Vulnerabilidad, precariedad e inhabitabilidad. Imágenes para repensar la producción de vidas (in)vivibles.

July 21, 2017 | Autor: Ignacio Mendiola | Categoría: Precarity, Vulnerability, Cuerpo, Biopolítica
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VULNERABILIDAD, PRECARIEDAD E INHABITABILIDAD: IMÁGENES PARA REPENSAR LA PRODUCCIÓN DE VIDAS (IN)VIVIBLES. Ignacio Mendiola

1.- La vulnerabilidad como condición ontológica Existir, como nos recuerda su propia raíz etimológica, remite antes que nada al estar, a una práctica espacial, a la ocupación de los espacios. De esta intuición cabe adentrarse en una reflexión que revisita el vivir, el ser, atendiendo a su inherente dimensión espacial: el pensar se convierte así en un asunto geográfico, tanto en lo que remite a lo que se piensa (las distintas formas de vida) como al hecho mismo de pensar (el conocimiento encarnado y situado). Existir desde los espacios, con(tra) los espacios, en(tre) los espacios, a través de la espacialidad que nos recorre. Partimos de ahí. Y ahí, aquí, ya se han sugerido dos matizaciones que conviene explicitar. En primer lugar. No hay posibilidad alguna de establecer una escisión entre el sujeto que existe y los espacios en los que se está inmerso: lo social no se da a modo de una construcción (reflexiva, discursiva) que es posteriormente llevada al espacio; acontece, por el contrario, espacializándose, a modo de una práctica de espacialización contingente tejida desde la multiplicidad semiótico-material en la que estamos inmersos. Escindirnos del espacio sugiere la posibilidad de una distancia, siquiera mínima, entre el sujeto y los espacios que le posibilitan, una distancia que desgaja al sujeto de los espacios para llevarlo a la interioridad de la conciencia, allí donde tan sólo habita la ficción de la reflexividad descarnada. Decir que lo social acontece desde los espacios es decir que habitamos los espacios que nos habitan, que los espacios están adheridos a la piel, a la palabra. No sólo que estemos en el espacio sino que la espacialidad es parte constitutiva, condición de posibilidad. En segundo lugar. No hay espacio sino espacios: todo espacio remite a otros espacios con los que se imbrica o se distancia, con los que se enmaraña de modos disímiles trazando conexiones a veces precarias y a veces sólidas. Sugerir que hay un espacio desligado del resto supone borrar la trama de relaciones que han posibilitado la aparición misma de toda configuración espacial, supone suprimir la geografía desde la que se yergue. Aquí la topología sustituye a la geometría. Hablar de espacios es hablar, por ello, de relaciones (de poder), de puentes y puertas, por retomar la intuición simmeliana, de proyecciones, de aperturas pero

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también de cerrazones, de fronteras infranqueables. Y, por ello, siempre se está en(tre) los espacios. Sucintamente expresado, la primera matización alude a la naturaleza espacializada de lo social, mientras que la segunda expresa su multiplicidad constitutiva. El existir irrumpe así como una práctica espacializada de la relación. Ambas matizaciones, lógicamente, confluyen. No que se encuentren como si viniesen de caminos diferenciados sino que se precisan mutuamente, se copertenecen, la una precisa de la otra; y ello acaso se expresa de un modo crucial en el primer espacio que habitamos, el cuerpo. El espacio del cuerpo nos recuerda cotidianamente no sólo que estamos en el espacio sino que, en un sentido más profundo, somos espacio; espacio corporeizado desde el que se experimenta lo social a través de los sentidos, espacio incorporado que media en toda producción de sentido, que da al sentido un sustrato espacial, que establece, en definitiva, que toda articulación de sentido pasa irremediablemente por la experiencia de sentir, en su contingencia, los espacios que habitamos. Si hacemos el ejercicio de proyectar las dos reflexiones precedentes al ámbito de la corporalidad (negar la escisión del sujeto con respecto al espacio y negar la posibilidad de un espacio desgajado del resto de espacios) vemos que el desarrollo de esas líneas argumentales (que el existir es una práctica especializada y que todo espacio contiene una multiplicidad de espacios) pasan necesariamente por el cuerpo, precisan del cuerpo para poder ser desarrolladas, coinciden y se expanden desde el cuerpo. La crítica del postulado de la interioridad, de la primacía de lo reflexivo, rescata el ineludible carácter encarnado de lo social; lo corporal no irrumpe como un añadido (el cuerpo que sostiene la conciencia) sino como requisito previo desde el que poder vivenciar lo social (la conciencia incorporada). No transitamos ya ni por el espacio mental que se proyecta a posteriori sobre lo social ni por el espacio geometrizado que existe más allá de toda práctica: transitamos por la juntura misma que liga al sujeto con los espacios. Una ontología espacializada de lo social indaga en los procesos sociohistóricos a través de los cuales se producen los espacios y ello incluye las representaciones que se hacen sobre los mismos, los modos en los que son efectivamente construidos y las formas en que son vivenciados (Lefebvre, 2013). Esta ontología precisa ubicar desde el inicio al sujeto como un habitante de esos espacios. La sugerencia anterior de que habitamos los espacios que nos habitan no sólo precisa de ese recorrido sociohistórico (sobre el que luego se incidirá), requiere igualmente que ubiquemos la corporalidad en su núcleo mismo en tanto que condición de posibilidad de

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la reflexión, producción y vivencia de la espacialidad. En el cuerpo, desde el cuerpo, sentimos y vivenciamos toda la urdimbre de hábitos (formas de pensar, de hacer) que median en la producción de los espacios. Todo pasa por el cuerpo, por los hábitos que incorporamos, por lo que nos hacen sentir, por lo que nos permiten sentir. La crítica de la epistemología clásica sustentada en la dicotomía sujeto-objeto se desmorona cuando al cuerpo se le restituye su posición predominante. Y desde ahí se puede afirmar ya, en consecuencia, que “la ontología del cuerpo es la ontología misma: ahí el ser no es nada previo o subyacente al fenómeno. El cuerpo es el ser de la existencia” (Nancy, 2010: 16; subrayado en el original). Existir es, entonces, estar encarnado, estar encarnándose en las espacializaciones en las que estamos inmersos, en los hábitats que habitamos, en los hábitos que nos habitan. Tendríamos que hablar, en consecuencia, no tanto del cuerpo como de producciones de corporalidad (de Certeau, 2006), de una ontología encarnada que se abre a la diferencia pero que precisa ser entendida en su propia singularidad. El cuerpo, así, está en el inicio de la experiencia sentida de lo social pero carece radicalmente de un inicio, de un origen (Foucault, 1992), la heterogeneidad lo habita. Precisa de lo ya dicho, de lo ya hecho, de toda una trama de hábitos impersonales que han ido conformando las múltiples experiencias sentidas de lo social. El cuerpo es tiempo sedimentado, pliegue que enhebra una multiplicidad, lugar de encuentro, de disputa, de batalla. Todas sus formas reconocibles son expresiones de procesos colectivos, formas terminales susceptibles de ser rastreadas en sus procesos constitutivos. No sólo, por ello, que se necesite al otro cuanto, en un sentido más radical del término, que el otro viene ya conmigo, me habita, se posa en los hábitos. La ontología encarnada arranca desde la experiencia incorporada de la otredad, la contiene y la precisa. En este sentido, si el cuerpo es huella es también apertura y por lo que tiene tanto de huella como de apertura, precisa ser pensado con otros mimbres que se alejen de la falaz visión de un sujeto autocentrado que encumbra su subjetivad al tiempo que minusvalora todos aquellos cuerpos que no encajan en la subjetividad privilegiada. Frente a ese sujeto autocentrado y racional, la ontología encarnada recuerda su ligazón con el mundo, con el proceso mismo de vivir en su amplia multidimensionalidad, con una vida tejida y mantenida, sustentada, por muchos otros. Subrayar que los otros me habitan, que preciso a los otros, es reivindicar el carácter expuesto del cuerpo, su alejamiento de toda cerrazón reflexiva, la ineludible necesidad de todo aquello que mantiene con vida mi vida: “El cuerpo es el ser-expuesto del ser” (Nancy, 2010: 28). Un

