Yihad en postmetropolis. La definición católica del enemigo y la memoria cívica de los españoles en el siglo XXI

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Descripción

YIHAD EN POSTMETRÓPOLIS La definición católica del enemigo y la memoria ciudadana de los españoles del siglo XXI

Pablo Sánchez León (Universidad del País Vasco)

Publicado originariamente en: http//www.disparamag.com/blogs/contratiempo/contratiempo92/ yihad_en_postmetropolis

Ahora que se acaba de imponer una reforma del código penal supuestamente dirigida a combatir el emergente fenómeno del terrorismo yihadista, conviene echar un poco la vista atrás y revisar la manera en que el poder y el discurso han tratado este asunto a lo largo del siglo XX. El del terrorismo, pero también el del yihadismo. “Nuestro” yihadismo. Y la combinación de ambos, en la coalición que hizo posible el golpe militar de 1936 y la destrucción de la legalidad democrática tras la victoria de 1939 y durante décadas. Es parte de nuestra herencia. Dos flashes, primero. En el entierro de Durruti en 1936, el entonces ministro de Justicia de filiación anarquista Juan García Oliver no tuvo reparos en autocalificarse a sí mismo y a sus correligionarios del grupo de acción directa de los años veinte “Los Solidarios”

como

“los

mejores

terroristas

de

la

clase

trabajadora”

(http://es.wikipedia.org/wiki/Los_Solidarios). Eran momentos de guerra total, pero ilustran que el término no había nacido con las connotaciones negativas que adquiriría luego, en la democracia posfranquista, cuando ya ningún grupo armado se ha autocalificado de terrorista. Falta lo de en medio, sin embargo. Los cuarenta años. Porque la política institucional de represión y exterminio contra el maquis fue sin ambages también definida por el régimen franquista como “anti-terrorista”. Toda una paradoja, como vamos a ver, y no sólo por acusar de terroristas a los combatientes por la libertad organizados para la resistencia. No han faltado con todo reivindicaciones recientes de esta nomenclatura para el maquis, como en el notorio Diccionario biográfico de la Academia de la Historia, que muestran que estamos ante un concepto cargado de connotaciones ideológicas

(http://www.publico.es/culturas/obra-convierte-maquis-terroristas-y.html).

Esto también es parte de nuestra herencia, según manifiesta la condecoración póstuma al

torturador Melitón Manzanas como primera víctima mortal del terrorismo etarra (http://lahaine.org/paisvasco/aznar_manzanas.htm). Cultura de vencedores, que diría Emilio Silva aprovechando a Gregorio Morán (http://www.akal.com/libros/El-cura-ylos-mandarines-H-no-oficial-del-Bosque-de-los-Letrados-/9788446041283). Sabíamos que el terrorismo tiene orígenes occidentales, metropolitanos: se da primero especialmente en aquellas culturas europeas en las que el liberalismo se abre paso en un caldo de cultivo dominado por el peso de una tradición de ausencia de tolerancia confesional. Entra allí rápidamente en una espiral de confrontación interna debido a que las diferencias ideológicas de la esfera pública se viven como discrepancias religiosas, como si fueran cosmovisiones incompatibles. Trasladan así la tradicional dicotomía fiel/infiel al emergente lenguaje de amigo/enemigo político y mantienen las dos dimensiones unidas en una sola, que se busca aplicar sobre el cuerpo y alma de los heterodoxos. Estas guerras civiles entre liberales producen una exclusión social tan extrema, quasiexterminista, que alienta la reacción contra el sistema como un todo, en nombre de utopías libertarias modernas. Es algo que apenas se puede colegir del libro más bien descriptivo de Juan Avilés y Ángel Herrerín sobre los orígenes del terrorismo como fenómeno europeo, pues los autores/editores se mantienen en el lugar común de fijarse sólo en el discurso nihilista de los anarquistas en vez de poner el foco en sus condiciones culturales de posibilidad

(http://www.sigloxxieditores.com/libros/El-

nacimiento-del-terrorismo-en-Occidente/9788432313103). Lo que no sabíamos, o no nos han puesto tan fácil de comprender, es que también el yihadismo tiene raíces occidentales, en este caso diríamos postmetropolitanas. Y por ende españolas en primer término y casi por antonomasia. Y no me refiero a la tradición española de la Inquisición y la intolerancia confesional, la guerra santa medieval y su secuela en las guerras de religión de la Edad Moderna en nombre de la ortodoxia Católica, Apostólica y Romana. Aunque eso de suyo no es poco, no hay una línea directa por ahí, a pesar de las magistrales páginas que José Luis Villacañas dedica a este vínculo estructurante de la historia del poder española (http://www.sellorba.com/historia-delpoder-politico-en-espana_jose-luis-villacanas-berlanga_libro-ONFI628-es.html).

