Vuelta y Suerte en los juegos de Murillo, Tolima

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Descripción

Juana Esperanza Potes Curso: Metodologías Cualitativas I Profesor: Luis Alberto Suárez

Vuelta y suerte en los juegos de Murillo, Tolima El mundo se encontraba contenido en sus cuerpos y en sus mentes; todo el conocimiento de la vida, que era necesario para jugarla, estaba en ellos. Años y experiencias ya pasadas habían dejado en esos hombres los trucos, las jergas, las trampas y las mañas propias de “saberlo jugar”. Entre ellos, el saber se convertía en la mejor de las cartas a la hora de “bajarse”; en el billar, el parqués y la machaca, ese conocimiento era valorado de tal forma que encontraban para sí un lugar propio, al interior de los establecimientos, al igual que dentro de la comunidad. En la Cafetería Manizales, donde Don Israel era el propietario, se podía encontrar una vitrina de madera que se hallaba bajo llave, donde se guardaban los tacos privados de los jugadores de billar que eran considerados los expertos o los veteranos en el juego. Una mesa especial se encontraba al lado, y era allí donde días, tardes y noches se disputaba el honor de los jugadores, a la vez que se disfrutaba el juego de la vida. A Don Israel no le gustaba vender trago en su establecimiento, porque sabía lo difícil que era tratar con personas alcohólicas. En el pasado, él había tenido problemas con el alcohol y reconocía las dificultades que le había causado a su familia y amigos cuando entraba en ese estado. Aun así, en la Cafetería Manizales, por las tardes y en fines de semana no faltaba una que otra cerveza para acompañar el juego. Sábados y Domingos eran los momentos en que las arduas horas de trabajo entre semana, se traducían en diversión y en descanso; a pesar de que otros días luego de la jornada laboral los establecimientos recibían clientela, los fines de semana desde tempranas horas del día, permanecían inundadas de las risas, estallidos de mecha y música carrilera, compartiendo; retando al otro. Esa valoración hacia los jugadores, cumplía dos funciones primordiales al interior de la comunidad. Primero, se reconocían las experiencias vividas y los aportes que éstas habían tenido en la calidad del juego de cada uno; y segundo, servía también para identificar esas personas con las cuales podían “medirse” en la cancha e “igualarse” en el momento en que se enfrentasen en

un “piquete” o desafío. En el espacio de la cancha o en la mesa en que estuviesen jugando se iban a encontrar y comparar en el juego para ver quién era mejor que el otro, porque “en este juego no hay perdedores, hay un ganador”. El oponente-amigo era entendido como una persona conocedora del juego y bastante hábil, y por ello, un error que llegase a cometer llegaba a entenderse como un acto de cobardía. De igual manera en que el tigre calcula con cuidado para así atrapar a su presa, los jugadores observaban, de manera hábil y detallada, el juego. Cada movimiento se pensaba proyectado hacia el futuro, no se quedaba estancado en la inmediatez de la jugada, iba más allá. El hombre, haciendo uso de su destreza y conocimientos, buscaba acomodar con una “tacada” la bola en juego y la siguiente, asegurando así que ambas entraran, demostrando sus ansias de más “presas”. A ese le llamaban “cazador”. Pero en el juego, no cualquiera era un contrincante digno. Como lo señalaba Don Efraín, dueño de uno de los clubes de tejo de Murillo, “nosotros como hombres somos machistas, y las mujeres no nos igualan a los hombres y por eso es que no jugamos con ellas, nosotros nos enfrentamos ‘con el que sí juega’, lo que se busca es ‘alguien que lo iguale a uno’”. Doña Lucero, su esposa recordaba también, de manera seguida, que hacía cinco años las mujeres eran las que más jugaban, “incluso más que los hombres”; comentaba con nostalgia que algo había pasado haciéndolas perder esa costumbre. Antes de terminar, reconocía también que las mujeres sí sabían jugar tejo y machaca, y que un día tenían que volver a juntarse para retomarlo. Retar era parte de juego; cobarde era quién no aceptaba el reto. El que está jugando en un campo no se abstiene de ver los otros juegos alrededor, reconociendo así su afiance. Frente a la propuesta de un reto, por parte de un par de citadinas, Jeisson y su tocayo, sabían que podían ganar fácilmente. Dos chicas jóvenes jugando tejo, no era común y por supuesto su nivel no debía ser bueno; para ellos no iba a ser muy difícil ganar, apostando así, lo jugado y, por supuesto, lo tomado. Aquel que conoce las reglas del juego puede aprovecharse de ello, frente a las que no las saben, “marranéandolas”. La mecha permanecía sin reventar y todos los tejos habían quedado enterrados cerca del bocín. Con voz burlona preguntó uno de ellos: “bueno, y ¿quién ganó?”, la joven sin preocuparse, ni mostrarse desentendida se agachó y con los dedos de su mano midió la distancia que del bocín se