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existir encarnado que acontece junto a otros cuerpos, experimentando y sintiendo cercanías y lejanías. En la confluencia que se desata al poner en relación el carácter encarnado de la existencia (el cuerpo como espacio desde el que sentir lo social) y su inherente exposición (la huella y necesidad del otro para sustentar la vida encarnada), cabe subrayar un rasgo de la condición ontológica que ya ha sido sugerido pero que es preciso ahora evidenciar dado que sobre él, y sobre algunas de sus reformulaciones actuales, pivotarán las reflexiones posteriores. Nos referimos a la vulnerabilidad; una vulnerabilidad que no alude en un primer momento a unas determinadas condiciones de vida marcadas la carencia, la desigualdad, la violencia o todo aquello que de una forma u otro pudiera venir a cercenar la articulación de una vida digna. La vulnerabilidad en un sentido profundo no alude a una forma de vida sino que nombra, por el contrario, una dimensión inherente a la propia condición ontológica de lo humano. La vulnerabilidad es consecuencia directa de que existir es un estar encarnado proyectado hacia la exposición: “El cuerpo es un fenómeno social; es decir, que está expuesto a los demás, que es vulnerable por definición. Su persistencia misma depende de las condiciones e instituciones sociales, lo que, a su vez, significa que, para poder «ser», en el sentido de «persistir», ha de contar con lo que está propiamente fuera” (Butler, 2012: 57-8). La exposición se da en la tensión que se abre entre una carencia (la cual pone de manifiesto la falacia de la autonomía) y una necesidad (de todos aquellos que posibilitan mantener con vida mi vida). Somos vulnerables porque estamos expuestos, porque precisamos que los otros sustenten nuestro vivir: el cuerpo y su apertura apuntalan cotidianamente la vulnerabilidad de la existencia, la inscriben en todos sus gestos, en todo aquello que precisa la vida para mantenerse con vida. Y es así, en consecuencia, que la vida requiere como condición inexcusable, desde esa vulnerabilidad, desde esa exposición, el cuidado. No cabe literalmente pensar una vida al margen de los cuidados que la envuelven, unos cuidados que aluden tanto a todas las dimensiones que sustentan la materialidad de la vida (el mantener con vida a la vida) como a la afectividad que sustenta la dignidad de la vida (el reconocer la vida que se mantiene con vida). El (dar, recibir) cuidado, tal y como se ha enfatizado recientemente desde una economía feminista (Carrasco, 2005; Carrasco, et al, 2011; Pérez Orozco, 2011), es así una exigencia del propio vivir, el requerimiento de nuestra condición de seres vulnerables y expuestos, entrelazados. Pero ello en modo alguno supone glorificar el cuidado: ahí también se dan lógicas de dominación y distribuciones diferenciales,

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históricamente asociadas a las mujeres, que han comportado situaciones de desigualdad (Gil, 2011); en el cuidado se amalgaman relatos, ambivalencias y servidumbres que hay que mostrar sin necesidad alguna caer en el ensalzamiento. El cuidado alude así a una exigencia vital que es necesario evidenciar en sus prácticas concretas atendiendo a las peculiaridades de las distintas fases vitales y a las distintas subjetividades involucradas. En las contundentes palabras de Garcés: “Existir es depender. Esta revelación es el escándalo contra el que se construye toda la metafísica y sus derivados políticos y económicos, incluida la vieja narración de la historia de la humanidad como tránsito del reino de la necesidad al reino de la libertad” (2013: 147). La necesidad del otro, la necesidad de estar entrelazado con muchos otros, la exposición misma, reclama, en consecuencia, el cuidado, pero en esa apertura, por lo que la apertura misma posibilita, cabe la posibilidad de sentir en el vivir todo aquello que atenta contra la propia vida, en la oquedad de la exposición hay también espacio para la violencia, para las relaciones de poder que pueden hacer de la vida algo invivible, una vida carente de la dignidad que reclama el vivir como condición necesaria para querer mantenerse con vida. En la vulnerabilidad, como nos recuerda la etimología, hay la huella de una herida, la posibilidad misma de poder ser dañados: “Como cuerpos estamos expuestos a los demás, y si bien esto puede ser la condición de nuestro deseo, también plantea la posibilidad de sojuzgamiento y crueldad” (Butler, 2010: 93). Las relaciones de poder no son algo, por esto mismo, que hacen acto de presencia a posteriori; actúan desde el inicio mismo, dando forma a la exposición. La biopolítica foucaultiana no alude a un encuentro entre vida y política sino a las racionalidades y tecnologías que imbrican vida y política haciéndolas indiscernibles, dando lugar a las distintas formas en las que irrumpe el “hacer vivir”, las diversas maneras en las que “se conducen las conductas” (Foucault, 2001). Teniendo presente que en ese vivir inmanente, que enmaraña líneas de fuerza de diferente naturaleza (Deleuze y Guattari, 1988), también hay espacio para la resistencia, para las líneas de fuga. En otras palabras: la herida de la vulnerabilidad se puede ensanchar y acrecentar (dando lugar, como veremos a lo precario y lo inhabitable) o se puede cuidar. Que la vida sea vivible (Pérez Orozco, 2011) depende del modo en que esas posibles derivas se imbrican. Decir que estamos expuestos es decir que ahí nos jugamos la forma de nuestro vivir, en esa vida que lleva el poso imborrable de una presencia que nos antecede y nos hace: todo aquello que nos hace sentir, ver, pensar, decir o hacer de unas maneras determinadas que no

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son, en rigor, nuestras: “El cuerpo no se pertenece a sí mismo” (Butler, 2010: 83); pero también que en ese estar sujetos a la exposición, y a lo que ahí podemos sentir desde nuestro cuerpo, nos encontramos con muchos otros que pueden pugnar por reapropiarse la forma en que es vivida la vulnerabilidad, no tanto para trascenderla (porque la vulnerabilidad es nuestra condición ontológica insustituible), cuanto para dar a la vulnerabilidad unas formas en las que nos podamos reconocer: problematizar los hábitats que habitamos, los hábitos que nos habitan, repensar el murmullo de lo habitual que nos envuelve para dejar una impronta que hacemos nuestra, subvertir lo que cercena una vida vivible, digna de ser vivida, para abrirnos a otras formas de vulnerabilidad.

