el sujeto se encuentra sometido a formas de subjetividad impuestas que impiden cualquier atisbo de libertad o creatividad. La liberación del sujeto, por tanto, pasará por una liberación de esas formas sujetas de subjetividad que constriñen la subjetividad del individuo a formas “prefabricadas” por decirlo así. Es necesario encontrar algo que permita al sujeto sobreponerse a esas formas de sujeción. Deleuze parece optar por un retroceso al nivel constitutivo de toda subjetividad, que tanto para él como para Foucault radica en un libre juego de fuerzas heterónomas en afección recíproca. Esta solución, a mi modo de ver, aun impide, sin embargo, poder hablar de autonomía en la medida en que ésta se subordina a la autenticidad de la subjetividad, la cual, a su vez, se cifra en el respeto del libre juego. En el caso de Foucault la propuesta acerca de la liberación del sujeto es más ambigua y es precisamente esta ambigüedad el punto de conexión entre la primera parte del trabajo y la segunda. El punto de partida de la segunda parte es la ambigüedad encontrada en la propuesta de Foucault y que puede expresarse con la pregunta de si es o no posible hablar de una subjetividad al margen de la influencia de los dispositivos. A mi modo de ver Deleuze parece pensar de este modo pero, como se muestra en la primera parte, esto conduce a la imposibilidad de autonomía en el sujeto, pues este es presa de su nivel constitutivo (libre juego de fuerzas) en el cual no es posible hablar de subjetividad. Por el contrario en la segunda parte se tratará de mostrar como toda subjetividad es fruto de una facticidad que, desde Foucault, podemos entender como una facticidad disposicional. De modo que, el objetivo de la segunda parte será mostrar cómo, partiendo de una subjetividad sujeta, podemos hablar aún de autonomía. Para ello es necesario examinar

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atentamente una dimensión de la subjetividad que en las propuestas contemporáneas parece obviada: la dimensión proyectiva de toda subjetividad. Con este objetivo en mente, en la segunda parte se sigue la misma metodología que en la primera, pero el criterio es diferente: se busca una aclaración de la noción de facticidad que asuma la dimensión proyectiva de una subjetividad generada desde ella. Así los autores tratados en esta parte son Sartre, Heidegger y Simmel, en la medida en que estos autores permiten compatibilizar la heteronomía radical de toda subjetividad con una idea de autonomía como discernimiento y que es resultado de la proyección de una subjetividad ya constituida hacia el futuro. A mi modo de ver, esto permite compatibilizar la noción de sujeto que maneja el paradigma de la fuerza con una autonomía que cada vez más, desde este paradigma, se encuentra en peligro.

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PRIMERA PARTE: El problema de la propiedad y la autonomía del sujeto. 1. KIERKEGAARD Y EL PROBLEMA DE LA PROPIEDAD DEL INDIVDIDUO. A mi modo de ver, en Kierkegaard podemos encontrar el inicio del problema de la propiedad del sujeto de manera explícita. Evidentemente existen pensadores anteriores al danés que se ocupan del problema del sujeto. Sin embargo creo que es Kierkegaard quien se encarga, de una manera explícita, de tratar de analizar cómo queda el individuo constituido en sujeto y no sólo de ofrecer un análisis de cómo el sujeto está ya constituido. Es decir, antes de la propuesta de Kierkegaard, el sujeto se había concebido como un presupuesto, como algo dado del cual se examinaban sus dinámicas, sus posibilidades, sus conocimientos…pero se obviaba el proceso mediante el cual el individuo humano queda constituido como sujeto. Los planteamientos sobre el sujeto tomaban a éste o bien como una sustancia o bien como sujeto trascendental. Ambas concepciones, en mi opinión, caían en el error de tomar al sujeto como faktum, como una realidad constituida de entrada, al margen de todo proceso de constitución: el sujeto es algo cerrado, un punto fijo y estable sobre el que es posible fundar toda una filosofía. Es Kierkegaard quien se pregunta por primera vez cómo es posible que se produzca la subjetividad. A esta pregunta, Kierkegaard responderá señalando la posibilidad de propiedad o impropiedad en la constitución de la subjetividad. De su interpretación del relato mítico de Adán y del Pecado Original, Kierkegaard extrae la esencia del individuo: ser individuo consiste en “ser a la par sí mismo y la especie entera” (Kierkegaard, 2013). Así, para Kierkegaard, el individuo posee dos dimensiones: la dimensión histórica, los modelos conductuales que la historia otorga al individuo; y la dimensión propia, la propia vida del individuo que contribuye al cómputo de la herencia histórica de las generaciones venideras. De esta concepción se desprende una consecuencia muy interesante y es que el individuo se yergue como único motor de la historia: es él quien con su propia vida, contribuye a la historia de la humanidad. Kierkegaard considera que el pecado consiste en la determinación del ser preindividual en individuo. Ahora bien, previa a esa determinación, existe una situación de inocencia en el que el individuo aún no es tal dado que todavía no se ha determinado. A su vez, en ese estado aparece la “angustia” como el vértigo ante la posibilidad de determinarse el ser pre-individual en individuo. Como resultado de esa angustia el

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individuo se determinará como tal, pero existen dos modos de determinación1. Por un lado, el ser pre-individual puede determinarse “cuantitativamente”. Dicha determinación cuantitativa –o histórica– consiste en la adscripción, por parte del individuo, a un modelo histórico que le brinda su dimensión histórica. Por otro lado, el individuo puede obstar por una determinación cualitativa, esto es, puede determinarse desde sí mismo sin atender a la herencia histórica. Esta determinación cualitativa se produce en base a la fe, a un escrutinio que el individuo –que aún no es tal– realiza sobre sí mismo descubriendo lo que Dios quiere de él y continuando con el proyecto que Él le tiene reservado2. La determinación histórica supone impropiedad. El individuo no se determina en base a sí mismo sino a un modelo externo. Por el contrario, a ojos de Kierkegaard, la determinación cualitativa implica propiedad pues la determinación se produce en base al interior del individuo, de acuerdo al proyecto que descubre en sí mismo mediante la fe y que le es dado por Dios. De este planteamiento podemos extraer una conclusión bastante interesante y que será el punto de partida del existencialismo, a saber, el sujeto carece de esencia. En efecto, el individuo no es nada más allá de su herencia histórica y del proyecto que Dios le tiene preparado. En las dos determinaciones posibles, el individuo ha de “hacerse”. Tanto en una como en otra posibilidad, el individuo parte de cero, no presenta una esencia fija de la cual la vida individual sea su desenvolvimiento, sino que su esencia, su mismidad, radica en su propia existencia: el individuo tiene que ganarse su esencia (si es que queremos seguir hablando de esencia)3.

1 Cfr. Kierkegaard, 2013: “La angustia como pecado original progresivamente considerado”. 2 Creo necesario señalar que para Kierkegaard, esta problemática en la que el ser preindividual debe elegir entre una determinación cualitativa o una cuantitativa, se produce en el estado de inocencia, esto es, antes de que el individuo haya pecado (se haya determinado). El pecado no consiste en la determinación cuantitativa, sino que meramente consiste en la simple determinación del ser pre-individual en individuo, tanto si esta determinación es cualitativa como cuantitativa. El motivo lo encontramos en que tanto si el individuo se determina como tal cualitativamente, como si lo hace cuantitativamente, está contribuyendo a engrosar la herencia histórica de las generaciones futuras, está contribuyendo a la pecaminosidad de la humanidad en tanto que modelo de determinación y es esto en lo que consiste el pecado. 3 Aquí creo observar la superación, por parte de Kierkegaard tanto de la propuesta de un sujeto sustancial como de un sujeto trascendental. Tanto en uno como en otro, el sujeto ya se encuentra hecho, ya está dado, por lo que es posible un estudio de la subjetividad al margen de la existencia del sujeto: el sujeto poseería una esencia fija que desenvuelve a lo largo de su

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Por otro lado, como ya hemos señalado, Kierkegaard abre el problema de una doble posibilidad de determinación: una determinación “propia” radicada en la fe y el descubrimiento del proyecto particular y único que Dios tiene reservado al individuo; y una determinación “impropia” en la que el individuo se constituye como tal en base a un modelo externo. En Kierkegaard tenemos un caso límite. En las propuestas sustancialistas y trascendentales del sujeto, la propiedad no era un problema: ésta estaba garantizada en tanto que el sujeto poseía una esencia propia, en base a la cual, podíamos hablar de sujetos propios. Rechazando ambas propuestas, Kierkegaard asume la posibilidad de la impropiedad del sujeto. En tanto que la propiedad ya no está garantizada, existe la posibilidad de que el sujeto se constituya de manera impropia, posibilidad no acogida por las propuestas anteriores. Ahora bien, una vez rechazada la esencia del sujeto, ¿cómo podemos seguir defendiendo su propiedad? En el caso de Kierkegaard la propiedad es posible en tanto que pese a no poder hablar de esencia, sí podemos hablar de un sí-mismo puro –en el estado de inocencia–, no contaminado por heteronomía alguna que si bien abre un espacio en base al cual individuo pueda constituirse propiamente en sujeto también abre la posibilidad de que lo haga impropiamente contaminando ese espacio de pureza o inmunidad. El problema en el planteamiento de Kierkegaard estriba en que, incluso aceptando la existencia de Dios, la determinación en base a su proyecto sigue siendo heterónoma (impropia) pues el proyecto que tiene reservado al individuo, pese a descubrirse mediante un escrutinio interno presenta un origen externo, a saber, Dios. Parece ser pues que la propiedad que defendiera Kierkegaard se encuentra abocada a su fracaso. En el siguiente apartado se mostrará que la noción de propiedad ha de ser efectivamente rechazada: el sujeto se encuentra de entrada en un plano impropio de existencia donde su determinación es heterónoma. Una vez renunciamos a la idea de un sí-mismo puro, debemos renunciar a toda idea de propiedad. Analizaremos las

existencia. En el caso de Kierkegaard, no tendría sentido hablar de una esencia del sujeto al margen de su existencia, pues es en ella donde su subjetividad se va conformando. Esto presenta cierta relevancia pues supone que la propiedad del sujeto puede ser entendida si necesidad de formular una supuesta esencia del sujeto. 8

propuestas de Foucault y Deleuze referidas a la constitución de la subjetividad, observando como en estos autores toda idea de sí-mismo puro e idéntico queda rechazada y, con ella, toda idea de propiedad: la constitución de la subjetividad es un proceso totalmente heterónomo.

2. FOUCAULT Y LA IMPROPIEDAD CONSTITUTIVA DEL SUJETO: LA POSIBILIDAD DE AUTONOMÍA DENTRO DE UN PLANO IMPROPIO DE EXISTENCIA. El hilo que atraviesa transversalmente la obra de Foucault es “elaborar una historia de los diferentes modos por los cuales los seres humanos son constituidos en sujetos” (Foucault, 1983). Dentro de la cuestión del sujeto, dado que el sujeto se halla en relaciones de producción, de significación y en relaciones de poder, Foucault se ocupa de la cuestión del poder, no por el propio poder, sino porque en tanto que se trata de una de las objetivaciones de la subjetividad humana, su análisis se hace necesario para entender aquella Para Foucault, las formas tradicionales de pensar en el poder que se han basado exclusivamente en modelos legales (¿qué legitima el poder?) y en modelos institucionales (¿qué es el Estado?), fracasan al tratar de ofrecer los instrumentos para pensar el poder debido a que se fundan en conceptualizaciones del poder sin atender a las condiciones históricas que motivan tales conceptualizaciones. Foucault toma como punto de partida para analizar las relaciones de poder en nuestra situación actual las formas de resistencia contra el mismo. Así, con el propósito de analizar las relaciones de poder, Foucault propone analizar las formas de resistencia que tienden a disolver tales relaciones, del mismo modo que si quisiéramos analizar la sanidad analizaríamos lo que ocurre hoy día en el campo de la “insanidad”. Foucault cree que existen varias coincidencias entre las diversas formas de oposición o resistencia al poder. Una de ellas es que estas luchas cuestionan el status de individuo: por un lado, defienden el derecho a ser diferentes, subrayando los aspectos de la propia individualidad; y por otro, atacan todo aquello que separa a los individuos, lo que fuerza al individuo a volver sobre sí mismo atándose constrictivamente a su propia identidad. Ahora bien, Foucault destaca que estas luchas no son a favor o en contra del individuo, sino contra el "gobierno de la individualización”.

