¿VIVIR EN PECADO?

June 9, 2017 | Autor: Diego Calvo Merino | Categoría: Religion, Teologia, Biblia, Seventh-day adventist theology, Homosexualidad y matrimonio
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Descripción

JOHN SHELBY SPONG OBISPO

RETIRADO

DE LA DIÓCESIS DE

NEWARK

¿Vivir en pecado? Reflexiones y propuestas ante los cambios en la sexualidad y en la vida familiar

A

S O C I A C I Ó N

M

A R C E L

L

É G A U T

Título del original inglés:

Living in sin? A Bishop rethinks human sexuality. HarperSanFrancisco, 1988 © AML, Asociación Marcel Légaut, 2013

Diseño, maquetación, traducción y revisión:

Carlos Allemand, Normand Beaudoin, Gian Inchauste, Carmen Llanos, Domingo Melero, Gerardo Polo, Marta Ribas, Juan Antonio Ruescas, Federico Sánchez Peral.

Edita y distribuye:

AML, Asociación Marcel Légaut C/ Canal de Isabel II, 9, 1º C E - 28700 San Sebastián de los Reyes Tel: +34 916 638 504 e-mail: [email protected]

Impresión:

I. Reynés C/ Vía Lusitana, 62 28025 - Madrid

ISBN: D. L.:

…A ES TA EDI C I Ó N No es fácil introducir, en nuestro circuito cultural, un nuevo autor; máxime si es desconocido, extranjero y, como John Shelby Spong, obispo jubilado de una diócesis norteamericana, y no católica sino episcopaliana. Aunque sea una de las figuras más leídas del cristianismo liberal de habla inglesa, intentar que un autor así tenga un número suficiente de lectores en castellano es toda una aventura económica y de ideas. En ella, un paso importante es publicar este libro que, veinticinco años atrás, hizo famoso a su autor en Estados Unidos, por la polémica que suscitó.

No es fácil introducir a John S. Spong porque, por un lado, las editoriales confesionales católicas editan preferentemente a autores de la propia iglesia; aparte de que muy probablemente tampoco lo publicarían tanto por sus ideas en materia de sexualidad y de relaciones (tal como se verá en este libro) como por su interpretación bien informada y no literal de las Escrituras (como se puede ver en otros libros suyos), con independencia de su forma democrática de llevar su diócesis, siempre abierta a los problemas y a los retos morales e intelectuales de su tiempo. Por otro lado, las editoriales no confesionales que editan libros sobre el cristianismo prefieren los que son de nivel académico o de autores culturalmente ya consagrados. Y tampoco hubiera sido fácil que lo hubiesen publicado las editoriales cristianas no católicas, más bien fundamentalistas; o las editoriales dedicadas a temas orientales, a las religiones en general, al pensamiento alternativo o a la contracultura, ámbitos en los que el cristianismo no tiene buena prensa (1).

(1) En los años 90, una editorial no confesional incorporó dos libros de Spong en una colección con cierta enemiga hacia el cristianismo. Uno era sobre los relatos del nacimiento y otro sobre los de la resurrección. En ellos, sin embargo, la crítica de las creencias literales y precientíficas, así como de la forma ingenua de representarse los dogmas como hechos que hubiesen podido comprobarse empíricamente, no era la última palabra. Quizá por eso Spong no satisfizo a los lectores que se acercaron a él ni tampoco llegó a los lectores que ya saben que la tradición del cristianismo no implica una fe reñida con el estudio, la crítica y la reflexión, antes al contrario, pero que no se fijan en una editorial así.

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En fin, todas estas especializaciones, que no dejan de ser barreras a las que se añade la barrera del idioma, hacen que Spong no sea todavía conocido como debiera en nuestros pagos, pese a ser, como decíamos, una figura y un autor de éxito notable en los suyos. Veinticinco títulos y más de un millón de copias vendidas en quince años lo sitúan en la línea de J. A. T. Robinson, su mentor y también obispo, tan leído a finales de los años 60, en la época del catolicismo «postconciliar».

Para remediar mínimamente esta laguna, la AML, desde hace años, ha dado a conocer algunas de las aportaciones de Spong en materia de interpretación de las Escrituras y de los dogmas, gracias a sus iniciativas en algunos foros, a su Boletín (los Cuadernos de la Diáspora) y a su portal en Internet, más un segundo, de reciente inauguración, dedicado exclusivamente a Spong.

La razón de este empeño un tanto quijotesco de la AML es que se trata de una figura y de un autor necesario a nuestro entender. Nada ni nadie es perfecto sino discutible. Al propio Spong le gusta ser discutido. Pero entre adultos es cuestión de hechos, argumentos y reflexiones de cara a decidir y a juzgar libremente, es decir, responsablemente, y no por obediencia ni por inercias. Por eso, importa que la existencia de Spong avive nuestra imaginación, descubra nuestras carencias, complete nuestra información, nos proponga argumentos e ideas, y nos anime a llegar a conclusiones y a tomar decisiones e iniciativas.

Por eso importa que se conozca una figura como la suya, no de un teólogo o de un psicólogo sino de un obispo, es decir, de un jefe espiritual que es parte de su institución, y que no sólo es sensible a los problemas sociales causados por los prejuicios económicos o raciales, lo cual ya es mucho, sino que está atento también a los problemas causados por los prejuicios que atañen a la vida familiar, afectiva, sexual, de convivencia y de compromiso entre las personas. Es tan persistente un único tipo de defensa de la familia por parte de las instituciones cristianas que es conveniente que exista y que se conozca el enfoque y la argumentación del obispo Spong, con el que no hay que coincidir en todo, como ya hemos dicho, y máxime si su texto es de hace veinticinco años. 6

Importa, sobre todo, la figura de un obispo que, en su trayectoria, ha pasado del fundamentalismo a la «maravillosa inseguridad de la fe» (en expresión de Légaut) sin dejar de estudiar, de documentarse y de reflexionar, no sólo para sí sino para transmitir y hacer llegar, a los bancos de la iglesia, a los «antiguos alumnos del cristianismo», a los «creyentes en exilio» o en diáspora, así como a los «hombres de buena voluntad», un cristianismo que se expresa bien a sí mismo dentro del universo mental de hoy y de los conocimientos actuales. Porque el verdadero saber nunca es enemigo de la fe ni de la inteligencia espiritual por más que cuestione la forma de imaginarse, de representarse y de creer (o de creer creer) en determinadas creencias.

En otros libros suyos, el conocimiento bíblico actualizado de Spong redunda, en efecto, en una clara exposición de algunos temas dogmáticos. En éste, el obispo Spong emplea dicho conocimiento (véase, por ejemplo, su exposición y uso de las cuatro capas redaccionales del Pentateuco) para clarificar tanto la imposible lectura literal de las Escrituras en las discusiones sobre moral sexual como la gran utilidad del conocimiento de la formación de dichas Escrituras, tanto las hebreas como las cristianas, de cara a afrontar sin miedo, es decir, con fe, los cambios de los últimos cincuenta años en materia de costumbres y de formas de vida en pareja en occidente.

¿Vivir en pecado? ofrece la posibilidad de escuchar a un obispo que dice manifiestamente lo que no suele decir abiertamente nadie de alguna institución cristiana aunque muchos piensen cosas parecidas. El principal interés de este libro, sin embargo, radica no sólo en el hecho de que quien expone estos contenidos es un obispo sino también en su forma de hacerlo, en sus características como escritor. Integrar con agilidad y competencia datos pertinentes, proporcionados por las ciencias, las humanidades, los estudios bíblicos y la teología; saberlos exponer con claridad; y hacerlo no desde la neutralidad del profesor; y contar además al hacerlo con la discrepancia de opiniones entre los cristianos, como tales y como ciudadanos, y con que hablar y razonar es parte fundamental en el camino del entendimiento; todo ello son cualidades suyas como escritor que se funden con las de ser un buen «pastor». 7

Spong no sirve a la comunión limitándose a velar por una ortodoxia determinada, o a proponer lo que debe dejarse atrás. También ofrece alternativas y, sobre todo, pone en comunicación las distintas sensibilidades. Spong es un gran divulgador en el mejor sentido de la palabra y, como tal, es un gran mediador. Destaca el tipo de ministerio de la palabra y de magisterio así como de gobierno de un obispo que se dirige a gente adulta y que asume lo más positivo de la secularización. Su mediación proviene no sólo de su honestidad intelectual y de su vida interior sino de un estudio constante y de un don para transmitir. Es un servicio de mediación, como decíamos, entre los investigadores y la gente común y entre lo que se piensa y se experimenta en unas comunidades y lo que se piensa y se experimenta en otras. Ahora bien, como decíamos, un mediador no es un espectador neutral, es un jugador más, que sabe de la nobleza esencial del contrario. Spong dirá lealmente de un obispo contrario a sus opiniones pero excelente persona: le confiaría mi alma pero no mi voto.

Spong escribe como quien está en camino e invita a él. Este libro quiere despertar; invitar a pensar y a dialogar. El lector debe ejercer su crítica y su juicio. No se trata de sustituir una docilidad por otra, ni una autoridad por otra. Poco habríamos avanzado con ello. Leamos, pues, a Spong desde la parte de nosotros mismos que nos sitúa entre los creyentes en exilio o en diáspora, algo lejos de la iglesia visible, como los miembros del club de los «antiguos alumnos del cristianismo», y también desde la parte de nosotros mismos que lleva el cristianismo dentro y sabe comprender, como Spong, el inmenso fermento que anida en la idea de la bondad de la Creación y de la no maldad radical pero sí debilidad de los humanos. Esto invita a una prudencia que empieza por la lucidez y la verdad, y en la que uno está más seguro de acertar en la medida en que vence el miedo. Así descubriremos el potencial que anida en nosotros y en la «mayoría silenciosa» de los que tienen un fondo de inquietud espiritual y de aprecio por un cristianismo realmente para todos. Todos nos parecemos al Cid, de quien el juglar dijo: ¡Dios, qué buen vasallo si tuviera un buen señor! Los Editores

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PR Ó LO GO Robert G. LAHITA, M.D., Ph.D. Profesor Asociado, Cornell University, Medical College, New York City

Hay gente que piensa que los aspectos sexuales de la vida humana deben dejarse al margen a pesar de que –o precisamente debido a que– el sexo, para bien o para mal, impregna la vida e influye en todas las facetas del comportamiento. Podemos juzgar el sexo como el mayor don y, al mismo tiempo, como el mayor enigma de nuestras vidas. Es un don por ser un gozo singular para todos, y es un enigma por su potencial destructividad de personas y de relaciones. No es de extrañar, pues, que el sexo sea uno de los aspectos más complejos de la vida, y que la integración de la sexualidad y de la religión sea también algo especialmente complejo.

El libro del obispo John Shelby Spong, que el lector está a punto de leer, explora con franqueza y disipa con firmeza algunos de los enigmas que rodean los escritos bíblicos de cara a comprender tanto el papel de los sexos como el de las tradiciones sobre la sexualidad procreativa y, asimismo, el de los tabúes acerca de la homosexualidad. Spong explora la controversia sobre las diferencias y similitudes entre los sexos como nunca antes lo hiciera un miembro de la jerarquía de una tradición cristiana occidental importante.

El lector reparará en la alianza que el autor establece, de forma singular incluso en los tiempos modernos, entre la religión y la ciencia. Al conjugar de forma compatible el conocimiento religioso basado en la fe y el conocimiento científico basado en la realidad, el obispo Spong ofrece esperanza a muchos de aquellos que, decepcionados, han llegado a pensar que el pensamiento racional no es bien recibido en la religión organizada. Un pastor valiente y po9

lémico opta por partir de la realidad en el púlpito. Conduce al lector a través de las suposiciones e incongruencias de las Escrituras y le ofrece una alternativa inteligente, frente a las interpretaciones fundamentalistas que sólo llevan a los prejuicios, el temor y la repulsa.

El obispo Spong es un hombre ilustrado y amante de la verdad, un hombre de gran devoción y un clérigo de mente abierta. Hay otros clérigos en la tradición judeocristiana que albergan, sin duda, visiones similares en sus corazones, pero el obispo Spong las formula además públicamente. Ofrece una alternativa convincente en momentos difíciles. Cree tanto en el testimonio histórico del amor y de la compasión cristiana como en los hechos cambiantes de la revolución biológica, hechos que, por un lado, se continúan dando, como resultado del progreso científico, y que, por otro lado, provocarán, indudablemente, un importante debate entre los líderes y educadores religiosos. Un cínico podría concluir que Spong yerra al no cumplir la norma de la mediocridad.

El libro ¿Vivir en pecado? se ocupa de algunos problemas vitales que afectan a la madurez, o no, de la religión organizada en medio de una sociedad que considera el sexo como algo que debería mantenerse oculto. Ya el título mismo evoca estas ideas preconcebidas, especialmente en aquellos a quienes va dirigido el libro: la gente creyente. Durante los últimos años, la religión organizada ha pasado momentos difíciles en relación con la sexualidad. El resultado podría considerarse una mezcla de pensamiento dogmático y reaccionario. Muchos afirman que la estructura de la familia y la responsabilidad individual dependen de un sistema inmutable de creencias sobre nuestra misión biológica en la tierra. Según los criterios morales de estas personas, deberíamos reproducirnos eficazmente, sin introducir variaciones; y hacerlo de otro modo sería contrario a la ley natural y divina. No es de extrañar que quienes sostienen estas creencias sean dogmáticos ante las nuevas costumbres se10

xuales. Sin embargo, el temor acerca de dichas costumbres siempre proviene de la ignorancia, de los prejuicios y de las ideas equivocadas; y no tenemos tiempo para acercarnos a un problema tan fundamental como el del miedo basado en la ignorancia producida por un dogma obsoleto.

Esta concepción rígida de lo que debe ser la sexualidad humana perpetúa unos mitos que hacen daño y que alienan a muchas personas. Tal vez sea por esto por lo que a los científicos les resulta difícil entender a la religión organizada, tanto que hasta les da incluso pánico con sus creencias precientíficas y erróneas sobre la naturaleza. Como guía en la vida, la religión no puede pasar por alto la lección de la naturaleza: y esta lección es que el más alto nivel de la creatividad de Dios está en la variedad.

El enigma de la vida es que seamos tan innatamente diferentes mientras intentamos ser iguales a los demás externamente. Las maravillas tanto de la manipulación genética como de la modificación de la conducta, y una explicación basada en las hormonas para la agresividad y las preferencias sexuales, están a punto de desplegarse ante nosotros y desafiarán, sin duda, nuestras creencias. Si considerásemos estas maravillas como de Dios y no nuestras, y que son como dones aptos para ayudarnos a vivir juntos, podríamos pensar que la ciencia puede ayudar mucho a la religión. El papel de la religión no es el de condenar a la gente o el de cambiar a la fuerza el resultado de un proceso natural. Necesitamos cambiar nuestra manera de pensar sobre la gente y sobre el sexo. Este libro aporta un marco mental favorable a este cambio. Nos introduce en un tiempo nuevo.

Hay hipocresía en la religión y la habrá siempre; igual que la hay y la habrá también siempre en el resto de las instituciones de nuestras sociedades. Sin embargo, quizá sea más grave ignorar la hipocresía en la religión. Si el fundamento de la religión continúa siendo una creencia en creencias místicas obsoletas porque la evidencia científica las 11

cuestiona, los problemas empeorarán, la mayoría de los fieles se alejará y las divisiones se ahondarán. El sinsentido del rechazo de los divorciados, el ridículo de la simple condena de los impulsos sexuales adolescentes al emerger la pubertad, y el aislamiento de los homosexuales, son sólo algunas de las formas de la hipocresía cristiana, basada en el miedo que se agazapa detrás de la interpretación literal de algunos pasajes de las Escrituras. Lo original del obispo Spong es que se encara con la hipocresía y con la ignorancia sobre las percepciones sexuales establecidas. Lo que hace el obispo Spong no es tarea fácil ni tampoco agradable pero es, sin duda, una tarea necesaria en esta época y, más que provocar consternación en muchos, debería dar paz a la inquietud real de sus lectores.

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S UMAR I O INTRODUCCIÓN PARTE I LA REVOLUCIÓN 1. El marco

pág. 29

2. Una llamada a la inclusividad

pág. 35

4. El Divorcio: no siempre un mal

pág. 63

3. La «revolución sexual»

5. Homosexualidad: Una parte de la vida no una maldición

PARTE II LA BIBLIA

pág. 47 pág. 79

6. Ambigua autoridad

pág. 105

8. La Biblia y las mujeres

pág. 137

7. Contra el literalismo

9. La Biblia y la homosexualidad

10. De las palabras a la Palabra

pág. 111

pág. 155

pág. 177

PARTE III ALGUNAS PROPUESTAS 11. Matrimonio y celibato: un ideal y una opción

12. ¿Esponsales?

13. ¿Bendecir el Divorcio?

14. Bendecir los compromisos de gais y lesbianas

15. Solteros post-matrimonio y sexo santo

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pág. 187

pág. 199

pág. 211

pág. 219 pág. 231

16. Las mujeres en el Episcopado: símbolo de renovación en la Iglesia

pág. 243

EPÍLOGO: Afrontar el presente para reclamar el futuro

pág. 251

——— APÉNDICE: Informe del Grupo de Trabajo de la Diócesis de Newark sobre la transformación de los modelos de la sexualidad y de la vida familiar

pág. 257

Bibliografía

pág. 279

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INTRODUCCIÓN En enero de 1985, en respuesta a las preguntas y preocupaciones que el clero de la diócesis de Newark me planteaba, pedí a la convención de nuestra diócesis que autorizara un estudio sobre los cambios en los hábitos de la vida sexual y familiar para dar una respuesta adecuada a los nuevos modelos de comportamiento.

Muchas veces los clérigos de la diócesis y yo hemos compartido que los criterios que reflejan en su ministerio difieren sustancialmente de las posiciones oficiales de la iglesia (1). La iglesia ha afirmado en numerosas ocasiones que las relaciones sexuales no son apropiadas ni morales si no es en el marco del matrimonio. Sin embargo, muchas parejas, si no la mayoría, de las que acuden a recibir la bendición de la iglesia en el «santo sacramento del matrimonio» mantienen relaciones sexuales antes y en muchos casos ya viven juntos.

Feligreses de mayor edad, tal vez divorciados o viudos, mantienen, cada vez con mayor frecuencia, amistades especiales con alguna persona del sexo opuesto con quien comparten intimidad sexual pero con quien no piensan casarse. En muchos casos, estas personas no están al margen de la vida de la iglesia sino que son muy activas dentro de ella y participan, con un alto grado de compromiso, en las actividades laicas de las congregaciones locales. Muchos de ellos

(1) N del T: En este libro, por lo general, Spong utiliza el término «Iglesia» sin dejar claro si se refiere a la Iglesia Episcopaliana, a la que él pertenece, o a la «iglesia de Cristo» que se visibiliza en «las iglesias cristianas» en general. Independientemente de las intenciones del autor, creemos que esta indefinición es oportuna, no sólo por su espíritu ecuménico sino porque permite que cada lector lea el texto desde las nociones que su propio imaginario religioso y cultural le proporciona. Por lo mismo, el lector también distinguirá cuándo este término se refiere a la jerarquía únicamente, o al conjunto de los cristianos. Tal es el motivo de haber puesto el término a veces en minúscula y otras en mayúscula. 

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John Shelby Spong

han hablado abiertamente de sus vidas con sus pastores, quienes, sin dejar de reconocer la contradicción, no se sienten movidos a señalar a estos feligreses los conflictos entre la doctrina de la Iglesia y la vida que éstos llevan. Les impresiona más ver la calidad de la vida que viven estas personas que las prédicas y directrices morales habituales de la institución a la que sirven.

Otros miembros de nuestro clero se han vuelto tan sensibles y abiertos a las realidades de la minoría homosexual (2) que acogen y dan la bienvenida a las personas y parejas gais y lesbianas en sus iglesias. Lo hacen a pesar de reconocer que la postura oficial de su iglesia afirma que el celibato es la única opción moral que el cristianismo ofrece a estas personas gais y lesbianas.

Dado que la práctica siempre precede a la teoría, estos sacerdotes me sugirieron que nosotros, como iglesia, deberíamos revisar oficialmente nuestros preceptos, teorías y criterios para ver si son, en realidad, lo que pretendemos afirmar. Tenemos que examinar por qué razón nuestra sensibilidad pastoral nos obliga, tan a menudo, a dejar de lado las definiciones institucionales del decoro y de la moralidad.

La 111ª Convención anual de la Diócesis de Newark, reunida en el corazón de esta maravillosa pero a menudo vilipendiada ciudad, respondió a mi llamada y autorizó el

(2) Como escritor y como pastor, sé que algunos miembros de la comunidad gay y lesbiana rechazan el uso del término «homosexual» y lo comparan con el empleo de la palabra «negro» para el negro (black en inglés). El lenguaje que usamos para hablar de este tema está en un estado de constante cambio y refinamiento. He hecho todo lo posible para soslayar el uso de esta palabra y encontrar palabras, frases e imágenes aceptables. Sin embargo, el término todavía se utiliza ampliamente en la iglesia y en la sociedad sin intención ni efecto peyorativo. Es simplemente una palabra que usa la mayoría de la gente en los círculos clínicos y coloquiales. En un número limitado de casos, he utilizado el término como forma práctica de enfatizar un punto con claridad y hacerlo fácilmente comprensible a todos los lectores de este libro, sin ofender a nadie.

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INTRODUCCIÓN

nombramiento de un grupo de trabajo para estudiar estas cuestiones y, posteriormente, informar de sus conclusiones a la 112ª Convención, en 1986. El acuerdo se aprobó por unanimidad, y la convención pasó a discutir asuntos ordinarios, salarios del clero, presupuestos, etcétera.

Cuando la Convención levantó la sesión, un sacerdote se acercó al estrado para comunicarme su interés en ser miembro de este grupo de trabajo: era el Reverendo Dr. Nelson Thayer, profesor de teología pastoral en el Drew Theological Seminary de Madison, Nueva Jersey. El Drew Th. S. es una interesantísima institución metodista, suficientemente ecuménica como para admitir en su facultad a un sacerdote episcopaliano, un erudito de la talla de Nelson Thayer. El Dr. Thayer me informó de que, como parte de su trabajo profesional, planeaba hacer una investigación precisamente en esta área, y que acogería gustoso el compromiso de ser miembro de este grupo de trabajo, lo cual le sería un estímulo en dicho estudio.

En aquel momento, la composición del grupo de trabajo que, tras la Convención, ya se me había autorizado formar, era un asunto tan de segundo orden que ni siquiera había pensado en ello. Sin embargo, allí, de pie ante mí, estaba un hombre al que admiraba mucho, un hombre respetado por muchos de nuestros clérigos y laicos, un sacerdote cuyas habilidades académicas y de comunicación eran notables y que me pedía que lo admitiese como miembro de dicho grupo de trabajo. Yo sabía que Nelson Thayer es un hombre pastoralmente sensible pero no tenía ni idea de cuáles eran sus ideas o convicciones sobre ninguna de las cuestiones específicas que yo había planteado a la Diócesis que había que explorar. En un momento intuitivo, de esos que uno vive para luego saborearlo con alegría una y otra vez, le dije: «Nelson, ¿por qué no preside usted este grupo de trabajo?» Mi propuesta le sorprendió un poco; quizás era más de lo que esperaba; pero el Dr. Thayer aceptó esta responsabilidad en el acto y me dije a mí mismo que tal 17

John Shelby Spong

coincidencia de intereses, de competencia y de oportunidad era providencial.

Al cabo de algunas semanas, el Dr. Thayer y yo nos sentamos para pensar en quiénes podrían ser los miembros del grupo. Decidimos invitar a dieciséis personas. Debía haber clérigos y laicos, hombres y mujeres, blancos y negros, personas casadas y divorciadas, separadas y solteras, mujeres profesionales y amas de casa, y una persona abierta y declaradamente homosexual, que llevara largo tiempo viviendo en pareja con un compromiso permanente. Tres miembros del grupo eran profesionales en distintos campos de asesoramiento. Uno de ellos formado con una beca Rhodes, de la Universidad de Oxford. De los invitados, aceptaron trece y el grupo quedó constituido. Me reuní con ellos, la primera vez, para hacerles el encargo oficial y para explicarles por qué se les había convocado. Entonces, delegué el grupo a Nelson Thayer y me fui. Ya eran libres, ya podían moverse en cualquier dirección a la que su estudio los llevara, para llegar a las conclusiones que desearan, para formular las recomendaciones que quisieran. La única instrucción formal era la de informar de sus conclusiones a la Convención diocesana en enero de 1986.

La fecha se acercaba y no llegaba ningún informe. Me pregunté si no sería éste uno más de esos comités de iglesia que nacen con entusiasmo pero cuyo destino es no llegar a nada. El Dr. Thayer informó a la Convención de que el grupo de trabajo no había terminado su cometido y que solicitaba una prórroga de un año, con la promesa de entregar un informe completo antes de la convención de 1987, para dar tiempo a que los delegados pudieran decidir si daban su aprobación o no a dicho informe, cuando la convención se reuniera. Su petición de prórroga se aprobó por unanimidad y el grupo tuvo otro año de vida. Tras esta convención de 1986, me volví a reunir otra vez con el grupo para recordarles el encargo y para alentarles a proseguir en dicha 18

INTRODUCCIÓN

responsabilidad. Fue la segunda y última vez que participé en la marcha de la comisión.

Mientras tanto, en otoño de 1985, el Obispo Presidente de la Iglesia Episcopaliana, el muy Reverendo Edmond Browning, me había nombrado miembro de la Comisión Permanente de Asuntos Humanos y de Salud de la Iglesia. A esta comisión, se le asignó el estudio de muchas de las cuestiones cruciales y sensibles que son objeto de debate apasionado en la iglesia, como el aborto, la homosexualidad, el racismo institucional, la ingeniería genética y otros. Mi misión particular fue trabajar en temas relacionados con la sexualidad. Acepté este encargo del presidente de la comisión, el muy reverendo George Hunt, obispo de Rhode Island, y empecé a leer amplia y profundamente sobre esta materia.

Decidimos que la Iglesia Episcopaliana necesitaba iniciar un debate de concienciación sobre la adecuación entre las venerables tradiciones y convicciones de la iglesia y de la gente de iglesia, y la influencia de los nuevos conocimientos sobre la sexualidad humana que diariamente aportan la psicología, la biología, la genética, la bioquímica molecular y la biofísica. Con la colaboración del periódico episcopal nacional, acordamos organizar el debate en The Episcopalian, a través de una serie de artículos a favor y en contra, escritos por las personas más competentes que encontráramos y que pudieran escribir, con claridad e integridad, en apoyo de sus puntos de vista.

Me pidieron que escribiera una introducción a esta serie de artículos. En principio, este artículo introductorio tenía que ir sin firma, pero por tres veces resultó infructuoso intentar hacer una introducción que fuera lo suficientemente extensa como para satisfacer los alejados puntos de vista de los miembros de la comisión. Finalmente, decidí firmar el artículo y dejar claro que se trataba del punto de vista de un solo miembro de la comisión, para que así nadie pudiera 19

John Shelby Spong

sentirse comprometido a identificarse con alguna parte con la que no estuviera de acuerdo. Descubrí entonces que lo que algunos miembros de la comisión llamaban un enfoque «equitativo» significaba, en realidad, una pretensión de que no hay ningún cambio que sea legítimo y que, por tanto, no hay necesidad de tratar el tema. Curiosamente, incluso mi artículo firmado produjo consternación en algunos círculos donde ciertas personas parecían sentirse molestos por el hecho de que yo, como cristiano, tuviera un punto de vista diferente del suyo.

Esta serie de artículos, además de mi introducción, incluía parejas de ellos que debatirían los pros y los contras de las relaciones sexuales prematrimoniales, de si las personas del mismo sexo, que viven relaciones de compromiso, deberían poder encontrar alguna otra respuesta de la iglesia que no fuera la condena de su forma de vida, y de si hay, o no, otras opciones aceptables que no sean o bien el matrimonio o bien la soledad, para los adultos mayores que viven civilmente solteros por diversas circunstancias. Los artículos se completaron el uno de diciembre de 1986, y aparecieron en las publicaciones de The Episcopalian durante los meses de febrero, marzo, abril y mayo de 1987. Mi papel fue de editor general de la serie.

Durante la primera semana de diciembre de 1986, el «Informe del grupo de trabajo sobre los cambios en las conductas sexuales y en la vida familiar» llegó a mi escritorio. Lo leí con una inesperada sensación de decepción. Mi decepción no era por su contenido o por su estilo. Estaba muy bien escrito y afrontaba los temas con delicadeza. Mi frustración era porque el informe era básicamente un documento pastoral que llamaba a la comprensión y a más estudio. No veía de qué manera podrían debatirse sus recomendaciones para llegar a una decisión firme.

Estoy convencido de que la gente cambia sus opiniones y se enriquece cuando, en el debate, se ve obligada a defender 20

INTRODUCCIÓN

sus juicios. Preferiría estar en el lado perdedor de un debate de concienciación que en el lado ganador de un debate donde las cuestiones suscitan poca o ninguna oposición. Mi temor era que este informe cayera en esta última categoría, y estos temores se incrementaron cuando se envió el informe a los veintiocho miembros del Consejo Diocesano para su consideración en su reunión de diciembre. El Dr. Thayer fue a esta reunión para presentar el informe y para responder a las preguntas del Consejo. Pero no hubo preguntas, sólo hubo palabras de agradecimiento por la labor realizada por el grupo según el encargo que se les había hecho. Por una votación de veintiocho a cero, el Consejo encomendó el informe a la 113ª Convención Anual, programada para el 30 de enero de 1987.

El informe se hizo público el uno de enero pues se envió a los seiscientos laicos y clérigos delegados para la convención. De ningún delegado se recibió ni una sola carta o llamada relacionada con dicho informe, ya fuera negativa o positiva. Todos los delegados fueron a una de las nueve sesiones convocadas en distintos distritos donde se dieron sesiones de orientación previas a la convención, cuyo objetivo era informarles respecto a las cuestiones sobre las que se les pediría que votaran. Que yo sepa, no se planteó ninguna pregunta sobre este informe en ninguna de dichas sesiones previas, excepto en la que estaba el Dr. Thayer como un miembro más. Pero, incluso allí, se prestó poca atención al informe.

El 15 de enero, las notas de prensa se enviaron a los periódicos de la zona que normalmente cubren nuestra convención. En este envío se incluyó información sobre el presupuesto y las resoluciones, información sobre los oradores invitados (uno de los cuales era nuestro recién elegido Obispo Presidente) y datos sobre todos los informes en los que se pedía la intervención de la convención. Una vez más, hubo pocas reacciones por no decir ninguna. 21

John Shelby Spong

Sin embargo, el miércoles 28 de Enero, Michael J. Kelly, un periodista del Bergen Record, un diario de New Jersey cuya circulación se limita básicamente a la populosa zona del Condado de Bergen, llamó a nuestro jefe de prensa para decir que le había despertado interés el informe sobre la sexualidad. Y preguntó si podía venir a hacer algunas preguntas sobre sus antecedentes. El venerable Leslie Smith, uno de mis arcedianos, atendió su petición y él y yo nos entrevistamos con el Sr. Kelly para responder a sus preguntas. El jueves 29 de enero, el Bergen Record publicó un artículo, en primera página, que incluía una foto a todo color del obispo de Newark, con un gran titular: «Disidencia en doctrina sexual». El artículo venía a decir que la Diócesis de Newark proponía la bendición de las parejas gais y lesbianas. La Asociación de Prensa inmediatamente recogió la noticia y la envió a todas las agencias del país y del mundo.

El viernes 30 de enero, día de inauguración de la convención, nos sitiaron los equipos de televisión de todas las cadenas regionales, de las cadenas independientes de Nueva York y hasta de la cadena Cable News, de Ted Turner, de Atlanta. Los periodistas llamaban desde Detroit, Oakland, Nueva York, Houston y Raleigh. El Time y el Newsweek querían entrevistas. La prensa hizo que ya fuera imposible que el informe se archivase o se ignorase sin más. Los temas estaban claramente destinados a debatirse en profundidad. Durante los dos días siguientes, se enviaron diversas crónicas a las agencias. Los equipos de televisión estuvieron omnipresentes durante toda la convención.

La única medida oficial que adoptó nuestra Convención, respecto a este informe, fue recibirlo con gratitud y encomendarlo a las iglesias y congregaciones para que lo estudiaran durante un año. Las resoluciones que surgieran del estudio se decidió que se presentarían a la Convención de 1988 para su votación. Esta resolución, más bien tímida, pasó desapercibida en los medios de comunicación. En la prensa secular y eclesial, «El Informe de Newark» –pues así 22

INTRODUCCIÓN

se lo llamó– se debatió en grupos oficiales y extra-oficiales, así como en convenciones episcopales y diocesanas de todo el territorio. Los distintos órganos adoptaron posturas de oposición y de apoyo a un informe que la Convención de Newark únicamente se había limitado a recibir. Personalmente, fui alabado por unos y condenado por otros.

Se dio además la circunstancia de que el debate sobre los temas sexuales, programado para comenzar como una serie de artículos en The Episcopalian, empezó justo dos días después de nuestra convención de Newark. La primera entrega incluía el artículo introductorio, redactado y firmado por mí en el mes de octubre, que versaba sobre el cambio en los modelos de comportamiento en materia de sexualidad. En la mente de muchas personas, la publicidad sobre el «Informe Newark» quedó relacionada con este artículo del obispo de Newark, a pesar de haberlo escrito tres meses antes, sin haber siquiera leído el informe.

La situación se complicó aún más porque, justo en noviembre de 1987, acepté una invitación para ir al programa de PBS «Línea de fuego» (Firing Line) de William F. Buckley Jr., con objeto de debatir, con un colega, el Reverendísimo William Wandand, Obispo de Eau Claire, Wisconsin, el tema del acceso de las mujeres al episcopado. El programa se grabó el 26 de enero, justo dos días antes de que el «Informe Newark» originara la controversia que ninguno de nosotros podía haber imaginado antes. Dado que esta grabación no se emitió hasta el 1 de marzo, también se recibió como parte integrante del debate general sobre la sexualidad.

Durante meses, mi correo estuvo tan sobrecargado que no pude responder a él. Alentaba y participaba en otros debates, aparecí en numerosas entrevistas en televisión y continué leyendo vorazmente sobre el tema de la ética de la sexualidad; y, para terminar, en respuesta a una invitación concreta, acepté escribir este libro y así plantear estas cuestiones ante el público, para su discusión. Gracias al libro, 23

John Shelby Spong

pude, por fin, exponer el estudio que había detrás de mis conclusiones, así como el material de apoyo necesario para entender estas cuestiones y las recomendaciones que aquel estudio me había llevado a hacer.

La televisión, sin embargo, exige respuestas sencillas y conclusiones rápidas. Es un medio particularmente poco profundo. La cobertura periodística, en cambio, permite incluir más detalles, pero su inconveniente es que no perdura. El periódico de ayer es ya antiguo hoy. Sin embargo, un libro permite aportar una contribución duradera y real a un debate. Se crea un diálogo con el lector. Un libro puede también encauzar el debate de un grupo cristiano, e inspirar sermones, revisiones y reacciones, tanto positivas como negativas, escritas o habladas. Un libro puede quedarse en un estante y volver a cogerse posteriormente, y reiniciar así de nuevo las reacciones y las respuestas. Obviamente, es mi medio de comunicación favorito.

Mis lectores deben comprender que no puedo escribir o pensar fuera de mi propio marco de referencia. Al entrar en contacto con la experiencia de las mujeres, de los homosexuales y de las lesbianas, de las personas de color y de aquellos que están en una situación socioeconómica diferente a la mía, me esfuerzo por ser objetivo. Pero soy varón y mi formación responde a la civilización occidental. Soy heterosexual, blanco y de clase media, irremediablemente. No creo que esto haya afectado a mi método de trabajo pero sí a las preguntas que me hago, a la forma de procesar los datos y a los valores que asigno a las distintas conclusiones. Por eso entregué este manuscrito a una amplia variedad de personas para que lo leyeran y criticaran; lo hice con la esperanza de poder alcanzar un mayor nivel de objetividad. –––

En la preparación de este libro me siento en deuda con mucha gente. En primer lugar con mi maravillosa secretaria, Wanda Hollenbeck, que ha trabajado tan duro y con tanto 24

INTRODUCCIÓN

entusiasmo en el libro como yo, y cuya presencia en mi oficina es un verdadero placer. Con dos de los tres archidiáconos de nuestra diócesis, la venerable Denise G. Haines y el venerable Leslie C. Smith, que fueron mis principales editores. La archidiácona Haines es brillante y perspicaz, con una tremenda habilidad con las palabras. Entiende los matices. Anteriormente, ya había escrito un libro con ella, y le debo mucho. El archidiácono Smith tiene experiencia como editor profesional. Es a quien nos dirigimos para resolver las cuestiones de gramática, de uso de las palabras y de estilo. Graduado cum laude en el seminario, su contribución ha sido esencial en este manuscrito. El tercer archidiácono de nuestra diócesis, el venerable James W. H. Shell, dirigía nuestro campamento de verano mientras escribía el libro, pero también intercambié opiniones con él. Los dos gestores laicos de la diócesis, John G. Zinn, en finanzas, y Christine M. Barney, en administración, recibieron una carga adicional de trabajo y de emociones cuando se estaba trabajando en el libro. Lo hicieron con gracia, encanto y buen humor, lo que se tradujo en un continuo apoyo. Todos los restantes miembros de nuestro personal —Marge Allenspach, Susan Ayers, Cecil Broner, Rupert Cole, Sharon Collins, Gail Deckenbach, Dale Hart, Olga Hayes, Wendy Hinds, Robert Lanterman, Barbara Lescota, Australia Lightfoot, William Quinlan y Elizabeth Stone—contribuyeron en este libro de muchas maneras intangibles. Juntos hacen que nuestra oficina sea un lugar agradable donde vivir y trabajar.

El trabajo de las últimas etapas también resultó ser una experiencia excitante y emocionante. Quiero expresar mi gratitud a Michel Lawrence, mi editor, que fue quien sugirió por primera vez la idea del libro, y a Rebeca Marnhout, que es la mejor correctora de estilo con la que he trabajado.

El Obispo de Eau Claire, William Wantland, se convirtió en mi principal rival en el debate. Es un digno adversario y, aunque son pocas las cosas en las que estoy de acuerdo con él, lo admiro y lo respeto, y valoro nuestra creciente amis25

John Shelby Spong

tad. Con gusto le confiaría mi vida, pero no mi voto. Otros obispos que han apoyado mis esfuerzos fueron: George Hunt de Rhode Island, Coleman McGehee de Michigan, William Swing de California, Wesley Frensdorff de Arizona, Paul Moore de New York, John Krumm, retirado, de Ohio Sur, John Burt, retirado, de Ohio, y el Obispo Presidente, Edmond Browning. Algunos miembros de la Cámara de Obispos me cuestionaron en profundidad y me obligaron a defender y a repensar algunas cuestiones. Los más significativos, además del obispo Wantland, fueron: Gordon Charlton y Maurice Benitez de Texas, Harry Shipps de Georgia, Clarence Pope de Fort Worth, Robert Witcher de Long Island, y Harold Robinson de New York Oeste. Mis saludos y mi reconocimiento a ambos grupos de obispos.

Cuando estaba inmerso en la preparación de este libro, tuve el privilegio de pasar una tarde discutiendo estas ideas con el doctor Robert Lahita y su esposa. El Dr. Lahita es profesor asociado de medicina en el Centro Médico de Cornell, en New York, y profesor del Cornell University Medical College. El área de ética sexual en la que yo estaba trabajando era de gran interés para él, y puso a mi disposición libros y artículos que recogían algunos de los últimos estudios científicos. También aplaudió el hecho de que un miembro de la jerarquía de la Iglesia estuviera dispuesto a abrirse al mundo de la ciencia. Su experiencia anterior con los líderes de la Iglesia le había llevado a pensar que éstos estaban más interesados en la propaganda que en la verdad. Fue una noche memorable y enriquecedora, por lo que quiero expresar públicamente mi gratitud a Bob y Terry Lahita, con un agradecimiento especial a Bob, por haber leído el manuscrito y contribuido a este libro con un prólogo.

Mi mentor y amigo íntimo durante muchos años ha sido el Reverendísimo John Elbridge Hines, Obispo Presidente de la Iglesia Episcopaliana, ya retirado. He discutido con él muchas de mis ideas. Su inteligencia, su sabiduría y su vasta experiencia han enriquecido mi vida. Partes de este libro se 26

INTRODUCCIÓN

escribieron mientras visitaba con él Black Mountain en North Carolina. Le considero la única persona a la que me gustaría emular.

La Diócesis de Newark es una parte singular de la Iglesia Episcopaliana. Incluye los siete condados del norte de Nueva Jersey y está delimitada por el río Hudson al este y por el río Delaware al oeste. Es una de las jurisdicciones de tradición anglicana más grandes de Estados Unidos. En sus filas están algunos de los mejores clérigos y algunas de las personas laicas más involucradas, cariñosas e inteligentes que he conocido. Es una diócesis cuya reputación es de ser muy controvertida mucho antes de que llegara su actual obispo. Esta reputación proviene, a mi juicio, de su deseo de apertura a los temas actuales y de su coraje en abordarlos. Me siento muy agradecido por haber pasado la mayor parte de los años de mi vida profesional dentro de las estimulantes fronteras de esta diócesis, lo cual interpreto, en cierto modo, como un privilegio y como un don providencial. Por ello doy las gracias al clero y a los laicos de la misma.

Por último, saludo a mi familia: a mi esposa, Joan, y a mis hijas, Ellen (y su marido, Gus Epps), Katharine (y su marido, Jack Catlett) y Jaquelin (cuya vida en Alemania ha reducido al mínimo el contacto con esta especial y joven dama). Estos representantes de la nueva generación me inspiran a diario confiar en la sabiduría que está surgiendo en su época, y a sugerir a la iglesia, en general, que tome en serio esta sabiduría. John Shelby Spong Newark, New Jersey Adviento 1987

27

LA

I

REVOLUCIÓN

EL

CAPÍTULO 1

ESCENARIO

Algunos pensarán que éste es un libro sobre sexo. Pero yo creo que es un libro sobre los prejuicios. Durante siglos, los grupos dominantes de la sociedad han utilizado las actitudes, los tabúes y las prácticas sexuales para mantener subordinados a otros grupos. Los que poseen el poder determinan a los que no lo tienen y les imponen su propia definición. El principal objetivo de esta imposición es asegurar la comodidad, la felicidad y el bienestar del propio grupo dominante.

Detrás de los prejuicios también hay miedo. Rechazamos lo que no controlamos. Condenamos lo que no entendemos. Creamos sistemas de control para debilitar realidades que sabemos poderosas y creemos amenazadoras. Ningún aspecto de nuestra humanidad incluye más ansiedades, anhelos, emociones y necesidades que nuestra naturaleza sexual. Por eso el sexo es una palestra donde los prejuicios de la gente encuentran su expresión.

Este hecho explica el miedo e incluso la violencia que brota cuando se alteran públicamente los mecanismos de control sexual. Quienes organizan sus vidas de forma diferente, quienes adoptan valores que violan los tabúes sexuales imperantes, son objeto de odio, de amenazas, incluso de ataques y, a veces, de asesinato. Cuando la 111ª Convención de la Diócesis de Newark aprobó una resolución para estu29

P a r t e I — L a Re v o l u c i ó n

diar la cuestión del apoyo de la Iglesia a las relaciones monógamas y de compromiso entre personas gais o lesbianas, recibí miles de cartas, algunas de las cuales incluían abiertas amenazas de muerte (¿me encontraré alguna vez con alguno de los que me amenazaron?). Otras cartas contenían augurios un poco más indirectos: sus autores estaban encantados de asegurarme de que rezarían para que Dios me maldijese con una enfermedad mortal, para que me golpease con un rayo, para que incluyese en mi destino un accidente de avión o para que me dejase fuera de circulación por cualquier otro medio igualmente contundente. Críticas moderadas indicaban que estarían contentos con mi dimisión. Si no dimitía voluntariamente, presionarían hasta quitarme mi puesto como supervisor en la Iglesia de Dios (epíscopos) por uno de los métodos medievales más comunes.

Estaba claro: mi persona o, más concretamente, la Diócesis de Newark habíamos hecho tambalear una seguridad que procedía de los prejuicios. Muchos, con una viva capacidad para la fantasía, asumieron que yo había llegado a unas conclusiones que, en verdad, iban mucho más allá de aquellas a las que había llegado en realidad.

También atribuían a mis presuntas conclusiones un poder que sus convicciones no parecían tener. De modo que, a menos de que fuese para condenar, rechazaron entrar en cualquier discusión y no podían escuchar ninguna respuesta mía. Si lo hubieran hecho, habrían sabido que mi única certeza es que hay nuevos datos que están ahí, en el mundo, y que exigen que se les tenga en cuenta. Los datos que nos llegan a través de diversas informaciones, y también los que nacen de la propia experiencia, plantean interrogantes sobre cómo se ha definido hasta ahora la sexualidad, moral y psicológicamente, y provocan que, en nuestros días, se dé una revolución sin precedentes en el pensamiento y en la práctica sexual. 30

C A P. 1 — E L E S C E N A R I O

Negar todo esto, los datos y los efectos, es inmoral y propio de ignorantes. Por consiguiente, este libro es una llamada a los cristianos para «suspender el juicio» y adentrarse en la incertidumbre del no saber, reunir datos, participar en el debate, examinar los prejuicios, redefinir los valores y, de este modo, contribuir a que las cosas cambien. Es una empresa ambiciosa pero digna del esfuerzo y del riesgo que supone, ya que está en juego la posibilidad de renovarnos como «Cuerpo de Cristo».

Tanto en el debate público como en la correspondencia que recibo, hay un cliché que es frecuente y que se utiliza como si fuera evidente. La gente habla y escribe, con cierta frecuencia, primero, sobre la sexualidad y las normas morales «reveladas en las Sagradas Escrituras», y, segundo, apela a retornar a «la moral sexual de la Biblia» como si ésta existiera. En mi opinión, esta apelación es difícil de interpretar y de concretar. A medida que el libro vaya avanzando, iremos examinando la naturaleza de esta dificultad.

Porque la Biblia es la más importante de las fuentes útiles en el discernimiento ético de los cristianos, pues éstos deben tomar en consideración su mensaje con extrema seriedad, pero la Biblia, como suma de textos escritos en diferentes períodos del pasado, no está libre de contradicciones, ni de juicios y actitudes que, fueran o no correctas en su tiempo, han dejado de tener vigencia hace tiempo. Lo mismo puede decirse de la tradición de la Iglesia. La historia de la Iglesia no sólo informa de aciertos; también pone de manifiesto pecados, prejuicios y engañosos llamamientos a prácticas abandonadas hace ya mucho tiempo. Por lo tanto, los argumentos actuales que apelan a la autoridad, ya sea de la Escritura o de la Tradición, deben aclarar antes qué partes de la Escritura o de la Tradición se mantienen y con qué fundamento, y qué otras partes hay que abandonar.

La verdad no se encuentra a través de la apelación simplista a la Tradición, ni a través de la mera búsqueda de 31

P a r t e I — L a Re v o l u c i ó n

fundamentos en la Escritura. La autoritaria pretensión de la infalibilidad papal o de la inerrancia de las Escrituras (una, en la parte romano-católica del cristianismo y otra, en ciertos sectores del protestantismo) no son relevantes, sencillamente. Tales pretensiones hace tiempo que se han desechado tanto en los círculos académicos y teológicos como, en general, entre los cristianos reflexivos. Se trata de pretensiones que sólo continúan activas como contrapeso de la inseguridad de los cristianos que están más preocupados por mantener el poder y la autoridad eclesiástica que por discernir la verdad de Dios.

La Iglesia ha de reconocer que, además de los que sienten miedo y de sus críticas, hay otro sector que, igualmente, está pendiente. Lo forman los que creen haber sido rechazados por ella; son los que son víctimas de los prejuicios; aquellos a los que la voz oficial de las estructuras eclesiásticas les ha dicho, de palabra y de obra, que no están a la altura, que no cuentan, que son unos extraños.

Cuando alguien, desde dentro de la Iglesia, juzga y cuestiona lo que ésta da por supuesto, entonces, estos últimos también le escriben; sus cartas expresan gratitud, son verdaderas confesiones, cuentan experiencias duras y comparten heridas. Se admiran porque Dios o la Iglesia tiene una morada para ellos, según él. También ellos buscan la verdad de Dios. Y es mi esperanza que este libro les haga caer en la cuenta de que ellos también están en el interior de la Iglesia siquiera porque mi texto hace que otros se enteren de que existen y de que son importantes.

Ya que la Escritura será un tema importante en esta exposición, comenzaré mi trabajo, de cara a redefinir la ética sexual, con una historia inmortal que, en mi opinión, siempre será, en la tradición judeocristiana, un recordatorio de que nunca un prejuicio humano, de cualquier tipo, puede ser la voluntad o la palabra de Dios. 32

C A P. 1 — E L E S C E N A R I O

La llamada de Dios a la Iglesia es una llamada a la humanidad para construir una comunidad abierta a todos. Dado que el pueblo de Dios es, por definición, diverso (en color, género, raza, lengua, edad, orientación sexual e incluso en sistemas de valores), no es una tarea fácil la de desarrollar y mantener una comunidad inclusiva. Es mucho más fácil trazar círculos y proclamar que sólo los de dentro de un círculo particular son objeto de nuestra solicitud y de nuestro amor, mientras dejamos a los demás fuera como víctimas potenciales de nuestro prejuicio. Históricamente, los cristianos nos hemos apresurado a proclamar la universalidad que conlleva la palabra «todos» de Pablo en su frase: «Así como en Adán todos murieron»; sin embargo, hemos solido omitir la proclamación de universalidad que, en la segunda parte de la frase, conlleva el mismo término: «… así en Cristo todos viviremos». El diálogo bautismal del Book of Common Prayer pregunta a los candidatos y a sus padrinos: «¿buscarás y servirás a Cristo en todas las personas, y amarás a tu prójimo como a ti mismo?» Y también: «¿lucharás por la justicia y la paz para todo el mundo y respetarás la dignidad de cada persona?». La respuesta ritual a las dos preguntas es: «Así lo haré con la ayuda de Dios».

Sin embargo, es más fácil pronunciar «todos» que hacer real lo que esta universalidad implica. La llamada divina a construir una comunidad inclusiva choca, invariablemente, con el prejuicio humano arraigado en la necesidad de estar seguro, de ser recto, de reclamar que la propia conducta es la que se ajusta a la voluntad de Dios y de tener razón en la forma de empequeñecer a los otros. Siempre ha sido así, tal como seguro que mostrará el relato bíblico que contaré a continuación de una forma un tanto libre.

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UNA

CAPÍTULO 2

LLAMADA A LA INCLUSIVIDAD

Los judíos fueron exiliados de su tierra tras su derrota frente al ejército de Nabucodonosor en el 586 aC. (1). En el siglo V aC., buena parte de la población aún vivía en el cautiverio, en Babilonia. Fue un período muy difícil. El dogma quizá más peligroso, en cualquier ideología religiosa, infectaba profundamente al pueblo judío. Me refiero al hecho, que de tan familiar no causa extrañeza, de que esta pequeña y asediada nación estaba absolutamente convencida de ser el pueblo especialmente elegido por Dios. Casi todos los relatos en los que Israel interpretaba su historia se habían redactado en el marco de esta elección, de manera que el pensamiento religioso-político dominante había asumido esta definición ontológica nacional.

El mayor problema de creer un pueblo ser el elegido por Dios es que el resto de pueblos se convierten en no elegidos. Una nación no puede ser la elegida sin que las otras naciones no sean definidas inevitablemente no sólo como diferentes sino como inferiores. La línea que separa la palabra neutra de «no elegido» y la palabra hostil de «rechazado» es muy delgada. Inevitablemente, esta palabra hostil de rechazado se hace operativa cuando la doctrina de la elección se incluye en un credo. Desde el momento en que Dios no escoge específicamente a otros pueblos, los elegidos justifican su rechazo, su odio y su prejuicio contra los N del T: Spong explica aquí, en una nota, que utiliza la datación B.C.E. (before common era) y C.E. (common era) en vez de B.C. (before Christ) y A.D. (anno Domini). Y precisa que lo hace para ser inclusivo con las tradiciones religiosas y, en especial, con las personas judías que se sienten incómodas por la presunción cristiana de que ellos son los que definen el tiempo. En nuestra traducción, sin embargo, usaremos las abreviaturas normalmente aceptadas en el calendario actual, universitario y comercial: aC. (antes de Cristo) y dC. (después de Cristo). (1)

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otros pueblos al arrogarse la condición social de ser ellos justos y el privilegio de la recta comprensión de los mandatos divinos para todos. De este modo, el mundo se dividió en dos para los judíos: los elegidos (ellos) y los no elegidos (los gentiles, en un bloque). Este sentimiento se reforzó con la conquista posterior de Babilonia por Ciro; conquista que permitió que Israel, como otros pueblos cautivos, volviera a su patria, perdida durante tres generaciones. La derrota del ejército judío, la caída y destrucción de Jerusalén y el exilio habían planteado serias e incómodas cuestiones teológicas al pueblo, al verse cautivo: «Si somos los elegidos de Dios, ¿qué significa la derrota? Nuestro Dios, ¿es impotente? ¿Qué significa para un pueblo elegido vivir sin hogar durante un siglo? ¡Qué extraño comportamiento el de Dios!». Los judíos no podían ni querían renunciar a su condición de pueblo elegido. Y, además, deseaba responder a la acusación hecha a Dios, de no tener poder. Por ambos motivos, los judíos necesitaban hallar una explicación a los hechos de la derrota y del exilio.

Y así fue. Los teólogos de aquel tiempo argumentaron que la derrota y el exilio eran el castigo de Dios a un pueblo rebelde e incrédulo. Si un contrato es un compromiso mutuo, Dios aceptó ser el Dios de Judá a cambio de que el pueblo aceptase obedecer la ley de Dios y los ritos exigidos en ella. Pero «nuestro pueblo –pensaron– no obedeció la Torah; no adoramos a Dios de acuerdo con lo establecido». Alentados por sus líderes, los exiliados concluyeron: «cuando volvamos a Judá para reconstruir Jerusalén, seremos rigurosos en la obediencia y en el cumplimiento de los rituales, no sea que volvamos a enfrentarnos al oprobio y a la venganza de un Dios enfurecido, desilusionado con la elección y deseoso de castigar a la nación con otra derrota y otro exilio». El argumento fue tan persuasivo que se produjo una fusión entre el orgullo nacional y el orgullo religioso. El fervor 36

C A P. 2 — U N A

LLAMADA A LA I NCLUSIVI DAD

hizo que los judíos fueran, a su vuelta, una nación vigorosa y motivada. Justo en aquel momento de la historia, figuras como Esdras o Nehemías fueron, a un tiempo, líderes políticos y religiosos, y su misión fue guiar el regreso de su pueblo a la tierra natal y restablecer la nación (2).

Persistía, sin embargo, la incomodidad: la ecuación metafísica diseñada para preservar el poder de Dios y la identidad de Judá como pueblo elegido colocaba la culpa sobre los hombros de los antepasados. Estos antepasados, ¿fueron tan débiles, ineptos y pecadores? Era doloroso transferir la responsabilidad del desastre a los abuelos y a los bisabuelos de un pueblo elegido incluso aunque tales razonamientos permitiesen explicar los caminos del Señor. Esto, lógicamente, los llevó a preguntarse: «Nuestros antepasados, ¿por qué desobedecieron a la Ley y no adoraron a Dios adecuadamente? ¿En qué eran vulnerables al pecado? ¿También estaban contaminados?».

Con la misma rapidez con la que vinieron las preguntas también vinieron las respuestas. Éstas, mediante finas distinciones, buscaron la autojustificación, como es normal: «En absoluto hubo debilidad en nuestros antepasados –argumentaron los exiliados ya retornados–. Lo que pasó es que, al casarse algunos de ellos con mujeres no judías, ellas fueron las que nos contaminaron con costumbres foráneas y con valores diferentes, y éstos corrompieron nuestro culto. Los elementos extranjeros contaminaron la pureza de nuestra tradición, comprometieron la pureza del culto y, por consiguiente, fueron los responsables de nuestra derrota y de nuestro exilio. El juicio de Dios cayó sobre nuestra nación cuando permitimos las prácticas extranjeras y malvadas».

Quedaba identificado el chivo expiatorio: los extranjeros eran los culpables. Por tanto, el pueblo de Dios tenía que estar alerta en el futuro para detectar y suprimir todo lo ex(2)

Ver los libros de Esdras y de Nehemías, en las Escrituras Hebreas.

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tranjero. Los judíos del retorno juraban: «Cuando restauremos nuestra nación y nuestra ciudad santa de Jerusalén, cuando restablezcamos la pasada tradición sagrada en nuestra tierra, tenemos que estar seguros de que no vuelvan a introducirse elementos extranjeros; el pueblo elegido no debe diluirse con la inclusión de los que no lo son; la ley debe obedecerse con rigor y las prácticas rituales deben cumplirse con escrupulosa y total exactitud; sólo así podremos garantizar que el desastre no torne a producirse».

Así es como los judíos de finales del siglo V aC. resolvieron su problema teológico de forma inteligente según sus intereses. Lograron no renunciar ni al concepto de elección ni al de un Dios omnipotente. El argumento era ingenioso, conciso y ajustado. También permitía a los judíos enfrentarse a un mundo hostil con la seguridad de que Dios los ayudaría en futuras situaciones de peligro. Miedo, fantasía, prejuicio y magia, todo alimentó las bases del nacionalismo de origen divino de aquel momento.

Con el poder conferido por este mandato atribuido a Dios, Esdras y Nehemías guiaron al pueblo, recién regresado del exilio, en la renovación de su pacto con Él y en el acto de entrega a su Ley. En aras de la unidad, estos líderes propusieron un estatuto que debía garantizar la pureza racial, étnica y religiosa de una reconstruida nación de Judá. Este estatuto requería que cada judío casado con un extranjero se divorciase y expulsase del país al cónyuge no judío. Más tarde, este estatuto requirió que cada niño nacido de las uniones anteriores al nuevo pacto fuese expulsado junto con el extranjero. Para un judío, resistirse y oponerse a esta norma suponía el exilio, junto con su cónyuge y sus hijos «impuros». Para todos los rechazados, la expulsión significaba, casi con seguridad, la muerte, ya que los expulsados, en tanto que extranjeros, tampoco eran bienvenidos en la mayoría de las otras tribus y pueblos, y la supervivencia al margen de algún grupo era prácticamente imposible. 38

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LLAMADA A LA I NCLUSIVI DAD

El cumplimiento de la Ley, pactada de nuevo tras el exilio, condujo a Judá a una de las peores etapas de su historia. Los puristas raciales organizaron la vigilancia. Se comprobaron las líneas de sangre. Las tensiones crecieron a medida que el espíritu inquisitorial rompía las familias. El sufrimiento personal era extremo. Era, además, una buena ocasión para destruir a los enemigos políticos. El castigo era automático si las autoridades no estaban convencidas de la pureza racial. El libro del Deuteronomio sugiere que la búsqueda y depuración duró diez generaciones (3). Judá debía ser sólo para los judíos. Los elegidos tenían que ser puros. Había que purgar a los elementos extranjeros. El culto a Dios no se podía deformar con prácticas extrañas y no ortodoxas. Y, mientras esto sucedió, no se escuchó protesta alguna contra esta xenofobia; la histeria ahogó cualquier objeción. El fervor religioso se combinó con el poder político y dio lugar a una gran tiranía. Las libertades personales o individuales, así como los valores que no se ajustaban a lo establecido, no tenían ni voz ni protección.

No obstante, pese a todo, hubo al menos un judío que, en este tiempo, reflexionó y criticó los prejuicios imperantes tanto como para concluir que debía hacerles hacerles frente. Su único problema era cómo hacerlo, qué tácticas seguir para que su ataque surtiera efecto. Un ataque directo y público estaba abocado al fracaso y el silencio era una actitud cobarde. ¿Qué hacer, pues? Por fin, tuvo una idea: escribiría una historia dentro del género de la literatura de protesta de los profetas; aparecería anónima en las calles de Jerusalén; y el poder de atracción y de persuasión del relato seduciría a la gente que lo escuchase, y que luego lo comentaría. El personaje principal tenía que ser alguien que no dejara indife(3) N del T: «El bastardo no será admitido en la asamblea de Yahveh; ni siquiera en su décima generación será admitido en la asamblea de Yahveh. El ammonita y el moabita no serán admitidos en la asamblea de Yahveh; ni aun en la décima generación serán admitidos en la asamblea de Yahveh, nunca jamás» (Deut. 23: 2-3).

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P a r t e I — L a Re v o l u c i ó n

rente. El poder de la historia tenía que radicar en que los oyentes simpatizaran con el protagonista de forma que, al tiempo que juzgaban su sistema de valores, estarían juzgándose a sí mismos. El autor planeó que, cuando la narración estuviera lista, el pregonero la leería en la plaza, donde se reunía la gente. Estaba seguro de que todos la comentarían y se reirían mientras la escuchaban. Entonces, el quid de la historia les impactaría después en su interior, se verían a sí mismos como de verdad eran y sus prejuicios quedarían al descubierto. Pues bien, lo que sigue es una versión libre de la historia que este autor anónimo judío ofreció a sus conciudadanos, hace de esto unos veinticinco siglos. — — —

«Hace muchos, muchos años, en tiempo de nuestros tatarabuelos, había un profeta de nombre Jonás. Jonás creía que el amor de Dios estaba sujeto a los mismos límites que su propio amor, de modo que pensaba que Dios rechazaba a los que él rechazaba y odiaba a los que él odiaba. Con estos prejuicios bien asentados, Jonás se encontraba cómodo y vivía la vida que cabía esperar de un hebreo riguroso.

Sin embargo, un día, Dios habló a Jonás y le dijo: «Jonás, quiero que vayas a Nínive y que prediques allí». Jonás, horrorizado por la idea, respondió con incredulidad: «¡Pero, Señor, debes estar bromeando! Nínive es una ciudad pagana; es la capital de los Asirios, es el azote del mundo. Tú lo sabes. ¿Por qué quieres que yo predique a Nínive?»

Dios no desistió de su propósito a pesar de las razones de Jonás y de la angustia de éste, efecto de sus prejuicios. Con divina paciencia, insistió en su demanda y fue dejando a Jonás sin excusas. El mandato persistía con autoridad y ordenaba a Jonás aquello que éste no quería hacer y, aún peor, aquello que Jonás incluso creía que no debía hacer, ya que iba contra todo lo que se le había enseñado. Respondió, pues, a la manera clásica y honorable, en la que los personajes pasivos y poco poderosos responden ante la autori40

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LLAMADA A LA I NCLUSIVI DAD

dad: dijo que sí, que iría, pero pensando en sus adentros que no. Asentiría todo el tiempo que hiciera falta hasta que Dios olvidara su locura y volviera su mirada a otra parte.