2.- El devenir precario de la vulnerabilidad Las líneas precedentes, aunque de forma muy sucinta, nos han permitido sugerir los mimbres de un escenario teórico que incide en la espacialidad de lo social y en unos procesos de subjetivación atravesados por relaciones de poder que estructuran las formas que adquiere el vivir; el cuerpo irrumpe ahí como eje central que vehicula ambas cuestiones, dando lugar a las distintas plasmaciones que adquiere la vulnerabilidad expuesta. Nos interesa aquí, sobre ese sustrato de carácter ontológico, exponer una serie de cuestiones que orbitan en torno a algunas de esas plasmaciones que hoy en día acontecen y que pueden ser leídas desde las conjunciones que se desatan entre lo neoliberal, lo neocolonial y lo securitario. En este recorrido, la vulnerabilidad irrumpirá como un proceso crecientemente precario. Hay una trama narrativa que puede destacarse en el desarrollo de la modernidad y es la que orbita en torno a la captura de espacios y cuerpos. No se trata de deshilachar la propia multidimensionalidad que recorre la modernidad, ni de convertirla en una narrativa marco que pretenda obviar todo aquello que no entra en su campo discursivo. Se trata, no obstante, de subrayar todo un conjunto heterogéneo de relaciones de poder que han incidido de un modo relevante en la conformación de las formas de vida y en los modos en que los sujetos han vivenciado la vulnerabilidad en la que estaban inmersos. La idea de captura no supone, igualmente, desdeñar otras formas de relaciones de poder que han podido existir anteriormente (y que en el planteamiento foucaultiano quedarían mayormente circunscritas al poder soberano y a la matriz disciplinar), toda vez que viene a superponerse a ellas dando lugar a procesos de gubernamentalización a través de los cuales se pretende regular de un modo dinámico y contingente el ordenamiento de lo social.

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Capturar espacios y cuerpos, esto es, pretender subsumirlos en el contexto de unas prácticas de mercantilización y privatización de la realidad que la economía liberal, si bien no inaugura, sí al menos las formaliza en todo un marco doctrinal que se propaga desde el siglo XVIII. Envuelto en una retórica cimentada en torno al progreso y a la acumulación de riqueza, el trabajo se convertirá en uno de los ejes centrales de dicho marco doctrinal una vez que ha quedado reubicado bajo el prisma de una producción material subsumida en la lógica monetaria (Meda, 1998; Naredo, 2006). Junto a ello, la idea de seguridad, vinculada a la protección de la propiedad privada, irrumpirá igualmente como una dimensión central que exige articular toda una serie de discursos y mecanismos que habrían de venir a garantizar el mantenimiento de la sociedad burguesa. Tal y como Neocleous (2010) ha sugerido, la idea de seguridad hace las veces de puente entre la institución de la policía, en su sentido amplio originario, y el discurso de la economía política y es así, en consecuencia, que adquiere una centralidad indudable toda vez que la mercantilización y privatización del desarrollo económico deben estar sustentados en una práctica securitaria desde la que se intenta quebrar todo tipo de resistencias frente al modelo económico imperante. La policía, concernida inicialmente con el mantenimiento del orden en toda la multiplicidad del vivir, se irá convirtiendo, fundamentalmente a partir de la segunda mitad del XIX, en la institución moderna que hoy conocemos, limitada ya, supuestamente, al correcto cumplimiento de la ley; pero esta tarea de hacer cumplir la ley no deja de ser sino lo que anteriormente era de forma explícita: el mantenimiento del orden liberal con las garantías requeridas para la acumulación de capital. Referirse a la captura de espacios y cuerpos alude, en gran parte, a este proceso de reorganización de lo social, a los ordenamientos que se instauran, con el fin de apuntalar y mantener el proceso multidimensional de mercantilización de la realidad que el capitalismo, en sus distintas fases y modalidades, requiere. Esto es fácilmente observable en la captura de los trabajadores durante los inicios de un proceso de industrialización marcado por un problema estructural de falta de mano de obra: capturar el cuerpo del que extraer una fuerza de trabajo proyectada hacia la producción (deshaciendo, para tales fines, lo que podría persistir de lo comunal y lo consuetudinario) y producir sujetos que asuman la naciente ética del trabajo en tanto que vector fundamental de nuevos procesos de subjetivación. Todo ello envuelto en una naciente lógica punitiva que castiga los desvíos, las líneas de fuga de la geografía industrial, el nomadismo de quien no quiere quedar subsumido en la subjetivación

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fabril. La profunda relación histórica entre la cárcel y la fábrica (Melossi y Pavarini, 1985), recuerda que el estado puede ser leído como un dispositivo antinómada, un regulador de caminos, de las movilidades adscritas a las cosas y las personas (Deleuze y Guattari, 1988). Pero ya ahí, en todo ese proceso de creación de una sociedad industrializada y de socavamiento de las anteriores formas de habitar, se gesta una incorporación de la miseria, un llevar al cuerpo las condiciones laborales y vivenciales del incipiente capitalismo industrial. Y la miseria incorporada, hecha cuerpo, llevada al cuerpo, protegida en su articulación por una lógica securitaria que legisla y hace suya la mercantilización de la realidad, actúa sobre la vulnerabilidad de la existencia, produciendo formas de vida que socavan la vida. La vida vulnerable no es, de por sí, una vida signada por lo precario; es, por el contrario y como antes sugeríamos, el inexcusable punto de partida y sobre ese punto de partida, sobre la condición ontológica del vivir, el capitalismo no deja de producir desde sus inicios un socavamiento de las formas de vida existentes que se traduce en procesos de precarización susceptibles de ser leídos desde esa imagen que alude a la incorporación de la miseria. No hay aquí afán alguno de promover una lectura que borra los matices, las distintas formas en las que todo este proceso se concibe, produce y vivencia, pero sí hay la necesidad de enfatizar un ethos íntimamente concernido con la mercantilización y apropiación de la realidad. Y ese ethos desencadena igualmente todo un proceso multilocal de producción de espacialidades. La modernidad, desde sus mismos inicios con el descubrimiento de América, y en sus posteriores desenvolvimientos conformadores de capitalismos comerciales, industriales y financieros, puede ser revisitada a modo de un proyecto geográfico que imbrica y redefine los espacios puestos en conexión. Lo local y lo global, como categorías inscritas en una lógica dicotómica, no pueden llegar a ser categorías fecundas para pensar lo social; se requiere, por el contrario, ahondar en el constante paso de lo local a lo global, todos los procesos de mediación que conectan los espacios, aquello que circula, que conexiona, que une y separa, el modo en que la relación misma se practica. En este proceso de producción de espacios, la mercantilización, como hemos dicho, precisa del discurso de la seguridad pero se desenvuelve de la mano de un (neo)colonialismo que, heredando toda una forma de concebir la modernidad, precisa de dos cuestiones. Por una parte, recogiendo unos fundamentos filosóficos susceptibles de ser rastreados desde Descartes o Bacon, se acomete una exteriorización de la naturaleza de tal forma que ésta queda crecientemente desprovista de tramas simbólicas y mitológicas para quedar