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Así estas luchas se cuestionan "¿quiénes somos nosotros?", atacando, de este modo, las abstracciones que se le imponen al individuo determinando quién es. El objetivo fundamental de estas luchas no es concentrar su ataque en una determinada institución, persona, élite...sino atacar una forma de poder que emerge de la vida cotidiana, categoriza al individuo y lo marca por su propia individualidad uniéndolo a su propia identidad e imponiéndole una ley de verdad que él tiene que reconocer y que al mismo tiempo los otros deben reconocer en él: se critica una forma de poder que construye sujetos individuales. Según Foucault existen dos significados de la palabra "sujeto": sujeto a otro por control y dependencia, y sujeto como constreñido a su propia identidad, a la conciencia y a su propio autoconocimiento. Para Foucault, ambos significados sugieren una forma de poder que sojuzga y constituye al sujeto. Dentro de las luchas contra el gobierno de la individualidad, Foucault se centrará en aquellas formas de lucha contra aquello que ata al individuo a sí mismo subsumiéndolo, puesto que el sí mismo es determinado de manera externa, a otros. Según Foucault, hoy día prevalece este último tipo de lucha contra las formas de sujeción. Lo que se busca, y a ello se adscribe Foucault, es a la producción no sujeta de subjetividad. Hoy día la producción de subjetividad está sujeta por la forma de poder. La respuesta que da Foucault al porqué del prevalecer de las luchas contra los mecanismos de sujeción sobre los demás tipos de lucha es que, desde el siglo XVI asistimos a una nueva forma de poder político: el Estado. Foucault señala que el poder estatal es una forma de poder totalizante e individualizante al mismo tiempo. Eso es posible debido a que el Estado moderno occidental ha integrado, en una forma nueva de política, una vieja técnica de poder ya presente en las instituciones cristiana: la técnica del poder pastoral. El Estado moderno aparece como una nueva forma de distribución y de organización del poder pastoral individualizante. Foucault no considera que el estado haya surgido por encima de los individuos sino que por el contrario, ha surgido como una estructura sofisticada que integra a los individuos bajo una condición: que su individualidad pueda ser modelada y sometida a una serie de patrones muy específicos. Con el Estado moderno aparece lo que Foucault denomina bio-poder: si antes el poder seguía la consigna del "hacer morir y dejar vivir", con el surgimiento del estado, su fórmula será "hacer vivir y rechazar hacia la muerte". “A partir de entonces el derecho de muerte tendió a desplazarse o al menos a apoyarse en las exigencias de un poder que administra la vida. Podría decirse que el viejo derecho de hacer morir o dejar vivir fue reemplazado por el poder de hacer vivir o de rechazar hacia la muerte. Ahora es en la vida y a lo largo de su desarrollo donde el poder establece su fuerza (...) La vieja potencia de la muerte (...) se halla ahora cuidadosamente recubierta por la

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administración de los cuerpos y la gestión calculadora de la vida. (…) Se inicia así la era de un 'bio-poder'” (Foucault, 1977). La forma que adquirirá ese nuevo tipo de poder será la de la “biopolítica”. Esta nueva forma de poder que representa el Estado moderno se caracteriza, principalmente, por introducir su poder globalizante en la individualidad de cada sujeto, es decir, por imponer un tipo de individualidad determinado. Para Foucault, pues, el problema que ha de ser resuelto es, no liberar al individuo del Estado, como se ha querido ver en muchas reivindicaciones del siglo pasado, sino liberarlo del tipo de individualidad que está ligada a éste. La cuestión pues es "¿Qué sucede cuando los individuos ejercen poder sobre otros?”. Para Foucault, la cuestión del poder se trata más de una "cuestión de gobierno" que de una confrontación entre dos adversarios o la unión de uno a otro. Ahora bien, por gobierno, Foucault entiende no sólo las estructuras políticas y la dirección de los estados, sino a la estipulación de la forma en la que la conducta de los individuos o de los grupos debe ser dirigida. Por ello, "gobernar" no es sólo una cuestión de sujeción política y económica legítima, sino que se trata de modalidades de acción orientadas a actuar sobre las posibilidades de acción de los otros. Se trata de "estructurar el posible campo de acción de los otros". En la consideración anterior en la que el poder es observado como modos de acción que actúan sobre acciones o campos de acciones, existe un elemento paradójicamente indispensable para el poder: la libertad. El poder sólo se ejerce sobre sujetos libres, y sólo en tanto que ellos sean libres. Por sujetos libres Foucault entiende a sujetos (tanto individuales como colectivos) enfrentados a un campo de posibilidades dentro del cual diferentes modos de comportamiento pueden ser realizados. Cuando ese campo de posibilidades es saturado no atendemos a una relación de poder, sino a la esclavitud, en la cual no existe relación de poder sino constreñimiento físico. Por ello el poder y la libertad no se encuentran en una relación de exclusión, el juego que se produce entre ellos es mucho más complicado. Dado que hemos definido el ejercicio del poder como un modo en el que ciertas acciones estructuran el campo de acciones posibles de otros individuos, las relaciones de poder no pueden ser vistas como una estructura suplementaria a la sociedad de la que podamos imaginar su desaparición radical, sino que, por el contrario, tales relaciones se hallan profundamente enraizadas en el nexo social. Una sociedad sin relaciones de poder no es más que una abstracción Así, según Foucault, las relaciones de poder están fuertemente enraizadas en las relaciones sociales. Eso, sin embargo, no significa admitir que existe un principio de poder

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primario y fundamental que domina toda la sociedad. Si se toma como punto de partida la posibilidad la acción sobre la acción de los otros (lo cual se produce en toda relación social), se pueden definir numerosas formas de poder, formas de disparidad individual, de objetivos…En las sociedades contemporáneas, el Estado no es simplemente una forma de poder entre otras, sino que, en cierto sentido, es aquella forma de poder que constituye el marco de toda relación de poder, en la medida en que todas las demás relaciones deben referirse a él. De modo que lo que Foucault critica no son las relaciones de poder, sino las relaciones de poder bajo el yugo del estado. Esta diferenciación resulta vital. Las relaciones de poder son algo irrechazable, allí donde hayan individuos actuando existirán relaciones de poder, entendidas estas como la mutua afección activa entre individuos. Lo que ocurre es que las relaciones de poder han adquirido la forma estatal. Contra esa forma de poder es contra la que Foucault se pronuncia. Dentro de la problemática de las relaciones de poder, y dentro de la obra completa de Foucault en general, la noción de “dispositivo” es de suma relevancia. Según Foucault, un dispositivo es “un conjunto heterogéneo que compone los discursos, las instituciones, las decisiones reglamentarias, las leyes...” (Agamben, 2011). El dispositivo es la red que se tiende entre estos elementos.4 Antes de emplear la noción dispositivo, Foucault utilizó la noción de “positividad”, que tiene su origen en Hegel. Para Hyppolite, en cierto sentido, la positividad es vista por Hegel como un obstáculo a la libertad del hombre y, como tal, es condenada. De este modo, indagar los elementos positivos de un estado social sería algo así como indagar los elementos que se imponen al hombre como obligación, aquello que mancha la pureza de la razón. Sin embargo, en otro sentido, Hegel señala que la positividad debería estar reconciliada con la razón, la cual perdería su carácter abstracto y devendría adecuada a la riqueza concreta de la vida. Utilizando el término "positividad" que, posteriormente, se convertirá en el término "dispositivo", Foucault se hace cargo del problema de la relación entre el individuo y el elemento histórico, problema del que también tratara tanto Hegel como Kierkegaard. Sin

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A su vez, tal y como señala Agamben, el dispositivo tiene una función estratégica dominante. Que el dispositivo posea una naturaleza estratégica significa que efectúa cierta manipulación de las relaciones de fuerza, ya sea para desarrollarlas en tal o cual dirección, ya sea para bloquearlas, estabilizarlas o utilizarlas. El dispositivo también está ligado a un límite o a los límites del saber, que le dan nacimiento pero, ante todo, lo condicionan. Así, en resumen, el dispositivo consiste en una modulación estratégica de las relaciones de fuerza sostenidas por tipos de saber que, a su vez, sostienen a aquellas.

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embargo, en contra de Hegel, Foucault no tiene como objetivo reconciliar esos dos elementos, sino resaltar el conflicto que los opone. Para Agamben, el término "dispositivo" en Foucault nombra aquello en lo que y por lo que se realiza una pura actividad de gobierno. Por ello los dispositivos implican siempre un proceso de subjetivación, deben producir su sujeto se trata de un conjunto heterogéneo cuyo fin es el gobierno de la individualidad de los hombres. Por ello, Agamben llama dispositivo “a todo aquello que tiene, de una manera u otra, la capacidad de capturar, orientar, determinar, interceptar, modelar, controlar y asegurar las conductas, las opiniones y los discursos de los seres vivos” (Agamben, 2011). Desde este planteamiento, el sujeto es el resultado de la relación entre los vivientes y los dispositivos. Agamben considera que podría confundirse al sujeto con el viviente, pero existe una diferencia: un mismo individuo o viviente, puede dar lugar a múltiples procesos de subjetivación, dependiendo de con qué dispositivo entre en relación. Visto así el dispositivo ¿es posible una subjetividad sin dispositivos? la respuesta es, a mi modo de ver, negativa: lo que el sujeto es, lo es en base a la influencia de los dispositivos en primera instancia, como señala Agamben5. Así, desde esta definición del dispositivo, y desde la consideración de las relaciones de fuerzas como constitutivas de la subjetividad, no podemos entender la subjetividad como resultado de una presunta propiedad del individuo. La dinámica de la propiedad///impropiedad que encontrábamos en Kierkegaard queda rechazada de plano y el resultado es la impropiedad de toda subjetividad. Esto, no obstante, no supone la desaparición de la subjetividad, “sino a su diseminación que empuja al extremo la dimensión de la máscara que no ha cesado de acompañar a toda identidad personal” (Agamben, 2011). La subjetividad así entendida consiste en las diferentes “máscaras” que el individuo humano viste en todas las situaciones de su vida. En referencia a Foucault, el francés presenta cierta ambigüedad a la hora de afrontar la pregunta anterior. Si bien es cierto que Foucault observará como necesario la búsqueda de una producción de subjetividad no sujeta a dispositivos, cabe preguntarse si hacia lo que Foucault apunta es hacia la posibilidad de una subjetividad al margen de los dispositivos o, si por el contrario, es necesario el establecimiento de nuevos dispositivos diferentes a los actuales. En mi opinión, esta segunda opción es la más plausible dentro del planteamiento de Foucault, puesto que si bien el francés propugnará una continua resistencia al dispositivo no podemos entender la subjetividad sin los dispositivos. Si hablamos de subjetividad, hablamos de cierta modulación de las fuerzas, la cual modulación es ella misma ya un dispositivo. La producción de subjetividad no sujeta la podríamos 5

Cfr. Agamben, 2011

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entender como la ruptura de los presentes dispositivos, pero no como la negación de todo dispositivos, sencillamente porque si queremos hablar de subjetividad tenemos que hablar de las relaciones de poder6 que la constituyen, esto es, necesariamente tenemos que hablar de dispositivos. Sin embargo esta cuestión, no recibe una respuesta explícita en la obra de Foucault y, prueba de ello, son las diferentes propuestas posteriores que tratarán de dirimir esta cuestión. Con todo, como vemos, el planteamiento de Foucault se encuentra en las antípodas de una posible propuesta de propiedad del sujeto. La propia idea de sujeto, nos dice Foucault, es una idea construida, modelada y establecida por las relaciones de poder en el que el individuo se encuentra7. No hay lugar para un sí-mismo puro, es más, la propia mismidad de la que presume el individuo, es el resultado de mecanismos de poder que gobiernan la individualidad de las personas. Las cosas así, Foucault considera que quizá la tarea de nuestros días no es descubrir lo que somos sino rehusar lo que somos para poder imaginar lo que podríamos ser, algo que sugiere que en Foucault no encontramos un rechazo del dispositivo en sí mismo, sino de los dispositivos actuales. Con todo lo dicho, ¿queda lugar hoy día para hablar de una posible liberación del sujeto de esas formas de sujeción? Foucault considera que sí. Para analizar su propuesta conviene prestar atención a su trabajo “¿Qué es la Ilustración?. En su texto homónimo, Kant define a la Aufklarüng (Ilustración) como un proceso mediante el cual el individuo sale de su minoría de edad. Ahora bien, la Aufklärung implica el concepto de humanidad, por lo que Foucault se pregunta: si la Aufklärung es un proceso que involucra a la humanidad, ¿debemos considerar que se trata de un cambio histórico que atañe a la existencia política y social de todos los hombres? ¿o más bien se trata de un cambio que afecta a aquello que constituye la 6

En este sentido: “Quiero decir que en las relaciones humanas, cualesquiera que sean, (…) el poder está siempre presente: me refiero a las relaciones en las que se quiere dirigir la conducta de otro (...) Esas relaciones son cambiables, reversibles e inestables (...) Ahora bien, hay efectivamente situaciones de dominación. En muchos casos, las relaciones de poder están fijadas de tal manera que son asimétricas a perpetuidad y el margen de libertad es extremadamente limitado” (“The Ethic of the Care for the Self as a Practice of Freedom”, en Bernauer, J./Rassmussen, D. (eds.), The Final Foucault, Cambridge, MA, pp. 1-20; p. 11-12). En esta declaración de Foucault podemos ver como existen dos elementos: el poder y la dominación. El primero “siempre está presente” en todas las relaciones humanas, pues en toda relación existe un intento de dirigir la conducta del otro. Ahora bien, esas relaciones de poder que crean estructuras “asimétricas” (tanto a nivel social como al nivel de las propias fuerzas constitutivas del individuo), son reversibles, todo lo contrario que cuando se produce una situación de dominación, donde las relaciones de poder “son asimétricas a perpetuidad”. El caso es que tanto al nivel del poder como al nivel de la dominación hablamos de dispositivos, sólo que esos dispositivos, esa estructuración de las fuerzas, pueden imponerse de manera indefinida. La producción no sujeta de subjetividad podría entenderse, pues, como la salida de la situación de dominación, pero no como la ruptura con todo dispositivo dado que sin estos, no podemos hablar de subjetividad. 7

Cfr. nota anterior

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humanidad del ser humano? En otras palabras, ¿se trata de un cambio en la noción de humanidad, o un cambio social e histórico?8 Foucault señala que el texto de Kant propone la modernidad como actitud, no como un periodo histórico. Para ejemplificar esta actitud, Foucault propone a Baudelaire. Baudelaire definía la actitud de la modernidad en contraste con lo que él definía como actitud “flânerie”. Dicha actitud consiste en abrir los ojos, prestar atención y coleccionar en el recuerdo. En contraste con la actitud de flaneur, Baudelaire propone al hombre moderno, aquel que como el flaneur observa la moda, pero para imaginarla de otro modo, para dentro del respeto a lo real, ejercer su libertad violándolo. También para Baudelaire la modernidad implica cierta relación consigo mismo. La modernidad exige un fuerte proceso de ascetismo, es todo lo contrario a aceptarse a sí mismo tal como se es en el flujo de los instantes, sino tomarse a uno mismo como un objeto de elaboración compleja y dura: en esto consiste el "dandismo". Para Baudelaire, el hombre moderno no busca "conocerse a sí mismo", sino "inventarse a sí mismo". De lo anterior se sigue que la Aufklärung radica en un ethos filosófico, en cierta actitud de crítica permanente de nosotros mismos dirigida a borrar aquello que no necesitamos para ser sujetos autónomos. Como vemos, aun partiendo de la renuncia a una mismidad propia, aun aceptando la impropiedad originaria del individuo, incluso señalando la sujeción en la que toda subjetividad se haya encerrada, Foucault considera que todavía hay lugar para la autonomía del sujeto. Vemos pues como el binomio propiedad-autonomía se rompe: no es necesario, para poder hablar de autonomía, tener que hablar de una supuesta propiedad del individuo9.