Para aparentar buena fe, Jonás volvió a su casa y se preparó para partir. Hizo su maleta, fue al puerto y se embarcó. Pero no hacia Nínive sino hacia Tarsis. Si Dios le corregía, alegaría que había sido un error o un despiste. Fue, pues, a su camarote, deshizo el equipaje, se puso sus bermudas y subió a cubierta con su protector solar. Se acomodó en una tumbona, se puso las gafas de sol y comenzó a leer el Times. Era un perfecto turista y, al ver que el barco zarpaba y tomaba rumbo al Mediterráneo, Jonás suspiró con alivio: había escapado a una orden divina que atentaba contra sus prejuicios y, así, éstos quedaban intactos. Es más, había evitado que Dios cometiera un grave error.

Todo fue bien al comienzo. Pero una enorme nube negra se formó en el cielo y se colocó encima de la embarcación, a la que no dejó de seguir. Ninguna maniobra podía eludirla. Truenos, relámpagos y una tormenta en toda regla cayó sobre el barco. Al observar este inusual fenómeno, el capitán, temeroso de Dios, comprendió lo que ocurría: « – Dios está enfadado con alguno de nosotros», exclamó.

Para identificar al culpable, utilizó la tecnología del momento: sacó unas pajitas, las sorteó y la más corta le tocó a Jonás. « –¿Qué hiciste, Jonás?», le preguntó. « – Bueno… – respondió Jonás–, Yahvé me envió a predicar a Nínive pero no pude concebir que él realmente lo quisiera. Porque los ninivitas son gentiles y no son dignos de la atención de Dios y mucho menos de su favor». Satisfecho el capitán por lo razonable de la explicación de los hechos según su mentalidad, decidió salir de la tormenta. Sin embargo, un brusco relámpago y un resonante trueno fueron la respuesta. Una gran ola zarandeó el barco, movió la tumbona de Jonás a popa, lo obligó a agarrarse a la barandilla para no caer por la borda, y el capitán reconsideró su decisión. « – Pensándolo mejor, 41

P a r t e I — L a Re v o l u c i ó n

Jonás –dijo el capitán–, si hay que hacer un sacrificio, te toca a ti». Entonces los tres marineros de cubierta lo agarraron por los brazos y las piernas y lo arrojaron al mar.

Dios, como siempre, estaba preparado para intervenir: una ballena nadaba junto al barco y esperaba el momento de entrar en acción. Abrió sus fauces y se tragó a Jonás. Éste, que tenía una extraña e increíble capacidad para adaptarse a las nuevas circunstancias, esperó a ver qué iba a suceder. Durante tres días y tres noches permaneció en la panza de la ballena hasta que ésta no pudo aguantar su presencia y, entonces, eructó y lo arrojó fuera. Oportunamente había allí una playa donde nuestro héroe aterrizó. Mientras se sacudía el agua del cuerpo y de las orejas, así como las telarañas de la mente, y trataba de entender la extraña aventura, escuchó una voz familiar que le decía: « – Jonás, ¿no te gustaría ir a predicar en Nínive?». « – De acuerdo, Señor, tú ganas. Iré». Jonás sabía cuándo alguien era más hábil y fuerte, y aceptó que debía obedecer.

Sin embargo, su testarudez aún no quedó vencida. Los prejuicios no mueren tan fácil y rápidamente. La segunda línea de defensa de Jonás fue otra vez una artimaña muy popular entre quienes tienen que tratar con una autoridad implacable: « – Haré lo que Dios quiere pero a mi manera. Obedeceré la letra pero no el espíritu. Dios me manda predicar a Nínive, pero no me ha dicho ni cómo ni dónde, así que predicaré en los callejones y callejuelas y en voz muy baja. Obedeceré a Yahvé pero conseguiré mi propósito».

Jonás se perdió por Nínive como una persona de dudosa reputación, y comenzó a susurrar exhortando: «Dice Yahvé: Arrepentíos, arrepentíos y volveos a él», con la esperanza de que nadie lo escuchara ni respondiera a su murmullo. Pero, oh sorpresa, los ninivitas lo escucharon y respondieron. Por miles salieron de sus casas, rasgaron sus vestiduras, se dieron golpes en el pecho y rogaron perdón y clemencia a Dios. El resultado fue que la ciudad entera 42

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se salvó y él fue el predicador más exitoso de todos los tiempos. Sin embargo, Jonás estaba furioso: «Me lo veía venir, Señor; ahora, tendrás que perdonar a estos granujas; tu clemencia te impide destruir a un pueblo penitente y por eso los salvarás. ¿Por qué, Señor, por qué tu clemencia y tu amor no se detienen en los mismos límites que mi clemencia y mi amor; por qué no rechazas tú a los que yo rechazo? Esta gente no merece tu amor». Jonás salió iracundo de la ciudad y se fue a refunfuñar en una colina apartada mientras la muchedumbre ninivita recién convertida levantaba sus manos al cielo, en señal de oración y de alabanza. El eco del clamor ninivita, «¡Oh Gracia Admirable…!», llegaba hasta las colinas pero, al final, Jonás se durmió, aunque disgustado. Al levantarse, captó que Dios estaba extrañamente ausente. Sin embargo, durante aquella noche, había hecho crecer un árbol en la ladera. Cuando el sol del desierto empezó a quemarle, Jonás encontró refugio bajo la sombra de aquel árbol. Y cuando el viento ardiente del desierto comenzó a soplar, Jonás encontró refugio tras el ancho de su tronco. Jonás sintió un cariño misterioso hacia aquel árbol. Parecía sostener su vida y su espíritu. Y cuando cayó la noche, Jonás se durmió encaramado entre sus ramas protectoras.

Sin embargo, aquella noche, Dios hizo que un gusano atacase el árbol, perforase su tronco y sus ramas, y comiese su follaje hasta que el árbol acabó por marchitarse y convertirse en arena. Cuando Jonás se despertó y vio muerto a su árbol, lloró desconsoladamente, con lágrimas de dolor. Su compasión, su pena y su dolor se abrazaron a aquel árbol. Al fin, al segundo día, ya tarde, Dios rompió el silencio y dijo: « – Jonás, ¿no es extraño que tú expreses todo este dolor por un árbol que nació un día y murió al siguiente? Eres capaz de sufrir, roto tu corazón, por este árbol, y, en cambio, no tienes ni compasión ni piedad hacia los ciento veinte mil habitantes de Nínive, por no hablar de su ganado». Y así termina el libro de Jonás. 43

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La genialidad de su autor estriba en contar con que los lectores iban a captar inmediatamente lo deformado de la percepción que tenía Jonás de los acontecimientos. Como la historia se debió de leer en público, los oyentes se debieron de reír de lo rígido del punto de vista de Jonás; debieron comentar el desarrollo de la historia y ridiculizar en voz alta el prejuicio de Jonás. Luego, de golpe, caerían en la cuenta de que la estupidez de Jonás era la suya. El fanatismo estrecho de Jonás era el suyo. Su juicio sobre Jonás se debió de volver contra ellos. Jonás debió de ser como un espejo donde vieron lo más profundo de sí mismos. Poco a poco debieron de ir teniendo que aceptar que el amor de Dios era más grande que el suyo, y que el abrazo de Dios ni era limitado como el suyo ni estaba atado a prejuicios y definiciones como los suyos.

Ésta es la lección de Jonás y de otros pasajes bíblicos que nos llaman no sólo al respeto y a la obediencia sino a la universalidad, a la inclusividad. Los prejuicios levantan murallas que nos encierran dentro de una sensación de seguridad. Dios nos hace señas para sacarnos de nuestra vida confinada y llevarnos a un lugar donde poder crecer entre personas más sensibles y abiertas, capaces de reflejar la ilimitada universalidad e inclusividad de Dios, cuya invitación no hace acepción de personas. «Venid a mí todos los que estáis rendidos y abrumados, que yo os aliviaré» (Mt 11: 28).

Esta llamada universal siempre formó parte de la tradición cristiana, aunque ésta hiciese caso omiso de ella. Desde el comienzo, la misión la incluía: «haced discípulos de entre todas las naciones» (Mt. 28:19). Y Pablo, el primero de los escritores del NT, afirma que nada puede «separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro» (Rm 8:39). Este «nada» es nada: ni la diferencia de creencias o de sistema de valores, ni la práctica ni la orientación o actitud sexual, ni el origen étnico o racial. Nada. La frase que 44

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apela a la inclusividad es: «En Cristo todos vivirán» (I Cor 15: 22). Y «todos» significa: todos.

A lo largo de los siglos, la Iglesia ha tenido que luchar consigo misma para mantener esta llamada. En los primeros tiempos, los cristianos gentiles no eran bienvenidos. El camino hacia Cristo parecía ser único y tener que pasar por acatar la Ley judía. Pedro, al comienzo, defendió este proceder. Pero Pablo lo desafió en nombre de un único Señor de todos. La batalla fue dura. Hay ecos de ella en la Carta a los Gálatas y en los Hechos de los Apóstoles. Venció Pablo y el cristianismo, como movimiento universalista, salió de la matriz del judaísmo y se integró en el extenso y diverso Imperio Romano. Los cristianos occidentales debemos ser conscientes de que nuestros antepasados, cristianos de origen gentil, fueron los primeros en ser rechazados y sentir el ataque de los prejuicios, por parte de los cristianos aún vinculados al judaísmo.

Sin embargo, no fueron ellos el único blanco de los prejuicios. A lo largo de la historia, la Iglesia tendió siempre a concebir a Dios como alguien que, en cada tiempo, rechaza lo mismo que ella rechaza. Y, además, en todos los casos, la ignorancia fue el caldo de cultivo de los sucesivos prejuicios. Cualquier cosa que la Iglesia no entendía, quedaba excluida. Durante siglos, por ejemplo, las mujeres sólo fueron miembros auxiliares de la comunidad. Otras veces, fueron causas étnicas o económicas las que provocaron que muchos fuesen considerados «extranjeros» y, por eso mismo, relegados a un papel secundario y a que sólo se les permitiese desempeñar funciones subordinadas. En Carolina del Sur, todavía a principios del siglo XX, los líderes de la Iglesia Episcopal discutían, seria e intensamente, si las personas de color eran lo suficientemente humanas como para poderlas ordenar y encargarles servir, como obispos sufragáneos, a los «trabajadores de color» exclusivamente (4). (4) Ver The Journal of the Diocese of South Carolina, Iglesia Episcopaliana, 1915-1930.

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Toda clase de gente sufrió los prejuicios de la Iglesia. Sus líderes llegaron a llamar «hijos del diablo» a los zurdos. Los que se suicidaban no se podían enterrar dentro del recinto de la Iglesia, que solía incluir un cementerio. Se temía y se rechazaba como diferentes a las personas con enfermedades mentales. Los divorciados que se volvían a casar por lo civil no eran bienvenidos en el altar y se les negaba el sacramento. No mantener las promesas del matrimonio era, en la práctica, un pecado imborrable. En fin, a lo largo de la historia, en cada período y en cada uno de estos asuntos, la actitud de la Iglesia ha sido, una y otra vez, la actitud de Jonás y de Israel. El amor de Dios se pensó como sólo destinado a quienes los representantes y los elegidos de Dios podían querer. Sin embargo, la historia muestra cómo, una y otra vez, las barreras levantadas para asegurar una actitud exclusiva, las ha desafiado, quebrado y desmantelado, una cada vez más profunda comprensión del amor poderoso de Dios; amor que opera en los hombres de buena voluntad y que cuestiona los prejuicios que parece confirmar la letra de las Escrituras Sagradas.

Más allá de la comodidad, siempre hay una Nínive cuya actitud nos sorprende, nos lleva a dejar de lado nuestros miedos y a abrirnos a la humanidad de aquellos a quienes rechazamos. Hoy, Nínive envía sus señales a través de las personas que no encajan en la idea estrecha que la Iglesia tiene de lo que es o no es moral en el ámbito de la sexualidad. Estas personas despiertan en los dirigentes religiosos la misma respuesta que los pobladores de Nínive despertaron en Jonás, no sin muchos rodeos y con la ayuda de Dios. Creo que Dios llama hoy a los creyentes a ir hacia estos hombres y mujeres. Dios enseña a los creyentes de hoy lo que una vez enseñó a Jonás: que su amor y su capacidad de acogida son infinitamente más grandes que los nuestros.

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CAPÍTULO 3

LA «REVOLUCIÓN SEXUAL» En nuestro mundo están sucediendo cosas extrañas que primero registraré a grandes trazos. Las mujeres están rompiendo los estereotipos de épocas anteriores y están incorporándose a todos los ámbitos de la actividad humana. Una mujer elegida en las urnas como Jefe de Estado ha gobernado India, Israel, Filipinas, Noruega y Gran Bretaña, en este siglo (1). Los problemas medioambientales, que sobrepasan los límites de las naciones, han creado una preocupación universal relativa a la destrucción de la capa de ozono que nos protege; a los accidentes en las plantas nucleares; a la polución del estroncio en los 90; al efecto de los pesticidas en la vida de los ríos, lagos y océanos, y al impacto de la superpoblación. Aumentan las pruebas de la carrera armamentística pero también el número de personas que luchan contra ella. En la era atómica, la utilización del poder militar para preservar la integridad nacional o un determinado sistema político o económico ya no es una opción racional.

A primera vista, los derechos de la mujer, la protección del medio ambiente y la paz mundial parecen incumbir a colectivos diferentes. Sin embargo, algunos observadores los consideran profundamente relacionados. Seguramente, el movimiento feminista se relaciona con el cambio de conciencia en la sexualidad y con la negativa, de por lo menos la mitad de la población, a aceptar las definiciones sexuales propias de las etapas anteriores. También los asuntos medioambientales se relacionan, en parte, con la creciente presencia de la mujer en la escena pública: vivimos en la «madre tierra» y la llamada a detener su degradación y a

(1) N del T: Escrito en 1986-88, este libro no recoge la realidad de mujeres jefes de gobierno en, por lo menos, tres países de Latino América, durante la última década.

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buscar una manera de vivir en armonía con la naturaleza están profundamente relacionados con el creciente respeto hacia la vida femenina. El movimiento pacifista y a favor del desarme también tiene una dimensión acorde con la nueva reivindicación social feminista. En su núcleo, el movimiento pacifista hace preguntas sobre el significado de la guerra y ésta, desde los inicios de la civilización, ha sido, en parte, una actividad sexual ritualizada para demostrar la virilidad. Es la última expresión del carácter competitivo masculino, y el mundo, dominado por los varones, la ha ensalzado como una virtud durante miles de años. Hoy, esta mentalidad competitiva se pone en cuestión constantemente, incluso en otros ámbitos como el económico.

Por lo tanto, más allá de lo superficial, estos tres movimientos parecen estar conectados, parecen provenir de una misma rebelión sociológica contra los modelos del pasado. Por debajo de estos síntomas percibimos un desafío moral a todas las formas pasadas de entendernos a nosotros mismos; un cambio en los estereotipos sobre los que se organiza la vida y una llamada personal, a todos los hombres, del sexo que sean, para ser diferentes en un mundo diferente. El antiguo orden se está terminando.

En el corazón de esta marea de mutaciones hay un primer cambio: el que se da en la comprensión del correcto equilibrio de poder entre hombres y mujeres. La organización de la vida en el pasado se regía por un esquema mental patriarcal. Los principios patriarcales, percibidos como la forma de ser que tienen las cosas, crearon prejuicios que, a su vez, reforzaron aquellos principios. Estos esquemas mentales nos dieron reyes, dioses y los estereotipos sexuales del macho dominante y de la hembra sumisa. Este mundo patriarcal, que durante miles de años no se ha cuestionado, choca con la nueva comprensión de la vida. Ante los actuales «signos de los tiempos», Fritjof Capra escribe: «Ha llegado el final de la dominación masculina». Con unos términos tomados del pensamiento religioso chino, argu48

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menta que el “yang” masculino ahora está en un completo retroceso frente al “yin” femenino (2). En la nueva era, la luna brillará tan brillante como el sol, lo femenino como lo masculino. La forma masculina de conquistar y de dominar la tierra debe rendirse a la evidencia de que no conduce al éxito sino a la muerte. La supervivencia dependerá de que aprendamos a vivir en armonía con la «madre naturaleza». La mentalidad masculina, que busca emplear su poder y control sobre las cosas, alcanzó el gran avance científico de dividir el átomo. Con esto, el espíritu masculino ha desarrollado un arma que hace insignificantes y absurdos todos los juegos de guerra anteriores. Interdependencia, no dominación sobre otros es el nuevo estilo de vida a seguir.

La definición patriarcal de la masculinidad se percibe ahora como un instrumento social que aniquila buena parte de la capacidad humana de todos para la sensibilidad. La definición patriarcal de la feminidad ha negado casi todo salvo su sexualidad, que los hombres han explotado. La mentalidad patriarcal es casi inevitablemente homófoba porque los gais ponen en cuestión las definiciones predominantes de lo masculino mientras las lesbianas privan a los varones dominantes de la creencia satisfactoria de que las mujeres necesitan lo que ellos «son» o creen que pueden ofrecer.

La supervivencia de la raza humana contribuye a cuestionar estas definiciones ideológicas. A medida que se haga más urgente la necesidad de cambios, empezarán a caer los modelos sexuales basados en ellas. La definición patriarcal del matrimonio comenzó a caer cuando aumentó el número de divorcios en este siglo. El doble rasero de la moral patriarcal ante la sexualidad premarital (abstinencia para las mujeres y experimentación para los varones) hace tiempo que se abandonó. El supuesto patriarcal de que todo el mundo tenía que casarse ya es inoperante y el número de

(2) Fritjof Capra, The Turning Point (New York: Simon & Schuster, 1982), págs. 35-39.

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los solteros ha aumentado considerablemente. La condena convencional de la homosexualidad se ha contrarrestado por un creciente deseo de los gais y lesbianas de proclamar su identidad y ser como son abierta y honestamente.

Toda esta apertura exige que la generación actual afronte la cuestión de los prejuicios sexuales como nunca antes. Por otra parte, el alejamiento consciente de los prejuicios patriarcales parece exigir una nueva representación de Dios. El Dios habitual en el pensamiento religioso occidental es una deidad diseñada para asentar unos supuestos que están destinados a desaparecer. En mayor o menor medida, todos percibimos estos cambios y, de un modo u otro, les damos respuesta. El grado de intensidad emocional de las respuestas es diverso: va desde una aceptación entusiasta hasta una condena hostil. Pero ambas respuestas extremas muestran la relevancia de los cambios.

Una vez enunciados los trazos gruesos, profundizaré en mis premisas. Antes de que los nuevos patrones comenzasen a abrirse paso en nuestras mentes, se enseñaba que la vida tiene un orden establecido por la divinidad. Casi todo el mundo tenía asignado un lugar, en el que debía estar dispuesto a vivir, no siempre felizmente. Un catecismo para la familia asumía esta idea cuando enseñaba a decir a los feligreses: «…para cumplir con mi deber en el estado de vida [y lugar] al que Dios tenga a bien llamarme» (3). En virtud de un decreto divino, el papel de la mujer estaba claro en el pasado. Había sido creada para casarse y ser madre. Debía ser la guardiana del hogar, la educadora de los niños, obediente y leal a su marido. Si no se casaba, se la juzgaba fracasada, se la llamaba peyorativamente «solterona» y, generalmente, se la compadecía. Antes del matrimonio, por lo menos en las capas dominantes de la (3) La Iglesia Episcopal, The Book of Common Prayer (Greenwich, Conn: Seabury Press, 1928), pág. 580.

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sociedad, se esperaba que fuese casta. A fin de garantizar la castidad, se desarrolló un control cuidadoso, un sistema de acompañantes. El hombre típico esperaba que la mujer fuese virgen antes del enlace y fiel tras él. Un grado de respuesta satisfactorio a estas expectativas determinaba su bienestar y su triunfo como mujer.

El papel del hombre también estaba claro: era ganar el pan y sostener a la familia, y la efectividad con la que lo cumplía era la medida de su poder masculino. Él era el patriarca, el rey de la casa, el que decidía, y se esperaba que su esposa e hijos lo sirvieran. Normalmente, elegía su ocupación dentro de unos límites muy definidos, impuestos por su padre y, por lo general, relacionados con las tareas que tradicionalmente llevaban a cabo los varones en sus comunidades (comunidades que, hasta la revolución industrial del siglo XIX, solían ser agrícolas, ya que la tierra era la columna vertebral de la economía). Cuando se requería una determinada habilidad, se desarrollaba un programa de aprendizaje. Dicho aprendizaje también tenía lugar conforme a un esquema patriarcal, basado en la relación amo-sirviente. Todo en la vida se hacía según los valores jerárquicos patriarcales.

Los estudios formales que existían para la población en general también tenían el sello del pensamiento patriarcal. El maestro era un sustituto del padre que poseía la última autoridad en el aula. Una disciplina estricta, que incluía castigos corporales, estaba a la orden del día. Los planes de estudio diferían según los estereotipos sexuales del momento. A los niños se les enseñaba matemáticas, ciencia y filosofía; a las niñas se les enseñaba música, poesía y bellas artes.

Se puso un límite a la formación que necesitaba una chica. Las facultades, al principio, se reservaban fundamentalmente para unos pocos hombres privilegiados. Cuando la profesión de maestro de escuela se abrió a las mujeres (no estaba tan bien remunerada como para atraer a los varones), se fundaron escuelas para profesoras. Con el tiempo, estas 51

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escuelas evolucionaron hasta convertirse en facultades de mujeres. Que fueran mixtos era inimaginable; a los hombres y mujeres, se les enseñaba que eran tan diferentes por naturaleza que no se podía diseñar un plan educativo que sirviese para ambos sexos. Los institutos femeninos de educación superior, originalmente llamados «escuelas de profesoras» (teacher’s colleges), se tomaron en serio la tarea de velar por la virtud y la reputación de sus estudiantes mediante normas y reglamentos impuestos con mano de hierro. En esta función, el colegio y sus administradores consideraban que estaban actuando in loco parentis (4).

En aquel tiempo, nadie sugeriría que el matrimonio tenía que ser una relación entre iguales. La mujer era un siervo con un status más o menos honroso, con ciertas obligaciones en la alcoba, y también con ciertos privilegios. No se esperaba que fuese capaz de entablar siquiera una insignificante conversación con su marido. Tener opiniones sobre política, historia o negocios no era apropiado para ella, dado que estos temas pertenecían a la esfera masculina.

Esta concepción de la vida humana estaba vigente cuando se redactó la Constitución de los Estados Unidos. Los ciudadanos que formaban la clase política eran terratenientes y presumiblemente varones ya que, en la mayoría de los estados, las mujeres no podían ser propietarias. Mujeres, niños, esclavos y pobres granjeros arrendatarios no compartían la propiedad y la titularidad de la nación. Tal orden y situación no se cuestionaba dado que, según se creía, Dios había construido y organizado el orden de la vida a semejanza del orden de su creación. Rebelarse contra este orden era rebelarse contra el Dios «padre». Expresiones como «así fue en el principio, así es y así será » formaban parte del pensamiento popular asumido mediante el lenguaje. El cambio social tenía que encontrar resistencias por fuerza. (4)

N. del T.: «en el lugar de los padres».

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En 1873, en Illinois, una mujer, Myra Bradford, quiso ejercer la abogacía. Aprobó todos los exámenes pero tuvo que olvidarse de poder practicar la abogacía porque, para esto, necesitaba una licencia oficial del estado, que nunca se concedió. Planteó un pleito y el caso llegó a la Corte Suprema, donde su petición fue denegada por ocho votos contra uno. El magistrado Joseph Bradley escribió lo que pensaba la mayoría:

… la verdadera timidez y delicadeza, que, evidentemente, pertenecen al sexo femenino, no encajan bien con muchas de las ocupaciones de la vida civil. La organización familiar, que se funda en un decreto divino y en la naturaleza de las cosas, señala la esfera doméstica como el dominio y la función propia de las mujeres. (5)

Cien años después, el cambio de mentalidad en este punto ya es un hecho. Las mujeres no sólo son abogadas en Illinois sino que una de ellas forma parte de la Corte Suprema de dicho Estado, lo cual hace patente la inoperancia de la decisión de 1873. El «decreto divino» que invocó Joseph Bradley ya no tiene, pues, sentido.

En su búsqueda de más autoridad y justicia civil, las mujeres comenzaron la lucha para conseguir el derecho a voto poco después de promulgada la Constitución. Después de la Guerra Civil Americana, en 1870, el derecho de ciudadanía se amplió a los hombres negros recién emancipados, mediante la Decimoquinta Enmienda a la Constitución. Esto alentó el movimiento sufragista de las mujeres, que argumentaban que a ellas, al igual que a los antiguos esclavos, no se les podía considerar como un propiedad analfabeta o irresponsable del cabeza de familia. Al principio, los detentadores del poder se rieron de su reivindicación, luego se enfadaron y, después, ofrecieron una fuerte resistencia. Sin embargo, todo fue en vano. (5)

1873.

El caso de la Corte Suprema de Bradford vs el Estado de Illinois,

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El movimiento sufragista creció a medida que empezó a aumentar el número de mujeres emancipadas en funciones profesionales como las de profesor, enfermero o secretario, con lo que comenzó su ascenso económico. Finalmente, en 1920, se ratificó la Decimonovena Enmienda a la Constitución, que otorgaba a las mujeres la capacidad de votar, un componente esencial para su plena ciudadanía. Doce años después, el presidente electo nombró ministra a una mujer llamada Frances Perkins. Sólo sesenta y tres años después, uno de los dos mayores partidos políticos de América nominó para la vicepresidencia a una mujer. La palestra política de esta nación, con su moral ambigua y sus intrigas, estaba abierta a las mujeres. La forma patriarcal de vida, antaño tan dominante, y que continuó vigente sin apenas cambios, comenzó a extinguirse visiblemente. Cuando se hundió el anterior orden, los papeles estereotipados de la mujer y del hombre, sobre los que se había basado el orden social, ya no podían sostenerse por más tiempo. Los cambios trajeron una erosión de los papeles sexuales tradicionales y alteraron el equilibrio entre los sexos, dando lugar a la revolución sexual del siglo XX.

Cuando esta revolución comenzó a romper el sistema moral patriarcal, se dejaron sentir inmediatamente las protestas y el ansia de reparar los «daños» sufridos. Los círculos de poder masculino, especialmente los círculos religiosos, insistieron en que los códigos morales existentes eran inmutables. Como los Diez Mandamientos, estaban tallados en la roca y eran casi permanentes. La Ley de Dios era universal y más estable que «La ley de los Medos y los Persas». Los mitos religiosos describen invariablemente a la divinidad en posición de escribir las reglas por las que el pueblo acepta regirse. Entonces, invisten a estas reglas con la dignidad de ser la expresión de la voluntad sagrada de Dios (6), lo cual hace que cualquier cambio en las prácticas imperantes sea un desacato a dicha voluntad divina. 54

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Sin embargo, a pesar de la resistencias, condenas y apelaciones al orden divino, el cambio no se detuvo. Algo imparable estaba emergiendo. Hoy, los códigos morales que gobiernan la conducta sexual se están reescribiendo, tanto en la práctica como en las leyes, bastante indiferentes ante las voces que buscan contener, controlar y condenar este avance. El rector de un seminario escribió recientemente que todo intento de repensar la ética, de reconsiderar la naturaleza paterna de Dios, o de renunciar a la pretensión de que un pequeño grupo posea la única verdad, se debe «contrarrestar a cualquier nivel» (7). Tales posturas son tan inmensamente impotentes como la de Don Quijote al atacar a los molinos de viento. El mundo, con sus valores y definiciones, está cambiando no porque la gente está siendo inmoral sino porque el entendimiento humano de la vida está cambiando. En palabras de un himno del siglo XIX, «Nuevas ocasiones enseñan nuevos deberes,/ El tiempo hace que lo que antes era bueno ahora ya no lo sea» (8). No cabe esperar que los estereotipos sexuales cambien sin que cambie el comportamiento sexual. Es más, los patrones de comportamiento sexual están destinados a fluctuar continuamente, dadas las nuevas concepciones de la verdad, que son dinámicas, tanto por las investigaciones científicas como por las cambiantes perspectivas históricas y la comprensión de éstas. (6) John S. Spong y Denise G. Haines, Beyond Moralism (San Francisco: Harper & Row, 1986). (7) John H. Rodgers, “The Seed and The Harvest,” Trinity School for Ministry 3, nº 6 (Julio 1987).

(8) «New occasions teach new duties, / Time makes ancient good uncouth» (James Russel Lowell, «Once to Every Man and Nation», 1845). Es interesante señalar que la Iglesia Episcopal no incluyó este himno en su libro de himnos revisado, que salió en 1982. No sólo eran sexistas las palabras, sino que el consejo editorial no creía que el momento divino para la elección ocurre sólo “una vez a cada hombre y nación».

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Es evidente que los comportamientos sexuales de antaño nunca fueron del todo como piensan los que nos exigen reafirmar «la moral tradicional». El matrimonio, por ejemplo, no se requería para legitimar la actividad sexual universalmente, ni siquiera en la sociedad cristiana occidental. En algunos países, se contaba con que las mujeres de edad, sexualmente más experimentadas, iniciasen a los jóvenes postpúberes en los misterios de las relaciones. Esto prepararía al joven para ser un gentil y eficaz amante de su novia aún virgen. En formas menos estructuradas, los hombres no tenían que esperar al matrimonio para tener relaciones. Los jóvenes de la élite social practicaban el sexo con prostitutas, sirvientas, y mujeres de clase inferior o de grupos étnicos minoritarios y oprimidos. Sólo a la mujer (y sólo a algunas mujeres, en este asunto) se les exigía preservarse para el matrimonio; y el matrimonio sólo limitaba, de hecho, la actividad sexual de la esposa, que debía de ser siempre con el esposo; pero no así la de éste.

La verdadera función del matrimonio era mucho más económica que personal o moral. La mujer proporcionaba herederos para las riquezas y propiedades del hombre. Entre las clases altas, que eran las que establecían las reglas, la virginidad de la novia y la fidelidad de la mujer casada eran las únicas garantías para un hombre de que sus herederos fueran legítimos y de que, por tanto, pudiera legar su fortuna a uno de ellos. Como sugiere el chiste, la diferencia entre conocimiento y fe es que, al nacer un niño, la mujer sabe que es suyo pero el hombre sólo puede creer que lo es. Sólo unas fuertes prohibiciones morales, sobre las actividades sexuales extramaritales de la mujer, y una organización de la sociedad que evitase que la mujer tuviese ocasiones de indiscreción, podían convertir en conocimiento cierto lo que, en principio, para el hombre, sólo era objeto de creencia. Las instituciones religiosas, culturales, políticas y económicas proporcionaron tales medidas. 56

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Por eso, en occidente, hasta una época tardía, nadie, ni siquiera la Iglesia, exigió el matrimonio entre los hombres y mujeres de clase baja. Los campesinos no tenían riquezas que conservar, por lo que no tenían necesidad de casarse ni de establecer restricciones para la mujer. En el siglo XVII, en Inglaterra, la mayoría de las parejas que llevaban a bautizar a sus hijos estaban registradas como «matrimonios de ley común»: sin necesidad de un rito ni de la asistencia de un clérigo, los hombres y las mujeres humildes comenzaban, simplemente, a vivir juntos. La Iglesia, al menos en Inglaterra, aceptó esta costumbre durante siglos. En el pasado, el mundo no estaba tan preocupado por la moralidad sexual como algunos moralistas actuales aún se imaginan. No obstante, con el tiempo, la norma moral del matrimonio monógamo se fue imponiendo, y se comenzó a pensar que era buena y correcta pues permitía estabilizar la vida y pacificar y santificar el hogar. Entonces, se comenzó a creer que este sistema era expresión de la voluntad de Dios, distintivo de una «buena familia» e incluso la única posibilidad moral.

Sin embargo, irremediablemente, las dinámicas de cambio (que siempre afectarán a la institución del matrimonio) se aceleraron. Una de estas dinámicas (bastante impersonal) fue el firme pero seguro adelanto de la edad de comienzo de la pubertad. En los siglos XVII y XVIII, era frecuente que las chicas comenzaran los ciclos de la menstruación a los dieciséis y diecisiete años. Luego, como efecto de un cuidado y una dieta mejores, dicha edad se fue adelantando a razón de una media de seis meses cada cincuenta o cien años (9). Los jóvenes de hoy son sexualmente maduros bastante antes que sus tatarabuelos. La mayoría de las niñas de nuestra sociedad empiezan a tener la menstruación a los doce o trece años. (9) Janice Delany, Emily Toth and Mary Jane Lupton, The Curse: a Cultural History of Menstruation (New York: Dutton, 1976).

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Aunque no se hubiese producido ningún otro cambio, sólo este hecho supone un crecimiento del período que media entre la pubertad y el matrimonio, a menos que la edad de casarse se hubiese adelantado igual que la madurez sexual. Sin embargo, ha sido exactamente lo contrario. Las dinámicas naturales han adelantado la pubertad pero las dinámicas culturales han pospuesto el matrimonio. Entre estas dinámicas culturales, las principales son el acceso de las mujeres a las oportunidades educativas, el alargamiento del tiempo requerido para completar una formación y la exigencia de un nivel de especialización profesional cada vez más alto, tanto para los hombres como para las mujeres. Mi madre, que nació en el 1907, interrumpió sus estudios formales, tras seis semanas en el noveno curso, porque mi abuelo creía que era una pérdida de tiempo la instrucción de las chicas. De hecho, fueron pocas las mujeres de la generación de mi madre que accedieron a la universidad. Mis hijas, nacidas en 1955, 1958 y 1959, forman parte de una generación en la que las mujeres fueron a la universidad, prácticamente en igual número que los chicos. Mis hijas asistieron a universidades que eran mixtas sólo desde hacía menos de una década.

Actualmente, cuando desde la pubertad hasta el matrimonio median diez años o más, ¿pueden las normas culturales y morales continuar insistiendo en una abstinencia de tantos años y en que el único cauce para la vida sexual es el matrimonio? Hay aquí un conflicto entre las normas éticas y la realidad biológica cuando la ley moral debería partir de estar en armonía con la naturaleza. ¿Acaso no debemos, como sociedad, sopesar el impacto de este tipo de cambios en la moral sexual?

Otro factor de cambio en la moral sexual han sido los métodos efectivos de control de natalidad, fruto de los avances tecnológicos. El miedo al embarazo determinó, en 58

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el pasado, la abstención de relaciones sexuales en el matrimonio. El deseo de limitar y de controlar el embarazo es tan antiguo como la indiscreción o la tentación. La retirada masculina antes del orgasmo se describió ya en el Génesis, en la historia de Onán (cap. 38). Desde tiempos antiguos, se distinguían los períodos sin peligro y los fértiles. Se tomaron remedios y se diseñaron dispositivos a modo de barreras, pero todos fueron muy ineficaces. El miedo al embarazo mantenía castas a las mujeres fuera del matrimonio. La condena cultural de las mujeres que traían al mundo a un niño fuera del matrimonio era muy fuerte. Nathaniel Hawthorne exploró la furia de estas condenas en La Letra Escarlata (1850). El miedo al embarazo justificaba que el esposo tuviera amantes como vía de desahogo. Además, una mujer que tuviese ya cinco o seis hijos debía de sentirse más aliviada que traicionada cuando su marido encontraba un nuevo interés romántico. El rol de la amante se llegó a institucionalizar en muchos países y dejó de ser un problema para la moral popular. Por supuesto, a la mujer decente se la vigilaba y no se le daba la opción, como al varón, de tener un amante con la tácita aprobación de la sociedad. Los avances en el control de natalidad durante el siglo XX acabaron con esta antigua economía sexual (10).

Con la igualdad de sexos derivada de los nuevos medios de control del embarazo, «la salsa que valía para el ganso tuvo que valer para la oca» (11). Se cuestionó el tipo de sociedad que protegía y controlaba a la mujer mientras proporcionaba al varón válvulas de escape adicionales. El hombre ya no necesitaba el subterfugio de una amante. El Madonna Kolbenschlag llama, a los medios actuales de control de natalidad, «el gran emancipador» de la mujer. Ver: Kiss Sleeping Beauty Good-Bye (San Francisco: Harper & Row, 1988). (10)

(11) N d T: «What is sauce for the goose is sauce for the gander»: si se acepta un comportamiento en un tipo de personas, se ha de aceptar también para las otras.

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hombre podía ser fiel a su mujer y ambos darse placer, el uno al otro, sin el miedo constante del embarazo. El desarrollo de un eficiente control hubiera podido ser un medio favorable para que la monogamia quedase establecida como patrón de conducta sexual, no sólo en la teoría sino en la práctica. Sin embargo, los varones, nunca limitados y poco inclinados al compromiso, no supieron ver el sentido de este gran avance tecnológico. Y, por su parte, las mujeres, al haber sido prisioneras, durante siglos, del sistema dominante del varón, descubrieron a la vez la libertad sexual y la igualdad social y política.

Hubo una revolución. Las dinámicas de cambio confluyeron, los pasos se aceleraron y la marea fue inexorable. El sufragio femenino; el aumento de las oportunidades educativas; los colegios mixtos que rechazaron supervisar las conductas privadas; el desarrollo de las necesidades de la familia nuclear; el aumento de apartamentos de solteros donde no llegaba la vigilancia paterna; la movilidad social, ampliada por los sistemas de comunicación cada vez mejores y que aumentan el anonimato; la incorporación de la mujer al mundo laboral; el acceso de las mujeres a las profesiones superiores y a las funciones directivas; todo esto, combinado con un efectivo control de la natalidad, cambió la historia. Éstos fueron los vectores que contribuyeron a desmantelar el antiguo sistema patriarcal de control; éstas son las razones por las que las normas morales de una era ya concluida no pueden mantenerse.

Por supuesto, los moralistas, en su mayoría varones, suelen expresar una gran preocupación. El mundo conocido –y confortable para ellos– se muere. La hegemonía masculina se ha terminado. Siempre que los sistemas sociales y sus prohibiciones caen, como ha ocurrido otras veces en el pasado, es fácil pensar que va a sobrevenir la anarquía moral y la demencia. Los excesos, que acompañan invariablemente a las épocas de cambios importantes, bastan para convencer a muchos de que, efectivamente, ha 60

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llegado dicha anarquía. Sin embargo, con el tiempo, siempre cuajan nuevas normas y criterios de autocontrol, en torno a los nuevos valores vigentes, y ello permite que éstos florezcan y contribuyan al bien. Esto es lo que ocurre hoy en día. Tanto en los medios confesionales como en los seculares, se ha aprendido la lección de que la promiscuidad es destructiva, espiritual, emocional y físicamente. Se ha aprendido que ningún encuentro sexual puede ser tan impremeditado y casual que no tenga consecuencia alguna. El orden social entero ha tendido a evitar la mera experimentación sexual que era tan común en la cresta de la revolución.

La opción que ya es inviable es la de volver a las conductas sexuales de un pasado distante. Aunque en teoría podría haberla, no habrá una vuelta a los valores y virtudes de la edad patriarcal, mayoritariamente considerada como el origen de las normas morales «tradicionales». Cada vez más, conviviremos con una amplia y variada zona gris, entre la promiscuidad y el sexo sólo dentro del matrimonio. Muchos vivirán dentro de este área de relatividad e inseguridad, donde se dan diversos niveles de responsabilidad y distintos tipos de práctica sexual. Será en este área gris donde los nuevos valores se irán formulando.

Actualmente, en esta nueva era de nuevos conocimientos y mentalidades, tanto los hombres como las mujeres están inmersos en el esfuerzo de definir quiénes son. La Iglesia está llamada a estar con ellos, a su lado, en este centro gris, vivo y en expansión. Los cristianos, clero y laicos, deben contribuir en la búsqueda de unos esquemas de conducta que mejoren la existencia de todos. La hora ha llegado. Si el cristianismo quiere tener alguna credibilidad, debe afrontar, desde un enfoque distinto del patriarcal del pasado, las cuestiones que se les plantean a los solteros, los divorciados, los solteros post-matrimonio, los gais y las lesbianas. Ha llegado el tiempo, para la Iglesia, de ayudar a estas personas a encontrar un camino que conduzca a afir61

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mar la santidad de la vida. ¿Es mucho creer que este regalo puede venir del cristianismo? Me parece que no.

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CAPÍTULO 4

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El modelo habitual de comprensión del matrimonio en una sociedad patriarcal consiste en concebirlo como una relación de dominio y sumisión. Las fuerzas que desestabilizan los cimientos de la sociedad patriarcal también contribuyen a la quiebra de la institución del matrimonio, tal como dicha sociedad la concibe. El creciente índice de divorcios actual indica que esto es lo que está ocurriendo. Hace varios siglos que comenzó, casi imperceptiblemente, el cambio de las relaciones de poder entre los sexos. Pero este proceso se ha acelerado en nuestra época, hasta alcanzar una velocidad de vértigo. En apenas una década, la sociedad se ha hecho sensible al lenguaje sexista y excluyente. Actividades profesionales que, hace cincuenta años, nadie podía imaginar que las mujeres iban a desempeñar están a su alcance ahora. Los medios de comunicación hablan de bomberas, juezas y presidentas. Las iglesias se refieren a los «hijos e hijas» de un Dios al que se atribuyen cualidades maternales y paternales. De modo que, antes de discutir e interpretar el significado de la alta incidencia del divorcio, es conveniente analizar tanto las causas como los síntomas de estos cambios. Tal vez un índice tan alto de divorcios represente algo positivo en la vida de las personas, más que algo negativo.

A finales del siglo XIX, la invención del microscopio permitió que el ojo humano (de varón) viera un óvulo por primera vez. La existencia del óvulo se había aceptado hacía tiempo pero nunca antes se había visto. Esta conjunción entre la teoría y el dato fue un momento crucial en la historia, cuyas consecuencias fueron más allá de lo científico. En efecto, el descubrimiento estableció, definitivamente, que la mujer participa en el proceso reproductivo igual que el hombre. Lo sorprendente es que esta idea, que hoy en día 63

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es un lugar común, sea, sin embargo, tan reciente y que el descubrimiento del óvulo supusiera una sorpresa.

Según los mitos, el tabú y el folklore, parece que, en los tiempos prehistóricos, aún no se conocía la conexión entre el acto sexual y el embarazo. Jean Auel, en sus novelas sobre la vida del hombre de Neanderthal (basadas en una cuidada investigación), sugiere que era común, entre los Neanderthales, creer que la mujer se hacía con el espíritu del hombre de una forma enigmática y producía así el bebé en su vientre (1). El período de nueve meses entre la concepción y el parto era demasiado largo como para aplicar, entre ambos momentos, la relación de causa y efecto, dada la primitiva comprensión de la misma entonces. Los prehistóricos sólo sabían que la mujer era la que hacía los niños y que por eso compartía, de alguna manera, el poder de la «madre tierra».

Con la implantación del patriarcado, entre unos siete o diez mil años aC., la idea del papel de la mujer como captadora del espíritu del hombre al hacer el hijo pasó a ser menos popular. En el Mediterráneo, al inicio de la era cristiana, la creencia común sobre la reproducción fue otra: fue que el niño completo existía ya potencialmente en el esperma del hombre, a manera de semilla. El hombre plantaba su hijo-semilla en el vientre pasivo de su compañera como hacían con las semillas agrícolas en la tierra, y la mujer no aportaba nada a la forma de la criatura salvo servir de incubadora y de seno nutricio. Nuestro lenguaje aún refleja este visión inexacta cuando decimos que la mujer «tuvo un hijo suyo» (del marido) o que «le dio tres hijos preciosos» (al marido). Sin embargo, de alguna manera se creía, pese a todo, que ella era la responsable del sexo de los hijos. La mujer que no daba un hijo varón a su marido era la culpable de ello. No engendrar un hijo varón indi(1) Jean M. Auel, The Clan of the Cave Bear (New York: Crown, 1980); The Valley of the Horses (New York: Crown, 1982); The Mamoth Hunters (New York: Crown, 1985).

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caba que su naturaleza femenina era insuficientemente «receptiva»; y ser estéril significaba que el receptáculo de una mujer era defectuoso.

Estos prejuicios o creencias eran típicamente masculinos pues eximían al varón de toda responsabilidad en la reproducción. Por otra parte, el mito cristiano del nacimiento divino de Jesús coincidía con estos prejuicios y creencias equivocadas. Que Jesús fuese hijo de Dios significaba borrar al padre humano del acto procreativo ya que Dios lo sustituía milagrosamente. Las creencias de los primeros cristianos sobre el origen divino de Jesús no se veían comprometidas, en cambio, por el hecho de que su madre fuera una mujer, pues ella sólo era un ser humano cuyo vientre recibía la semilla divina y sólo criaba el feto que allí había arraigado y se iba desarrollando.

Cuando se comprendió la complementariedad del hombre y de la mujer en el proceso genético, creció la importancia de la elección de pareja por parte del hombre. Éste no sólo se casaba en una familia con un determinado status socioeconómico, sino también con otra persona cuya genética iba a determinar, en parte, el potencial individual de cada uno de sus hijos. Por eso el descubrimiento del óvulo mediante el microscopio fue un momento decisivo en la vía de la igualdad de los sexos. El estatus de las mujeres casadas no habría mejorado si no se hubiese establecido su igualdad en la reproducción.

Este importante cambio se ha dejado notar en la liturgia. Hubo un tiempo en el que la mayoría de los ritos matrimoniales cristianos incluían el juramento de la mujer de amar, honrar y obedecer al marido aunque, ciertamente, la obediencia no es lo primero ni lo propio de una relación recíproca basada en la igualdad. La obediencia es propia, más bien, de la relación de amo y siervo, de padre e hijo menor de edad e, incluso, de dueño y animal de compañía. Sólo una sociedad que cree que las mujeres son inferiores a los 65

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hombres pide a la mujer un juramento de obediencia a su marido. Esta parte del juramento ya se ha suprimido en la mayoría de las bodas o, en todo caso, ha pasado a ser opcional desde comienzos del siglo XX.

Sin embargo, otras insinuaciones más sutiles del estado de subordinación de la mujer no se eliminaron tan pronto ni tan fácilmente. Hasta bien entrada la década de los setenta, The Book of Common Prayer (2) pedía a la novia que «ofreciese su fidelidad» mientras que al novio sólo se le pedía que «prometiese» su fidelidad. En el momento culmen de un rito de bodas tradicional, el oficiante, como reconocimiento de que la unión se había completado, decía «Yo os declaro hombre y esposa» (man and wife). Presumiblemente, el novio era ya un hombre antes de la ceremonia, por lo que la liturgia no alteraba su identidad. Por el contrario, la mujer se convertía en algo distinto: en una esposa, con todos los mecanismos de control incluidos. La nueva liturgia ha igualado las fórmulas del compromiso y del consentimiento, por lo que las dos partes dicen algo parecido a «Esta es mi solemne promesa» y se les declara «esposo y esposa» (3).

En esencia, sin embargo, todos estos cambios son cambios cosméticos, ya que el símbolo fundamental de la inferioridad femenina en el matrimonio pervive en la pregunta del ministro oficiante: «¿Quién ofrece a esta mujer para que se case con este hombre?». Normalmente, es el padre de la novia quien, después de haber caminado detrás o a su lado al entrar, responde «Yo lo hago». Un hombre, pues, entrega una mujer a otro hombre. Alguien no obsequia lo que no posee; por tanto, se entiende que la novia es propiedad del

(2) N del T: The Book of Common Prayer (El Libro de la Oración Común), ya mencionado al final del cap. 1, es el nombre de una serie de libros litúrgicos anglicanos. El texto original es de 1549, fruto de la Reforma Inglesa tras la ruptura con Roma. Ver nota 3 del cap. 3. (3) N del T: Obsérvese que, en el rito católico, se les declara «marido y mujer», lo que daría pie a un comentario inverso al de Spong. Sin embargo, en ambos casos, lo que el lenguaje resalta es la desigualdad.

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padre, quien, por esta razón, la obsequia, no sin, a veces, haber hecho un trato, antes, de trueque o de venta. Según ha ido creciendo la sensibilidad hacia estas cuestiones, este embarazoso anacronismo litúrgico se ha modificado un poco. Ahora, el padre puede decir «Su madre y yo lo hacemos» o «Nosotros lo hacemos». La edición de 1979 del Book of Common Prayer cambia la palabra «dar» por la de «presentar» y sugiere que el hombre también se presenta junto con la mujer. Sin embargo, nunca la liturgia ha incluido la pregunta simétrica («¿Quién ofrece a este hombre para que se case con esta mujer?») pues esto habría implicado impugnar los supuestos mismos patriarcales del matrimonio, dominantes hasta ahora y para cuyo mantenimiento parece estar pensada la liturgia.

Como las mujeres han carecido de poder económico durante la mayor parte de la historia, así como de los medios sociales y políticos para conseguirlo, han tenido que enfocar el matrimonio como su principal medio de conseguir alguna seguridad. Una esposa era, pues, una mujer mantenida y, con tal de serlo, no le importaba lo insatisfactorio o inviable que pudiese llegar a ser la relación matrimonial. Para la mujer, el divorcio solía ser aún peor. Los juzgados estaban controlados por hombres y las mujeres jueces han sido una novedad en el siglo XX, así como las abogadas y las mujeres miembros de un jurado. En los pocos casos en los que el divorcio llegaba a los juzgados, la fundamental injusticia económica del sistema se gestionaba a través de la pensión y de los subsidios para cuidar a los hijos. Pero esto no era así si se consideraba a la mujer culpable del divorcio. Entonces, la mujer podía vivir de una paga que recibía de su exmarido, por orden del juzgado. Así que, incluso divorciada, era una mujer mantenida. Por otra parte, los juzgados eran tan ineficaces como indolentes a la hora de obligar a que se cumpliesen los acuerdos de un divorcio; por lo que las mujeres divorciadas vivían frecuentemente en una inseguridad y en una pobreza crónicas. 67

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En los acuerdos de divorcio, la propiedad del capital raramente pasaba del marido a la mujer. Como se presuponía la incapacidad de las mujeres para ocuparse debidamente de las inversiones, hacer tales arreglos hubiera parecido una locura. En muchos acuerdos de divorcio, se incluía una cláusula que establecía que la pensión se suprimiría si alguna vez la mujer se volvía a casar. Se entendía que, cuando otro hombre asumiese la responsabilidad económica de la mujer divorciada, presumiblemente a cambio de su contribución doméstica y de sus favores sexuales, la obligación del primer marido se terminaba.

Dadas todas estas circunstancias, eran sobre todo las mujeres las que evitaban el divorcio. La mujer estaba dispuesta a soportar una conducta que, en ocasiones, resultaba ofensiva, y aceptaba el cúmulo de ataques a su dignidad que representaba la infidelidad de su marido, a veces bastante descarada, porque la supervivencia económica exigía permanecer en el matrimonio aunque éste fuera opresivo. En aquella época, el primer impulsor del divorcio fue el hombre. Sólo ocasionalmente la mujer podía pertenecer a una familia cuya situación financiera y social le permitía pedir el divorcio. No obstante, incluso podía darse, en algunos casos, que la herencia procedente de su propia familia se hubiese encomendado al control del marido una vez casados. Por lo general, además, eran tan pocas las oportunidades de trabajo para la mujer emancipada que sólo el servicio doméstico, los talleres, textiles u otros, o la prostitución eran alternativas viables tras la renuncia a permanecer en un matrimonio cruel.

Por fortuna, debido a las propias necesidades de la industria y de la sociedad, no cabe duda de que, poco a poco, la independencia económica de la mujer fue creciendo en el siglo XX, y, en correspondencia, las condiciones patriarcales del matrimonio fueron a menos. Cuando la Segunda Guerra Mundial reclamó que los hombres fueran al ejército, las mujeres disfrutaron de un notable incremento de su 68

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poder económico en Norteamérica. De repente, el trabajo fuera de casa no fue degradante. Se convirtió en una obligación patriótica de las mujeres, las cuales, en respuesta a tal llamada, llegaron a ocupar puestos en la industria pesada que antes eran terreno exclusivo de los varones. La propaganda occidental legitimó esta situación sin precedentes y exaltó las virtudes de «Rosie la Remachadora». Incluso el Ejército integró a las mujeres durante la Segunda Guerra Mundial. Las mujeres trabajaron como secretarias o en tareas de mantenimiento que permitieron que muchos soldados y marineros se concentraran en la guerra misma. (Nadie imaginaba entonces que las mujeres se integrasen en el ejército de combate o que, más adelante, habría mujeres generales, coroneles, almirantes o capitanes, que es lo que ha ocurrido). Entonces, se pensaba que, acabada la guerra y vuelta la normalidad, las mujeres se retirarían a sus casas, a sus hogares, y devolverían gustosamente a los varones las responsabilidades que habían desempeñado en su ausencia. Pocos se dieron cuenta de qué iba a suponer la experiencia de una autonomía económica para los anhelos de independencia de las mujeres.

Después de la Segunda Guerra Mundial, la carrera universitaria comenzó en serio cuando los jóvenes y los veteranos que regresaron de la Guerra buscaron ampliar sus horizontes a través de la educación superior. Las mujeres no podían dejar pasar esta oportunidad. Se exigió que las universidades dejasen a un lado la discriminación y admitiesen a las mujeres. El prestigio de las universidades públicas sólo para mujeres decayó y las privadas comenzaron a admitir hombres. Actualmente, las universidades que fueron antes bastiones de la dominación masculina tienen un alto porcentaje de estudiantes femeninas. Con la caída de símbolos de discriminación por razón de sexo, tales como los famosos clubes masculinos en los campus de prestigio, quedó claro que, por fin, las mujeres iban a llenar los cursos 69

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de posgrado y las escuelas de negocios, ingeniería, medicina y derecho.

El límite de la mujer ya no estaba en ser secretaria, ayudante administrativa, enfermera, higienista dental o asistente de abogados. La marea de la igualdad llegó con fuerza. Nadie pudo pararla. Actualmente, hay mujeres que son presidentes y vicepresidentes de bancos, algunas son fiscales o ministros de justicia, otras son científicas o astronautas, cirujanas o profesoras en las escuelas de medicina, y otras son clérigos. Las mujeres están presentes en casi todas las funciones decisivas de nuestra sociedad.

Hemos creado términos de género neutro para designar a los nuevos tipos que surgen en la sociedad. Se llaman yuppies (profesionales jóvenes socialmente ascendentes), muppies (de mediana edad) y dinks (4). La dependencia económica de las mujeres como colectivo ha terminado. En las separaciones, las pensiones de manutención han ido desapareciendo y se han sustituido por el reparto de los bienes. La idea dominante es que los hombres y mujeres de hoy son igual de capaces de ahorrar y de vivir adecuadamente, por lo que el capital acumulado se comparte por igual. (Sin embargo, en algunos casos, esto no se plasma en la realidad. La mayoría de los hogares pobres de nuestra sociedad, aún son de mujeres solteras con sus hijos).

Cuando la reciprocidad es un hecho en la relación matrimonial, cuando se dan las mismas oportunidades en el acceso a la educación, a la riqueza y al prestigio social, el matrimonio se convierte en algo distinto de lo que fue en épocas patriarcales. El matrimonio llega a ser, entonces, una asociación que implica una relación de igualdad; y esto apunta a una imagen diferente, que afecta a todos los aspectos de nuestra vida común y de nuestra reflexión.

(4) Dinks son las siglas de «doble sueldo, sin niños» (double income, no kids).

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Quienes comparten una relación sexual se unen para satisfacer las necesidades no de uno de ellos sino de los dos. Se supone que hoy las mujeres necesitan, quieren y disfrutan del sexo tanto o tan poco como los hombres. Esto no se asumía en siglos pasados, cuando las madres instruían a las novias en sus tareas sexuales. «Únicamente cierra los ojos y piensa en Inglaterra», tal era el consejo que más se daba, antes del matrimonio, en la época victoriana. El placer mutuo, con acento en «mutuo», se valora actualmente como la condición sine qua non del buen sexo en todos los manuales al uso. La expectativa de la gente, en el plano de las relaciones sexuales, es compartir y tener unos patrones de referencia igualitarios, y esto no entraba dentro del orden patriarcal de preferencias, de antaño.

El matrimonio está dejando de ser, por tanto, una relación desigual y de poder entre dos. Cada vez más se concibe y se desea como una relación entre dos personas cuyas diferencias no comportan desigualdad, que quieren iniciar una vida en común, compartir el placer, trabajar juntos por el bienestar de la unidad familiar, ser compañeros y planear los años de vejez juntos. En estas relaciones, la posibilidad de un conflicto abierto sin duda es mayor. En la pareja, ni una ni otra persona puede ya finalizar una discusión imponiéndose unilateralmente a la otra. Por contra, en un matrimonio entendido como una relación de compañerismo, el juramento de fidelidad y de cuidado del bienestar del otro comprometerá a las dos partes o no comprometerá a ninguna.

En una sociedad tan dinámica como la actual, si alguien quiere tener una relación sexual extramatrimonial, tiene a su alcance poder escapar al cotilleo de la comunidad local, tanto si es hombre como si es mujer. Es normal ver, por todas partes, mujeres con maletines y en viaje de negocios; y los hoteles, que antes fueron el lugar preferido de los hombres que iban de viaje para tener una cita, cada vez alojan más mujeres profesionales, también en viaje de negocios. 71

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Conforme crece el poder económico de la mujer, las industrias han modelado sus productos y su publicidad para llegar al mercado femenino. Además, las decisiones económicas más importantes de la familia ya no dependen de la autoridad del hombre; ahora las toman juntos el hombre y la mujer. Hábitos como el de fumar también se han extendido pese a su negatividad. Los hombres ya no se retiran a fumar y a continuar su conversación mientras las mujeres conversan en el salón tomando café.

Aunque no quiero fomentar el divorcio, reconozco que éste tiene que ser igual de posible para el hombre y para la mujer, tal como ocurre ahora en nuestra sociedad a diferencia de la de antes. Este hecho introduce un cambio fundamental: el número de personas que pueden pensar en el divorcio como una opción se multiplica por dos y esto incide en el aumento de su frecuencia, aunque también hay otras razones para dicho incremento.

Con la disminución de la preocupación por la propiedad patriarcalmente definida, el estigma del divorciado ha ido siendo menor. Cuando Adlai Stevenson Jr. se presentó a la presidencia de los Estados Unidos en 1952 y en 1956, se insistió en el hecho de que era un hombre divorciado. Nunca se volvió a casar. Así evitó ofender, con un segundo intento de matrimonio, a los círculos eclesiásticos influyentes. Sin embargo, la nación no estaba segura de si debía permitir que un divorciado ocupase la Casa Blanca. Menos de veinte años después, el hecho de que Gerald Ford estuviese casado con una mujer divorciada se aceptó. Una administración después, el país eligió, por dos veces consecutivas, a un hombre divorciado que se había vuelto a casar, Ronald Reagan. Esto nunca fue un problema para él. Tanto la Reina de Inglaterra como el Papa lo recibieron, acompañado de su segunda esposa. Fue algo que ni Wallis Simpson, duquesa de Windsor, obtuvo de la realeza británica ni Enrique VIII del papa. 72

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Hoy los divorciados se vuelven a casar en la liturgia anglicana, protestante y católico-romana. La posición oficial de las Iglesias, sin embargo, es contraria, todavía, en distintos grados, al divorcio y al segundo matrimonio. En la práctica, se introducen sutiles cambios en las palabras (por ejemplo, «anulación» sustituye a «divorcio»), pero, con tal de estar dispuesto a pasar por un proceso engorroso y costoso, prácticamente cualquiera puede volver a casarse con la bendición de alguna de las Iglesias.

Es muy interesante reflexionar sobre cómo una iglesia controlada por hombres ha juzgado el divorcio a lo largo de los siglos. El divorcio fue la única falta o pecado incorporado a la ley canónica oficial. La iglesia no sintió necesidad de establecer cánones sobre el asesinato, el robo de bancos, la pederastia o los incendios provocados. La excomunión sólo era automática para el divorciado que se volvía a casar. Es que el divorcio era la falta que amenazaba los modos de vida comunes, junto con el poder de la iglesia en ellos, de manera más seria e inquietante. Nadie gasta energías (ni institucional ni individualmente) en temas que no se consideren transcendentales. La iglesia se enfrentó al divorcio, legisló en contra, castigó a los que lo practicaban, y purgó de sus filas a quienes no sólo se divorciaban sino que se volvían a casar, pues hizo de la abstinencia sexual la única opción para los divorciados.

Hoy, a pesar de las amenazas y de las ruidosas protestas de las voces oficiales de las religiones organizadas, el divorcio es no sólo legal sino casi una cuestión banal. No cabe duda de que es difícil aplaudir la abundancia de rupturas matrimoniales. Pero no hay que condenarla. El divorcio tiene valores positivos a destacar y defender, así como un potencial destructivo que hay que contrarrestar.

La actitud de la iglesia hoy debería ser, a mi parecer, tomarse en serio tanto el matrimonio como el divorcio de su gente. La iglesia debería reconocer y afirmar abiertamente 73

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que el divorcio no es un pecado imperdonable y que no siempre es trágico. En según qué casos, el divorcio puede ser positivo y bueno. Después de hacer todo lo que esté en su mano para cumplir su promesa de sostener el matrimonio, la iglesia debe aceptar a los divorciados una vez que su decisión es firme. Un rechazo pasivo y condescendiente no es ni útil ni verdaderamente compasivo.

Las cualidades que hacen viable un matrimonio moderno son la atención recíproca, la capacidad de sacrificio y la disposición a negociar. La negociación requiere flexibilidad y presupone una misma capacidad para determinar la decisión final. El divorcio es una alternativa al conflicto que no se puede resolver y, en este caso, lo puede escoger cualquiera de los dos cónyuges. Como esto es moralmente neutro, no merece la respuesta automática de condena por parte de la iglesia. El divorcio ha llegado a ser consecuencia y condición de la emancipación de la mujer. Conseguir un descenso rápido de los altos índices de divorcio requeriría, en la actualidad, en mi opinión, atentar, de algún modo, contra la creciente igualdad entre las personas de ambos sexos. Este precio, aun siendo caro, la iglesia lo está aceptando de hecho. Aproximadamente la mitad de los matrimonios celebrados en mi jurisdicción episcopal, en estos años, son de personas divorciadas. Es hora de que digamos, de forma clara y definitiva, que los divorciados no siempre son moralmente reprobables, ni siempre pecadores, ni siempre condenables. Hay veces en las que el divorcio es el camino hacia una nueva vida, más plena, para uno o incluso para los dos cónyuges. Las mujeres no sólo están descubriendo que son libres para dejar atrás un matrimonio destructivo sin que ello arruine sus vidas, o que incluso pueden elegir no casarse. Además, las que quieren tener hijos descubren que pueden optar por criarlos y educarlos ellas solas, como solteras. El matrimonio, en definitiva, ya no es una vocación universal. 74

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Las mujeres, por otra parte, están descubriendo en sus carreras profesionales la satisfacción emocional que los hombres descubrieron hace tiempo. Las mujeres que alcanzan la independencia económica pueden ver, en el matrimonio, un perjuicio para sus carreras o una desventaja financiera. ¿Deberían las expectativas sociales obligarlas a casarse, a fin de obtener compañía o satisfacer sus necesidades sexuales? De modo similar, la maternidad ya no es el destino biológico de la mujer. Cuando la mujer elige no dar a luz ni criar unos hijos, o hacerlo al margen de la forma habitual de hacerlo, cuestiona la institución del matrimonio patriarcal.