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convertida en mero recurso natural que puede ser apropiado y subsumido en el discurso de un progreso ilimitado. Exteriorizar la naturaleza conlleva asumir que, discursivamente, no se está en la naturaleza sino ante la naturaleza con el fin de observarla (para la obtención de esas leyes de conocimiento universalizables que la epistemología clásica persigue) y utilizarla (extrayendo sus riquezas, utilizando sus potencialidades). La dicotomía sociedad-naturaleza (en un sentido no del todo ajeno a la de mente-cuerpo) establece una jerarquía en donde la naturaleza se minusvalora quedando, en consecuencia, como reservorio a utilizar. Por otra parte, recogiendo igualmente toda una forma de pensar que se explicita notablemente tras el descubrimiento de América, y superpuesta a la mencionada dicotomía sociedad-naturaleza, se establece una diferenciación jerárquica en donde todas las formas de indigenismo (habitantes de la naturaleza) quedan infravaloradas con respecto a la subjetividad encumbrada de la modernidad, aquella que está proyectada hacia el sujeto blanco, varón, racional, habitante de la modernidad eurocéntrica. La captura de los espacios para insertarlos en una lógica globalizadora y mercantilizadora produce desiguales desarrollos geográficos que a menudo se han materializado en una quiebra de las ontologías locales (Sloterdijk, 2004). Más allá de las distintas formas en las que puede producirse el proceso de la captura de los espacios, lo que es preciso tener en cuenta es que este acontece en gran parte sobre la base de una matriz (neo)colonial que exterioriza la naturaleza al tiempo que inferioriza al indígena (Fannon, 2001; Santos, 2005). Y será este solapamiento entre la mercantilización y lo (neo)colonial, cuyos recorridos pueden rastrearse hasta el presente, lo que se verá envuelto en un discurso que legitima la captura misma en nombre de un progreso civilizatorio que siempre se aleja (sin dejar de producir violencia según el contundente dictamen banjaminiano) pero en cuyo nombre se va dando forma a lo social, se van instaurando ordenamientos y gubernamentalizaciones que adscriben posiciones y establecen diferentes gradientes de movilidad. La biopolítica aquí, como decíamos, trasciende (pero sin eliminar, incluyéndolas) las lógicas del poder soberano y de lo disciplinar y se abalanza sobre un “hacer vivir” radicalmente dinámico y contingente que puede ser leído desde la óptica de unas sociedades de control, las cuales reglamentan, desde una multiplicidad de instancias (administrativas, jurídicas, narrativas, políticas), el propio proceso de la captura y las circunstancias en las que quedan los sujetos capturados.

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La cuestión es entonces las formas de vida que acontecen en los procesos de captura, los modos en que se produce vida cuando aquello que impulsa la captura misma está concernido con la quiebra de anteriores hábitats y hábitos. La captura deshace para rehacer, una destrucción creativa que altera lo que aprehende con el fin de evitar indisponibilidades, resistencias. No estamos ante una dimensión periférica de la modernidad sino ante su arquitectura misma; nos alejamos, por ello, de toda visión autocentrada de la modernidad (como proyecto racional-emancipador) para subrayar las geografías sobre las que se construye y las violencias que la recorren. Cuando desde los estudios decoloniales se sugiere que el colonialismo es la cara oculta de la modernidad (Mignolo) se está diciendo que en el sustrato de esta opera una matriz multidimensional epistémica-económica-política que establece jerarquías de conocimiento y de subjetividad propiciadoras de un amplio magma de violencias que instauran desarrollos geográficos desiguales: decir que la cara oculta de la modernidad es el colonialismo es decir que el genocidio acompaña al progreso (Morrison, 2012), que la retórica de la paz se enmaraña con lo bélico (Neocleous, 2014). La captura es, por ello, central al ordenamiento de lo social, a las gubernamentalizaciones que se desatan para concebirlo y asegurarlo y esa gubernamentalidad mira tanto hacia fuera como hacia dentro. La proyección exterior de la gubernamentalidad nos lleva desde los inicios del colonialismo hasta sus reacomodos actuales dando lugar a toda una serie de epistemicidios, ecocidios, etnicidios o juridicidios. Un proceso diverso que podría ser revisitado desde la ecología política con el fin de ahondar en los modos en que han operado la apropiación de los recursos naturales existentes, la utilización de los espacios para producir en ellos materias primas y el empleo de unas determinadas áreas geográficas para depositar en ellas los deshechos que el desarrollo industrial va dejando a su paso. Esta triple captura del espacio ha dado lugar a la producción de naturalezas mercantilizadas sometidas a menudo a profundos procesos de degradación ambiental, lo que ha comportado que emerja, una vez que el hábitat ha sido reestructurado en el curso de la captura y que los hábitos anteriores carezcan ya de espacialidad sobre la que proyectarse, la figura del habitante sin hábitat como imagen persistente que la modernidad-colonialidad no deja de producir, como huella de la violencia que este par contiene en su seno. La historia de las migraciones está atravesada en gran parte por esta recurrente producción de habitantes sin hábitat. Aquí el trasfondo teórico-analítico de la ecología política se puede proyectar sobre el análisis de la deuda ecológica con el fin de