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Esta pregunta es sumamente relevante. Foucault opta por la segunda opción, es decir, el francés considera que una propuesta de cambio ha de ser una propuesta de cambio social e histórico, no un mero cambio en la noción de humanidad. Una mera redefinición del ideal de humanidad es completamente estéril en la medida en que cambiaríamos una forma de sujeción por otra. Precisamente, esta será la objeción que, desde un planteamiento foucaultiano se le puede presentar a propuestas como las de Habermas o Apel: sus propuestas son cambios en la noción de humanidad con la fe en que esos cambios supongan una liberación del individuo. 9

Esta autonomía se entiende como la posibilidad de resistencia al dispositivo, como “cuidado de sí”, Por autonomía sin propiedad entendemos la mera resistencia al dispositivo, cierta resistencia a la heteronomía en la que se encuentra el individuo de entrada y que lo constituye en sujeto. Ahora bien, esta autonomía ha de entenderse desde el seno del plano disposicional que constituye la heteronomía originaria de toda subjetividad, y que motiva en el sujeto el “choque pasional” que lo lleva a resistirse a su influencia. En el análisis que, en los cursos del Collège, llevará a cabo Foucault de la parrhesía, se puede observar claramente esta idea. Sócrates se resiste a la constitución política injusta de Atenas que lo insta a cometer injusticia; y Creúsa, en la tragedia de Ión, descubrirá la verdad de su situación por la influencia de la trama de mentiras en la que se encuentra. De manera que parece como si existiese “algo” dentro del dispositivo que empuja a su salida. Ese algo no es explicitado por Foucault, pero, como vemos, todo en el texto de Foucault apunta a esto y, por tanto, la posibilidad de liberación es dada por el propio dispositivo.

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A su vez, esta crítica continua de nosotros mismos ha de evitar tomar como eje cualquier idea prefijada de humanidad. El humanismo es un tema o conjunto de temas que en repetidas ocasiones ha aparecido a lo largo de la historia de las sociedades europeas y que siempre iban ligados a juicios de valor. Tales temas, han variado mucho tanto en su contenido como en los valores que involucran. Además, tales temas, han servido como principio crítico de diferenciación. (un humanismo como crítica del cristianismo y la religión en general, un humanismo cristiano, uno ascético...). La conclusión de esto no es que se deba rechazar todo aquello que ha apelado al humanismo, sino que la temática humanista es demasiado flexible e inconsistente como para que sirva de eje a una reflexión. Por otro lado, al menos desde el siglo XVIII, el humanismo se ha visto obligado a apoyarse en diferentes concepciones del hombre tomadas de la religión, la ciencia o la política, por lo que Foucault piensa que el humanismo sirve para justificar las concepciones del hombre a la que se ve obligado a recurrir. A estas temáticas del humanismo, Foucault opone un principio de crítica permanente de nosotros mismos en nuestra autonomía. A su vez, este principio de crítica Foucault lo cree ver en el corazón de la Aufklärung. Por ello, más que una identidad, Foucault considera que la Auflärung se encuentra en tensión con todo humanismos. Como decíamos, la Aüfklarung, o la modernidad que empieza con ella, es observada como una suerte de ethos filosófico. La crítica en la que consiste este éthos es precisamente un análisis de los límites que constituyen nuestra subjetividad y una reflexión sobre ellos. Si la reflexión sobre estos límites ha sido históricamente la de establecerlos, Foucault considera que la reflexión, hoy día, ha de dirigirse hacia la posibilidad de un franqueamiento de los límites impuesto. De nuevo nos encontramos con la ambigüedad ¿flanqueamos los límites para buscar unos nuevos, o para negar toda limitación? Foucault, de nuevo, no responde. Si entendemos el franqueamiento como la ruptura con toda forma de “dominación”, entonces esa ruptura busca la negación de toda limitación, si, por el contrario, entendemos la limitación como resultado de las relaciones de poder, entonces el franqueamiento de los límites conduce necesariamente al establecimiento de nuevos límites. En esta lectura de Foucault, vemos como la idea de una supuesta propiedad del sujeto, hoy día, es rechazada. Sin embargo, la autonomía que acompañaba a esa supuesta propiedad del sujeto, no sucumbe porque sucumba aquella. Se produce pues una reinterpretación de la autonomía que supone la impropiedad originaria y necesaria del sujeto en su constitución. Del mismo modo, la autonomía sólo puede ser vista como motivada por los propios dispositivos configuradores de nuestra subjetividad. Esto equivale a decir que, si se renuncia

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al dominio de los dispositivos en pos de otro tipo de autonomía: 1) o bien se busca una autonomía basada en una propiedad que ya hemos visto fracasada; 2) o bien ha de renunciarse a toda forma de autonomía. En mi opinión, como veremos a continuación, la propuesta de Deleuze parece conducir a 2, esto es, a una pérdida de la autonomía.

3. DELEUZE Y EL PRINCIPIO DE INMANENCIA: LA AUTONOMÍA SUCUMBE A LA AUTENTICIDAD Deleuze pretende “asir” lo que, a sus ojos, es el plano original de toda realidad: el campo trascendental. El campo trascendental se distingue de la mera experiencia en tanto que aquel no remite a un objeto ni a un sujeto. Se presenta como pura corriente de conciencia asubjetiva, conciencia pre-reflexiva impersonal sin yo. Deleuze usará "empirismo trascendental" para referirse al análisis del campo trascendental. Este “empirismo trascendental” se opone a todo empirismo, en tanto que a diferencia de éste, no implica el mundo del sujeto y del objeto. Así, dado que este campo trascendental pre-subjetual se toma como lo originario, observamos como Deleuze también acepta la impropiedad originaria del sujeto, que se constituirá a partir de ese campo inmanente. Por otro lado, la relación del campo trascendental con la conciencia es sólo de derecho, es decir, cuando Kant señala que “el yo debe poder acompañar todo estado de conciencia”, el alemán hablaría desde un plano de derecho: que deba acompañarlo no significa que efectivamente lo haga. Para Deleuze la conciencia sólo se convierte en un hecho cuando aparecen, al mismo tiempo, un sujeto y un objeto por fuera del campo trascendental, esto es, como trascendentes. Mientras se encuentra atravesando el campo trascendental no hay nada que pueda revelar la conciencia. Según Deleuze, la conciencia sólo se muestra reflejándose sobre un sujeto que la remite a objetos. Esto es, cuando aparece el sujeto la conciencia aparece como remitida a objetos. Por lo anterior, no podemos definir el campo trascendental desde la conciencia, pues, como decimos, ésta sólo se hace notar a partir de la aparición del sujeto, el cual a su vez se encuentra trascendiendo el campo trascendental. Sin embargo, la conciencia es coextensiva con el campo trascendental. Más allá de la conciencia, el campo trascendental se definiría como un plano de pura inmanencia, pues escapa a la trascendencia del sujeto y del objeto. El campo trascendental también es definido como inmanencia absoluta. La inmanencia no se relaciona con cosa alguna más allá de sí misma, no con Una cosa que es vista como unidad superior de todas las cosas, no con un Sujeto como sujeto trascendental,

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encargado de operar la síntesis de las cosas. Sólo cuando la inmanencia responde sólo de sí misma y a sí misma, podemos hablar de plano de inmanencia. A su vez, esa pura inmanencia es denominada “una vida…”. Una vida es la inmanencia absoluta, potencia completa. El campo trascendental es visto, pues, como una vida que no depende de ser alguno ni está sometida a un Acto. Es conciencia inmediata y absoluta en donde la actividad no responde a ser alguno sino que se plantea como una vida. Se trataría de algo semejante al connatus de Spinoza, la impersonal singularidad que se concibe como vida neutra, como vida indiferente: pura posibilidad que atraviesa toda vida individual. La inmanencia absoluta de una vida contiene acontecimientos o singularidades que no hacen sino actualizarse en los sujetos y los objetos. Según Deleuze, lo indefinido como tal, esto es, una vida, no marca una indeterminación empírica, sino una determinación de inmanencia o una determinabilidad trascendental. La vida individual, reducida a una vida inmanente, marca una singularidad en base a las singularidades contenidas en esta y que se actualizan en las diferentes subjetividades. La inmanencia marca una singularidad más original y auténtica que la determinada en base a la subjetividad de la individualidad, que trasciende este nivel de inmanencia. Según Deluze, una vida sólo contiene virtuales: está hecha de virtualidades, acontecimientos y singularidades. Ahora bien, lo que denominamos virtual no es algo que carece de realidad, sino algo que se compromete en un proceso de actualización y que sigue un plano que le da realidad propia. El acontecimiento inmanente o virtualidad, se actualiza en un estado de cosas y en un estado vivido que permite su irrupción. La trascendencia, precisamente, se concibe como la actualización de las virtualidades o acontecimientos inmanentes en un sujeto a los cuales se atribuye. Pero aun cuando no se puede separar de su actualización, el plano de inmanencia es virtual en sí mismo: no consiste en ese sujeto o en ese objeto en el que se ha actualizado, está, por decirlo así, por debajo de ellos. Es más existe una gran diferencia entre esos acontecimientos de una vida y los trascendentes a los que da lugar en su actualización. Agamben lleva a cabo una lectura de la noción deleuziana de inmanencia. Para él, el carácter fundamental de la inmanencia deleuziana es su "no reenviar a un objeto" y su "no pertenecer a un sujeto"; es decir, ser inmanente sólo a sí misma y, sin embargo, en movimiento. Como veíamos, la noción de inmanencia se encontraba aparejada a la noción de campo trascendental. Para Agamben, forzando este concepto de "campo trascendental" se

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trata, para Deleuze, de alcanzar una zona pre-individual y absolutamente impersonal más allá de toda idea de conciencia. Se trataría de captar el estado previo a toda subjetividad. Para Deleuze, no sólo es imposible concebir lo trascendental del modo en que lo hace Kant, "en la forma personal de un Yo", sino que tampoco es posible (atacando a Husserl) tomarlo con la forma de una conciencia, incluso si esta conciencia se concibe intencionalemente, pues esto supone centros de individuación que no coinciden con lo trascendental. Desde Descartes a Husserl, el "cogito" había hecho posible concebir a lo trascendental como un campo de conciencia. Si en Kant lo trascendental se concibe como conciencia pura sin ninguna experiencia, Deleuze invertirá esta concepción para concebir a lo trascendental como una experiencia sin conciencia ni sujeto. Tras separar, pues, el campo de lo trascendental del campo de conciencia pura, y de toda conciencia en general, Deleuze pasa a considerar lo dicho por Heidegger, acercándose mucho a su posición. En efecto, para Heidegger el Dasein, con su "estar-en-el-mundo", ciertamente ya no se entiende como la relación indisoluble entre un sujeto – una conciencia– y su mundo. A su vez, la aletheia, el estar-al-descubierto del ente, ya no es un objeto intencional, sino el nuevo plano trascendental post-conciencial y post-subjetivo, impersonal y no-individual, que Deleuze toma como herencia de "su" siglo. Deleuze caracteriza a la inmanencia a la manera de la “Causa inmanente” de Spinoza. Para Deleuze, "una causa es inmanente cuando el mismo efecto es inmanente a la causa en lugar de emanar de ella" (Deleuze, 1996). A esto es a lo que se denomina “inmanación”. El concepto de "inmanación" es llevado a las últimas consecuencias, en la idea de que el plano de inmanencia no es inmanente a algo, sino sólo a sí mismo. Así el principio de inmanencia es pues: "l'immanence ne l'est qu'à soi-même"10. Deleuze considera la historia de la filosofía como la historia de un riesgo: el de referir la inmanencia a algo de lo que la inmanencia sea inmanente, es decir, el riesgo se encuentra en no aceptar el principio de inmanencia. A partir de Husserl, la inmanencia se convierte en inmanente a una subjetividad trascendental, haciendo reaparecer en su mismo interior la cifra de la trascendencia. La inmanencia, pues, está amenazada por esta "ilusión de trascendencia". Se trata de una ilusión necesaria en el sentido de Kant, que la inmanencia misma genera de su interior y que todo filósofo toma al tratar de captar la inmanencia.

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“La inmanencia lo es sólo de sí misma”.