encontraban los tejos. Con calma se paró y dijo: “lo siento, la mano es nuestra, completamos tres manos, así que llevamos un balazo más; vamos 2 a 1 ganando nosotras”. La cara de asombro de los tocayos no paraba y su primera reacción fue reírse y exclamar: “¡Ja! ¡Con que no sabía jugar! ¡Con razón querían apostar! ¡Ahora ustedes nos van a “marranear” a nosotros!” Las canchas de machaca y las mesas de billar, eran espacios principalmente masculinos y de adultos, no albergaban niños menores de edad; incluso, debido a nuestra estadía en Murillo, resultaba extraña la presencia de tantos jóvenes interesados en ser parte de esos juegos. Saltaba a la vista la falta de experiencia y el vago conocimiento al jugar de muchos de nosotros. Si una mujer jugaba bien, su capacidad y su técnica no correspondía a la suerte que ella tuviera, sino a la enseñanza de algún hombre mencionando: “usted debe tener un novio billarista, porque sí sabe jugar billar”. La técnica no era un elemento que se improvisara, y eso era algo que se trataba de hacer evidente. El “pulso” de cada persona, su estilo al agarrar el tejo, de agitar los dados o de agarrar el taco; la manera en que se afianzaba, deslizaba el taco, tomaba impulso y calculaba el lanzamiento, modificaban y a la vez determinaban, en gran medida, el desarrollo de su juego; el resultado de la vida. Esa forma de jugar, contenida en la persona y construida a partir de la repetición, la práctica, como mencionaba Daniel Torres (s.f.), se veía acompañada por las herramientas del juego que, a lo largo de los años, por medio de la experiencia, se habían transformado en una extensión de su ser. En el momento en que se entraba a la arena del juego, aquellos elementos se convertían en propios. El tejo de cada uno, dependiendo del tamaño de la persona y su peso, al igual que en el billar dependiendo de la altura de la persona se determinaba la del taco, eran entes que, junto con el “pulso” de cada persona, afectaban el desempeño del jugador. Pero de estos elementos no dependía todo. Su pulso o las herramientas podían no ser suficientes si la suerte no se lo permitía. La suerte va y vuelve en el trascurso de la vida, y en cada vuelta, ella se prueba, se busca para alcanzar el objetivo, el triunfo; la muerte. La relación cosmológica entre suerte y muerte que destacaba Luis Alberto Suárez (2009) al hablar del destino, también se veía reflejada en el orden de los juegos. En el tejo y la machaca, la suerte, se encontraba en el entierro.

Tejo y Machaca Como contaba Don Efraín, mientras se tomaba un “pinta’ito”, la machaca y el tejo eran juegos muy comunes en Murillo y en los veinte años que llevaba siendo el dueño del club de tejo siempre había tenido buena clientela, especialmente los días sábado y domingo. El tablero de la cancha de tejo estaba recubierto por caucho de llantas de camión que protegían la madera de los fuertes golpes que recibía a diario. El bocín, que se encontraba en el medio, dependía de la modalidad de tejo que se estuviese jugando. Cuando se jugaba en las canchas de veinte metros, salía del amortiguador de un carro. Este se utilizaba allí para que, cuando el tejo le diera, pudiera rebotar y no se dañara. Pero cuando se jugaba tejo de diez o doce metros con raya, se utilizaba un bocín compacto, que también salía de una parte del carro, específicamente de sus llantas. Durante el juego cuando se le daba al bocín con el tejo, se le llamaba a la jugada “pincha” o “pinchazo” haciendo referencia así, al estallido de la llanta que representaba el bocín. La greda o arcilla amarilla que era usada debía ser llevada desde tierra caliente, “por allá del Líbano pa’bajo”, lo que implicaba que debía hacer un viaje por tierra para llegar a ser usada. Las canchas de tejo debían ser arregladas. Don Ricardo, dueño del Club de Tejo La Esperanza, agarraba un “pisón” y golpeaba la tierra, pisándola, poniéndole los pies encima, con fuerza tapando los huecos que hubiesen causado los tejos anteriormente, dejando la arcilla otra vez plana, dándole la vuelta a la tierra, para volver a empezar. La arcilla debía estar húmeda para que fuese más fácil voltearla, y para ello, algunas veces se le derramaba cerveza nutriéndola e hidratándola; emborrachándola. Luego de que las canchas quedaban listas, comenzaba otra etapa. El jugador, dándole la espalda a la cancha a la que apuntó en el pasado, miraba hacia la cual iba a apuntar en el futuro, posicionándose para el lanzamiento. Una vez terminó la ronda de lanzamientos en una dirección todas las personas se acercaban a la cancha para desenterrar su tejo, únicamente para poder dar la vuelta y volverlo a enterrar en la cancha que antes estaba a su espalda, dándole vuelta también a su suerte. Pero esta última no volvía sola, debía ser llamada. El