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recorrer la captura de espacios y cuerpos que el (neo)colonialismo, desde los inicios de la apropiación bélica hasta los actuales tratados de libre comercio, no ha dejado de comportar. La proyección interior, por su parte, nos permite transitar desde la búsqueda del trabajador disciplinado que ha de asumir e incorporar el ritmo fabril hasta la producción del sujeto endeudado del capitalismo financiero (Lazzarato, 2013), inserto en un discurso que oscila entre el deseo sugerido y la culpabilidad del fracaso; toda la sucesión de reformas laborales y la progresiva disminución de las políticas sociales asociadas al estado de bienestar, apuntalan una creciente precarización de la vida que mina la conformación de narrativas vitales (Sennet, 1998) al tiempo que imponen redefinidas relaciones de poder en donde ya no es sólo el cuerpo (taylorista-fordista) el que trabaja sino que es la vida misma (Fumagalli, 2010) la que ha sido puesta a trabajar bajo las exigencias de una empleabilidad continua que, igualmente, culpabiliza al propio trabajador del fracaso. Ya sea desde las reminiscencias del trabajo taylorista-fordista o del capitalismo cognitivo postfordista, lo que se exige es disponibilidad para estar dispuesto a acceder al trabajo cuando sea necesario, para asumir las menguantes condiciones laborales, para estar continuamente preparándose ante los eventuales requerimientos: el trabajador, en términos foucaultianos, convertido en “empresario de sí mismo”. En todo este magma, “no es descabellado afirmar que la precariedad laboral es una de las disciplinas de nuestro tiempo, una de las columnas que sostiene la nueva economía” (Alonso y Fernández Rodríguez, 2009: 239). En el entrecruzamiento de las proyecciones exteriores e interiores de la gubernamentalización irrumpen las distintas formas mediante en las que operan los procesos de “acumulación por desposesión” (Harvey, 2007), ya sea incidiendo de una forma más directa en el hábitat o en los hábitos (aunque ambas, a la postre, se tornan indiscernibles). La financiarización de la economía (posibilitando los flujos continuos de capital que al intentar evitar los mecanismos de control –en donde habría que destacar el papel relevante de los paraísos fiscales- acaban incidiendo negativamente en los procesos concretos de la economía real), la gestión de la actual crisis (con medidas que han favorecido la socialización de las pérdidas y la privatización del beneficio) o la reorganización estatal (asumiendo y sustentando la lógica neoliberal en la toma de toda una serie de medidas que aluden, por ejemplo, a unas determinadas políticas fiscales o a la ausencia, arriba mencionada, de medidas de control del dinero financiarizado), vienen a componer algunos de los basamentos fundamentales que

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permiten proseguir el proceso de acumulación de capital ahondando en la precarización de la vida que se desprende de los mecanismos de captura. En este sentido, el modo en que la producción de precariedad está incardinada con el ordenamiento de lo social, impide acercarnos a una lectura en la que este proceso pudiera ser leído como una suerte de alejamiento de una ley que en su correcta aplicación habría de garantizar la resolución racional de los conflictos y el respeto por los derechos humanos conculcados. Es la propia ley, al contrario, la que se amolda y se reconfigura desde las exigencias del discurso de acumulación de capital, es la ley la que (para proseguir el proceso de captura de espacios y cuerpos) se rearticula -modificándose, suspendiéndose- cuando se considera necesario, esto es, cuando lo social es leído a través de unas tramas narrativas que aludiendo a amenazas de distinto signo (políticas, económicas) demandan y promueven la rearticulación de lo normativo. La construcción política del miedo (un miedo que se expande, desdibujando los contornos de la amenaza, descontextualizando lo que es el propio objeto del miedo) actúa aquí como telón de fondo que legitima esta ley subsumida ya en una lógica de la excepcionalidad que se impone como necesaria, como salvaguarda frente a los miedos invocados. Pero esa ley suspendida, transformada, no puede ser concebida como un espacio sin ley, al margen de la ley, porque designa, por el contrario, un ejercicio de continua recomposición de la propia ley que, al dejarse de aplicar en determinadas circunstancias, desencadena un ensanchamiento del ámbito de actuación del poder estatal-económico. En lo referido a lo más específicamente estatal, esta lógica de la excepcionalidad securitaria ha posibilitado un aumento de su potencial impunidad y arbitrariedad (el reciente intento por suspender la justicia universal en el estado español es un ejemplo palmario de ello), posibilitando así, como luego se subrayará, que se reactualicen formas de hacer que son propias del poder soberano (Butler, 2006). Lo que se preciso subrayar aquí es que este movimiento de captura de espacios y cuerpos, apenas reseñado desde sus pilares centrales, constituye toda una forma de proceder biopolítica que incide en la vulnerabilidad de la vida proyectándola, para muchos otros, hacia una precariedad en la que puede estar en ciernes una tanatopolítica que expone a la muerte y eventualmente la produce de forma directa: el “hacer vivir” y “hacer-dejar-morir” (Mendiola, 2009) se revelan como dos caras de la misma moneda. Así las cosas, es necesario afirmar que la precarización de la vida, este socavamiento de formas de vida desplegado en la quiebra de las ontologías locales, es parte constitutiva de la modernidad; está muy lejos de ser algo

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coyuntural o periférico a su quehacer. Hay toda una trama de violencias simbólicas (jerarquías de la subjetividad impuestas que desprecian formas de ser y estar en el mundo), materiales (la apropiación misma de los cuerpos y los espacios para mercantilizarlos, para convertirlos en desechos, para eliminarlos) y normativas (las violencias contenidas en la producción y mantenimiento de la ley subsumida ya en una lógica de la excepcionalidad), que están asentadas en el núcleo mismo de la modernidad y que se manifiestan de formas diversas. Decir que

el ordenamiento multidimensional de lo social en la (tardo)modernidad está

atravesado por una violencia multiforme no significa afirmar que la modernidad tenga que ser leída únicamente desde esa violencia multiforme pero sí que no puede ser leída al margen de ella. Cabe concluir, en definitiva, que la ontología encarnada de la existencia y su vulnerabilidad inherente, se ve atravesada por procesos de precarización que se derivan (directamente, como parte consustancial) de los distintos modos en los que se imbrica la triada neoliberal-neocolonial-securitaria: todos estamos inmersos en la vulnerabilidad pero no todos sufrimos la precariedad. La triada neoliberal-neocolonial-securitaria, en función de las diversas geografías y las subjetividades involucradas, produce (diferencialmente) formas de vida precarias. Y a veces, también, algo distinto que podemos ubicar bajo la figura de lo inhabitable.

3.- La producción de lo inhabitable El proceso de captura de los espacios y cuerpos tejido en torno al neoliberalismoneocolonialismo no puede entenderse, tal y como sugeríamos, sin la presencia del decir y hacer securitario que busca afianzar, legalizar, asegurar, el proceso mismo de la captura. Y si hemos dicho que el ordenamiento de lo social es bifronte, lo mismo se podría repetir para lo securitario: en su proyección exterior nos encontramos con la guerra (la centralidad de lo bélico en la conformación epistémica y política de la modernidad) y en su proyección interior con la policía (desde su amplio sentido inicial que busca conferir un orden al conjunto de lo social hasta su sentido actual más limitado concernido con los cuerpos de seguridad estatal). La mercantilización-privatización de la realidad se tiene que asegurar a través de todo un entramado de formas de hacer bélicas y punitivas que permitan mantener y consolidar el proceso de acumulación frente a las posibles resistencias de diverso signo que pudieran surgir. Es la necesidad irrenunciable de asegurar el proceso de acumulación lo que convierte a la

