¡Y casi llegan a ser los \"valores-en-sí\"! Breve comentario al capítulo noveno del Tercer tratado de la Genealogía de la moral

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©Luis Periáñez Llorente

¡Y casi llegan a ser los “valores-en-sí”! Breve comentario

al capítulo noveno del Tercer tratado de la Genealogía de la moral Luis Periáñez Llorente

Universidad Complutense de Madrid

Texto: “A continuación nos curamos a nosotros mismos: estar enfermo es instructivo, no dudamos de ello, más instructivo aún que estar sano, - quienes nos ponen enfermos nos parecen hoy más necesarios incluso que cualesquiera curanderos y «salvadores». Nosotros nos violentamos ahora a nosotros mismos, no hay duda, nosotros cascanueces del alma, nosotros problematizadores y problemáticos, como si la vida no fuese otra cosa que cascar nueces, justo por ello, cada día tenemos que volvernos, por necesidad, más problemáticos aún, más dignos de problematizar, ¿y justamente por ello, tal vez, más dignos también -de vivir?... Todas las cosas buenas fueron en otro tiempo cosas malas; todo pecado original se ha convertido en una virtud original. El matrimonio, por ejemplo, pareció durante mucho tiempo una prevaricación contra el derecho de comunidad; en otro tiempo se pagaba una sanción por ser tan inmodesto y adjudicarse una mujer para sí (con esto está relacionado, por ejemplo, el jus primae noctis, que todavía hoy es en Camboya un privilegio de los sacerdotes, esos guardianes de «las buenas costumbres de otros tiempos»). Los sentimientos dulces, benévolos, indulgentes, compasivos -los cuales alcanzaron más tarde un valor tan alto que casi son «los valores en sí»-, tuvieron en contra suya, durante larguísimo tiempo, precisamente el autodesprecio: el hombre se avergonzaba de la mansedumbre, como hoy se avergüenza de la dureza (véase Más allá del bien y del mal). La sumisión al derecho: ¡oh, cómo se resistió la conciencia de las razas nobles, en todos los lugares de la tierra, a renunciar por su parte a la vendetta y a ceder la potestad a un derecho situado por encima de ellas! El «derecho» fue durante largo tiempo un vetitum un delito, una innovación, apareció con violencia, como violencia a la que el hombre se sometió sólo con vergüenza de sí mismo. Todo paso, aun el más pequeño, dado en la tierra fue conquistado en otro tiempo con suplicios espirituales y corporales: este total punto de vista, «el de que no sólo el avanzar, ¡no!, el simple caminar, el moverse, el cambio han necesitado sus innumerables mártires», nos suena, precisamente hoy, muy extraño, - yo lo he puesto de relieve en Aurora, págs. 17 y siguientes. «Nada ha sido comprado a un precio tan caro, se dice allí, como el poco de razón humana y de sentimiento de libertad que ahora constituye nuestro orgullo. Pero este orgullo es el que hace que ahora casi nos resulte imposible experimentar los mismos sentimientos que tuvieron aquellos gigantescos períodos de tiempo de ‘eticidad de la costumbre’ anteriores a la ‘historia universal’ y que son la auténtica y decisiva historia primordial, que ha fijado el carácter de la humanidad: ¡cuando en todas partes se consideraba el sufrimiento como virtud, la crueldad como virtud, el disimulo como virtud, la venganza como virtud, la negación de la razón como virtud, y, en cambio, el bienestar como peligro, el deseo de saber como peligro, la paz como peligro, el compadecer como peligro, el ser compadecido como ultraje, la mutación como lo no-ético y cargado de corrupción!»” (F. Nietzsche, 1887, La genealogía de la moral, Tratado tercero, capítulo 9, Alianza editorial, traducción de Sánchez Pascual, 2005, Madrid, pp 147-148 )