tejo también se debía emborrachar para poder limpiarse la tierra de su último entierro; para darle más suerte. Esto se hacía con la ayuda de una lona de yute, que por el tiempo ya estaba anaranjada al igual que la greda. En Murillo, se puede pensar que existe una concordancia entre los carros y los juegos del tejo y la machaca. En los trayectos en carro, y en general en las vías, se sufren muchos accidentes que llevan a la muerte, y el hecho de que el tejo y la machaca estén compuestos por elementos de dicho artefacto, y que, incluso, una jugada sea denominada como un incidente automovilístico, permite afirmar que entrañan así la relación suerte-muerte previamente señalada. El que corre con suerte en el tejo y la machaca, logra el entierro. Enterrar el tejo al interior del bocín significaba el triunfo, la terminación del trayecto aéreo, producto de “amarrar y deslizar”, del impulso y la repetición del que habla Daniel Torres (s.f.), y de la limpieza con alcohol. El tejo y la machaca no eran los únicos juegos que inundaban los tiempos de ocio y descanso en Murillo. Los dados estaban cargados de suerte, y no había mejor lugar para aprender sus mañas que en el Hogar Día de la Persona Mayor San Felipe, de Murillo. Parqués Si en Murillo alguien sabe de caminar, ese es Don Roberto. Caminando es que se conoce, es que se aprende, es que se vive. En el parqués lo que se hace es caminar. En ese trecho se encuentran enemigos, refugios, ambiciones, odios y venganzas. Pero algo que se aprende es que la vida, al igual que el juego tiene una forma de ser jugada; debe afrontarse con estrategia. Después de una ronda de dominó de frutas, el cual algunas personas odiosas consideraban que era un juego que correspondía a la capacidad de raciocinio, el parqués ocupaba la mesa. Cuatro pequeños

soldaditos

del

mismo

color

eran

posicionados en el campo de batalla; cinco batallones estaban listos para comenzar. En la ecuación solo hacían falta los dados.

Un dado contiene en sí mismo el equilibrio. Sus seis lados funcionan de tal manera que cara positiva siempre está en la posición opuesta a su correspondiente tapa negativa. Cada combinación de opuestos da como resultado el número 7; 6 y 1, 5 y 2; 4 y 3. La combinación entre opuestos de positivos y negativos entre las tapas, es lo que configura así el balance de un dado. Los números 6, 5 y 3 eran los positivos, y sus opuestos 1, 2 y 4 conformaban los negativos. Pero para jugar parqués un dado no es suficiente, un par es necesario, la suerte sólo se determina con el resultado de ambos. Cuando se encontraban los dos dados “compañeros” que compartían el tamaño se podía dar inicio al enfrentamiento. Don Roberto determinaba las reglas, era su territorio. Comenzaba “marcando” con un número a las personas que participaban, y arrojaba un dado para que la suerte determinara quién debía comenzar; el dado escogía a quién quisiera. Los dados debían agarrarse con la mano, debían ser revueltos y luego arrojados. Para salir al campo, cada uno tenía tres tiros hasta sacar “presada”; un par. Pero no todos los pares eran iguales. Recordando la distribución de las tapas del dado, cuando salían “las senas, los cincos y los treces” en pares o combinados, Don Roberto decía que el jugador “salía con suerte”. Pero, incluso al interior de las “suertes”, como le llama, existían diferencias dependiendo del número que sacaba. Cuando se obtenían 3-3 era “la suerte mayor”. Por oposición, cuando el jugador lanzaba “ases, doces y cuadras” significaba que salía “en caída”; sin suerte. Frente a estos últimos Don Roberto señalaba, “con las cuadras sí que peor”. El juego consistía en que los cuatro soldaditos dieran la vuelta al campo de batalla, “comiéndose” a sus oponentes, saltando de piedra en piedra para no ser atacado por otro jugador y finalmente, alcanzar el cielo, ser “coronados”; morir. A pesar de que llegar al cielo era el punto culmen de todo ese gran camino recorrido, el juego no se limitaba a que uno de los cuatro soldados coronara. Para Don Roberto, que bastante sabe del parqués, resultaba ilógico que la gente corriera a ver cómo metía una ficha al cielo, porque para él, si el juego es como una guerra, sacar una ficha era igual que si tuviera sus soldados en el campo de batalla y se llevara uno para el cuartel, sería como “encerrarlo allá [en el cielo] pa’que duerma”, en vez de dejarlo “allá peleando”. Así, la estrategia consistía, de acuerdo con él, en que era mejor dejar los soldados en el campo de batalla, no pegados, pero sí juntos, de manera tal que se pudieran resguardar los unos a los otros. Porque el hecho de que llegara uno al cielo, no implicaba el triunfo de todos.