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propia idea de seguridad en la idea central de la sociedad liberal (Neocleous, 2010, 2014) y en este proceso ya no sólo se produce precariedad sino algo ulterior, una geografía de lo inhabitable, un espacio en donde la vida es quebrada en toda su radicalidad, un espacio reservado a las subjetividades que encarnan la amenaza o la exclusión y que, en cualquier caso, son leídas desde un profundo desprecio. Si la producción de precariedad es una de las huellas que se desprenden de la acumulación neoliberal-neocolonial, la producción de lo inhabitable es el rastro que deja a su paso lo securitario en su doble proyección bélicopunitiva y que alcanza en la tortura su plasmación más ignominiosa, allí donde se compele a los sujetos a habitar lo inhabitable (Mendiola, 2014). En lo inhabitable encontramos una vida invivible, el semblante atroz de la vida desnuda, una vida producida a contracorriente de lo que es la vida misma, vida biologizada, que al desgajarse de los hábitats en los que uno estaba inmerso, de los hábitos que conformaban (aún con todas las dificultades y carencias que ello pudiera tener) formas de vida asumidas como propias, desencadena una vida en la que apenas hay ya posibilidad de remitir a un futuro en el que proyectar algún signo de expectativa: la vida nuda es una vida suspendida, agotada en su pura inmediatez. La bios se llena de zoe (Agamben, 1998). Habría, lógicamente, muchas formas de llegar a lo inhabitable, de producirlo y de vivenciarlo: la historia del (neo)colonialismo ha dejado todo un reguero de ejemplos en los que la captura de espacios y cuerpos ha devenido en vidas absolutamente invivibles. En las sociedades occidentales, la profundización de lo precario puede acabar en situaciones de pobreza extrema en donde el desahucio irrumpe como potencial entrada a una vida invivible que se evidencia, a veces, en la opción del suicidio. Pero no es esto a lo que queremos aludir aquí al hablar de lo inhabitable. La articulación de la geografía de lo inhabitable aquí subrayada, remite directamente a un discurso securitario en donde se habilita para unos determinados sujetos y en unas determinadas circunstancias, una geografía en donde se atenta contra la subjetividad. Lo precario puede irrumpir en los diferentes espacios (alimenticios, sanitarios, laborales, educativos, de vivienda…) que componen lo cotidiano, pudiendo transitar por algunos de ellos o por todos, sin establecer diferenciaciones, conectándolos, dando formas diferenciadas y específicas al vivir precario. Lo inhabitable, por el contrario, se caracteriza por la sustracción de lo cotidiano: no que se dé en lo cotidiano sino que se da, precisamente, porque el sujeto capturado es arrancado de lo cotidiano en toda su radicalidad y queda compelido a

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habitar una geografía sin afuera, cerrada sobre sí misma, sin conexión con los hábitats y los hábitos anteriores; vida, por ello, producida en contra de lo que es la vida misma (que precisa de hábitats interconectados y hábitos). Concebido en estos términos, lo inhabitable irrumpe en la geografía de privación de libertad gestionada por el estado (dondequiera que esta se dé e independientemente de la duración de la misma); para el sujeto que es obligado a habitar lo inhabitable ese espacio lo llena todo porque lo inhabitable desgaja al sujeto del mundo en el que estaba inmerso y lo arroja a su propia corporalidad que, doliente, lo llena todo. La geografía de lo inhabitable es amplia y dispersa: va desde el furgón policial a las cárceles pasando por comisarías o los distintos centros de detención existentes para migrantes o menores. No se trata, obviamente, de equiparar ambas realidades de un modo simplista sugiriendo que en todo espacio de privación de libertad tendríamos la presencia de lo inhabitable. Pero sí podríamos decir que en determinadas circunstancias y para determinados sujetos el estado habilita las condiciones de posibilidad para la producción de lo inhabitable. En este sentido, y esto es relevante, lo inhabitable no puede ser visto como una problemática que irrumpa de un modo azaroso cuando algunos de los integrantes de las distintas fuerzas de seguridad se hayan extralimitado en sus cometidos; si fuera así, lo inhabitable no tendría la hondura sociopolítica que posee, quedando limitada a una situación en la que la violencia infringida se lee desde la óptica de una individualización, casi psicopatologizada, que borra el contexto social en donde tiene lugar esa misma violencia: la imagen policial de las “manzanas podridas” ejemplifica esta visión autocomplaciente. La hondura sociopolítica de lo inhabitable radica en que su producción está incardinada en unas tecnologías y racionalidades que la posibilitan y es, por ello, que todo lo que allí sucede nos compete, porque ahí también se expone, a su manera, el tipo de sociedades que habitamos. La táctica de exteriorizar la violencia, siempre proviniendo de un afuera ajeno a los correctos modos (racionales, legales) de habitar occidentalizados, no es sino un ardid que esconde que la violencia también anida en el interior mismo del orden social, en el núcleo de esa seguridad autoerigida en salvaguarda frente a toda forma de barbarie. Hay aquí, por ello, una diferencia de grado con respecto a lo precario. Las lógicas mercantilizadoras, privatizadoras y fragmentadoras que arropan la producción de la precariedad no impiden en última instancia que, incluso en esas circunstancias, las poblaciones precarizadas puedan establecer vínculos y relaciones que actúen a modo de problematización de la precariedad en la que están inmersos, buscando salidas compartidas a

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la misma: las prácticas de la PAH sirven aquí como ejemplo paradigmático del modo en que una problemática individualizada se puede tornar en una reivindicación colectiva. La apuesta por lo común puede ser ya, en sí misma, una línea de fuga frente a la precarización impuesta. La inhabitabilidad resultante de las lógicas punitivas individualiza igualmente pero se concibe y practica para socavar toda forma de articulación colectiva, con lo que la producción de vida nuda se expone directamente, aislada, al poder. Aquí incluso se niega la posibilidad del suicidio (la alimentación forzosa de los detenidos en huelga de hambre sería el ejemplo más evidente) con el fin de poder mantener con vida a la vida que se niega y ahondar así en su propia inhabitabilidad. Recordemos que la vulnerabilidad aludía a una exposición que reclama al otro, que precisa de los cuidados del otro para poder mantener con vida a la vida. La crudeza de lo inhabitable es que niega de raíz la presencia del cuidado, la apertura consentida al otro, de tal forma que en lo inhabitable se produce una exposición radicalmente individualizada, desnuda, carente de refugios: la exposición se experimenta desde la indefensión absoluta (de ahí el sufrimiento que comporta). Afirmar que las sociedades que habitamos no sólo producen violencias multiformes que precarizan la vida sino que también habilitan espacios para infringir sufrimiento directo a unas determinadas subjetividades, no puede ser visto (es necesario enfatizar esto) como una suerte de paréntesis del orden de lo racional, una falla que una vez detectada podrá ser subsanada. Profundamente ligado a la sugerencia antes realizada en el sentido de que el análisis de las biopolíticas debe ponerse en relación con la producción de tanatopólitas concernidas tanto con la producción directa de muerte como con la exposición a la muerte (Mendiola, 2009), cabe decir ahora que la crítica de las sociedades actuales debe ahondar en la producción de lo precario pero también en lo inhabitable en tanto que producciones diferenciadas pero inscritas ambas en la conformación misma de los procesos de ordenamiento de lo social. Lo inhabitable tiene una historia demasiado largo como para poder ser vista como algo circunstancial: la tortura está ya presente desde la Grecia clásica como técnica para acceder a la verdad que esconde el cuerpo pero también como castigo para dañar a unas subjetividades no reconocidas. En la vivencia de lo inhabitable, el sujeto capturado se define más por lo que es que por lo que ha hecho: están en juego narrativas de desprecio, técnicas de poder, geografías de impunidad; no hay aquí rastro de un paréntesis en el orden racional sino la huella de una forma de proceder.