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Comentario: Nos disponemos a comentar brevemente este texto perteneciente a la Genealogía de la moral. En él, el tema en torno a cuyo centro gira la reflexión es el de los valores, si bien la palabra valor sólo es mentada explícitamente una vez a lo largo de todo el texto. Sin embargo, de ninguna manera podría ser este hecho esgrimido en contra de nuestra primera afirmación, pues la posición que ocupa la mención de la palabra valor determina el horizonte de sentido a partir del cual comprender el fragmento escogido, enmarcándolo en el complejo de reflexiones propio de Nietzsche. Así, nuestra pretensión inicial será la de mostrar al lector ese complejo de reflexiones en sus líneas más generales a partir del texto a comentar, siendo así que hallará éxito si logramos forjar una imagen clara del pensamiento nietzschiano sin entrar a tratar ninguna otra obra que la que aquí se propone (teniendo, por supuesto, en mente, que no enfrentarnos al resto de obras no implica de ninguna manera menoscabo alguno en su importancia; obras como Aurora, Ecce homo, Más allá del bien y del mal, Así habló Zaratustra, etc, son claves en la construcción del todo de sentido que trataremos de montar). ¿Cuáles serán nuestros asideros a la hora de aproximarnos a dicho todo de sentido? Dos conceptos nos auxiliarán a la hora de orientar el texto al mismo: filosofar con el martillo y fuerza1. Tornar ambos cristalinos nos dejará en situación de comprender el texto en su completud. No obstante, en primer lugar hemos de dar cuenta de la veracidad de nuestra anterior afirmación: la aparición de la palabra valor aproximadamente hacia la mitad del texto escogido imprime sentido al mismo. Es con ella donde todo lo mencionado previo a su aparición obtiene contexto adecuado y donde a todo lo considerado a partir de su puesta en acto le es otorgada comprensión adecuada. Y es que en la expresión “los cuales alcanzaron más tarde un valor tan alto que casi son «los valores en sí»” (referente a determinados valores, en concreto los dulces, indulgentes, etc) se apela a dos movimientos esenciales a la genealogía de la moral esbozada en la teoría nietzschiana. Procedamos a dividir la oración para observarlos mejor: en primer lugar, se habla de un alcanzar, es decir, de arribar en una posición procediendo de otra, esto es, de una intrínseca movilidad referida a los valores: los valores, por tanto, no son estáticos, sino dinámicos. Por otro lado, en la oración se habla de alcanzar un valor tan alto que casi son “los valores en sí”, es decir, que en la dinámica descrita, el punto en el que se arriba es en el de ser considerados como ya-desde-siempre-así en tanto que valores en sí (expresión que apela a cierta incondicionabilidad), o lo que es lo mismo, valores siempre motivados acaban por ser considerados como aquello que no requiere fundamentación, pues la hallan en sí mismos. Es así como quedan delimitadas las dos puntas de esta peculiar horca a la que llamamos moral, los valores se extienden en la historia, no se hallan, ni mucho menos, incondicionados, sino que dependen de – y se deslizan entre – los hechos de la historia y, por lo tanto, son tan esencialmente contingentes como estos últimos; repitámoslo una última vez: no hay necesidad alguna inherente a los valores. Y al mismo tiempo, encontramos que la conciencia popular tradicionalmente los ha alzado como dioses, los yergue templo inamovible que rige las vidas, no los cuestiona, no echa ni el más ligero y cauteloso de los vistazos a los cimientos sobre los que se sostienen. Sibilinos, los 1 A este respecto no podemos menos que reconocer la influencia que la lectura de Deleuze ha ejercido sobre nosotros, así como los apuntes redactados a partir de los cursos del profesor Pablo López (que ofrecemos en esta misma página bajo el título “Nietzsche destilado y servido para el vago estudiante” y parte de cuyo planteamiento comparte el presente trabajo).