Un asunto muy sensible que se les plantea a las mujeres y a los hombres divorciados que aún tienen la herida del fracaso de su anterior matrimonio es si deben casarse o no en una segunda relación. Las personas divorciadas, como conocen mejor que nadie el trauma que supone el divorcio, pueden no estar dispuestas a exponerse al mismo dolor aunque ninguna de las dos personas de la nueva pareja deje de necesitar dar y recibir compañía, estima y afecto. ¿Qué tipo de relación debe darse si un divorciado no es capaz o no quiere un nuevo compromiso explícito? ¿Es el matrimonio la única relación en la que la intimidad de una relación sexual puede ser compartida en cualquiera de las etapas de la vida? Profundizaremos en este tema en el capítulo 13. Baste ahora decir que, por diversas razones, buenas y fundadas, el matrimonio no es el proyecto de vida de muchos adultos solteros. Éste es el hecho que hay que reconocer y del que hay que partir.

Estos adultos no casados no están ni pueden estar atados a los juicios morales del pasado que perpetuaban la situación de dependencia de la mujer. Ni se ajustan a los moldes convencionales ni tienen intención de intentarlo, pero la gran mayoría de ellos tampoco son promiscuos. La promiscuidad es la forma de vida de un porcentaje muy pequeño de adultos no casados. Lo más frecuente es que haya una relación seria. ¿Puede esto no juzgarse bueno nunca por 75

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una sociedad que pretende ser justa y por una iglesia que está interesada en lo moral?

El desarrollo de carreras profesionales distintas pero igualmente exigentes ha acarreado nuevas tensiones para el matrimonio. Cuando estas tensiones conducen a la ruptura, ¿quién puede decir que la pareja que se divorcia se equivoca, y que el sistema único del pasado es el bueno? ¿Qué asuntos morales hay que afrontar aquí? Los que juzgan valioso el matrimonio y se rigen por ello, ¿tienen derecho a imponer este criterio a otras personas que han elegido un camino diferente? ¿Hay un único estilo de vida moral? ¿En virtud de qué? ¿De dónde viene presuponer, sin más, que el sexo que se da dentro del matrimonio es siempre santo? ¿Acaso no es la calidad de la relación lo que hace que el sexo sea santo, y no el matrimonio en sí? ¿Es siempre inmoral el sexo fuera del matrimonio? ¿Qué pasa si aplicamos el criterio bíblico de juzgar el árbol por sus frutos? Si las manifestaciones de una relación comprometida pero no matrimonial fuesen el amor, la alegría y la paz, y las de un matrimonio institucional fuesen la amargura, el dolor y las heridas, ¿en cuál de las dos relaciones residiría la santidad? ¿Puede adaptarse la moral tradicional, de modo que las cosas buenas que ésta busca garantizar con sus prohibiciones y afirmaciones se cumplan en un nuevo conjunto de ellas más adecuadas a los valores contemporáneos y más reconocibles por los hombres y las mujeres de hoy?

Que la iglesia no tenga otra palabra que la condena para este significativo sector de nuestra sociedad que son los divorciados es indigno. Hablar de forma sentenciosa y moralista, sin demostrar el menor indicio de haber comprendido y entendido las fuerzas positivas y buenas que estimulan los cambios en las costumbres, eso es lo que es inmoral. No reconocer la Iglesia actualmente que sus códigos morales anteriores favorecieron un sistema opresivo, la mayor parte de las veces, eso es irresponsable. 76

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DIVORCIO NO SI EM P RE ES MALO

La Iglesia debe situarse en el interior de la lucha por la integridad si quiere ser significativa en las circunstancias actuales, cambiantes por definición. En este terreno, su voz sólo se hará respetar si la gente percibe que su mensaje ya no es una gastada y piadosa llamada a retornar a las ideas morales del pasado, que ignora, además, a las víctimas ocasionadas por dichas ideas. Por mi parte, no estoy dispuesto a asentir a la pretensión de que lo moral es lo que antes había. Considero que estaba, fundamentalmente, al servicio de la dominación masculina y, ciertamente, no lamento, en absoluto, que esté desapareciendo. Por el contrario, me atrevo a afirmar que una nueva moralidad está emergiendo, que en ella se manifiestan los frutos del Espíritu y que su base es la reciprocidad e igualdad entre las personas de ambos sexos. En nombre de todos los que se beneficiarán de esta conciencia emergente, doy la bienvenida al nuevo día y creo que el Dios que continúa llamando a ser y a nuevas posibilidades, se fijará en esta nueva creación y la aprobará.

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CAPÍTULO 5

H OMOSEXUALIDAD : UNA PARTE DE LA VIDA , NO UNA MALDICIÓN El verbo «ser» es el verbo clave en todas las lenguas. Lo usamos para describir lo que pertenece a nuestra esencia. Si tengo un brazo roto, digo que «tengo» un brazo roto pero si tengo una pierna rota, digo, en este caso, que «estoy» cojo; ahora bien, si me amputan un brazo o una pierna, puedo decir que «soy» manco» o que «soy» cojo. La amputación redefine mi ser. Puedo decir: «tengo el sarampión» y explicar así una erupción, o «tengo un cáncer» y explicar así una situación grave de mi salud. Pero el uso del verbo «ser» es para decir o una cualidad que nos define o una característica de la vida, de cuyo control carecemos y que no hemos escogido, pero que es parte importante de nuestra identidad y no podemos pensarnos sin ella («soy» alto, rubio, hombre, o mujer). Por eso el lenguaje revela mucho más de lo que nos imaginamos cuando decimos que «soy» heterosexual o gay o lesbiana.

Actualmente, sabemos que la homosexualidad es parte de la naturaleza esencial de aproximadamente el diez por ciento de la población. Esto significa que, en los Estados Unidos de América, la homosexualidad es la orientación sexual de cerca de veintiocho millones de ciudadanos. Significa que, cada vez que cien personas se reúnen en una iglesia en cualquier parte del país, la probabilidad matemática es que diez de ellos sean gais o lesbianas. Significa que ninguno de nosotros pasa un solo día reunido o de actividades y negocios, con al menos diez personas, sin que exista la probabilidad de que alguno de ellos sea homosexual. Significa que, en cada familia extensa, cuando el círculo se amplía a diez o más personas, hay una probabilidad matemática de que un miembro pueda ser gay o lesbiana. La gente gay y 79

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lesbiana está a nuestro alrededor, en contacto con nuestra vida en muchos momentos; recibe nuestra amistad, nos sirve con competencia profesional, en mil formas, incluso escucha y ríe nuestros chistes e insinuaciones –no demasiado sutiles– sobre la homosexualidad.

En tiempos anteriores, los individuos homosexuales han vivido en silencio, ocultos y en la sombra, o mezclados e inadvertidos entre la mayoría. Actualmente, las personas gais y lesbianas salen del armario, se identifican públicamente y exigen justicia, reconocimiento y aceptación. Son un factor más en el cambio actual del panorama social. Ningún acercamiento actual a la sexualidad humana puede soslayar ni los prejuicios culturales sobre los gais y las lesbianas, ni el omnipresente hecho de la homosexualidad en sí.

En el pasado, se diagnosticó que la homosexualidad, aunque no era una perversión moral, sí que era una enfermedad mental. Tal es el diagnóstico médico, de una carencia de salud, que aún persiste en mucha gente. Sin embargo, los informes Kinsey, de 1948 y de 1953, comenzaron a cuestionar el juicio de que la homosexualidad fuera una enfermedad (1). Esta impugnación creció hasta que la junta directiva de la American Psychiatric Association eliminó dicho diagnóstico, oficialmente, en 1973, en la segunda edición del Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders. El manual explica la decisión en los siguientes términos:

La cuestión crucial, para determinar si la homosexualidad debería considerase o no como un trastorno mental, atañe a sus consecuencias y a la definición de trastorno mental. Una proporción significativa de homosexuales están aparentemente satisfechos con su orientación sexual, no muestran signos significativos de psicopatología manifiesta [...] y son capaces de comportarse, social y profesionalmente, sin impedimentos. Si se emplea el criterio de la angustia o de la discapacidad, la homosexualidad no es, en

(1) Alfred Kinsey et al., Sexual Behavior in the Human Male (Philadelphia: Saunders, 1948); Sexual Behavior in the Human Female (Philadelphia: Saunders, 1953).

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sí misma, un desorden mental. Si se utiliza el criterio de la desventaja, no está del todo claro que la homosexualidad sea una desventaja en todas las culturas o subculturas (2).

Estudios antropológicos confirman esta última conclusión. Hubo algunas sociedades primitivas en las que la homosexualidad masculina, lejos de considerarse como una perversión rechazable, se consideró como un honor, incluso como una bendición divina significativa. Al varón homosexual, se le asignaba, a menudo, el rol de chamán o de hombre santo. A veces, su orientación se consideraba como un tercer sexo y tenía permiso de la tribu para usar ropas de mujer y celebrar, ritualmente, actos que, fuera de la liturgia, se considerarían como pertenecientes al ámbito femenino (3). Las lesbianas, sin embargo, no recibían tales honores, según la información recogida en los estudios antropológicos. Como un miembro más de la porción femenina de la tribu, con o sin su consentimiento, debían someterse a los rituales sexuales habituales de apareamiento y de reproducción. Entonces era más difícil, y aún lo es ahora, percibirlas y aceptarlas como personas separadas y distintas. Por lo visto, nuestro prejuicio sexual tiene, además, un aspecto patriarcal añadido.

La noción imperante modernamente de que la homosexualidad es un desorden mental, tiene su origen en la teoría de Freud de que se trata de una aberración que se produce cuando, de alguna manera, el desarrollo normal se distorsiona, entre los cuatro y los nueve años (4). Otros investigadores, inspirados en Freud, especularon sobre la configuración psíquica y sobre la influencia de los princi(2) John Fortunato, «Should the Church Bless and Affirm Committed Gay Relationships?» The Episcopalian, April 1987.

(3) John S. Spong, Into the Whirlwind (San Francisco: Harper & Row, 1983), capítulo 8.

(4) Sigmund Freud, Three Contributions to the Theory of Sex (New York: Dutton, 1962); Totem and Taboo (New York: Vintage Press, 1946).

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pales adultos de referencia (generalmente los padres) en la maduración de la persona gay o lesbiana. Esta teoría fue particularmente cruel porque atribuía a los padres la culpa de lo que se creía que era un desarrollo neurótico. Alimentaba, junto con la culpa, el rechazo que aún caracteriza, a menudo, la relación de los padres con un hijo o con una hija homosexual. Además, como estas primeras teorías médicas promovían la concepción de la homosexualidad como un problema de inadaptación, parecían suponer que había posibilidad de curación. En efecto, como se creía que la homosexualidad era un patrón de comportamiento aprendido, o el efecto de una inadaptación, se creía que era algo que podía modificarse para acceder a lo que la mayoría juzgaba ser lo normal. Los tratamientos de curación que se ofrecieron fueron el psicoanálisis (desde el ámbito médico) y la terapia religiosa (oración, fe, consejo).

Sin embargo, las investigaciones persistentes en este campo no han encontrado tal curación. En su lugar han contribuido a poner en evidencia la falsedad de que la homosexualidad sea una enfermedad mental. Muchos investigadores opinan que no se ha aportado una sola evidencia clínica que demuestre la teoría de que la homosexualidad es una enfermedad mental. En consecuencia, si los principales profesionales de la medicina han dejado de calificar como una enfermedad a la homosexualidad, no parece adecuado que los organismos oficiales de la iglesia lo sigan haciendo basándose aún en una premisa descartada ya médicamente. Caso de persistir en hacerlo, o bien la iglesia falla, al no conocer su ignorancia, o bien actúa como si sus líderes dispusieran de una fuente especial de conocimiento, distinta y superior a la de los científicos. Hay quienes juzgan que la homosexualidad es una perversión deliberadamente elegida por personas de naturaleza depravada y pecadora. Muchas personas heterosexuales no 82

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pueden imaginar que las relaciones sexuales homosexuales puedan ser placenteras, y algunas incluso afirman que les repugna pensar en ello. Los miembros de la orientación sexual dominante argumentan que lo que es normal para ellos también es lo natural en sí, y que, si hay algo que no es normal para ellos, es porque es desviado y por lo tanto depravado. Una variante de esta posición recurre a lo teológico y sostiene que, como el comportamiento homosexual es «antinatural», es contrario al orden de la Creación. Bajo esta afirmación, subyacen los estereotipos de la masculinidad y de la feminidad que son un reflejo de las rígidas categorías de una sociedad patriarcal en este terreno. El sexo considerado «natural» se basa en los aspectos complementarios de los genitales masculinos y femeninos. Sin embargo, la cuestión urgente aquí es: ¿qué importancia tienen los órganos genitales en el deseo sexual?

Rosemary Ruether ha argumentado que todos los hombres y las mujeres poseen el aparato físico necesario para la intimidad emocional (5). Sin embargo, los valores patriarcales han influido tanto en el pensamiento que parece que la relación hombre-mujer sólo puede imaginarse en términos de dominación frente a sometimiento. La receptividad femenina de la penetración masculina en el acto sexual, se ha convertido en el paradigma de lo natural y la actividad heterosexual que sigue este esquema parece que es la única expresión sexual válida. El corolario de esta representación dominante es creer que el hombre tiene una capacidad específica y propia de su sexo para la acción de decisión, mientras que la mujer tiene una capacidad específica y propia de su sexo para la colaboración, la ayuda y la secundación; ambos tienen como un “sexto sentido” para lo que es propio de cada uno, si se quiere. (5) Rosemary Ruether, «From Machismo to Maturity,» in Edward Batchelor, jr., Homosexuality and Ethics (New York: Pilgrim Press, 1980), p. 28ff..

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Actualmente nos estamos alejando de esta mentalidad. La personalidad no surge de un papel sexual sino de la habilidad humana para oír, sentir, pensar y relacionarse. En ninguna de estas habilidades son determinantes los órganos sexuales. Tanto los hombres como las mujeres tienen la fisiología necesaria para hablar y escuchar, para amar y que lo amen. La unión de las dos personas se da –afirma la Dra. Ruether– cuando uno conecta «las diversas partes de sí mismo, a través de múltiples relaciones, con el otro» (6). No hay nada anormal en un amor compartido cuando esta experiencia conduce a ambas partes a un estado más pleno de bienestar; tampoco lo hay cuando las dos personas son del mismo sexo. ¿Puede una tradición religiosa como la juedeocristiana, que practicó durante siglos la circuncisión y que luego institucionalizó el celibato, desechar por completo determinadas prácticas por argumentar que no son naturales?

La investigación contemporánea está descubriendo actualmente nuevos hechos que conducen a una creciente convicción de que la homosexualidad, lejos de ser una enfermedad, un pecado, una perversión o un acto antinatural, es una forma natural y por tanto sana de afirmación de la sexualidad humana para determinadas personas. En términos relativos respecto de otras investigaciones, ésta está todavía en sus inicios, pero ha demostrado su capacidad para afrontar y cuestionar el miedo y los prejuicios, arraigados por repetirse durante siglos. Sólo en las últimas décadas hemos comenzado a entender cosas como la estructura y las funciones del cerebro, por no hablar de la importancia de los cromosomas. Los descubrimientos en estas áreas han tenido un efecto dramático en nuestro conocimiento del comportamiento humano. En concreto, la investigación parece apoyar la afirmación de que la orientación sexual no es una cuestión de elección ni está relacionada con la influencia ambiental ni es consecuencia de una madre domi(6)

Ibid.

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nante, de un padre ausente o afeminado, o de un encuentro sexual seductor. Algunos investigadores están descubriendo que ciertos acontecimientos bioquímicos, durante la vida prenatal, pueden determinar la orientación sexual adulta; y que ésta, una vez establecida, no puede cambiarse. Aunque se recogen nuevos datos casi a diario, pocas personas, entre las que investigan sobre el cerebro, esperan que estas conclusiones puedan ya rebatirse.

Aunque durante siglos se ha creído lo contrario, poco a poco nos vamos dando cuenta de que la excitación sexual reside en el cerebro y no en los genitales. Esto significa que el cerebro es el principal órgano sexual de nuestro cuerpo, dicho claramente. La orientación sexual de una persona y lo que él o ella encuentran sexualmente excitante, son funciones del cerebro de dicha persona, respecto de los cuales, la conformación genital es secundaria y no determinante, al revés de lo que se creía antiguamente. La comprensión real de estos nuevos hallazgos en el campo de la sexualidad humana debe comenzar por atender a los modernos descubrimientos en neurofisiología y al papel de ésta en el aprendizaje humano.

En el mundo animal, la frontera entre lo masculino y lo femenino no es tan rígida como querrían hacernos creer muchos ideólogos de los roles sexuales establecidos. Un informe de 1986, sobre cuestiones concernientes a la homosexualidad, de la Iglesia Luterana en América, citó algunos estudios biológicos fascinantes que documentan lo siguiente: Entre algunas especies de peces, especialmente los de arrecife de coral, se produce un cambio de sexo a fin de asegurar la reproducción. Si se separa repentinamente a un macho de sus parejas hembras, la hembra más agresiva actúa al principio como si fuese el macho, después funciona realmente como tal e incluso produce espermatozoides. Entre los conejillos de indias, el repertorio total de la conducta sexual se da en el momento en que la hembra adulta se presenta ante el macho para que éste la monte y eyacule en ella. Esta experiencia cambia radicalmente cuando la hembra está embarazada y se la trata o con andrógenos o con bloqueado-

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res de andrógenos. En el primer caso, cuando las crías hembras alcanzan la madurez, montan a otras hembras, y en el segundo caso, la descendencia masculina se ofrece para ser montada por otros machos. Aparte de esta inversión, no se observó ningún otro comportamiento impropio del género. (7)

Estos datos parecen indicar que tanto la orientación sexual como el comportamiento surgido de dicha orientación tienen una explicación neurobiológica. Los experimentos con monos rhesus refuerzan esta conclusión. Las pruebas revelan que, cuando se bloquea la testosterona de los fetos macho en el útero, esta descendencia masculina muestra comportamientos tradicionalmente asociados a las hembras. Aunque no se registren desequilibrios hormonales tras el nacimiento, un tratamiento posterior no puede modificar ya el comportamiento de los monos de forma que su conducta sea más afín a la propia de los machos de su especie. Estos experimentos sugieren que lo que establece la naturaleza de la respuesta sexual, ya inalterable, es un proceso químico en el cerebro, durante la gestación. Para ser más precisos, estos experimentos sugieren que la «sexualización del cerebro» es un hecho prenatal sobre el que ni el feto ni los padres tienen ningún tipo de control.

Estas conclusiones, las ha reforzado el trabajo de Gunter Dörner, director del Instituto de Endocrinología experimental de la Universidad Humboldt, de Berlín oriental (8). Cuando la comunidad científica empezó a comprender que era el hipotálamo el que controlaba la producción de hormonas, Dörner se puso a buscar ahí, en el hipotálamo de las ratas, lo que suponía que eran los centros específicos masculino y femenino. Sus experimentos revelaron que, en las ratas que no tenían hormona sexual ni suficiente ni adecuada, estos centros sexuales, durante su desarrollo, se for-

The Advisory Committee of Issues Relating to Homosexuality A Study o} Issues Concerning Homosexuality (New York: Division for Mission in North America, Lutheran Church in America, 1986) p 21. (7)

(8)

N del T: recuérdese que este libro es de antes de la caída del Muro.

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maban de forma diferente y originaban que los machos tuvieran el comportamiento sexual de las hembras y viceversa.

A partir de estos datos, Dörner argumentó que la orientación sexual, en un feto humano, es también el resultado de un proceso hormonal neuroquímico que sucede en el seno materno. Sostuvo que la homosexualidad masculina y femenina son el efecto, en el cerebro, de una variación prenatal en la cantidad recibida de testosterona, que es la principal hormona sexual masculina. La cantidad relativa de testosterona, disponible durante los períodos críticos del desarrollo cerebral del feto, determina la orientación sexual, masculina o femenina, del bebe, antes de nacer; orientación que, normalmente pero no siempre, se ajusta al sexo genético del feto. Y Dörner argumentó que esto es así no sólo en los humanos sino también en los monos, ratas, cobayas, pájaros, y prácticamente en cualquier punto de la escala natural. Es un hecho que, en todos los mamíferos superiores, la homosexualidad se encuentra, más o menos, en los mismos porcentajes estadísticos que en el homo sapiens (9).

Dörner hizo una serie de experimentos para probar su hipótesis. A las ratas macho, se las privó de testosterona durante el período crítico de la diferenciación sexual fetal en el cerebro. Como se preveía, estos procesos produjeron comportamientos homosexuales en ellas cuando fueron adultas. Alentado por este resultado, Dörner fue un paso más allá. Dedujo que, si estas ratas macho tenían un cerebro feminizado, una inyección con estrógenos haría producir, desde el cerebro, un aumento de la hormona de la ovulación, conocida como hormona luteinizante (LH), como si fuera en respuesta a una señal procedente de un ovario inexistente. Cuando se hizo la prueba, ocurrió lo previsto. A continuación se realizó la misma prueba en seres humanos, varones y homosexuales, con idénticos resultados. En este experi(9) Jo Durden-Smith and Diane de Simone, Sex and the Brain (New York-Arbor House, 1983), p. 101.

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mento los cerebros de los varones homosexuales respondieron a la inyección de estrógenos con un aumento de la hormona LH, en cambio, los cerebros de un grupo de control, formado por varones heterosexuales, no respondieron a la misma inyección. Dörner creyó que este hecho demostraba que los cerebros de los hombres homosexuales se habían feminizado en el seno materno, y que la homosexualidad se determina fisiológicamente por variables bioquímicas prenatales (10). Si esto es cierto, el hallazgo es un gran paso adelante en la demostración de la fuente y en la explicación de la homosexualidad

Desafortunadamente, Dörner, empezó a sacar conclusiones sesgadas, que no se desprendían de su investigación y que lo llevaron a un conflicto con la clase médica alemana. Pensaba que la homosexualidad se debe eliminar y que, por tanto, hay que detenerla antes de que se forme. Entonces, trató de idear un medio para evitar la formación de personas con orientaciones homosexuales durante la gestación. En este intento, fue más allá de lo que sus datos podían respaldar. Sus críticos, como reacción a este exceso suyo, también se propasaron y, en consecuencia, tendieron a rechazar sus conclusiones. No obstante, sus hallazgos, aun sin ser concluyentes, son relevantes y hacen pensar. Dörner quiso patinar sin casi hielo debajo, en la aplicación de sus descubrimientos. Quiso sacar conclusiones más allá del alcance de sus datos y no se atrevió a reconocer que la orientación homosexual puede ser normal y además valiosa en el desarrollo de la humanidad. Porque comprender la causa de la homosexulidad no debe servir, automáticamente, para buscar la forma de evitarla. Algunas cosas es mejor dejarlas al proceso evolutivo que, desde los seres unicelulares, nos ha llevado hasta la conciencia de nosotros mismos en un proceso de cientos de millones de años. Ahora bien, el uso incorrecto de los datos, efecto de una valoración poc reflexionada, no significa que (10)

Ibid, p. 128.

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los datos mismos sean erróneos. Los hallazgos de Dörner deben tomarse en serio.

La historia de los niños de la República Dominicana, registrada por Jo Durden-Smith y Diana de Simone, aporta una confirmación adicional impresionante a la tesis de que el cerebro está «sexuado» irrevocablemente al nacer y de que las experiencias posteriores no pueden reprogramarlo con una orientación sexual diferente. El relato es tan insólito que quiero dejar que los propios autores lo cuenten con sus mismas palabras: A principios de 1970, lejos de la atención pública, se descubrieron los descendientes de Amaranta Ternera. Y comenzó la controversia científica.

Amaranta Ternera (se nos ha pedido cambiar este nombre, así como el de sus parientes) nació hace 130 años en el extremo suroeste de la República Dominicana. Hasta donde sabemos, no había nada anómalo en Amaranta; su vida parecía normal. Sin embargo, algo iba mal en los genes que legó a sus hijos. Y tampoco ahora funciona bien en un buen número de sus descendientes. Siete generaciones después, los genes de Amaranta se han localizado en veintitrés familias de tres aldeas diferentes. Y en treinta y ocho individuos diferentes de estas familias se manifestó la extraña herencia transmitida por Amaranta. Los treinta y ocho descendientes nacieron, a todas luces, como niñas. Crecieron como niñas. Pero se convirtieron en varones durante la pubertad.

Tomemos, por ejemplo, los diez hijos de Gerineldo y Babilonia Pilar. Cuatro de ellos han experimentado esta sorprendente transformación. El mayor, Prudencio, nació con lo que parecía una vagina, y su cuerpo tenía formas femeninas, al igual que el hermano-hermana que le seguía, Matilda. A Prudencio, de niño, lo bautizaron como «Prudencia». Y creció, según dice Pilar, atado a las faldas de su madre. Se mantuvo apartada de los muchachos del pueblo y ayudaba a las mujeres en su trabajo. Pero entonces comenzó a suceder algo extraño en su cuerpo. Su voz empezó a hacerse más grave. En torno a los doce años, su «clítoris» creció como un pene y dos testículos ocultos descendieron al escroto formado por los labios de su «vagina». Se convirtió en un hombre. «Simplemente –dice su padre- dejó de usar la ropa a la que se habían acostumbrado quienes lo rodeaban, y se enamoró de

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una chica casi de inmediato». Hoy Prudencio tiene casi treinta años. Al igual que su hermano Matilda (ahora Mateo) es un hombre fornido, musculado a conciencia. Es sexualmente potente y vive con su esposa en los Estados Unidos. Lo mismo ocurrió con diecisiete de los dieciocho niños estudiados por un equipo encabezado por Julianne Imperato-McGinley, de la Universidad Cornell; todos ellos, como dice el estudio, crecieron como niñas. Prudencio parece no haber tenido ningún problema para adaptarse al sexo masculino, a la orientación sexual de los hombres y a los roles masculinos.

Esto es lo importante de Prudencio y de los otros niños dominicanos: parece que no han tenido ningún problema en adaptarse al sexo masculino, a la orientación sexual de los hombres y a los roles sociales correspondientes. Prudencio y los demás chicos son genéticamente masculinos. Lo que heredaron de Amaranta no fue una insensibilidad generalizada a la testosterona sino una incapacidad de procesar otra hormona, la dihidrotestosterona, que es la responsable, en el feto masculino, de dar forma a los genitales de dicho sexo. A falta de ellos, los niños dominicanos nacidos con aspecto de niñas se criaron como niñas. En la pubertad, sin embargo, sus cuerpos se empaparon de una nueva oleada de hormonas masculinas, a las que sí fueron sensibles. La parte masculina de su cuerpo, que había permanecido oculta, se desarrolló; y la naturaleza terminó lo que había dejado a medias.

Sin embargo, durante este proceso, los niños no sufrieron la crisis psicológica que sería de esperar según una mentalidad convencional. Y esto es lo crucial, porque debe significar una de estas tres cosas. O bien los criaron realmente como niños desde el principio; o bien se criaron en medio, al menos, de una gran confusión acerca de cuál era su sexo (en cuyo caso, cabría esperar que, como adultos, tuvieran una sexualidad perturbada); o bien nacieron con un cerebro masculino, que ya era tal antes de nacer con aquellos cuerpos que eran «femeninos» entonces. De esta forma sus cerebros masculinos se desplazaron cómodamente hacia las expresiones masculinas cuando los cuerpos cambiaron durante la pubertad. Según este razonamiento, no sólo el cuerpo está sexuado antes de nacer sino que también lo está el cerebro. Y, también, según esto mismo, habría que decir que en el comportamiento sexual la naturaleza es tan importante como la crianza y la educación. De hecho, puede que el aprendizaje tenga muy poco que ver.

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Los padres de estos dieciocho niños (tal como hemos dicho y sostiene Julianne Imperato-McGinley) insisten en que los criaron, sin ninguna ambigüedad, como si fueran niñas. Esto significa que la tercera hipótesis, es decir, que sus cerebros ya eran masculinos antes del desarrollo en ellos de la testosterona (la principal hormona masculina) debe tomarse muy en serio. (11)

Individual y colectivamente consideradas, estas informaciones y argumentaciones apoyan la afirmación científica de que, con toda probabilidad, la orientación sexual es una cuestión de «sexualización prenatal del cerebro». La homosexualidad es, pues, un hecho en la naturaleza de un número significativo de personas, un hecho inmodificable una vez definido en el período prenatal. La orientación sexual no es, pues, de naturaleza genética y, por tanto, no es algo que se pueda erradicar de la especie. Lo único que aún falta por aclarar es si esto es una disfunción o una anomalía en el proceso natural del desarrollo del feto, o si es, más bien, una variante normal, que sirve a un propósito del proceso evolutivo aún no identificado. En este sentido, cabe decir que ningún proceso de la naturaleza que ocurre una de cada diez veces puede llamarse una «disfunción». La naturaleza es demasiado exigente, me parece a mí, como para admitir este nivel estadístico de error. Como consecuencia, cabe inclinarse por la conclusión de que aquello que hemos solido enfocar, durante siglos, como una cuestión moral, es, en realidad, una cuestión biológica y natural en determinados individuos de una especie. La homosexualidad es una cuestión del propio ser de estos individuos.

Si pasamos al campo de la genética, en él encontramos más estudios útiles para entender la sexualidad. Como se recordará, hay veintitrés pares de cromosomas en el núcleo de cada célula humana y sólo un par son cromosomas sexuales. Las mujeres tienen un conjunto doble de cromosomas sexuales XX, los hombres tienen un conjunto desigual XY. El sexo se determina en el momento de la concepción (11)

Ibid, pp. 104-6.

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del hombre cuando un espermatozoide X o un espermatozoide Y se une con el cromosoma X en el óvulo. El cromosoma Y es el responsable del desarrollo de los testículos durante la séptima semana de gestación. Una vez formadas, las células de Sertoli de los testículos secretan una sustancia que inhibe el desarrollo del sistema reproductor femenino. Esto significa que la estructura biológica de la vida humana está orientada primariamente hacia el desarrollo de hembras; y significa, además, que el cromosoma Y, que produce los testículos, es el que interrumpe e interfiere este proceso, y así posibilita que nazcan varones con genitales externos, en lugar de mujeres con genitales internos (12).

Sin embargo, hay variantes en este patrón genético normal. En uno de cada cinco mil nacimientos, por ejemplo, hay quien nace con un solo cromosoma sexual, con una sola X. Esta persona es siempre una mujer pero carece de ovarios. Otra variante es el síndrome de Klinefelter, en el que la persona posee tres cromosomas: XXY, y cuya resultante es un varón estéril, que puede desarrollar algunos rasgos femeninos (en el pasado, algunas de estas personas se ganaban la vida como atracción de circo). La resultante de la siguiente variante, XYY, no es necesariamente un macho estéril; pero las personas de esta variante genética suelen tener una pronunciada tendencia a la agresividad que, en algunos estudios de población, se ha identificado como conducta hiperagresiva y, a veces, antisocial. Como vemos, los errores de la naturaleza pueden ser trágicos para quien los vive, pero no para la especie en su conjunto, ya que muchas de las alteraciones del genotipo sexual carecen de capacidad reproductiva.

He comprobado el alto grado de verosimilitud de mis conclusiones con el Dr. Robert Lahita, profesor asociado de medicina en el Cornell Medical Center de Nueva York. El Dr. Lahita se interesó en este tema por su investigación (12)

A Study of Issues, p. 21.

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sobre las causas de que las mujeres fuesen propensas a ciertas enfermedades, como el lupus eritematoso, mientras los hombres lo eran a otras, como la dislexia y el autismo. Al Dr. Lahita, le apena, como a muchos otros científicos, que la iglesia oficial tome decisiones y haga declaraciones que incluyen juicios éticos a partir de premisas que la comunidad científica no respalda. Yo comparto su sentimiento porque la ignorancia, por más que esté «bendecida», no deja de ser ignorancia.

Dado que la evidencia apunta a la conclusión de que las personas homosexuales no eligen su orientación sexual; dado que esta orientación es prenatal y no puede cambiarse después; y dado que constituye una expresión suficientemente normal, aunque minoritaria, de la sexualidad humana, parece claro que los prejuicios heterosexuales hacia los homosexuales deben archivarse junto a la brujería, la esclavitud y otras instituciones, fenómenos y creencias desinformadas que hemos ido abandonando o que, si sobreviven, es como prejuicios injustificados, de los que sólo son responsables quienes los mantienen.

Algunas personas temen que, si aceptan este planteo, ello significa tener que suspender todo juicio crítico hacia toda forma de comportamiento homosexual. Sin embargo, este temor es una muestra más de lo irracional de los prejuicios. ¿Acaso aprobamos todas las formas de comportamiento heterosexual sólo porque consideramos buena la heterosexualidad? Con independencia del sexo de las partes involucradas, cualquier comportamiento sexual puede ser destructivo, explotador, depredador o promiscuo y por tanto malo. Cuando se da alguna de estas últimas circunstancias es cuando tiene sentido un juicio moral.

El equívoco surge cuando una sociedad juzga la heterosexualidad como buena en sí misma y a la homosexualidad como mala en sí. Este juicio confunde el plano neutro de lo social con el plano ético de lo moralmente evaluable. 93

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Este juicio se evidencia en el juicio moral que privilegia la conducta heterosexual: para los heterosexuales, se tratará de distinguir entre comportamientos que dan vida o que no dan vida, mientras que los patrones de conducta sexual surgidos de la orientación homosexual siempre se condenarán como pecaminosos, den o no vida a su alrededor. Tal posición moral deja a las personas gais y lesbianas sin opciones para protegerse del rechazo o de la represión. En efecto, más de una institución eclesiástica ha sugerido que, de hecho, el rechazo y la represión son las únicas opciones correctas para las personas con orientación homosexual. Tal vez necesitamos que se nos recuerde, una y otra vez, que un gran número de personas heterosexuales practican la promiscuidad, la prostitución, la violación, el abuso sexual de menores, el incesto y todas las formas imaginables de sadomasoquismo, y no por eso rechazamos ni reprimimos la heterosexualidad. Además, tal vez convenga recordársenos que una sociedad homófoba, al no aceptar el comportamiento homosexual como normal, es la que empuja a muchos gais y lesbianas a seguir los modelos de conducta que una sociedad justa debe evitar y condenar.

Los prejuicios siempre definen negativamente a sus víctimas y siempre ocultan la humanidad individual de éstas con estereotipos negativos generales que nos las sustraen a una consideración personalizada. Esta pauta de conducta negativa quedó perfectamente clara para mí en una ocasión, cuando tuve que hacer frente a una iglesia que había llamado a una mujer para ser su pastor. Los líderes laicos de la congregación estaban muy orgullosos de esta selección valiente y sin precedentes en la vida de la parroquia, todavía inusual para la iglesia en general, además. Sin embargo, este pastor en concreto resultó no ser una buena elección a distintos niveles. Al poco tiempo de llegar, se negoció su salida y la iglesia inició la búsqueda de un nuevo pastor. Cuando se propuso de nuevo como candidata una mujer, el presidente del comité de búsqueda anunció, con bastante 94

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firmeza, que dicho comité no podía examinar una propuesta femenina por segunda vez. « – Ya lo intentamos y fracasó», dijo. En torno a la mesa, asintiendo con la cabeza, había un acuerdo general. « – Si hubieran tenido un pastor masculino insatisfactorio –les pregunté–, ¿qué diríamos ahora; que «tuvimos un ministro varón y no funcionó, así que no vamos a considerar ahora la posibilidad de elegir a ningún otro varón?»». En la habitación se hizo un silencio de esos que no se olvidan. Los prejuicios siempre se disfrazan de racionalidad hasta que se ponen al descubierto.

Un prejuicio se va imponiendo progresivamente en una comunidad gracias a la fuerza de la mentalidad más compartida en ella. De este modo, se convierte en una verdad casi divina, indiscutible y evidente de por sí. Hay sólo dos cosas que hacen que un prejuicio se marchite: que nuevos conocimientos socaven su base intelectual y que se empiece a observar y a experimentar, en quienes son objeto de rechazo, la diferencia entre una conducta que destruye y otra que vivifica. Un indicio claro de que un prejuicio está agonizando es que el «grupo víctima» rechace públicamente el juicio negativo y generalizado por parte de los otros. Por eso debemos dar la bienvenida al grito del «orgullo gay», equivalente emocional de «lo negro es bello». La aceptación de uno mismo y la crítica de las concepciones de la mayoría son dinámicas muy vivas hoy en el mundo de las lesbianas y de los gais.

En la actualidad, incluso las más conservadoras manifestaciones del cristianismo dan señas de la influencia en ellas del movimiento de aceptación de las personas gais y lesbianas. Esto es un gran cambio si tenemos en cuenta las actitudes eclesiásticas pasadas, en este tema. La homosexualidad se condenó ampliamente a comienzos del siglo XX, cosa que rara vez se menciona en las reuniones eclesiásticas. Nadie debate los males evidentes, como el asesinato, la violación, el incendio y el abuso de menores. En alguna ocasión, pues, la homosexualidad se consideró como una más 95

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de estas categorías evidentes. Por eso, el hecho mismo de que ahora se debata sobre el tema indica que ya hay una grieta importante en el consenso antiguo.

Las percepciones y los juicios cambian a medida que es más difícil definir el mal de forma simple. En muchas cuestiones morales se ha empezado a matizar. Dado el debate social en torno a la homosexualidad, hoy en día, casi todo el cuerpo eclesial ha aprobado algún tipo de justificación o de resolución de cara a paliar la sensación de malestar que ocasiona un prejuicio continuado contra los gais y las lesbianas. Las primeras resoluciones se redactaron con la retórica edulcorada de la piedad. Las personas homosexuales fueron «hijos de Dios a los que la pastoral debía atender». Durante al menos una década, bastó con esto para quedar tranquilos, sobre todo porque nadie se molestó en definir aquella «pastoral». Una vez más, la iglesia echó mano de la idea condescendiente de que se debe «odiar el pecado y amar al pecador». Lo curioso es que ninguno de los definidos como pecadores experimentase este amor. La mayoría de los gais y lesbianas han aprendido a no fiarse de la sensibilidad pastoral de la Iglesia hacia los miembros de un grupo como el suyo; grupo al que ella, como institución, sigue rechazando. Sin embargo, este tipo de actitudes, pese a lo negativo que hay en ellas, no deja de representar un pequeño avance. Sentir la necesidad de defender un prejuicio es una señal clara de que el prejuicio empieza a flaquear. Defender un prejuicio también indica que la cuestión es lo suficientemente importante como para requerir considerarla en lugar de ignorarla.

La segunda fase del debate fue cuando los derechos civiles y el bienestar económico de la población homosexual se vieron amenazados. Entonces, la iglesia, siempre al lado de las víctimas, aprobó resoluciones que reclamaban la igualdad ante la ley de todas las personas, incluidos los homosexuales. No se debe despedir a nadie por ser gay o por ser lesbiana, afirmaba la iglesia. Ni se le puede maltratar fí96

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sicamente sólo por su orientación sexual. Los gais y lesbianas debían poder disponer de préstamos bancarios con la misma facilidad y al mismo tipo de interés que cualquier otra persona con un historial financiero similar. Las iglesias se sentían muy orgullosas con resoluciones tan «liberales». Sin embargo, una vez más, no presionaron en las implicaciones de estas medidas. Consideremos la penalización económica que supone, para una persona gay o lesbiana, no poder declarar a su pareja, como alguien dependiente, en la declaración de la renta; o la falta de estatus legal de los gais y lesbianas si su pareja muere sin dejar testamento. ¿Son justas estas situaciones cuando el diez por ciento de la población no puede casarse conforme a las leyes del Estado? (12bis). Es más, si una pareja gay o lesbiana busca una hipoteca para comprar una casa en nuestro barrio, ¿seguiríamos siendo nosotros tan abiertos?

Los políticos que aspiran a la elección muy a menudo tienen que atender a las variadas ramificaciones políticas del prejuicio contra la homosexualidad. Capitanear la causa de los gais y lesbianas no es el camino mejor para reunir los votos indispensables para ganar unas elecciones. Es verdad que este tipo de campañas, por las emociones negativas que desencadenan, suelen ser como una rápida llamarada que se consume en su propio exceso. Incluso la caza de brujas en Salem, Massachussets, en el siglo XVII, la propia gente la rechazó al final. Pero, hasta que no llegó el rechazo, a muchas mujeres se las acusó, juzgó, condenó, encarceló y ejecutó por brujería. Algo similar ha ocurrido, con enfermiza frecuencia, siempre que la homosexualidad se ha planteado como cuestión política. Sin embargo, con ser tan duros estos N del T: Recuérdese, una vez más, que este libro es de 1988. Posteriormente, algunos países han reconocido el matrimoio homosexual. Por lo que respecta a Estados Unidos, en junio de 2013 el Tribunal Supremo ha declarado inconstitucional la ley que limita el matrimonio a la unión entre un hombre y una mujer y rechazó la decisión del estado de California de prohibir el matrimonio gay. (12bis)

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episodios, son parte de los procesos que transforman las conciencias. La persecución de las minorías siempre parece señalar la hora de una transición. Cuando las restricciones que la mayoría impone a quienes ella considera como malignos se convierten ellas mismas en malignas, entonces, las personas conscientes, hombres y mujeres, revisan su forma de pensar y actúan, en nombre de las víctimas, para garantizar, como mínimo, sus derechos civiles. Hoy en día, la mayoría de los grupos eclesiales ya han pasado, al menos, a esta segunda posición.

El siguiente paso, viene inmediatamente después de la decisión de poner fin a la persecución. Se trata de un paso extraño pues es positivo a pesar de ser increíblemente ingenuo. Se expresa en ese tipo de resoluciones y de declaraciones, de los líderes y de los organismos oficiales de la Iglesia, que afirman la necesidad de distinguir entre orientación sexual y conducta sexual. Y viene a decir que, ya que uno no tiene la capacidad de elegir su propia orientación sexual, dicha orientación no se puede considerar pecaminosa. Pero, dado que una persona sí que puede elegir su forma de actuar, con independencia de la orientación propia de su ser, y dado que los actos sexuales homosexuales son pecaminosos, nadie puede ni bendecirlos ni escogerlos porque son inadmisibles conforme a las normas actuales de la Iglesia. Así que, si has nacido con una predisposición homosexual, no puedes actuar sobre la base de esta predisposición. Tu energía sexual debe contenerse, reprimirse y sublimarse.

La parte positiva de este tipo de resolución es que indica una comprensión creciente de que la homosexualidad no es una orientación elegida sino una realidad dada. Una vez que se traza la línea divisoria de la verdad, las actitudes y los comportamientos de los heterosexuales empiezan a adaptarse, igual que se adaptaron cuando se dejó de pensar que los zurdos eran anormales. Sin duda, se trata de un paso hacia el reconocimiento de que una característica minoritaria no es necesariamente anormal sino, más bien, un 98

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reflejo de la rica variedad de la vida humana. A medida que se abre camino en nuestra conciencia el hecho de nuestra incapacidad de elección sobre nuestra orientación sexual, igual que en ser zurdos o diestros, también determinadas palabras y expresiones, que vehiculan nuestro prejuicio, van desapareciendo de nuestro vocabulario. «Preferencia» en lugar de «orientación» es una de ellas, pues la primera da a entender aún que uno puede decidir si se convierte en heterosexual o en homosexual.

Sin embargo, antes de insistir más en la parte positiva de este tipo de actitud, permitidme señalar su increíble ingenuidad. Esta actitud da por hecho que quienes tienen una orientación homosexual también tienen la capacidad de abstenerse de toda actividad en dicho plano. Es decir, da por supuesto que el diez por ciento de la población puede y va a aceptar y a reafirmar la vocación al celibato que alguien, de orientación distinta a la suya, define para ellos.

Los que saben algo sobre el celibato saben que, cuando es verdadero, es una vocación rara y singular, a la que muy pocos están llamados. Este estilo de vida no puede imponerse a nadie en contra de su voluntad. La experiencia de la Iglesia Católica Romana, que exige el celibato a sus sacerdotes, es que, a pesar de la estructura externa de la vida sacerdotal (vestido distinto, disciplina de oración, tratamiento a distancia del «padre», imagen de vida aparte), un celibato verdadero es difícil de mantener, y el compromiso de vivirlo se rompe con desalentadora regularidad aún hoy en día.

Ahora bien, los que apoyan posiciones como la que hemos mencionado hace un momento actúan como si el celibato pudiera prescribirse a toda la gente gay y lesbiana. La aceptación de este celibato impuesto es el precio que gais y lesbianas deberían pagar para que la iglesia bendijese sus vidas. Imaginemos cuál sería la respuesta de la gente si algún organismo eclesiástico anunciara, en nombre de Dios y de la moral que, a partir de ahora, un diez por ciento de 99

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la gente heterosexual, seleccionado al azar, debe vivir en abstinencia sexual si desea participar en la iglesia y recibir su bendición. Es casi increíble que una lógica así determine el punto de vista mayoritario de solemnes asambleas, obispos influyentes y bienintencionados, representantes del clero y de los laicos, así como facultades y seminarios en los que se supone que el nivel de conocimiento es superior. Sin embargo, este punto de vista, a pesar de su ambigüedad e ingenuidad manifiestas, no deja de dejar claro que las cosas avanzan. Lo cual no significa, obviamente, que su palabra sea la última en el debate. Al final, este punto de vista se hunde en sus propias contradicciones y en sus expectativas poco realistas.

Con el tiempo, una nueva comprensión del origen de la homosexualidad nos liberará. Nos hará perder el temor irracional a que, a nuestros hijos, les pueda seducir el estilo de vida homosexual a raíz de algún encuentro fortuito. Nuestro temor y prejuicio quedarán al descubierto en su verdadero sentido, y dejará de existir la «caza de brujas» solapada, cuyo propósito es eliminar a personas homosexuales de los puestos desde los que pueden influir en la vida de nuestros hijos. Nuestra propia ansiedad ya no nos abrumará cuando tengamos una fantasía o un sueño que tememos pueda ser expresión de una homosexualidad latente. Los hombres ya no tendrán que ocultar sus aspectos más sensibles, ni las mujeres su capacidad atlética para evitar que nadie sospeche que se oculta en unos y otras una orientación perversa.

Entramos en la siguiente etapa cuando empezamos a considerar ambas orientaciones, la homosexual y la heterosexual, en sí mismas, no como buenas o malas sino sólo como algo real y verdadero. Por fin, veremos entonces, a la homosexualidad y a la heterosexualidad, como aspectos de la misma sexualidad humana natural. El reconocimiento de que hay una orientación mayoritaria y otra minoritaria, y 100

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de que ambas tienen su papel en el enriquecimiento de la vida humana, está creciendo. Este cambio llevará tiempo porque la ignorancia y el miedo son tenaces, y porque los prejuicios, como se apoyan en la irracionalidad, hacen difícil y temible el hecho de renunciar a ellos.

Una vez establecida la naturalidad y la normalidad de las dos orientaciones, la mayoritaria y la minoritaria, y una vez eliminada la expectativa de que el celibato sea la única salida para la gente gay y lesbiana, llega el momento de la gran pregunta. ¿Cómo llevar las personas gais y lesbianas una vida sexual responsable? Sin duda, las leyes de la Iglesia y del Estado deben ofrecer igual protección y aceptación a este grupo. En el caso de las posiciones piadosas, como las que empujan a la moral homosexual al celibato, éstas revelan nada menos que una creencia irracional en un Dios sádico; un Dios que creó a las personas gais y lesbianas sólo para castigarlas; que hizo con ellas una creación completa, con deseo sexual incluido, y que entonces legisló que la moralidad exigía que este deseo se reprimiera. En definitiva, una vez más, nos enfrentamos con el aforismo de que una mala biología y una mala bioquímica dan como resultado una mala teología.

La postura tradicional de la Iglesia, basada en la falsa premisa de que las expresiones de amor sexual entre personas del mismo sexo son siempre malas, debe enfrentarse con el mal que ella misma ha creado. ¿Cómo se puede alcanzar la plenitud de la vida cuando a algunos «hijos de Dios» se les bombardea con mensajes constantes de que ellos «son» inmorales? ¿Cómo alguien constantemente despreciado puede llegar, alguna vez, a desarrollar una imagen positiva de sí mismo? Nadie puede darse en un compromiso de amor a menos que crea que él mismo tiene algún valor. Dos seres, frágiles y quebrados, diariamente degradados y humillados por su forma de ser, no es fácil que sean capaces de mantener una relación monógama estable. La falta de apoyo de la sociedad y la necesidad de ocultar su relación 101

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en público suponen una presión hostil enorme contra los recursos psicológicos de cualquier pareja.

La Iglesia, una vez dejadas atrás sus condenas farisaicas y su mezquina tolerancia, podría comenzar por confesar su propia dureza de corazón: «Señor, ten misericordia de nosotros y perdónanos por este mal juicio nuestro que ha torcido y distorsionado a tus hijos e hijas, en todas las generaciones de la vida de tu Iglesia». Y, en segundo lugar, la Iglesia debería emprender la tarea de repensar la ética de la sexualidad humana, tal como desarrollaré en el capítulo 15. Baste por ahora con señalar que la intimidad del amor, la legitimidad de una relación públicamente reconocida, el gozo de una relación y la paz de una vida sin secretos, no se pueden negar a nadie en su búsqueda de la felicidad y de la abundancia de vida, de la que habla el evangelio (13).

La cuestión sobre cuál es el comportamiento permisible en la vida pública, en contraste con la vida privada, sale a la luz si nos fijamos en las normas de la Iglesia de cara a las ordenaciones. ¿Ordenaría la Iglesia, por ejemplo, a una persona gay que no oculta su condición y que no es célibe? El sólo hecho de debatir esta cuestión en público implica un salto adelante en la conciencia ética.

Y sin embargo, el hecho es que siempre ha habido gais entre los ordenados y en las órdenes religiosas. Desde hace dos mil años la Iglesia ha tenido clero gay en un número mucho más alto del que mucha gente se atrevería a imaginar. Han ocupado todo tipo de puestos en la jerarquía eclesiástica. Cuando, en el siglo XII, se impuso el celibato como el único estilo de vida adecuado para los ordenados, esto fue una buena oportunidad, para los gais, de encontrar, en el sacerdocio eclesiástico, un lugar social de legitimación: su estado de soltería pasaba, de ser una carga, a ser una vir(13)

Ver Juan 10, 10.

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tud, y sus vidas podían desarrollar la creatividad y la vida en comunidad. Si se suprimiese la población gay que ha habido en el ministerio ordenado a lo largo de la historia de la iglesia, aparecerían enormes huecos, quizá un ochenta por ciento en determinados períodos. Es más, hubo un tiempo en que se sospechaba que cualquiera que estuviera bajo el compromiso del celibato era gay (14).

Argumentar ahora sobre si se debe o no ordenar a personas homosexuales es casi un chiste si tenemos en cuenta estos datos históricos. Ahora bien, aunque el resultado del debate no va a cambiar a los implicados en él, sí que va a cambiar la imagen pública de la Iglesia. Las voces moralistas quieren mantener el «secreto». La Iglesia católica-romana, entre otras, suspende, expulsa o silencia a los miembros del clero que admiten públicamente su preferencia por personas del mismo sexo (15). Por supuesto, en mi opinión, a las personas homosexuales se las debería admitir sin prejuicios en el proceso de selección de cara a la ordenación. Se les debería examinar como al resto de candidatos, y atender a la autenticidad de su vocación, a los dones que pueden aportar, así como a su inteligencia, sensibilidad, devoción a Dios, voluntad de trabajo y capacidad de orientar su energía sexual y afectiva con responsabilidad y compromiso.

¿Puede una congregación concreta llamar o aceptar a un pastor gay o lesbiana que ha formado una relación monógama real y en la que ninguno de los dos quiere abandonar a su pareja y vivir sin ella? Esto está sucediendo ya, pero principalmente en ciudades y en áreas urbanas donde el anonimato es posible. Conozco personalmente a este tipo de clero; veo que tienen el apoyo y la amistad de su gente, y veo que el evangelio de Jesucristo se vive en esas congregaciones. Aplaudo a estos clérigos, a sus parejas y a la gente (14)

Spong, Into the Whirlwind, capítulo 8.

John J. McNeill, «Homosexuality. The Challenge to the Church», The Christian Century 104, nº 8 (1987): 242-46. (15)

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de sus iglesias, por tener la capacidad de ir más allá de los prejuicios que aún nos rodean por todas partes. Lamentablemente, sin embargo, en este momento, hay otros clérigos que viven bajo el temor de que no se permita esta apertura. Actúan bajo diversos escudos de protección, siempre con la pregunta de en quién pueden confiar. Algunos han compartido la historia de sus vidas conmigo. Mi apoyo es firme en su lucha por vivir en el amor y la integridad. Me han enseñado mucho. Y estoy en deuda con ellos.

Al leer esto algunos afirmarán enérgicamente que, como obispo, mi postura me enfrenta a la postura oficial de la iglesia a la que represento, y a la postura histórica de la iglesia católica. Están en lo cierto. Soy una voz minoritaria en la estructura eclesiástica. Pero esta minoría está creciendo porque los nuevos conocimientos impregnan a toda la sociedad. No siempre será minoritaria esta postura. La iglesia ha cambiado su pensamiento muchas veces durante su historia y lo hará de nuevo en esto y espero que en otros temas.

La cuestión más honda es la que se nos plantea respecto de la Biblia y de su autoridad de referencia. Porque, este punto de vista que defiendo, ¿va en contra de las Escrituras? Todas las cuestiones aquí planteadas, ¿no las resuelve la Biblia de una vez por todas y con autoridad? El pueblo cristiano debe reflexionar a fondo sobre estas cuestiones. Todas ellas son dignas de un serio examen, que es lo que expondré en la siguiente sección de este libro.

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II

LA BIBLIA CAPÍTULO 6

AMBIGUA AUTORIDAD «¿Trata usted de reescribir la Biblia? ¡Si la Biblia dice que algo está mal, es que está mal!» Estos sentimientos, de mil maneras expresados, son la reacción típica de los creyentes que temen y que intuyen que, de alguna manera, pongo en peligro los valores por los que viven. En su mente, la Biblia está inexorablemente unida a estos valores. Por eso es importante para mí implicar a la Biblia en este debate abierto sobre los temas sexuales actuales. Porque la Biblia es un elemento religioso, entre otros muchos, cuya autoridad es ambigua y como con dos aspectos.

La historia, por un lado, recubre, a estos símbolos de autoridad, de un halo místico fascinante. Para muchos, en efecto, poder citar «la Biblia» (es decir, algún fragmento suyo) en favor de su opinión particular equivale a justificar y a acreditar automáticamente dicha opinión. Para algunos, el debate queda cerrado una vez que queda claro que «la Biblia» está de su lado. Las declaraciones oficiales de la Iglesia lo reconocen así, tácitamente, cuando procuran dejar su texto ensartado con citas bíblicas, a manera de una suma de pruebas. Gran parte de la influencia, tanto de los predicadores apasionados del pasado como de los predicadores electrónicos actuales, proviene de la autoridad de la Biblia que sostienen abierta en su mano, así como de la afirmación de que la Biblia es el libro que contiene la «palabra de Dios» infalible, que da respuesta a todas las preguntas. Esta palabra es definitiva, perfecta y, sobre todo, 105

Parte I I — La Biblia

insensible a los cambios y azares de la vida mortal de las personas a las que estos predicadores, ya digo, Biblia en mano, se dirigen. Cuando las Escrituras se proclaman así, literalmente y con certeza, transmiten un sentimiento indudable de estabilidad y de seguridad que procura un gran confort, sin duda, a todos aquellos cuya actitud es resistirse a cualquier cambio.

Sin embargo, esto es sólo la mitad de la verdad sobre este libro. El poder de la Biblia es tal que quienes, en diferentes épocas, han abogado por un cambio también han encontrado en ella un aliado. En casi todas las dramáticas confrontaciones sobre cuestiones clave de la historia de occidente, las dos partes en conflicto han apelado a la Biblia. Durante años, la Biblia sirvió para justificar la ideología política dominante que se conocía como derecho divino de los reyes. Sin embargo, también fue la Biblia un arma poderosa en manos de quienes dirigieron la revolución antimonárquica, tal como atestigua la rebelión de Oliver Cromwell. Abraham Lincoln y Jefferson Davis apelaron a la Biblia para apoyar sus actitudes hacia los negros, y también para conferir autoridad moral a sus bandos respectivos durante la guerra más sangrienta de Estados Unidos.

Por tanto, no debería sorprender que, en la medida en que los cambios de los patrones convencionales de comportamiento sexual generan inquietud en la conciencia colectiva, citen la Biblia tanto conservadores como liberales, en pleno conflicto. Sin embargo, en nuestra época, debido a que nuestra sociedad está increíblemente secularizada, el conflicto se plantea de forma notablemente diferente.

La primera diferencia es que la iglesia ya no detenta el mismo poder que tuvo antaño sobre las mentes de las personas. Esto significa que las filas liberales en la iglesia han disminuido mucho. Los que perdieron la esperanza de reformar algún día la iglesia abandonaron en silencio la religión organizada. Muchos de los que abogaban por un 106

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nuevo día en la ética sexual son los mismos que se alejaron de lo religioso. Son ciudadanos de la «ciudad secular» a los que, ahora, las declaraciones eclesiásticas sobre cuestiones sexuales les ofenden en su dignidad. Estas reiteradas declaraciones eclesiásticas conservadoras han perdido el contacto con la realidad y, en especial, parecen complacerse en ignorar el hecho de que, a las mujeres, ya no se las puede definir conforme a los estereotipos del pasado. A estos ciudadanos de la ciudad secular, ya no los maltrata ninguna iglesia ni ningún líder eclesiástico contrario al control de natalidad o que rechace que el aborto sea, entre otras opciones, una opción regulada por la ley. Tampoco les impresionan ya los predicadores cuando citan la Biblia literalmente y les recuerdan los valores de antaño, o hablan nostálgicamente sobre las virtudes de la familia patriarcal. En sus mentes ya no existe aquella familia en la que el padre trabajaba mientras la madre, limitada en casa, cuidaba a los dos hijos y al perro. La mayoría ha aprendido a vivir sin la iglesia como la fuerza superior, rectora de sus vidas. Sinceramente, ya no están dispuestos a que les afecten los prejuicios religiosos y la ignorancia en este terreno. Este mundo secular, en el que la iglesia no tiene ningún poder efectivo, es una novedad.

Por otra parte, cada vez resultan más estridentes las voces conservadoras y la jerarquía religiosa que ven el mundo secular como el patio de recreo del diablo. Esta gente se enfrenta a lo que ellos juzgan ser un atentado a la moralidad, y lo hacen con un grado preocupantemente alto de hostilidad y de ira, que revela una ansiedad y una inseguridad desorbitadas. Sus actitudes desmienten su afirmación de que la certeza y la justicia están con ellos, como cristianos. Los cambios que se están produciendo en los patrones de comportamiento sexual amenazan y socavan la influencia y la autoridad religiosa. Los líderes de la iglesia son como los jefes de una fortaleza-institución amenazada, que reaccionan enérgicamente e intentan, sin éxito, reparar la brecha en la muralla. Incluso los líderes que representan 107

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la cara amable de la iglesia, y que no quieren que se les identifique como fundamentalistas, apoyan con gusto las conclusiones de los fundamentalistas si sirven para sus fines. Recientemente, por ejemplo, un obispo se ensañó conmigo porque escribí que, entre los obispos episcopalianos de los Estados Unidos, había gente de todos los estilos teológicos y eclesiásticos: carismáticos, evangélicos, liberales, conservadores, anglo-católicos y fundamentalistas. Esta última categoría fue la que le molestó. Escribió que no conocía a ningún fundamentalista en la Casa de los Obispos de la Iglesia Episcopaliana. Curiosamente, en el párrafo siguiente, manifestaba su creencia en la historicidad literal de las dos narraciones del nacimiento, la de Mateo y la de Lucas, y afirmaba: «Si Dios hubiera decidido nacer de una virgen, esto no sería problema para él». Cuando le señalé que, en este tema, él mantenía una posición fundamentalista, que reputados biblistas (católicos y protestantes) ya no apoyan, se sorprendió pero no se desdijo de sus afirmaciones.

Esto significa que las posiciones del debate se han endurecido. Hay muy poca interacción que no sean los anatemas lanzados de un lado al otro del abismo que separa las partes en litigo. A menos que puedan establecerse puentes por encima de esta brecha cada vez mayor, el destino de este libro mío de ahora no será el de contribuir al diálogo sino que, por un lado, la sociedad secular lo ignore y que, por otro, la autoridad religiosa lo condene.

Sólo conozco un modo de comenzar a construir puentes: hacer que el mundo secular escuche voces cristianas que divergen de la norma, que se toman el mundo presente tan en serio como la sociedad civil y a los que, sin embargo, no se les puede despachar como simple «ateos», tal como la derecha religiosa tiende a hacer. En esta segunda sección del libro, pretendo iniciar la construcción de estos puentes. Primero, me centraré en la Biblia y argumentaré que esta fuente sagrada está libre del cautiverio del literalismo. Luego propondré nuevas opciones morales en este nuevo 108

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mundo feliz. Mi propuesta, por tanto, no es un ataque a la integridad de la Biblia, tal como es casi seguro que afirmará la derecha religiosa. Más bien es, eso sí, una crítica firme de la interpretación literalista y mágica de las Escrituras, que creo que retiene y oculta a muchos la verdad real de éstas. Si no logramos desenmascarar las interpretaciones fundamentalistas de la Biblia, ésta no tardará en perder su autoridad y su valor verdaderos.

No es una tarea sin riesgos para un miembro de la jerarquía eclesiástica. Pero de ahí proviene la energía de este libro, si es que tiene alguna. Por eso me tomo muy en serio los tesoros de nuestra fe. Quiero explorar en profundidad qué es lo que dice exactamente la Biblia sobre la sexualidad, las mujeres, la homosexualidad, el matrimonio, el divorcio y el adulterio. Los resultados podrían llegar a sorprender a la sociedad secular así como enfurecer a algunos creyentes conservadores en la medida en que llegue a quedar claro que la Biblia no sustenta las posiciones que, durante siglos, se ha pretendido que sustentaba.

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CAPÍTULO 7

CONTRA

EL LITERALISMO

Cuando estaba en séptimo grado, mi madre me regaló por Navidad mi primera Biblia personal. Tenía el aspecto que se supone que debe tener una Biblia: cubierta de cuero flexible, hojas de papel de seda con bordes dorados, una limitada concordancia detrás y muchos mapas de Tierra Santa en la antigüedad. El texto estaba a dos columnas: una distribución que, según mi experiencia, sólo se utiliza en diccionarios o enciclopedias que están pensados para consulta y no para leer de corrido. El texto se dividía no sólo en capítulos sino en versículos más cortos y, cuando era Jesús quien hablaba, las palabras estaban impresas en rojo. Era la «Versión Autorizada» que, por supuesto, no era otra que la «Biblia King James». Al fin y al cabo, era el año 1943 y las versiones modernas no existían aún.