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La centralidad de lo inhabitable en la arquitectura de los hábitats que habitamos pone igualmente de manifiesto que frente a quienes habían vaticinado falazmente la crisis del estado al quedar este subsumido en la lógica neoliberal mercantilizadora y privatizadora, el estado exhibe una fuerza que no había perdido nunca: el auge del estado penal como contrapartida al descenso del estado del bienestar (Wacquant, 2010) y la pertinaz vigencia de lo policial y lo bélico en tanto que dispositivos sustentadores de unos determinados ordenamientos de lo social (Brandariz, 2007; Neocleous, 2014), evidencian unas formas de actuar estatales que propician desde la excepcionalidad securitaria tramas de violencia que habilitan lo inhabitable. Hemos dicho, repetidamente, que lo inhabitable acontece en determinadas circunstancias y sobre determinados sujetos. Las circunstancias remiten a la amenaza y a la exclusión, mientras que los sujetos aluden a los que incorporan narrativas de desprecio. En ese entrecruzamiento específico de amenaza-exclusión y desprecio encontramos lo inhabitable. Aludimos ahora, muy sucintamente, a las circunstancias más significativas de lo inhabitable en su conexión con el entramado político-punitivo-bélico. Las subjetividades que encarnan la amenaza desde las instancias del poder estatal han podido ser narradas y categorizadas de formas diversas pero entre ellas destaca sobremanera la imagen de la disidencia política en el marco de contextos dictatoriales y del terrorismo en el actual sistema político occidental(izado). Aún sin suscribir la tendencia a subrayar en exceso acontecimientos que habrían de marcar un cambio radical en el ordenamiento de lo social, lo que a menudo borra continuidades y el modo en que esos acontecimientos supuestamente radicales se fueron gestando en el pasado, sí es cierto que en los últimos tiempos, y tras la guerra contra el terror desatada con el atentado de las torres gemelas, la imagen del terrorismo es la que con mayor radicalidad encarna el polo de la amenaza. El terrorista es el otro, aquel a quien se le puede aplicar el derecho penal del enemigo porque no designa la persona que ha quebrado el orden normativo de lo social y es susceptible de ser reintegrado en el mismo: el terrorista atenta contra la sociedad misma, contra el hecho de poder seguir viviendo y es desde esa lectura que su presencia, su venida, exige medidas radicales –otro derecho, otro orden policial- que impidan que pueda cumplir sus objetivos. El problema aquí radica en que la continua invocación de la amenaza y la necesidad de medidas contundentes para hacerla frente ha comportado el despliegue de violencias estatales que se asumen como necesarias y se salvaguardan desde la impunidad.

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El uso recurrente de la tortura en la guerra contra el terror (la creación de centros especiales de detención como Guantánamo o las cárceles de Abu Graib y Bagram, la articulación de centros de detención secretos en un número significativo de países –incluidos algunos europeos-, el trasvase de información obtenida mediante tortura y su asunción en la apertura de procesos judiciales, la posibilidad negar el asilo a personas que aducen riesgo de tortura en sus países de origen o la posibilidad de recurrir al débil mecanismo de protección articulado en torno a las garantías diplomáticas para algunos casos de extradición), articulan un escenario en donde la violencia ya no está únicamente en el espacio del otro cuanto en el interior mismo de las lógicas punitivas de las sociedades que habitamos. El recurrente argumento de la bomba a punto de estallar en un espacio público y la necesidad apremiante de información para poder evitar el estallido, no ha constituido sino una pedagogía para la posibilidad de la tortura que habría de salvaguardarnos de los peligros y daños que provienen de la amenaza. Pero en ese mismo momento en que comienza a ser asumida como mal menor, legitimada, banalizada, se acomete la animalización del otro (cuerpo del que se puede extraer una supuesta información, cuerpo que se puede dañar –por lo que es- sin buscar necesariamente algo). Vida negada del otro y hoy ese otro carece ya de límites claros: la lógica de la sospecha ha hecho saltar por los aires la clásica distinción amigo-enemigo teorizada por Schmitt (1984); amplificar la sospecha requiere intensificar la seguridad, ambas van unidas, retroalimentándose, toda vez que ya no se sabe con certeza dónde está o cuándo puede emerger el (sospechoso de ser) terrorista. En este contexto, la guerra contra el terror deviene entrecruzamiento de terrorismos (Asad, 2008; Zolo, 2011) en donde se asume, desde la excepcionalidad securitaria, la producción de violencias para prevenir la (sospecha de la) amenaza tanto en el ámbito internacional como en aquellos estados, como el español, en donde hasta recientemente ha subsistido la presencia de actividad terrorista. Numerosos informes de Amnistia Internacional, Human Rights Watch, del comité de las Naciones Unidas contra la tortura o del comité europeo para la prevención de la tortura, vienen a certificar este proceso y a reseñar, en lo que al estado español se refiere, el espacio-tiempo de la incomunicación como el más significativo en la producción de la tortura. El modo en que la lógica securitaria se proyecta sobre situaciones de exclusión tiene, por su parte, sus propios espacios y subjetividades. Aquí, y de un modo más nítido que en lo anterior, encontramos la presencia subyacente de lo neoliberal-neocolonial. El tratamiento que se da, en determinadas a circunstancias, a presos, migrantes o menores, evidencia formas de