La

línea más directa es algo más reciente. No es del Imperio Hispánico sino de su secuela, en el tiempo ya del “decaimiento” que tan bien nos ha relatado Pablo Fernández Albaladejo

(http://www.marcialpons.es/libros/historia-de-espana-vol-4-la-crisis-de-la-

monarquia/9788474239669/).

Porque España, eso que podemos llamar hoy España a la vez que era llamado entonces ya España, nace como pronto a comienzos del siglo XVIII y como un azaroso proyecto de estado-hacia-nación en un contexto que necesitamos definir, redefinir más bien, como esencialmente postmetropolitano. No postimperial, pero sí postmetropolitano, porque la España borbónica seguía teniendo colonias, pero ya no era una metrópolis propiamente dicha, desde el momento en que su decadencia coincidía con el surgimiento de nuevas formas de poder, derivadas del comercio —léase capitalismo— y con su paso a un segundo plano en un emergente concierto interestatal europeo. Y eso, ¿qué importancia tiene para este cuento? Pues que la modernidad de un postimperio consiste básicamente en asimilar la modernidad de fuera e imponerla sobre su población súbdita cual si se tratase de una colonia más. Sólo así y entonces la Inquisición se hace biopolítica, dominación administrativa sobre el cuerpo y alma de los dominados,

que

diría

Agamben

por

vía

de

Foucault

(http://www.pre-

textos.com/prensa/wp-content/uploads/2014/02/13-063-homo-sacer-_reed_.pdf).

La

singularidad histórica española es que esto se hace coincidiendo con la Ilustración europea, lo cual trae consigo una enorme complejidad discursiva, pues este proceso ha de hacerse siempre una u otra manera en formato neotradicionalista: una postmetrópolis se caracteriza por preservar intacto el núcleo de su retórica de legitimación imperial, sólo que ahora dirigido hacia la propia sociedad metropolitana, convertida en laboratorio antropológico, en este caso en busca de un Frankenstein que parezca moderno aunque en lo esencial no sea sino el desecho de restos de yoes colectivos pasados recompuestos. Es nuestra historia, que necesitamos contarnos. Este no es el lugar para explayarme en esto, pero sí el de un atisbo, un verso de ese poema. El que nos retrotrae a cuando la lógica postmetropolitana se erige, no en biopolítica sino en tanatopolítica, administración de la muerte colectiva, y lo que eran discrepancias ideológicas vividas desde el fanatismo religioso hecho política y viceversa, deviene un mecanismo de exterminio de almas y cuerpos insalvables, tan prescindibles como imprescindible su aniquilamiento para la legitimidad yihadista católica. U ortodoxa. O judía. No por monoteístas en este caso, sino por intolerantes en el espacio público de la modernidad civil. El período que se abre el 18 de julio de 1936 y culmina con la erección del Estado Nuevo meses después sienta las bases para hacer que el terrorismo yihadista de Acción Católica y la CEDA pase de recurso de movilización de fanáticos anti-ciudadanos a política de Estado totalitaria. Lo llamaron Cruzada por algo: es sólo que ya no