Que la Biblia fuese un regalo de Navidad para un chico de doce años deja claro cuáles eran los valores de mi familia. (También recibí, aquella misma Navidad, una gran imagen enmarcada de Jesús). Yo estaba encantado. Mi madre había investido a nuestra gran Biblia familiar de un aura sagrada: rara vez se leía pero siempre se la respetaba; dispuesta en la mesa del café, en un lugar visible, donde nadie ponía un vaso, una copa, una taza u otro objeto.

Detrás de las venerables cubiertas de la Biblia familiar, mi propio nombre, junto con mi fecha de nacimiento y de bautismo, los nombres de mis padres y algunos otros datos estaban solemnemente escritos. Unas líneas más arriba había un recuerdo del enlace de mis padres y el nombre de sus padres, de los que sólo había conocido a uno. Este libro era, de alguna manera, un vínculo entre generaciones y también entre todos nosotros y el Dios eterno al que nos referíamos, sin vacilar, como nuestro «Padre celestial». 111

Parte I I — La Biblia

En respuesta a este regalo, prometí leer un capítulo de la Biblia cada día. Así empezó mi historia de amor con este libro. Y aún hoy leo y frecuento la Biblia cada día. Lo hago con un ritmo pensado para completar su lectura en dos años. Así es como leo los dos Testamentos y los Apócrifos.

Sin embargo, a lo largo de mi vida, he leído la Biblia en muy diferentes planos, desde el mágico hasta el erudito. He aprendido mucho de su contenido en la escuela dominical y en las escuelas bíblicas de verano, que eran parte de la rutina veraniega normal durante mi infancia. Asistí a dos cursos sobre Biblia en las facultades públicas de Charlotte, Carolina del Norte, pues, por entonces, aún no se había declarado inconstitucional la enseñanza de la Biblia en la escuela pública. Impartía ambos cursos una dulce señorita fundamentalista que no llevaba maquillaje porque eso «iba en contra de la palabra de Dios». Quizá su erudición fuese insuficiente, pero su amor a Dios no. Nos tenía fascinados a todos cuando contaba las emocionantes historias de José, Moisés, Elías, Pablo, o la historia de la pasión. Creía en la memorización, y todavía hoy puedo citar, según su edición, la King James original, extensos pasajes bíblicos. Mi amor por las Escrituras, nacido y arraigado en aquellos años tempranos, ha permanecido conmigo durante toda mi vida aunque no haya ocurrido lo mismo con aquella primera visión superficial mía de entonces.

Mi trato literalista con la Biblia murió al final de la adolescencia, bajo el influjo de una gran universidad pública laica. Sin embargo, la muerte del literalismo no trajo consigo para mí, tal como parece sucederles a muchos otros, la muerte del interés por el estudio de la Biblia.

Luego, mientras estuve en el seminario teológico, anhelaba adentrarme, lo más profundamente posible, en los estudios bíblicos. Me encantaban los hallazgos de los estudios críticos. La introducción a las «Escrituras hebreas» (a las que, con bastante insensibilidad, llamábamos entonces «An112

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EL LITERALISMO

tiguo Testamento») me resultó apasionante hasta el extremo, pues me llegó a través de una mente tan competente como la de Robert O. Kevin. Por contra, no me presentaron bien las «Escrituras cristianas», excepto la literatura joánica y el evangelio de Marcos. Es que se las asignaban a los profesores más jóvenes de la facultad, para los que no eran una prioridad. Sin embargo, esto no me disuadió de conocerlas. Emprendí por mi cuenta su estudio, libro tras libro, desde Mateo, pasando por Lucas, los Hechos, Pablo, las epístolas pastorales, las epístolas católicas y el libro de la Revelación o Apocalipsis. Así compensé la insuficiencia de la facultad. Después de la graduación, la primera parroquia que me asignaron estaba junto al campus de la Duke University. Mis feligreses eran gente joven, que luchaba por conciliar las supersticiones bíblicas, transmitidas en la escuela dominical de su infancia, con el reto que representaba la formación moderna. Para mí, esta asignación fue algo como caído del cielo. Lo agarré con gusto y tuve cierto éxito.

La Biblia se hizo cada vez más y más importante en el curso de mi ministerio. Durante doce años, impartí, en dos congregaciones numerosas, una clase de Biblia para adultos. La daba en la hora antes de la celebración principal del día. Durante seis de los doce años, la clase se retransmitió en una radio local. Estaba determinado a comunicar a los laicos mi propio entusiasmo por los estudios bíblicos y por la crítica. La mayor parte de mi auditorio respondió con su entusiasmo al mío y, de hecho, la clase se convirtió en una conversación en comunidad. Ya entonces, los que no podían admitir otra cosa que el literalismo empezaron a buscar otras iglesias. Pero, por cada persona que abandonaba, diez nuevas venían, atraídas por la esperanza de que la iglesia no tiene por qué ser una experiencia anti-intelectual.

Mi plan fue emplear un año entero en un solo libro, como el Génesis, el Éxodo, o Marcos. Dediqué tres años al corpus de Lucas y de Hechos, dos a la literatura joánica y 113

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uno a las epístolas paulinas. Leí mucho para preparar aquellas lecciones y disfruté con lo que aprendía. Todavía conservo las grabaciones de aquellas clases y las notas del estudio preparatorio de cada una de las lecciones aún están en casa, archivadas por años, en grandes carpetas.

Aquellos años de estudio, de enseñanza y de diálogo fueron los que me condujeron al punto en el que ahora estoy, en el que quiero hacer suficientemente pública mi búsqueda de las profundidades de verdad que creo que hay en la Biblia. Sé que hablo, no sólo por mí sino también por todos aquellos cristianos cuya fe, más que debilitarse, se fortalece gracias a los estudios bíblicos. Cuando el debate en la iglesia sobre el cambio de los modelos sexuales se convirtió en un debate sobre la manera adecuada de usar la Biblia al tomar decisiones en lo sexual, sentí claramente que toda mi vida anterior no había sido más que una preparación para aquel momento.

La Biblia no cayó del cielo ya escrita. Esto parece obvio y, sin embargo, demasiados la utilizan y citan como si hubiera sido así. Por lo tanto, el primer paso para entender la Biblia es explorar la historia prebíblica, es observar los antecedentes de las Escrituras, identificar y explorar los documentos que se encuentran tras la Biblia.

Los hilos de tradición más importantes que tejen juntos la Torah (es decir, los cinco primeros libros de las Escrituras hebreas) son cuatro. Cada una de estas tradiciones es única y es representativa de los valores de su tiempo y lugar específicos, es reflejo de las realidades sociales, políticas y económicas que la produjeron. Citar la Torah sin tener en cuenta esta distinción textual básica es presuponer que todos y cada uno de los versículos son igual de objetivos y tienen la misma importancia. Hay más ingenuidad que verdad en este tipo de acercamiento a la Escritura.

La tradición judeocristiana tiene su origen en la llamada a Abraham para que abandone la ciudad de Ur de los Cal114

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deos y forme un nuevo pueblo (Gén. 12). Abraham fue una oscura figura que, en caso de haber existido como un individuo histórico real, tuvo que vivir en alguna época cercana al 1800 aC. Y dos cosas cabe destacar de esta fecha. En primer lugar, que la narración de Abraham más temprana no se escribió antes del 920 aC., es decir, unos novecientos años después de la época en la que suponemos que vivió. Lo cual significa que la historia de Abraham se transmitió oralmente, alrededor del fuego de los campamentos nómadas y de padres a hijos, durante más de veinticinco generaciones. Su tono es, ciertamente, el de una leyenda tribal. Entonces, a la vista de esto, ¿hasta qué punto estamos dispuestos a ser literalistas en episodios como el sacrificio de Isaac, los celos entre Sara y Hagar, y la relación entre Abraham y Lot?

El segundo punto a destacar sobre la fecha de la existencia hipotética de Abraham es que, si sumamos los mil ochocientos años a los siglos del cristianismo, tenemos que la historia de nuestra fe tiene menos de cuatro mil años de antigüedad. Cuando consideramos que la actual astrofísica estima que nuestro planeta tiene entre cuatro y cinco mil millones de años de edad, y que la convicción antropológica actual estima que la vida humana en este planeta, aunque primitiva, se puede fechar que comenzó hace uno o dos millones de años, entonces una historia de fe nacida en el 1800 aC. no es antigua sino relativamente moderna e incluso nueva. Por tanto, si esta historia de fe se literaliza y reivindica como la única portadora del plan de salvación de Dios, inerrable e infalible, entonces, uno debe preguntarse por qué este Dios misericordioso dejó a los seres humanos en la ignorancia y en el pecado durante el 99’9 % del tiempo que llevan viviendo en la tierra. Y también habría que cuestionar la sabiduría de un Dios que permite que se desarrollen simultáneamente sistemas religiosos paganos como el Budismo o el Hinduismo en este planeta en definitiva tan pequeño. Estos antiguos sistemas religiosos siempre han tenido un número de miembros que, en su conjunto, siempre 115

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ha sido superior a los del Cristianismo, del que, sin embargo, decimos que es la «única verdad que salva». Así que, a poco que se perciban las cosas desde un punto de vista global, la confortable afirmación de exclusividad que se atribuye por parte de los literalistas a la Biblia comienza a hundirse en el mar de la relatividad de la verdad.

Si nos centramos ya en este primero de los hilos de tradición que se entrelazan en la Torah, descubrimos más cosas que requieren nuestro examen. Esta tradición más primitiva se conoce como el relato o el documento Yahvista. La razón es porque se refiere a Dios con el nombre de Yahvé. Este documento se escribió en el Reino del Sur, es decir, en Judá. Jerusalén, la capital de Judá, era la ciudad sagrada en la que gobernaba la casa real de David. El Yahvista es por tanto una historia de Corte, escrita en interés de la tradición monárquica y de la autoridad divina de dicha dinastía. Por eso Yahvé es un Dios que sólo habla con los líderes ungidos por obra de su elección. Moisés fue el instrumento político de Yahvé, y Aarón, el hermano de Moisés, fue el líder sacerdotal designado también por él. Ambos líderes actuaban en su nombre y transmitían al pueblo su voluntad, así como su invitación para que se comprometiesen en un pacto con él. Yahvé no se comunicaba directamente con el pueblo. Le hablaba a través de Moisés y de Aarón, y, en última instancia, sólo era Moisés el que hablaba y trataba directamente con Yahvé. El liderazgo sacerdotal, en este período de la historia hebrea, provenía del liderazgo político que derivaba directamente de Yahvé. Aarón conciencia su posición subalterna en el episodio del becerro de oro (Gén. 32) y en el intento de liderar una conspiración contra Moisés (Núm. 12).

Los historiadores de la corte de David que escribieron la narración Yahvista estaban bastante seguros de que ninguna autoridad rivaliza con la del líder político elegido de Yahvé. Rebelarse contra el rey o contra la familia real equivalía a rebelarse contra Dios. De hecho, la gente entró en una relación de alianza con Dios sólo por ser parte de la nación con cuya 116

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élite gobernante Yahvé había establecido un vínculo. Estar cerca de Yahvé, participar de su revelación verdadera, requería una comunión con la jerarquía divinamente establecida. Dios se acercaba al pueblo a través de ella. Pablo basó en este enfoque yahvista, siglos más tarde, su argumento contra la rebelión (Rom. 13), su apoyo a las instituciones del imperio y su idea de una iglesia jerárquica, cuya teología es que Dios habla al pueblo a través de los clérigos ordenados, y, en especial, en el catolicismo romano, a través de un papado definido como infalible en el siglo XIX. Si Dios se identifica con la tradición vigente, entonces, la rebelión, la revolución y la reforma están equivocadas. Éste era ya el punto de vista de Jerusalén, hace tres mil años, tal como se indica en la corriente primera del material prebíblico. El Yahvista bien podría llamarse, pues, la Ilíada hebrea.

La segunda narración que antecede a la Biblia que conocemos se conoce como el documento «Elohísta». Normalmente, su redacción se sitúa alrededor del año 750 aC. y se compuso en el reino del Norte, en torno a Samaría, como una historia sagrada de Israel. El reino septentrional se separó de Judá cuando su pueblo se rebeló con éxito contra la casa de David en los años finales del siglo X aC.. Jeroboam, un líder militar brillante, había exigido ciertas reformas a Roboam, nieto de David y de Betsabé (I Reyes 12:3-5). Como las reformas no se hacían, lideró una rebelión que terminó con una escisión en dos del reino: Israel en el Norte y Judá en el Sur. Jeroboam fue el rey del reino septentrional. Con el tiempo, se levantó la ciudad de Samaría, que fue la nueva capital y que rivalizó con Jerusalén (I Reyes 16:24).

El pueblo confirió la autoridad a Jeroboam cuando éste desafió el poder real de Judá, que era de origen divino. como consecuencia, en el reino septentrional no hubo una familia real establecida por Dios, ni templo alguno adyacente al palacio real, como signo visible de la presencia divina. Dado que fue el pueblo el que eligió y dio el poder al rey, éste era un monarca constitucional que o bien satisfacía 117

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al pueblo o bien corría el riesgo de que lo derrocaran. En el Reino del Norte, el rey nunca tuvo mucha estabilidad, y tampoco un linaje.

El Elohísta, es decir, el relato histórico del Reino del Norte surgió de esta experiencia, e influido por unos valores sociales nuevos, lo que hizo que su versión del pasado fuera muy distinta de la del Yahvista. El pueblo recordaba los acontecimientos del Sinaí de forma distinta de cómo los consignaba la tradición de Judá. El Elohísta creía que Elohím hizo una alianza con toda la nación y no con sólo sus líderes. El pueblo era quien había elegido a Moisés y a Aarón para que lo representasen ante Dios. Así que los líderes habían recibido su poder y su autoridad del pueblo, no de Dios. Aquellos a quienes se les confería el poder podían ver cómo, con la misma facilidad, se les retiraba. Por tanto, la rebelión contra el líder no se interpretaba como una rebelión contra Dios. Por eso la tradición Elohísta es una fuente no sólo para definir el proceso democrático, en el que el poder lo otorga el pueblo a quien éste elige, sino también del sentido de la congregación, que caracteriza, hoy en día, al cristianismo protestante. Éste fue el comienzo incipiente del «sacerdocio común de todos los creyentes», una tradición que rehúsa aceptar las decisiones no representativas y las pretensiones exageradas de la jerarquía, eclesiástica o política. Cuando el Reino del Norte pasó a considerar al patriarca José como su antepasado más importante, las leyendas populares lo presentaron como el hijo favorito de Jacob, a quien éste colmaba de presentes y de atenciones, incluida la túnica de muchos colores que luego se tiñó de rojo. También a la madre de José se la presentó como la esposa más amada por Jacob. El documento Elohísta era un relato social y político pensado para ensalzar a los antepasados de quienes lo escribieron y para alimentar el sentido histórico de las largas, peculiares y a veces peligrosas sagas sagradas de los pueblos del norte. La narración Elohísta bien podría llamarse la Odisea hebrea. 118

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Sin embargo, en el año 721 aC., la ciudad de Samaría cayó derrotada por el ejército asirio. El pueblo del Norte se dispersó en el exilio para nunca más reunirse como nación. Unos pocos lograron escapar hacia el Reino del Sur. Judá, aunque también fue derrotada, supo jugar más hábilmente sus cartas políticas, de modo que, a cambio de su vasallaje, consiguió que Asiria le concediese un resto de independencia. Al menos, a sus ciudadanos no los deportaron a Nínive.

Entre los tesoros preservados por los pocos norteños que escaparon de la plaga Asiria y que huyeron a Judá, estaba el relato sagrado del escritor Elohísta. La narración Elohísta llegó, pues, a Jerusalén, donde se añadió al documento Yahvista y así pasó a ser la segunda de las versiones de la historia sagrada de este pueblo singular que alguna vez estuvo unido. Con el tiempo, la versión Yahvista y la Elohísta se fundieron en una única narración: el documento Yahvista-Elohísta.

Aunque el ajuste no era perfecto, la compilación de ambos relatos creó el sentimiento de que había una ascendencia común. La división del reino se legitimó históricamente al conceder al antepasado común, Jacob, dos esposas, cada una destinada a ser madre de la mitad de la nación. En uno de los relatos sagrados, los hermanos vendieron a José como esclavo a los Madianitas. En el otro, a los Ismaelitas (Gen. 37). Aunque ambas versiones difieren, ambas aparecen en la versión final que unía las dos tradiciones.

Sin embargo, quienes actualmente sostienen la inerrancia de la «Palabra» suelen ignorar este tipo de diferencias. Hay, por ejemplo, una versión de los «diez mandamientos» en la tradición Elohísta (Éxodo 20) y otra diferente en la tradición Yahvista (Éxodo 34). Quizá el intento de asumir estas dos explicaciones, tan difíciles de conciliar, ayudó a gestar la narración que representa a Moisés rompiendo las tablas de piedra y teniendo que volver a la cima del Sinaí para pedir a Dios que las escriba una segunda vez. En cualquier 119

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caso, la tarea editorial de componer el gran relato sagrado se llevó a cabo en Jerusalén, en algún momento del siglo que transcurre entre la caída de Samaria, en el 721 aC., y el reinado del rey Josías, que comenzó en el 639 aC.

Por eso fue en el tiempo de Josías cuando salió a la luz un tercer documento que también se unió a la historia sagrada. Josías fue probablemente el rey más popular de Judá después de la división del reino. Adoraba a Yahvé con devoción y poseía un don, un carisma. Debido a sus profundas convicciones religiosas, en el año 621 aC., ordenó algunas renovaciones y reparaciones en el templo de Jerusalén. Entonces, escondido en los muros (nunca sabremos si intencionada o accidentalmente, si real o ficticiamente), se descubrió un nuevo libro de la Ley pretendidamente escrito por Moisés (II Reyes 22) (1).

A este documento se le dio el nombre de «segunda ley» y por eso nosotros lo llamamos Deuteronomio (en griego, deutero-nomos). Llevaron el texto encontrado al rey Josías, quien, tras leerlo, inició una reforma concienzuda de la vida religiosa de Judá, que se conoció como la «reforma deuteronómica». Primero, Josías reunió una asamblea sagrada, a la que leyó la nueva palabra del Señor a través de Moisés, y luego informó al pueblo de que, inmediatamente, se introducirían cambios en el reino basados en las nuevas órdenes contenidas en aquel libro.

La mayoría de los cambios iban dirigidos a centralizar la vida religiosa de la nación en torno a la autoridad del sacerdocio de Jerusalén. Según esta reforma, Jerusalén era el único lugar adecuado para celebrar la Pascua, la circuncisión, la presentación de los niños y el bar-mitzvah. Las peregrinaciones de Pascua, que el Nuevo Testamento atestigua que llegaban a Jerusalén en el tiempo de la «última cena»,

(1) Richard E. Friedman argumenta, en su fascinante libro ¿Quién escribió la Biblia? (New York: Summit Books, 1987), que el autor del material deuteronómico no fue otro que Jeremías.

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eran para cumplir una tradición que empezó cuando la reforma de Josías. No mucho después, el Deuteronomio (con su tercera versión de los «diez mandamientos», en el capítulo 5) se injertó en el relato sagrado, y produjo la versión Yahvista-Elohísta-Deuteronómica. Ésta fue la narración que los judíos llevaron consigo al exilio de Babilonia, en el 586 aC., unos treinta y cinco años después.

Ninguna experiencia marcó tanto y tan hondo la vida religiosa del pueblo judío como el Exilio. Los ejércitos de Babilonia derrotaron a la nación; el pueblo emprendió el exilio; y, con ello, como vamos a ver, su concepción de Dios se expandió y se redujo a la vez. Bajo el liderazgo de Ezequiel y de un grupo de sacerdotes, la condición judía pasó a inscribirse, obligatoria e indeleble, en el cuerpo de los varones mediante la circuncisión, y en sus mentes y en su corazón mediante una estricta observancia de la ley y de las prácticas rituales. Bajo este mismo liderazgo se impuso también la rígida observancia del Sabbath y de las prescripciones en materia de alimentación. Todas estas prescripciones estaban orientadas a afirmar que los judíos eran un pueblo puesto aparte. Las Sinagogas comenzaron también en este tiempo. Eran el lugar donde el pueblo exiliado podía mantener vivas su fe y sus prácticas rituales. Sin embargo, lo más importante de cara a lo que aquí nos interesa es que un grupo de sacerdotes emprendió el trabajo ingente de reescribir todo el relato sagrado de los judíos. Esta revisión dobló la longitud de la Torah y engrosó las tradiciones sobre el culto, contra el que, sin embargo, los profetas tanto habían hablado antes, aunque, de hecho, la época de los profetas aún estaba lejos de haber concluido.

Esta nueva versión de la historia sagrada de Judá, que era teológicamente conservadora y rígidamente legal, fue la que Esdras y Nehemías trajeron consigo cuando regresaron para reconstruir Jerusalén, en el siglo V aC. Esta reescritura de la Torah fue la que, más tarde, dio pie a dos facciones: los Saduceos y los Fariseos. Y también esta reescritura fue 121

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la que garantizó la supervivencia de los judíos como un pueblo históricamente identificable.

A modo de capítulo introductorio de todo el Pentateuco, estos redactores sacerdotes añadieron, al principio del Génesis, las siete grandes estrofas que componen el primero y más conocido relato de la creación. Esta narración inaugural se pensó, fundamentalmente, para ensalzar y consolidar el Sabbath como una observancia judía que fuera una señal de identidad para el pueblo. Estos escritores sacerdotales fueron quienes añadieron, también, los comentarios relativos al culto de la conocida versión Elohísta de los «diez mandamientos» (Éx. 20). Con estos añadidos, proporcionaron motivos y razones para que los judíos se abstuvieran de idolatrar, obedecieran a sus padres y observaran el Sabbath, al tiempo que también aportaban, estos añadidos, una definición y descripción más exhaustiva de la envidia y de la codicia que causaban división dentro del pueblo.

Estos redactores sacerdotales fueron también quienes refundieron el relato del Diluvio. Por eso Noé tomó siete pares de animales puros y sólo un par de animales impuros en el arca. Esto permitió a Noé y a su familia: primero, cumplir la ley durante los días (entre 40 y 150) en que permanecieron aislados en el arca; segundo, tener qué comer; y, tercero, poder hacer las ofrendas sacrificiales exigidas por la liturgia, sin tener que destruir ninguna especie (Gén, 7). Aquellos eruditos sacerdotes reescribieron también la historia del pueblo errante, de suerte que Moisés e Israel no violasen ya el Sabbath al recoger el alimento del maná justo en el séptimo día (Éx, 16).

Frente a estos redactores y por las mismas fechas, el autor del Segundo Isaías compuso su texto (Is, 40-55). Mientras los redactores sacerdotales hundían a la nación en lo más profundo de su ser tribal y excluyente, al identificar a Dios con sus aspiraciones nacionales, este profeta desconocido llamó a Judá a superar su identidad tribal al esbozar la 122

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vocación universal de su pueblo. El destino de este autor, en aquel tiempo y en el inmediato posterior, fue ser «una voz que clama en el desierto». La influencia sacerdotal fue la que prevaleció, la que se extendió hasta el tiempo de los Macabeos y la que llegó, incluso, a los años de Jesús, cuando el liderazgo, tanto político como religioso, se fundió en Jerusalén en un único cargo: el Sumo Sacerdote. Conociendo todos estos datos, no podemos utilizar honestamente la Biblia sin hacernos cargo antes de cuáles son las fuentes originales y cuáles son las motivaciones subyacentes de cada texto de la Torah que citemos. Ni tampoco podemos, por el mismo motivo, citar el resto de la Biblia indiscriminadamente, en un debate, con objeto de probar algún punto particular actual en el que, con toda seguridad, los autores bíblicos no pensaron en absoluto.

La inconsistencia de la tesis de la unidad de la tradición bíblica resulta especialmente clara cuando comparamos los libros históricos: de una parte, libros como el de Samuel y los de los Reyes y, de otra, el relato de los mismos hechos, reescrito posteriormente por el Cronista (2). Es imposible conciliar las dos versiones. Comparad, por ejemplo, la versión de la muerte del rey David en I Reyes 1, con la versión de I Crónicas 28-29. En la versión de I Reyes, el monarca envejecido sufre un enfriamiento y su cuerpo no se podía calentar ni con una gran cantidad de mantas. Sus consejeros tuvieron la intención de descubrir a la doncella más bella de la tierra, que tendría el privilegio de yacer entre los brazos de su rey para calentarlo con su cuerpo. Abisag la sunamita fue la ganadora del primer concurso de «misses» que conocemos, y su nombre se incorporó al folklore y al imaginario judío hasta inspirar el Cantar de los Cantares. I Reyes 1 era, pues, un relato humano y realista. En cambio, la narración de I Crónicas 28-29, siglos después, era bas-

(2) N del T: El Cronista sigue las directrices postexílicas de Esdras y de Nehemías.

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tante diferente. La figura de David se había idealizado: era el patriota por excelencia, el prototipo ejemplar de judío, la última autoridad en la liturgia y en la Torah. En su lecho de muerte, David ordena a los jefes de Israel que transmitan sus palabras finales. El rey David las expone en un largo discurso en el que enumera las razones para no construir él el templo de Jerusalén, misión que deja a Salomón, su heredero, aunque él da las directrices detalladas acerca de cómo debía ser y de cómo debían comportarse los sacerdotes y los levitas en él.

Contraste admirable y extraño, el de los dos relatos del final de David. Quienes defienden la inerrancia bíblica tienen que esforzarse por reconciliar las dos versiones o, al menos, decir cuál es más exacta. Desafortunadamente, estos ejercicios mentales no aciertan con el significado de ninguna de las dos versiones. Cuando alguien se aproxima a un texto con las preguntas equivocadas, el texto no da sino respuestas equivocadas. Lamentablemente, ésta es la forma de aproximarse a la Biblia de mucha gente. Por eso, a los ojos de quien tiene una ignorancia bíblica importante y se acerca a ella creyendo en su literalidad, cada incongruencia entre fragmentos y cada nuevo hallazgo o adelanto científico no son sino algo que erosiona, aún más, la autoridad de la Escritura.

Cuando pasamos de las Escrituras hebreas a las cristianas, los temas en litigo, los métodos críticos y el tipo de fallos que se detectan no varían. Algunos moderados bienintencionados tienden a rechazar los excesos y contradicciones de las Escrituras hebreas pero a aferrarse a la literalidad del Nuevo Testamento pues ella sí que es la verdadera e infalible Palabra de Dios. Sin embargo, este punto de vista es también insostenible. Las incoherencias también abundan en los veintisiete libros del Nuevo Testamento. También en ellos hay un número identificable de fuentes diferentes, alguna de las cuales son anteriores a los Evangelios tal como los conocemos. 124

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El evangelio de Marcos pudo haberse escrito, todo él, como un solo texto; pero pocos estudiosos creen que ocurriese lo mismo con los otros tres. Mateo se escribió contando con Marcos, con un documento, sobre todo de sentencias y de parábolas, conocido como fuente Q (quelle, en alemán, es fuente) (2bis) y con una fuente adicional, exclusivamente suya, conocida como M. Lucas también contó con Marcos y con Q, pero de modo muy distinto al de Mateo. Además, tuvo también su propia fuente, llamada L, que pudo haber sido (y de hecho, probablemente fue) una serie de fuentes, algunas escritas y otras orales. Lucas pudo haberse escrito en una versión original más corta, que denominamos «proto-Lucas», ampliada, unos años después, con la adición de los «relatos de la infancia» y con materiales procedentes de Marcos. A los ojos de muchos, un rápido vistazo a la esmerada elaboración, en Lucas, del principio de su capítulo 3, basta para fundar la hipótesis de que el relato original comenzaba ahí. Según algunos estudiosos, los relatos de Juan sobre la boda en Caná de Galilea, la mujer sorprendida en adulterio y la resurrección en Galilea parecen proceder de otras fuentes distintas de las que detectamos en los Sinópticos.

Por otra parte, la actual disposición editorial del Nuevo Testamento nos condiciona e induce a engaño. Leemos a Pablo a través del filtro de los Evangelios. Aunque puede que sepamos, pues estamos informados de ello, que Pablo vivió, escribió y murió antes de que se compusiesen los Evangelios, no nos damos cuenta, ni reflexionamos ni sacamos conclusiones de este dato, de cara a la forma como se fue formando el Nuevo Testamento (2ter). En el «corpus pau(2bis) N del T: Después de este libro y otro posterior, Spong, siguiendo a Michael Goulder, ha dejado de ser partidario de la fuente Q (ver el «Preface» de Liberating the Gospel. Reading the Bible with Jewish Eyes, New York, HarperCollins, 1997).

(2ter) N del T: Ya en 1922, el abate Alfred Loisy, excomulgado por la Iglesia católica, hizo preceder las cartas de Pablo a los evangelios en su traducción al francés del NT: Les Livres du Noveau Testament, París, Nourry, 1922.

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lino», por ejemplo, nunca cuenta Pablo el relato de su conversión. El autor de los Hechos creó el relato del camino de Damasco más de treinta años después de la muerte de Pablo. Obviamente, este relato respondía a las necesidades de dicho autor en el tiempo de las primeras disputas en el cristianismo. Pero no estoy seguro en absoluto de que Pablo reconociera lo consignado en el relato de su conversión como algo que sucedió literalmente así en su vida.

Los estudios contemporáneos dividen ahora el corpus paulino en escritos auténticos y en sólo atribuidos a él. Romanos, Corintios I y II, Gálatas, Filipenses, Colosenses, Tesalonicenses I y II y Filemón se consideran genuinamente paulinos. Efesios, Timoteo I y II, Tito y Hebreos ya no se atribuyen a Pablo. Así que, cuando citemos el Nuevo Testamento, ¿daremos el mismo peso a un fragmento de la carta a los Romanos que a uno de la de Timoteo I, que se sabe con certeza que no es de Pablo? La autoridad de la Escritura, ¿reside en la persona del autor o reside en la comunidad que da autoridad al texto? (2quat).

Los primeros cristianos adoptaron la primera opción: la autoridad reside en la persona del autor. Por eso atribuyeron una autoría apostólica a los escritos postapostólicos. Hoy, sabemos que estos libros no son apostólicos. Por eso el argumento de la autoría no basta. Ahora bien, si la autoridad reside en la comunidad, entonces le corresponde a ella la facultad de cambiar, revisar y de considerar si aún vigen, o no, algunas afirmaciones de la Escritura. Cuando el pseudopablo escribe en Timoteo II que «toda la Escritura, la inspiró Dios» (Tim II 3:16), texto por otra parte muy querido de los fundamentalistas, ¿cómo es que no se le ocurre al lector de hoy que, cuando se escribió este versículo, su autor no podía referirse sino a las Escrituras hebreas? Por tardía (2quat) N del T: Ver: The Letters of Paul (New York, Riverhead, 1998) que incluye: Spong, J.S. «Preface. An external and internal introduction to Paul, the architect of Christianity».

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que fuese esta carta, en aquel momento de la historia, no se le atribuía el estatus de «Escritura» a ningún escrito del Nuevo Testamento, que aún no existía como tal. Las disputas en la iglesia sobre qué escritos cristianos eran, o no, Escritura aún no se habían suscitado. Escritos cristianos muy populares por aquel entonces, como el Evangelio de Tomás, la Epístola de Bernabé y el Pastor de Hermas, no se incluyeron en el canon de las Escrituras al final. E incluir al menos un libro, la carta de Santiago, fue un grave error, nada menos que en opinión de Lutero.

Las fechas en que se escribieron los libros de la Biblia hebrea se sitúan entre el 920 aC. y el 135 aC. El período en que se escribieron los libros que se añadieron hasta formar la Biblia cristiana empieza en el año 49 dC., fecha en que comienzan las cartas auténticas de Pablo (3), y concluye con la carta II de Pedro, escrita con posterioridad al 150 dC. ¿Puede citarse cualquier línea o versículo de cualquier libro fuera de su contexto, y aplicarse con honestidad a asuntos que se discuten ahora, unos mil novecientos años después? Pese a la respuesta evidente a esta pregunta, así es como los cristianos han utilizado la Biblia una y otra vez.

Incluso en temas básicos de la teología cristiana, como nuestra comprensión de quién es Jesús o de qué pasó en la Resurrección, los textos son muy confusos. Una rápida reordenación cronológica de los libros del Nuevo Testamento lo mostrará con bastante claridad.

Pablo escribió sus Cartas entre el año 49 y el 62 dC. y en ellas proclamó, únicamente, la presencia de Dios en la persona de Jesús. Ni lo explicó ni lo justificó, y seguramente tampoco desarrolló una teología sistemática sobre ello. «Dios estaba en Cristo reconciliando el mundo consigo», dijo (Cor. II, 5:19). Creía que la salvación se había realizado (3) N de T: El autor sitúa el corpus paulino dos años más tarde, entre los años 51 y 64 dC. en: SPONG, John Shelby, Re-Claiming the Bible for a Non-Religious World, Nueva York, HarperCollins, 2011, pág. 216.

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en Jesús. Dios había declarado a Jesús, Hijo de Dios por el Espíritu Santo, en el momento de la resurrección (Rom. 1:4). Doctrinas como la Encarnación o la Trinidad hubieran sido inconcebibles para Pablo, que era judío. Ambas requerían una ontología griega que él hubiera encontrado bastante extraña (4). Pablo representaba la primera etapa del pensamiento cristológico, la etapa de la proclamación.

Sin embargo, cuando se escribió el evangelio de Marcos (65-70 dC.), la gente se había empezado a preguntar cómo estaba Dios en Cristo. Marcos proporcionó la respuesta que más se generalizó en este período tan inicial de la reflexión cristiana. Su respuesta fue que Dios entró en Jesús en el bautismo. El cielo se abrió, el Espíritu descendió sobre Jesús como una paloma y Dios proclamó que se complacía en Jesús, que venía de Él. Con este desplazamiento de la resurrección (Pablo) al bautismo (Marcos), el momento en que Dios llama a Jesús su Hijo comienza un viaje hacia atrás en el tiempo. El relato del bautismo en Marcos es una versión que dio pie a lo que luego se llamó «adopcionismo» y fue condenado como herejía. Pero, quizá durante dos décadas, Marcos, que contenía lo que la iglesia habría de considerar más tarde una comprensión inadecuada e incluso herética de la naturaleza de Jesús, fue el único evangelio escrito que hubo entre los cristianos.

Unos veinte o veinticinco años más tarde, se escribieron los evangelios de Mateo y de Lucas. Por aquel tiempo ya no se consideraba adecuado sugerir que fue en el bautismo de Jesús cuando Dios lo eligió para una relación especial con Él. Tanto Mateo como Lucas introdujeron dos capítulos previos (Mat. 1-2; Luc. 1-2) con narraciones sobre hechos previos al bautismo, que es cuando comienza el relato de Marcos. Estas narraciones sugieren que Dios y Jesús llegaron a algún tipo de identificación, no en el bautismo, cuando (4) Este punto se expone con más detalle en el capítulo 3 de mi libro Into the Whirlwind (San Francisco: Harper & Row, 1983).

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ya Jesús era un hombre crecido, sino desde el primer momento de la concepción («nacido de María virgen, por obra del Espíritu Santo»). El pensamiento cristológico había franqueado una nueva etapa en su retroceso en el tiempo. Sin embargo, años después, esta visión también habría de verse superada.

Cuando se escribió el Cuarto evangelio, en torno al cambio de siglo, pareció que el momento de la concepción era demasiado finito y limitado para ser el inicio de la identidad divino-humana de Jesús. Juan descartó las narraciones del nacimiento, que con seguridad conocía, y las remplazó por su Prólogo o himno al Logos divino: «En el principio existía el Verbo (la Palabra, el Logos) … y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros» (Juan 1:1,14). El momento en que Dios y Jesús formaron una identidad mutua no fue en la resurrección ni en el bautismo, tal como Pablo y Marcos creyeron; tampoco fue en el momento de la concepción, tal como Mateo y Lucas sugirieron. Dios estaba en Cristo o Cristo estaba en Dios desde el principio. Con Juan, se completó el camino hacia atrás del momento en el que la divinidad y la humanidad su fundieron en Cristo, tal momento remontó la corriente del tiempo hasta antes del tiempo.

¿Quién está en lo cierto? Quizás todos lo están. ¿Quién es literalmente correcto? Quizás ninguno lo es, ni ninguno lo podrá ser nunca cuando intente contener a Dios o a Cristo en el vehículo limitado de las palabras. Entonces, la Biblia, ¿cómo puede ser el instrumento autorizado que da validez a nuestra fe? Nunca podrá serlo para quien no supere la aproximación literalista a ella. Simplemente, el Cristo de Marcos, que urgió a los que vieron sus actos poderosos, a que mantuvieran silencio, no fuese que el “secreto mesiánico” se descubriera prematuramente, no puede conciliarse con el Cristo joánico que caminaba en público diciendo cosas tan increíbles como «yo soy el pan de la vida», «el agua viva» y «el Padre y yo somos uno». Leídos en el plano puramente literal, los dos no pueden ser verdad a la vez. 129

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Encontramos el mismo tipo de incongruencias al intentar determinar el momento de la Resurrección a partir de las páginas de las Escrituras. Pablo aún proclama «Dios levantó a Jesús». Dios fue el sujeto de la acción y, además, Pablo siempre usó la forma pasiva del verbo: Jesús fue levantado por Dios. Pablo, además, no contó ni un sólo detalle de cómo fue la resurrección. Proporcionó listas de aquellos que fueron testigo de esta exaltación. La proclamación fue la forma original del kerigma de la resurrección, no la narración (5). Marcos, el primer evangelio, dio una versión muy breve, tanto que los primeros cristianos intentaron embellecerla después, con detalles añadidos. En el Marcos original no había ningún relato de las apariciones de Cristo resucitado. Las mujeres encontraron la tumba vacía, escucharon al hombre joven que allí estaba el mensaje de la resurrección, con su promesa del encuentro en Galilea, y entonces huyeron del sepulcro, atemorizadas. Mateo engrosó sobremanera el relato con cantidad de detalles de tipo mágico y milagroso. Nos proporcionó un terremoto, soldados cayendo en un estupor mortal, un ángel descendiendo del cielo, tumbas abriéndose, santos levantándose para caminar por las calles de Jerusalén y Jesús visto realmente por las mujeres en el huerto. Sin embargo, la única vez que, en el relato de Mateo, los discípulos ven a Cristo resucitado, éste ya es el Cristo ascendido y glorificado que se apareció bajando del cielo a la cima de una montaña en Galilea, para darles la misión y luego elevarse definitivamente al cielo.

Lucas cambió el mensajero de la resurrección de Cristo: dejó de ser un hombre joven y pasaron a ser dos ángeles, es decir que introdujo dos seres sobrenaturales. Lucas, además, omitió el relato de las mujeres que vieron al Señor resucitado

(5)Avanzo en una explicación mucho más completa de esto en mi libro The Easter Moment (San Francisco, 1987). [N del T:] Posterior, y más completo aún, es: Resurrección, ¿mito o realidad?, Barcelona, 1996.

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en el huerto, y omitió cualquier tradición de una aparición de Jesús en Galilea. Lucas situó las apariciones en Jerusalén y, a diferencia de Marcos y de Mateo, desdobló el evento único de la resurrección en la resurrección, primero, y, cuarenta días después, en la ascensión, tal como se narra no al final del evangelio sino al comienzo de los Hechos. Lucas utilizó la ascensión para clausurar las apariciones del resucitado, y dijo que todas las apariciones sucedieron, exclusivamente, en los alrededores de Jerusalén y no en Galilea.

Juan resituó la resurrección-ascensión en un sólo momento, amplió los detalles físicos referentes a Jesús resucitado, incluida la invitación a tocar su cuerpo y también sus heridas, y reunió a Jesús y a sus discípulos para comer tras una pesca junto al mar de Galilea, al cabo de algún tiempo. El Cuarto evangelio unió también la experiencia de Pentecostés, que Lucas narró en los Hechos, al día mismo de la resurrección. Contradijo así la tradición de Lucas que había separado ambos elementos y los había contado como dos hechos sucedidos uno tras otro, tras un período de tiempo.

¿Quién estaba en lo cierto? Cuando los detalles se contradicen, los defensores de una u otra versión no pueden estar en lo cierto a la vez. Si la Iglesia no puede ponerse de acuerdo sobre los detalles de quién es Jesucristo o qué pasó realmente en la primera Pascua, ¿estamos tratando acaso de algo que se presta a una interpretación literal? Y, si estos dos sucesos centrales no pueden ser literales tal como se presentan en determinados puntos de las mismas Sagradas Escrituras, ¿habrá algo que lo sea? Si la Biblia no se adecua a las reglas de la verdad literal, ¿puede hacerse un uso literal de las palabras bíblicas para solucionar discusiones en el cristianismo? El método de buscar fragmentos que apoyen ideas, ¿puede ser una forma adecuada de emplear la Biblia? Citar la Biblia para probar un punto de vista en una discusión es un recurso inadecuado e inútil. En la Biblia hay relatos diferentes sobre la Creación, versiones divergentes de los Diez mandamientos, interpretaciones distin131

Parte I I — La Biblia

tas acerca de quién es y quién fue Jesús, detalles contradictorios sobre lo que pasó en la primera Pascua, sobre el significado de Pentecostés, e incluso sobre cuándo llegará, si es que llega, el fin de los tiempos. A pesar de que estos conflictos y divergencias están presentes en la Escritura, hay quienes insisten en que la Biblia es infalible y piensan que sus textos pueden citarse para determinar una gran variedad de conductas morales.

Una vez abandonado el literalismo como forma de interpretar la Biblia, pueden explorarse los asuntos más sutiles, en los que los estudios bíblicos se adentran. Ningún autor es totalmente objetivo ni libre de intenciones y proyecciones, de modo que una cuestión legítima es: ¿por qué se preservaron estos textos? ¿Por qué fue tan importante, en 920 aC., contar la historia de la vocación de Abraham, de que partiese hacia lo que es hoy Palestina y establecer allí una nación? ¿Tuvo esto algo que ver con el hecho de que la huida hebrea de la esclavitud y de la opresión de Egipto, el pueblo que estaba ya asentado en Palestina la experimentó como la llegada de una ola de maleantes y de inmigrantes indeseados? Para justificar la conquista de esta tierra, ¿no tenían que definir un título de propiedad previo, que es lo que hallaban en la historia de Abraham? ¿Por qué a Jacob se le concedieron dos mujeres y dos concubinas? ¿No era para establecer un parentesco y una historia común con los grupos migratorios semitas que se reunieron en Kadesh para hacer un pacto o alianza (6)? Probablemente, todos los semitas no fueron esclavos en Egipto, de modo que no todos compartieron la experiencia del mar Rojo. Pero unos y otros unieron sus historias y formaron una alianza, trabajaron juntos en la conquista de Canaán y escribieron el tema del paso del mar Rojo dentro de la narración del paso del río Jordán, y así todos pudieron compartir el momento fundacional del éxodo. (6)

Hay varias referencias a Kadesh en Números, Deuteronomio y Josué.

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¿Por qué se escogió recordar cosas como las palabras de Jesús: «dad al César lo que es del César, etcétera»? ¿No era la lealtad religioso-política un asunto principal en la temprana lucha de la iglesia por sobrevivir, atrapada entre la Sinagoga y el César? Ningún texto es neutro. Todos se han preservado porque respondían a una pregunta, solucionaban una polémica o aportaban alguna ayuda a la comunidad que escogió recordar un hecho, algo concreto.

Otra cuestión que hay que plantear en cualquier pasaje bíblico, y que se puede formular de varias formas, es: ¿quién es el enemigo? ¿cuál es la amenaza? ¿por qué la hostilidad? Cuando la Biblia recoge una acción agresiva en la que los profetas de Yavhé destruyen a los profetas de Baal, ¿cuál es el tema, cuál el motivo subyacente? ¿Es análogo a un cisma entre «denominaciones» o a una disputa eclesiástica? Dado que la Biblia se escribió desde el punto de vista de los adoradores de Yahvé, el lector perspicaz sabe que, en tales relatos, hay más de lo que aparece a simple vista. La búsqueda del verdadero motivo de los textos se convierte entonces en vital. ¿Cuál fue la raíz de la rivalidad entre israelitas y filisteos? ¿Cómo encaja el éxodo de Israel en la historia de Egipto? ¿Qué significó el concepto de «tierra prometida» para los habitantes originarios de Canaán? ¿Cuál fue la actitud de los romanos hacia la provincia conquistada de Judea, y qué causó esta actitud? Cuando el autor de Timoteo I dice: «prohíbo hablar en la iglesia a las mujeres», ¿de dónde nace su enfado? ¿quién está hablando y desde dónde? No se prohíbe lo que nadie ha pensado hacer. La verdad es, probablemente, que, en algún lugar, de alguna manera, la autoridad masculina estaba amenazada y las estructuras de control se estaban resquebrajando. Los diversos libros y tradiciones de la Biblia toman partido en debates que se producen entre dos o más partes. Un estudioso de esta actividad de escritura se esforzará en identificar a los interlocutores a los que se dirigen las palabras recogidas. Sin averiguar esto, las palabras literales quedan distorsionadas. 133

Parte I I — La Biblia

Una vez identificados los interlocutores y los asuntos, el intérprete debe investigar los presupuestos del escritor. Algunas veces son obvios y otras están escondidos. Incluso cuando son obvios, a veces no los vemos hasta que la sociedad empieza a hacer nuevas y provocadoras preguntas, que los descubren ante nosotros. Por ejemplo, cuando Lucas escribió el relato de la ascensión, pocos cuestionaban los presupuestos cosmológicos del autor. La Tierra era plana, el Cielo era una cúpula encima de la Tierra, y la morada de Dios estaba por encima de aquella cúpula. Así que, cuando Jesús retornó a Dios, después de los hechos del viernes santo y de la resurrección, simplemente se elevó más allá de los cielos. En una época como la nuestra, en cambio, en la que el cielo no es una cúpula sino un vacío infinito, si descubrimos los presupuestos de Lucas es porque ahora son obsoletos. Las limitaciones de la concepción literal de la verdad en el relato se tornan obvias. Mateo presenta a Jesús, en el Sermón de la Montaña, diciendo: «Habéis oído decir que se dijo: “No cometerás adulterio”. Pero, yo os digo que todo el que mira a una mujer con deseo ya cometió adulterio con ella en su corazón» (Mt. 5:27-28). Quien lee esto se da cuenta de que o bien los oyentes eran todos hombres o bien el autor suponía que sólo los hombres eran los lujuriosos por definición, y las mujeres, en cambio, eran las sólo deseadas. El sesgo masculino es patente. Cuando nuestra generación llega a un punto en el que deja de compartir los presupuestos sociales e intelectuales que enmarcan la narración bíblica, ¿debe seguir utilizando las Escrituras como supremo criterio de autoridad? He aquí un asunto serio para la iglesia.

A veces, incluso las directrices morales más sencillas resultan no serlo tanto después de un estudio más atento. Por ejemplo, la mayoría cree que la Biblia expone sin equivocación, en particular en los diez mandamientos, que asesinar es malo, y que robar, aportar un falso testimonio y cometer adulterio también está mal. No cabe cuestionar el significado de estos imperativos bíblicos, ¿no es cierto? ¡Pues es 134

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falso! Lo que la Biblia dice, en realidad, es que está mal que un judío haga estas cosas a otro judío. Sin embargo, una lectura detenida del texto nos revelará que, cuando los judíos trataban con sus enemigos, entonces mentir, matar, robar y violar eran formas de comportamiento tribal aceptables. En la guerra, la pauta común era matar a los hombres, reclamar el botín y raptar a las mujeres para deleite sexual y para convertirlas en siervas. En el relato del Éxodo sobre la confrontación entre Moisés y el Faraón, Moisés estuvo encantado de cometer falso testimonio al prometer al Faraón que los hebreos sólo se alejarían, desierto adelante, una jornada de un día, para ofrecer sacrificios a Dios (Ex. 5:1ss). Ni Moisés ni el Faraón se creyeron este cuento. Cuando la huida de Egipto, los hebreos robaron a los egipcios ciegos; y lo hicieron alegremente (Ex. 12:36). Y se regocijaron, desde el otro lado del mar Rojo, al ver a los Egipcios muertos en la orilla (Ex. 14:30). ¡No levantarás falso testimonio! ¡No robarás! ¡No matarás! Esto es inaplicable –dirían—excepto en las relaciones entre judíos. El límite tribal de la ley moral de las Escrituras lo expresa gráficamente un fragmento del Deuteronomio: «No comerás ninguna bestia muerta. Se la darás al forastero que reside en tu ciudad para que él la coma; o bien véndesela al extranjero» (Deut. 14:21). ¡Hay que ver qué acaban siendo los preceptos morales que se consideraban universales!

Tenemos, pues, un «libro sagrado», que hemos leído mucho durante casi dos mil años, y que también hemos citado mucho, pero, probablemente, de forma inadecuada la mayor parte de las veces. Dado que voy a presentar algunas propuestas nuevas en lo que sigue, sé que encontraré la oposición de los que usan la Biblia como un arma para defender la tradición. Son los herederos de aquellos que, a lo largo de la historia, han utilizado este «libro sagrado» para apoyar el statu quo cada vez que emergía una conciencia nueva que prometía cambios en el orden mental, social o económico. Un libro cuyos fragmentos se han citado para justificar la 135

Parte I I — La Biblia

esclavitud cuando ésta estaba a punto de proscribirse; para apoyar la segregación cuando este sistema perverso comenzaba a desmoronarse; y para mantener sometidas a las mujeres cuando éstas comenzaban a reclamar la plena igualdad y los derechos de ciudadanía. Seguramente se citará hoy para condenar las nuevas costumbres sexuales y los nuevos patrones familiares que se están viviendo, así como para justificar la condena de las personas homosexuales que empiezan a afirmar su derecho a ser ellos mismos y a dejar de ser las víctimas de los prejuicios de un pasado ya obsoleto.

Para contrarrestar esta ofensiva, me adentraré en las Sagradas Escrituras y examinaré con detalle algunos textos concretos que se utilizan frecuentemente para mantener a las mujeres “en su sitio” y para devolver a los gais y lesbianas a la oscuridad de sus armarios. El debate sobre los asuntos de la sexualidad humana en el cristianismo es, en un sentido muy real y verdadero, un debate no sólo sobre esto sino sobre la autoridad de las Escrituras y sobre el papel de ambos, Iglesia y Escrituras, en mantener la ignorancia de la gente, que es la base de los prejuicios. Doy la bienvenida a esta oportunidad de entrar en el campo de batalla bíblico.

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CAPÍTULO 8

LA BIBLIA

Y LAS MUJERES

No cabe duda de que la actitud de la Biblia hacia las mujeres es sesgada. La pregunta es por qué y de dónde proviene esta actitud. Este capítulo tratará sobre esto. A lo largo de las Escrituras hebreas siempre hay una intensa y constante batalla entre los seguidores de Yahvé y los de otras tradiciones religiosas, llámense idolatría, culto a Baal o culto a los dioses de la fertilidad, muy populares en los santuarios locales de la región. Para comprender la opinión más generalizada de la Biblia sobre las mujeres, hay que entender este conflicto religioso porque, junto a los conceptos teológicos, había en él ciertas cuestiones, de tipo sexual y de mucho calado, que entraban también en juego.

A pesar de que iba a ejercer una gran influencia después, la tradición Yahvista no es muy antigua si se compara con el resto de los sistemas religiosos. La tradición Yahvista comenzó con las leyendas en torno a Abraham, el patriarca por antonomasia, y alcanzó conciencia de sí durante el éxodo, con Moisés. Esta fuerza religiosa cohesionó tanto a Judá que, siglos después, el pueblo pudo sobrevivir a un exilio de casi un siglo gracias a ella. Esta cohesión, basada en el culto a Yahvé, dio al pueblo de Judá fuerza para regresar y para reconstruir su nación tras el exilio.

Los adoradores de Yahvé fueron los que, sobre todo, escribieron la Biblia hebrea. La Biblia era una crónica de las grandes acciones que los judíos creían que Yahvé había realizado a favor de su pueblo. El interés de los yahvistas era realzar y embellecer los detalles que resaltaban el poder de Yahvé. Así, leemos pasajes sobre momentos increíbles de la historia judía, que sólo pueden explicarse por la intervención de Yahvé, quien no cesaba de trabajar a favor de su pueblo, elegido por él. Pensemos en las plagas de Egipto, en la sepa137

Parte I I — La Biblia

ración de las aguas del mar Rojo, en el maná enviado del cielo para alimentar al pueblo errante en el desierto, en el paso del Jordán, en la destrucción de la muralla de Jericó, la conquista de Canaán y muchos, muchos otros episodios.

No obstante, a pesar de estos relatos dramáticos sobre el favor e intervención de Yahvé, el yahvismo nunca fue la única religión en Israel. El relato bíblico reseña continuas caídas y recaídas del pueblo de Israel y de Judá, en la religiosidad popular de la región; religiosidad que revestía variadas formas de idolatría, tales como la adoración al becerro de oro o el culto a Baal.

Esta constante infidelidad religiosa plantea preguntas muy estimulantes pero que, sin embargo, rara vez se formulan y se intentan contestar. La Biblia, por ejemplo, no duda en mostrarnos las razones por las que Yahvé podía tener un gran atractivo para el pueblo pero, ¿qué es lo que podía haber de atractivo en lo que la Biblia denomina «idolatría»? ¿Dónde radicaba el poder de esta tradición religiosa que el yahvismo nunca consiguió suprimir del todo? ¿Quién era Baal? ¿Por qué Baal era tan amenazador para un profeta de Yahvé como Elías, que acabó por matar a todos sus profetas tras el enfrentamiento en el Monte Carmelo (I Reyes 18:40)? ¿Tiene la gente que matar, en los conflictos religiosos, a aquellos en los que no encuentra nada que elogiar? ¿Por qué los seguidores de Yahvé no podían acabar con la pervivencia de estos dioses entre la gente del pueblo de la alianza?

En el siglo VII aC., todavía estos santuarios eran lo suficientemente influyentes entre los judíos como para que el libro del Deuteronomio, recientemente descubierto, exigiera su cierre. Fue cuando los reformadores determinaron que el Templo de Jerusalén fuera el lugar exclusivo del verdadero culto (como un Vaticano de todo Judá). La gente, ¿oprime, clausura o destruye tradiciones religiosas que no representan una rivalidad para su supremacía? Si realmente estas tradiciones eran «nada», tal como afirman los textos yahvis138

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tas, ¿por qué los seguidores de Yahvé se sentían tan amenazados por ellas?

Incluso el rigor de las reformas deuteronómicas parece haber sido incapaz de purificar el culto del pueblo judío ya que, en el siglo V aC., bajo el mandato de Esdras, hubo un nuevo intento de desarraigar de Judá las prácticas religiosas que, a pesar de ser extranjeras, eran muy populares. Si leemos entre líneas en las Escrituras, parece evidente que el culto a Yahvé estaba inmerso en una batalla titánica y permanente contra un enemigo vital. Hay ecos de esta lucha en las historias, las reglas, los estereotipos, las prohibiciones y los mitos. De hecho, hay ecos de este conflicto en casi cada página de las Escrituras hebreas. De manera que, hasta que no identifiquemos qué atracción oculta del adversario desencadenó tal rivalidad entre él y la tradición de Yahvé, no entenderemos el ímpetu apasionado que atraviesa las Escrituras.

El nombre más frecuente en la Biblia para el principal rival de Yahvé es Baal. Baal era el consorte de la diosa Asherah (1). La religión de Asherah-Baal era una religión de la naturaleza (un culto de la fertilidad, ligado a los ciclos de las estaciones y a la fecundidad, tanto de la tierra como de la mujer). Esta pareja de dioses recibía culto en los santuarios locales, con liturgias sexuales explícitas que incluían la prostitución, tanto masculina como femenina.

El yahvismo era un desarrollo religioso nuevo que desafiaba al ya arraigado baalismo. La batalla se prolongó hasta que, finalmente, el yahvismo alcanzó el predominio, si no total, sí al menos entre los judíos. Este triunfo no fue fácil. Hasta lograrlo, los yahvistas gastaron muchas energías en tratar de erradicar cada vestigio del poder de su enemigo. Era como si los seguidores de Yahvé temiesen que el poder de esta pareja de dioses, la diosa de la fertilidad y su 1 N del T: Otros nombres: Ishtar, Astarté.

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consorte, pudiera regresar cualquier día y reclamar su preeminencia a costa de la de Yahvé.

Yahvé, por contraste, parece un dios masculino y solitario que crea vida, sin necesidad de compañera, mediante la Palabra y su Espíritu era el principio esencial de la vida. En el extremo opuesto, el culto de Baal era intensamente sexual, en él se honraba el poder sexual de la reproducción como fuente de vida. En la tradición yahvista, la virilidad de Dios era importante: Yahvé había creado la naturaleza y era el Señor de la misma. Para la tradición de Baal, en la creación de la vida, el principio femenino de la fertilidad era tan importante como el de su consorte viril. La deidad femenina se identificaba con la naturaleza y buscaba llamar a la gente a la armonía con ella.

Dada la intensa rivalidad de estas dos tradiciones, es lógico que, en la Biblia hebrea, escrita por los yahvistas, el sesgo varonil fuera abrumador. Si los seguidores de Yahvé estaban comprometidos en una lucha para destruir a la diosa de la fertilidad, que era la rival principal de Yahvé, ¿cómo no iban a tender a denigrar cualquier valor o contribución que pudiera asociarse con una deidad femenina? Y, como consecuencia de esto, ¿no era lo más probable que la tradición yahvista devaluara asimismo a las mujeres (vitales en una religión de fertilidad por la semejanza de la diosa con ellas)? Esto es exactamente lo que sucedió, y, como efecto de esta lucha, los escritores bíblicos desarrollaron un prejuicio antifemenino que se adivina en cada página de las Escrituras.

Esta actitud frente a las mujeres no sólo hizo mella en los hebreos sino que luego pasó, acríticamente, al cristianismo cuando éste se desarrolló en el mundo romano. De este modo, el prejuicio varonil se extendió, a través de la expansión del cristianismo, no sin el apoyo de algunas corrientes del pensamiento griego, pesimistas respecto del cuerpo, a todo el mundo occidental. Cada vez que se cuestionó después este prejuicio, en distintos momentos de la historia, la 140

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respuesta fue que Dios lo había querido así porque esto era lo que enseñaba la Biblia. La Biblia, sin duda, colaboró en el predominio de una agresiva superioridad masculina pero, sin embargo, ¿era esto lo que Dios quería? ¿Cuál era su intención? ¿Acaso el prejuicio sexista que hay en la Biblia refleja el pensamiento de Dios?

Estas cuestiones nos llevan –creo yo– a un serio examen. Para situar esta reflexión en un contexto anterior y más universal, viajemos atrás en el tiempo, hacia las brumas del pasado prehistórico y examinemos lo que podemos descubrir sobre las más tempranas formas humanas de culto y de religión. Hay antropólogos que parecen estar seguros de que la primera deidad adorada por los humanos fue una diosa, no un dios. Se reverenciaba a la deidad femenina como a la madre de todas las cosas vivientes y se la identificaba con la tierra. Hasta hoy, la tierra es femenina en todos los idiomas y mitologías del mundo. La «madre naturaleza» es su pálida descendiente moderna.

Los primeros registros de las actividades humanas revelan que había poca o ninguna distinción entre la vida humana y el resto del mundo natural. El ser humano original se sentía parte del mundo entorno, inmerso y ligado a un lugar particular, sin distancia con él. Abandonar el suelo sagrado que lo había parido, criado, alimentado y protegido, así como había hecho con la vida de su grupo, era, literalmente, un suicidio. Así que la tierra, como dadora de vida, quedó deificada. La principal analogía mediante la que los hombres entendieron el origen de la vida humana fue el nacimiento de alguien, de una mujer, y por ello la mujer, que era la portadora de la nueva vida, era primordial, a imagen de la madre tierra, fuente de la vida agrícola. A los hombres les correspondía un lugar secundario. De la matriz de la tierra provenían las plantas y otros dones. Y a ella volvían sus hijos cuando la fuerza vital faltaba y los enterraban, al igual que todo lo que ella producía. Como aún no se conocía la conexión entre la cópula y el nacimiento, se creía que las 141

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mujeres detentaban el poder de la reproducción. La vida biológica de los hombres continuaba por obra de la mujer. Su fertilidad daba nacimiento al individuo e inmortalidad a la tribu. La mujer era la fuente esencial de vida, por lo que las divinidades femeninas predominaron.

Además del don de la reproducción, también atraían al hombre hacia la mujer la obtención de placer y el alivio sexual. Si los estudios contemporáneos sobre la vida de los Neanderthales son correctos, parece que las relaciones sexuales se comprendían primordialmente como un ritual donde el hombre honraba a la madre divina abriendo el canal a cuyo través podía nacer el don de la nueva vida que la madre proporcionaba. La fecundación por parte del hombre ni siquiera se imaginaba.

Cuando se estableció la conexión entre la cópula y el nacimiento de una criatura, creció el estatus del hombre, que se comprendió como crucial en el proceso reproductivo, garante a su vez de la vida del grupo. A la diosa original, la empezó a acompañar un consorte. El «dios padre» era como el cielo que cubría la tierra. La lluvia era como el semen divino que fecundaba la tierra. En aquella época, el hombre y la mujer pertenecían a los procesos reproductivos de la naturaleza; no existían como una entidad o un sujeto aparte de la naturaleza cuya ley seguían.

El culto, en este período de la historia en el que la deidad dominante era aún femenina (aunque acompañada de un consorte masculino), pretendía celebrar y recrear el aspecto materno de la vida e invitar a la gente a estar en armonía con las fuerzas naturales. El lugar de la madre en la sociedad era todavía primordial. Los hombres siempre forman su comprensión de Dios a partir de sus propios valores y necesidades así como de la idea que tienen de sí mismos. Verdaderamente, hacemos a Dios a nuestra propia imagen. Deificamos aquello que nos inspira seguridad y también temor; lo que es dador de vida y de muerte. En los períodos 142

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más tempranos de la historia humana esta fuente de seguridad y de vida era femenina, de modo que la comprensión original de la divinidad fue principalmente femenina.

En su libro Monja, bruja y compañera de juego, Herbert W. Richardson dice que esta comprensión materna de Dios y de la vida prevaleció hasta la aurora de la autoconciencia, cuando apareció una división en la vida humana entre el instinto natural y el ego emergente que osaba oponerse a tal instinto. La humanidad comenzó a percibir una diferencia entre la persona y el suelo que la sostenía (2). El momento en que nos separamos del suelo nutricio fue también el momento en que se inició el pensamiento reflexivo y, por consiguiente, comenzó la historia humana.

En algún momento, una criatura se liberó a sí misma de la inmersión total en la naturaleza, de la identificación completa con un lugar, y, por una acción manifiesta de la voluntad, dejó el hogar y la tribu para iniciar una vida propia o, como diríamos hoy, para correr su propia suerte. Toda gran epopeya, toda gran narración religiosa, comienza con un viaje. Este momento produce una nueva conciencia que trae una definición renovada de cada uno de los aspectos de la vida. Cuando se define la vida humana de un modo nuevo, el Dios al que se adora en ella también se redefine. Los estudios antropológicos indican que este nivel de autoconciencia y de voluntad no era parte de la experiencia humana antes de siete mil años aC; pero era ya casi una experiencia humana universal hacia el año mil aC. No es pura coincidencia que los sistemas religiosos más importantes nacieran en este período de la historia pues fueron resultado de este proceso de redefinición. En este marco, podemos reinterpretar la historia de Abraham. Abraham, un varón, dejó su hogar, quebró su identidad con un lugar, Ur de los caldeos, alrededor de

(2) Herbert W. Richardson, Nun, Witch and Playmate (New York: Edwin Mellen Press, 1971).