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Agamben señala, como se ha hecho un poco más arriba, que el último aporte de Deleuze consiste en pensar la inmanencia como "una vida...". Deleuze precisa que decir que la inmanencia es "una vida..." no significa atribuir la inmanencia a la vida, entendida esta última como un sujeto. Por el contrario, "una vida..." designa precisamente el ser inmanente a sí mismo de la inmanencia. No se trata de inmanencia "a" una vida, sino la inmanencia que no es ella misma sino una vida. Una vida es la inmanencia de la inmanencia, la inmanencia absoluta. Deleuze recurre a un ejemplo literario para esclarecer el concepto "una vida...". Este ejemplo es Dickens. En su obra11, un individuo, un mal sujeto es conducido hacia la muerte, y he aquí que los que lo cuidan permanecen en una especie de solicitud hacia el menor signo de vida del moribundo. A medida que el sujeto vuelve a la vida, los cuidadores se vuelven más fríos y el sujeto recupera poco a poco su maldad y grosería. Entre la vida y la muerte de este sujeto hay un momento que Dickens considera de "una vida jugando con la muerte" (Dickens, 2011). El mal sujeto ha dado lugar a una vida impersonal pero sin embargo singular: un sólo hombre, liberado de los accidentes de la vida interior y exterior, de la subjetividad y de la objetividad, al que todos compadecen y que alcanza una suerte de beatitud. Dickens distingue entre el individuo Riderhood (el mal sujeto moribundo) y la "chispa de vida en él", que curiosamente es separable de la canallada en la que habita. 12 El lugar de esta vida no está ni este mundo ni en el otro, sino entre los dos, un intermundo feliz que, tanto si el moribundo se recupera, como si se muere, finalmente abandonará. Lo que vuelve tan interesante la "chispa de vida" es este estado de suspensión inasignable "entre los dos mundos". Por ello Deleuze puede hablar de "una vida impersonal", situada en un umbral más allá del bien y del mal, pues sólo el sujeto que "encarna" esa vida, en medio de las cosas, puede hacerla buena o mala. Sin embargo, parece que a Deleuze no convencía la claridad que el ejemplo dickensiano parecía tener. El hecho es que esa vida desnuda, esa inmanencia, sólo parece emerger a la luz en el momento de lucha con la muerte, y esto es lo que a Deleuze chirría: debería ser posible asir "una vida..." sin necesidad de afrontar la vida personal a la muerte universal.

11

Cfr. Dickens, 2011. "Nadie tiene la menor consideración para con el hombre; para ellos, él ha sido un objeto de rechazo, sospecha y aversión; pero curiosamente la chispa de vida en su interior es ahora separable de él, y ellos tienen un profundo interés por ella, probablemente porque es vida, y ellos están viviendo y van a morir" (Dickens, 2011). 12

Ibíd.

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Para aclararlo pues, en vez de asociar la vida con la muerte, Deleuze pasa a asociar la vida con el nacimiento, mostrando como el recién nacido presenta la misma singularidad que presentaba el moribundo, pero al mismo tiempo, un carácter pre-personal. Así tanto con el ejemplo dickensiano como con el del recién nacido, podemos comprender mejor lo que Deleuze entiende por una vida: el plano de inmanencia absoluta en el que se produce un libre juego de fuerzas sin que exista ninguna estructuración de las mismas. Así, "una vida..." es la figura de la inmanencia absoluta, o lo que es lo mismo, es lo que no puede atribuirse a ningún sujeto, la matriz de des-subjetivación infinita. El plano de inmanencia funciona, entonces, como un principio de indeterminación virtual en el que el animal y el vegetal, el adentro y el afuera y hasta lo orgánico y lo inorgánico se neutralizan y transitan el uno en el otro. El error que según Deleuze hoy día presenciamos es que se rompe el principio de inmanencia al señalar al sujeto como lo primero y atribuir a él la inmanencia. Es decir, “una vida” aparece como vida cualificada, como sujeto, con todo lo que ello implica. Lo que reivindica Deleuze es un cambio de perspectiva: no es la vida la que se atribuye a un sujeto, sino que el sujeto aparece dentro de una vida como trascendencia de la inmanencia que ella implica. Si se atribuye la vida al sujeto, tomando a éste como lo originario, toda subjetividad se encuentra sujeta, no es posible hablar de formas de subjetividad no sujeta pues lo que se negaría es el plano de producción no sujeta de subjetividad, a saber, el plano de inmanencia desde donde la subjetividad aparece como acontecimiento. La idea de acontecimiento es fundamental tanto en el planteamiento de Deleuze como en el planteamiento de Foucault. Esta idea permite señalar cómo, si se niega la influencia de los dispositivos, la subjetividad aparece sin sujeción alguna, sigue la propia dinámica de la inmanencia. La solución pasa, por tanto, por librar de trascendencia toda inmanencia. Ahora bien, no es que renunciemos a la subjetividad –ni en Foucault ni en Deleuze ocurre esto–, ya que, que la inmanencia genere trascendencia es algo irrenunciable. Lo que ocurre es que en la actualidad, la inmanencia ha quedado impotente, pues se han invertido las tornas. Al comprender la inmanencia desde la trascendencia que ella genera, la inmanencia se vuelve impotente, el acontecimiento se anula y toda subjetividad se entiende de una manera determinada y única –las formas que imponen los dispositivos–, en definitiva, la inmanencia se entiende como la inmanencia de un sujeto ya constituido y determinado. Si se vuelve a invertir las tornas, si de nuevo observamos la subjetividad como perteneciente o producida por la inmanencia, podremos hablar de autenticidad en el sujeto, pues este tendría su arraigo en la inmanencia y no al contrario. Lo que hoy día nos encontramos son sujetos inauténticos,

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producidos por los dispositivos que anulan el acontecimiento y proporcionan una subjetividad estereotipada a los individuos que se adscriben a ellas. En ¿Qué es un dispositivo? Deleuze señala que el dispositivo presenta componentes de visión, de enunciación, líneas de fuerzas, líneas de subjetivación, líneas de ruptura, de fisura y de fractura. Todos estos elementos se entrecruzan mientras unos suscitan otros a través de variaciones y hasta mutaciones de disposición. De todo su análisis del dispositivo, encuentro una ambigüedad respecto a éste que Deleuze no parece solventar: ¿anula el dispositivo al acontecimiento inmanente o es precisamente el que da lugar a su actualización?. Tal y como vimos desde la distinción entre “dominio” y “poder”, si consideramos al dispositivo como la mera estructuración del campo de fuerzas, no es que el dispositivo posibilite o no el acontecimiento, sino que éste habría de entenderse como dispositivo. Al estructurarse las fuerzas de una determinada manera en base a su propia dinámica se produce el acontecimiento. Este acontecimiento, impuesto a perpetuidad da lugar a una situación de dominio en la que el acontecimiento mismo ya pasa a ser visto como dispositivo, esto es, como una estructuración de las fuerzas que anula cualquier otro acontecimiento. De manera que, tomado así el dispositivo, como un acontecimiento que crea una situación de dominio, es obligado señalar que anula todo otro acontecimiento. Tal y como vemos, también en Deleuze encontramos un rechazo del paradigma de la propiedad. Efectivamente, la idea de un sí-mismo puro en base al cual se constituye una subjetividad auténtica, es impensable desde un planteamiento en el que la idea de sí-mismo queda aparejada a la idea de un sujeto, el cual a su vez, es producido por un plano de inmanencia en el que entra en conflicto numerosas fuerzas heterogéneas. En pocas palabras, el sujeto en Deleuze es el resultado de la mutua influencia de fuerzas diferentes, por lo que su pureza queda desmentida. Ahora bien, creo necesario observar más detenidamente, cómo el sujeto emerge como trascendencia del plano de inmanencia. Según Deleuze, las diferentes fuerzas que constituyen el campo de inmanencia, entra en relación unas con otras y fruto de esa interacción, aparecen tanto el sujeto como los diferentes objetos. Imaginemos un nuevo individuo, un recién nacido, paradigma deleuziano de “una vida”. La subjetividad del recién nacido puede constituirse, o bien de acuerdo al libre juego de las diferentes fuerzas, o bien, ese libre juego de fuerzas no es libre en la medida en que el recién nacido va adoptando modelos ya constituidos de subjetividad que, de alguna manera, condicionan el libre juego de fuerzas.

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¿A cuáles de estas dos posibilidades podemos denominar una subjetividad auténtica? Según Deleuze, sólo el primer modelo, esto es, una subjetividad constituida por el libre juego de fuerzas, podría denominarse –aunque nunca Deleuze use este término– como auténtica, pues este modelo se mantiene fiel al principio de inmanencia. Lo que objeto en este punto es que, ninguno de los dos modelos atenta contra tal principio. En el caso de la segunda opción, esto es, que la subjetividad quede constituida en base a modelos ya constituido de subjetividad –modelos proporcionado por los dispositivos– la inmanencia no es referida a esos modelos pues estos modelos se entienden como producidos por el campo de inmanencia. La vida inmanente no es atribuida a esos sujetos, como si el sujeto fuese lo originario, ya que esos sujetos se saben producidos por el nivel de inmanencia: se mantiene el principio. Lo que sí ocurre es que esos modelos dotan al individuo de cierta autonomía respecto del campo de inmanencia, en la medida en que el plano de inmanencia no será ya lo que constituya su subjetividad. En el caso de la propuesta de Deleuze, esto es, que la subjetividad se constituya en el libre juego de las fuerzas, se preserva una autonomía del sujeto respecto a los diferentes modelos disponibles; pero no una autonomía respecto de las propias fuerzas, pues la subjetividad no será más que lo que el juego de fuerzas haga de ella. De manera que, buscando dotar al sujeto de autonomía respecto a los modelos de subjetivación que proporcionan los dispositivos, Deleuze niega toda posibilidad de autonomía, pues el sujeto queda constituido en el libre juego de fuerzas. Es decir, buscando salvaguardar la autenticidad del sujeto, su pertenencia a la inmanencia originaria, se niega la autonomía del mismo, que queda relegada al impulso de fuerzas ciegas y heterónomas. En Foucault, en cambio, observamos cómo se acepta tanto la impropiedad originaria del sujeto (se preserva su autenticidad), como, a su vez, la posibilidad de resistencia al dispositivo. Lo que en la propuesta de Foucault, a mi modo de ver, supera la propuesta de Deleuze, es que en Foucault, todavía existe lugar para la autonomía. Esta defensa de la propuesta foucaultiana con respecto a Deleuze, empero, depende de que se resuelva la ambigüedad que apuntábamos en la exposición de la propuesta de Foucault. Es decir, sólo podemos hablar de autonomía del sujeto si aceptamos que la resistencia al dispositivo supone la instauración de nuevos dispositivos que conformen una subjetividad alternativa. Si, por el contrario, interpretamos que la propuesta de Foucault apunta a la producción de subjetividad que escape a todo control dispoisicional, como parece entender Deleuze, entonces Foucault cae en el mismo error de Deleuze: se preserva la autonomía del sujeto respecto al dispositivo pero pagando el precio de que el sujeto se constituye heterónomamente en el juego de fuerzas y, por tanto, al precio de renunciar a toda

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autonomía del sujeto, pues la autonomía respecto al dispositivo es vista como la fidelidad a la heteronomía originaria del sujeto. La primera de estas dos opciones será la que se desarrolle en la segunda parte de este trabajo.

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SEGUNDA PARTE: La dimensión proyectiva del sujeto. En la primera parte de este proyecto hemos tratado de mostrar como la noción de la subjetividad ha derivado de una concepción de la misma en la cual la autonomía venía garantizada por una supuesta propiedad del sujeto, a una propuesta que postula la impropiedad de la subjetividad que se encuentra sujeta a dispositivos heterónomos y en la que la autonomía de la subjetividad se pone en entre dicho por la influencias de los dispositivos en su configuración. A su vez, hemos observados dos intentos, el de Foucault por un lado, y el de Deleuze por otro, que tratan de, partiendo de lo anterior, encontrar la manera en la que la subjetividad pudiese resistirse a la influencia de los dispositivos. Hemos mostrado también como en la propuesta de Deleuze, si bien se consigue demostrar una vía para la autonomía de la subjetividad frente a los dispositivos, esta autonomía se consigue al precio de renunciar a una autonomía de la subjetividad respecto a su nivel constitutivo. En esta segunda parte del proyecto se pretende explicitar positivamente una noción de autonomía que permita la resistencia de la subjetividad respecto a la influencia de los dispositivos pero también respecto a su nivel constitutivo. Para ello estimo oportuno observar dos ámbito o caracteres dentro de la subjetividad humana: el carácter memorativo del yo, por un lado, y por otro, su dimensión proyectiva. A su vez se analizará como la correcta articulación de ambas dimensiones da como resultado una subjetividad autónoma. A continuación trataré de explicitar la concepción del yo que se deja ver en el planteamiento de Sartre, en el cual el yo queda como el “enmascaramiento” de una espontaneidad originaria que el francés asocia con la conciencia trascendental. Esto resulta relevante porque la noción que Sartre mantiene sobre el yo, permitirá descubrir esa dimensión de la subjetividad que en lo siguiente se denominará “dimensión memorativa del yo”. 1. EL CARÁCTER MEMORATIVO DEL YO. Para Sartre, al igual que para Husserl –del que toma esta consideración aunque bastante modificada–, la conciencia es un hecho absoluto13. Se trata del conjunto de condiciones de posibilidad de la experiencia. La conciencia empírica, en contraste con ésta, constituye nuestro conjunto de representaciones conscientes las cuales suponen el

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Cfr. “Teoría de la presencia formal del yo” en Sartre, 2003.

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acompañamiento del “yo pienso”, con la radical transformación de la primera que lleva a cabo y que más adelante analizaremos. La relación que Sartre establece entre la conciencia trascendental y la conciencia empírica consiste en que la primera posibilita la segundo aprisionándose posteriormente en ella. En este sentido, Sartre apoyaría la idea husserliana de una conciencia constituyente. Así el yo dejaría de ser algo originario (no pertenecería a la conciencia trascendental) y, en su lugar, quedaría como algo derivado que la conciencia trascendental constituye con posterioridad junto con la conciencia empírica. En base a esa idea de una conciencia trascendental constituyente, nos encontramos con una pregunta: ¿es necesario una duplicación del ego en “Ego” (Yo trascendente constituido con posterioridad por la conciencia trascendental) y “Yo trascendental” (conciencia trascendental) o sólo debemos hablar de Ego como yo trascendente a la conciencia trascendental? Sartre opta por la segunda opción de la cual extrae las siguientes consecuencias: a) El campo trascendental se hace impersonal o, para ser más precisos, "prepersonal". b) El que el “Yo pienso” pueda acompañar a todas las representaciones es posible gracias a que el propio “Yo pienso” es resultado de una unidad previa e independiente de él representada por la conciencia trascendental. c) Se abre una pregunta de si la personalidad es un complemento necesario de la conciencia, o lo que es lo mismo, si es posible concebir conciencias impersonales.