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valores ejercen su poder bajo una apariencia de absoluta legitimación 2. Es, pues, esta horca que se torna perspicua en la oración central analizada la que nos proporciona cierta capacidad de profundizar en las tesis que operan en el texto propuesto. Asentado esto, retrasaremos un poco más el cara a cara con el conjunto del texto para aprovechar la primera incursión en el desarrollo de una de las tareas apenas anunciada: acogeremos la inercia recién tomada para dilucidar el sentido de ese filosofar con el martillo que, declaramos, nos servirá de asidero para un correcto encararnos con el texto. Nos preguntaremos, ¿qué forma toma esta aparente inamovilidad de los valores asentados? Y la respuesta será que toman la forma de valores verdaderos. Se les concede, de hecho, tal forma. La sutilidad de Nietzsche es percatarse de la psicología propia del individuo que propicia que esto suceda: lo que quiere el hombre que vive apegado a la lógica de la verdad es no engañarse ni engañar, habitar el mundo con seguridad. Se postula, pues, la necesidad de un mundo – fáctico o virtual – verídico, hipótesis debida en su totalidad a este tipo – para nada peculiar, sino común – de hombre recién caracterizado. Es, en consecuencia, una construcción a posteriori. Una construcción inexorablemente inestable, pues se impone en un mundo cambiante: el mundo verídico (eterno), la lógica de lo verdadero y lo falso que divide, clasifica, clarifica y – anunciamos – falsea, se yergue sobre el devenir, sobre el puro fluctuar de entes finitos que desbordan continuamente las categorías propias de la lógica de la verdad. La vida, ese espacio fenoménico al que supuestamente subyace un mundo verídico quiebra a cada instante su lógica. Ante este hecho los filósofos, usualmente, no sólo no han reaccionado, sino que han participado activamente en favor del hombre común, del hombre indigente y necesitado de verdad y eternidad, siendo sus abanderados, los encargados de proclamar a pleno pulmón y fundamentar con ensayos – y diálogos – la buena nueva de que el mundo verídico no sólo tiene salvación sino que la exige, que es legítimo salvarlo. De esta manera, si la vida quiebra la lógica de la verdad, si la vida es engañosa, la vida aparece como algo a superar, como el enemigo. Esta superación de la vida promulgada por el prototipo recién descrito de filósofo, sostiene Nietzsche, halla en su seno una carga moral – la que viene arrastrando desde que, como hicimos notar, existe una correlación entre la inamovilidad de los valores y la lógica de la verdad – siendo así que el mundo verdadero es el mundo justo y el mundo justo el mundo bueno. Por lo tanto, en el origen de los valores de Verdad, Bien, Justicia – y también en los mentados en el texto escogido – se halla una volición: la volición del hombre temeroso del engaño. De tal forma que este “virtuoso”, este hombre con miedo que alza sus debilidades como virtud, habita el mundo distribuyendo culpas, y en la medida en que está distribuyendo culpas, la vida es culpable en tanto que errónea. La consecuencia irremediable de este hecho es que la volición del hombre común, fundamentada por los filósofos de raigambre platónica y, por lo tanto, substancialista, es una volición de vida muerta, de negación de la vida como aquello inapresable en las categorías metafísicas que constituyen la lógica de la verdad: el ideal platónico, históricamente común, es un ideal ascético. ¿Cuál es, en este sentido, el papel de ese filosofar con el martillo? Se evoca aquí la figura de aquella persona encargada de golpear con un martillo fino las ruedas de los trenes, para descubrir en ellas las quiebras que podrían avocar al aparato – y a todo aquel que viajase en él – al desastre. Es tal el papel de esta nueva camada de filósofos que deben saltar a escena, filósofos como 2 Sería de gran provecho tratar, de la mano de Joan-Carles Mèlich, la necesidad de tal apariencia para su efectiva operatividad, trabajo que, por desgracia, excede los límites del presente proyecto.

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Nietzsche, dispuestos a percatarse de la fragilidad de los valores y sus argumentaciones, de sus desperfectos, para evitar la catástrofe. Sutil imagen opuesta a la común del filósofo atroz que destroza todo lo habido y por haber: ni mucho menos, el filósofo de Röcken responde al papel del médico de la cultura, aquel que ilumina la enfermedad y, sobre todo, que la cura. Pues el papel del filósofo no ha de ser nunca la crítica neutra – ni puede, todo intento de llevar a cabo una es, en las sombras, una forma de participar del engaño que supone el mundo verdadero, participar de la supuesta indiferencia que opera ante la inamovilidad – sino que ha de tomar parte, jugársela, crear valores desvelando los primeros encubrimientos de la pura vida. Queda, pues, delimitado el primero de los conceptos que, en ayuda de aquella oración central, nos permiten lanzarnos al texto. De hecho, en el análisis recién realizado han salido a la luz numerosas nociones válidas para semejante enfrentamiento: médico de la cultura, ideal ascético, virtud, substancialismo, lógica de la verdad... Y sin embargo, nos falta el último paso, el preparativo final, pues hemos descrito minuciosamente la primera instancia del papel de ese médico de la cultura: diagnosticar, encontrar la enfermedad, hallar la fractura en la rueda... pero nos hemos olvidado del segundo paso que todo médico ha de realizar, curar al enfermo, arreglar la rueda. ¿Cómo construir allí donde se ha arrasado el terreno filosófico en el que nos movemos usualmente, allí donde los conceptos substancialistas, los valores eternos, la moral, la Verdad, etc, se han expuesto como deslegitimados, han sido, literalmente, arrasados? Buscando, en primer lugar, la consistencia misma del espacio fenoménico en el que hemos inscrito al sujeto de conocimiento y los objetos, el espacio de lo óntico, la consistencia, al fin y al cabo, del devenir: la fuerza. El ser de lo ente es fuerza3. Si ser es devenir, cambiar, y cambiar es afectar y ser afectado, no queda más remedio que el ser de lo ente sea producir efectos, fuerza. El devenir, el mundo natural, será el enfrentamiento infinito de segmentos, magnitudes, finitas de fuerza. Ser será expresarse en una determinada cantidad de fuerza, cuya “esencia” será producir efectos en las resistencias que encuentre. Este es el verdadero sentido del Eterno Retorno, quien piense que Nietzsche dice que ya hemos estado aquí, yerra estrepitosamente. El Eterno Retorno hace referencia al eterno retornar de las condiciones de lo finito, del choque de las fuerzas finitas mismas, el no avanzar hacia una meta final. Sólo habrá finitud, finitud una y otra vez, el eterno ciclo del nacer cosas, encaminadas inexorablemente a la muerte, muerte que no supone un paso a nada más, que no supone paraíso ni infierno. Sólo existe la lógica del devenir. El devenir no es un devenir de algo, es un devenir que produce. Y así, nosotros, que estamos aquí, los sujetos, que hemos dado a parar a este mundo regido por la lógica del devenir, por el enfrentamiento infinito de magnitudes finitas de fuerzas, no tenemos más remedio que jugar a ese juego. Vivir es expresar fuerza, es querer, es dominar, no es un mero adaptarse. La disposición humana es la de querer 4, todo acto humano, incluido el conocimiento, está atravesado por voluntad. Expresarse es expresar una voluntad, una fuerza. Y no hay fuerzas infinitas. Una fuerza infinita sería una fuerza sin oposición, y el ser de la fuerza es la contraposición con otras fuerzas, es expresar una intensidad que derrote a, o sea derrotada por, otras fuerzas. En qué consista una fuerza o qué sea, se definirá por su posición respecto a otras fuerzas. Como el ser son fuerzas, y las fuerzas se comprenden relativamente, ninguna cosa, en tanto que sea, podrá entenderse por sí misma, siendo coherente con todo el argumento 3 Hemos de tener en cuenta en lo que sigue la influencia leibniziana que obtiene a través de Boscovich, físico y filósofo (cuya teoria atómica bebe de Leibniz), a quien Nietzsche lee compulsivamente. 4 Llamamos aquí la atención sobre ese “el hombre preferirá querer la nada a no querer” que cierra la Genealogía de la moral.