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1800 aC. Por un acto de su voluntad venció la necesidad de seguridad y viajó a un lugar nuevo en respuesta a una llamada que oyó de un Dios que tampoco estaba ligado al que hasta entonces era su lugar. De hecho, este Dios lo llamó a dejar su hogar. El yo del hombre, como entidad personal, había alcanzado un punto en el proceso evolutivo desde el que podía desafiar y finalmente remplazar las definiciones vigentes en las religiones naturales. La voluntad había remplazado al instinto. Un nuevo nivel de humanidad se había alcanzado.

Una señal de este cambio era que el sacrificio de seres humanos, una actividad ritual prominente en las religiones de la fertilidad, que servía para tranquilizar a la madre naturaleza, se abandonó. La vida humana ya no debía satisfacer el apetito de la diosa de la fertilidad. La saga de Abraham expresa esto en un momento muy intenso. El Dios que había llamado a Abraham para que partiese de su tierra detiene su mano cuando está a punto de sacrificar a Isaac, su primogénito. El sacrificio de los hijos ya no iba a ser necesario. Abraham comprendió que este Dios no se identificaba con el proceso reproductivo. Este Dios lo llamaba a emprender su viaje, a separarse de su lugar, de la naturaleza, a celebrar su propia vida y la de su hijo y a construir una nueva nación que, al menos al principio, sería nómada. Los hombres separaron entonces su existencia de la naturaleza y pusieron a ésta al servicio de su vida como hombres.

Cuando la actividad humana pasó, de identificarse con la naturaleza, a conquistarla, la comprensión de Dios reflejó el cambio. La supervivencia ya no dependerá tanto de la capacidad reproductiva de la mujer como de la habilidad del varón para lograr que la naturaleza satisfaga sus necesidades. Quienes busquen dominar la madre naturaleza serán los que escuchen a un dios masculino dar la orden de someterla. En este contexto, la deidad femenina se vuelve no sólo anacrónica sino anatema, y la remplaza una deidad masculina que tiene poder sobre todas las fuerzas naturales. 144

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Sin embargo, se creyó que no se podía desplazar a la diosa femenina sin desplazar también a la mujer. Cuando la deidad femenina se desvaneció, también lo hizo el estatus de la mujer. La lucha por el alimento, la necesidad de protección, el avance de la civilización necesitaban la fortaleza del varón. A medida que el dominio del hombre creció, el concepto de un dios varón ganó fuerza. Al término de una gran rivalidad, que tal vez duró dos milenios, la deidad femenina dejó la escena, al menos en occidente, en cierto modo para hibernar hasta que la lucha por la supervivencia requiriera, una vez más, sus cualidades particulares.

Los descendientes de Abraham, en el tiempo de esta transición, produjeron las historias de la Creación que luego configuraron los estereotipos sexuales de nuestra civilización. Los mitos de los orígenes reflejaron la lucha entre Yahvé y Asherah y Baal. El Dios que llamó con su palabra a Israel para salir de Egipto, y a Abraham para salir de Ur, se enfrentó a las deidades agrícolas de la fertilidad de la tierra y trató de eliminarlas de Canaán. Su éxito en la supresión del culto a la fertilidad y de su deidad femenina es parte del trasfondo del relato de la Creación, en el que Eva, la madre de todos los hombres, cede ante el mal, por lo que se la expulsa para siempre del paraíso. La insistencia bíblica en la naturaleza varonil de Dios y la correspondiente asignación de prerrogativas divinas a los varones según el mito, se ve en que, según uno de los relatos, éstos fueron los únicos propiamente creados a imagen de este Dios.

El Dios del relato bíblico de la Creación era un solitario masculino que no era un padre sino un rey. A un padre, lo debe complementar una madre para producir vida, esquema que mantendría intacto el ciclo de la fertilidad. Pero un rey puede gobernar sobre su reino con un esplendor solitario y majestuoso. En el mundo antiguo, ninguna reina compartía estatus con el rey. De hecho, el rey solía presidir un harén en el que las mujeres vivían y amaban según él lo ordenaba. El Dios bíblico se concebía como varón, sin nadie 145

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sexualmente igual. Éste es el principio central del monoteísmo en oposición al biteísmo. En el biteísmo, la creación es sexual y por lo tanto requiere de ambas deidades, masculina y femenina. En el monoteísmo la creación es resultado de una sola voluntad, producto de la mente y del espíritu, y, como consecuencia, es la expresión de una masculinidad autosuficiente.

A medida que los horizontes de la vida humana siguieron expandiéndose más allá de los procesos naturales de la supervivencia ligados a la tierra, también ganó importancia el papel del varón. Si Dios era varón, sólo un ser humano varón podía representarlo debidamente. A la mujer, inadecuada a partir de entonces para representar la divinidad, se la confinó en el espacio familiar, la casa, el hogar. Así crecieron los tabúes que limitaban su capacidad de ampliar su mundo, y que impedían que participara en la caza, la lucha, el comercio, o cualquier función de gobierno, que se consideraron competencia de los varones. De hecho, se pensó en la mujer como una posesión del hombre que, a lo largo de la historia, o bien se ha intercambiado como una propiedad o un bien, o bien se ha arrebatado como parte del botín.

Las ciudades antiguas, fundadas por una confederación de clanes patriarcales, tenían tres instituciones básicas: el palacio, el templo y la muralla. Las tres indican el dominio masculino y aparecen en las narraciones bíblicas. En el palacio, el rey formulaba las leyes que eran el fundamento sobre el que se organizaban los clanes. En el templo, los sacerdotes diseñaban los ritos que transformaban las ordenanzas del rey en actos sagrados de dimensión cósmica, que sancionaban la Ley como la voluntad de Dios.

La liturgia del templo incluía la conmemoración del momento en que Dios daba al pueblo su Ley. Dado que la Ley era el medio por el que la gente escapaba a los ciclos de la naturaleza para seguir su voluntad, estas liturgias ce146

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lebraban el momento de la transición «abrahámica» que dijimos (3). El rito de la entronización real se sumó a la liturgia que recordaba el don de la Ley. Este rito servía para unir al Dios cósmico con su pueblo, y para deshacer la identificación de éste con la madre naturaleza.

El culto estaba al servicio de los jerarcas. La institución religiosa y el estado nunca estaban separados entonces. Durante el período de los reyes de Israel, el centro del Yahvismo residía en el Templo del rey, en Jerusalén. La rivalidad entre el templo real y los espacios de culto local, que eran más populares, reflejaba la rivalidad entre los ritos de entronización, pensados para ensalzar el poder real, y los ritos de culto a la fertilidad, en los que la gente común revivía su condición natural. Al margen del control del rey y de los sacerdotes, la religiosidad popular volvía continuamente a los ritos de fertilidad.

Junto a la muralla, los soldados, liberados de las tareas agrícolas gracias a la organización y a la diversificación de la vida en sociedad, tenían el encargo de defender la ciudad frente a los enemigos. Anualmente, partían a una guerra santa para celebrar el poder viril y volver a vincularse a su dios. La historia de David y Betsabé comienza con unas palabras muy reveladoras: «A la vuelta del año, al tiempo en que los reyes salen de campaña» (Samuel II, 11:1). La guerra era un ritual de dominio. Ofrecía a los varones la oportunidad de demostrar su valentía. Los separaba de las mujeres, que despertaban en ellos sentimientos de sexualidad y de debilidad, y los distraían de sus actividades propias. En la guerra se sentían ellos mismos, viriles y potentes.

El relato bíblico más antiguo de la creación (Gén. 2) refleja este período. El más moderno (Gén. 1) es menos misógino aunque representa a Dios igual. En ambas historias, la

(3) Para los detalles acerca de cómo se desarrolló esto en Israel, ver los capítulos 2 y 3 de: Beyond Moralism, John S. Spong and Denise G. Haines (San Francisco: Harper & Row, 1986).

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palabra de Yahvé llama a la vida instantáneamente. Él está siempre por encima de la naturaleza o fuera de ella. Dado que la naturaleza era femenina, Dios no podía estar ligado a ella. Incluso el sol y la luna, considerados entonces como las divinidades celestes de lo masculino y de lo femenino, eran creaciones de Yahvé (Gén. 1:16). Dios es el artesano que separa la luz de las tinieblas, divide el firmamento, crea el poder de la naturaleza y hace que ésta le sirva. Crea al hombre a partir de la tierra. No como descendencia de una mujer sino como la obra de un maestro alfarero. Así, este mito quiebra los lazos entre sangre, tierra y naturaleza. El Dios artesano asume el poder que antes pertenecía a la deidad de la tierra. El fin del hombre es dominar sobre la tierra, no adorarla. La procreación y la paternidad se remplazan con conceptos de dominio y de alianza. La historia de la vida podía escapar, ahora, de los ciclos de la reproducción. La historia se convierte así, por primera vez, en una liberación y en una posibilidad humana.

La transición de la naturaleza a la historia no fue fácil. Los cultos de fertilidad proporcionaban la seguridad de lo conocido. En cambio, las acciones basadas en la fortaleza del sujeto empujaban a los hombres hacia lo desconocido, hacia un viaje. Y como la memoria del pasado ejercía aún su influjo en la conciencia, había que resistir la tentación de añorar esa seguridad del pasado. Una forma de resistir fue sacar del pasado la seguridad de la naturaleza y la identidad con ella y situarlas en una esperanza futura. Así que, a un nivel, el desarrollo de la autoconciencia se interpretó como la ”caída”, y el futuro reino de Dios, como la “meta” hacia la cual se encaminaba la historia. La necesidad de salvación siempre estaba ahora bien enfocada.

He aquí, pues, algunas de las verdades socioculturales que subyacen, no tan ocultas, en los mitos de la Creación propios del pueblo judío. Estos mitos tenían que tratar a la mujer de otra manera. El relato más antiguo de la Creación le da la vuelta al esquema obvio de la naturaleza: explica 148

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que Dios creó a la mujer a partir del cuerpo del hombre dormido, como un ser inferior, un ayudante del varón, que fuera su compañía; un papel que no podía desempeñar ningún animal de forma satisfactoria. En cuanto al dragón, que simbolizaba el poder femenino en tantos mitos del Medio Oriente, en estos relatos se convirtió en la serpiente que trajo la tentación y que fue condenada por ello a arrastrarse sobre el vientre para siempre. La mujer fue, pues, la última creación y la primera en fallar. Como Letty Russell dice, fue «una criatura doblemente maldita» (4). El papel secundario y sin poder de la mujer encajaba en la mentalidad de los autores y transmisores de este mito, en el que lo que querían era indicar que el Dios creador era superior y había derrotado a la diosa procreadora.

En toda la mitología religiosa de la Biblia hay una tensión entre estos dos elementos cuyo trasfondo es también el choque entre una mitología ganadera y nómada y otra agraria y sedentaria, cada una con sus ventajas e inconvenientes. Esta tensión se manifiesta también como una lucha entre la razón y la naturaleza, entre un orden impuesto y un caos sin control. Los dragones del mar, Rahab y Leviatán (4bis), fueron variantes de este trasfondo y del símbolo de la serpiente, que siempre amenaza con deshacer el orden de la creación. Eva, a quien no se le reconoce el estatus de criatura original en el mundo sino sólo derivado del hombre, aparece como el lugar por donde entra la amenaza del mal y de que la Creación vuelva al caos. Ella causa el destierro, fuera del paraíso, de la pareja primordial, tras lo cual, el destino del hombre fue trabajar y ganar el pan con sudor, y el de ella, sufrir dolor en el parto. Esta versión pesimista de la mujer, en el mito de la Creación, es acorde con la legislación sobre las mujeres fértiles, que debían someterse a rituales de purificación después de

Letty M. Russell, «Woman’s Liberation in a Biblical Perspective,» Concern 13, no. 5 (May-June 1971). (4)

(4bis)

Salmos 74:12-17; 89:9-12; Job 26:12-13; Isaías 51:9-10.

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la menstruación y del parto. La Alianza, que era el marco de toda la historia del pueblo judío, era asunto de los hombres con Yahvé. Por tanto, no es sorprendente que la ley de Sinaí se dirigiera sólo a los hombres. Las mujeres se relacionan con Dios en la medida en la que permanecen en relación con sus hombres. Sus derechos legales en Israel eran pocos. En el Decálogo (Éx. 20), la mujer se menciona junto al buey, como una propiedad más, y el adulterio se interpreta como un atentado de un judío, a la propiedad de otro judío. Lo curioso de esto es, sin embargo, que parece que la envidia y la codicia sólo afectaban a los varones.

Estas valoraciones que hemos visto en los mitos de la Creación y del Decálogo impregnan la Biblia. El hombre tiene poder sobre la vida y el cuerpo de la mujer, que existe sólo para su placer y su necesidad. Abraham demostró esto en dos ocasiones cuando, para salvar su vida, ofreció a Sara, primero al Faraón (Gén. 12) y luego a Abimelek, rey de Guerar (Gén. 20). Isaac aprendió de Abraham e hizo lo mismo de nuevo en Guerar: ofreció a Rebeca al mismo rey Abimelek (Gen. 26). Hoy en día consideraríamos esto casi como proxenetismo, pero la Biblia no lo consideraba un delito ya que la mujer no contaba como persona sino como propiedad del varón.

Sara mismo, como no podía concebir un hijo para Abraham, le dio a Agar, su criada, como madre sustituta para que tuviera un hijo de ella (Gén. 16). Lo importante era la continuidad del linaje del varón, no la continuidad de la dignidad de su mujer. La esterilidad de la mujer se interpreta una y otra vez como una falta y una vergüenza pues la única función de la mujer era tener hijos y servir a su marido. Si la mujer no podía portar la cría del hombre, si su cuerpo expulsaba su esperma (que es lo que se creía que ocurría en la menstruación), de poco valía. La Biblia presenta a Lía, la primera esposa de Jacob, como alguien que espera conseguir el amor de Jacob sólo con darle hijos. Ana, la futura madre de Samuel, reza a Yahvé para que le conceda tener un hijo y bo150

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rrar así su vergüenza (Samuel I, 1). La Biblia (Jueces, 13) nos cuenta la historia de la mujer de Manóaj, que, siendo estéril, tiene a Sansón por intervención de Yahvé, y cuyo nombre ni siquiera se indica, lo cual es señal de su insignificancia fuera de su función. No así Dalila, la tentadora, cuyo nombre quedó incorporado en la leyenda, y que, como Eva, roba el poder varonil de Sansón (Jueces 16), lo contamina y siembra el caos, cuya salida es la muerte.

Las mujeres, en Israel, en tiempos bíblicos, se definían casi siempre por su función sexual, como, por otra parte, era corriente en aquellas sociedades. En la Torah se preveía culpar a la mujer incluso cuando «un espíritu de celos viniera sobre un hombre». En los Números (cap. 5) se prescribe el modo de probar o no si la mujer es responsable de los celos de un hombre. También en Números (cap. 30) se prohíbe a la mujer heredar propiedades, y se la declara incapaz para hacer promesas y participar en contratos. Este mismo libro aporta un dato extremo sobre la mentalidad de entonces sobre las mujeres: son sus instrucciones sobre cómo tratar los israelitas a los prisioneros de Madián tras vencerlos: había que matar a todos los hombres y a las mujeres que no fueran vírgenes, porque los israelitas podían quedarse con las madianitas vírgenes. Y por si queda alguna duda de que la Biblia se dirigía a una audiencia masculina, recordaré esta instrucción: «Cuando un hombre y su hermano peleen entre sí, si la mujer de uno se acerca y, para librar a su marido de los golpes, alarga la mano y agarra al otro por sus partes, le cortarás la mano sin piedad» (Deut. 25:11-12).

Cuando buscamos en la Biblia orientación en temas de sexualidad, descubrimos, pese a que se la cita sobre todo para defender la moral convencional, que contiene modelos de conducta ambiguos, contradictorios y a veces absolutamente inaceptables para juzgar la conducta sexual hoy en día. Por una parte, ninguna práctica sexual se condena en la Biblia de modo más absoluto que el adulterio. Es una de las prohibiciones cuya transgresión se castigaba con la 151

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muerte (Deut. 22:22). El relato de la mujer hallada en adulterio del Cuarto evangelio (Jn. 8:1-11) evidencia que esta pena estaba aún vigente en tiempos de Jesús. Sin embargo, la prohibición bíblica de adulterio afectaba sobre todo a la mujer. Era adulterio el sexo con una mujer casada. El estatus civil del hombre era irrelevante y, si la mujer no estaba casada, el sexo con ella no era adulterio. Las mujeres pertenecían al hombre más importante en sus vidas (la historia de Judá y Tamar en Gén. 38 y la de la concubina del levita en Jueces 19 son muy ilustrativas al respecto). Si otro hombre distinto del marido, obtenía de la mujer placer sexual, estaba robando al esposo algo que le pertenecía, y, además, interfería en su línea sucesoria. Y aún hay un segundo punto a resaltar en el tema del adulterio en la Biblia, y es que el patrón predominante, en la época de los mandamientos, en lo que respecta al matrimonio, no era la monogamia sino la poligamia. ¿Qué significa el adulterio cuando un hombre puede poseer un número amplio de mujeres para su satisfacción? ¿Cómo un mandamiento con estas premisas puede utilizarse aún para definir la moralidad en la actualidad?

En el siglo I dC., cuando se escribieron las Escrituras cristianas, ya había desaparecido la poligamia pero no el estatus de segunda clase de las mujeres. Pablo no se distancia de la visión masculina del mito de la Creación cuando afirma que sólo el hombre «es imagen y reflejo de Dios» y añade: «no procede el hombre de la mujer, sino la mujer del hombre. Ni fue creado el hombre por razón de la mujer, sino la mujer por razón del hombre» (Corintios I, 11:7-9). Pablo prohíbe que la mujer hable en la asamblea (Cor. I, 14:34ss.) por ser alguien subordinado y sin derecho a intervenir. Esta situación debió de ser más ruidosa posteriormente, cuando se escribieron las epístolas pseudopaulinas a Timoteo y a los Efesios. En Timoteo I, leemos: «La mujer oiga la instrucción en silencio, con toda sumisión. No permito ni que la mujer enseñe ni que domine al hombre» (2:11-12). El autor de la carta vuelve a culpar a las mujeres por el pecado ori152

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ginal y sugiere que una mujer obtiene la salvación «por su maternidad, siempre que persevere con modestia en la fe, la caridad y la santidad» (2:15). El autor de la Carta a los efesios exhorta a las esposas a someterse a sus maridos como al Señor, «porque el marido es cabeza de su mujer, como Cristo es cabeza de la Iglesia» (5:23).

A lo largo de la historia bíblica, hubo sin duda excepciones a la regla patriarcal, que parecieron poner a las mujeres en buen lugar. Algunas accedieron a posiciones de poder. La intervención de Miriam salvó la vida a Moisés (Éx. 2); y Miriam siguió involucrada en los asuntos de estado (Núm. 12). Débora ejerció un importante liderazgo político y militar dos mil setecientos años antes que Juana de Arco (Jueces, 4). La fidelidad de Rut a la Ley de la religión de su marido fue tan completa que se la incorporó al pueblo de la alianza y fue la tatarabuela del rey David (Rut, 4:18-22). La reina Ester antepuso la fidelidad a Dios a su propia vida y obtuvo una gran victoria en la guerra constante contra los prejuicios (Ester, 110). La hábil estrategia de Judit venció a su enemigo cuando transformó su atractivo femenino en un arma de guerra (5).

En la historia de las primeras comunidades cristianas, los cuatro evangelios atestiguan que un grupo de mujeres fueron las primeras en recibir el anuncio de la resurrección. En el evangelio de Lucas, María, la madre de Jesús, es la primera que testifica el verdadero significado de la vida de éste como autorrevelación especial de Dios. Las mujeres parecen haber sido los principales apoyos financieros del grupo de los apóstoles y de los líderes principales de la embrionaria iglesia de Pablo (6). Sin embargo, pese a estas excepciones, las definiciones patriarcales del hombre y de la mujer son las que predominan a lo largo de las páginas de la historia sagrada, desde el Génesis hasta el Apocalipsis. (5) Ver el libro de Judit en los Apócrifos. N del T: Judith es libro apócrifo en algún canon del AT. En el católico no, y para el judaísmo tampoco. (6)

John S. Spong, Into the Whirlwind (Harper & Row, 1983), p. 189.

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A la luz de todo esto, ¿qué significado tiene que, en medio de una «revolución sexual» como la actual, alguien llame a retornar a la moralidad sexual de la Biblia? Las directrices bíblicas, tanto religiosas como éticas, se formularon a partir de una comprensión patriarcal de la vida, extendida en aquella época, y en la que primaban los intereses de los varones. ¿Vamos a volver acaso a estas definiciones, tan negativas tanto para los hombres como para las mujeres? ¿La imagen bíblica de dominio y de sumisión es acaso el modelo cristiano para las relaciones entre el hombre y la mujer, y más aún en nuestro tiempo? Si el literalismo es todo lo que una lectura cristiana de la Biblia puede ofrecer a la comprensión actual de la sexualidad, entonces, debo decir que estaría preparado para rechazar la Biblia y su lectura, y para elegir, en cambio, algo más humano, humanitario, dador de vida y más de Dios, en definitiva. Creo, sin embargo, que, bajo la letra, hay un espíritu. Y que la Biblia, en su integridad, es relevante en la actualidad. La búsqueda de este espíritu exige diligencia e inteligencia. Sin él, la Biblia no es ya ni fuente de vida ni guía en el campo de la ética sexual, en nuestra época.

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LA BIBLIA

CAPÍTULO 9

Y LA HOMOSEXUALIDAD

¿Cómo afirmar qué es lo que es pecado según la Biblia? La mayoría de quienes se consideran «cristianos que creen en la Biblia» están bastante convencidos de que conocen correctamente qué dice la Biblia sobre la homosexualidad: la homosexualidad está mal; es una perversión maldita; es un crimen contra natura; es el pecado más atroz. Hay otros muchos epítetos negativos para ella además; y la consecuencia es que parece que queda muy poco margen para el análisis y la discusión. Una queja y una exhortación me llegaron, una vez, de un pastor del Sur: «Arrepiéntase de sus posturas sobre la sexualidad, contrarias a la Escritura, y laméntese de haberlas adoptado. Su idea de bendecir las perversiones para las que la Biblia promete un castigo es detestable desde el punto de vista de Cristo».

Otras cartas citaban pasajes específicos. Todas eran muy parecidas porque el número de referencias sobre la homosexualidad es bastante reducido. Los autores del AT y del NT dedican un espacio minúsculo al tema de la homosexualidad si se compara con el que dedican al pecado de idolatría o a los detalles rituales del culto en el templo, por ejemplo. En los cuatro evangelios, no hay ni un sólo versículo sobre la homosexualidad. Ya sé que el argumento del silencio (ex silentio) no tiene mucha fuerza pero sí que sugiere algo: el hecho de que Jesús parezca o bien haber ignorado por completo el tema o bien haberlo tocado tan poco que nada de lo que hipotéticamente hubiera dicho al respecto se haya recogido ni recordado, tiene que resultarles terriblemente molesto a quienes consideran que la homosexualidad es «el pecado más horrendo». El juicio que hacen estas personas sólo expresa su deseo (no muy bien fundado pero sí vigorosamente expresado) de que Dios y Jesús estén de acuerdo con ellos. Pero nada más. 155

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Es cierto que hay pasajes bíblicos que parecen condenar claramente la actividad homosexual. Examinaré ahora estos pasajes. Intentaré identificar su origen histórico, extraer su significado para la comunidad de fe que los produjo, situarlos en su contexto cultural y teológico, e indagar tanto en los conocimientos de aquellos cuyas palabras habrían de convertirse en «Escritura» como en la posibilidad de que no todas sus percepciones fueran objetivas y veraces. Es probable que descubramos dos cosas: que no todo lo que está escrito en la Biblia es eterno, y, además, que no todo es necesariamente cierto.

Se supone que la historia de la destrucción de Sodoma y Gomorra es la primera referencia bíblica a la homosexualidad. De “Sodoma” se derivan “sodomía” y “sodomita” y el verbo “sodomizar”. El diccionario Webster define “sodomía”: «Proviene de las inclinaciones de los hombres de la ciudad de Sodoma en Génesis 19, 1-11; copulación carnal con un miembro del mismo sexo o con un animal... La penetración del órgano masculino en la boca o ano de otro. El sodomita es el que practica sodomía con [otro]». La principal interpretación de la sodomía en la civilización occidental es ser un sinónimo de “homosexualidad”, especialmente de homosexualidad masculina, a pesar de las numerosas y variadas opciones que consigna el Webster. Es extraño pero parece que muy pocas personas se han preocupado de leer completo el texto de Génesis 19. Tan seguros están de saber lo que significa que no quieren complicarse con otros hechos, especialmente si son bíblicos. Sin embargo, en este trabajo no podemos contentarnos con la ignorancia, de modo que dirigiremos nuestra atención hacia el episodio de Sodoma, tan citado para condenar la homosexualidad.

El trasfondo del episodio comienza en Génesis 18. Hace muchos, muchos años, un hombre llamado Lot, sobrino de Abraham, vivía en la ciudad de Sodoma. Una tarde, Abraham estaba sentado a la puerta de su tienda, en el encinar de Mambré. En esto, llegaron tres hombres y se pusieron 156

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delante de él. Uno de ellos parece que fue el Señor y los otros dos, según el relato, eran «ángeles» aunque no está claro si, en aquella época, la palabra empleada para nombrarlos tenía o no connotaciones sobrenaturales. Abraham recibió a sus divinos invitados con toda la hospitalidad del oriente; les lavó los pies, los invitó a hospedarse con él y comenzó a preparar para ellos una comida de pan, ternero asado, cuajada y leche; y se quedó de pie, bajo un árbol, mientras ellos comían. Después de la cena, los invitados preguntaron por Sara y añadieron que sería madre de un hijo cuando ellos regresaran por primavera. Como Sara hacía años que era estéril y su edad era tan avanzada que «ya no tenía lo que acostumbran tener las mujeres», al escuchar esto, se rio en voz alta. « – ¿Cómo voy a tener este gusto ahora que mi esposo y yo estamos tan viejos?» ¡Cuesta creer que una mujer puritana formulara así la pregunta! La risa de Sara se escuchó delante de la tienda, y el Señor reprendió a Sara, y le preguntó: « – ¿Hay algo tan difícil que el Señor no pueda hacer?».

Los descendientes de Abraham podían estar seguros del inminente embarazo de Sara. La promesa divina, de convertir la estirpe de Abraham en una gran nación, estaba intacta. Los visitantes volvieron entonces su atención a la ciudad de Sodoma. Como Abraham se iba a convertir en una nación grande y poderosa, por la que todas las naciones de la tierra serían bendecidas, el Señor decidió confiar a Abraham sus planes para la ciudad de Sodoma. « – Como el clamor contra Sodoma y Gomorra aumenta, y su pecado es muy grave, bajaré y veré si se han comportado según este clamor; si no, lo sabré».

Hay que señalar dos cosas en este pasaje. Primero, que no se indica cuál fue el pecado de Sodoma y Gomorra. Segundo, que se presenta a Dios de modo muy antropomórfico y, además, como alguien limitado: es un «Señor» que no sabe lo que está pasando en el mundo. Ha oído infor157

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mes, un «clamor» que le llama la atención y desciende para para ver si los informes son o no exactos. Ciertamente, no hay omnisciencia. Los dos mensajeros dieron la vuelta y fueron hacia Sodoma, mientras Abraham quedó de pie, delante del Señor, y comenzó el rito típico de negociación que, en Oriente Medio, sirve para rebajar el precio de una mercancía (en este caso, el juicio y el castigo).

« – ¿Destruirás al justo con el malvado?» –comenzó diciendo Abraham; « – Supongamos que haya cincuenta justos dentro de la ciudad: ¿destruirás la ciudad y no la perdonarás por cincuenta justos que haya en ella?». Abraham continuó, recordándole a Dios su naturaleza divina: «Lejos de ti el hacer tal, hacer morir al justo con el impío y que el justo sea tratado como el impío. No hagas eso. El juez de toda la tierra, ¿no ha de hacer lo que es justo?» El Señor, obviamente conmovido por esta retórica, accede: « – Si hallare en Sodoma cincuenta justos, por ellos perdonaré a todos los que estén allí».

Después de haber ganado la disputa inicial, Abraham presiona: « – Supongamos que sólo hay cuarenta y cinco, o cuarenta, o treinta, o veinte, o incluso diez únicamente». Para cada nuevo supuesto, Dios repite su compromiso hasta que, finalmente, afirma: « – Por esos diez, no destruiré la ciudad.» Entonces, el Señor se va y Abraham regresa a su tienda. Aunque sólo fuese por el parentesco, a Abraham le preocupaba el bienestar de su sobrino Lot, un sodomita (nombre, entonces, de los ciudadanos de Sodoma).

Entonces, los dos mensajeros divinos y el Señor llegan a la puerta de Sodoma. Lot se levanta para recibirlos y ofrecerles la hospitalidad que cabía esperar (y sin la cual, un viajero jamás sobreviviría). « – Venid a casa de vuestro siervo; pasad la noche y lavad vuestros pies; entonces podréis levantaros temprano y seguir vuestro camino». Al principio, los visitantes dudaron, y respondieron: « – Pasaremos la noche en la calle». Pero Lot insistió, conforme a 158

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las costumbres y al lenguaje de la hospitalidad, hasta que lo consiguió. Así que los visitantes entraron en casa de Lot, que les preparó un banquete. Coció pan ázimo y comieron. Cuando se preparaban para dormir, todos los hombres de la ciudad, desde el más viejo al más joven, rodearon la casa de Lot y exigieron la entrega de los huéspedes «para que podamos conocerlos». Y recordemos aquí que el verbo que traducimos por «conocer» connota intimidad sexual pues es el mismo del final del relato de la Creación cuando, tras la expulsión del jardín, se dice: «Adán conoció a Eva, su mujer, que concibió…» (Gén. 4, 1). De modo que no hay duda de que había un interés sexual en la multitud.

Es extraño que todos los hombres de una ciudad tengan tendencias homosexuales pero el texto es claro: la reunión es de los hombres de Sodoma, «hasta el último hombre». El estudio de las costumbres de Oriente medio sugiere otra explicación para esta conducta. Los invitados de Lot eran unos extraños y estaban sujetos a la voluntad de los habitantes y, por tanto, a su voluntad, o no, de protección. Un extranjero, fuera de la seguridad de su propia tribu, estaba totalmente a merced de conseguir la hospitalidad de otra tribu. La ciudad podía decidir acoger amigablemente al extranjero o abusar de él pues éste carecía de derechos.

Una forma habitual de insultar a un extranjero era obligarlo a adoptar el rol femenino en el acto sexual. Lo más insultante para un hombre era que lo trataran como a una mujer, por lo que el extranjero que se veía obligado a desempeñar el papel de la mujer en la actividad sexual, recibía la máxima humillación que los ciudadanos varones podían hacerle. Esto le recordaría su debilidad y vulnerabilidad, así como la fuerza y poder del que es ciudadano (por supuesto, la ciudadanía era entonces un privilegio de los hombres). Mi idea es, pues, que esto era lo que había detrás de esta historia. Los sodomitas querían abusar de los huéspedes de Lot obligándoles a tomar parte como mujer en actos sexua159

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les. Sospecho que sólo unos pocos realizarían dichas prácticas. El resto las incitarían y jalearían. Quizá quienes realizaban aquellas prácticas fuesen gais y, de este modo, la actividad homosexual, el patriotismo xenófobo y la violencia de los muchos se combinaran para legitimar este deseo sexual mal interpretado. De cualquier forma que fuese, Lot puso a salvo a sus invitados (que, si eran ángeles, no parecían tener ningún poder especial) y los introdujo en su casa. Lot, además, reprendió a los sodomitas: « – Os ruego, hermanos, que no hagáis tal maldad». Hasta aquí es hasta donde lee o sabe la mayoría. Según la tradición bíblica, Sodoma y Gomorra fueron destruidas por el fuego pues sus habitantes eran tan malvados que ni siquiera diez justos se encontraron. La inferencia que se suele hacer es que la homosexualidad era el pecado y que los culpables de este pecado se merecían la ira divina. Sin embargo, atendamos al resto de la historia.

Lot, buscando aplacar a la muchedumbre que estaba a la puerta, les dijo: « – Tengo aquí dos hijas que no han conocido varón. Voy a sacarlas y haced con ellas lo que os plazca. Pero no les hagáis nada a estos hombres pues han venido a refugiarse bajo mi techo». ¿Cuántos de nosotros podemos leer esto y decir: «Palabra de Dios»? Lot, el justo al que Dios iba a perdonar, actúa como era costumbre en su tiempo: está dispuesto a proteger a sus invitados al precio de ofrecer a sus hijas vírgenes para que abusaran de ellas.

La historia es aún más confusa porque los jóvenes comprometidos con las hijas de Lot parecen haber formado parte de la multitud (Gén. 19, 14). Y, sin embargo, Lot los invita luego a unirse a su familia en la huida ante la destrucción que iba a caer sobre Sodoma. Los dos jóvenes creen que Lot bromea, y rechazan su oferta, insensatos. Luego ya es tarde y perecen. Otra cosa resulta extraña en la narración: el mandato de los ángeles de no mirar atrás y de escapar a la ciudad de Zoar. Los ángeles habían prometido que la des160

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trucción de Sodoma se pospondría hasta que Lot y su familia estuvieran a salvo. Sin embargo, la esposa de Lot desobedece y queda convertida en columna de sal (Gén. 19, 26). Sólo Lot y sus dos hijas vírgenes escapan con éxito.

Lot tiene miedo entonces de los hombres de la ciudad de Zoar y con razón pues, ahora, él es el extranjero. Así que se va a vivir con sus dos hijas a una cueva en la montaña. Entonces, las hijas, temerosas de no casarse y no tener hijos, se ponen de acuerdo para emborrachar a su padre y poder así «yacer con él». Así lo hacen, en noches sucesivas, hasta quedar embarazadas. De esta relación incestuosa, la primogénita tuvo un hijo, al que llamó Moab; y la segunda, otro, al que llamó Amón o Ben Amí. Por tanto, en las Escrituras hebreas, tanto los moabitas como los amonitas nacieron como descendientes de una relación incestuosa.

Ahora sí que tenemos la historia completa de Sodoma, citada una y otra vez para probar que la Biblia condena la homosexualidad. ¡Qué texto tan extraño para tal propósito! La narración aprueba que Lot ofrezca a sus hijas vírgenes para satisfacer las demandas sexuales de la muchedumbre. Y sugiere que el incesto es un medio legítimo para que las mujeres queden embarazadas cuando el único hombre del que se dispone es el padre. ¿Qué sociedad actual estaría dispuesta a incorporar cualquiera de estas prácticas en su código moral? ¿Quién de nosotros está dispuesto a aceptar la idea de la mujer implícita en esta narración? En consecuencia: si rechazamos la denigración de la mujer como propiedad y la práctica del incesto, por ser prácticas basadas en una visión inadecuada de la moralidad, ¿no somos acaso libres para rechazar la interpretación errónea de este pasaje de cara a la homosexualidad?

Un asunto importante es el de la violación en grupo, que parece ser la intención de los hombres de Sodoma. ¿Está justificada la violación en grupo, independientemente de si es de naturaleza homosexual o heterosexual? Lot parecía pen161

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sar que la violación homosexual en grupo estaba mal, pero sobre todo porque violaba la tradición de la hospitalidad propia del Oriente medio. En cambio, parece aceptar la violación en grupo de sus hijas porque esto no pone en juego la ley de la hospitalidad. Teniendo en cuenta esto, ¿es correcto que alguien pueda pensar que esta escena equivale a la condena de la homosexualidad en cualquier forma? Yo creo que no. Lo que creo es que cualquiera que lea esta narración bíblica con una mente abierta pensará que, en realidad, el pecado de Sodoma que se condena es la falta de voluntad, por parte de los hombres de la ciudad, de observar las leyes de la hospitalidad.

La Biblia, como para asegurarse de que este punto queda claro, incluye otra vez la historia de Sodoma y Gomorra en Jueces 19, y con bastante detalle. En este pasaje, se violan, una vez más, las leyes de la hospitalidad. Un hombre viejo de la ciudad de Gabaá acoge a un levita y a su concubina. Los hombres de la ciudad se reúnen y exigen la entrega del invitado para degradarlo sexualmente. El anciano que lo ha acogido ofrece a su hija virgen y a la concubina del levita en su lugar. Por si aún queda alguna duda sobre qué es lo que proponía el hombre de la casa, el texto lo aclara porque le hace decir: « – Aquí está mi hija virgen y [la] concubina. Ahora mismo las voy a traer. Humilladlas y haced con ellas lo que os parezca, pero no hagáis a este hombre cosa tan infame».

En cierto modo, la Biblia o, mejor, este fragmento suyo, no parece juzgar que es algo vil abusar de una mujer sexualmente, en grupo incluso. De hecho, el hombre entrega a la concubina «y ellos la conocieron y abusaron de ella toda la noche hasta la mañana siguiente». De manera que su cuerpo muerto apareció en los escalones de la casa al amanecer. Cuando se cita la Biblia literalmente para afirmar una determinada postura moral o para condenar un comportamiento específico, estaría bien que aquél que cita el fragmento, lo lea antes en su totalidad, lo sitúe en su con162

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texto y no generalice sobre si la Biblia dice o no dice. El literalismo selectivo es una base muy torpe y muy débil para argumentar la condena de cualquier cosa. Y la moral nunca debería basarse en la ignorancia sobre la Biblia. La Biblia recoge lo que sucedía entonces porque es un documento veraz de un tiempo determinado, y en este sentido no es una palabra divina atemporal y normativa.

Hay otras referencias a la homosexualidad en las Escrituras hebreas en las que, sencillamente, la traducción al inglés es errónea. Lo cual refleja el prejuicio del traductor. Un ejemplo está en el Deuteronomio (23, 17) que, en la versión del rey Jacobo (King George), dice: «No haya ramera entre las hijas de Israel, ni sodomita entre los hijos de Israel». La palabra hebrea que se traduce como ramera es qedeshah y la palabra traducida por sodomita es la forma masculina de la misma palabra: qadesh. Ambas palabras nombran simplemente a una mujer santa o a un hombre santo, y no designan ni prostitución ni homosexualidad sino el culto de hombres y mujeres que se prostituyen en el templo. La Versión Estándar Revisada de la Biblia utiliza «prostituto, -a, de culto», para ambos sexos, aquí y en otros lugares. Sin embargo, los que creen que la única versión verdadera de la palabra de Dios es la del rey Jacobo ven, en este flagrante error de traducción, la confirmación de sus prejuicios hacia los homosexuales (1).

Como ya hemos dicho, el pueblo de Israel se había apartado de los dioses de la agricultura y de la fertilidad de sus vecinos, así como de sus cultos. En ellos, intervenían prostitutos y prostitutas, y no debía ser así entre quienes adoraban a Yahvé. Esto es lo que se afirma en el versículo del Deuteronomio. Ahora bien, hay que precisar, además, que, (1) Estoy particularmente en deuda con el Dr Foster R. McCurley, de la iglesia luterana, cuya clara exposición de este y de otros textos, en la publicación luterana Un estudio sobre cuestiones relacionadas con la homosexualidad, (Nueva York, División por la misión en Norteamérica. Iglesia luterana en América, 1986), fue de gran ayuda para mi estudio.

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en el antiguo Canaán, los prostitutos y las prostitutas del templo se entregaban a actividades no homosexuales sino heterosexuales que llevaban a la concepción y a la fecundidad. La actividad homosexual ni siquiera se insinúa en los textos originales de estos pasajes.

Pasemos adelante. Si uno busca argumentos contra la homosexualidad en las Escrituras, el mejor lugar donde buscar es en el «código de santidad» del Levítico. Este libro (obra, sobre todo, de escritores del clero de finales del siglo VI o principios del V aC., en el exilio babilonio) condena la homosexualidad clara e inequívocamente, al menos en su manifestación masculina. Las referencias principales son Levítico 18, 22 («No yacerás con un hombre como con una mujer, es una abominación») y Levítico 20, 13 («Si un hombre está con un varón como con una mujer, ambos han cometido una abominación. Ellos morirán y su sangre caerá sobre ellos»).

La vocación de Israel era ser diferente. En respuesta a su Dios, Israel sintió que tenía que ser santo «pues [él es] santo» (Lv 11, 44-45). Su Escritura se hizo cargo de este tema cuando afirmó que Dios los había separado de los demás pueblos «para que seáis mi pueblo» (Lv 20, 26). Este sentido de la diferencia mantuvo a Israel separado de los egipcios. Un pueblo que no puede ser absorbido se separará finalmente en un éxodo. Esta misma peculiaridad condujo a Israel a establecer su identidad como pueblo único y distinto del resto de pueblos cananeos entre los que se asentaron. Más tarde los mantendría intactos como pueblo, durante casi un siglo de exilio en Babilonia. Este rasgo esencial, que consistía en sentirse llamados por Dios para ser diferentes, es el contexto de fondo del «código de santidad» del Levítico donde se condena la homosexualidad.

Sin embargo, también se condenan muchas otras prácticas en el Levítico: el sacrificio de niños, el uso de adivinos o hechiceros, el incesto, las relaciones sexuales durante la 164

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menstruación, y el bestialismo. En definitiva, las actividades que presumiblemente habían marcado la vida de los pueblos cananeos eran las que no debían estar presentes en el pueblo de la Alianza.

El texto de Levítico no nos da ninguna pista sobre la naturaleza de lo que estaba prohibido en la unión homosexual. ¿Era un acto de agresión, la imposición de la voluntad de un hombre más fuerte sobre la voluntad de otro más débil? ¿Había algún sentido de reciprocidad en la relación? El hecho de que la pena de muerte se imponga a las dos personas podría significar que se trataba de un acto consentido por ambas partes. Sin embargo, en el caso de zoofilia, el código determina también la muerte de las dos partes y, en este caso, difícilmente podría decirse que el animal participa prestando su consentimiento.

Por otra parte, hay que señalar que el texto se limita a la actividad homosexual de los varones. ¿Significa esto que los redactores del Levítico desconocían la homosexualidad entre mujeres, o significa que la conocían pero no la condenaban? No condenarla, ¿no sería porque el semen (la semilla de la vida) no se desperdiciaba en el acto homosexual femenino? El deseo ardiente de reproducirse y de garantizar el futuro de la nación era una prioridad durante el exilio. Ello explicaría que contra lo que se iba era contra de cualquier práctica en la que se desperdiciase la fuente de la vida.

Aquella no fue una época de explosión demográfica. El colectivo en el que se escribió el Levítico nos dio también la conocida narración de la Creación en siete días, en Génesis 1. Allí, Dios crea al hombre y a la mujer a la vez y a ambos a su imagen. Las primeras palabras que Dios les dirige son: «Sed fecundos, creced, multiplicaos y henchid la tierra» (1, 28). Los escritores estaban bastante seguros de que la única actividad sexual que Dios bendecía era la relación entre un hombre y una mujer de cara a la procreación. Las circunstancias de aquel tiempo determinaron sus conclusiones. 165

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¿Deben ser las mismas en nuestro tiempo? Por la misma razón, nos tenemos que preguntar también si los autores de Levítico tenían suficiente conocimiento de la homosexualidad como para emitir un juicio válido para las generaciones venideras.

Para responder a estas preguntas, debemos profundizar más en el Levítico y, en general, en toda la Torá, y ver si hay otras verdades e ideas que se abandonaron y no se mantuvieron cuando un nuevo saber las hizo obsoletas. «Abominación», la palabra con la que el Levítico califica la homosexualidad, es fuerte y comporta la idea de una maldad repugnante. Lo significativo es que los escritores sacerdotales usen la misma palabra para una mujer que menstrúa. No hay duda de que había un profundo temor a la menstruación en muchas tradiciones antiguas, incluidas las de la Biblia. Las leyendas y supersticiones que reflejaban este temor circulaban libremente. Se necesitaban rituales de purificación antes de que una mujer, apartada por tener la menstruación, pudiera volver a la tribu. Estaba sucia y era una presunta amenaza para la virilidad, la salud y el bienestar de los órganos sexuales masculinos. Si el hombre tenía relaciones sexuales con una mujer que estaba menstruando, ambos se debían aislar del resto (Lv. 20, 18) (2).

El mundo moderno ha perdido el miedo a la menstruación y entiende su papel en la procreación natural. Si, como es evidente, ya no compartimos la interpretación bíblica de la menstruación como «abominación» y no nos sentimos obligados a acatar los preceptos bíblicos al respecto, ¿estamos obligados en cambio a acatar la interpretación bíblica de la homosexualidad? ¿Qué nos hace atribuir a los semitas premodernos una sabiduría completa en todo y suponer que lo que escribieron y practicaron está libre de ignorancia, superstición y prejuicios? (2) Para más detalles sobre la actitud hacia la menstruación, ver John S. Spong, Into the Wirlwind, San Francisco: Harper & Row, 1983), capítulo 5.

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El Levítico, anacrónicamente, también instruye a Aarón sobre a quién hay que inhabilitar para acercarse a Dios y actuar como sacerdote para el pueblo. Se trata de una lista extraña. Se rechaza a los que tenían una «mancha» (Lv. 21, 17). «Mancha» era, entre otras cosas, ser ciego, cojo, tener una mutilación facial, ser jorobado o enano, tener costras o tener aplastados los testículos (Lv. 21, 18 ). La mentalidad de la época suponía que estas anormalidades físicas eran signo del rechazo de Yahvé. Ellos no sabían que el virus de la polio podía causar una fiebre que dejase a alguien paralítico de una pierna. Ni conocían el astigmatismo o las cataratas que pueden dejar ciega a una persona. Tampoco el origen genético del enano o del jorobado. Los testículos no descendidos (o «en ascensor») se consideraban aplastados, sin embargo, hoy en día, sabemos que el «hombre de Klinefelter», con genotipo XXY, tiene sacos escrotales vacíos, y sin testículos en la mayoría de los casos, y esto era lo que daba la apariencia de tener alguien los dos testículos aplastados.

Hoy no aceptamos ninguna de las comprensiones antiguas ni tampoco su interpretación o valoración como «manchas». Todos ellos son ejemplos claros de una ignorancia premoderna y precientífica. Ni siquiera el fundamentalista más rabioso utilizaría estos fragmentos para justificar la exclusión de tales personas del culto. Es propio del prejuicio condenar lo que no se entiende pues la ignorancia siempre engendra temor e inseguridad. Como la gente es aún muy ignorante acerca de la naturaleza y del origen de la homosexualidad, tiene miedo ante ella y parece dispuesta a seguir citando una fuente tan antigua como el Levítico como la palabra infalible y definitiva de Dios. La razón es que valida y confirma su prejuicio. Ahora bien, si ya hemos descartado tantas de las demás afirmaciones de los escritores sacerdotales, ¿qué validez tiene la tesis de que, en unos fragmentos aislados, sobre homosexualidad, aún está la palabra infalible de Dios sobre esto? 167

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Hay otras secciones del Levítico que plantean la misma cuestión. El Levítico apoya la pena de muerte igual que muchos cristianos. Sin embargo, aún no he encontrado ningún cristiano que abogue por la pena capital para los que maldicen (Lv 24, 14), para los blasfemos (Lv 24, 16), para los falsos profetas (Dt 13, 5), para los que adoran a un Dios falso (Dt 17, 1-8) o para los que maldicen o deshonran a sus padres (Lv 20, 9). No obstante, aunque hayamos desechado estos preceptos bíblicos, aún hay quien considera que la condena de la homosexualidad por la Torah es válida y vinculante para la Iglesia, sin que la ignorancia intervenga en ello. Ahora bien, este punto de vista es sencillamente insostenible ya. La ignorancia sigue siendo ignorancia sin importar las citas que emplea. La condena de la homosexualidad en el Levítico es un ejemplo más de ignorancia premoderna y precientífica. Juzgados como efecto de la ignorancia de aquel tiempo otros preceptos, no tendría que ser difícil añadir éste a la lista.

Muchos cristianos fundamentalistas sólo a medias estarían dispuestos a abandonar algunos textos de lo que llaman el «Antiguo Testamento» pero no harían lo mismo con el Nuevo. De hecho, son marcionistas sin saberlo, es decir, seguidores inconscientes de Marción, el hereje del siglo II que quería que la Iglesia se deshiciese de su herencia hebrea, incluidas las Escrituras hebreas. Por eso tener que abandonar una afirmación de la Torah no es traumático para ellos con tal de poder basar aún su punto de vista en el Nuevo Testamento, aun incurriendo ahí en el mismo literalismo.

Los cristianos, en su mayoría, tienden a valorar en las Escrituras sólo lo que confirma un determinado sentido religioso conforme al orden de: creación, caída, diluvio, éxodo, desierto, tierra prometida, exilio y expectativa mesiánica. También retienen lo que ellos piensan que es lo esencial de la moral, encarnado en los «diez mandamientos». Sin embargo, cuando los exponen, los cristianos tienen una habilidad asombrosa para olvidar lo que es propio de 168

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la historia y de la tradición. Por ejemplo, transfieren, con toda libertad, todo lo referente al Sabbath, al primer día de la semana, es decir, al domingo cristiano (3).

Cuando nos preguntamos sobre cuál es la actitud de las Escrituras cristianas con respecto a la homosexualidad, nos encontramos con que ellas no concluyen nada al respecto, al igual que hemos visto que ocurre con las Escrituras hebreas. Ya hemos señalado el silencio total al respecto en Mateo, Marcos, Lucas-Hechos y Juan. La fuente más citada, para condenar la homosexualidad, es Pablo.

Pablo fue muy claro: «Sus mujeres cambiaron las relaciones naturales por otras contra la naturaleza; igualmente los hombres, abandonaron el uso natural de la mujer, se abrasaron en deseos los unos por los otros, cometieron la infamia de hombre con hombre y recibieron en sí mismos el pago merecido por su extravío» (Rm 1, 26-27). En este pasaje Pablo parece afirmar, en efecto, que la homosexualidad es mala. Sin embargo, puesto que una carta es un diálogo en el que el lector sólo tiene acceso a una de las partes, y puesto que no somos ni el escritor ni el destinatario de las cartas de Pablo, es importante que determinemos, antes que nada, a quiénes se dirigía la carta «a los romanos», y, en segundo lugar, cuál era el contexto en el que se debió de recibir y de comprender esta carta. Pablo nunca había estado en Roma y redactó su carta para que sirviese de presentación y para preparar a los cristianos romanos a recibirlo. Su estancia iba a ser una etapa en su viaje a los confines, a España (15, 22-24).

Podemos contar con que la tensión entre los cristianos de origen judío y los de origen gentil también se daba en la iglesia de Roma. Sabemos además que, durante el mandato del emperador Claudio, se expulsó de la ciudad a los judíos, incluidos los convertidos al cristianismo. Las autori(3) Para un tratamiento más completo sobre los diez mandamientos, ver John S. Spong y Denise G. Heines Beyond Moralism San Francisco: Harper & Row, 1986.

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dades romanas no entraban en sutiles distinciones. Lucas, que después alegaría que los cristianos eran una extensión de los judíos y que, por tanto, deberían estar tan libres de persecución como éstos, escribirá en estos términos unos cuarenta años después de esta carta de Pablo a los romanos, que es de finales de los cincuenta dC. Al haber expulsado los romanos a los cristianos de origen judío, los cristianos de dentro de la ciudad eran de procedencia gentil en su mayoría. Sin embargo, poco después, bajo el mandato de Nerón, cuyo reinado comenzó en 54 dC., se derogó la orden de expulsión de los judíos, y los judíos cristianos pudieron volver a Roma, con lo que la tensión entre ambos grupos tornó a empezar (4).

Pablo escribió su Carta a los romanos antes del 58 aC. Mientras lo hacía, un tema primordial para él era esta división en el interior de la comunidad cristiana. Como intento de reconciliación, apeló a Dios a partir de la naturaleza; era una apelación no sujeta a la herencia judía sino de alcance universal (Rm 1, 20 ss). Sólo más adelante apelaría, en la misma carta, a la primacía de los judíos en el plan divino de salvación (Rm 9, 11). En su alegato a favor de la universalidad, fue donde Pablo incluyó los versículos que parecen condenar la homosexualidad. Su argumento era que el que adora a los ídolos se degrada por el hecho de hacerlo a ellos y no al creador. La verdad se cambiaba por la mentira y las relaciones naturales se confundían con las antinaturales. Pablo considera la actividad homosexual como un castigo de Dios a los idólatras, como una consecuencia de su infidelidad. En este fragmento, su carta también incluye a las mujeres en el pecado de la homosexualidad, por lo que se trata de la única referencia al lesbianismo de la Biblia.

(4) Una vez más expreso mi aprecio por el sincero y vigoroso tratamiento de los textos del Nuevo Testamento en A study of Issues Concerning Homosexuality. El Reverendo Christian D. Von Dehsen escribió parte del informe. Interactuar con él y comprobar sus referencias fue un ejercicio positivo para mí.

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Pablo creía que la naturaleza era una creación de Dios y no algo totalmente independiente. No estaba diciendo que había una norma natural que la homosexualidad quebranta sino, más bien, que la homosexualidad era un castigo infligido a quienes rechazaban al Dios de la creación. Cuando Pablo usó la metáfora del injerto de la rama gentil en el árbol judío, quiso sugerir que Dios podía violar las leyes de la naturaleza e incluir a Israel y a los gentiles en el reino de Dios (Rm 11, 24). Así que, para Pablo, la homosexualidad no era un pecado sino un castigo. El pecado era la infidelidad. El fragmento era una acusación contra la falta de fe, y sugería que el castigo sería la confusión de identidad, manifiesto en la homosexualidad. Si los seres humanos no podían discernir quién era el Dios verdadero, su castigo sería una mente que no pudiese discernir otras distinciones vitales. Como consecuencia, lo que Pablo propiamente afirmó fue que era un acto antinatural, para una persona heterosexual, participar en conductas homosexuales. Probablemente él no se podía imaginar una vida en la que el afecto de un varón se pudiese dirigir directamente a otro varón. Pero eso no lo condenó.

En Corintios I, 6:9-11, Pablo hizo un listado de quiénes no heredarían el Reino de Dios. La lista incluía inmorales, idólatras, adúlteros, pervertidos sexuales, ladrones, codiciosos, borrachos, maldicientes y ladrones. En Corintios I, 5:10, había una lista similar que sólo incluía inmorales, codiciosos, ladrones e idólatras. En el versículo siguiente, Pablo amplía la lista y añade: los que maldicen y los borrachos. Corintios I, 6:9 añade a pervertidos sexuales, ladrones y adúlteros. ¿Qué entiende Pablo por «pervertidos sexuales»? Se trata, en realidad, de una traducción de dos palabras: malakos, que literalmente significa «blando» o «falto de autocontrol» y que se usaba en el sentido de un afeminamiento asociado a la homosexualidad, y arsenokoitus, que significa literalmente «un hombre acostado» y que, probablemente, se refiere a un prostituto. Sin embargo, la persona con la que 171

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el hombre se acuesta no se menciona, por lo que podría ser o un hombre o una mujer. Con todo, es posible que la yuxtaposición de la palabra malakos (afeminado, blando) y la palabra arsenokoitus (hombre dedicado a la prostitución) se haya empleado para referirse a los hombres que, pasiva o activamente, participan en relaciones homosexuales, aunque esta conclusión no puede probarse y la discutirían muchos estudiosos.

Estas dos referencias en Romanos y Corintios I son las únicas sobre la homosexualidad en las cartas de Pablo. Aunque analicemos las palabras y las situemos en su contexto, me parece que Pablo no aprobaría la conducta homosexual. También parece evidente que no entendía el origen o los efectos de una orientación homosexual. Sólo el hecho de que Pablo la considerase no como un pecado sino como un castigo nos debería llevar a cuestionar los presupuestos de los que parte.

Ya que Pablo, en sus cartas, reveló muchos datos sobre su persona, ¿qué sabemos de él que pueda ayudarnos a comprender mejor el significado de sus palabras? Pablo nunca se casó, por ejemplo. Y da la impresión de ser incapaz de referirse a las mujeres en general si no es para infravalorarlas. Su pasión teológica provenía de un sentido enorme de ser indigno y pecador, es decir, de una definición de sí a la que alimentaba una poderosa negatividad hacia sí. Lo que experimentó en su conversión fue que Dios lo amaba a pesar de ser pecador. Dios lo había aceptado en Cristo, aunque él estuviera seguro de ser repudiable. Dios lo había amado hasta convertirlo en una nueva criatura en Cristo.

Pablo describió una guerra en su interior sobre la que no tenía ningún control; había un conflicto en su ser: «no hago lo que quiero sino lo que aborrezco […] nada bueno habita en mí, en mi carne […] ¡Pobre de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo que me lleva a la muerte?» (7:15,18,24). Pablo habló de un «aguijón en su carne» y de cómo pidió a 172

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Dios, sin éxito, que se lo sacara (Cor II, 12:7). Dios le respondió: «Te basta mi gracia pues mi fuerza se muestra en tu flaqueza». Era el retrato exacto de un hombre con un conflicto interno. ¿Estaba relacionado, dicho conflicto, con el conocimiento que Pablo tenía de sí y con su propia sexualidad? Si Pablo veía la homosexualidad como un castigo de Dios, ¿no podría ver igual a aquello que consumía su alma, fuese lo que fuese? La opinión de Pablo sobre la homosexualidad, ¿era acertada o estaba limitada por la falta de conocimiento científico propio de la época, y marcada, además, por el prejuicio que nace a partir de la ignorancia? El examen de otras presuposiciones y conclusiones de Pablo nos ayudará a responder a esta pregunta.

¿Quién compartiría hoy la actitud de Pablo cuando escribe: «Dios dio a los judíos un espíritu embotado, / ojos para no ver y oídos para no oír/, hasta el día de hoy» (Rm. 11: 8). Este juicio antisemita es inaceptable hoy, en la comunidad ecuménica e interreligiosa. Pablo creía que Dios había instituido la autoridad del estado y que, por tanto, los cristianos no debían cuestionarla (Rm. 13: 1-2). Sin embargo, personalidades como los creadores de la Carta Magna, George Washington y Martin Luther King Jr., creían que su derecho y su deber era cuestionar el poder del gobierno establecido. Pablo creía que todas las mujeres debían llevar velo (Cor I, 11: 5, 16), cosa que hoy sólo secundarían los fundamentalistas islámicos.

Las iglesias, que han desafiado y transcendido estas ideas de Pablo, ¿consideran que sus comentarios sobre la homosexualidad son más absolutos que ideas como éstas, culturalmente anticuadas y condicionadas, que ellas mismas han relativizado?

El apóstol trató de distinguir, en el corpus de sus cartas, lo que era su opinión y lo que era tradición revelada. La tradición revelada tenía más autoridad que su propia opinión. 173

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Lamentablemente, Pablo discutió sobre muchas cuestiones, incluida la de la homosexualidad, sin decirnos, cada vez, si transmitía su opinión personal o la tradición revelada. Sin embargo, tampoco esto es tan importante porque tanto la opinión personal como la interpretación de la «tradición revelada» pueden cambiar a la luz de nuevas ideas y de nuevos conocimientos. A la vista del abandono actual de muchas posiciones paulinas, es muy probable que lo que se articula en los escritos de Pablo no es directamente la palabra inmutable de Dios con clara independencia de los prejuicios culturales, sesgados y mal informados, del apóstol. Los cristianos responsables no pueden esconderse detrás de una cita paulina, afirmar que es «palabra de Dios» y cerrar así sus mentes a la explosión de conocimientos actuales en el campo de la sexualidad humana.

Quedan por examinar otras tres referencias en el Nuevo Testamento. Una está en la carta pseudopaulina de Timoteo I. Las otras dos, en las epístolas católicas de Judas y II Pedro. No repetiré ahora las razones que sustentan el abrumador consenso de los estudiosos sobre la autoría no paulina de Timoteo I, pero sí indicaré que, principalmente, se basan en que la epístola supone un tipo de iglesia cuya organización y cuya doctrina están muy desarrolladas y ello apunta a una época algo posterior a la de Pablo. El objetivo de la carta es corregir a los falsos maestros que promovían enseñanzas especulativas en lugar de enseñanzas autorizadas. El autor de la carta enumera los tipos de personas que necesitan escuchar la ley: las personas inmorales, los arsenokoitais («sodomitas» en la versión estándar revisada y «los que se mancillan a sí mismos con otros hombres» en la versión del rey Jacobo) y los secuestradores.

El argumento del pasaje es que una enseñanza correcta se traduce en un comportamiento correcto y que, por tanto, un mal comportamiento revela una mala enseñanza. Si «secuestradores» designa a las personas que esclavizan a chicos jóvenes con el propósito de explotarlos sexualmente, enton174

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ces, las «personas inmorales» son los que desean tener sexo con un chico joven, o comerciar con ellos como esclavos para su venta. Este pasaje, por tanto, se refiere a un tipo particular de explotación sexual que se debe condenar. Ahora bien, un pasaje sobre explotación sexual no debe extrapolarse y utilizarse para condenar las formas de relación que son consentidas por dos personas del mismo sexo pues, en dichas relaciones, no hay abusos sino libre entrega mutua.

Las referencias de Judas y de II Pedro están relacionadas entre sí y, en realidad, provienen de una misma fuente pues II Pedro parece depender de Judas. Ambas cartas datan de un período entre finales del siglo I y bien entrado el siglo segundo. Ninguna la escribió el apóstol que les da nombre. Ambas utilizan el episodio de Sodoma y Gomorra como ejemplo de aquellos sobre los que cae la ira de Dios por razón de su inmoralidad. El propósito principal de ambos pasajes es citar algún ejemplo de cómo la destrucción de Dios sobreviene a las personas que o bien no creen (Judas) o bien enseñan herejías (II Pedro). Son síntoma de un creciente deseo, por parte de los líderes de la Iglesia cristiana, de imponer orden y de controlar. Referirse a Sodoma y Gomorra equivalía a amenazar con el infierno a los que no se enmendaran.

Esto es todo lo que las Escrituras cristianas dicen y tiene que ver, más o menos, con la homosexualidad. Incluso para un literalista acérrimo, estas referencias no fundamentan una condena contundente de la homosexualidad. Si no se es literalista, no hay siquiera materia. Sólo queda claro el recalcitrante prejuicio, nacido de una ignorancia generalizada. Dicho prejuicio ataca a personas cuyo único «delito» es haber nacido (no, haber escogido) con una predisposición sexual inalterable hacia las personas del mismo sexo.