Quién era maldadoso, ponía trampas o comida para perjudicar a los otros sacrificando alguno de sus hombres en pequeños momentos, para finalmente ganar. Entre más “malo” fuera la persona, mejor sería su juego. Para ser bueno en el parqués había que ser un poco malo. Aquel que tenía “buena mano” era bueno para echar pares. Revolver los dados era necesario para darle la vuelta a la suerte. Cada persona tenía su manera particular de revolver y de arrojar los dados, y cuando no le estaba yendo bien lanzando con una mano, se pasaba los dados a la otra con la intensión de que la suerte cambiara. Muchas veces este acto iba acompañado de soplos y peticiones acerca de los números que se necesitaban para “comerse” a alguien más, para asegurarse o para alcanzar el cielo, llamando de vuelta a la suerte. Billar Murillo se encuentra a alrededor de 50km del Nevado del Ruíz, y éste constituye parte de su paisaje natural. Su imponente presencia, su cercanía y las miles de historias que en torno a él existen, han hecho que éste se haya adentrado en su cotidianidad. Esto se puede evidenciar en el billar pool. En Murillo, la bola 14 que es de color verde con un par de manchas blancas se llama “el nevado” por asociación. En lugares como Bogotá, en los que al interior de su configuración paisajística

no

existe

un

nevado,

probablemente la bola 14 seguirá siendo, simplemente, una bola más de las quince del juego. Sin importar si se está jugando billar pool o billar, el cálculo minucioso de las jugadas es uno de los ejes de su técnica. El billar es un juego en el que constantemente el panorama está cambiando, y por lo tanto, es necesario que la persona observe con cuidado, analice la jugada, proyecte hacia el futuro las próximas movidas y tenga la capacidad de replantear las estrategias y jugadas por venir. Al llegar a la Cafetería Manizales y observar los palos, todos lucen iguales a los ojos de una persona inexperta. El taco escoge a su lancero guiándole la mano hacia él. Los profesionales

tienen sus propios tacos, ya se saben las mañas; ya le tienen medido el agarre y conocen su contacto al deslizarse entre sus dedos. La técnica del billar no está solamente en su taco, en las bolas o en la mesa. Está también en su ojo y en sus manos. La mano que estaba al frente debía permanecer firme porque era la base del taco, pero tampoco podía apretar demasiado porque de esa manera no permitiría que se deslizara y pudiera golpear la bola efectivamente. Era una cuestión de agarrar y deslizar, semejante a la técnica que describe Daniel en el tejo (s.f.). Pero el billar no se juega solo, al igual que en las justas medievales, el contrincante es necesario; dos lanceros como mínimo eran requeridos. Debido a esto, el resultado del combate no lo definía solo uno de los dos combatientes, por el contrario, el juego de cada uno estaba en continua modificación y contacto por el otro. Al intercalarse las tacadas, cuando volvía el turno, la suerte podía haberse ido o podía haber vuelto. En el billar jugaban muchos elementos al tiempo que afectaban la suerte. El paño, las bolas y los demás oponentes, modificaban el juego acomodando o, por el contrario, escondiendo las jugadas. La suerte estaba en las herramientas, en la tacada y en el pulso propio y en el ajeno; para llamarla de vuelta, era necesario tizar el taco y afianzar el pulso; mejorando el golpe. Finalmente, lo que queda aquí, es que en Murillo la vida y la cotidianidad, están contenidas en el juego. La relación entre la vida y la muerte está atravesada por la suerte que va y vuelve, una y otra vez, y esas interacciones, que podrían llegar a parecer racionalizadas o completamente elaboradas, subyacen en unas prácticas que han sido tomadas comúnmente y a la ligera, como ociosas y para nada profundas. La vida es un juego y el juego es la vida; las personas de Murillo saben mucho acerca de cómo vivir, de cómo jugar.

Referencias Suárez, L. (2009). Lluvia de flores, cosecha de huesos. Guacas, brujería e intercambio con los muertos en la tragedia de Armero. Revista Maguaré. 23, pp. 371-416. (Disponible en: http://www.revistas.unal.edu.co/index.php/maguare/article/viewFile/15058/15853). Torres, D. (s.f.) Doce tejos de oro (material sin publicar).

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