En relación con esas consecuencias, Sartre pasa a examinar la posibilidad o necesidad de postular un “yo trascendental” al estilo kantiano. Para el francés, habitualmente la existencia de un Yo trascendental se justifica por la necesidad de unidad y de individualidad en la conciencia. Este es el argumento para postular dicho Yo. Gracias a que toda representación se relaciona a ese núcleo permanente (el Yo trascendental) la conciencia queda unificada. Ahora bien, para Sartre apoyado en la fenomenología, no hay necesidad de recurrir a ese Yo unificador e individualizante, en la medida en que la conciencia se define por su carácter intencional. Es debido a la

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intencionalidad de la conciencia como ella se unifica, trascendiéndose. La conciencia encuentra su unidad en lo Otro14. Para entender lo anterior, la conciencia trascendental ha de ser concebida como total y absoluta espontaneidad que se dirige hacia objetos los cuales la individúan. Que, como decíamos antes, la conciencia sea un hecho absoluto para Sartre quiere decir que la conciencia sólo se concibe a ella misma como siendo conciencia de un objeto, es decir, que presenta un carácter no posicional al no tomarse nunca ella misma como objeto sino siempre como conciencia de un objeto que la trasciende (si la conciencia se tomara a sí misma como objeto sería autocontradictoria en la medida en que se tomaría a sí misma como trascendiéndose a sí misma, por lo que la conciencia nunca puede tener conciencia de sí misma en su espontaneidad, sino sólo en tanto que conciencia de). De este modo la absolutez de la conciencia queda presente en su carácter eminentemente espontáneo el cual nunca puede ser apresado en una representación, o, en palabras del propio Sartre, “la conciencia es conciencia de alguna cosa: esto significa que la trascendencia es estructura constitutiva de la conciencia; es decir, que la conciencia nace dirigida sobre un ser que no es ella(...) la conciencia implica en su ser, un ser no consciente y transfenomenal (...), la conciencia es un ser para el cual se da en su ser la cuestión de su ser en tanto que este ser implique otro ser diferente de él” (Sartre, 1989). Al ser la conciencia caracterizada de este modo, no es posible el yo a nivel trascendental o “irreflexivo”, calificativo que usa Sartre para caracterizar a la conciencia en su nivel de espontaneidad originaria. En su lugar, el yo sólo aparecerá como cualquier otro objeto hacia el que la conciencia se dirige y que la individua. Es decir, al ser la conciencia trascendental siempre definida como espontaneidad absoluta, el yo queda fuera de dicha espontaneidad, por lo que no es posible concebirlo más que como un objeto para la conciencia. Para Sartre el yo sólo aparece al nivel del cogito. Cuando “apresamos” un pensamiento, que no es sino fruto de la espontaneidad de la conciencia trascendental, aparece un yo como propietario de ese pensamiento. Y no sólo propietario de ese pensamiento, sino que aparece como trascendiendo todo pensamiento posible. Ahora bien, ¿qué ocurre en el cogito? El Cogito es una operación reflexiva, es decir, una

14

Cfr. Ibíd.

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operación de segundo grado. En él la conciencia está dirigida a la propia conciencia, la conciencia se toma a sí misma como objeto. En el Cogito hay una unidad indisoluble de la conciencia reflexionante y de la conciencia reflexionada. Sin embargo, en base a lo que antes apuntábamos sobre la imposibilidad de que la conciencia tome conciencia de sí misma en su espontaneidad, realmente nos encontramos frente a "dos conciencias" de las cuales una es la conciencia de la otra. Estamos ante la conciencia que, en su espontaneidad, se toma como objeto a sí misma, por lo que, si queremos ser precisos, tenemos dos cosas radicalmente distintas: la conciencia como espontaneidad y la conciencia como objeto. Ahora bien, todo lo que la conciencia reflexionante dice, lo dice sobre la conciencia reflexionada, esto es, sobre un objeto en el sentido de “ser para la conciencia”. Cuando la conciencia se toma a sí misma como objeto, la conciencia-objeto, es algo distinto de la concienciaespontaneidad. Esta última, por definición, no puede ser nunca circunscrita como objeto. De este modo, la conciencia que dice "Yo pienso" no es la conciencia que piensa (conciencia reflexionante) sino la reflexionada15. Toda representación consciente en la que aparece el “yo pienso” corroborador, implica la autoreflexividad de la conciencia, la cual se toma a sí misma como pensando un objeto. Así el “yo pienso” resulta cuando la conciencia se toma a sí misma como objeto. Esta toma de la conciencia de sí misma como objeto, paradójicamente, deja a la conciencia fuera, pues esta no pude ser, reiteramos, circunscrita a la objetividad de una representación. La conclusión, por tanto, es que el yo de la conciencia es el resultado de la fosilización o recolección de conciencias particulares que, a través de un proceso reflexivomemorativo, se tornan propiedad de un yo que sólo aparece en dicho proceso y que se yergue como propietario de dichas representaciones. Este es el carácter memorativo del yo que, a mi modo de ver, se deja ver en la propuesta de Sartre. Desde esta perspectiva, el yo es un yo completamente impotente y que sólo sirve, a nivel reflexivo, para caracterizar una serie de estados, acciones y cualidades, en definitiva, de conciencias espontáneas particulares. Pese a que la conclusión, como vemos apunta a una impotencia del yo en la medida en que este sólo queda como la interpretación dada a la conciencias

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Si bien lo dice gracias a que la conciencia reflexionante ha llevado a cabo un acto reflexivo

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particulares siendo unidad que las aglutina, Sartre considera que en la medida en que el yo es fruto de esta interpretación, y que esa interpretación no está condicionada por nada, el hombre puede ser lo que quiera en la medida en que puede interpretar o considerar su yo de acuerdo a las diferentes conciencias particulares de la manera que quiera16. Ante un mismo objeto (un estado, una acción, una pasión, etc.) son posibles interpretaciones del mismo muy distintas. Es como si el yo eligiese como coloca unos ladrillos que ya le son dados. Para Sartre, "el hombre empieza por existir y después se define" (Sartre, 2009). Esto resulta coherente con lo dicho hasta ahora. La conciencia trascendental ofrece una material inagotable de representaciones en potencia que, al hacerse conscientes dotan de material al propio yo para definirse. Ahora bien, el yo no es más que la unidad de las representaciones conscientes las cuáles son anteriores e independientes de él en tanto que son fruto de la espontaneidad de la conciencia trascendental. El hombre es lo que él concibe que es, lo que él quiere ser. No obstante conviene preguntarse, en base a lo dicho por autores como Heidegger, Foucault y Deleuze en qué medida eso que él quiere ser no está mediado por la facticidad. Esta pregunta la trataremos, sin embargo, un poco más adelante. Como vemos, en Sartre lo originario en la constitución de la subjetividad es una elección, aquella que elige cómo interpretar las distintas conciencias espontáneas particulares. Ahora bien esta elección presenta una naturaleza paradójica. La elección únicamente se circunscribe a cómo valoramos el papel de las determinaciones. Es decir, tenemos que el yo sólo aparece como el producto final de una largo proceso reflexivo mediante el cual la conciencia se toma a sí misma como objeto. De este modo, la representación es independiente de la elección del sujeto. Ahora bien, cómo tome el propio sujeto esa representación, cómo la interprete, es algo que, según Sartre, no se encuentra determinado de ningún modo. De este modo, debemos hablar de heterotomía en la constitución de la subjetividad, debido al carácter dado de las distintas conciencias reflejas, pero también de libertad del sujeto en la medida en que puede elegir cómo lo determinan esas representaciones: el yo es libre pero sólo a nivel reflexivo, de entrada ya se encuentra determinado pues él no elige las representaciones que lo configuran, sólo las interpreta.

16

Cfr. Sartre, 2009.

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Para el autor francés, la existencia del hombre es un faktum, un hecho absoluto no determinado ni motivado por nada17. No podemos entender la acción del sujeto como motivada por valores determinados, en la medida en que estos son demasiado abstractos y vagos como para determinar una acción. Dicho esto, parece como si aquello que debiera motivar la acción fuera sólo aquello que desde el interior empuja al individuo, esto es, la pasión o el instinto que lo insta a una determinada acción. Sin embargo, el sentimiento no es algo distinto de la acción, o lo que es lo mismo, el sentimiento se constituye en la acción misma18, de suerte que no podemos tomar al sentimiento como una posible guía o fundamento de la acción de un sujeto en la medida en que dicho sentimiento aparece como resultado, precisamente, de la acción. De manera que el sujeto no puede ni buscar en una moral conceptual aquel valor que justifique su acción, ni tampoco buscar en el interior aquel estado auténtico e íntimo que le empujara a actuar: lo único que podemos responder es que el sujeto actúa y que éste es siempre responsable de dicha actuación. Los sentimientos y los valores son consecuencia de la acción no sus determinantes. El desamparo es la auténtica naturaleza del hombre. Este desamparo lo lleva a actuar y como fruto de esta actuación el individuo va configurando su subjetividad, sus afectos, sus valores, etc. Señalar que actuamos conforme a algo, es suprimir esa naturaleza desamparada, la cual, no obstante, piensa Sartre, no deja de imponerse como una realidad. Sartre parece retomar, así, la posición de Kierkegaard pero secularizándolo: se renuncia a ese proyecto divino que el individuo descubre en su interior cuando renuncia a una determinación cuantitativa, el sujeto sólo dispone de la elección, fruto de esa elección su subjetividad se irá configurando. Para Sartre "un hombre que se compromete en la vida dibuja su figura, y fuera de esa figura no hay nada" (Sartre, 2009). Precisamente contra esto parece pronunciarse Deleuze al señalar que hemos de renunciar a toda forma de subjetividad impuesta para permitir que las fuerzas constitutivas sigan su libre juego, hemos de renunciar a toda definición que dé nombre al libre juego de fuerzas, en definitiva, hemos de buscar la singularidad dentro del anonimato. Aunque parezcan dos posiciones completamente opuestas, pueden compatibilizarse ambas. Desde el planteamiento de Sartre se pueden 17

Cfr. Ibíd. En este punto conviene aclarar que la acción es, para Sartre, un objeto para la conciencia y en tanto que tal, fruto de la espontaneidad de la conciencia. Una vez la acción es reflexionada, puede despertar en el individuo sentires distintos, así la acción es previa al sentimiento que despierta según Sartre. 18

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concebir lo que él llama “conciencias impersonales”, esto es, estados, pasiones e incluso acciones de las que el sujeto no es consciente19. Lo que Sartre señala es que en el momento en el que la conciencia, en su espontaneidad se toma a sí misma como objeto (no fruto de la autoreflexividad del yo, sino de la autoreflexividad de la conciencia trascendental pre-personal), inevitablemente aparece un yo como resultado de ese proceso que se presenta como “dueño” de la conciencia particular y de toda conciencia posible. Ahora bien, el papel que el sujeto dé a ese yo está en el aire: puede renunciar a él o puede dibujarlo y modelarlo a su antojo20. Dicho esto entendemos como Sartre opta por ese proceso de modelaje del yo mientras que Deleuze cree necesario la renuncia al mismo: debemos definirnos ir dibujando nuestra personalidad conforme a las acciones que realizamos y de las cuales somos responsables, por un lado, y por otro, de acuerdo a la opinión que esas acciones merecen por parte de los otros. Sartre considera que si queremos conceder alguna dignidad al hombre, hemos de hablar del "cogito", pues sólo en base a él el sujeto se distingue de un objeto. Este cogito aparece como un hacerse cargo el sujeto de lo ya andado, como ya hemos visto más arriba. Todo materialismo o determinismo, del corte que sea, considera al individuo como un objeto más, esto es, como un conjunto de reacciones determinadas. A mi entender todo esto acerca muchísimo, salva veritate, las posiciones de Deleuze y Sartre. Para Deleuze el individuo es un conjunto de fuerzas en afección recíproca y el sujeto ha de entenderse únicamente como la trascendencia necesaria a ese libre juego, como su otra cara. Del mismo modo, Sartre concibe que el sujeto aparece cuando la conciencia se toma a sí misma como objeto y, paradójicamente, se deja fuera. El sujeto aparece como el propietario de la conciencia refleja, no de la conciencia trascendental como ya hemos visto, luego se trata de un objeto “para” la conciencia y, por tanto trascendente a la misma. Ambos parecen estar de acuerdo en este punto: el sujeto es algo trascendente a un nivel previo a la subjetividad que Sartre toma como conciencia trascendental y Deleuze como libre juego de fuerzas. Por su parte Deleuze señala que ha de respetarse lo que él llama “principio de inmanencia”, 19

No en tanto que estos son inconscientes, pues el incosciente implica al yo y lo que Sartre trata de mostrar es la posibilidad de estados mentales que no involucren yo alguno ni en su presencia ni en su ausencia. 20 En este punto Sartre señala que la configuración del yo involucra la intersubjetividad pues la consideración del yo como resultado de la acción implica que en la configuración del mismo se hace necesaria la opinión que las acciones configuradores del yo le merecen a los otros

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esto es, no supeditar la inmanencia del libre juego de fuerzas a la influencia de la subjetividad que surge como su trascendencia. Es decir, la subjetividad no ha de imponer una jerarquización determinada al libre juego que anule cualquier otra jerarquización posible. Ahora bien, ¿es el yo postulado por Sartre una imposición de la subjetividad al nivel trascendental? En modo alguno, el yo del que habla Sartre aparece como un recolector de conciencias particulares no producidas por él. En ningún momento, si entendemos la conciencia trascendental como un libre juego de fuerzas, y nada nos impide hacerlo, Sartre considera que el yo tenga potestad sobre ella, al contrario, es el resultado de la interpretación del material que ella ofrece. Aun con esto, Deleuze aún podría criticar cierta progresividad en la construcción de la subjetividad propuesta por Sartre. El sujeto va interpretando sus acciones de acuerdo a su proyecto de realización: toda acción, pasión, afecto o estado, es colocado dentro del puzle que es el yo, de suerte que el libre juego de fuerzas no es tan libre en la medida en que se encuentra mediado por una interpretación que se dirige a la realización de un proyecto, el cual no es otro que la realización personal. Nos encontramos pues ante dos posiciones que comparten el punto de partida pero se diferencian a la hora de extraer las consecuencias: Sartre concibe que el sujeto ha de ir realizándose mientras que Deleuze concibe que esa realización implica una inautenticidad del sujeto, la ruptura con el principio de inmanencia. Dado que como ya vimos, la postura de Deleuze implica la pérdida de autonomía del sujeto en pos de una subjetividad auténtica pero ciega, creo más fructífero examinar la postura de Sartre en la medida en la que ésta aún permite conceder libertad al sujeto.