Si asumimos los nuevos conocimientos sobre la causa y el significado de la homosexualidad, debemos renunciar a nuestros prejuicios y a los prejuicios que nos pueda parecer aún que se traslucen en las Sagradas Escrituras, y centrar 175

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nuestra atención en la perspectiva central del evangelio, en apoyar a nuestros hermanos y hermanas gais y lesbianas, y en considerarlos como una parte más de la buena creación de Dios. Esto implica, inevitablemente, aceptar, afirmar y bendecir aquellas relaciones entre estas personas que, como todas las relaciones santas, producen los frutos del espíritu: amor, alegría, paz, paciencia y sacrificio; y hacerlo con la confianza de que, aunque esto no concuerda con la literalidad de unos pocos fragmentos bíblicos muy antiguos, sí que concuerda con el espíritu dador de vida, que siempre rompe las ataduras del literalismo.

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DE

C A P Í T U L O 10

LAS PALABRAS A LA

PALABRA

La Biblia no puede fundamentar nuestras decisiones en cuestiones de ética sexual, sobre todo si se interpreta literalmente. Los juicios y prejuicios nacidos de una lectura literal no perdurarán.

Ahora bien, esto no significa que una lectura adecuada de la Biblia no nos aporte nada. La verdad de la Biblia no está congelada en un molde antiguo ni está cerrada a nuevas lecturas en el futuro. Cada generación, en cada época, debe buscar la Palabra que emana de las Escrituras, con un poder admirable, que mueve a la conversión. Sin embargo, esta Palabra no es las palabras de la Escritura aunque dicha Palabra está en, llega con, resuena a través y lleva más allá de dichas palabras. Para intentar mostrar la diferencia entre la Palabra de Dios y las palabras de las Escrituras, escribiré en mayúscula la palabra «Palabra» cuando me refiera al Espíritu que está más allá de la letra.

Esta Palabra es la que se capta en los relatos de la Creación, aunque no hay que identificarla con la enumeración de los siete días que tanto gustaba a William Jennings Bryan en el juicio contra el maestro Scopes en 1925 (1). La Palabra habla sobre todo de la bondad de la Creación. Proclama que (1) N del T: William Jennings Bryan fue un político estadounidense, demócrata, conocido, entre otras cosas, por su intervención contra John Thomas Scopes, a quien, en 1925, se acusó de violar una ley que prohibía la enseñanza de la teoría de la evolución en la escuela pública del estado de Tennessee. Bryan afirmó en el juicio que la teoría de la evolución aún no se había probado y que, por tanto, no convenía enseñar ideas contrarias a las establecidas en la Biblia. Scopes fue condenado pero los argumentos de su defensor, el abogado Clarence Darrow contribuyeron a deslindar la Biblia y la religión, de la ciencia y sus elaboraciones.

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la vida es buena, y que todo lo que existe comparte un origen divino y, por consiguiente, debe celebrarse y afirmarse.

A lo largo de la historia, las oscuras sombras del dualismo siempre han pretendido excluir de la bondad de la creación aquello que los hombres han considerado malo o indigno de la luz divina y de la autoridad de Dios. Los temores humanos erigen barreras que identificamos como la voluntad de Dios. Luego, nuestros prejuicios, encerrados por estas barreras, rechazan a la gente o a las cosas que están fuera de ellas. No obstante, al final, la propia Palabra de la Creación rompe dichas barreras y hace que la bondad original de la Creación fluya viva.

¿Cómo puede practicarse la esclavitud o la segregación desde la perspectiva de la Creación, de que todo es bueno? Sin embargo, si se lee la Biblia al pie de la letra, pueden aducirse muchos textos que parecen indicar que la esclavitud es admisible. La Biblia dice que los descendientes de Cam fueron condenados a la esclavitud (Gén. 9: 20 y ss); la Torah permitía la esclavitud de los no judíos (Lev. 25: 44 y ss); Pablo acepta la esclavitud y sólo pretende hacerla más benigna cuando insta al esclavo fugitivo Onésimo a volver con su amo Filemón y luego le escribe a éste (Fil. 1: 10 y ss.); o cuando ordena a los amos que traten a los esclavos afablemente (Col. 4: 1). El autor de la Carta a los efesios describe cómo debería ser la relación entre esclavos y amos (6: 5 y ss.). Estos pasajes interpretados literalmente apoyan la esclavitud, pero la Palabra viviente pronunciada en la Creación proclama lo contrario: la libertad de todos en cada generación.

Todos los movimientos (religiosos y políticos) por la libertad y por la inclusión, desde la Carta Magna, la Reforma, la emancipación de los esclavos, la condena del racismo, hasta el rechazo del sexismo y la homofobia; todos ellos han encontrado apoyo en la comunidad de fe que cree en la Palabra de Dios pronunciada en la Creación. La vida es buena 178

C A P. 1 0 — D E

L A S PA L A B R A S A L A

PA L A B R A

y se debe apreciar como tal. Los seres humanos son valiosos y se les debe amar. La persona es sagrada y no se la puede utilizar ni explotar por quienes buscan su propio beneficio a costa del otro. El Dios de la Creación está en contra de esta utilización y explotación aunque no lo estén algunos fragmentos de las Escrituras leídos literalmente.

En la Creación, Dios llama a todos a vivir en su presencia como portadores de su imagen. Sin embargo, la historia revela que los hombres, por su estrechez mental, reducen constantemente la belleza y la maravilla de la Creación y de Dios a los límites de su comprensión y a las fronteras de su tierra. Los hombres justifican con razones y argumentos cualquier comportamiento que consideren necesario para fortalecer su nación, exterminar a sus enemigos y reivindicar su deidad tribal. Por eso, cada vez que las barreras del prejuicio caen, o se rompe la idolatría nacional, se escucha la Palabra de Dios en la Creación. Imposible constreñirla por las prácticas de los hombres y subordinarla por éstos a la letra de las «sagradas» Escrituras. Esto fue lo que ocurrió en Israel, durante el exilio, cuando el pueblo aprendió que el Dios de la Creación no está atado a los límites de Israel. Por un momento, en el exilio, se esbozó, en efecto, una visión de la inclusividad: Todo valle se colmará Y todo monte y collado se allanará. Lo irregular se nivelará Y lo áspero se tornará una planicie. Entonces, la gloria del Señor se manifestará Y toda carne juntamente lo verá Porque la boca del Señor ha hablado. (Isaías 40: 4-5)

La voz solitaria que clama en el desierto es un eco fiel de la Palabra primera del Señor en la Creación. Resuena una y otra vez para desafiar y destruir las barreras levantadas por los hombres para sentirse seguros aunque sea a costa de destruir la universalidad querida por Dios. Parece que es necesaria la tragedia del exilio, o el desastre de una epi179

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demia, como la peste en el siglo XIV, o el SIDA en el XX, o un accidente nuclear que amenace envenenar el medio ambiente común, para arrancar a los hombres de sus sistemas de seguridad y conducirlos al reconocimiento de que la familia humana es indivisible, de que comparte un destino y unos peligros comunes y una esperanza que se nos da en la bondad intrínseca de la Creación. Entonces tenemos oídos para la Palabra que emana de las mismas palabras de las Escrituras que una vez apoyaron nuestros nacionalismos: «He visto todo lo que he hecho, y es bueno» (Gén. 1:31).

La Palabra se ve asimismo en la persona de Jesús de Nazaret. Por eso los cristianos aún lo llaman «el Verbo hecho carne». Sin embargo, lo que llamamos «Evangelios», es decir, las palabras que describen la vida de Jesús están llenas de contradicciones. Las versiones sobre el origen de la significación y del poder de Jesús se contraponen en las mismas Escrituras. ¿No hay dos versiones del nacimiento, cuyos detalles es imposible reconciliar? En Lucas, José tuvo que ir a Belén a causa de un censo, y Jesús nació allí en un establo (cap. 2). En Mateo, José y María ya vivían en Belén, en una casa a la que acudieron los magos venidos para encontrar al rey recién nacido (2:2-10). En Lucas, la circuncisión y la presentación de Jesús se hacen en el templo de Jerusalén, a los ocho y a los cuarenta días, y dentro de un ambiente distendido (Lc. 2:21-39). Mateo, en cambio, atribuye a este mismo tiempo la huida inmediata a Egipto, para escapar de Herodes. Lucas dice que la familia regresó a Nazaret porque aquella era su ciudad (Lucas 2:39) mientras que Mateo, que da por descontado que el hogar de Jesús es Belén, tiene que inventar una historia que obligue a la familia a mudarse a Nazaret (Mt. 2:20-23). De hecho, los autores de estos dos evangelios ni siquiera están de acuerdo en quién fue el padre de José. Para Lucas, fue Eli o Helí (3:23) y para Mateo fue Jacob (1:16). ¿Cuál es, entonces, el texto que dice la verdad? 180

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Además, el acontecimiento que abrió los ojos de los discípulos, y, por ellos, a la gente de los pueblos de la tierra, a la presencia de Dios en Jesús, no fue el nacimiento sino la resurrección. Sin embargo, este acontecimiento crucial también es muy diferente según los distintos Evangelios, tal como ya anoté en el capítulo 7 (2).

Es tan frecuente que las palabras concretas de los diferentes textos bíblicos sean contradictorias que es imposible tomarlas como verdad en el sentido de información histórica fidedigna. Sin embargo, la Palabra que se manifiesta en Jesús trasciende todas las palabras recogidas en el texto y abre a la gente a la presencia de Dios. La Palabra es que Dios ama, valora, redime y considera a cada ser como algo precioso y de valor incalculable, sin importar cuánto pueda el hombre valorarse a sí mismo o pueda valorarlo el mundo, con sus categorías y clasificaciones, llenas de prejuicios. Si se reconoce como Dios de la Creación a aquel que la juzga buena, entonces, Jesús, el Ungido de Dios, es el que hace real y patente este juicio y por tanto esta bondad. La salvación no es otra cosa. Vemos a Dios y a su Palabra en Jesús porque en él vemos la fuente de la vida y la vida misma de Dios. Adorar a Dios en Jesús equivale a vivir de forma plena, libre y abierta, sin las barreras que inhiben lo vivo, sin la camisa de fuerza de los estereotipos sobre quién soy yo y quién es el otro. Vemos a Dios y a su Palabra en Jesús porque Dios es la fuente del amor; y el amor que se manifiesta en Jesús es para toda la humanidad, por encima de clase y condición. Jesús

2 Abordo este punto con mayor extensión en los capítulos 12 y 13 de: The Easter Moment [El momento de la Resurrección] (San Francisco: Harper & Row, 1987). [N del T:] Con posterioridad, Spong compuso todo un libro sobre la Resurrección (La Resurrección, ¿mito o realidad?, Barcelona, 1996 [1994]). Poco después, Spong resumió sus ideas sobre la resurrección en otro libro cuyo enfoque general es que debemos leer el NT no con ojos occidentales sino como lo que es: un libro nacido en un medio religioso judío (Liberating the Gospels, Nueva York, HaperSanFrancisco, 1996).

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está abierto a los mendigos (Mc. 10:46 y ss.), a las prostitutas (Mc. 14:3 y ss.), los ladrones (Lc. 23:32 y ss.), los leprosos (Lc. 17:1 y ss.) y los endemoniados (Mc. 1:32 y ss.). Su compasión limpia cada vida que encuentra. Transforma a Pedro de cobarde en valiente (Jn. 21:15 y ss); libera a Santiago y a Juan, los hijos de Zebedeo, tan intrigantes (Mc. 10:35 y ss.): uno llegará a ser mártir (Ac. 12:2) y otro será el discípulo amado (Jn. 1:24) (3); abre los ojos de Andrés, el reticente, hasta que puede ver el valor de cada ofrenda, incluso la de cinco panes de cebada y dos peces, ofrecida por el joven a la multitud (Jn. 6:8 y ss.); y acepta a Mateo y a Zaqueo a pesar de su colaboración con la administración romana (Lc. 19:1 y ss.; Mt. 9:9). Nadie está fuera del amor de este Jesús, que no se separa de nadie ni lo pone aparte. Las categorías con las que los hombres juzgan quedan barridas. ¿No fue un extranjero, un africano de Cirene, quien, obligado a llevar la cruz de Jesús, se vio arrollado de inmediato por el poder del amor de aquel hombre (Mc. 15:21)?

La Palabra de Dios en Jesús no debe confundirse ni identificarse con las palabras de quienes escribieron sobre él. Ella es el amor divino que lo constituyó; por el que él creó vida en quienes vivieron un encuentro en profundidad con él. No puedo adorar la Palabra en Jesús si no amo, acepto y perdono, tal como él hizo conmigo. Tal como Edmond Browning, obispo presidente de la Iglesia Episcopal, dijo en su discurso inaugural: «La raíz de la ética del reino es la compasión de Jesús», que no rechazó a nadie porque nadie es rechazable.

Vemos a Dios y a la Palabra de Dios en Jesús porque Dios es el fundamento de todo ser y porque Jesús se atrevió a ser él mismo totalmente. No puedo adorar al Dios que vive en Cristo si no tengo yo también el coraje de ser todo

(3) Personalmente, no acepto la identidad de Juan, hermano de Santiago e hijo de Zebedeo, y el «discípulo amado»; sin embargo, dicha identidad forma parte de la tradición común de las iglesias y el autor de Juan 21 se consideró, a sí mismo, como el discípulo al que Jesús amaba.

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aquello para lo que Dios me creó. Para mí, la parte más atractiva del retrato de Jesús en los Evangelios no es la trama de milagros y de curaciones extraordinarias sino, más bien, la singular integridad de su ser. En cualquier circunstancia, Jesús tenía el valor de ser él mismo. En cada encuentro con otro, se daba a sí mismo. Ni la falta de estatus ni la posesión del mismo alteraban el ser de Jesús. Él siempre era el que era ante el otro. Se dio a la samaritana junto al pozo aunque, según todos los indicios, fuese alguien sin estatus social (Jn. 4:7 y ss). Y se dio al joven rico, que disfrutaba de muchos de los bienes de este mundo (Mc. 10:17 y ss.).

Nadie puede darse a sí mismo si no hay un sí mismo que pueda darse, un sí mismo afirmado, aceptado y vivido valientemente. Sólo es un ser libre aquel que es libre para aceptar los elogios y soportar la crítica, sin que ello cambie esencialmente su ser. Cuando me fijo en Jesús, que para mí es la Palabra de Dios, veo a una persona libre, que podía aceptar el aplauso de la multitud, en la escena de los Ramos, sin que esto afectase a su ser. Del mismo modo, también lo veo como una persona libre cuando, colgado en una cruz y mientras la vida se le iba, podía aceptar las burlas de sus torturadores sin traza de amargura ni de desafío o de recriminación. La hostilidad y el rechazo no alteraron su ser, como tampoco la alabanza. He ahí el retrato de la libertad, la libertad de alguien que sabe quién es y tiene el valor de ser precisamente el que es. En él captamos la personificación del fundamento de todo ser.

La Palabra de Dios en Jesús es para mí una llamada a ser yo mismo en plenitud, sin disculpas ni jactancia; es una invitación al arrojo, a correr el riesgo, a la aventura. Eso es lo que para mí significa adorar a quien es el fundamento de todo ser, y sentirme capacitado por él para descubrir el valor de ser aquel que yo soy en él. La Palabra de Dios se ve y se escucha también a través del Espíritu que nos llama a la comunidad y que crea en nosotros un sentido de identidad comunitaria que mejora y enriquece nuestra individualidad. Bíblicamente, el 183

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Espíritu es el aliento que es dador de vida; el soplo de Dios que anima y vivifica la creación. Es una presencia santificante pues la vida no se torna santa por el hecho de volverse uno un santurrón piadoso, sino por la experiencia de llegar a estar completo y vivir así. Ireneo lo dijo una vez: «La gloria de Dios es el hombre [varón o mujer] plenamente vivo».

Mas la vida plena y libre es siempre en comunidad. El Espíritu siempre es comunión; es la unidad que no es uniformidad. Es el don de ser sostenido, tal como uno es y, al mismo tiempo, el don de ser llamado a imaginar lo que uno puede llegar a ser. Es, a la vez, la celebración de nuestra individualidad y el reconocimiento de la interrelación, de la profunda y permanente interdependencia de toda vida. Cuando los escritores bíblicos trataron de captar esta realidad, lo hicieron a través de imágenes que, tomadas literalmente, llegan a ser absurdas. En el relato de la Creación, el Espíritu aleteaba por encima de las aguas (Gén. 1:2). La imagen es femenina: como una gallina empollando los huevos hasta aparecer la nueva vida. A Adán, lo modeló, primero, la deidad creadora, de un puñado de tierra; luego, prolongó su presencia, en aquel cuerpo inerte, al aplicarle artesanalmente la respiración. Cuando sopló en Adán el Espíritu dador de vida, lo llamó a la vida y a la relación.

En la visión del valle de los huesos secos, el espíritu o el viento de Dios sopló a través aquel valle de muerte e hizo que los huesos se unieran y se revistieran de carne para recobrar vida (Ez. 37:1 y ss.). En el relato de Lucas del nacimiento, el Espíritu viene a María para dar al mundo una nueva creación (Lc. 1:35). En el relato de Pentecostés, el Espíritu desciende sobre los discípulos atemorizados, y les confiere vida y fortaleza (Ac. 2:1 y ss.). Fue una ráfaga de viento impetuoso, con lenguas como de fuego purificador, y la comunidad se sintió capaz de superar cualquier obstáculo, tal como simboliza la capacidad de todos para escuchar el anuncio del amor de Dios en su propia lengua, sin importar cuál. Más allá de la literalidad de las palabras, que 184

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confunde, está la Palabra que da vida, crea, redime y santifica; a ella apuntan las palabras de la Escritura.

La Palabra divina no es tan concreta ni precisa como nos gustaría. No nos dispensa de tener que pensar, investigar, luchar y buscar lo inaprehensible. No nos da respuestas sino el contexto en el que buscarlas. Está abierta a que oigamos en ella una Palabra nueva que arrojará una luz nueva y alumbrará una nueva comprensión de temas que considerábamos ya cerrados. Es una Palabra autocorrectora y, por tanto, no nos ata con la camisa de fuerza de lo antiguo. La Palabra de Dios, en fin, siempre frustrará la pretensión humana de actuar como si la Palabra se hubiera capturado y domesticado. Llamará, a cristianos de todo tipo y a quienes buscan a Dios en cualquier tradición, a adentrarse en el futuro, donde la única certeza no serán nuestras formulaciones sino la Palabra eterna de Dios que siempre está ante nosotros, creando y recreando el pueblo de Dios.

La fe no es una ciencia exacta. No hay credos ni Biblias eternas e inmutables. Sólo existe la eterna verdad de Dios. En el instante en que la verdad se articula o codifica se vuelve finita, limitada, y, en último término, falseada. Vivir ante la Palabra eterna de Dios se parece a un viaje, y la Biblia es algo así como una guía. Va del Jardín del Edén a la Ciudad Eterna, vía Ur, Egipto, Canaán, Babilonia, Corinto y Roma. El pueblo de la Alianza fue nómada. Siguiendo las aventuras de nuestras padres en la fe, encontramos puntos de referencia importantes para nuestro propio viaje. En estas historias de fe aprendemos cómo caminaron las generaciones anteriores. Nos informamos del terreno por recorrer, de los escollos y peligros a evitar, de los lugares de descanso y de los momentos de celebración que tendremos. Sus historias muestran los caminos entre los que hemos de escoger, pero no pueden ni nos obligan a seguir los mismos itinerarios.

Los seres humanos hemos peregrinado muchas veces en nuestra historia religiosa y sabemos bien que debemos peregrinar de nuevo. Hemos pasado de los cultos de fertilidad 185

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y de la religión que adoraba la naturaleza a las deidades tribales que nos llamaban al éxodo y creaban vínculos para nuestra vida en común mediante pactos y leyes. Hemos pasado de la identidad tribal a un sentido del individuo que llega hasta el extremo de imaginarnos el cielo y el infierno conforme a las acciones, buenas y malas, de las personas individuales, como si nadie fuese responsable de nadie más que de sí. Ahora estamos dejando este enfoque. Nos damos cuenta de nuevo de que estamos conectados por cosas como el inconsciente colectivo que portamos en nuestro interior, la programación de los cromosomas, cuya acción se deja sentir a lo largo de las edades, y el sello que diversas fuerzas imprimen en nosotros desde antes de nacer. Por eso los valores sexuales de los sistemas religiosos de hoy deben reflejar la comprensión que hoy tenemos de la vida.

Quienes interpretan literalmente la palabra de Dios, confinan su propio poder en un molde en el que sólo encaja la sabiduría del pasado y por eso son incapaces de adaptarse. Con el tiempo, esta incapacidad hará inevitable que la fe se vea sacudida implacablemente, hasta quedar hecha añicos y remplazada o bien por una histérica huida hacia delante, de tipo anti-intelectual, o bien por la desesperación ante la nada. Por el contrario, si sabemos que la Palabra es dinámica y no se puede amordazar, podemos cambiar y crecer, y llevar con nosotros las nuevas preguntas ante ella, que nos dará nuevas experiencias y nuevas concepciones de la verdad. Entonces, se escuchará una vez más la Palabra con nuevos acentos, y nos llamará a abrirnos a nuevas posibilidades.

Esto sucede actualmente en medio de los cambios en la sexualidad. Y sucederá, una y otra vez, en otros campos, según avancemos hacia un futuro que nos inspirará temor pero que también será emocionante. La Palabra de Dios es la Palabra más allá de las palabras de las Escrituras, más allá de las formulaciones de la tradición, más allá del intento humano de aferrarla o interpretarla literalmente. Es la Palabra que, por don de Dios, reconocemos como Espíritu más allá de la letra. 186

III

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MATRIMONIO Y CELIBATO:

LO IDEAL, NO LA ÚNICA OPCIÓN La institución del matrimonio está en constante proceso de cambio; evoluciona y se transforma de forma imprevisible y peculiar. Tiene detractores y defensores, y algo de ambos hay en mí. Estoy dispuesto a decir adiós a la forma patriarcal de matrimonio que oprime a ambas partes en nombre de un concepto de masculinidad ya moribundo, pero no lo estoy si de lo que se trata es de abandonar el concepto de matrimonio como tal. En mi opinión, sigue siendo el modo más importante de relación humana. Un matrimonio fielmente contraído y fielmente vivido es una experiencia profundamente vivificante que hay que reconocer y celebrar. También creo que, para algunas personas, el celibato puede ser una alternativa válida; una alternativa que habría que considerar e incluso que recomendar en determinadas circunstancias. Si discrepo de los moralistas tradicionales, no lo hago en lo que se refiere a los valores que el matrimonio o que el celibato pueden comportar, sino sólo en la pretensión de estos moralistas de limitar el comportamiento moral admisible a estas dos alternativas.

No creo que hoy en día la disyuntiva entre matrimonio y celibato agote el campo de lo que puede considerarse válido en moral sexual. Estas dos opciones pueden seguir siendo los ideales propuestos con carácter general; es decir, los estándares comunes. Puede atribuírseles, incluso, el máximo potencial de realización. Sin embargo, he conocido de187

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masiadas relaciones no matrimoniales en las que podían reconocerse los frutos de la santidad como para pretender que tales relaciones son inmorales por el mero hecho de no encajar en lo que puede considerarse, estrictamente, como un matrimonio legal.

En esta sección del libro, intentaré definir y defender estas otras opciones morales. Antes, sin embargo, es importante afirmar, clara y vigorosamente, tanto mi compromiso con el matrimonio, fiel, monógamo y de por vida, como norma válida para la mayoría, así como mi opinión de que la vida en castidad, propia del celibato, es recomendable como una opción válida, para algunos.

Este compromiso no es nuevo en mí. Es la opinión de quien, a lo largo de la vida, no se ha desanimado a la vista del dolor de las rupturas humanas. Lo dije públicamente en un libro de hace seis años: «En la profundidad de mi ser sigo convencido de la verdad de que el mayor desarrollo del ser humano y su mayor gozo potencial son el resultado y la consecuencia del compromiso total de una persona con otra en el santo matrimonio» (1). Aún lo creo así.

Un matrimonio monógamo y fiel nunca ha sido un logro fácil; y quizá sea aún más difícil hoy. Quienes defienden los valores de las anteriores generaciones muchas veces no parecen comprender las presiones que hoy se ejercen sobre los jóvenes adultos, ni el entorno en el que actualmente se unen en matrimonio; entorno radicalmente diferente del habitual hace tan sólo un par de generaciones. Vivimos en medio de un bombardeo de sexo a través de los medios, impresos y electrónicos, las vallas publicitarias, las novelas, las obras de teatro, las películas e incluso los debates abiertos en escenarios públicos, de manera que el sexo ya no es, como antaño, una actividad privada. Y menos ahora que somos conscientes de que, en una relación sexual, los participantes se exponen mutuamente a infecciones provenientes de cual(1)

John S. Spong, Into the Whirlwind (Harper & Row, 1983).

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quier relación anterior, de uno o de otro. Esta toma de conciencia reciente del peligro potencial de la actividad sexual ha enfriado un tanto el fuego de la liberación, e incluso ha hecho que aumente la valoración del romanticismo y de una relación estable. El pacifista que en su día proclamó «haz el amor y no la guerra» ya no está tan seguro al hacer lo primero. Culturalmente, hay un retroceso de la promiscuidad. Las amenazas de contagio mitigaron el entusiasmo de multiplicar las relaciones. En 1984, la revista Time llegó a anunciar, en portada, que la revolución sexual había terminado. Pudo ser prematuro anunciarlo pero sí fue oportuno registrar que las actitudes hacia el sexo y el matrimonio estaban entrando en una nueva fase.

Contra lo que algunos esperaban, la libertad sexual no sólo trajo emociones intensas y satisfacción. También trajo dolor, pérdidas, superficialidad, trastornos e incluso tedio. El ser humano necesita y desea intimidad, continuidad y compromiso en el amor. La actividad sexual, o forma parte de la intimidad y del amor, o pasa a no significar apenas nada. Las emociones baratas o artificiales no son duraderas. A medida que la gente lo ha entendido, la promiscuidad ha disminuido y los compromisos han aumentado.

A los círculos conservadores, políticos y religiosos, les gusta que el matrimonio monógamo y fiel, así como el celibato voluntario y acendrado, puedan volver a ser la norma de la sociedad, si no por razones morales, sí, al menos, por razones de salud. Sugieren que el retorno a la moralidad tradicional disminuye, por sí solo, el impacto de ciertas enfermedades. El argumento es poderoso porque, ciertamente, la conducta promiscua, homosexual o heterosexual, es destructiva para el alma, y peligrosa para el cuerpo.

James B. Nelson (2) llama la atención sobre los numerosos debates públicos que sitúan la sexualidad entre nuestras

(2) James B. Nelson, "Reuniting Sexuality and Spirituality", The Christian Century 104, no. 6 (February 25, 1987): 187-90.

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principales preocupaciones. Su lista incluye asuntos relacionados: la equidad entre los sexos, la igualdad en el acceso al empleo y en los salarios, el aborto, la planificación familiar, el control demográfico, los abusos y la violencia sexual, la pornografía, la prostitución, las técnicas reproductivas, el uso de preservativos y el embarazo entre adolescentes. Cada uno de estos temas se discute libremente en los medios casi a diario. Además, el Dr. Nelson enumera: el aspecto sexual de los crímenes más violentos, la carrera de armamentos y las políticas económicas y exteriores de las naciones. Todos estos problemas, afirma, se derivan de presuntas virtudes, asociadas a la dominación masculina; se relacionan con y, en algunos casos, son expresión directa del culto al vencedor, de la asunción acrítica del valor de la competitividad y de la inhibición y el «blindaje» de las emociones, tal como expresivamente dice. Todos estos asuntos –escribe– provienen de distorsiones cuyo origen es una determinada interpretación de la sexualidad masculina de tipo patriarcal. Hoy, sin embargo, esta mentalidad empieza a estar en retirada. Nelson, además, parafrasea los pensamientos de James Weldon Johnson, quien, hace años, observó que la sexualidad estaba asimismo presente en el fondo de nuestros prejuicios raciales:

Históricamente, la catalogación de las mujeres por parte del hombre blanco («o vírgenes o putas») funcionó con un esquema racial: las mujeres blancas eran símbolo de delicadeza y de pureza mientras las mujeres negras eran símbolo de una animalidad explotable económica y sexualmente. El varón blanco proyectaba, además, su culpabilidad sobre el varón negro, al que juzgaba ser una bestia oscura e hipersexual que se debe castigar y de la que hay que proteger a la mujer blanca. Las mujeres negras educaban a sus hijos para ser dóciles. Así esperaban protegerlos de las iras del hombre blanco. Sin embargo, esto, a su vez, complicaba los matrimonios negros y conducía a ciertos intentos destructivos de recobrar la «virilidad negra». En Norteamérica hemos sido herederos de una historia racial deformada, en la que la dinámica sexual ha sido importante. (3) (3)

Ibid., p. 190.

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Estos aspectos de nuestra conciencia sexual (recientemente más patente en el ámbito social) son ilustrativos del cambio de paradigma que está teniendo lugar en nuestra época. Los valores asociados a la era patriarcal, así como todas sus manifestaciones, están extinguiéndose. Las parejas que eligen casarse lo hacen en un mundo en cambio. Cuando cambian los valores, también hay que cambiar los conceptos y las representaciones con los que viven las personas y las instituciones. El matrimonio del mañana será muy diferente del de ayer. Sin embargo, el matrimonio, cualquiera que sea su carácter y su forma, es probable que siga siendo la opción más común en el futuro. La decisión de contraer matrimonio es una decisión crucial. Es una opción que necesita el apoyo de la sociedad. El matrimonio es exigente y mantenerlo requiere esfuerzo. Sin embargo, ofrece un bienestar en el orden del ser que justifica con creces el tiempo, la energía, la atención y el compromiso que reclama. El matrimonio sigue siendo para mí el ideal, el modelo con respecto al cual hay que concebir cualquier otra relación.

Si el matrimonio es tan importante, debería prepararse a conciencia. Si el bien que procura es de tal calidad, una institución como la Iglesia debería comprometerse por completo, con su energía y sus recursos, en ayudar a la gente a crear unas relaciones sanas, monógamas y de fidelidad, entre las que el matrimonio sería la referencia, el modelo que se invita a perseguir. Puesto que el matrimonio es mucho más que la legitimación de la actividad sexual genital, es bueno reparar en lo que cada uno de los contrayentes ha sido por separado en los años anteriores. Una vez establecido el vínculo, el sexo debe ser una parte santa en esta relación, un aspecto exclusivo del varón y de la mujer en su intimidad, inviolable por la inclusión o intrusión de nadie. Nadie intercambia públicamente los votos del matrimonio (ya sea ante Dios o ante un juez) si éstos no incluyen la intención de la exclusividad en la relación. Si estas promesas 191

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no pueden hacerse con honestidad, no deben hacerse. Marido y mujer, ambos necesitan una seguridad suficiente y confiar en el compromiso. Sólo así las profundidades que son posibles en una relación serán accesibles y aflorarán en una mutua exploración.

Los recuerdos compartidos contribuyen a la belleza y al fortalecimiento de la relación matrimonial. Entre nuestros recuerdos conyugales destacan ciertos hitos: la ceremonia de la boda, la luna de miel, la primera residencia, la celebración de aniversarios y cumpleaños, algunas vacaciones, el primer embarazo, el nacimiento de cada uno de los hijos. Cada pareja debe descubrir sus propios momentos especiales. Cada recuerdo de estos es un tesoro que no debería perderse y que siempre puede volver. Las fotografías suelen recordar e incluso hacernos revivir el éxtasis de estos momentos inolvidables.

También están los tiempos oscuros, con las sombras de la vida, pero que pueden ser poderosos forjadores de profundidad y de unidad en una relación de compromiso mutuo. En ocasiones, las crisis suponen desplazamientos, quizá no buscados pero en cualquier caso inevitables, que privan al marido, a la mujer y a los hijos del apoyo de las redes de amigos y hacen descubrir, a los miembros de la familia, la importancia de unos para otros. A veces, la sombra es un problema que afecta a uno pero que deben afrontar todos. Otras veces, es una enfermedad o una muerte lo que pone a prueba la fortaleza de la relación. ¿No indican los estudios que la tasa de divorcios se incrementa de forma notable en las parejas que sufren el trauma de la muerte de un hijo? También los tiempos de transición, como la graduación, la boda de un hijo, el acceso a la condición de abuelos y la jubilación, hacen que las personas descubran nuevas dimensiones en sí mismos y en las relaciones que tienen con el otro. Todas estas cosas y muchas otras alimentan la memoria compartida de un hombre y de una mujer que se han comprometido el uno con el otro «para lo bueno 192

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y para lo malo, en la salud y en la enfermedad, todos los días de su vida, hasta que la muerte los separe».

Hay además pequeñas cosas que también forman parte de la intrahistoria familiar: las bromas y los juegos, las idiosincrasias, los gustos, la amplia variedad de preferencias en comidas, vestidos y entretenimientos, los amigos… Todo forma parte de la esencia familiar. Son lazos que crean unidad a partir de lo que nos distingue. Sólo un compromiso de por vida, por cuyo medio dos personas acuerdan compartirse ellos mismos completa y libremente, así como crecer juntos durante el resto de su vida, puede abrir sus vidas a las profundidades del amor y al descubrimiento de los pozos escondidos que hay en las personas.

Si la muerte o el divorcio interrumpen esta relación, puede venir un segundo matrimonio. Podrá ser incluso un magnífico segundo matrimonio. Sin embargo, no tendrá tanto tiempo para desarrollarse en profundidad y para fraguar los recuerdos comunes que, al menos potencialmente, había en el primero. El paso del tiempo es esencial para compartir la vida realmente. Un día perdido es un día que ya no se recobra. Un día con sentido es un día para siempre. Sin el paso del tiempo, no se cosechan ni reúnen los recuerdos comunes. Cuanto más añejos y profundos son los recuerdos, tanto mayor es el potencial de descubrimiento y de entrega de sí mismo que albergan. Ésta es la esperanza y el gozo que hace tan especial el compromiso nupcial de por vida.

El matrimonio es siempre una relación vulnerable. Cada cónyuge está expuesto al otro de muchas maneras, desde la desnudez física a la desnudez mental y emocional. Del mismo modo que, en el compromiso de por vida, el potencial de realización es máximo, también es máxima la posibilidad de causar dolor cuando viene el fracaso. Cuando dos personas que se conocen bien se hacen daño o se rechazan, el dolor es muy intenso. Nada hay casual en el divorcio. En 193

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ocasiones, para sobrellevar el dolor, la gente entierra sus sentimientos. Sin embargo, el daño permanece en lo profundo y siempre puede dar lugar a extrañas formas de conducta compensatoria. Ocurre a veces que nadie es tan imprudente y destructivo como la persona recién divorciada que busca, de algún modo, detener el daño, curar las heridas, aliviar el dolor. Se recurre al alcohol, la promiscuidad, las relaciones por despecho, las drogas e incluso el suicidio.

El matrimonio es una relación que encierra una gran potencia. Tiene mucho poder para vivificar y mucho poder para producir dolor. No debería contraerse a la ligera ni impulsivamente. Su importancia es tal que merece nuestros mejores esfuerzos: desde los comienzos, en los que hay que forjar una buena unión, pasando por las crisis de la madurez, cuando las prioridades siempre se revalúan, hasta llegar con elegancia a la vejez. En medio de la revolución sexual, me congratulo ante los compromisos de por vida, monógamos y de fidelidad, entre un hombre y una mujer. Considero que es un ideal que tiene mucho que ofrecer (quizá el que más) y que, justo por esto, merece nuestros mejores esfuerzos, nuestra vigilancia, nuestra constante atención y nuestra permanente dedicación.

Sin embargo, aunque el matrimonio debe formar parte de nuestro mundo cambiante y así será, algunos viejos supuestos de su forma actual no perdurarán. La flexibilidad, por ejemplo, es ya una virtud primordial en el matrimonio. Y la reciprocidad está remplazando rápidamente el viejo esquema del hombre como el que toma las iniciativas y la mujer como sólo pasiva. Además, el número de parejas en las que ambos desarrollan una carrera profesional va en aumento. Esto ha reducido la alta movilidad que, desde la Segunda Guerra Mundial, caracterizaba la vida de las familias de la clase media y ejecutiva emergente. Y esta igualación profesional también ha modificado los patrones de natalidad, paternidad y maternidad. 194

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Las presiones de la vida actual no ayudan a las familias. La familia nuclear ha remplazado a la familia extensa con su compleja estructura de relaciones bien trabadas. Por eso las necesidades son más pero los apoyos emocionales para enfrentarse a ellas son menos. La rutina diaria del que se desplaza para ir a trabajar (conduzca su propio vehículo o viaje en transporte público) genera un deseo de retraerse de lo comunitario y de refugiarse en el aislamiento de una velada con dos martinis y la televisión, sin ninguna comunicación con la pareja. Si esta presión de lo social no se encauza, el potencial a largo plazo de muchos matrimonios estará en peligro.

Uno de los propósitos de la institución religiosa es ayudar a sus miembros a sentirse enraizados, y ser para ellos una comunidad que los acoge. Deseo que el papel y la vocación de la iglesia sea ser la familia extensa dentro de la que la familia nuclear se pueda ubicar para un enriquecimiento en los dos sentidos. Sólo dar enriquece de verdad. Espero que la formación de los pastores de hoy y de mañana incluya el objetivo y la capacitación para contribuir a fortalecer las relaciones familiares y a enriquecer, sostener, animar, afianzar, transformar y bendecir el compromiso matrimonial. Cuando un matrimonio fracasa, las contribuciones de la comunidad son otras, pero, en tanto que queda alguna esperanza para la pareja, la energía, personal y comunitaria, debe emplearse en alimentar esta unión. Un matrimonio no merece menos.

Si uno cree o está seguro de no tener éxito en una vida de matrimonio, vivir célibe debe considerarse como una opción. A muchos les parecerá una propuesta extraña pero la hago con toda seriedad. He conocido personas que viven su vida célibe de una forma abierta y honesta. Algunos eran heterosexuales y otros, homosexuales. Todos habían elegido libremente la forma célibe de vivir como la mejor para ellos. Nadie se la había impuesto. A veces, la elección se hizo después de otros intentos que fracasaron. 195

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Otras veces, la ocasión fue la pérdida de la pareja (por fallecimiento, ruptura de la relación o, en los casos más trágicos, por un accidente o una enfermedad que incapacitó al cónyuge). Estas circunstancias involuntarias hicieron que la persona implicada se planteara vivir célibe, cosa que, entonces, escogió libremente como la mejor opción en aquel momento. A veces, encauzar la energía de la sexualidad hacia otro objeto, como el arte, la música, la escritura o incluso la cocina, fomenta una creatividad que enriquece, que compensa la falta de intimidad compartida y que lleva a la persona a una plenitud que, de otro modo, no hubiera podido alcanzar. En ocasiones, un conjunto de relaciones, en las que se dan diversos grados de amistad, puede sostener una vida que se ha visto privada de ese compañero o compañera tan especial que es la propia pareja. Si la persona se compromete a una vida célibe, su amistad con personas casadas del sexo opuesto no es una amenaza para el matrimonio de éstas, no hay ni seducción ni coqueteo y dichas relaciones pueden ser enriquecedoras y fortalecedoras para todos los implicados.

No creo, sin embargo, que sean muchos los que de hecho pueden escoger libremente el celibato y vivirlo después con integridad. En el mejor de los casos, es una opción para una minoría. Creo, con todo, que debería considerarse como una vía abierta y como el mejor camino para la realización de algunos, si no a lo largo de toda la vida, sí, al menos, en ciertos períodos prolongados.

Eso sí, me opondría totalmente a que un tercero prescribiera el celibato a otro, como si la moral exigiese esta vía como la única alternativa para los que no se casan. Creo realmente que, para algunos, puede ser un ideal y que, como tal, debería presentarse y explorarse seriamente. Al menos, es mucho más sencillo y mucho menos complicado que otras opciones posibles. 196

C AP. 11 — M ATRI MON IO

Y CELI BATO : LO I DEAL , NO LA ÚN ICA OP CIÓN

Aunque como aportación en materia de ética mi objetivo no es coaccionar a la gente a ajustarse a las normas sociales so capa de mantener la moralidad, reconozco aquellas normas favorables al celibato que se desarrollaron por ser útiles para un objetivo valioso para el bien común. Mi principal compromiso ético se encamina a ayudar a la plenitud de la vida tanto en los individuos como en la sociedad, y dentro de los límites que la vida impone a cada uno, cualesquiera que sean éstos. La tensión entre el individuo y el grupo produce una interacción entre los valores individuales y los del grupo. El matrimonio y el celibato ayudan a reducir esta tensión en tanto que ambos se aceptan socialmente y son buenos para los individuos involucrados cuando éstos los escogen libremente.

Antes de considerar los otros posibles modelos de relación que hoy en día se plantean, y que creo que caen dentro de los límites de la moral religiosa aunque susciten un vigoroso debate, querría expresar mi respeto por las tradiciones. Aunque estoy en desacuerdo con quienes piensan que el matrimonio y el celibato son los únicos modelos de relación moralmente aceptables, aprecio estos dos estilos de vida sinceramente. Deseo los tesoros potencialmente presentes en el matrimonio para la mayoría, que, de hecho, busca la bendición del matrimonio. Y siento un gran respeto por quienes se proponen vivir y viven una vida célibe. Sin embargo, dicho esto, tiendo la mano a los otros que no encajan en estos dos parámetros de lo moral.

¿Qué les debemos decir, como cristianos dedicados al Dios que llama a todos a la plenitud de la vida, a los jóvenes sexualmente activos de nuestro entorno, para los que el matrimonio no es una opción real en esta edad suya ni en muchos años más todavía? ¿Qué les debemos decir a nuestros hermanos gais y lesbianas, para los que el matrimonio no es, normalmente, una opción civil ni eclesiástica? ¿Qué les diremos a las personas cuyos matrimonios, por diferentes razones (muerte de su pareja, un divorcio u otras razones, 197

Parte I I I — Algunas propuestas

económicas, emocionales o profesionales, etcétera), no pueden o no quieren contraer otra vez matrimonio?

Como una voz entre otras en la iglesia, no estoy dispuesto a condenar las relaciones sexuales no convencionales que desembocan, de hecho, en una vida más plena, entre las personas que se encuentran en esta situaciones. Creo que hay otras posibilidades que la iglesia puede asumir honestamente. Las presento a continuación, para la discusión y el debate. Seguro de que daré pie a ambas cosas. He vivido el tiempo suficiente en el seno de la iglesia como para saberlo.

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¿E S P O N S A L E S ? Llamo a las iglesias de mi país a reavivar la idea antigua de los esponsales (betrothal) y a restablecer su celebración como una opción válida y como un signo de un compromiso serio, entre dos personas, cuyo significado legal, sin embargo, es distinto del matrimonio. En muchas sociedades antiguas existió este tipo de compromiso, entre un hombre y una mujer, antes de casarse. A veces, los esponsales (o ceremonia de los votos o del compromiso) implicaban que las dos personas se comprometían en una relación que ya permitía la intimidad sexual entre ellos. La institución de los esponsales respondía a necesidades sociales y económicas muy reales de las sociedades antiguas. Hoy, en nuestra sociedad, se dan unas necesidades muy diferentes, cuya respuesta, sin embargo, quizá podría consistir en una reinterpretación y reinstauración de los esponsales (1).

Estoy proponiendo renovar la palabra y darle un nuevo significado. Por «esponsales» me refiero a una relación que es fiel, comprometida y pública, pero que no está legalmente sancionada ni es necesariamente perpetua, y que incluye vivir juntos. Prefiero este término al de «matrimonio a prueba» (trial marriage) porque no quiero dar a entender que se puede relativizar el compromiso fundamental del matrimonio. De hecho, el uso actual de esta última expresión se acerca a la definición de lo que yo entiendo por esponsales. Para hacer más abarcante el concepto, ensancharía la idea de “compromiso” e incluiría en ella la noción, quizá no tan precisa, de “compromiso de comprometerse”. Los esponsales así entendidos podrían ser, para algunas parejas jóvenes,

(1) N del T: Betrothal (compromiso de casarse; darse mutua promesa de matrimonio) es un término arcaico que proviene de be + treuthen (siglo XIV) y significa estar comprometido. Troth: lealtad, fidelidad. Truth: verdadero.

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Parte I I I — Algunas propuestas

una etapa de la vida previa al matrimonio. Para otras, una relación plena, que en sí misma tiene un sentido para los dos miembros de la pareja, en una particular situación en la que ni se espera ni se exige una promesa de por vida.

Convendría dar forma litúrgica a tales esponsales. Esta liturgia incluiría una declaración de la intención de la pareja de vivir juntos, en amor y fidelidad por un período de tiempo, en una relación que les compromete a ambos. Los asistentes y la iglesia acogerían este compromiso como algo serio y no hecho a la ligera; como algo abierto y no oculto, y como algo que crea un sentido de mutua responsabilidad, pues ambas partes están dispuestas a comprometerse mutuamente en fidelidad. Sin embargo, la concepción y el nacimiento de hijos no sería lo apropiado durante esta relación esponsal. El niño que nace del deseo, la intención y el amor, merece la estabilidad y las facilidades, para la educación y la seguridad, que aporta el vínculo legal del matrimonio, en el que tanto el padre como la madre se comprometen a que la unión sea de por vida. El éxito de los esponsales depende, sobre todo, de la voluntad de respetar estos acuerdos por parte de las personas que los realicen. Dejar clara la importancia de los acuerdos sería uno de los principales propósitos de las sesiones de asesoramiento, previas a los esponsales, entre el pastor y los jóvenes contrayentes.

La idea no es nueva. Ni siquiera es inédita como propuesta de un miembro de la jerarquía. Tras retirarse, el muy honorable Geoffrey Fisher, antiguo arzobispo de Canterbury (1945-1961), pidió a la Iglesia de Inglaterra que desarrollase algún tipo de servicio litúrgico que visualizase la mutua entrega, para que las parejas pudieran contraer, con la bendición de la iglesia, lo que él llamó un «matrimonio a prueba» (2). Huelga decir que sus colegas, los eclesiásticos conservadores, desestimaron la idea de quien fuera su pri-

(2) John S. Spong, Into the Whirlwind (San Francisco: Harper & Row, 1983), p. 142.

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mado, y la consideraron el fruto de una mente envejecida y casi senil. En cambio, yo me pregunto cómo pudo, el arzobispo Fisher, ser tan avanzado con respecto al pensamiento y a la mentalidad de su época. Porque yo creo que a esta idea le ha llegado su momento.

Alvin Toffler, desde un punto de vista secular, expuso una idea parecida en su libro El shock del futuro, cuando escribió que, con el tiempo, el matrimonio se podría acabar por concebir en forma de tres compromisos sucesivos y separados, acordes con las etapas de la vida (3). La primera etapa, dijo Toffler, sería la del amor joven, el matrimonio a prueba y el compromiso de vivir juntos hecho cuando los dos jóvenes están todavía en un momento inestable, de preparación para la vida adulta recién estrenada. La segunda etapa se iniciaría con la elección de un compañero o compañera con quien constituir un hogar y con quien compartir los hijos: su concepción, nacimiento, crianza y crecimiento hasta una cierta madurez. El tiempo del final de esta segunda etapa sería la emancipación del último hijo o su graduación, aproximadamente. La tercera etapa, concluía Toffler, comenzaría con la elección de la pareja con la que compartir los años de la segunda madurez y con la que envejecer. Esta pareja sería el amigo o amiga con quien compartir aquellos intereses comunes que crean una unión vitalmente enriquecedora. Toffler no excluyó que estos compromisos matrimoniales se pudiesen contraer siempre entre las mismas personas. Lo que supo ver es que, por ser tan específicas las cualidades necesarias en cada uno de los miembros de la pareja y en cada una de las etapas, y por ser también tan específicas las necesidades respectivas, la honestidad exigía plantear la posibilidad de un nuevo compromiso en cada punto de transición.

Ni el arzobispo Fisher ni Alvin Toffler hubieran podido hacer sus propuestas hace un siglo. Las circunstancias hu(3)

Alvin Toffler, Future Shock (New York: Bantam Books, 1971).

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Parte I I I — Algunas propuestas

bieran hecho inconcebibles tales propuestas. Pero los tiempos han cambiado, tal como dije en el capítulo 3. La propuesta de legitimar los matrimonios a prueba o de retomar el rito de los esponsales es incomprensible al margen de los factores actuales. Pienso en el adelanto de la pubertad, en el retraso de la edad de contraer matrimonio, en los cambios en el significado del mismo debidos a la conciencia feminista, y en el aumento de la esperanza de vida.

Que los más brillantes y mejores de entre las nuevas generaciones tengan que reprimir sus impulsos sexuales quizá desde los doce años hasta terminar sus estudios y tener en torno a veinticinco años, ¿es realmente lo exigible? ¿No es, más bien, una expectativa ingenua, fundada en un código moral que, siendo de otra época, se aplica, de forma acrítica, a la actual? ¿Puede esperarse que sobrevivan unas normas éticas completamente desconectadas de la realidad biológica actual? La realidad es que estas normas no han sobrevivido.

Lo que ha sobrevivido es la culpa que sostenía el estándar de virginidad antes del matrimonio, y que aún erosiona los sentimientos de integridad de quienes la padecen. Sin embargo, cada día que pasa, el poder de esta culpa se debilita, y lo hace al tiempo que se debilita el poder de la institución eclesiástica que históricamente la ha utilizado para mantener su posición. La culpa, que alguien ha definido como «el regalo que se sigue regalando», ha sido, durante siglos, el arma principal de la iglesia. Su uso primario ha sido el control de la conducta.

El primer paso fue convencer a la gente de que sólo la iglesia tenía el poder de perdonar los pecados. Apelar a la autoridad de un texto sagrado como Mt. 16:18-19 ayudó bastante: «Te digo que tú eres Pedro y que sobre esta piedra edificaré mi iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Te daré las llaves del reino, y lo que ates en la tierra quedará atado en el cielo y lo que desates en la tierra que202

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dará desatado en el cielo». Era fácil interpretar «atar y desatar» como el poder de Pedro de perdonar o no en nombre de Cristo. A ello siguió la interpretación de que la jerarquía eclesiástica era la legítima heredera de Pedro y de su poder. El elocuente portavoz de la jerarquía, se llamó a sí mismo Vicario de Cristo en la tierra y heredero de Pedro: el obispo de Roma. Bastó que la iglesia añadiese, a su poder de perdonar o no, la recompensa del cielo y el castigo del infierno para que la palanca de la culpa moviese a obediencia a la mayoría. Así es como surgió el poderoso sistema de control de la conducta, administrado por la iglesia, cuya eficacia ningún otro sistema ha podido igualar aún en Occidente.

El último paso en la construcción de este sistema de control fue conectar la culpa con algo común a todos. Y el sexo fue el mejor candidato para tal «honor». Las relaciones sexuales se caracterizaron como algo malo, abyecto, sucio, animal, como aquello que atrae sólo lo más bajo de uno mismo y que sólo se nos da de cara a la procreación. La iglesia enseñó que la mujer perfecta fue una virgen que tuvo un hijo sin actividad sexual. Además, si una madre virgen era la mujer perfecta, ninguna otra mujer podía serlo, y, por tanto, todas las mujeres quedaban marcadas por la culpa. La iglesia sólo reconoció dos posibilidades de alcanzar la virtud la mujer: o como virgen o como madre prolífica. De esta mentalidad proceden tanto la exaltación de la vida religiosa femenina como la condena de todo medio artificial de control de natalidad. El sexo era un mal que sólo era ocasión de virtud o por el cumplimiento de su prohibición o por su limitación a la función procreadora.

En cuanto a los varones, la culpa les cayó encima mediante el expediente de condenar cualquier brote del deseo. Cuando un hombre sentía el deseo sexual, era pecador aunque este deseo fuese tan universal y tan de Dios como de hecho lo es y lo sigue siendo. Como culpable ante Dios, el varón tenía que acudir a un representante de la iglesia, confesarse y recibir el perdón. De esta forma, la culpa quedó 203

Parte I I I — Algunas propuestas

vinculada al deseo y a la actividad sexual, y los pecados sexuales fueron la preocupación obsesiva de la iglesia desde entonces, con descuido de la responsabilidad en otros campos y con la deformación de éste. La culpa irracional es el principal sentimiento que la iglesia sigue vinculando a la sexualidad humana. La gente se está liberando de ella pero, mientras no llegue la completa emancipación, la culpa malentendida seguirá teniendo un efecto destructivo en la psique humana, como siempre lo tuvo en el pasado.

Como consecuencia de esta vinculación del sexo y de la culpa, la reciente «revolución sexual» también ha sido, en muchos aspectos, una revolución contra el cristianismo y contra las iglesias. Éstas, ansiosas de recuperar el control, afrontaron este desafío tal como era previsible que lo hicieran: intentando restablecer y reforzar su código ancestral. El Vaticano, por ejemplo, continúa condenando el control de natalidad y se une a la mayoría de las restantes iglesias al juzgar como mala toda actividad sexual que se dé fuera de la institución matrimonial. Ya es hora de dar la puntilla a esta culpa debilitadora. Si hay algún modo de que la iglesia pueda defender la bondad de la sexualidad y, al mismo tiempo, valorar los diversos usos adultos y responsables que se puedan hacer de este don divino que es el sexo, debemos ponernos a ello. Mi propuesta de recuperar la institución de los esponsales responde a este doble objetivo: asumir la bondad básica de la sexualidad dentro de la Creación y valorar la responsabilidad de su uso en las relaciones.

Las razones de la oportunidad de los esponsales hoy son diferentes de las de antaño. En el creciente espacio de tiempo que media entre la pubertad y el matrimonio, nuestra sociedad ha introducido un factor capital en la ecuación sexual, que anima a experimentar y suprime un factor que disuadía de hacerlo. Gracias al aumento en los conocimientos biológicos sumado a la inventiva en desarrollar aplicaciones técnicas de los mismos, hoy hay medios eficaces y seguros para el control de natalidad. El mundo ha cambiado mucho desde aquel 204

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día de 1873 en el que, por primera vez, se vio un óvulo a través del microscopio. Cuando la concepción quedó desvinculada de la actividad sexual y lo azaroso se pudo asegurar, desapareció el miedo al embarazo no deseado, que paralizaba e inhibía las relaciones sexuales dentro y fuera del matrimonio. Sobre todo, perdía así fuerza la más importante de las razones para abstenerse y para limitar las relaciones sexuales al matrimonio. El control de natalidad, ni es efectivo al 100% ni carece completamente de riesgo para las mujeres, pero la capacidad de prevenir el embarazo es estadísticamente alta. El poder del miedo al embarazo, de cara al control de la conducta, se ha disipado. De modo que, en la etapa desde la pubertad al matrimonio, al hecho de su prolongación por diversas razones de tipo social, se suma el poder de controlar, con medios eficaces, el inicio, o no, de un embarazo.

Al mismo tiempo o un poco antes, se suprimió la costumbre de la “carabina” junto a las jóvenes cuando salían. La posibilidad de más privacidad se incrementó al suprimir esta vigilancia. En las generaciones anteriores, era más difícil que los jóvenes escondiesen sus primeros escarceos amorosos de la estricta y vigilante mirada de los padres, los tutores, las tías solteras, los hermanos más jóvenes o las madres, cuya tarea era acompañar a las chicas estudiantes con implacable y vengativa seriedad. A las mujeres jóvenes que terminaban la universidad, se les exigía vivir bajo reglas estrictas, en la fundación, la escuela o el hospital, en que enseñaban o asistían a la gente. Si no estaban casadas, descubrían que la edad adulta y el desempeño de una profesión no les hacía libres para ir y venir como quisiesen. En los primeros años del siglo XX, el Hotel Barbizón de Nueva York no permitía pasar a los hombres más allá del vestíbulo. A muchas mujeres jóvenes que buscaban un futuro, sólo se les permitía salir del hogar si iban a residir en dicho hotel. Las malas lenguas podían arruinar la reputación y poner fin a la carrera de una mujer que no guardara las apariencias. 205

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La novela de Sinclair Lewis Main Street refleja esta situación, incluidos los detalles más dramáticos.

Pero todo esto fue antes de que se generalizase el uso del automóvil y de que apareciese la sociedad de la movilidad. Fue antes del anonimato debido al crecimiento de los suburbios, los enormes centros comerciales y las oficinas. Antes de las citas de uno con uno; de las parejas de “amigos especiales”; del uso del coche para estar a solas, y de toda una serie de oportunidades que ahora tienen los jóvenes de experimentar la intimidad física con otros en esos años. Fue antes de la proliferación de las universidades mixtas, las residencias y los apartamentos mixtos; antes de que el sexo explícito, en las películas, las novelas, los programas de televisión y hasta en los anuncios, fuese habitual; antes de la moda de pasar toda la noche en la playa; de las fiestas de adolescentes en Florida durante las vacaciones escolares de primavera; y de que la edad mínima para el servicio militar (y, en algunos estados, para el consumo de alcohol) se rebajase a los dieciocho años.

¿Puede alguien imaginar hoy el envío de veinticinco mil jóvenes, hombres y mujeres de dieciocho a veintidós años, lejos de sus hogares, viviendo en los campus de una gran universidad en los que nadie los vigila, con anticonceptivos a su disposición, y aun así seguir esperando que vivan en abstinencia sexual? Si nosotros, como sociedad, nos opusiésemos realmente al sexo fuera del matrimonio, ¿permitiríamos que se consolidasen tales costumbres educativas? Una sociedad que genera ocasiones como éstas para la relación, ¿puede sorprenderse cuando la promiscuidad aumenta? La verdadera sorpresa, en mi opinión, no es que haya personas promiscuas sino, más bien, el hecho de que –con poca o ninguna ayuda de la sociedad en su conjunto y de sus mayores– los hombres y las mujeres jóvenes hayan desarrollado sus propios códigos y normas de lealtad, cuya fuerza surge de la presión del propio grupo de iguales. Estos códigos y normas no son los mismos que los de sus bisabuelos pero son 206

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códigos y normas, al fin y al cabo. Básicamente, los jóvenes adultos de hoy creen que el sexo es un error, no fuera del matrimonio, pero sí fuera de una relación que no signifique algo; aunque, por supuesto, aquello que hace que una relación signifique algo sea bastante variable y difícil de definir.

Estas normas de hoy en día se violan con cierta frecuencia; como ocurre con cualquier conjunto de normas. Como siempre, también ahora hay una minoría que se niega a que éstas o cualesquiera otras normas les obliguen, y por eso son promiscuos. Sin embargo, la promiscuidad no forma parte del sistema de valores de la mayoría de los jóvenes. Sí forma parte de sus valores la experimentación, en la que la relación se pone a prueba. Cuando el compromiso alcanza un cierto punto, cabe iniciar una relación sexual genital. A veces, resulta bastante destructiva, y a veces su fruto es proporcionar seguridad, amor y fuerza vital.

Pues bien. Mi intuición y mi propuesta es que la iglesia debe ofrecer, a estos ciudadanos más jóvenes, la posibilidad de que esta relación pueda ser bendecida pues trae consigo la posibilidad de una santidad muy vivificadora cuando alcanza una cierta intensidad, el compromiso ya es exclusivo, el resto de los conocidos comienza a relacionarse con ellos como pareja y ellos quieren iniciar un período de vida en común para ponerse a prueba.

Un momento de transición tan serio e intenso como este compromiso de vivir juntos, en el que cada uno ofrece al otro su vulnerabilidad, necesita poderse marcar por una celebración ritual, por una liturgia y por una ceremonia pública. La pareja debe ponerse y permanecer en pie, ante Dios y en presencia de sus familiares y amigos, y decirse uno a otro qué es lo que están haciendo, considerar sus posibilidades y sus limitaciones, y prometer tratar al otro con sensibilidad y amor, de modo que ambos puedan crecer gracias a su vida en común. Por ser un momento de transición solemne e importante, merece una preparación cuidadosa, es207

Parte I I I — Algunas propuestas

perarlo con alegría y recordarlo siempre. Por tanto, es esencial que la pareja fije una fecha y tenga la experiencia de una preparación a base de entrevistas con un pastor lo suficientemente abierto y sensible como para entender sus vidas y apreciar sus esperanzas y sus miedos.

Cuando la relación termina, también es necesario macar este final de alguna forma que sea adecuada. Hay relaciones en esta edad que no están destinadas a durar toda la vida. Pero esto no significa que deban valorarse menos. Muchos hemos tenido relaciones que terminaron con el tiempo. ¿Cuántos de nuestros amigos del colegio siguen siendo nuestro amigos principales? Lo que un día tuvo un significado importante no ha sido duradero pero, ¿carece por ello de todo valor? ¡Por supuesto que no! Esto sólo significa que cada una de las relaciones que tenemos en la vida nos encuentra en un momento determinado, que es el momento en el que nos hallamos cuando comienza. Estas relaciones nos modelan y nos influyen poderosamente mientras duran. Pero, llegado el momento nos dejan y queda, entonces, el poso del significado que tuvieron y que ya siempre tendremos dentro. ¿Son acaso algo malo sólo porque, después de nacer y de florecer, se desvanecieron y murieron? ¿Por qué pensar que una relación deja de tener sentido si al final resulta no ser eterna, aunque haya sido intensa y nacida de un amor verdadero (si no de un compromiso radical) y se haya vivido con sensibilidad y responsabilidad, compartiendo la mutua vulnerabilidad? Si un «matrimonio a prueba» o una «relación esponsal» (tal como yo prefiero llamarla) hace que dos personas se convenzan de que el matrimonio no es para ellos como pareja, ¿es esto una tragedia? Los daños y las heridas de romper una relación esponsal, ¿no se curarían mejor que los de un divorcio, con todas las implicaciones legales y el estigma social que ello supone todavía?

Establecer de nuevo la institución de los esponsales, como reconocimiento público de una relación que compromete y que responsabiliza a las partes pero que no obliga legalmente, 208

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ayudaría a dar sentido y a santificar todo este mundo complejo y hondo de experiencias que marca actualmente tanto las vidas de muchos jóvenes adultos. Sería señal, además, de una nueva actitud de las iglesias: su decisión de abandonar el sermoneo moralmente seguro y siempre negativo y de asumir la vulnerabilidad y la complejidad de la vida real, en la que las decisiones no consisten en elegir entre opciones ideales sino reales, y en la que la presencia de las congregaciones permite que la sabiduría de la comunidad sea parte del discernimiento. También sería esto una forma de respetar y de celebrar la bondad y la importancia de la sexualidad, en lugar de recelar siempre de ella y de condenarla y rechazarla, caso de no poder someterla a una disciplina establecida a priori. La culpa que se ha sentido en todas las épocas, que durante tanto tiempo se ha percibido como un arma en manos de la iglesia, quedaría borrada y pasaríamos a apreciar la belleza de la santidad prometida en un ámbito en el que, tan a menudo, antes no había otra cosa que desconfianza, temor, control y juicio peyorativo.

Una relación esponsal haría honor al vigor creativo del sexo pues lo estaría tomando en serio; ofrecería un modo de reconocer su autoridad vivificadora; haría sagrada una relación que permitiría compartir el don de lo corporal; ofrecería una alternativa al sexo eventual y azaroso y desafiaría a la promiscuidad como única alternativa. Sobre todo, sugeriría que la actividad sexual desvinculada de todo compromiso significativo es una forma superficial, inmadura y destructiva de vivir una emoción potencialmente vigorosa y santa. Cuando una joven pareja comience entonces a vivir bajo el mismo techo, no lo hará de forma inevitable e irreflexiva pues una vida compartida es siempre profunda y nunca es casual. Una liturgia de esponsales sería una ayuda y permitiría expresar la seriedad y la profundidad de su decisión.