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producir lo inhabitable cuando la subjetividad sobre la que se proyecta carece de mecanismos de reconocimiento. Bajo el contexto de una creación de regímenes diferenciados de movilidad que posibilitan el tránsito legal de los migrantes en función, mayormente, de las dinámicas propias del mercado liberal (contraviniendo así el reconocimiento de derechos humanos básicos en lo que no sería sino una muestra más del hacer y decir securitario), se ha acentuado en los últimos tiempos la creación de centros de internamiento de migrantes para aquellas personas que quedan posicionadas en términos de irregularidad normativa; estos centros, cuyo funcionamiento interno se asemeja a una lógica carcelaria, han sido objeto recientemente de toda una serie de investigaciones que han relevado la arbitrariedad en su funcionamiento, las malas condiciones sanitario-alimenticias y las violencias simbólicas y materiales, ejercidas estas, en la mayor parte de las ocasiones, con una impunidad notable (Ferrocarril Clandestino, Médicos del Mundo y SOS Racismo Madrid, 2009; Campaña por el cierre de los CIEs, 2013; Martínez, 2013). Asimismo, la propia situación de indefensión, dificulta la propia denuncia, toda vez que las consecuencias de esta puede comportar, como a menudo ha sucedido, la propia expulsión del país. Por otra parte, el espacio carcelario, tal y como ha quedado recogido en algunas sentencias del Tribunal de los Derechos Humanos de Estrasburgo, puede constituir en sí mismo, cuando unas determinadas condiciones de habitabilidad así lo acreditan, un espacio cuya mera vivencia incurre en la producción de malos tratos; junto a ello, tendríamos un espacio interno, a veces llamado “la cárcel dentro de la cárcel”, que viene definido por la imposición de un castigo añadido en forma de régimen de aislamiento. Este régimen (en donde, y a pesar de las diferencias que pudiera haber en cada estado y circunstancias específicas, el interno está obligado a estar en la celda la casi totalidad del día salvo una o dos horas) viene a constituir en su misma articulación una geografía de lo inhabitable asumida por el ordenamiento legal en la medida en que el interno es despojado de todo aquello que remite a la vivencia compartida con el fin de proyectarle sobre sí mismo (Ríos y Cabrera, 2002). No hace falta aquí tocar directamente el cuerpo para que este sea dañado: la redefinición de la tortura a mediados del siglo XX y el desarrollo de todo un corpus de investigación en torno a la privación sensorial, ya evidenció que la destrucción de la subjetividad no precisa del daño físico, tan sólo de la negación radical (agravada con una serie de dispositivos tecnológicos) de lo que funda el lazo social, esto es, la relación misma. Reseñar, por último, la situación que sufren algunos menores en centros de vigilancia cerrados (cuyo ingreso viene dado por la realización de un acto delictivo que acarrea una

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condena) o en centros terapéuticos (cuyo ingreso tiene su origen en una posición social desestructurada); en estas geografías se repiten toda una serie de situaciones (violencias físicas y simbólicas, castigos que comportan el aislamiento, sobremedicación que anula a los internos) que combinan igualmente arbitrariedad e impunidad, visibles en la carencia de controles institucionales y en el miedo a represalias si se interpone una denuncia (Amnistía Internacional, 2009). Estas son, muy sucintamente, algunas de las situaciones en donde emerge lo inhabitable cuando se pone en relación con situaciones de exclusión y precariedad mediadas por un régimen de acumulación neoliberal. Y junto a ello habría que reseñar, igualmente, el aumento de la represión policial frente a las iniciativas de diverso signo (ocupación de plazas, manifestaciones, concentraciones frente a edificios de relevancia institucional) que han buscado visibilizar en lo público la propia producción de la precarización. La violencia policial ejercida en esas situaciones también ha comportado la apertura a geografías de lo inhabitable cuando el daño se proyecta sobre el cuerpo al tiempo que se niega toda posibilidad de protección y amparo. Lo inhabitable puede durar segundos o años, su heterogeneidad es ciertamente amplia y la agresión policial en espacio público forma parte de su variedad, tal y como queda recogido, por ejemplo, en el último informe del comité europeo para la prevención de la tortura tras su visita a Cataluña con el fin de investigar las denuncias por violencia policial. La relación ambivalente de la policía con respecto a la ley, ya aludida por Benjamin, actúa aquí como sustrato desde el que infringir dolor a unas subjetividades que quizás no responden a la caracterización clásica de la exclusión pero que sí quieren poner de manifiesto los ordenamientos sociales que producen precariedad y exclusión. Y la policía, recordémoslo, está, antes que nada, concernida con el orden. En definitiva, el sujeto que habita lo inhabitable, a pesar de la diversidad que ahí podríamos encontrar, comparte una geografía tejida entre el desprecio y la impunidad. Es un sujeto sustraído del reconocimiento, negado, reducido a una corporalidad que puede ser dañada. Hay toda una serie de relatos que posibilitan esa negación, relatos de amenaza, de exclusión, que a fuerza de ser repetidos pasan a conformar discursos que posibilitan infringir dolor sin preocuparse por el dolor causado. Ahí está en juego la “representabilidad de la vida” para unas vidas que no son reconocidas como vivibles, vidas que no merecen ser lloradas, que no pueden ser objeto de duelo (Butler, 2010). Y es esa irrepresentabilidad de algunas vidas lo que tiene que ser continuamente puesto en cuestión con el fin de socavar lo que allí acontece,

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con el fin de (dejar) mostrar las subjetividades que allí habitan (sin que ello suponga necesariamente ensalzarlas). Si el sujeto de lo inhabitable se expone en su radical desnudez, es también la propia producción de inhabitabilidad la que tiene que ser expuesta para, desde ahí, mostrar su presencia y la necesidad de quebrantar (legal, política, narrativamente) toda posibilidad para su mantenimiento. Hay que pensar lo inhabitable, lo precario, como formas de violencia simbólico-materiales que atraviesan y conforman los hábitats que habitamos, los dispositivos neoliberales-neocoloniales-securitarios que permean la producción de los espacios: hacer el tránsito de lo precario a lo inhabitable mostrando sus diferencias y, al mismo tiempo, las conexiones que se tejen desde un trasfondo común. Comenzábamos esta reflexión aludiendo a la etimología del existir evidenciando su conexión con el estar, pero a ese estar se le antepone el ex, la salida, huella de un movimiento que nos aleja de donde estábamos. Algo de eso hay también en la noción de experiencia (Nancy, 2010). Pero ¿salirse a dónde? ¿Fuera del espacio? Obviamente, no. No podemos abandonar el espacio pero sí podemos cambiar de espacios: horadar el espacio desde la radical inmanencia de la vida, tornarlo problema, campo de experimentación colectivo que recorra los entresijos de las relaciones de poder con el fin de buscar ahí formas de reapropiarnos de la vida en donde la vulnerabilidad no se abra ya a la precariedad o la inhabitabilidad, en donde la vivencia individualizada de estas resuene en problematizaciones colectivas. “La vida –decía Deleuze- deviene resistencia al poder cuando el poder tiene por objeto la vida” (1987: 123); y todo la trama de relaciones conducentes a la captura de espacios y cuerpos no dejan de tener a la vida por objeto. Ahí nos jugamos el vivir, en esas espacialidades semiótico-materiales que habitamos y ahí se hace preciso repensar los hábitats y los hábitos para pensar la posibilidad de articular otros procesos de subjetivación que no lleven la impronta de la mercantilización, de la exclusión, de la negación: existir, sí, pero para que el estar sea habitable. Y esto, obviamente, no es una solución, tan sólo indica el problema (que habitamos) porque no hay un afuera de la trama neoliberal-neocolonial-securitaria. Aquí, el existir implica resistir.

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