2. EL EXISTIR RADICALMENTE FÁCTICO DEL SUJETO. La concepción del yo manejada por Sartre y que hemos tratado de exponer en el apartado anterior será la base de la noción de subjetividad que quisiera defender a partir de aquí. Así el punto de partida es un yo como trascendencia de un nivel previo y su papel no es otro que la recolección memorativa de conciencias irreflexivas particulares y la construcción en base a ellas de un “nombre”, de una definición del propio yo. A partir de este punto el yo no es más que una recolección de conciencias particulares interpretadas

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que, a posteriori, va definiendo a la persona. Ahora bien existen algunos puntos oscuros o incompletos en la propuesta de Sartre. A mi modo de ver el primero radica en el punto de partida que Sartre toma: la existencia del individuo. Creo oportuno tomar a ésta como el nivel originario de toda subjetividad, pero atendiendo al carácter fáctico de este existir. Como ya hemos dicho, el sujeto existe y con posterioridad se define. Dicho esto, ¿es el sujeto completamente libre a la hora de llevar a cabo esa definición consistente en interpretar las diferentes conciencias particulares y aglutinarlas en un título que recibe el nombre de “yo”? Por otro lado ¿hemos de renunciar a la idea de una ruptura con el principio de inmanencia postulado por Deleuze que sea aún más agresiva incluso que la ruptura que introduce Sartre al señalar la mediación interpretativa que da lugar al yo? Por último, ¿debemos resignarnos a que la autonomía de la propia subjetividad se mida únicamente en la posibilidad de configurar nuestro propio yo, de definirlo, y renunciar, por tanto, a una efectiva autonomía que implique la influencia de la subjetividad ya constituida en su nivel constituyente? Los dos apartados siguientes buscan dar respuestas a estas preguntas. En el apartado que nos ocupa ahora, trataré de mostrar como esa supuesta libertad para configurar el yo que Sartre defiende es fruto de la desconsideración del carácter fáctico de la existencia humana: si se habla de la absoluta libertad del individuo para interpretar las diferentes conciencias espontáneas particulares es porque no se ha tenido en cuenta la dimensión fáctica de toda subjetividad. Para analizar este carácter fáctico atenderemos a lo dicho sobre este dominio tanto por Heidegger como por Simmel para demostrar que si queremos hablar de autonomía en la subjetividad, esta ha de buscarse en algo más allá de la mera configuración del yo y esto porque dicha configuración no es fruto de una elección llevada a cabo sobre el vacío sino que se trata de una elección mediada por la facticidad que habita el hombre. Sartre señala “Si una voz se dirige a mí, siempre seré yo quien decida que esta voz es la voz del ángel; si considero que tal o cual acto es bueno, soy yo el que elegiré decir que este acto es bueno y no malo” (Sartre, 2009). Con esto Sartre quiere mostrar el carácter absoluto de la decisión. En la constitución de su subjetividad el individuo dispone de conciencias particulares que no ha elegido sino que son fruto de la espontaneidad de la conciencia. Pese a ello, el yo es libre de configurarse como quiera en la medida en que él puede decidir que esa “voz” que ha oído sea la de un ángel, o la de un demonio, esto es, puede darle el valor que quiera a la conciencia particular concreta que lo ocupe. Nada

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determinaría esa elección pues, de hablar de una determinación en la elección, Sartre señala que el yo necesitaría una interpretación del papel de esa determinación. Es decir, si existe una facticidad, el propio yo sería el encargado de determinar que función juega en él su determinación fáctica. En este punto, a mi modo de ver, Sartre corre el riesgo de caer de nuevo en la trascendentalidad. Nos encontraríamos con una existencia desamparada en medio de la facticidad, y sería esa existencia la que interpretaría su facticidad. El problema aparece cuando concebimos que la propia interpretación sea fruto de la facticidad. No podemos hablar de una interpretación desde cero, el modo en como el yo se configure de acuerdo a la interpretación que acometa de las conciencias particulares que la espontaneidad trascendental de la conciencia le ofrece está mediada a su vez por la facticidad. El yo configurado de este modo no es un yo autónomo, sino el uno-mismo al que se refería Heidegger. En su relación con los otros el Dasein presenta una intranquilidad, quizá inconsciente, por guardar las distancias con los otros, por mantenerse ensimismado, por conservar su individualidad. Este cuidado por la distancia lo que prueba, paradójicamente, es, según Heidegger, el dominio de “lo otro” sobre el propio Dasein21. Es “lo otro” lo que inmediata y cotidianamente existe para el Dasein y será el distanciamiento connatural al habitar propio del Dasein lo que ira configurando la subjetividad del propio Dasein, pero no debemos olvidar que ese distanciamiento se produce por el dominio de lo otro, está, por así decirlo exigido por ese dominio: en tanto que lo otro domina al propio Dasein, este se concibe como separado de lo otro, un distanciamiento que lo otro mismo estipula. Eso otro no es algo determinado, es el “uno” de “como uno hace”, de “como uno piensa”, etc: se trata de un uno impersonal al que tanto el Dasein propio, como los otros Dasein, pertenecen y que los determina. El uno determina la cotidianidad del Dasein22. El 21

Cfr. “El ser-sí-mismo cotidiano y el uno” en Heidegger, 2003. Es interesante atender a la doble crítica que Habermas realiza al pensamiento del primer Heidegger. En primer lugar señala que en su concepción del Dasein aún podemos encontrar ciertos vestigios de trascendentalidad, algo que el propio Heidegger asumiría y que le llevaría a llevar a cabo el cambio de perspectiva representado por la Khere. En segundo lugar, Habermas considera que la noción que el primer Heidegger maneja de Dasein es una noción monádica en el que el sujeto se encuentra aislado de los otros en la soledad de su proyecto, lo que a su vez impide a Heidegger dar cuenta de cualquier tipo de intersubjetividad. Esta última crítica parece desmentida desde la consideración que acabamos de ver de la facticidad como un uno indeterminado que constituye sujetos individuales. Si entendemos la intersubjetividad como esa facticidad en la que de entrada el individuo se encuentra, no hablaríamos de sujetos individuales, sino que la individualidad de los sujetos sería algo común e intersubjetivo. No se parte de un sujeto monádico, se parte de una existencia fáctica que configura las distintas subjetividades, luego la intersubjetividad, desde este planteamiento, no aparece como problema sino como base para entender las subjetividad individual. Por otro lado, si incorporamos al planteamiento 22

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uno-mismo, modo de ser del Dasein en su cotidianidad, articula el contexto remisional de la significatividad del Dasein, es decir, el uno-mismo es el que determina el comportamiento del Dasein, el que le hace ver cómo comportarse, o aceptando lo dicho por Sartre, como interpretar la actuación que de manera espontánea lleva a cabo. En definitiva, es ese uno impersonal el que determina la subjetividad en su cotidianidad, luego no es posible hablar de una elección o interpretación desde el vacío. Ahora bien, Sartre también señala que en la configuración de la propia subjetividad, el yo descubre el papel que el Otro ejerce sobre esta configuración: “el hombre que se capta directamente por el cogito, descubre también a todos los otros y los descubre como condición de su existencia" (Sartre, 2009). Sin embargo, más adelante Sartre señala que el papel que juega el otro en la configuración de la subjetividad radica en que el otro resulta indispensable para obtener una verdad sobre el propio yo, de suerte que esa influencia está sometida aún a la elección: el individuo puede decidir si atender o no a la opinión que sobre él profiera otra persona. Heidegger en cambio señala que toda subjetividad, si es que hablamos de subjetividad, implica necesariamente la influencia del otro, representada por la facticidad. En Sartre podríamos hablar de una subjetividad que en su constitución haya obviado el peso de su facticidad, en Heidegger no. Que Sartre señale eso es fruto de su consideración de la libertad, no como un problema a resolver sino como punto de partida de su propuesta. Siguiendo a Heidegger en este punto, hemos de afirmar que la subjetividad, debido a su carácter fáctico es necesariamente heterónoma, y con posterioridad, podrá o no ganarse su autonomía. En base a esto, el mundo del Dasein dota a éste de libertad en función de una totalidad respeccional que le es familiar, libertad que se encuentra sometida a unos límites impuestos por la medianía del uno, que es la que conforma esa totalidad respeccional. Así, la subjetividad impuesta por el uno es algo dado, es algo que el individuo lleva consigo “de fábrica”. Para hablar de subjetividad hay que hablar de uno-mismo y, al hacerlo, nos encontramos dentro de una facticidad fuera de la cual toda subjetividad queda deshecha. Por otro lado, el Dasein no es algo que está-ahí y que, como añadido, tiene la facultad de poder algo; sino que primariamente el Dasein es un ser-posible. El Dasein se del primer Heidegger lo sostenido por Sartre sobre la constitución del yo, la trascendentalidad de este yo –que aún podemos rastrear en la idea de proyecto heideggeriana– se subsana. Hablaríamos de trascendentalidad, sí, pero una trascendentalidad pre-personal que nada tiene que ver con la de un sujeto puro originario que precisamente es la que Habermas critica a Heidegger.

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encuentra afectivamente dispuesto originariamente. Esta disposición afectiva le permite comprender las posibilidades que la facticidad le ofrece. Así el sujeto es “posibilidad (de entrada no se encuentra en ningún momento determinado) “arrojada (de entrada el sujeto se encuentra arrojado a una facticidad que le ofrece posibilidades). En este punto conviene hacer una aclaración. Por facticidad entendemos la herencia histórica que toda subjetividad lastra y que de entrada le sirve de determinación. Cuando Heidegger señala que el Dasein es posibilidad afectivamente dispuesta que comprende las posibilidades que la facticidad le ofrece, parece decir algo semejante a lo que Sartre sostendrá al señalar que el individuo se encuentra con determinadas conciencias particulares en cuya interpretación radicará la construcción de su yo. Sin embargo existe una diferencia fundamental. Las distintas conciencias particulares con las que el sujeto configura su subjetividad no son fruto de la facticidad, sino de la conciencia trascendental entendida como el nivel constituyente de la subjetividad. La facticidad sería el conjunto de posibilidades de interpretación para esas representaciones con las que el sujeto se encuentra. Haciendo esta aclaración observamos cómo, para entender la subjetividad, hemos de hablar de un nivel trascendental (conciencia trascendental en Sartre y juego de fuerzas en Deleuze) y de una facticidad. Las ventajas de entender la subjetividad de este modo son claras ya que, señalando el carácter fáctico de la subjetividad, como señalamos más arriba, solventamos el problema de la intersubjetividad. A su vez, señalando un nivel constitutivo pre-personal de la subjetividad, rechazamos cualquier atisbo de trascendentalidad en la subjetividad. Heidegger considera que es la toma de conciencia por parte del Dasien del estado de arrojado de su sí-mismo en el mundo lo que abre un horizonte del cual la existencia podría extraer sus posibilidades fácticas. Es decir, por su condición de arrojado, el Dasein se encuentra en un plano impropio de existencia, su poder ser, se presenta desde la mundaneidad. La resolución (“resolución precursora”), en la que el Dasein retorna a sí mismo en tanto que uno-mismo, abre las posibilidades del existir propio a partir del legado que ese existir asume en tanto que arrojado. Por lo que el retorno resuelto a la condición de arrojado muestra un horizonte de posibilidades recibidas por tradición. Precisamente será la asunción de esas posibilidades histórico-fácticas por parte del Dasein para la configuración de su proyecto destinal, lo que Heidegger denominará una existencia propia. Sin embargo, es en esta idea de proyecto donde, cómo bien ha señalado Habermas, encontramos los vestigios de una subjetividad trascendental. Si concebimos

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que el Dasein es un proyecto que toma las posibilidades que la facticidad le ofrece para auto-realizarse, ese proyecto, no constituido en la facticidad parece presentar algunos rasgos de una subjetividad independiente de su facticidad, lo que presenta grandes similitudes con un planteamiento trascendental de la subjetividad. Ahora bien, como dijimos más arriba, si enriquecemos el planteamiento de Heidegger con el planteamiento de Sartre y concebimos que el yo no es un proyecto arrojado, sino el resultado de la espontaneidad de una conciencia trascendental pre-personal que sólo a nivel reflexivo permite la aparición de un yo, entonces esos vestigios de una subjetividad trascendental desaparecen. El problema que, como hemos comentado se le presenta a Sartre es, no obstante, postular la elección como faktum en la configuración del yo, sin señalar la mediación que la facticidad ejerce sobre dicha elección. Este es precisamente el acierto de Heidegger al señalar la imposibilidad de entender la subjetividad fuera de la facticidad. Por último si reinterpretamos la conciencia trascendental como juego de fuerzas en afección recíproca, tal y como hicimos en el apartado anterior. Podríamos concluir que existen dos elementos necesarios para entender la subjetividad: en primer lugar ese juego de fuerzas constitutivo de toda subjetividad; en segundo lugar la facticidad que da un nombre a las distintas jerarquizaciones de fuerzas que el libre juego motiva. Así pues hemos de aceptar y superar las nociones de “proyecto arrojado” de Heidegger, por un lado y la de “elección” de Sartre a través de la aceptación de un nivel previo a toda subjetividad entendido como libre juego de fuerzas y de una facticidad que define las ordenaciones anónimas de ese libre juego. Tras todo lo dicho, no obstante, ¿es posible ante un panorama así hablar aún de autonomía en el sujeto? Si la subjetividad no es más que una espontaneidad con nombre ¿cómo conceder autonomía a ese “nombre”, a esa espontaneidad con cuya denominación o caracterización constituimos nuestro yo? El caso es que la subjetividad no queda circunscrita a estos elementos ya señalados.