Si una sociedad sólo ofrece, en estos tiempos, el matrimonio o el celibato como opciones para toda la vida, simplemente es que no conecta con las actuales generaciones de 209

Parte I I I — Algunas propuestas

jóvenes adultos, ya postadolescentes pero que aún no se han casado. Obligados éstos, entonces, a rechazar el juicio simplista que sobre ellos emiten las iglesias, rechazarán también, de paso, todo el mensaje del cristianismo, del que creerán que procede este juicio sobre ellos. Por su parte, la propuesta radical de que la institución de los esponsales merece una reinstauración, y de que la iglesia debería ofrecerla como símbolo ritual de un compromiso responsable, conmocionaría a una generación que está bastante segura de que la religión en general y las iglesias en particular no tienen nada sustancial que ofrecer a sus vidas y a la sociedad. Si las iglesias apoyasen y asumiesen esta propuesta con honestidad pública, incluyendo lo que atañe a la autoridad de sus Escrituras (tal como he tratado de hacer en este libro), entonces, la audacia de su integridad sería digna, al menos, de atención; y quizá algunos corazones y algunas mentes, que no atendieron al poder de nuestro anuncio y evangelio durante largo tiempo, podrían abrirse de nuevo a ambos, para bien de todos.

Propongo, pues, esta reinstauración de los «esponsales». Llamo a las iglesias a que los consideren seriamente y no renuncien a adoptarlos públicamente, caso de que su sensatez les convenza lo suficiente. El debate, sin embargo, hay que mantenerlo en el mundo secular. No debe limitarse al interior de la iglesia, donde suelen enfrentarse los cristianos de tradición liberal con los de tradición conservadora. No es de extrañar que este proceder, de limitarse y de enfrentarse entre sí, no les permita, a las iglesias, mirar de frente al futuro, que es el mundo. Nuestra época nos llama a tener más iniciativa y más coraje, a asumir más riesgo, a vivir con más honestidad y con menos miedo, de cara a la sociedad. Sólo el tiempo revelará si las iglesias tienen o no la flexibilidad necesaria para vivir esto con fidelidad. Con un gran aprecio y agradecimiento hacia Geoffrey Fisher, me atrevo a afirmar que los «esponsales» son una idea a la que de nuevo le ha llegado el momento. 210

C A P Í T U L O 13

¿B E N D E C I R

EL DIVORCIO?

¿Qué pasaría si la iglesia ofreciera un servicio litúrgico que sirviese para indicar el final de un matrimonio? ¿Alentaría esto a divorciarse a más gente, tal como algunos sugieren? Este rito, ¿no podría aportar un punto de gracia y de misericordia en un momento de los más duros que se pueden vivir, de ruptura y de fracaso? ¿No permitiría que quienes no han podido mantener los votos matrimoniales experimenten más el perdón que la culpa? ¿Qué es lo que de verdad quiere la iglesia: quiere realmente menguar la culpa o teme, consciente o inconscientemente, que, si ésta disminuye también lo harán la motivación y el control? Pero, en cualquier caso, ¿cómo sería un servicio litúrgico así y qué sentimiento profundo debería dejar?

Éstas eran mis preguntas cuando me invitaron a asistir a una celebración diseñada para marcar el fin del matrimonio de dos personas a quienes yo admiraba y consideraba amigos míos. No hubiera podido responder a ninguna de estas preguntas antes de asistir a esta liturgia. La experiencia fue profunda y he vuelto sobre ella varias veces. En este capítulo voy a tratar de ayudar a mis lectores a sumergirse en esta experiencia, antes de tratar de trazar posibilidades, para un futuro ministerio en nuestro mundo, de valores tan cambiantes.

No era un escenario habitual. Un hombre y una mujer estaban delante del altar adecuadamente adornado de flores, velas y los elementos necesarios para celebrar la eucaristía. Un sacerdote y un lector estaban revestidos. Una pequeña congregación, de unas veinticinco personas, se les unieron en el presbiterio para compartir el culto. Eran gente invitada, amigos cercanos en muchos casos, tanto del esposo como de la esposa. Estar presentes junto a ellos en este rito era el único objetivo de haber venido. Un hombre y una mujer, posible211

Parte I I I — Algunas propuestas

mente los amigos más cercanos de ellos dos, entraron, justo antes de que comenzara el servicio. El hombre se situó al lado del hombre, y la mujer al lado de la mujer, como si fueran padrino y madrina.

Pero no era una boda. Era algo sí como “un servicio para reconocer el final del matrimonio”; una liturgia diseñada para presentar ante Dios el dolor del divorcio. Aquel hombre y aquella mujer estuvieron ya antes una vez, ante al altar, para intercambiar, hace años, los votos solemnes de «amarse y de protegerse hasta que la muerte los separase»; voto que no habían podido o querido mantener. Su experiencia, nada desconocida, había sido la de un creciente distanciamiento y un paulatino extrañamiento. Había más daño que curación en su matrimonio. Había más ofensas que perdón. Había una creciente incapacidad para comunicar, que provenía, al parecer, de que los caminos que cada uno de ellos había tomado eran radicalmente diferentes. Por último, habían llegado a la conclusión de que ya no había vida ni si quiera en potencia en su relación; ya no había capacidad de volver a intentarlo. El drama de sus vidas había servido de telón de fondo en la decisión de separarse, de repartir el cuidado de los hijos, la propiedad y, por ende, divorciarse.

Ambos cónyuges eran y son cristianos comprometidos, de modo que la Iglesia, que había estado en el centro de su matrimonio, también tenía que estar el centro de su separación. Por consiguiente, este rito litúrgico, doloroso, traumático pero intensamente real, se planeó para ofrecer a Dios esta realidad tan humana que se llama «divorcio», y para tratar de sanar y de encontrar un nuevo camino cada uno por separado, contando con Su ayuda. El himno de apertura, Abide with me (permanece conmigo), dejaba claro que no se trataba de un intento irreal y optimista de minimizar la pena y el dolor. Las tinieblas de la muerte habían caído sobre aquella relación. La pareja había experimentado la profunda oscuridad de la ruptura; había buscado ayuda y les falló. Entonces, cantamos: «Ayuda al falto de ayuda. Per212

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EL DIVORCIO?

manece conmigo». La invitación a la celebración empleó las palabras del Salmo 130, que habla de Dios como refugio y fortaleza cuando la tierra tiembla y las montañas se precipitan en las profundidades del océano.

El celebrante dijo: «Este hombre y esta mujer han decidido, después de muchos esfuerzos, dolor y enojos, no seguir siendo marido y mujer. Desean conservar la amistad y respetarse y cuidarse mutuamente. Son y seguirán siendo los padres de sus hijos y desean seguir siendo responsables de cada uno de ellos» (1). Los presentes respondieron: «En este momento difícil, nos unimos a vosotros como amigos. Estuvimos en la alegría, en los momentos de salir adelante, y en la tristeza. No siempre supimos cómo ser útiles. Puede que no la entendamos bien pero respetamos vuestra decisión. Nos preocupáis y os ofrecemos nuestro amor». Entonces, nos unimos en una confesión y pedimos: «acógenos cuando la frustración y el fracaso nos dejen hundidos y vacíos […]; en la confesión de nuestros labios, muéstranos la promesa de un nuevo día, la primavera del perdón».

Siguieron las lecturas. Isaías nos exhortó a «no recordar las cosas pasadas». El Salmista proclamó la realidad de Dios, que escucha cuando lo llamamos «desde el abismo». Pablo nos recordó que nada, ni la vida ni la muerte, «puede separarnos del amor de Dios». Y Juan se hizo eco de las palabras de Jesús de que, cuando confiamos en Dios, no podemos «dejar que nuestros corazones se queden en la tribulación».

Entonces, el hombre y la mujer se pusieron en pie, uno frente al otro y se hablaron. Hablaron del dolor, del fracaso y de la inexorable naturaleza de la separación. Hablaron de la soledad y de la necesidad de aprender formas nuevas de relacionarse. Hablaron de la muerte, que obviamente ambos estaban experimentando. Se pidieron perdón. Se prometieron amistad, permanecer unidos en lo que se refería a los

(1) La pareja en cuestión adaptó a su situación, en gran parte, un rito de prueba propio de la Iglesia Unida de Cristo.

213

Parte I I I — Algunas propuestas

hijos, y ser civilizados y responsables el uno para el otro. Por último, dieron las gracias a los presentes por haber compartido este período penoso.

Fueron unos minutos dolorosos como el dolor insoportable propio de una ruptura humana, de la fractura irrevocable de una relación que antaño aportó felicidad y plenitud a cada uno de ellos. Tanto el hombre como la mujer lloraron, así como también los asistentes. Los corazones lloraron en busca de una respuesta, de un abrazo, de alguien que dijera que este mal sueño pasaría y que lo ya pasado volvería. Sin embargo, este servicio sucedió en la vida real. No fue un cuento de Hollywood de los que terminan bien. El dolor fue real y hubo que soportarlo y transformarlo. Imposible arrancarlo y eliminarlo.

El hombre y la mujer regresaron a sus asientos, y nosotros permanecimos en silencio, durante un denso espacio de tiempo que pareció interminable. Algunos rezaron. Otros trataron de secar sus lágrimas. Otros desearon no haber venido. Pero todos permanecimos. Finalmente, nos pusimos en pie y dijimos al unísono: «Os afirmamos en el nuevo compromiso contraído, que os mantiene separados pero dispuestos al cuidado mutuo y a desearos cosas buenas el uno al otro. Este compromiso os permitirá apoyar y amar a vuestros hijos, y os ayudará a sanar de la pena que ahora tenéis. Contad con la presencia de Dios; confiad en nuestro apoyo y comenzad de nuevo».

Entonces, rezamos las «oraciones de intercesión», que culminaron en estas palabras que toda la congregación pronunció al unísono: «Por el bien de la Iglesia que bendijo vuestro matrimonio, reconocemos su final. Os acogemos de nuevo como personas singulares y solteras, y os ofrecemos nuestro apoyo mientras continuáis la búsqueda de la ayuda y la guía de Dios en vuestra nueva vida, emprendida en la fe». Entonces, vino el abrazo de paz, en que el poder sanador del contacto con los amigos nos abarcó a todos. Y pasamos a 214

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EL DIVORCIO?

celebrar la Eucaristía como una comunidad santa, de personas que habían compartido una experiencia real e inolvidable. El himno de clausura nos señalaba un nuevo comienzo:

Cuando nuestros corazones entran en el vacío, en la pena o el dolor, / tu roce nos puede devolver la vida y su sabor. / A los campos de nuestros corazones, que han estado muertos y desnudos, / el amor ha vuelto de nuevo como el trigo que torna a brotar en el verdor de sus espigas.

Al terminar el rito, se ofreció vino y queso en un salón adjunto. Pero la amenidad añadió poco a la tarde y terminó pronto. En pocos minutos, ya todos nos habíamos marchado de vuelta a la noche, a contemplar la realidad que habíamos experimentado y a cuestionarnos si en verdad habíamos alcanzado su poder, en esta liturgia.

Me quedé con muchas impresiones y reflexiones dentro. Primero: el dolor y la muerte están presentes en un divorcio, tanto para el esposo como para la esposa, con o sin liturgia. Segundo: aunque sea en medio de un grupo de amigos muy cercanos, requiere valor, madurez y decisión soportar la enorme vulnerabilidad de ponerse en pie, confesar un fracaso y pedir perdón. Tercero: a veces, la fractura de la separación y del divorcio es tan amarga que uno o los dos de la pareja podrían no querer pasar por una experiencia así. Cuarto: un funeral por alguien que amas es también doloroso y difícil pero el dolor y la dificultad es el camino que nos permite crecer. A veces, en el duelo, la recuperación no comienza hasta que no concluye la catarsis del funeral. Sin embargo, el divorcio, que ciertamente es una experiencia de muerte, se prolonga con frecuencia de forma casi interminable, a través de un proceso legal engorroso y de unas negociaciones en los que las reservas emocionales pueden quedar exhaustas y la dignidad personal, hecha añicos. Entonces, el documento final de concesión del divorcio es un papel impersonal que no ofrece ninguna posibilidad terapéutica a las vidas que han quedado dañadas en el proceso. Quinto: cada experiencia compartida es una experiencia 215

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vinculante en la que las vidas y las relaciones se redefinen. Este ritual permitió, al hombre y a la mujer, empezar el proceso de relacionarse mutuamente de una manera distinta, que incluía la posibilidad de la amistad. En cierto modo, la amargura del rechazo no fue total y el dolor del fracaso no fue completo. Por último, esta liturgia nos permitía, a todos lo que habíamos sido amigos de ambos y que asistimos, poder mantener una amistad por separado con cada uno de ellos sin sentir que tomábamos partido por uno o por otro en su ruptura. Los que se habían relacionado con la pareja como pareja, ahora podían relacionarse con ellos como personas individuales sin sentirse desleales a ninguno de los dos. Por tanto, tras este rito, ya no había que pagar el precio que, con frecuencia, un divorcio exige al resto del círculo de amistades. La comunidad, como grupo o como particulares, no tuvo que escoger entre una de las partes y asumir los daños correspondientes.

Mi conclusión, después de semanas de procesar los sentimientos e impresiones consignados, fue asentir con un sí vigoroso a esta propuesta litúrgica. Creo que es un servicio necesario en la Iglesia; un instrumento útil; disponible en las situaciones apropiadas; para concretar, expresar y por tanto traer la gracia, el amor y el perdón de Dios a una experiencia humana frecuente, de ruptura y de dolor.

Sería, además, históricamente, un signo de la voluntad de la Iglesia de renunciar a su habitual posición de poder en tanto que dispensadora del juicio moral y guardiana de las esencias y normas de toda la comunidad. La ceremonia colocaría a la iglesia donde pienso que debe estar: en medio del dolor humano y del lado de quienes viven la ruptura y el fracaso. «Los sanos no necesitan de médico sino los que padecen el mal» dijo Jesús (Marcos 2:17). Sin embargo, a lo largo de la historia, la iglesia ha preferido ser el árbitro de la rectitud más que el alivio del dolor por el daño moral. No vivimos en un mundo ideal. Nuestras convicciones sobre lo que es la perfección constantemente se ven cues216

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EL DIVORCIO?

tionadas y nuestras esperanzas y sueños sobre el bien no suelen cumplirse. La comunión de los hombres de fe debe salir al encuentro de los hombres en los momentos en que éstos fracasan, donde hay dolor, y ayudarlos a levantarse y darse valor, unos a otros, para seguir viviendo, amar de nuevo y arriesgarse otra vez.

Nadie debería abandonar una relación santa como es el matrimonio sin haberse esforzado antes todo lo posible por sanar la relación y transformar las fuentes de la ruptura. Si no se combate por preservar una verdad sagrada, ello es prueba indirecta de un vacío que continuará impregnando la propia vida. Pero, cuando esta lucha se emprende y se intenta a fondo y con honestidad aunque sin éxito al fin, entonces, la iglesia debe salir al encuentro de la gente que sufre y envolver en el manto de la fe tanto el pasado necesitado de perdón como el futuro necesitado de esperanza.

Las iglesias, sin cuestionar ni un ápice su preferencia esencial hacia el matrimonio fiel y monógamo, necesitan afirmar que el divorcio es, a veces, la alternativa que da esperanza a la vida, y que el matrimonio mantenido a ultranza, de una forma meramente exterior y legal, es, en más ocasiones de las que creemos, una alternativa que sólo engendra muerte en torno a sí.

El fin final de la vida humana, tal como lo sostienen las iglesias cristianas, es la plenitud de la vida para cada una de las criaturas. Cuando el matrimonio sirve a este fin, es la más bella y completa de las relaciones. Cuando el matrimonio no sirve o no puede servir a este fin, deja de ser un bien último y deja, por tanto, de ser eterno. En este caso, las iglesias y todos los que las representan necesitan aceptar la realidad y el dolor que la separación y el divorcio traen al pueblo de Dios, y deben ayudar a redimir y a transformar dicha realidad y dicho dolor.

Estoy convencido de que ninguna pareja camino del divorcio puede transitar por el servicio litúrgico del «recono217

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cimiento del fin del matrimonio» si no es porque sabe que en el dolor penetrante de la ruptura humana hay redención, perdón, esperanza y la fuerza para buscar una nueva realización por un nuevo camino. Hay muchos desvíos en el camino de la vida y con frecuencia no tomamos la ruta correcta, la más directa. Sin embargo, los cristianos servimos a un Dios que resucitó a Jesús tras la crucifixión, que extrae la vida de la muerte, la gloria de la pena, la redención del dolor. Este Dios puede también traernos felicidad pese a nuestros desvíos, y entereza e integridad pese a nuestras rupturas. Vivimos en esta esperanza.

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BENDICIÓN DE LOS COMPROMISOS DE GAIS Y LESBIANAS

«Queridos amigos en Cristo: Nos hemos reunido en presencia de Dios para ser testigos y bendecir la unión de estos dos seres en un pacto de amor, de por vida. La llamada a vivir en el vínculo de un compromiso así es un don de Dios, a cuya imagen él nos creó y por quien estamos llamados a amar, razonar, trabajar, disfrutar y vivir en armonía. En la celebración de este pacto se nos recuerda, pues, nuestra más alta misión: amar a Dios y a nuestro prójimo.

Patricia Hollingsworth y Valerie Miller están aquí para dar testimonio de su amor y de su intención de que el amor de Cristo se dé y se manifieste en su relación. Cada una es para la otra un don de Dios en medio de un mundo roto y pecador. Estamos convocados ahora y aquí para compartir su felicidad y ser testigos del intercambio de sus votos, porque creemos que Dios, que es amor y verdad, ve en sus corazones y acepta el ofrecimiento que van a hacer.

La unión de dos personas, en cuerpo, alma y corazón, es querida por Dios para el gozo mutuo, para la ayuda y el consuelo de ambas en la prosperidad y en la adversidad, así como para una mayor manifestación de amor en las vidas de todos aquellos con los que se encuentren en la vida. Por tanto, este compromiso se realiza y afirma seriamente, reverencialmente, deliberadamente y de acuerdo con la intención de Dios para con nosotros».

Tomo estas palabras de uno de los muchos ritos propuestos para bendecir una unión de personas del mismo sexo (1). Se elaboró como documento de estudio y no tiene carácter litúrgico oficial en ninguna jurisdicción eclesiástica. Es, sin embargo, signo de los esfuerzos iniciados en numerosas iglesias cristianas, ahora que sus líderes empiezan a mirar la realidad homosexual con más amor y comprensión del que sus antecesores mostraban, hace tan sólo una década. 1 Adaptado de un estudio de liturgia distribuido en la Diócesis de California en 1986.

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He citado la fórmula introductoria completa, pero con dos nombres ficticios que hagan evidente que se trata de un compromiso celebrado por dos personas del mismo sexo. Elegí nombres femeninos porque la actitud cultural hacia las parejas lesbianas no es tan hostil como hacia las uniones de homosexuales. ¡Qué extraños e irracionales son los prejuicios, sin embargo! Porque, hasta cierto punto, nuestra homofobia cultural es una expresión más del sesgo patriarcal que ha marcado a nuestra civilización durante miles de años, y que sólo ha comenzado a disminuir visiblemente en la segunda mitad del siglo XX. Los hombres, cuya posición dominante se da por supuesta en un mundo patriarcal, expresan sus valores al aborrecer más a los varones que, voluntariamente a su juicio, optan por amar a otro hombre en lugar de una mujer. No deja de ser curioso que esta reacción hostil se torne más benigna en el caso de las mujeres, quizá debido a la incredulidad inconsciente de que una mujer no elija a un hombre como objeto de su deseo y de su afecto. Existe incluso la idea, ampliamente asumida y elaborada entre en los hombres, de que, si un hombre «de verdad» cortejase a una lesbiana, presumiblemente alguien como el que emite esta opinión en ese momento, ésta se podría curar de su desviación.

Este prejuicio del varón también emerge en el juicio, emitido tan frecuentemente, por predicadores y por políticos, de que el SIDA es una plaga divina, castigo para las personas homosexuales por la depravación de sus vidas. Con todo, hay una ignorancia voluntaria, e incluso asombrosa, en esta conclusión: ¿no son mujeres aproximadamente la mitad de la población homosexual, y el SIDA es casi desconocido entre ellas? Si las voces que juzgan que el SIDA es un castigo divino fueran consecuentes en su razonamiento, deberían concluir que la ausencia de SIDA entre lesbianas es un signo seguro del favor de Dios hacia ellas. Sin embargo, está claro, el prejuicio no es consecuente con sus afirmaciones, no las emplea con rigor como premisas. 220

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Así que elegí nombres femeninos. Me pregunto qué emociones y qué imágenes se habrán suscitado en las mentes y en los corazones de mis lectores al leer las palabras del rito, si es que los nombres femeninos de los contrayentes les han cogido por sorpresa. Probablemente, en este caso, como se trataba de una cita de una ceremonia de boda, el lector simplemente pasaba plácidamente sus ojos sobre las palabras, hasta darse cuenta de que los contrayentes no eran un hombre y una mujer sino dos mujeres. Entonces es cuando las palabras bien hubieran podido provocar alguna emoción extraña y evocar imágenes igualmente extrañas. Mi impresión es que las emociones y las imágenes hubieran sido más fuertes y más hostiles si los nombres hubieran sido George Smith y Rey Stan (cuyos nombres, me apresuro a añadir que son también ficticios). Uno de mis propósitos, al escribir este libro, era, precisamente, el de temperar las emociones y el de rebajar la carga de las imaginaciones, porque considero que la bendición de las uniones entre gais y entre lesbianas, por parte de la iglesia, es inevitable, es un derecho y es un gran bien.

Todo lo que ahora sé acerca de la homosexualidad, gracias a mis conversaciones con personas gais y lesbianas, a los libros que he leído, y a los expertos con los que he hablado, me lleva a la conclusión de que la orientación homosexual es una característica minoritaria pero perfectamente natural en el espectro de la sexualidad humana. No es algo que se elige. Es algo que se es. Como ya tuve ocasión de exponer en el capítulo 5, la orientación sexual del individuo se establece antes del nacimiento y no es anormal sino sólo minoritaria. Sólo por ser minoritaria no es la norma estadística de nuestra sociedad. No volveré ahora sobre las evidencias sobre la normalidad natural, y no estadística, de la homosexualidad. Tan sólo añadiré que los gais y las lesbianas, como todas las personas, tienen dones y contribuciones específicas que ofrecer a la familia humana, y que algunas de ellas pueden estar presentes en ellos precisamente a 221

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causa de su orientación sexual y no a pesar de ella. Sin embargo, ¡qué difícil es descubrir tales dones, y la posibilidad de celebrarlos, cuando el ambiente en el que uno vive está condicionado por una hostilidad cruel y opresiva hacia la forma de ser de uno!

Cuando la gente está oprimida, bien por las ataduras externas de la esclavitud bien por las internas de los prejuicios, su creatividad natural queda inhibida. La lucha por la supervivencia asfixia. Para los antiguos egipcios, los esclavos judíos eran insignificantes, gentes torpes a las que se asignaban las tareas domésticas más bajas. Los opresores egipcios consideraban a los judíos gente inútil para todo. ¡Cómo les habría sorprendido saber que, en el pueblo judío que esclavizaron, acechaban ya los genes de los maestros espirituales de dos de las más grandes religiones del mundo; de científicos y pensadores geniales como Albert Einstein, Sigmund Freud, y Karl Marx; y de creadores como Eddie Cantor, Jack Benny, Itzhak Perlman, Leon Uris y Herman Wouk! El mundo no podía beneficiarse de estos dones mientras no cesara la esclavitud. Del mismo modo, cabe preguntarse por los genios y los dones, perdidos para todos, a causa del prejuicio secular contra los homosexuales. Esta pérdida apenas si puede apreciarse si consideramos que personas extraordinarias como Leonardo da Vinci, Miguel Ángel, Christopher Marlowe, Erasmo, Dostoievsky, Tchaikovsky, Francis Bacon, W.H. Auden, Ricardo Corazón de León, Lord Byron, Herman Melville, John Maynard Keynes, Walt Whitman y, según creen algunos, John Milton, eran gais.

Si mis conclusiones sobre los gais y lesbianas son válidas, entonces el conjunto de la sociedad debe considerarse culpable de una cruel opresión hacia esta animosa minoría. Creo que ha llegado el momento no sólo de tolerar y aceptar sino de celebrar la presencia entre nosotros de nuestros semejantes, los gais y las lesbianas. Una forma de hacerlo la iglesia, sería admitir públicamente su complicidad en la opresión, basada en su ignorancia y en sus prejuicios. Ha 222

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llegado el momento de superar este capítulo oscuro y escribir nuevos capítulos con una actitud que asuma la exclusión de ayer, practique la inclusión del amor de Dios hoy, y celebre los dones únicos de los hijos de Dios, todos diversos.

El acto que, por encima de los demás, sería expresión de una decidida intención de cambiar su actitud, sería manifestar la Iglesia su voluntad y su deseo de bendecir y de afirmar el amor que une a dos personas del mismo sexo en una relación vivificante de mutuo compromiso. Sólo si se establece este acto ritual se anunciará, al mundo homosexual y al resto, un cambio creíble. No importa cómo se discuta y se defina esta liturgia de compromiso, los medios de comunicación, la crítica y el mundo en general lo interpretarán y hablarán de él como del «matrimonio» homosexual. Con todo, antes de decidir cómo llamar a este servicio, tenemos que entender qué es y qué no es. y aquí, la clave está en tener claro qué hace y qué no hace la Iglesia en el matrimonio.

La Iglesia, de hecho, no casa a nadie. Son las personas las que se casan. y es el Estado, y no la Iglesia, el que define la naturaleza legal del matrimonio, el que establece a qué obliga y a qué no obliga, desde el punto de vista de la convivencia. y lo hace al dar a los casados el derecho de propiedad compartida. No está dentro del poder de la Iglesia cambiar esta realidad legal. Por tanto sus implicaciones se deben explicitar. Lo que hace la iglesia en el matrimonio es escuchar los votos públicos de amor mutuo, de vivir una relación de fidelidad, y de apoyarse y cuidarse el uno al otro en todas las vicisitudes de la vida. Entonces, la Iglesia da su bendición a este voto de compromiso. Su bendición es su única contribución. La Iglesia bendice el compromiso y los votos de las dos personas que se sitúan al hacerlos, ante «Dios y los presentes». Con su bendición, expresa su reconocimiento de la pareja y su disposición (y, a través de ella, de toda la sociedad) de apoyar, sostener y dar estabilidad, a la vida de la nueva pareja, por todos los medios a su alcance. La esperanza es que esta sanción, así como el 223

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apoyo público resultante, contribuya a que al intercambio de votos, hecho de buena fe y ante el altar, tenga más posibilidades de perdurar. Si la aprobación y bendición pública es el don que otorga la Iglesia, entonces, no hay duda de que esto mismo puede concederse a cualquier relación de amor, fidelidad, compromiso y confianza que surja en la vida. En el pasado, la Iglesia, ¿no se ha reservado el hecho de bendicir el comienzo de muchas cosas? Si hemos bendecido los campos cuando se plantaban los cultivos, las casas cuando se inauguraban, los animales domésticos en honor de San Francisco o de san Antonio, e incluso los perros en una cacería de zorros se han bendecido en Virginia, y hemos bendecido los misiles MX, llamados «pacificadores», y buques de guerra cuyo único propósito era matar y destruir, llamándolos, al menos en una ocasión, Corpus Christi, ¿por qué regatear nuestra bendición a una relación de dos personas que las hace más completas por afrontar su vida en común?

La explicación de esta resistencia es, lo más seguro, que la Iglesia aún participa en los prejuicios sociales de siempre. Por eso le pido ahora a la Iglesia que deje atrás estos prejuicios y bendiga las uniones de estas personas, llamadas por el amor, la fidelidad y la esperanza, a una vida de corresponsabilidad. La cuestión de qué nombre dar a este tipo de unión podría dejarse a las personas mismas a las que les concierne; que sean ellas las que urjan al Estado que conceda, a tales uniones, los beneficios legales del matrimonio.

Sólo cuando se dé la sanción oficial y pública de las parejas gais y lesbianas, nuestra sociedad empezará a pensar en ellas como una unidad, y empezará a relacionarse con ellas de una forma que refuerce y apuntale dicha unidad. Cosas tan sencillas como invitar a las parejas gais y lesbianas a los actos sociales y a las reuniones familiares, y como participar en la celebración de sus aniversarios y de sus momentos sagrados de vida juntos, darían solidez a las parejas gais 224

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y lesbianas, tal como las da a las heterosexuales. Muchas parejas gais y lesbianas se sienten obligadas a limitar sus relaciones sociales a otras personas también homosexuales, con las que pueden convivir y compartir con comodidad.

Hoy en día, los matrimonios heterosexuales se encuentran bajo una gran presión, como ya he señalado. Estas presiones son demoledoras en uno de cada dos casos. Esto es así, a pesar de todas las energías empleadas por la Iglesia y la sociedad para reconocer y bendecir dichas uniones. Es un enorme tributo al compromiso de los gais y lesbianas reconocer que han conseguido forjar vínculos duraderos, y en muchos casos permanentes, sin el apoyo de la Iglesia, el Estado o la sociedad. De hecho, en la mayoría de los casos, lo han hecho a pesar de la hostilidad de estas tres instancias.

La comunidad heterosexual necesita conocer y ver uniones homosexuales a las que caracteriza la integridad y el cuidado, y a las que distingue la naturalidad y la belleza. La mayoría heterosexual parece creer que la única forma de amor entre homosexuales es la promiscuidad de los bares especializados, la pornografía o los encuentros de una sola noche; y parece estar siempre dispuesta a condenar esta conducta moralmente inaceptable pues ciertamente lo es.

Pero hay dos cosas que esta mayoría heterosexual que emite estos juicios parece haber pasado por alto. Primero, que la promiscuidad, los bares de alterne, la pornografía y los encuentros de una noche también se dan en el mundo heterosexual, y que se trata, por tanto, de un tipo de conducta destructiva en el que lo relevante no es la orientación sexual de quienes la practican. y, segundo, que las personas heterosexuales tienen la alternativa, públicamente aceptada, bendecida y confirmada, del matrimonio; algo de lo que no disponen todavía las personas homosexuales. Si no existe tal alternativa positiva para ellas, ¿de qué se extrañan la iglesia y la sociedad? Si la iglesia y la sociedad se niegan a reconocer y a promover alternativas positivas, en las que el 225

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amor y la intimidad puedan sostener a una pareja gay o lesbiana, estas instituciones son en parte responsables de la misma promiscuidad que condenan.

La disposición positiva, por parte de la iglesia y de la sociedad, para aceptar, bendecir, afirmar y fomentar relaciones fieles y a largo plazo, entre la gente gay o lesbiana, sería justa y apropiada. Pero, sobre todo, indicaría a la minoría homosexual que el cristianismo reconoce una vía distinta de la forzosa opción entre o la soledad del celibato o la irresponsabilidad de la promiscuidad. El hecho es que la propia población homosexual ha reconocido y apoyado a las parejas comprometidas, y mucho antes que la Iglesia. En un número mucho mayor de lo que la mayoría convencional sospecha, la población gay ha forjado esta alternativa por su cuenta, sin ayuda ni confirmación oficial de nadie.

Sin embargo, aunque las personas homosexuales alejadas de la iglesia no reciban bien una respuesta de la Iglesia, pues no deja de ser tardía, creo que la gran mayoría de los que anhelan una señal de aceptación de su existencia en la sociedad sí acogerían bien dicha respuesta, si no para sí, sí para otros. El reconocimiento de estas uniones por parte de la iglesia es un paso que ésta debe dar por su propio bien, con independencia de que sea bienvenido o no. Necesitamos reconocer y reparar nuestra ofensa. Con el reconocimiento, la población homosexual comprenderá nuestro arrepentimiento y que, por fin, estamos dispuestos a ofrecer nuestros recursos para que la actitud tradicional deje de ser la intolerancia o la mera aceptación a regañadientes. Sólo así podremos empezar a celebrar la presencia y las contribuciones de las personas y parejas homosexuales igual como celebramos la presencia y las contribuciones de las heterosexuales.

Para convertir en público y notorio lo que pensamos respecto de las parejas homosexuales, la creación de una liturgia que manifieste dichas convicciones en las celebraciones públicas es, en mi opinión, y por justicia, la mayor obliga226

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ción de la Iglesia actual. Actualmente, sin conocimiento de la alta jerarquía eclesiástica, la bendición de las uniones homosexuales ya se está llevando a cabo, como un rito pastoral privado, en congregaciones de todas las tradiciones en todo el mundo. En Canadá, según me han dicho, la población gay y lesbiana invita a los pastores a bendecir sus casas, lo cual incluye la bendición de los que viven en ellas. El boca a boca es muy efectivo a la hora de informar a la población gay de dónde pueden ir para recibir este servicio de la Iglesia. Para las parejas gais y lesbianas de allí, esto es como la bendición de la Iglesia sobre sus relaciones. Es una ingeniosa táctica aún poco conocida, pero en la que, en el futuro, la Iglesia deberá participar de forma más clara y abierta.

Son los mismos gais y lesbianas que hay en el clero los que están abriendo las puertas de sus iglesias a aquellos con los que comparten la misma orientación. Ninguna de las liturgias propuestas y que ya se están poniendo en práctica ha recibido aún la aprobación en ninguna tradición eclesiástica, salvo en la Fraternidad Universal de Iglesias de la Comunidad Metropolitana (2), una denominación relativamente nueva, fundada para servir principalmente, aunque no exclusivamente, a los gais y lesbianas que, dada la virulenta oposición que aún existe, bien podrían tardar otra década en recibir el reconocimiento oficial de una mayoría de las iglesias. No obstante, diez años es un tiempo asombrosamente breve para un cambio de esta magnitud. Si el reconocimiento oficial se alcanzase en este plazo, sería todo un triunfo. Hasta entonces, espero que el debate que despierte esta propuesta desde Newark sea un factor favorable en la continua toma de conciencia al respecto. Espero que sean más los clérigos ordenados que sean lo suficientemente audaces para incorporar este recurso en su ministerio particular mientras llega el día en el que se convierta en parte de la liturgia pública de la Iglesia. (2)

Universal Fellowship of Metropolitan Community Churches.

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La gente cambia y la expansión del conocimiento no se detiene. yo soy un ejemplo de ello. Hace diez años, me habría sorprendido a mí mismo, e incluso horrorizado, por las cosas que ahora estoy escribiendo. Hace cinco años, aún me faltaba que me dieran un empujón para adoptar una postura realmente inclusiva. Los dos factores que me educaron y me cambiaron fueron: la información científica, que me hizo caer en la cuenta de que los prejuicios nacen de la ignorancia, y el testimonio de los gais y lesbianas que conocía, de los cuales algunos eran clérigos. Cuando estuve abierto a las nuevas posibilidades, la humanidad de los homosexuales llegó hasta mi propia humanidad. Ellos me quisieron e invitaron a integrarme en la vivificante realidad de sus relaciones. Mi reconocimiento del significado y de la validez de sus vidas comprometidas me permitió aceptar la información de la que hoy disponemos y dejar atrás, lenta pero firmemente, los prejuicios de toda la vida.

Si yo he podido hacer este viaje, también la Iglesia lo puede hacer. Si no este año, el próximo. Pero es inevitable que llegue el momento de hacerlo. Sólo sé que, cuando al fin nos liberemos de nuestros prejuicios al respecto, nos costará entender cómo pudimos ser tan ciegos antes. ¿Puede alguien imaginar un mundo en el que, por ser negros, Willie Mays, Hank Aaron o David Winfield no pudieran jugar en la Primera liga de béisbol? Jackie Robinson y Satchel Paige no sólo lo imaginaron sino que lo vivieron. ¿Podríamos aceptar que Leontyne Price no cantara en el Metropolitan por igual motivo? La oposición a la bendición de las uniones gais y lesbianas algún día será tan inimaginable como pensar que el béisbol es un deporte sólo para blancos, o que una mujer negra de Mississippi no podía cantar en el Metropolitan, tal como de hecho se creyó hace no muchos años. La oposición a las uniones gais y lesbianas desaparecerá y se convertirá en una reliquia embarazosa más, en el museo de los prejuicios culturales y eclesiásticos. Espero ver ese día, a cuya pronta venida deseo contribuir. 228

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Sin duda, la hora de empezar a avanzar en esta dirección no es otra que la actual. El testimonio de la teología contemporánea nos anima a reflexionar en la línea de la liberación y la autoafirmación. Los descubrimientos de la psicología contemporánea fomentan la expresión de los impulsos humanos naturales y básicos, por vías creativas y responsables. El interés actual por la salud nos aboca a una redefinición del comportamiento social responsable. La creciente cantidad de información, sobre la naturaleza de la orientación sexual, nos exige volver a examinar nuestros presupuestos. Sólo nos falta sumar la voz audaz y responsable de la iglesia oficial. Esta voz proclamará la afirmación de Dios en la Creación: «no es bueno que el hombre [o la mujer] estén solos». Proclamará la palabra de Dios en Jesucristo: que acudamos a él todos los que necesitamos descanso y consuelo. y proclamará el anuncio de Dios a través del Espíritu: que, en el «cuerpo» de Cristo, entenderemos en nuestra propia lengua, sin importar cuál sea, el anuncio del amor de Dios (Hch. 2). Esta voz es la que nos llama a actuar ahora. – «En el nombre de Dios, yo, George, te tomo a ti, Stan, como mi compañero, y prometo solemnemente, ante Dios y ante estos testigos, que estaré siempre a tu lado, en las alegrías y en las penas, en el placer y en el enfado, en la enfermedad y en la salud; y cuidaré de ti y te querré mientras vivamos».

– «En el nombre de Dios, yo, Stan… ».

– Ahora que George y Stan se han comprometido el uno con el otro por estos solemnes votos, y han unido sus manos y se han dado y recibido los anillos, yo los declaro unidos entre sí en una santa alianza, en el nombre de Dios, que nos crea, nos redime y nos sostiene. Apoyémosles en esta pacto de mutuo amor.

y el pueblo responderá: – Amén. (3)

Sospecho que estas palabras aún extrañarán y chocarán a muchos. De hecho, todas las que anuncian una vida nueva son extrañas al oído hasta que la experiencia ilumina la comprensión. (3)

Ibid., ligeramente adaptado.

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Los primeros cristianos, que eran de origen judío, debieron de sentirse abrumados cuando alguien sugirió, por primera vez, que los gentiles debían ser bienvenidos a la iglesia aunque no se circuncidasen ni cumpliesen antes la ley judía. Los cristianos occidentales de Europa y de América debieron de horrorizarse cuando alguien sugirió, por primera vez, que miembros de las minorías étnicas de color debían incorporarse a la vida de la Iglesia en igualdad, como hermanos y hermanas, y acceder además a los cargos de responsabilidad en ella. A la rígida jerarquía eclesiástica, que estaba tan segura de hablar en nombre de Dios, debió de parecerle extraño y chocante que alguien sugiriese, por primera vez, que un zurdo no era una mala persona y que bien podía ser sacerdote. Al clero masculino, tan seguro de que sólo los hombres podían representar a Dios simbólicamente pues Jesucristo había sido un varón, debió de parecerle indignante que alguien dijese, por primera vez, que las mujeres también podían sentir la llamada a ser pastores, sacerdotes y obispos, y que la ordenación debía estar abierta también a ellas.

La propuesta de que la iglesia bendiga y afirme públicamente que le consta la verdad de la unión de amor entre dos personas del mismo sexo también será recibida como extraña y chocante. Pero esto pasará y, con el tiempo, estas uniones se convertirán en una práctica normal. «En Cristo, todos serán vivificados», escribió Pablo. Sí, «todos», incluidas las parejas gais y lesbianas que han pasado a ser, en Cristo, «una sola carne» a lo largo del camino de la vida. Ahora es el momento apropiado para romper la esclavitud del prejuicio que impide que empiece a ser realidad el don de vida prometido a todos por Jesús.

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SOLTEROS DESPUÉS DEL MATRIMONIO Y SEXO SANTO

Ser soltero (single) no es inusual. Puede ser el estilo de vida más frecuente incluso. Si se contaran nuestros años de solteros, casi todo el mundo descubriría que al menos un tercio de su vida lo ha vivido en este estado. Todos hemos nacido solteros; incluso los gemelos, por unidos que estén, son singulares, son solteros. Muchas personas acaban además su vida como solteros pues, hasta en el matrimonio más unido, uno de los dos deja sólo y viudo al otro por algún tiempo. Mi madre vive ahora su novena década. Antes de su viudez, estuvo casada sólo quince años, así que ha vivido soltera más de cuatro quintas partes de su vida.

Además, el porcentaje de años de soltería ha aumentado en este siglo, sobre todo en occidente. La creciente demanda de educación superior es un factor de este aumento. Otro es la emancipación de la mujer respecto de los estereotipos domésticos. La combinación de ambos factores crea el tercero: la incorporación de la mujer al mundo profesional de las empresas. Los años adicionales de preparación, así como la autorrealización que supone una carrera, o han desplazado al matrimonio como primera opción, o han situado las metas profesionales al mismo nivel. El resultado es un mayor porcentaje de personas solteras. Otro factor en esta tendencia es que hoy terminan en divorcio muchos más matrimonios que en el siglo XIX. Los divorciados, hombres y mujeres, engrosan las filas de los solteros. Ser soltero representa, pues, una parte importante del total de años de la vida de la mayoría de las personas y, por tanto, es una experiencia relevante en nuestro tiempo y en occidente.

Sin embargo, la iglesia cristiana continúa pensando que el matrimonio es la norma de vida y que la soltería es un es231

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tado pasajero, signo de inmadurez, de perversión sexual, de fracaso o de una extrema tristeza o de una especie de destino trágico. Además, como no se confía en la soltería salvo en el caso infrecuente del celibato religioso, la persona soltera se ve como una especie de bala sin rumbo que amenaza la estabilidad matrimonial del resto. De las voces y de los preceptos de la iglesia, emana, por lo regular, una actitud negativa, apenas velada, hacia el soltero sin voto de serlo.

En las declaraciones oficiales de la Iglesia, a los solteros jóvenes se les dice que aún están inmaduros o que aún no están completos, y se les recuerda que la sexualidad es un aspecto de su ser y se reserva para el matrimonio, sin que haya otra alternativa moral para ellos, pese a los enormes cambios de la sociedad, indicados antes. A los casados, que como tales están a salvo de la soltería y de sus peligros, se les dice que el divorcio es una ofensa a Dios y al prójimo, además de un fracaso personal. A los divorciados, se les dice que no pueden volver a casarse con la bendición de la iglesia a menos que sigan los diversos y humillantes procedimientos actuales de conseguir este permiso sagrado. A los que son solteros en virtud de una prohibición por ser gais o lesbianas, se les dice que la abstinencia sexual de la soltería es el único estilo de vida legítimo y moral para ellos. Y a los viudos y viudas, se les dice que parte de su dolor y de su carga es soportar la pérdida de las relaciones sexuales, a menos que unas segundas nupcias surjan, en el futuro, como una imprevisible posibilidad. Todas estas prohibiciones y advertencias albergan el eco de un juicio y de una condena que provienen de definir la sexualidad como peligrosa y perversa, y que su ejercicio es pecado a menos que se dé dentro del matrimonio, única relación social y religiosamente aceptada.

En todas las generaciones habrá personas que pongan a prueba los límites de cualquier regla. Pero, en nuestra generación, las reglas han llegado a estar tan sin contacto con la realidad que no es que se trasgredan sino que, simple232

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mente, se ignoran. La marea de cambios siempre comienza con el goteo de unos pocos disconformes, que luego se convierte en una verdadera riada a medida que un número creciente abandona las convicciones del pasado. Ésta es la situación en la que estamos hoy, tal como ya argumenté.

En los capítulos que llevo escritos, ya he examinado el significado de las circunstancias cambiantes para los jóvenes solteros y para las personas homosexuales. Ya he sugerido, además, que el aumento de la tasa de divorcios no siempre es una tragedia sino que representa, en ocasiones, el momento de tomar algunas decisiones maduras para cambiar y para crecer; y que, por eso, en tales casos, podrían recibir de la iglesia una bendición, mejor que la simple aplicación de la norma general de condena.

En este capítulo, quiero volver la mirada y atender al caso de las personas mayores solas. En su mayoría lo están después de haber estado casadas. Muchas ya no están interesadas en volver a casarse, o, al menos, no de momento. La cuestión es si su soltería implica necesariamente abstinencia sexual. Yo no lo creo. Pero sí que creo que su soltería y su integridad personal requieren una profunda y adecuada comprensión de su situación y de la actividad sexual acorde con ella. Sugerir que la abstinencia no es obligatoria no significa afirmar que todo vale. El sexo es aún poderoso en esta edad. Cuando engrandece la vida, estoy dispuesto a decir que es bueno. Cuando la empobrece o reduce, estoy dispuesto a decir que es destructor. Busco, pues, un contexto en el que el sexo, después de haber vivido en matrimonio, pueda llegar a ser santo para los adultos maduros (1). La revolución sexual y sus secuelas han creado una especie de esquizofrenia sexual. Las voces aferradas a tradiciones caducas gritan, con un encono cada vez mayor: «¡No debes!»; y, sin embargo, las voces de la nueva era dicen, a (1) N del T: Entendemos literalmente el término inglés «holy», según la primera acepción de santo en el DRAE: «perfecto y libre de toda culpa».

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través de todos los medios imaginables: «¡Sí puedes; y debes!». Las voces tradicionales siguen estando dominadas por el miedo. Si el temor al embarazo se está desvaneciendo, el miedo a la infección es el sucesor (2). También existe un temor verdadero a la anarquía moral, a la pérdida de poder de las instituciones que antes ejercían de árbitros morales y ahora ya no, por más que les hubiera gustado desempeñar aún dicho papel. Temores así hacen que cualquier conversación sobre el sexo parezca negativa.

Las voces del cambio nos recuerdan, en efecto, que el temor al embarazo ha desaparecido, que lo que cuenta es el amor, que las mujeres se liberan, que la virginidad generalizada es expresión de un sistema antiguo de represión, y que las relaciones sexuales, lejos de ser una deshonra, son sanas y placenteras. Libros sobre cómo practicar el sexo (y hacerlo bien) abundan en las listas de best-sellers. De hecho, en los últimos años, se han publicado tantos libros sobre «cómo hacer algo», que la sección de la Revista de libros del New York Times ha creado una nueva lista de ellos, además de los de ficción y de no-ficción, cuyo encabezamiento es: «Asesoramiento, procedimientos y varios». Además de los libros específicos sobre sexualidad, hay sobre dietas y ejercicios intrínsecamente relacionados con la sexualidad.

A medida que la furia de la revolución sexual llegaba a su cénit, el temor que antes disuadía de la sexualidad se sustituyó por la presión de mantener una relación, hacerlo bien, disfrutar de ella y decir al mundo cómo lo haces, incluso. En ningún otro grupo se dio tanto esto como entre las personas solteras de cierta edad, cuya situación es muy diferente de la de los jóvenes. La relación romántica que conduce al matrimonio puede no ser la adecuada en su circunstancia. Un matrimonio previo y un divorcio posterior pueden haber dejado tan devastadas y heridas a estas personas que son incapaces de asumir otro compromiso de por vida. La muerte de (2)

N del T: Recuérdese el año de edición del libro.

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un cónyuge puede haber sido tan agotadora emocionalmente que tanto el proceso de duelo como la recuperación personal posterior pueden durar años. Pueden haber quedado con hijos a su cargo y con unos recursos económicos tan escasos que añadir una nueva relación es casi imposible. La vida puede verse complicada, además, por las restricciones de las últimas voluntades y el testamento de la persona fallecida, o por la insensibilidad de las leyes de la Seguridad social o por los compromisos financieros adquiridos anteriormente a favor de los hijos. Uno o los dos pueden estar en trabajos que requieren gran disponibilidad y movilidad, con frecuentes traslados a distintas zonas del país o del mundo, que hacen muy problemático un compromiso estable con otro para quien también es importante la carrera profesional. Sin duda, pueden aducirse más razones, pero las indicadas son suficientes como para que nos demos cuenta de que el matrimonio o, mejor, un nuevo matrimonio no sea la única respuesta, para todos los que ya han estado casados antes, y que, en algunos casos, no pueda serlo nunca.

Sin embargo, la necesidad de un compañero o de una compañera no desaparece. Esta compañía puede ser a muchos niveles, desde una relación de trabajo, o una relación social breve, hasta una amistad profunda a la que se dedica tiempo, en la que se comparte la vida y donde se dan momentos de gran intimidad. ¿Deben los guardianes de la moralidad pública descartar el sexo en todas estas relaciones por no producirse en el marco de la norma única del matrimonio? Y, por el otro extremo, ¿debe una sociedad hedonista dar por sentado el sexo en cada encuentro y relación entre hombres y mujeres que son solteros adultos? Hay voces que dicen que sí a ambas preguntas. Pero a mí me gustaría plantear que el “no” es la única respuesta correcta y moral a ambas . Sin embargo, a mi respuesta le debe acompañar el intento de definir, a su vez, las circunstancias que podrían justificar tanto el “no” a la abstinencia total como el “no” a la actividad sexual indiscriminada. 235

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Karen LeBacqz, profesora de ética cristiana en la Pacific School of Religion de Berkeley, California, ha propuesto que el fundamento de una ética sexual entre solteros adultos puede ser lo que ella llama una «vulnerabilidad adecuada» (3). La autora parte de que, cuando el embarazo se separa de la actividad sexual, desaparece uno de los dos objetivos principales e históricos del sexo ya que la procreación y el placer de la unión fueron los dos fines principales del sexo. Sin embargo, fue la procreación, y no la unión, la que exigió el matrimonio como marco de las relaciones sexuales responsables. Al eliminarse la procreación –argumenta–, ya sea por un método anticonceptivo eficaz o por la longevidad que prolonga la posibilidad de sexo más allá de los años de fertilidad, la toma de decisiones sobre la sexualidad se desplaza, del matrimonio como contrato firme, a la calidad de la relación, que incluye dedicación, compromiso, entrega y vulnerabilidad mutuas.

La Dra. LeBacqz se apoya sobre todo en el sentido que subyace en el versículo: «el hombre y la mujer estaban desnudos y no se avergonzaban» (Gén. 2:25). Estar «desnudo» es imagen de ser vulnerable y «no avergonzarse» es señal de un ser adecuado. Esta interpretación del versículo expresa que la vulnerabilidad y la adecuación es «el propósito de la creación del hombre y de la mujer como seres sexuados que se unen para formar una sola carne» (4).

Apoya esta idea el hecho señalado antes de que los hebreos utilizan el verbo «conocer» como sinónimo de unión sexual. El sexo se sitúa dentro de una relación profunda y significativa pues nadie puede conocer realmente al otro si éste no se abre, se revela y se entrega al él. La revelación de uno mismo lo expone al dolor, a las heridas, al abuso, (3) Karen LeBacqz, «Vulnerabilidad adecuada. Una ética sexual para solteros». The Christian Century 104, no. 5 (mayo de 1987), págs. 435-38. (4)

Ibid., pág. 437.

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pero también al amor, la acogida y la confianza. Ninguna relación puede crecer sin el riesgo de la vulnerabilidad, de la apertura al otro, la revelación de sí al otro y sin la aceptación recíproca. El relato de la caída indica que Adán y Eva decidieron abandonar la situación de vulnerabilidad y escoger la protección del poder que significa el vestido. En lugar de seguir en la posición vulnerable, les atrajo la expectativa de «ser como dioses» (Gén. 3:5). El deseo de poseer un poder divino es manifestación del endurecimiento del «corazón de la vulnerabilidad» (5). En relación con esto, es interesante observar que el clímax del relato cristiano no estuvo en el poder sino en la impotencia, que no es otra cosa que ser vulnerable. ¿Cómo interpretar, si no, el relato de la cruz? (6).

La Dra. LeBacqz concluye que «cualquier práctica sexual que hiera la vulnerabilidad adecuada no es buena. Lo cual incluye herir no sólo la vulnerabilidad del otro sino la propia» (7). Un violador es, crudamente, alguien que se niega a ser vulnerable. Por eso, la Dra. LeBacqz considera inmorales la seducción, la prostitución, la promiscuidad y cualquier encuentro sexual en el que el otro resulta violentado. El sexo, argumenta, «no es sólo diversión, juego, liberación física; ni es para presumir o para cualquier otra de las variadas emociones sensibles que solemos vincular a él. El sexo es para llegar a la adecuada expresión de la apertura y la vulnerabilidad». Sin esto, concluye, «la expresión sexual es inadecuada» (8). En el argumento de la vulnerabilidad no hay nada que limite al matrimonio el sexo adecuado. Hay relaciones pre(5)

Ibid.

He desarrollado esta idea con más detalle en un artículo titulado «La impotencia de Cristo», The Witness 69, no. 3 (marzo de 1986), págs. 6-8. (6)

(7) (8)

Karen LeBacqz, «Vulnerabilidad adecuada», pág. 437. Ibid.

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matrimoniales entre heterosexuales o relaciones entre gais y lesbianas, dada la legislación más frecuente actualmente, que bien pueden estar dentro de la vulnerabilidad adecuada, y hay relaciones sexuales dentro del matrimonio que pueden no ser «expresión adecuada de la vulnerabilidad». Esta comprensión de las relaciones sexuales basada en la vulnerabilidad ofrece, a los solteros mayores, nuevas opciones que van más allá de la abstinencia como única respuesta legítima y moral en su estatus; y descarta, además, las relaciones sexuales manipuladoras y egocéntricas.

Esto significa que la base tradicional para determinar si una relación sexual es buena o no, si se debe asentir a ella o no, ya no proviene del contexto del matrimonio. Lo cual no significa, en absoluto, que haya que abandonar las directrices que atendían a la salvaguarda de la vulnerabilidad de las personas. Significa, más bien, que la iglesia debe abandonar su elevada posición de rectitud y entrar, junto con su gente, en las zonas difíciles y grises de la vida, donde hay que buscar los presupuestos idóneos, en cada caso, para la toma de decisiones que aporten vida y no la destruyan, según la edad y las circunstancias de las personas. Significa que se abre la posibilidad de que la misma actividad que se considera buena en una relación o en una edad, pueda no serlo en otra relación o en otra edad. Significa que nos alejamos de las reglas rígidas y nos acercamos a la libertad de la relatividad y del discernir.

En 1977, la United Chruch of Christ publicó un «estudio preliminar» sobre la sexualidad. Incluía la recomendación de que «la expresión física de la sexualidad, en una relación, debe ser acorde con el nivel de compromiso que hay en dicha relación» (9). Esto sugiere que las relaciones son un todo gradual y continuo y que las expresiones físicas con-

(9) La Iglesia Unida de Cristo, Sexualidad Humana. Un Estudio Preliminar (New York: United Church Press, 1977), pág. 103.

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cretas deben guardar relación con la ubicación, el sentido y la intensidad de tal relación dentro de este continuo. Algo tan inocente como cogerse de la mano puede no ser apropiado en algunas relaciones y sí en otras. Aunque el informe no use la palabra, quedaba implícito, no obstante, que el compromiso y la vulnerabilidad están profundamente relacionados. El compromiso requiere aceptar la apertura y la vulnerabilidad. Un compromiso superficial implica escasa vulnerabilidad y uno a fondo supone gran vulnerabilidad. En algún punto de la escala de los compromisos, antes no, este principio de proporcionalidad admite que las relaciones sexuales sean las adecuadas. Al igual que la Dra. LeBacqz, el estudio reconoce que «a mayor implicación sexual, mayor es la necesidad de un marco que proteja y garantice la exposición y la vulnerabilidad» (10).

Siendo solteros, carecemos de la protección que el matrimonio da a nuestra vulnerabilidad. Sin embargo, la edad y la experiencia parecen indicar que las personas mayores requieren una estructura de protección menor que los jóvenes. De la misma manera, en la medida en que los varones siguen teniendo más poder que las mujeres, es necesario prestar mayor atención a la mayor vulnerabilidad de la mujer. En medio de estas pautas cambiantes es donde luchan por vivir una ética sexual adecuada los solteros post-casados. Ya no son niños que tienen que hacer lo que se les dice. Más bien son adultos que deben ser responsables en esta situación. El celibato no es la respuesta para la mayoría pues, en la práctica, muchos la han desechado como inapropiada, pero la promiscuidad y las relaciones sexuales esporádicas tampoco lo son. Considerando todo esto, creo que el sexo fuera del matrimonio puede ser santo y vivificante en determinadas circunstancias, y también que puede ser negativo y empobrecedor en otras. Propongo, para debatirlas, las siguientes afirmaciones, sobre (10)

Karen LeBacqz, «Vulnerabilidad adecuada», pág. 437.

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el marco idóneo para que el sexo sea santo fuera del vínculo matrimonial, entre adultos mayores, después de haber estado casados. 1. La relación sexual entre adultos solteros debe ser sólo esto: una relación entre adultos solteros. Nadie puede escudarse en lo que sigue para atentar contra un vínculo matrimonial contraído. Si el voto matrimonial se rompe por una aventura sexual, la relación extramatrimonial sigue siendo señal de deshonestidad, y destructiva para el matrimonio y para el carácter de la persona involucrada. 2. Una relación sexual entre adultos solteros debe ser de amor y de cariño, y no sólo de conveniencia o de deseo.

3. Una relación sexual no es un inicio apropiado para una relación personal. Por el contrario, la relación sexual debe surgir de los lazos que dos personas crean a lo largo de un tiempo. El sexo no se comparte adecuadamente mientras no se comparten otras cosas como el paso del tiempo, los valores, las trayectorias vitales, la amistad, la comunicación y un sentimiento de mutua y profunda confianza y responsabilidad. En otras palabras, el sexo no es apropiado mientras no haya una estructura suficiente que proteja la apertura y vulnerabilidad de las dos personas.

4. El sexo es por naturaleza una actividad humana sumamente íntima y discreta. Una vulnerabilidad apropiada requiere este marco de reserva. Si ambas partes no están dispuestas a proteger la vulnerabilidad del otro, la relación se torna dañina, odiosa y destructiva. La cualidad sagrada y exclusiva de estos momentos especiales de unión, no puede verse a merced de los chismes, la indiscreción o, tras el fin de la relación, del desahogo indiscreto de una de las dos personas, fruto del enfado. La falta de voluntad de asumir este compromiso de discreción, y de mantenerlo después de asumido, significaría que la relación se basaba en la fuerza de las necesidades del ego, y no en la entrega de la persona. 240

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5. La relación en la que dos adultos solteros mantienen relaciones sexuales debe ser exclusiva. Puede que no llegue a ser eterna pero, mientras esté viva, es necesario que sea exclusiva. La multiplicidad de parejas sexuales a un mismo tiempo es una violación de la vulnerabilidad, del compromiso, de la honestidad y de la verdad del cuidado del otro.

Puede que haya que añadir otras pautas. Estoy seguro de que no he agotado la lista de lo indispensable para que se dé la santidad de una relación. Sin embargo, no quiero sobrecargar a nadie con directrices, advertencias y estructuras. Confío en la capacidad humana de impedir el descontrol indefinido de los patrones de comportamiento que acaban siendo autodestructivos. No creo que las personas continúen negándose a sí mismas unos patrones de conducta que prometen enriquecer, dar plenitud y ensanchar sus propias vidas. Sí, el sexo puede ser santo en la vida de los solteros ya de edad, aunque no siempre lo sea.

Un llamamiento debe hacerse, por último, a los representantes institucionales de la religión organizada que aún reclaman el poder de definir la moralidad. La iglesia debe abandonar sus juicios éticos, ya irrelevantes por provenir de realidades que ya no existen, y debe entrar en los ámbitos donde se vive la vida, donde las personas sufren, donde se experimenta el amor, donde los ideales están en juego, donde la gente despierta de sus sueños y participa en el debate en el que la ética de la vida se distingue de la ética de la muerte.

Las prohibiciones del pasado se han abandonado no porque la gente sea laicista, moderna y depravada, sino, simplemente, porque la vida ha cambiado y aquellas prohibiciones ya no eran operativas. Gastar energía en aferrarse a ellas, en emitir escritos para recordarlas, en tratar de reavivarlas, será inútil y, además, esto desacreditaría a la iglesia cada vez más, tanto que la autoridad moral que aún puede tener en otras áreas de la vida acabaría por desaparecer también. 241

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Vivimos en un mundo nuevo porque se han producido cambios gigantescos en la conciencia, en los valores y en el poder de los planteamientos. Como todo cambio profundo en la historia, éste tiene excesos que refrenar, en este y en otros campos. Como en toda gran transición de la conciencia, ésta se debe dirigir y guiar, aunque esto sea como montar en un torbellino. Como cada nuevo cambio en el universo mental de las personas, éste se ha impuesto porque las posturas ante las que se protestaba estaban congeladas y se resistían a ceder, mucho más allá del tiempo en el que su credibilidad había desaparecido ya. Incluso a estas alturas de ahora, y con el retraso que llevamos, las iglesias tienen que escuchar lo que les dice su gente y ponerse a su lado en el mundo real de las decisiones, donde aún cabe separar el trigo de la paja.

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C A P Í T U L O 16

M UJ ER ES

EN EL EPI SC OPADO ,

SÍ MBOLO DE R ENOVAC I ÓN EN LA I GLESI A A lo largo de este libro he sugerido que, en la civilización occidental, la iglesia ha sido la institución más poderosa a la hora de definir temas y valores sexuales. La iglesia ha reclamado y mantenido este poder eficazmente, y el mundo cristiano, en general, se lo ha delegado casi sin condiciones. La revolución sexual, que ha desafiado esta autoridad de la iglesia de delimitar lo correcto y lo incorrecto, se ha dado en una época en la que dicha autoridad, para muchos, era discutible también en el resto de las áreas en las que antes la tenía. En concreto, una de las razones de la pérdida de su autoridad en el terreno de la sexualidad ha sido la resistencia de la iglesia a cambiar el paradigma patriarcal por el de la igualdad entre las personas de ambos sexos.

Tal vez la institución más sexista en la civilización occidental sea la iglesia. La imagen de Dios que favorece es viril y patriarcal casi exclusivamente. Los ordenados, clérigos y consagrados son varones en su inmensísima mayoría. Sólo desde hace muy pocos años, la ordenación de mujeres es una posibilidad legal en bastantes iglesias protestantes. Sin embargo, muy pocas mujeres han conseguido alcanzar una posición significativa en alguna de estas tradiciones. Hasta la fecha, no hay obispos que sean mujeres ni en la comunión anglicana ni en las iglesias luteranas del mundo (1). En la tradición católico-romana y en la ortodoxa, las dos más numerosas, las mujeres no pueden acceder a la ordenación. Muchas iglesias fundamentalistas, que aún operan conforme a los prejuicios anti-femeninos basados en una lectura literal de los textos bíblicos antiguos examinados con detalle en el cap. 8, también niegan la ordenación de las mujeres. (1)

N. del T.: recuérdese la fecha de la redacción del libro.

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Dado que los más altos niveles de toma de decisión en las iglesias litúrgicas del mundo están ocupados por varones, las costumbres sexuales se han establecido por canales abrumadoramente masculinos. La visión patriarcal del mundo se identifica con una idea de Dios patriarcal, según la definición de la jerarquía patriarcal de la iglesia patriarcal. Así que el lenguaje de las liturgias de la iglesia es en su mayor parte de este tipo. Las palabras de nuestros himnos y las categorías de la teología cristiana (Dios es Padre, Hijo y Espíritu Santo) lo indican. Si la profesora Elaine Pagels está en lo cierto en su comprensión de la historia de la iglesia, el dominio masculino y la ortodoxia teológica se fusionaron en la lucha para derrotar el pensamiento herético de los gnósticos democratizadores, que estaban abiertos a las mujeres, y así consolidaron el poder eclesiástico en manos únicamente de los hombres (2).