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nietzschiano: El ser, por tanto, posee una consistencia relacional. Así, el Eterno retorno queda establecido, y el hombre común se siente frustrado ante la completa seguridad de que alguna fuerza le derrotará, de que es finito. La posición nietzschiana, la posición del espíritu libre, es la posición que torna positiva la afirmación de la finitud, que disfruta la lógica de la libre contraposición de fuerzas, y pretende eliminar aquellos obstáculos igualizadores, que impiden que domine quien tenga que dominar. La posición de Nietzsche será la posición de quien odia ese tipo de fuerza reactiva que no admite los picos de fuerza, que en lugar de producir sólo busca la adaptación, que interrumpe el dominio en sentido genuino. Es esa fuerza reactiva la que opera en el ideal ascético, es esa fuerza reactiva la que, de hecho, denuncia en el texto. Nos hallamos por fin en posición para dar buena cuenta de cuanto está funcionando en las líneas escogidas. Tras haber tomado las mismas por el centro y tras, posteriormente, haber hecho un inciso para explicar nuestros asideros, vamos a optar ahora por un comentario breve y lineal: Ya en el inicio aparece una necesidad: la de ser dignos de la vida, estar, por lo tanto, a la altura de esa vida-devenir caracterizada por ser una confrontación infinita de fuerzas finitas, una problematización continua cuya evasión sería indigna. Inmediatamente después comienza una exposición que da cuenta de dos caracteres bien delimitados en el decurso de este comentario: Nietzsche comienza a problematizar, a ejercer de filósofo del martillo, a ser, por lo tanto, digno de la vida que vive, a destapar ese fondo inestable que compone el confrontamiento de fuerzas y, al mismo tiempo, muestra esa dinámica “moralista” que ha tendido siempre a falsear el fondo, ese impulso de las fuerzas reactivas, estabilizantes, que tratan de neutralizar en la medida de lo posible la esencial radicalidad del juego de fuerzas en que se definen el ser y lo que es (y con ellos, como hemos venido mostrando, lo que debe ser). Queda tematizada en el texto la esencial vergüenza de sí mismo que ha de sentir el humano marcado históricamente con el yugo de la moral cristiana, yugo contrario a la vida misma, a su dinámica deviniente. Se habla, finalmente, de una historia primitiva a la que no podemos, siendo coherentes con nuestra argumentación, reconocerle en el texto de Nietzsche un estatuto histórico propiamente dicho – aunque no fuese incompatible –, escapando a nuestro propósito discutir si el hombre ha sido ya desde siempre el “hombre común” y temeroso que hemos venido definiendo o si hubo más bien un tiempo en que la impronta substancialista, metafísica, en que la culpabilidad, no se había apropiado del hombre. Defenderemos – suponemos si es más correcto el término – que se apela aquí a una instancia estructural a priori subyugada por la psicología propia del humano en su cotidianidad, si se nos permite aquí usar la traducción de Rivera de Ser y Tiempo de “Alltäglicheit”, y a todo lo que implica, sin glosarlo. Esto no quita que a lo largo de todo el texto se intuya un carácter histórico de la argumentación, simplemente reduce su importancia en pos de un ensalce mayor del mecanismo teórico latente tras todas las afirmaciones históricas a las que, en el decurso del mismo, no da fundamento. Queda así, tras estas páginas, esclarecido el sentido del texto.

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