3. EL CARÁCTER PROYECTIVO DE LA SUBJETIVIDAD. Conjunto de fuerzas en afección recíproca y facticidad son los elementos indispensables para entender la subjetividad. Esta se entendería como aquello que nombra a las jerarquizaciones determinadas de las fuerzas del individuo. Se trataría de entender el Dasein heideggeriano como conjunto de fuerzas heterogéneas y la facticidad como el

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conjunto de dispositivos que nombran ese conjunto de fuerzas dando lugar a la subjetividad. Llevamos a cabo pues una corrección de la concepción heideggeriana del Dasein de acuerdo al paradigma de la fuerza: el yo como conjunto de fuerzas organizadas que, de acuerdo a una determinada facticidad, adquieren un nombre. Desde aquí podemos tomar dos vías para hablar de una subjetividad auténtica: o bien señalar que ésta se encuentra en la renuncia a ese facticidad, en la medida en que se renuncia a todo nombre del libre juego de fuerzas, vía que en este trabajo ha sido ejemplificada en la propuesta de Deleuze y que, a mi modo de ver, supone la imposibilidad de toda idea de autonomía; o bien, en el mantenimiento de esa facticidad, lo cual no implica una aceptación ciega de la subjetividad motivada por ella sino su permanente revisión y cuidado. Esta última vía es a la que, como vimos es a la que parece apuntar la propuesta de Foucault del “cuidado de sí”, la cual examinaremos con atención en el último apartado de esta segunda parte. A mi modo de ver la conservación de una subjetividad fáctica en la cual buscamos sustentar la idea de una subjetividad auténtica y autónoma en contraste con una subjetividad auténtica pero dependiente de sus fuerzas constitutivas, implica la recuperación de algo que en la literatura filosófica contemporánea parece obviado: la dimensión proyectiva de toda subjetividad. Para entender esta dimensión de la subjetividad conviene atender a lo dicho por Simmel. Al igual que Heidegger, Simmel también considera que la posición del hombre dentro del mundo está determinada, en toda dimensión de su ser y su comportamiento, por unos “límites”23. Esto es, en la construcción de su propia identidad, el sujeto se encuentra con unos límites que, como venimos diciendo, se identifican con su facticidad. Ahora bien, Simmel considera que toda limitación, o mejor dicho, toda determinación de acuerdo a límites, toda definición dada al propio yo, puede ser rebasada por un acto. Sin embargo este acto siempre se encontrará supeditado a nuevos límites. Así pues para Simmel la acción de un sujeto siempre se encuentra limitada por los límites que definen su subjetividad. Es interesante recordar aquí lo dicho por Sartre sobre la acción y el sentimiento. Toda acción involucra un proceso reflexivo que la relaciona con un yo, el cual a su vez se caracterizará de acuerdo a esa acción reflexionada. De acuerdo a esto, los límites fácticos de acuerdo a los cuales interpretamos la acción pueden variar,

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Cfr. Simmel, 1918

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desplazarse, pero nunca desaparecer: la acción es acción de un yo en la medida en que la espontaneidad ilimitada de la conciencia es apresada en los límites de la reflexión, límites que como venimos diciendo son fácticos. La unidad interior de la acción vital, pues, consiste, para Simmel, en la unión de estas dos afirmaciones sobre el límite: que el límite es absoluto, su existencia es constitutiva de nuestra posición dada en el mundo y que ningún límite es incondicional, todos pueden ser alterados, sobrepasados, atravesados, etc. De modo en el pensamiento de Simmel encontramos reconocido el papel de la facticidad en la constitución de la subjetividad. Para entender en qué radica la dimensión proyectiva partiéndose de esta base, atendemos, ahora, a las reflexiones de Simmel sobre el tiempo. Simmel realiza una distinción entre el “tiempo real” y el tiempo en la vivencia subjetiva24. Esta distinción entra en coherencia con la distinción entre nivel originario asubjetivo y la radical transformación que supone la aparición de la subjetividad. De acuerdo a esta distinción, la realidad está anclada en el presente. En tanto que el pasado ya fue y ahora no lo es y el futuro aún no es, el presente es la única realidad. Por otro lado, el presente se presenta únicamente como la “inextensión de un momento” es la mera contigüidad del pasado y el futuro, no siendo ni lo uno ni lo otro. Dado que la temporalidad se mide de acuerdo a lo pasado o a lo futuro, excluyéndose el presente, la realidad es para Simmel atemporal. Así es como Simmel entiende el “tiempo real”: dado que el tiempo se mide de acuerdo a dos elemento “no reales” (pasado y futuro) el tiempo real es inexistente, pues lo único existente como decimos es el presente atemporal. Así, tiempo y realidad son excluyentes. Sin embargo, la vida vivida subjetivamente no atiende a la paradoja anteriormente expuesta. En su lugar la vida experimentada subjetivamente se entiende como real y como real en el tiempo. El presente vivido subjetivamente se presenta, no como la contigüidad de pasado y futuro, sino como un compuesto de una porción de pasado y una porción de futuro. Hasta ahora hemos entendido la subjetividad desde su dimensión pasada (carácter memorativo del yo), pero no hemos prestado atención a su dimensión futura, por lo que conviene atender a la reflexión de Simmel sobre este punto. Para Simmel la forma en la que la realidad de la vida en un determinado momento está conectada con su pasado es muy diferente a como lo está un hecho mecánico. Éste 24

Cfr. Ibíd.

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último es tan indiferente a su pasado (causa) que podría haber sido causado por otro, es decir, el hecho mecánico no tiene una conexión necesaria con su pasado: su pasado ha sido el que ha sido pero podría ser otro. En cambio, la vida en un determinado momento, se basa en una masa hereditaria a la que han ido sumándose numerosos elementos "individuales" que la conducen necesariamente a su individualidad actual: no es posible que tal individualidad se forme de una manera distinta. Al igual que en Sartre, para Simmel la incorporación del pasado a la vida presente sólo se da en la actividad intelectual o reflexiva25, cuando la vida en su espontaneidad se toma a sí misma como objeto. Resultan muy semejantes las consideraciones de Simmel y Sartre sobre lo que supone la actividad intelectual. Para el primero, la vida a nivel intelectual adquiere objetivación, la cual se entiende como una caracterización de la misma en el momento actual y que, a su vez, constituye una “masa hereditaria” para las generaciones venideras. A nivel intelectual la vida se define de acuerdo al pasado, queda caracterizada por lo ya acontecido. Simmel, por tanto, concibe que, a nivel intelectual, el yo se configura de acuerdo a lo ya vivenciado, algo que ya hemos visto que sostenía Sartre. Ahora bien Sartre consideraba que para conformarse efectivamente la subjetividad, esas conciencias particulares pasadas necesitaban una interpretación y precisamente el francés consideraba que la libertad humana se cifraba en la completa libertad de sujeto para llevar a cabo esa interpretación como quisiese (ya vimos que pese a que llamara la atención sobre la necesidad de prestar atención a la opinión del otro, también era una decisión lo que llevaba al sujeto a confiar en tal definición). Como ya hemos visto la decisión no es completamente libre en la medida en que la existencia del individuo es una existencia fáctica, esto es, la facticidad determina el modo de interpretar las conciencias pasadas. Esto es algo que también Simmel defiende al señalar el carácter limitado de la existencia humana. Sin embargo, la facticidad no es la única encargada de determinar la interpretación que el sujeto dé a las diferentes conciencias particulares. Junto con la facticidad aparece un elemento que hasta ahora no se ha tenido en cuenta: la dimensión proyectiva del ser humano, o el “futuro vivido subjetivamente”. Para Simmel, el futuro suele representarse como un punto fijo lejano, remoto y discontinuo con el presente. Sin embargo, para él lo decisivo del futuro vivido

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Cfr. Ibíd.

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subjetivamente es que no es otra cosa que la “prolongación inmediata de la presente voluntad” (Simmel, 1918). Por esto último, Simmel señala que el presente vivido subjetivamente consiste en la continua trascendencia del mismo hacia el futuro. Ahora bien, esta trascendencia no implica ruptura con el presente, sino su prolongación. Es de este modo como en este proyecto quieren entenderse los ideales: estos serían la proyección futura de la subjetividad actual. Así, a nivel del cogito, el yo se determina a través de la interpretación dada a sus conciencias expontáneas particulares ya acontecidas. Este es el carácter memorativo del yo. Ahora bien, con la introducción de la dimensión proyectiva se produce una nueva transformación de la subjetividad. Si permanecemos únicamente al nivel memorativo del yo, este no es sino producto de la facticidad en la medida en que toda conciencia particular interpretada, las cuales constituyen al yo, se encuentran dictadas por la facticidad que media en la interpretación. Con la idea del ideal como “prolongación de la presente voluntad” el peso de la facticidad se reduce. Tenemos un yo constituido fácticamente como no puede ser de otra manera. Esta constitución de la subjetividad busca perpetuarse o auto-asegurarse en base a la proyección de ideales de subjetividad, los cuales son personales e individuales, si bien constituidos fácticamente. En esto radica el proyecto subjetivo en el cual ciframos la autonomía del sujeto: la perpetuación de la subjetividad ya constituida. Ahora bien si la autonomía radica en un auto-aseguramiento de la subjetividad constituida fácticamente y esta subjetividad carecía de autonomía ¿cómo su perpetuación en el futuro puede dotarla de autonomía? Esta es la pregunta que trataré de responder en el siguiente apartado.

4. IDEALES Y AUTONOMÍA. Simmel entiende la vida como una corriente continua que procede por medio de secuencias de generaciones. Los portadores de la vida (quienes son vida) son los individuos, seres cerrados y centrados sobre sí mismos. Cuando la vida fluye por estos individuos se concentra en ellos, delimitándose a una forma determinada, alzándose sobre sí misma en tanto que el individuo se enfrenta a lo "otro" como algo diferente de él. Esta es, a ojos de Simmel, la última problemática metafísica de la vida: la continuidad ilimitada (vida) que al mismo tiempo queda determinada en unos límites (el yo). Ahora bien, esta delimitación que es el yo, respecto del continuo fluir de la vida, no puede anular el esencial devenir de éste, por lo que surge la idea de que la vida siempre

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sobrepasa cualquier forma delimitada "sobrevolando su estancamiento". Así las cosas, la vida es flujo sin interrupción y, al mismo tiempo, algo encerrado en sus portadores y los contenidos de esos portadores. Los portadores, a su vez, son una forma siempre delimitada que sobrepasa permanentemente sus límites. Simmel por tanto puede señalar que la trascendencia es inmanente a la vida, entendiendo por trascendencia la trascendencia permanente de toda forma delimitada que adquiere la vida. Hasta este punto la concepción que Simmel maneja de la vida es muy semejante a la que Deleuze esboza con su noción de “una vida”. Según Simmel, entre la continuidad y la forma de la vida, principios ambos configuradores del mundo, existe una profunda contradicción. La forma es límite de lo ilimitado. Se trata de la cohesión de un conjunto a un núcleo real o ideal hacia el que confluyen todos los contenidos y procesos. Ese núcleo proporciona al conjunto un foco de resistencia contra su disolución en el devenir 26. De este modo cuando hablamos de subjetividad, nos estamos refiriendo a esa forma determinada que adquiere la vida en su indeterminación. Estaríamos hablando de dos caras: la vida en su espontaneidad, por un lado, y la forma que esta adquiere configurando una subjetividad determinada. Esta concepción de la vida, como digo, se acerca mucho a la sostenida por Deleuze. Para él “una vida”, como señalamos en la primera parte, consiste en la indeterminación absoluta, en un conjunto de fuerzas en afección recíproca sin orden –en el sentido tradicional– alguno. Como la segunda cara de esta vida, nos encontramos con formas de subjetividad que, desde lo visto en esta segunda parte, podemos concebir como las definiciones o los nombres que reciben las jerarquizaciones que, a nivel de “una vida”, conforman las diferentes fuerzas. Hasta este punto el planteamiento de Deleuze y el que se trata de exponer en el presente trabajo corren parejos. El punto en desacuerdo es cómo, desde esta base, concebir la autonomía de los diferentes sujetos. Como traté de explicar en la primera parte de este trabajo, para Deleuze la autonomía de la subjetividad, la resistencia a los diferentes dispositivos de dominio pasaba por una reivindicación del principio de inmanencia, el cual prescribía que ninguna forma de subjetividad se impusiera sobre el libre juego de fuerzas anulándolo. Como también señalamos entonces, el problema de este planteamiento es que, si bien, se obtiene la autonomía de la subjetividad respecto a los dispositivos de dominio, esto se lleva a cabo bajo el precio de renunciar a toda autonomía

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Cfr. Ibíd.