comprendemos del todo bien las implicaciones de la palabrita hecha institución. Media una retórica de XXV Años de Paz y cuarenta de “reconciliación” instituida para impedir que tomemos distancia y entendamos el mundo anterior. Postmetrópolis. Sobre este concepto, que necesitamos para comprender la modernidad católica en su versión más acabada o reconcentrada, la española, estoy preparando un ensayo que espero tener acabado antes de que acabe el año. Lo titulo por ahora Historia y postmetrópolis. La dialéctica colonial en el pasado nacional español, pero puede que lo cambie. Ha habido otras postmetrópolis, y es por eso que necesitamos tomarnos en serio la validez de un concepto como éste. Básicamente se trata de compensar, complementar, incluso suplementar los llamados “estudios postcoloniales” con una reflexión teórica y una aplicación historiográfica centrada en las lógicas desatadas en la metrópoli cuando deja de serlo, que es algo que sucede normalmente primero sin tener conciencia de ello (fase premoderna), y después con una conciencia exacerbada de ello (fase ultramoderna). Vamos, de 1715 a 1898 en el caso de España, y con su correspondiente reacción intelectual neotradicionalista, con jalones importantes en 1808 y 1939. Paciencia. Los yihadistas actuales son, vistos así, ultramodernos; vamos, más occidentales que nosotros mismos. A su manera.

Como suele sucederme tantas veces, toda esta complejidad me la aclaró un ciudadano como yo, mi médico de “terapia neural” (www.terapianeural.com) de un pueblito de Navarra. Carlos, en su consulta de Carcastillo, mientras me clavaba unas agujas con procaína en las juntas articulares, me contaba tan tranquilo cómo se vivió el levantamiento de los requetés por los pueblos de esa Navarra media, republicana y anticlerical, aplastada desde Pamplona por las columnas de civiles armados que convirtieron el golpe militar en guerra entre civiles. Y en exterminio social potencialmente ilimitado. Ilimitado. Potencialmente. Me contaba cómo en esos pueblos de la Ribera del Ebro cuando los falangistas llegaban primero fusilaban a los alcaldes y líderes políticos y sindicales, a algunos republicanos “significados”, mientras aterrorizaban (sic) al resto de los varones con saludos fascistas forzados, y con cortes de pelo y aceite de ricino para las mujeres. El problema era cuando llegaban antes los requetés nietos de los viejos carlistas. Porque entonces además de fusilar a los líderes locales, venían dispuestos a cargarse a los que no fueran a misa.

¿A todos? A todos y a todas. Recuerdo que yo entonces acababa de leer Las benévolas

de

Jonathan

Littel

(http://es.wikipedia.org/wiki/Las_ben%C3%A9volas_%28novela%29), donde se narra con precisión la llegada al frente ucraniano de los telegramas del Alto Estado Mayor de las SS alemán con la consigna de, además de acabar con los líderes estalinistas locales, comenzar a exterminar a los judíos. ¿A todos? A todos: ancianos, niños, mujeres y varones en edad. Carlos, inteligente y sensible al presente, no usó la comparación de los requetés con los nazis. Lo que dijo fue: “para entender esto lo único que ayuda es verlos como si fueran yihadistas”. Dio en el clavo. Le debo, no la comprensión del exterminio de los años treinta, pero en cambio sí la mejor manera para empezar a pensar históricamente el yihadismo actual. Que es apelando a nuestra memoria como ciudadanos españoles del siglo XXI que hemos tenido un siglo XX yihadista. En el subconsciente de los españoles, los ciudadanos de hoy, en la medida en que no ha habido una recuperación de la memoria de ese proceso histórico y su significado, late inexplicado el exterminio de nuestros antepasados ciudadanos a manos de terroristas yihadistas dispuestos a acabar, no con las instituciones de la libertad sino con quienes las encarnasen. En cuerpo y alma. El Estado Islámico que hoy se cierne sobre el Oriente medio ya lo vivimos aquí, en el Occidente bajo, en los años treinta. La lógica exterminista de éste se nos escapa, cautivados como seguimos por el concepto de Holocausto como la peor manifestación de la barbarie humana. Y no se trata de poner eso en duda. De lo que se trata es de entender que este término a lo mejor no atrapa bien el contenido y la forma del exterminio franquista, una tanatopolítica en nombre de una religión fanatizada políticamente, moderna y tradicional, histórica y distópica hasta la perturbación. Un terrorismo yihadista que, además, tomó el poder y se impuso sobre el conjunto de la población cual si de una excolonia recuperada se tratase. Nosotros, sus herederos poscoloniales, aún vamos como medio zombis por las calles de nuestras ciudades y los campos llenos de fantasmas. Desconocemos aún las posibilidades abiertas con nuestra liberación.

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