Cuando la mujer ideal comenzó a ser una virgen en el cristianismo, poca gente reparó en que quienes propiciaban esto eran hombres célibes en su gran mayoría. El sentimiento de culpa, la falta de conocimientos y la desacralización de la sexualidad fueron los subproductos inevitables. Si la sexualidad era mala, la sexualidad femenina lo era especialmente. Tertuliano, uno de los primeros padres de la iglesia, da muestras del rechazo eclesiástico creciente hacia las mujeres cuando dice: «No está permitido que una mujer hable en la iglesia, ni le está permitido enseñar, ni bautizar, ni ofrecer la Eucaristía, ni reclamar para sí una participación en cualquier función masculina, y menos aún en el oficio sacerdotal» (3). Jerónimo, en el siglo IV, se apuntó a la negatividad cuando escribió: «nada es tan sucio como una mujer en sus períodos. Lo que toca, lo convierte en impuro» (2) (3)

Pagels, The Gnostic Gospels (New York: Random House, 1979). Ibid., pág. 60.

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(4); y más tarde opinaba: «cuando una mujer desee servir a Cristo más que al mundo, dejará de ser una mujer y será llamada hombre» (5). Por lo visto, ser varón era una mejora importante. Cipriano, Tertuliano y Jerónimo exhortaron a las mujeres a permanecer vírgenes como único medio de escapar de las consecuencias de la caída (6). Ambrosio comparó la pérdida de la virginidad de la mujer con una desfiguración de la creación (7). El matrimonio, argumentó Jerónimo, era aceptable sólo porque, a consecuencia de él, «nacían más vírgenes» (8). Un breviario eclesiástico del siglo XIII culpaba a las mujeres de los malos deseos sexuales que los hombres eran incapaces de reprimir. Su explicación era sencilla: «Satanás, a fin de que los hombres sufran amargamente, los hace adorar a las mujeres, porque, en vez de amar al creador, amen a las mujeres de forma pecaminosa» (9). A través de los siglos, el enfoque patriarcal y machista de la ética influyó en la configuración de los estereotipos y valores sexuales comúnmente aceptados. A las mujeres de nuestra generación, no les pasa desapercibido el hecho de que las iglesias que juzgan que es pecado el uso de anticonceptivos son justo aquellas cuya jerarquía está formada sólo por varones, y donde el compromiso de celibato es condición previa para ingresar en ella.

Durante muchas sesiones de la Cámara de Obispos de la Iglesia Episcopaliana he visto a esta jerarquía, exclusivamente masculina y en gran parte compuesta por hombres postmenopáusicos, deliberar sobre los males del aborto.

(4) Marina Warner, Alone of All Her Sex (New York: Alfred A. Knopf, 1976), pág. 76. (5) (6) (7) (8) (9)

Ibid., pág. 73. Loc. cit. Loc. cit. Loc. cit.

Ibid, pág. 153.

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Hay algo poco ético en que personas de un único sexo y de esta edad determinen lo que es destino del otro. Las leyes civiles sobre el aborto afectan principalmente a las mujeres pobres y jóvenes. Los obispos episcopalianos no están directamente implicados por tanto en lo que tratan. Por el momento y en un futuro previsible, los patrones cambiantes de la moral sexual serán un tema importante de debate en esta Cámara. No habrá mujeres obispos presentes para atemperar la masculinidad espontánea e inconsciente del debate. En el pasado, ya fue una jerarquía exclusivamente masculina la que deliberó sobre si los divorciados podrían volver a casarse, sobre la moralidad de la inseminación artificial o la fertilización in vitro, y en muchos otros temas relacionados con el sexo y que tenemos a la vista dados los rápidos avances de la tecnología biomédica.

En los seminarios de las principales tradiciones protestantes, no obstante, el equilibrio de sexos en el alumnado ha cambiado en las últimas dos décadas: de una presencia femenina insignificante hasta hace poco, se ha pasado a una matrícula de mujeres de entre el 30 y el 40 %. En algunos seminarios la mayoría es femenina incluso. Obviamente, se está dando un cambio. Quizá haga falta otra década hasta que las candidatas de ahora puedan superar el prejuicio consciente e inconsciente, residuo del pasado, y reclamar cada vez más posiciones de gestión, autoridad y relevancia.

El cristianismo actual necesita signos que ayuden a un cambio en la conciencia de la población. El más importante, en mi opinión, sería que la mujer ocupase el despacho del obispo en aquellas iglesias que tienen este cargo, especialmente los anglicanos y episcopalianos, los católico-romanos, los ortodoxos, los luteranos, y la iglesia metodista unificada. Los metodistas ya han roto esta barrera y han elegido algunas mujeres como obispos, pero la resonancia mediática, necesaria para esta toma de conciencia, fue mínima porque, en esta tradición, como en el luteranismo norteamericano, el episcopado es sólo un cargo de gestión y no un ministerio 246

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exclusivo, necesitado de una ordenación, como el orden sacerdotal en la tradición católica.

En la iglesia episcopaliana, las mujeres no tuvieron ni voz ni voto, en las Convenciones nacionales, hasta el año 1970, año en que se aprobó que las mujeres pudieran ordenarse diáconos (primera de las órdenes sagradas mayores). La ordenación de mujeres sacerdotes fue imposible hasta fecha tan tardía como 1973. La ordenación sacerdotal irregular de once mujeres en Filadelfia, en 1974, provocó ataques de apoplejía en la Cámara de los Obispos. Los tres obispos retirados que hicieron estas ordenaciones fueron censurados no sólo una sino dos veces por la Cámara. Se les negó el asiento y el voto junto al resto. Fue un tiempo caótico y hostil. La ira fue directamente proporcional a la amenaza que se sintió. El poder y el control masculino de la iglesia fueron vulnerables por primera vez.

Finalmente, en 1976, la Iglesia Episcopaliana aprobó la ordenación de mujeres, y la norma entró en vigor el 1 de enero de 1977. Hoy, esta Iglesia cuenta con más de mil mujeres en el ministerio ordenado. Esta expansión de la ordenación de las mujeres fue ocasión de avanzar hacia un posible cisma, sin embargo. Grupos disidentes de clérigos, más algunas congregaciones, comenzaron a hacerse llamar Iglesia Anglicana Católica o Iglesia Anglicana Continuista o alguna variante parecida. Sus nombres pretendían expresar que eran ellos los portadores de la verdadera fe, incluida la tradición ininterrumpida de la supremacía masculina. No obstante, el tiempo rara vez favorece a los movimientos que se definen negativamente y como reacción.

Mientras, las mujeres sacerdotes se han integrado en las facultades y seminarios como profesores y capellanes y han sido rectores de parroquias cada vez más importantes. Una mujer sacerdote es el arcediano superior de una diócesis, supervisa el trabajo de más de cuarenta iglesias y administra un presupuesto mayor que el presupuesto total de mu247

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chas diócesis más pequeñas. Otra mujer sacerdote es deán de una catedral. No pasará mucho tiempo antes de que la exclusiva y masculina Cámara Episcopal de Obispos se abra y las mujeres entren a participar en la toma de decisiones en nuestra iglesia, en su anuncio y predicación, en la elaboración litúrgica, en la reinterpretación de los credos y en el desarrollo de una nueva intervención de la iglesia en el ámbito de la sexualidad y de la ética. Será una alegría para una creciente mayoría al tiempo que una lástima, lamentada y resistida por los defensores del menguante patriarcado. En los comienzos de este nuevo tiempo, las explicaciones antiguas, utilizadas por los defensores de los patrones patriarcales del pasado, parecerán ya inauditas, como cuando Juan Pablo II afirmó, en 1986, que las mujeres nunca serían ordenadas sacerdotes, y razonó esta negativa argumentando que Jesús no eligió a ninguna mujer como discípulo.

De alguna manera, al principio, pareció evidente la verdad de esta tesis. Sin embargo, una mirada más atenta revela la irrelevancia del argumento. Tampoco Jesús eligió a ningún varón polaco para ser discípulo y nadie ha sugerido que ser polaco pueda ser un obstáculo para el sacerdocio o incluso para el papado. Jesús no eligió a ningún gentil, ni a gente de color, ni a personas con algún defecto o carencia física patente, ni de un millar de categorías más. Sin embargo, la Iglesia no está limitada, en su elección de líderes, por la literalidad rigurosa de las Escrituras, de lo contrario, la mayoría deberían ser judíos. Un obispo prominente en la Iglesia de Inglaterra ha declarado recientemente que las mujeres deberían permanecer en los roles tradicionales de esposas y de madres. Al hacerlo, de alguna manera su atención no reparó que Isabel II era quien reinaba entonces, y Margaret Thatcher quien gobernaba. Ni el Papa ni la tradición ortodoxa ni el prejuicio de cualquier otra figura masculina eclesiástica ni ninguna otra fuerza bajo el cielo detendrá el movimiento de abandono del paradigma patriarcal y el avance hacia el paradigma de la igualdad. Y 248

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cuanto antes las iglesias cristianas integren a las mujeres en posiciones de toma de decisión, antes esta institución, maravillosa pero anticuada, comenzará a corregir los errores del pasado y a estar por encima de los estereotipos sociales ancestrales acerca de los hombres y de las mujeres. La elección de una mujer obispo en aquellas iglesias que no tienen ninguna hasta ahora, y la elección de más mujeres obispos en aquellas que tengan algunas, indicará que hay partes de las iglesias cristianas que están dispuestas a ir más allá de las limitaciones de ayer en el terreno de la sexualidad, donde la diferencia supuso, tantas veces, desigualdad.

Con el tiempo, todas las iglesias seguirán en esta dirección. Las que tarden demasiado perderán su influencia. En muy poco tiempo, las líneas de debate estarán tan lejos de esta cuestión que algunas iglesias se parecerán a aquellos supervivientes japoneses, separados de su batallón y descubiertos en las islas del Pacífico mucho después de que la Segunda Guerra Mundial hubiera terminado; años más tarde, aún estaban preparados para la batalla, para luchar por su emperador y se extrañaban de que nadie los tomara en serio. Por una vez, aunque sólo fuese ésta, sería emocionante ver a la iglesia saludar al futuro con entusiasmo, en lugar de seguir nuestro patrón habitual y vernos arrastrados a él, protestando y a regañadientes. La elección, por razón de idoneidad, de mujeres, igual que de varones, para el cargo de obispo anunciará al mundo que las iglesias cristianas por fin han leído e interpretado los signos de los tiempos y se alegran de formar parte del cambio de la sociedad en general en esta cuestión. Amén. Que así sea.

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EPÍLOGO

AFRONTAR

EL PRESENTE

PARA RECLAMAR EL FUTURO

Mis argumentos ya han quedado expuestos ahora. Deliberadamente lo he hecho con pasión y con provocación. Este libro no es una llamada a la inmoralidad aunque, inevitablemente, algunos críticos lo acusarán de ello. Este libro es, más bien, una llamada a una nueva y rigurosa moralidad, dentro –eso sí– de unos parámetros diferentes de los del pasado. Por eso pone el énfasis no en la ley, no en la institución del matrimonio, socialmente reconocida, sino en el compromiso, en la vulnerabilidad y en la realidad.

Mi punto de partida es que el Creador concibió la actividad sexual no sólo en vistas a la procreación sino también en vistas de la intensificación de la vida de las personas. Ya no necesitamos preocuparnos por la capacidad de reproducirnos lo suficiente. De hecho, si no aprendemos a frenar la reproducción, la superpoblación puede llegar a ser el camino del genocidio. Nuestro enfoque actual debe dirigirse, más bien, hacia la forma en que la sexualidad puede mejorar la vida justo en las circunstancias de este siglo. Reconciliar la sexualidad y el cumplimiento vital es una tarea de la Iglesia en nuestro tiempo. La mejora de la vida no vendrá de la mano del control, de la culpabilidad o de los estereotipos surgidos de los prejuicios. Vendrá de una actuación responsable que sea honesta intelectualmente, no manipuladora, sensible y vitalizadora. Vendrá de una relación de amor entre las personas involucradas, que por eso mismo no viole ningún compromiso anterior aún vigente. Vendrá de la aceptación de uno mismo tal como es y de la vo251

Epílogo

luntad de dos personas de entregarse una a otra en la mutua aceptación de sí mismos.

Al cerrar este libro, mi esperanza es que sus ideas se debatan, se modifiquen, se adapten, se adopten o incluso se rechacen, según merezcan. ¡Ojalá mis propuestas, después de haberlas examinado, se sustituyan por otras mejores! Sin embargo, mi experiencia en la Iglesia es que la «comunidad del Espíritu Santo» suele responder a las sugerencias nuevas no analizándolas racionalmente sino intentando desacreditar al mensajero cuando no matándolo. En la historia de la institución cristiana, muchas personas fueron a la hoguera y no tuvieron la oportunidad de ver cómo, incluso antes de un siglo después de su muerte, la Iglesia hacía suyos los mismos conceptos por los que se había martirizado a quienes los propusieron. A los primeros reformadores, Jan Hus y John Wyclif, no se les permitió ver cómo sus ideas llegaban a buen puerto. Sin embargo, la reforma que emprendieron cambió el rumbo de la historia de occidente. Copérnico fue excomulgado por sugerir que la tierra no era el centro del universo. A Galileo se le obligó a retractarse de sus descubrimientos científicos, hoy universalmente aceptados. En la época de Charles Darwin, el poder de la Iglesia para determinar qué debía considerarse o no como verdad ya había menguado mucho. Sin embargo, el obispo Samuel Wilberforce desplegó toda una campaña pública de ataques a Darwin. En aquel tiempo, se creyó que el debate era entre dos adversarios de igual valor. Sin embargo, hoy todos recordamos a Darwin y muy pocos conocen alguna de las conclusiones de Wilberforce, hoy abandonadas, y cuyo nombre la mayoría desconoce.

Igual ha ocurrido en la historia reciente. No hay más que leer libros como A Time for Christian Candor y If This Be 252

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Heresy, del desaparecido, controvertido y perseguido obispo James A. Pike (1), para darse cuenta de que lo que parecía tremendamente llamativo hace un cuarto de siglo, hoy en día se acepta comúnmente. Cuando el gran obispo inglés John A. T. Robinson escribió Honest to God en 1963, todos los periódicos seculares de Inglaterra presentaron su libro como un escandaloso ataque a la ortodoxia. De resultas de ello, Robinson vendió más ejemplares que cualquier otro libro religioso desde Pilgrim’s Progress. Sus ideas, sin embargo, difícilmente provocarían hoy aquella reacción pues han terminado por ser bastante convencionales.

La Iglesia, en mi opinión, durante demasiado tiempo ha atendido sólo a los que permanecían dentro de ella. Por temor a «ofender la fe» del colectivo de los fieles, y para mantener a éstos salvos y seguros, los líderes cristianos no compartieron con ellos los descubrimientos de los exégetas bíblicos. Al atacar al obispo Pike en los años sesenta, un obispo le recordaba que la «gente sencilla» estaba molesta por las cosas que él decía. El obispo Pike le respondió que la mayor parte de la «gente sencilla» estaba creciendo y madurando, y se hacía preguntas que la

(1) El quinto obispo episcopaliano de San Francisco, James A. Pike (1913-1968), fue un escritor prolífico, de los primeros en aparecer regularmente en televisión. Luchador por los derechos humanos y contra la segregación racial, defendió la ordenación de las mujeres y la integración de las personas lesbianas y gais en las iglesias. Junto con el rabino Alvin Fine, abordó públicamente, en 1961, los temas bíblicos y religiosos implícitos en el documental Los rechazados (The Rejected), del productor independiente John W. Reavis. El documental versaba sobre la homosexualidad y se realizó para la televisión en 1961. El título original del documental de Reavis era: The Gay Ones (los gais, los alegres). Tanto el obispo como el rabino sostuvieron que las leyes de sodomía deberían derogarse porque, según su opinión, la homosexualidad no era materia de delito. Posteriormente, aún hubo que superar el juicio de que la homosexualidad era una enfermedad.

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Epílogo

Iglesia no podía o no quería contestar, y que, como consecuencia, estaba abandonando en masa su recinto.

La iglesia debería prestar más atención, precisamente, a estas personas que se han alejado de ella. Estos «antiguos alumnos del cristianismo» son a los que habría que alentar a participar en un intercambio nuevo y significativo. Este libro se ha concebido, en gran medida, con idea de llamar la atención tanto de quienes aún se sientan en los bancos de las iglesias como de quienes los abandonaron; y se ha concebido asimismo para decir, a quienes se alejaron del cristianismo, que algo nuevo está pasando en él.

Quiero que este grupo sepa que algunos sectores de la iglesia están hablando sobre sexualidad no con idea de generar más culpabilidad aún, sino por honestidad pública acerca de lo que la Biblia es y no es, acerca de lo que dice y no dice. Y esto es nuevo. Algunas voces cristianas se están atreviendo a desafiar desde dentro a la mentalidad religiosa convencional, cerrada al mundo actual y que tan a menudo parece ser la única voz pública del cristianismo.

Estoy convencido de que este libro será una auténtica contribución si sale de los límites de la Iglesia y se escucha en la sociedad secular. Si sólo lee este libro el resto que aún obedece y los eclesiásticos que trabajan para que este resto crea estar seguro, entonces, su destino será hacer frente a los ataques, la ridiculización y la más deliberada de las malinterpretaciones. Y su autor deberá cargar con las injurias de quienes, incapaces de afrontar su contenido, decidan ignorarlo y atacar la credibilidad de la fuente.

Actualmente, vivimos en un mundo más apacible que el del pasado en estos temas. No es probable que me quemen en una hoguera. Sin embargo, lo importante es que el mundo, hoy, se mueve mucho más deprisa. Por 254

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eso soy aún lo bastante joven como para ver un cambio radical en la Iglesia. Me consuela el hecho de que las personas como yo, que aman el cristianismo y que todavía se atreven a cuestionar las creencias convencionales eclesiásticas, aún tienen por delante un período de tiempo suficientemente largo como para que se produzca un cambio vital durante él. La levadura cambia la masa desde el interior, y no se la ve incluso cuando su trabajo ya ha terminado. De la misma manera, la sal pierde su identidad, pero su presencia aún se reconoce en el sabor de la sopa. Espero que este libro sea como la levadura en la masa y como la sal en la sopa. Espero igualmente que cualquier debate que este libro pueda propiciar aporte a la Iglesia una levadura de calidad y un nuevo sabor que degustar.

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I NFORME

SOBRE LA TRANSFORMACIÓN

DE LOS MODELOS SEXUALES Y DE LA VIDA FAMILIAR

Elaborado a petición de la 111ª Convención de la Diócesis de Newark. Miembros del Grupo de Trabajo: Rev. Dr. Nelson S. T. Thayer, Presidente. Rev. Cynthia Black. Sra. Ella Dubose. Rev. Abigail Hamilton. Sra. Diane Holland. Sr. Thomas Kebba. Sr. Townsend Lucas. Dra. Teresa Marciano. Rev. Gerard Pisani. Rev. Gerald Riley. Sra. Sara Sobol. Rev. Walter Sobol.

Introducción

Conforme al mandato de la Convención Diocesana de enero de 1985, el Grupo de Trabajo sobre la transformación de los modelos de conducta sexual y de vida familiar se ha ido reuniendo para el estudio y discusión de dichas cuestiones; y ha centrado su atención en tres grupos de personas representativas de algunos de los patrones que han cambiado en la sexualidad y en la vida familiar: [1] los jóvenes que optan por vivir juntos sin estar casados, [2] las personas de más edad que deciden no casarse o que pueden estar divorciados o ser viudos, [3] las parejas homosexuales. Los tres tipos de relaciones están ampliamente representados en la Diócesis de Newark, y se reconoce que la comprensión de la Iglesia y de su ministerio hacia las personas involucradas en dichas relaciones no ha sido, por lo general, la adecuada.

El objetivo original del Grupo de Trabajo no ha sido realizar únicamente una investigación científica y social. Los miembros del Grupo de Trabajo han llevado a cabo un estudio bíblico, teológico, histórico, sociológico y psicológico, con una amplia discusión de los temas planteados. La intención del Grupo de Trabajo ha sido doble: 1) preparar un documento que ayude a los clérigos y a los laicos de la diócesis a pensar sobre estos temas y 2) sugerir orientaciones generales para la respuesta pastoral de la Iglesia a las personas que puedan pertenecer a alguno de los tres grupos y a las que, no estando en ninguno, están preocupadas por las cuestiones planteadas.

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El proceso de estudio y discusión comprometió a los miembros en los niveles más profundos de su autocomprensión como seres humanos y como cristianos. A veces nos llegamos a sentir confusos, enojados, heridos, inseguros. El tema suscitaba miedos básicos y prejuicios con los que los miembros tuvimos que luchar individualmente y en grupo. Cada uno llegó a ser más consciente de su propia falibilidad y de necesitar la respuesta, corrección y apoyo por parte de cada uno de los otros miembros del grupo. Cada miembro era una persona única, con experiencia y puntos de vista propios. Y ni se buscó ni se obtuvo una uniformidad completa.

Sin embargo, el Grupo de Trabajo se llegó a sentir transformado y sigue convencido de que este proceso de búsqueda y de compromiso de persona a persona es esencial para que la Iglesia responda a las realidades sociales, culturales y personales involucradas en los patrones cambiantes de la sexualidad y la vida familiar. Una respuesta apropiada a estas cuestiones requiere voluntad de enfrentarnos a nosotros mismos, a algunos de nuestros impulsos más profundamente formados y asumidos, y a algunas de nuestras tradiciones más firmemente integradas en nuestras actitudes. Esto sólo puede darse en un contexto de conversación y de intercambio con otras personas, cuya experiencia y cuyos puntos de vista permitan la transformación de nuestra propia experiencia y de nuestros puntos de vista y viceversa.

Somos conscientes de que la Iglesia es una comunidad en búsqueda, no una comunidad perfecta. Como comunidad en búsqueda, la Iglesia debe reconocer la necesidad que tienen sus miembros, todo cristiano y, de hecho, todas las personas, de recibir apoyo afectivo, confianza mutua y crecimiento al aprender unos de otros. Como dice un escritor contemporáneo: «...como comunidad, la Iglesia tiene un papel capital para hacer del amor una realidad en la vida humana, y dar cuerpo así al Amor que se manifestó en un ser humano que fue semejante a nosotros… Estas imágenes afirman no sólo la intimidad y la reciprocidad, sino también la inclusividad; hay implicaciones entre diversos patrones sexuales dentro de una congregación. Diferentes estilos de vida sexual, vividos con integridad y de

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formas cristianamente humanizadas, necesitan no sólo que se los tolere sino que se los apoye positivamente. La “familia de Dios” no puede limitarse a hacer de la familia nuclear el único modelo posible» (1) El informe no resume cada discusión ni presenta toda la investigación ni enumera todos los datos que fueron ocasión de debate. El informe concreta la perspectiva del Grupo de Trabajo sobre estos temas. Se ofrece a la Diócesis de Newark para estimular su reflexión y discusión corporativa. La principal recomendación del Grupo de Trabajo es que el debate continúe, con la intención de que toda la diócesis se involucre. Éstas y otras recomendaciones se ofrecen en la sección final.

I. La Situación cultural

En la sociedad estadounidense, durante el último medio siglo, se han producido unos cambios sociales y culturales que, cada vez más, se reflejan en el cambio de actitud de los miembros de la comunión anglicana con relación a algunos valores morales y otros supuestos que han sido básicos y dados por sentados. Profundos cambios se han producido en nuestro entendimiento y nuestras costumbres en áreas que afectan a la sexualidad y a la vida familiar. Tradicionalmente –y prácticamente sin oposición–, la Iglesia ha proporcionado dirección y orientación sobre estos asuntos que afectan profundamente a las personas, a la unidad de la familia y a la comunidad en general. Hoy en día, la Iglesia ya no es el único árbitro en estas materias que antes consideraba estar dentro de su ámbito sagrado. Algunos de los factores que han llevado a la disminución de este estatus son:

1. La secularización de la sociedad estadounidense. Dicha sociedad, durante el cambio de siglo, pasó, de unos antepasados predominantemente rurales a la configuración predominantemente urbana de hoy. Esto, cualitativamente, ha generado nuevas fuentes de valores y de moralidad. (1) James Nelson, Embodiment. Minneapolis: Augsburg Publishing House, 1978, p. 260.

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2. La movilidad social, económica y geográfica que, individual y colectivamente, ha tendido a aflojar las estructuras tradicionales, proporcionadas por la comunidad, la iglesia y la familia. Estas estructuras tendían a canalizar y constreñir los valores, las preferencias y los comportamientos en áreas relacionadas con la sexualidad, el matrimonio y la vida de familia.

3. Los avances tecnológicos, que han proporcionado los medios de control de las enfermedades y asimismo de la natalidad: dichos avances han separado eficazmente las relaciones sexuales activas de la fecundación y de la procreación.

4. El avance de la edad de la pubertad, que hace que los chicos se enfrenten con la sexualidad antes que en el pasado.

5. Las citas de adolescentes sin vigilancia de adultos. Esto elimina una fuerte estructura de control externo de su conducta.

6. Prolongación de los estudios y demora en la consolidación profesional. Muchos jóvenes, en nuestra sociedad y cultura, inician su carrera y se estabilizan en ella más tarde que antes. También tienden a casarse más tardíamente. Estos dos hechos, junto con los anteriores (métodos adecuados de control de natalidad; inicio temprano de la pubertad; y convivencia frecuente sin la vigilancia de los adultos) alargan de forma significativa el período en el que la sexualidad se puede expresar y desarrollar fuera del marco del matrimonio.

7. Los cambios graduales pero perceptibles, en la valoración de lo que significa ser un ser humano completo. El cuerpo humano y el sexo han dejado de ser algo de lo que debamos avergonzarnos; estas realidades físicas constituyen elementos esenciales en el desarrollo de un ser humano completo, así como el intelecto y la espiritualidad.

8. El declive de la exclusiva hegemonía económica masculina, que ha dado lugar a un reajuste de las relaciones entre el hombre y la mujer en la sociedad.

9. La existencia de una sociedad mejor educada, que no depende de las autoridades para determinar «lo que es correcto» en temas como la guerra nuclear o las centrales eléctricas, el aborto, la anticoncepción, la pobreza, el medio ambiente, etc.

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10. La intensificación del choque entre las directrices de la autoridad tradicional, tal como demandaban la familia, la iglesia y la sociedad, y los deseos de los hombres y mujeres del siglo XX, de buscar su propia realización en formas que no eran necesariamente aceptables en el pasado. Ésta es, desde luego, una vieja tensión. En la sociedad americana, dicha tensión adquiere su particular carácter contemporáneo al disminuir el consenso ético. Así, la sociedad se va haciendo cada vez más plural.

La Iglesia necesita pensar con claridad sobre estas realidades éticas, sociales y culturales. Debe ordenar sus enseñanzas y su vida corporativa para poder orientar y apoyar a todas las personas en cuyas vidas influyen estas realidades. Los desafíos que plantean estas realidades a nuestras prácticas y creencias deben examinarse y responderse. Tal como se indicaba en la Introducción, este informe se ha hecho con intención de contribuir a que la Iglesia comprenda estos temas, y de ofrecer perspectivas y sugerencias de cara a su respuesta.

II. Consideraciones bíblicas y teológicas A. Tradición e interpretación

La tradición judeocristiana es una tradición precisamente porque, en cada circunstancia histórica y social, los fieles han pensado en aportar su mejor interpretación de la realidad de su tiempo, en relación con su propia interpretación de la tradición heredada. Por tanto, la verdad en la tradición judeocristiana es un proceso dinámico de discernimiento y de formulación, más que una estructura estática recibida.

La Biblia se interpreta y se usa mal cuando nos aproximamos a ella como un libro de preceptos directamente aplicables a los dilemas morales de todos los tiempos. La Biblia es, más bien, el registro de la respuesta a la palabra de Dios, dirigida a Israel y a la primera iglesia, a través de siglos de cambios en las condiciones sociales, históricas y culturales. Los fieles respondieron dentro de la realidad de su situación particular, guiados por la dirección de la revelación anterior pero no limitados por ella.

El texto siempre debe entenderse en un contexto: primero, en el contexto histórico de la situación bíblica particular, y luego

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en nuestro contexto social e histórico. La palabra de Dios nos llega a través de la escritura. No se liofiliza en preceptos morales pre-empaquetados sino que apela a una respuesta fiel a la realidad de nuestro tiempo concreto. Cualquier precepto de las escrituras, cualquier enseñanza de la ley se debe evaluar en el marco de la orientación general del testimonio de la Biblia sobre Dios, que culmina en el don de Cristo.

B. La Centralidad de Cristo y del Reino de Dios

El punto central y de referencia del pensamiento cristiano es la vida, ministerio, muerte y resurrección de Jesucristo. La historia de las interpretaciones del significado de este acontecimiento comienza en la Escritura misma y continúa en nuestro presente inmediato. El hecho central de la vida de Jesús y su enseñanza es que él manifestó, a través de sus relaciones, actos y palabras, el inminente y futuro Reino de Dios.

El Reino de Dios, tal como Jesús lo presentó en sus acciones, relaciones y parábolas, se caracteriza por la obra de amor en favor de todos los hombres y mujeres, incluyendo especialmente a los pobres, los enfermos, los débiles, los oprimidos y los despreciados, los desterrados y los marginados de la vida. El Reino de Dios se nos presenta tanto en el cumplimiento como en la superación de la ley heredada. Se nos presenta como un vuelco –e incluso una inversión– de las estructuras por las que los seres humanos intentan establecer su propia justicia, que, inevitablemente, oprime, explota o margina a algunos.

El desafío de la Iglesia, de responder creativamente a los patrones cambiantes de la sexualidad y la vida familiar en Norteamérica, se debe interpretar como una exigencia del Espíritu de cara a responder a la bendición y afirmación del Reino de Dios, anunciado y hecho continuamente presente por la vida de Jesucristo. En su muerte, Jesús es un ejemplo del don total por fidelidad a su visión del Reino de Dios. La resurrección significa la fidelidad última y soberana de Dios.

Nuestro intento de discernir cuál es la respuesta de la Iglesia a los patrones cambiantes de la sexualidad y la vida familiar se inspira en la enseñanza y en el ejemplo de la actitud de Jesús respecto del Reino. Las acciones y parábolas de Jesús

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descubren que el Reinado de Dios es un don al que no obstaculiza la obligación de observar la tradición o «la Ley». Cuando la elección es entre la observancia de la ley o la acción incluyente del amor, Jesús vivió y enseñó lo segundo. Cualquier ley o dogma religioso, cualquier organización social o económica debe evaluarse a la luz de este principio fundamental, activo y reconciliador. C. El Reino de Dios y las Estructuras sociales y humanas

Los casos específicos que estudia este Grupo de Trabajo, acerca de la transformación de los patrones sexuales y de la vida familiar, no se dan en un vacío cultural sino en medio de la agitación cultural delimitada por los diez desarrollos consignados en la primera sección de este documento. Ninguno de estos desarrollos es moralmente neutro. Como cualquier desarrollo anterior de la historia humana, están bajo la propensión humana a autodecepcionarse y a autoengrandecerse con menoscabo de uno mismo y de los demás, que es lo que los cristianos llaman «pecado».

La afirmación radical de Jesús es que, en su persona, el Reino de Dios nos enfrenta, en cada época, con esta esclavitud del pecado. Dentro de las manifestaciones del pecado están las normas y acuerdos sociales por los que solemos ordenar nuestras vidas. Parábola tras parábola Jesús nos plantea la necesidad de ver la relatividad histórica, la necesidad de examinar la arbitrariedad y el mantenimiento del poder por parte de las estructuras convencionales. La misma Iglesia y la autoridad de sus enseñanzas tradicionales están sometidas a juicio por la constante actividad crítica del Reino de Dios.

Juzgados por la gracia, nítidamente presentada en las parábolas, la predicación de Jesús y sus acciones nos muestran que la respuesta al Reino nos exige estar preparados para percibir y modificar estas estructuras de nuestras sociedades que, en lugar de sanar y de extender el amor a quienes están en circunstancias diferentes de las nuestras, les causan dolor y alienación. Desde esta conciencia percibimos el reto planteado a nuestras actitudes y prácticas convencionales respecto de la sexualidad y de la familia; y tratamos de discernir cómo debe influir

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este reto en la comprensión de nuestros valores tradicionales y en nuestra respuesta a las nuevas realidades. Al involucrarnos en este proceso, sabemos y descubrimos de nuevo que nuestros pensamientos están influidos por nuestro deseo de auto-justificación, por nuestra necesidad de autoalabanza y por la tendencia a dañar a aquellos que vemos como opuestos a nosotros. El pecado es nuestra condición, impregna nuestras instituciones, nuestras tradiciones y nuestras relaciones; siempre ha sido así en el género humano y en la Iglesia. D. Relatividad histórica

Recordar nuestra condición pecadora nos hace tener una visión crítica tanto de las convenciones de la Iglesia como de las demandas de cambio formuladas por diversos grupos de nuestra cultura. El impacto relativizador del Reino nos permite ver con mayor claridad lo que revela la investigación bíblica e histórica: que las creencias y prácticas relacionadas con el matrimonio y la sexualidad han ido variando de acuerdo con el tiempo, la cultura y la necesidad. Tenemos tendencia a sacralizar lo familiar y a proyectar en el pasado nuestras prácticas y creencias habituales, así como las razones que las sustentan.

Tal es el caso de nuestros presupuestos acerca del matrimonio. Tendemos a proyectar, en los primeros tiempos bíblicos, un modelo como el del siglo XX, de matrimonio monógamo y libremente elegido, cuando, en varios períodos recogidos en el Antiguo Testamento, se asume claramente la poligamia, al menos entre los ricos y principales. Todavía en la Edad Media, el matrimonio era un acontecimiento económico, quizá como una alianza, entre dos familias o entre dos clanes.

La Iglesia no dio categoría de sacramento al matrimonio hasta 1439. Y, hasta 1563, la Iglesia no requirió la presencia de un sacerdote en el acto del compromiso. Todavía entonces el matrimonio era para solemnizar un acuerdo firmado por razones de procreación, de canalización de la sexualidad y de beneficio económico de las familias, y no como fruto del amor entre dos personas, de cara a desarrollarse y a prosperar juntos, tal como hoy en día pensamos que debe ser el matrimonio.

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La Biblia y nuestra herencia cultural occidental proscribe la sexualidad fuera del matrimonio para las mujeres, pero no para los hombres. El adulterio de la mujer se juzgaba como una violación de los derechos de propiedad. No era un asunto de moralidad sexual, tal como tendemos a concebir. La mujer era una propiedad de los padres y luego de sus maridos.

El comportamiento homosexual se condenó por ser parte de las prácticas paganas de las que Israel buscó diferenciarse. Exégetas bíblicos sostienen que, en la historia de Sodoma y Gomorra, la preocupación de Lot no era tanto por el carácter implícitamente homosexual de la violación de sus invitados, sino porque ello rompía las reglas de la hospitalidad. La homosexualidad como una orientación humana básica no se aborda en la Escritura; el propio Jesús no dijo nada sobre el tema. E. Comprensión revisada de la persona

Se está dando un cambio de perspectiva importante en el pensamiento religioso sobre el cuerpo y la sexualidad. La filosofía griega y el pensamiento gnóstico tuvo gran influencia en el desarrollo inicial del cristianismo. Por su influjo, la Iglesia tendió a enseñar que el cuerpo es una nave que hospeda temporalmente al alma (o al espíritu superior) pero que es peligroso porque está expuesto a las tormentas de la tentación y del pecado. Los griegos pensaban que la mente o el espíritu sólo sería capaz de alcanzar el triunfo si se liberaba de la cautividad y de la corrupción del cuerpo; los hebreos, en cambio, no tenían esta concepción ni valoraban tal separación. En el pensamiento hebreo, uno no tiene un cuerpo sino que es un cuerpo. Para el pensamiento hebreo, lo que hoy llamamos cuerpo, mente y espíritu, son tres dimensiones de una unidad indivisible.

La comprensión contemporánea de la persona es más hebraica, e impugna la enseñanza dualista que aún es convencional en la Iglesia y que tiende o bien a ignorar el hecho de que los seres humanos somos seres corpóreos, o bien a considerar que el cuerpo físico y sexual es la raíz del pecado. La actitud contemporánea ve la sexualidad como algo más que el sexo genital, cuya finalidad es la procreación, el placer físico y la libe-

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ración de una determinada tensión. La sexualidad incluye el sexo pero es un concepto más amplio.

La sexualidad no es simplemente una cuestión de comportamiento. Nuestra sexualidad está en el corazón de nuestra identidad como personas. Nuestra comprensión y experiencia de nosotros mismos, como hombres o como mujeres, nuestras formas de vivir y de relacionarnos con los demás, son un reflejo de nuestro ser personas sexuadas. No tenemos cuerpo, somos cuerpo; la misma doctrina tradicional de la «encarnación» nos recuerda que Dios viene a nosotros y lo conocemos «en la carne». Llegamos a conocer a Dios a través de nuestra experiencia de otros seres igualmente corporales. Como consecuencia, nuestra identidad y nuestra conducta sexual son medios para nuestra experiencia y conocimiento de Dios. Esta perspectiva significa que los temas de la homosexualidad, el divorcio y las relaciones sexuales entre personas no casadas no sólo implican cuestiones de ética y de costumbres, sino que tienen que ver con cómo determinadas personas conocen y experimentan a Dios.

Nuestra conclusión, en este apartado, es que, por el hecho de suprimir gran parte de nuestra sexualidad y condenar el sexo que se da fuera del matrimonio, tal como actualmente se comprende, la Iglesia obstruye un medio vital e importante por el que las personas pueden conocer y celebrar su relación con Dios. Las enseñanzas de la Iglesia han tendido a hacernos sentir avergonzados por nuestros cuerpos, más que agradecidos por ellos. Como medio de comunión con otros, nuestros cuerpos pueden llegar a ser, sacramentalmente, lugar y medio de la comunión con Dios.

III. Fundamentos éticos

Desde la perspectiva de la enseñanza de Jesús sobre el Reino, todas las relaciones heterosexuales y homosexuales están sujetas a los mismos criterios éticos de evaluación: su valor depende del grado en que las personas y sus relaciones reflejan justicia, reciprocidad y amor. El Grupo de Trabajo en absoluto defiende ni aprueba el comportamiento promiscuo; pues éste, por definición, utiliza al otro sólo para satisfacción

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propia. El compromiso de reciprocidad, de amor y de justicia, que define nuestra imagen ideal en las uniones heterosexuales, es también el ideal en las uniones homosexuales. Quienes afirman que la homosexualidad, por su propia naturaleza, excluye el compromiso, deben afrontar el hecho de que este tipo de uniones estables se dan, se dieron y se seguirán dando. La Iglesia debe decidir cómo responder al hecho de tales uniones.

Cada vez es más evidente que muchas personas (solteras, divorciadas o viudas) no buscan, por diferentes razones, uniones estables y a largo plazo, mientras que otros sí que se comprometen en este tipo de uniones pero sin casarse formalmente. La cuestión fundamental no es la formalidad del acuerdo jurídico y social, ni la fórmula religiosa que lo acompañe, sino la calidad de la relación entre las dos personas según nuestra intelección del sentido espiritual al que apunta Jesús con el símbolo del Reino.

El reto de la Iglesia es emplearse en discernir y en apoyar todas estas relaciones en el marco del Reino de Dios. La Iglesia debe intentar ser, sobre todo, una comunidad cuya característica principal sea la inclusión de las personas que intentan desarrollar su capacidad de amor y de justicia en sus relaciones más personales y en su relación con el resto del mundo. Por eso, debe intervenir activamente en contra de aquellos acuerdos, económicos o sociales, que obstaculicen el establecimiento de este tipo de relaciones personales verdaderas.

IV. El Matrimonio y las formas alternativas de relación

Hay quien ha descrito a nuestro país como una civilización «altamente nupcial». Esto significa que, por las razones que sean, muchos norteamericanos ven el matrimonio como vehículo hacia la felicidad y la satisfacción. El matrimonio de larga duración ofrece la posibilidad de una profunda intimidad y reciprocidad, y de un desarrollo personal y de autorrealización a lo largo de los años del ciclo vital. Por otra parte, por supuesto, el egocentrismo y la explotación del otro, las desavenencias entre el hombre y la mujer, entre el más fuerte y el más débil pueden marcar y ser las formas del pecado que destroce un matrimonio.

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Idealmente, el matrimonio es el contexto idóneo donde los niños pueden desarrollar su identidad y recibir el ejemplo de cómo ser persona como hombre y como mujer. Por tanto, puede proporcionar un contexto singularmente rico para la formación de los chicos que se convertirán en adultos que aprecien y busquen las cualidades del Reino, como el amor y la justicia, en el contexto de unas relaciones estables, acrisoladas por el sacrificio, el perdón, la alegría y la reconciliación. La paternidad y la maternidad son, además, la oportunidad, para los mayores, de madurar y de desarrollar las capacidades propias del cuidado de la prole.

La Iglesia debe seguir apoyando a las personas en las relaciones matrimoniales tradicionales, tanto por ser buenas para el bienestar de los cónyuges como por ser una institución estable y la más idónea que conocemos para el cuidado y la protección de los hijos. Sin embargo, la Iglesia debe reconocer los riesgos a que están expuestas las promesas del matrimonio, pronunciadas con la mejor intención del mundo. La creencia de que un conocimiento más profundo de cada miembro del matrimonio favorecerá las intenciones originales de amor y devoción, no siempre se cumple. Las personas que atraviesan el período de la disolución de su matrimonio necesitan, especialmente en este momento, el apoyo y la comprensión de una comunidad inclusiva. Obviamente, esto también es cierto para las personas divorciadas, que viven solteras o en una nueva relación.

Una de las carencias y deficiencias actuales de la Iglesia es su postura excluyente hacia los que han «fallado» en el cumplimiento y arreglo convencional del matrimonio y de la familia. La concepción convencional contra la sexualidad fuera del matrimonio y a favor de la privación de la sexualidad como alternativa nos ha impedido ver y encarar la realidad actual. La Iglesia necesita vivamente abordar la forma de incluir a las personas separadas, divorciadas y a las familias monoparentales.

La Iglesia debe tomarse en serio que la enseñanza de Jesús y la manifestación del Reino apuntan no a los acuerdos formales de nuestras vidas sino a nuestra capacidad de respuesta a la propuesta del Reino. Es cierto que estos retos nos enfrentan a una relativización de todas las disposiciones, personales, socia-

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les y económicas, por las que vivimos. No podemos vivir sin estructurar nuestras relaciones, pero estas estructuras están sujetas a una corrección continua desde la referencia última del Reino. Dado que la Iglesia es falible, su deber es errar por el lado de la inclusión en lugar de por el de la exclusión.

El matrimonio es una fuerza estabilizadora en nuestra sociedad, canaliza la sexualidad en direcciones socialmente aceptables, proporciona una estructura idónea para la procreación y la crianza de los hijos, y permite el acompañamiento duradero, entre el hombre y la mujer, mediante la definición de las responsabilidades legales y espirituales del matrimonio. El matrimonio ha revestido muchas formas en la sociedad a lo largo de la historia, pero, a través de ellas, ha sido el fundamento central y constante de la sociedad en todas las culturas. El poder de la sexualidad, tanto para atraer y satisfacer a las personas, como para perturbar el orden social, se ha reconocido en muchas prácticas, mitologías y leyes de todas las culturas.

El matrimonio ha vinculado a la familia, al clan y a la tribu, con las costumbres y tradiciones que aseguran la supervivencia y la identidad de un pueblo en tanto que tal. La Iglesia debe considerar las consecuencias de poner en cuestión las relaciones institucionales que han permitido prosperar y sobrevivir incluso a la propia Iglesia. Sin embargo, nuestra conciencia contemporánea de la dominación y explotación racial, sexual y económica, ha aumentado en nuestra cultura la conciencia de que algunas de las dimensiones del matrimonio y de los demás acuerdos familiares pueden fácilmente resultar opresivas, represivas y explotadoras. El aumento de esta sensibilidad, combinado con un rasgo distintivo actual que es entender y favorecer la realización personal como algo que está por encima de una adhesión responsable y abnegada, en el matrimonio, a los acuerdos familiares convencionales, ha llevado a muchos a negar que el matrimonio monógamo heterosexual y para toda la vida sea la única estructura legítima para la satisfacción de nuestra necesidad humana de sexualidad e intimidad. Hay quienes piensan que, aunque las formas hayan sido enormemente diversas, la tendencia humana generalizada a la

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unión en una relación de compromiso con una persona del sexo opuesto, y la presencia universal de la estructura familiar, evidencian, de alguna forma, algo fundamental de la naturaleza y del orden humano creado. Biológicamente, ésta ha sido la única opción para la perpetuación de la especie humana tal como la conocemos. Y, aunque otras formas de relación puedan ser más apropiadas para la naturaleza determinada de otros individuos, el matrimonio monógamo y para toda la vida, así como la organización familiar, no se deben relativizar como una mera opción más entre otras.

Dado el punto de vista tradicional de la Iglesia sobre la primacía exclusiva del matrimonio y de la familia nuclear, así como el oprobio (relativo) con el que la Iglesia ha visto otras opciones, la Iglesia tiene que descubrir cómo seguir afirmando lo convencional sin denigrar otras formas alternativas sexuales y familiares. Una vez más, los criterios son la calidad de las relaciones y su potencial para desarrollar personas que responden al reinado de Dios. La Iglesia tiene que encontrar formas genuinas de ratificar a las personas que, a partir de su responsabilidad y su fidelidad, optan por vivir otro tipo de relaciones.

Vivimos después de la Caída. La metáfora del Reino de Dios refuerza la conciencia de falibilidad y finitud en todos nuestros acuerdos y relaciones. Pecamos a diario a través de nuestro autoengaño, egocentrismo, autojustificación y disposición para explotar y oprimir a los demás en aras de nuestro propio crecimiento material y emocional. Esto se ve claro en nuestra tendencia a interpretar la Escritura y la Tradición con el fin de reforzar lo que percibimos ser nuestro interés; así parecemos justos y los que difieren de nosotros parecen injustos.

El proceso dinámico de la verdad de Dios que se encarna nos sitúa en un momento histórico en que la conciencia crítica (posible gracias a las formas modernas de conocimiento, incluida la exégesis bíblica) nos permite ver el Reino de Dios como una realidad presente y activa que relativiza todo el conocimiento humano y las disposiciones sociales. Por eso sospechamos cuando se invoca la tradición, incluso aunque creemos que, en la creación continua de Dios, no todas las dis-

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posiciones relacionales están en igual consonancia con los propósitos que un Dios amoroso tiene para la humanidad. Los que creen que la unidad familiar hetero, encabezada por parejas heterosexuales monógamas, es la mejor posibilidad para el desarrollo de los niños, que así se convertirán en adultos seguros de sí mismos, cariñosos, compasivos y creativos, deben reconocer la falibilidad histórica de este tipo de familia a la hora de lograr tales resultados. Todos las disposiciones sexuales y familiares deben juzgarse según los mismos criterios, los sugeridos por la metáfora del Reino de Dios.

En definitiva, las parejas (de cualquier orientación) y las familias (de cualquier forma), ¿existen en aras de la propia autorrealización? El Evangelio no respalda esta posibilidad individualista. No da apoyo ni al comportamiento promiscuo, que por su propia naturaleza utiliza a la otra persona simplemente para la auto-satisfacción, ni a una mera relajación en lo sexual, como compensación a una desvalorización o crítica de lo convencional. Teológicamente, los patrones sobre los acuerdos sexuales y familiares deben juzgarse según el grado en que reflejen la realización del Reino de Dios y contribuyan a ella. Como se trata de una realidad nada estática sino muy dinámica, la diversidad, la exploración, la experimentación y el discernimiento constantes son los que marcarán la vida de una Iglesia que quiera ser fiel.

En ausencia de reglas fijas, un gran peso recae sobre el clero y sobre los que aconsejan en estos temas. En la vida de las comunidades, la Iglesia no debe centrarse en tal o cual modelo particular; su mirada debe centrarse en las personas concretas que buscan comprender y poner orden en sus vidas y relaciones. Todas las relaciones y acuerdos deben evaluarse en función de su capacidad para vehicular, en cada caso, los signos del Reino: curación, reconciliación, compasión, reciprocidad, preocupación por los demás, tanto dentro como fuera del círculo inmediato de intimidad.

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V. Consideraciones sobre los modelos alternativos

Como se ha indicado en la Introducción, el Grupo de Trabajo decidió abordar específicamente la respuesta de la Iglesia – a los jóvenes que optan por vivir juntos sin casarse, – a los adultos que no se han casado o viven juntos tras un matrimonio, debido a un divorcio o a la muerte del cónyuge, y – a las parejas homosexuales. No abordamos el tema de la sexualidad adolescente, aunque coincidimos en la necesidad de que la Iglesia dé una educación más completa a los adolescentes acerca de la sexualidad y de las relaciones.

Cuando las personas se plantean iniciar una relación sexual, es apropiado plantear ciertas cuestiones: (a) Dicha relación, ¿fortalecerá a las dos personas de cara a ser mejores discípulos, en el más amplio sentido? ¿Los va a capacitar mejor para amar a los demás? Su relación, ¿ influirá beneficiosamente en quienes los rodean? (b) En un contexto más amplio, ¿se reconocerán y respetarán las necesidades y valores de los demás, en especial de los hijos –si los hay–, de los padres y de la comunidad parroquial? Dado que una relación sexual estable entre dos personas siempre se da dentro de una red de relaciones con padres, hijos (tal vez adultos), colegas y compañeros, tal relación debe vivirse con sensibilidad hacia los posibles efectos emocionales y relacionales de las personas. (c) ¿Cuál es la intención de la pareja con respecto a la procreación y/o crianza de los hijos?

En cuanto a la relación en sí misma, son apropiadas las siguientes consideraciones: (a) La relación debe ser vitalizante para ambos miembros de la pareja, sin explotación de ninguno de ellos. (b) La relación debe basarse en la fidelidad sexual y no incluir la promiscuidad. (c) La relación debe fundarse en el amor y valorarse por el fortalecimiento, el gozo, el apoyo y el beneficio de la pareja y de aquellos con quienes se relacionan.

A. Jóvenes adultos

Uno de los problemas que la Iglesia debe abordar en nuestro tiempo es el que entra bajo la amplia categoría de lo que se solía denominar «sexualidad prematrimonial». El problema eclesial al que presta atención la siguiente discusión es, específicamente, la situación de los jóvenes adultos, de distinto sexo, que viven

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juntos una relación sexual privada, ajena a una ceremonia eclesiástica o civil. (Por supuesto, muchos jóvenes comparten vivienda por razones económicas y sociales, sin tener una relación sexual. No abordamos estas relaciones en lo que sigue).

Desde una perspectiva histórica, tales relaciones no son desconocidas en nuestra cultura. Durante años, la unión de hecho ha tenido validez legal a fin de asentar los derechos de propiedad y de herencia. La actitud ante las carreras profesionales, los compromisos emocionales y sexuales, la intimidad, la economía matrimonial y las experiencias externas (ya sea por observación o por haber sido anteriores), todo ello influye en la decisión sobre el tipo de relación que eligen tener un hombre y una mujer. En el mundo contemporáneo, los jóvenes adultos pueden vivir juntos para profundizar en su relación, como período de prueba antes de un compromiso matrimonial o, simplemente, como alternativa, temporal o permanente, al matrimonio.

A fin de mantener el carácter sagrado de la relación conyugal en el sacramento del matrimonio, la Iglesia, por lo general, ha solido oponerse a la decisión de las parejas, de vivir juntos sin ceremonia eclesiástica o civil. La oposición se ha manifestado o bien por medio de declaraciones expresas o bien por una tolerancia silenciosa. El efecto de tal oposición, expresa o callada, ha sido el distanciamiento de tales parejas respecto de la Iglesia, en detrimento de la calidad de su relación, del crecimiento espiritual de las personas, de su participación en la vida de la Iglesia y de su contribución a la edificación de la comunidad. Investigaciones recientes revelan que las personas que viven en estas condiciones son menos propensas a afiliarse a una religión establecida o a asistir a la iglesia. Y, sin embargo, estas personas podrían muy bien aportar y beneficiarse de una afiliación así.

Servir a los que optan por vivir juntos sin casarse, o llegar a participar con ellos en las actividades del ministerio, no es denigrar la institución del matrimonio ni los compromisos de larga duración. Más bien es un esfuerzo por reconocer y apoyar a quienes, en virtud de las circunstancias de su vida, optan por no casarse y por vivir en relaciones alternativas, que les proporcionan crecimiento y amor.

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En una comunidad en búsqueda, todos se benefician de la ayuda e interés mutuo. La convivencia de personas de diferentes estilos de vida, si bien puede parecer una amenaza, también puede proporcionar a quienes están comprometidos en una relación de por vida en el matrimonio la oportunidad de renovar, reformar y recrear sus lealtades y sus promesas en un clima de posibilidades alternativas.

Hacemos hincapié en que la mirada de la Iglesia debe atender a las personas que tratan de entender y de ordenar sus vidas y sus relaciones. Estas vidas y relaciones se deben evaluar en relación con su capacidad para manifestar los signos del Reino de Dios: curación, reconciliación, compasión, reciprocidad, preocupación por los demás dentro y fuera del círculo inmediato de la intimidad. Extender la imagen de la Iglesia como una comunidad de personas en búsqueda plantea implicaciones pastorales. Una comunidad en búsqueda, busca sabiduría, comprensión y verdad en la experiencia y en las esperanzas de cada uno de sus miembros, y también de aquellos que optan por no participar en dicha comunidad (estos últimos, a menudo, demasiado ignorados).

Como diócesis y como comunidad local, la Iglesia puede participar activamente en la educación y en el debate sobre todas los temas relativos a la sexualidad. Los miembros de la congregación, las personas de especialidades específicas en el mundo secular, y quienes han afrontado estos temas en sus propias vidas, todos pueden participar en este tipo de esfuerzos. Las comunidades deben alentar un intercambio abierto y sensible que conduzca a la confianza y a la mutua aceptación y apoyo. Esto hace más creíble la afirmación de la Iglesia acerca de su fidelidad al Reino de Dios.

A las personas a las que el ministerio de la Iglesia ha ignorado o rechazado, o que asumieron de entrada tal rechazo y no se acercaron, sólo puede alcanzarlas y quererlas una comunidad que atestigua su fe por una acción en la que Dios llama a todos a nuevas expectativas y posibilidades; una comunidad que sabe que no tiene todas las respuestas y en la que cada miembro contribuye al crecimiento y a la futura plenitud del Reino de Dios.

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B. Adultos «post-casados»

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Hay personas maduras que son solteras o por una elección de siempre o por un divorcio o por la muerte de uno de los cónyuges; y, sin embargo, desean vivir una relación íntima. Afirmamos que esto puede tener sentido y ser vitalizante para algunas personas adultas solteras que tienen relaciones sexuales fuera del matrimonio. Las realidades económicas pueden actuar en contra de los tradicionales acuerdos matrimoniales. Hay pagos de la Seguridad Social que se les reducen, a quienes se casan de nuevo; la transmisión de la herencia a los hijos puede ser legalmente cara y complicada cuando hay un nuevo matrimonio; y el mantenimiento de un apartamento por una sola persona es prohibitivamente costoso para muchos. Para las personas que eligen no casarse, la elección o de celibato o de tener que alejarse de la Iglesia no está en consonancia con la esperanza de la Iglesia: de una plenitud para todos en el Reino de Dios. Nuestra comprensión de la Iglesia es que es un lugar de inclusión. Mientras nos esforzamos por captar lo que la Iglesia está llamada a ser en nuestro tiempo, uno de nuestros objetivos es la incorporación de las personas que han elegido estilos de vida diferentes al habitual en el «cuerpo» del cristianismo.

Puesto que somos seres humanos y no somos compartimentos estancos de cuerpo y alma, los aspectos espirituales, mentales, emocionales, físicos y sexuales de nuestra personalidad, todos ellos deben nutrirse y expresarse de manera responsable si, en nuestros años maduros, tenemos idea de continuar creciendo hacia nuestra plenitud. Hemos sido creados seres sexuales, y por tanto nuestra salud espiritual, no menos que cualquier otro aspecto de nuestra salud, está vinculada a la sexualidad. Por consiguiente, en el caso de los adultos solteros que deciden celebrar su amor y vivir sus vidas juntos fuera del matrimonio, si han considerado y respondido con sensibilidad a los asuntos públicos y personales involucrados, creemos que Dios bendice su decisión y la Iglesia debe aceptarla así como apreciar la responsabilidad y el valor moral que ella conlleva.

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C. Parejas homosexuales

Los cambios en los patrones de conducta en el ámbito de la sexualidad y de la vida familiar sitúan a los pastores y a las congregaciones ante unos retos y unas oportunidades muy favorables para la comprensión y para el ministerio. En lugar de discutir a priori sobre estos temas, tenemos que escuchar primero la experiencia de aquellos que están involucrados directamente en ello. Cuando se trata de homosexualidad, el miedo, el rechazo y la evitación del trato por parte de la comunidad heterosexual es lo más común. Frente a esto, los pastores y las comunidades deben acoger a los miembros homosexuales de forma personal. El primer paso hacia la comprensión y el ministerio es la escucha singular.

Necesitamos, tanto como nos sea posible, dejar nuestros juicios previos entre paréntesis y escuchar a las personas tal como son. La Iglesia necesita reconocer que su tendencia histórica a considerar a las personas homosexuales no como personas sino como homosexuales ha intensificado el sufrimiento de este 5% a 10% de la población. El primer paso hacia la redención de nuestro pasado homofóbico es una congregación con voluntad de escuchar.

La escucha es también un primer paso hacia el reconocimiento de que nuestro propio entendimiento necesita del ministerio, de la ayuda. Aquellos de nosotros con un temor o con un enojo y rechazo primarios con respecto a la homosexualidad necesitamos de liberación, y esto sólo puede venir a través de la comunicación de persona a persona. Así que la respuesta de la Iglesia incluye permitirse a sí misma que el colectivo homosexual sea quien la asista y la ayude en esto.

Este proceso ayudará a la Iglesia a reconocer que, cualquiera que sea nuestra experiencia histórica, nos encontramos con el otro tal como él es y como nosotros somos, con todas nuestras limitaciones y potencialidades. Lo que podamos llegar a ser depende de nuestro grado de apertura en el encuentro con el otro y del espíritu reconciliador y potenciador de Dios, que siempre está activo en tales encuentros abiertos.

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Este encuentro de persona a persona, por medio de foros abiertos, de debates en pequeños grupos y de conversaciones uno a uno, tiene que estar acompañado del estudio desde las perspectivas científicas: bíblica, histórica, teológica y social. La información precisa y las opiniones informadas son importantes contrapesos frente al miedo y la distorsión que tantas veces han inhibido la capacidad de los cristianos para responder adecuadamente.

La escucha abre las puertas de la hospitalidad, tanto tiempo firmemente cerradas. No obstante, términos como «ministerio» y «hospitalidad» sugieren todavía una relación desigual y unidireccional (nosotros respecto a ellos) y, por eso, perpetúan la imagen de la Iglesia como algo separado del colectivo homosexual. De hecho, creemos que la Iglesia debería ser tan inclusiva respecto de las personas homosexuales como de las heterosexuales. En este sentido, todas las vías normales de inclusión deberían estar a disposición de las personas homosexuales.

Los requisitos para poder ser miembros, para participar en los comités de la Iglesia, los coros, la educación, la sacristía, etc. así como para la ordenación, no deberían ser diferentes para ningún grupo. Algunas personas expresan su temor de que la inclusión de las personas homosexuales en todo el ámbito de la vida de la iglesia influirá en los demás, en especial en los niños, de cara a convertirse en homosexuales. Sin embargo, de hecho, no conocemos ninguna evidencia o experiencia que confirme que esta inclusión pueda generar una orientación homosexual en quien no la tenga de por sí.

Lo ideal sería que las parejas homosexuales encuentren dentro de la comunidad de la congregación, el mismo reconocimiento y afirmación que nutre y sostiene a las parejas heterosexuales en sus relaciones. Esto incluye, en su caso, las liturgias que reconocen y bendicen tales uniones y relaciones.

D. Recomendaciones

La sexualidad forma parte de nuestra humanidad otorgada por Dios. La Iglesia debe prestar más atención a la sexualidad en su programación formativa de niños, adolescentes y adul-

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tos. A medida que entendamos mejor la naturaleza y el significado de nuestra sexualidad, aprenderemos mejor cómo responder a personas cuyas circunstancias sean muy diferentes de las nuestras. El cambio en la vida de la Iglesia es un proceso continuo. Por lo tanto, instamos a la formación y a la discusión en todos los niveles de la vida de la diócesis. Específicamente recomendamos lo siguiente:

1. Que todos los grupos colegiados, como la Comisión sobre el Ministerio, la Asociación del Clero de Newark, y todas las demás comisiones y comités ordinarios de la dirección de la diócesis aborden estas cuestiones en la medida en que afecten a sus áreas de responsabilidad y de preocupación. 2. Que se incluya la sexualidad entre los temas a tratar durante el día del Clero, en marzo/abril de 1987, y el de la Conferencia de Educación, en junio de 1987.

3. Que las congregaciones desarrollen programas apropiados a su entorno y circunstancias, que permitan y fomenten la educación y el debate de los temas de la sexualidad, así como sobre la respuesta de la Iglesia a los hábitos cambiantes en la sexualidad y en la vida familiar. Además de proporcionar programas educativos estructurados, la Iglesia debe ser una comunidad donde las personas puedan compartir sus experiencias, debatir y clarificar su propia comprensión de sus relaciones y de sus vías de acción. Instamos a las congregaciones a proveer de espacio y de tiempo, por ejemplo, para grupos de padres cuyos hijos son gais o lesbianas, y que quieren hablar de las implicaciones de esto en sus propias vidas. De igual modo, las parejas gais o lesbianas pueden querer reunirse entre sí o con otras personas no gais para recibir apoyo y amistad. 4. Que las convocatorias apoyen y quizá patrocinen programas de apoyo tal como se sugirió anteriormente.

5. Que se constituya un Grupo de Trabajo similar a éste, para facilitar el debate en las congregaciones, supervisar el proceso e informar a la Asamblea Diocesana de 1988, quizá con recomendaciones o resoluciones.

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