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de la subjetividad respecto a su nivel constitutivo. Esta idea de una subjetividad impotente ante sus fuerzas constitutivas puede superarse no obstante si, como hemos mostrado en esta segunda parte, se dirige la mirada hacia la dimensión proyectiva de la subjetividad, hacia los ideales concebidos como perpetuación de la subjetividad actual. Como hemos visto, la subjetividad humana presenta un carácter memorativo y un carácter proyectivo. La autonomía de la misma pasa por una correcta articulación entre estos dos elementos y, a mi modo de ver, esta articulación la podemos encontrar en la idea, por un lado, de “choque pasional” esbozada por Foucault en los Cursos del Collège y, por otro, en la del futuro vivido subjetivamente como perpetuación de la presente sujetividad, en los ideales. En los cursos del Collège, Foucault trata de mostrar el significado de la noción de parrhesía, entendida ésta como una forma de liberación, como una actuación no prevista dentro de situación alguna. Son varios y muy extensos los ejemplos que el francés expone sobre esta parrhesía, distinguiendo distintos tipos y mostrando la evolución de esta noción. Nos interesa centrarnos en dos de esos ejemplos, el del Ión de Eurípides, por un lado, y el de la figura de Sócrates en la Apología de Platón. En el Ión, Eurípides narra cómo Ión, hijo de Creusa y Apolo, quiere ejercer su derecho de ciudadanía en Atenas. El problema con el que el joven ateniense se encuentra es con que desconoce quién es su madre, pues, la coyunda, fruto de la cual nació Ión, fue un encuentro secreto de Apolo con Creúsa, secreto que el dios no quiere reconocer. Así Ión no posee madre ateniense, por lo que tampoco derecho a la ciudadanía. Por no querer reconocer su vergüenza, Apolo, mediante “medias mentiras” como las llama Foucault, consigue embaucar a Juto para que creyese que Ión era hijo suyo. El elemento que, muy a pesar del dios, desencadenará que se conozca la verdad es el de que Juto está casado con Creúsa. La idea de que Juto llevase un hijo bastardo a su casa disgusta sumamente a Creúsa y ese disgusto será lo que conduzca al esclarecimiento de toda la trama. Este es el elemento importante. El desvelamiento de la verdad en Ión no se produce por una investigación voluntaria de los diferentes personajes, sino que se produce por una consecuencia no deseada de los mecanismos mediante los cuales, precisamente Apolo pretende ocultar como pueda la verdad. Es Apolo quien entrega a Ión como hijo a Juto, desencadenando que la verdad que pretendía ocultar llegue a la luz. Cuando Juto lleva a Ión, aparentemente un bastardo suyo, ante Creúsa, se produce en ésta un “choque

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pasional” motivado por la aberración que le suponen dos medias mentiras: la desaparición de su hijo, pues su hijo, Ión, es raptado por Apolo y entregado en el templo de Delfos; y la aparición de un bastardo de su marido, que realmente es su hijo. Este choque pasional que motiva la ira de Creúsa, la llevará a blasfemar contra el dios Apolo, confesando su coyunda con él y desencadenando los acontecimientos que conducirán poco a poco, al reconocimiento de Ión como hijo de Creúsa y Apolo, desvelándose así la verdad de la trama. En este primer ejemplo podemos encontrar el papel necesario de la dimensión fáctica del sujeto, a la cual no se puede renunciar si queremos hablar de autonomía de la subjetividad. Como venimos diciendo, la facticidad media en la interpretación que el sujeto hace de sí mismo y sus actos y le permite definirse. Ahora bien la facticidad ha de entenderse no como una determinación homogénea sino más bien como una maraña de diferentes dispositivos que confieren distintas subjetividades a un mismo individuo. Esto último lo mostramos cuando dirimíamos, en la primera parte, la noción de dispositivo. El proceso mediante el cual el individuo construye su subjetividad a nivel memorativo es la suma de todas las subjetividades con las que el individuo se viste en determinadas situaciones, esto es, es la suma de la interpretación dada a su individualidad mediante distintos dispositivos. En este sentido, en la tragedia, los rasgos definitorios de los personajes les vienen dados por una trama de “mentiras” que Apolo teje. Así Ión se cree hijo de Juto, y Creúsa se cree dañada en su honor al acoger en su casa de la mano de su marido a un bastardo, hecho que podría hacer peligrar los derechos de los que disfruta en Atenas. Podemos interpretar el papel que los dispositivos ejercen sobre la configuración de la propia subjetividad, del mismo modo que hemos interpretado esa red de “medias mentiras” lanzadas por Apolo y que categorizan a los personajes dentro de la tragedia. El yo, a nivel memorativo, es el resultado de la mediación de una facticidad disposicional en la interpretación que el individuo lleva a cabo sobre sus acciones. Ahora bien, tanto Creúsa como Ión consiguen escapar de esa trama de mentiras, descubriendo su verdadera identidad como madre e hijo. Pero lo interesante es que esa salida de la trama de mentiras se encuentra auspiciada por la misma trama. Saliendo del lenguaje de la tragedia, el yo a nivel memorativo es completamente heterónomo, su configuración depende exclusivamente de los dispositivos de acuerdo a los cuales se defina. Sin embargo, esa definición memorativa y heterónoma, puede dar lugar a una subjetividad autónoma

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cuando dos dispositivos y, por tanto, dos definiciones de la propia subjetividad, entra en conflicto. En el caso de Creúsa, nos encontramos con tres elementos que definen su papel dentro de la tragedia: su figura como notable dentro de la sociedad ateniense, privilegio que le brinda ser hija del primer rey de Atenas, Erecteo; la pérdida de su hijo, la cual es una “media mentira” de Apolo; y su papel de madre de un bastardo cuando Juto lleva a Ión a su casa, no conociendo su verdadera naturaleza. Estos tres elementos, que podemos concebir como propiciados por diferentes dispositivos (el primero de ello por las leyes atenienses y los dos últimos por los falsos oráculos de Apolo) entran en conflicto motivando el “choque pasional” de Creúsa que la llevará a blasfemar contra Apolo acusándolo de la falta que cometió al yacer con ella y engendrar a un hijo, lo cual implica un elemento imprevisto, por decirlo así, por los dispositivos que configuran el papel dentro de la tragedia. Ahora bien, a mi modo de ver, Foucault no llega a explicitar cómo es posible ese choque pasional de Creúsa. Efectivamente si la subjetividad únicamente se midiese de acuerdo a lo que aquí hemos denominado nivel o carácter memorativo, la subjetividad de los individuos sería un conglomerado de interpretaciones o definiciones dadas a los individuos de acuerdo al dispositivo frente al que se encuentren. Contando únicamente con una noción memorativa de la subjetividad, Creúsa hubiese aceptado la humillación de acoger a un bastardo en su casa. Sin embargo, Creusa es hija del rey de Atenas y no puede permitir tal humillación. Si concebimos que todo lo que conlleva ser hija de un rey es uno más de los dispositivos que configuran la subjetividad de la ateniense, vemos como éste prima por encima del resto. Si Creusa siente como una afrenta el acoger un bastardo, es porque su papel de futura reina, no admite ese hecho. De este modo vemos como es el deseo de auto-conservar una subjetividad ya constituida, el ideal de ser reina, el cual no es sino la proyección de su actual situación como hija de Erecteo, lo que hace incompatible la influencia de un nuevo dispositivo (la mentira de Apolo). Esa autoconservación de su papel de reina es lo que permite cierta autonomía a Creusa para decir “no” a esa nueva afrenta que contra ella comete Apolo. De no ser por la dimensión proyectiva que acompaña a toda subjetividad, no podríamos hablar de choque pasional en la medida en que la subjetividad sería un mero agregado de subjetividades diferentes motivadas por el dispositivo con el que el individuo entre en contacto.

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Esto último lo podemos ver mejor en la figura de Sócrates dentro de la Apología de Platón, que Foucault analiza. En esta obra Foucault distingue dos conjunto de reflexiones. El primer conjunto de textos, el que nos interesa, son aquellos en los que Sócrates presenta su propio discurso como verdadero en contraposición con el ofrecido por los acusadores. Sócrates se presentará como aquel que dice la verdad y que la dice en la ausencia de ese arte y técnica que permite, al hablar, persuadir a los otros. Sócrates se presenta como el hombre del decir veraz al margen de toda tekhne o retórica. Ese discurso veraz, al margen de toda tekhne, se caracteriza como un discurso pronunciado por alguien que nunca ha comparecido ante un tribunal, ni ha formado parte del juego político, lo que significa que su discurso no participa de las formas oratorias habituales, ni siquiera de las convencionales ante las asambleas y los tribunales. Sócrates pretende que, en efecto, lee su propio discurso y que la palabra que va a pronunciar en ese campo institucional político-judicial, es una palabra ajena a ese ámbito. El primer elemento a tener en cuenta es este: Sócrates se encuentra en una situación que exige una respuesta determinada por su parte, una modulación de su discurso de acuerdo a las exigencias de dicha situación. Así podemos decir que Sócrates se encuentra frente a un dispositivo que configura la subjetividad de una determinada manera. Sin embargo Sócrates se resiste a las exigencias de este dispositivo y lanza tres motivos por los que su discurso no se adecúa al mismo: 1. Es un lenguaje que Sócrates dice usar todos los días, que no se separa del lenguaje cotidiano a diferencia del discurso retórico que emplea formas y construcciones que se alejan del hablar cotidiano y común. Es decir se trata de un discurso propiamente suyo, un modo de ser que siempre practica. 2. Ese lenguaje no es otra cosa que la serie de palabras y frases que le vienen a la mente, al margen de artificios propios de la oratoria. 3. Se trata de un lenguaje en cuyo núcleo o principio de enunciación habita un pacto de Sócrates consigo mismo que consiste en decir sólo aquello que realmente piensa, aquello que coincide consigo mismo. A mi modo de ver este es el punto decisivo que permite mostrar lo que antes observábamos en el ejemplo de Creúsa en el Ión. Sócrates se resiste al dispositivo judicial, no modificará su subjetividad de acuerdo a él. Esto implica en primer lugar que Sócrates se conoce a sí mismo: nos encontramos ante una subjetividad ya constituida. Señalado esto, Sócrates muestra resistencia frente al dispositivo, pero esta resistencia, y he aquí lo

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importante, se lleva a cabo gracias al deseo de perpetuar una subjetividad ya constituida, por la proyección de la misma hacia el futuro en base a un ideal que le permite dirimir a qué dispositivos atender y a cuáles no. Ahora bien, en los apartados anteriores de esta segunda parte observamos cómo queda constituida la subjetividad. Ésta es fruto de la mediación de una facticidad que interpreta la ordenación determinada que las fuerzas adquieren, dando lugar a un yo que se proyecta en un ideal de auto-conservación o auto-aseguramiento. En la propuesta de Deleuze es este último elemento el que falta. Deleuze acepta que la inmanencia de una vida genere la trascendencia necesaria de una subjetividad pero lo que él pretende es que esa subjetividad no se imponga al juego de fuerzas, permitiendo que este siga su curso generando subjetividades nuevas. De acuerdo a esto, Deleuze parece no reconocer que no es posible entender la subjetividad sin facticidad. Con su principio de inmanencia, Deleuze parece buscar una producción de subjetividad al margen de la facticidad, una subjetividad que, por decirlo en palabras de Sartre, se mantenga siempre al nivel de espontaneidad de la conciencia. Esto sencillamente no es posible. Si hablamos de subjetividad, hablamos de una mediación entre esa espontaneidad de la conciencia o libre juego de fuerzas y una facticidad que le da nombre. Cuando hablamos de autonomía nos referimos, efectivamente a que la sujetividad ya constituida se resista frente a los distintos dispositivos en base a su proyecto o ideal de auto-conservación, pero a su vez, que se resista a esa espontaneidad de la conciencia que tiende a diluir, como dice Simmel, toda subjetividad. Lo que se produce es que, en lugar de someterse a la interpretación que del libre juego de fuerzas haga los distintos dispositivos, al sostener una determinada subjetividad, ese libre juego de fuerzas interpreta las diferentes ordenaciones de la fuerzas que se vayan dando de acuerdo precisamente a esa subjetividad ya constituida y no al dispositivo ante el que se encuentre. Si se sostiene el principio de inmanencia, quedando la subjetividad impotente ante su nivel constitutivo, el resultado no es una subjetividad libre, sino: 1) la pérdida de identidad en la medida en que se pierde todo núcleo de acuerdo al cual interpretar el nivel constitutivo de la subjetividad y 2) la sumisión, no sólo al nivel constitutivo, sino también a todo dispositivo que lo interprete, pues la subjetividad no surge del juego de fuerzas mismo sino de su confrontación con una facticidad. La idea de una inmanencia absoluta supone la renuncia a toda forma de subjetividad pues para que

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esta se dé es necesaria la intervención de una facticidad que defina al libre juego de fuerzas. Si negamos el proyecto de autoconservación de la subjetividad ya constituida, esto es, la dimensión proyectiva de la subjetividad, por respeto al principio de inmanencia, nos encontramos con un individuo que deambula entre múltiples máscaras sin encontrar jamás aquella que lo defina. Creo que la noción de subjetividad expuesta en este proyecto asume la ontología de base de los pensadores que expusimos en la primera parte, pero a la vez las supera mostrando la insuficiencia de las mismas para mantener una noción fuerte de autonomía. Juego de fuerzas, facticidad, e ideales son los tres elementos indispensables para poder hablar de autonomía de la subjetividad.

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