Vitoria y el siglo XIX

Share Embed


Descripción

El XIX: un siglo de cambios espectaculares. Antonio Rivera y José Mª Ortiz de Orruño Texto para el catálogo de la exposición “ Vitoria y el siglo XIX. Gasteiz eta XIX mendea” (Centro Cultural Montehermoso, octubre-noviembre 2002)

La Europa liberal de 1900 era mucho más próspera, dinámica y abierta que la Europa absolutista y estamental de cien años antes. En nombre de la igualdad jurídica, el liberalismo proscribió los privilegios nobiliarios y transformó a los súbditos en ciudadanos mediante el reconocimiento de los derechos políticos. La revolución no fue menos espectacular en el terreno económico que en el político. Mientras la propiedad privada se convirtió en el símbolo de la sociedad burguesa, la acción conjunta del mercado, la competencia

y

el

beneficio

empresarial

facilitaron

el

triunfo

del

capitalismo.

Simultáneamente, una serie de formidables avances tecnológicos modificaron de forma irreversible las condiciones de la vida cotidiana. Si a comienzos de siglo ir de Madrid a París costaba más de un mes, a finales ya se había hecho realidad el viejo sueño de Julio Verne: dar la vuelta al mundo en ochenta días. La revolución de los transportes y de las comunicaciones facilitó el avance imparable de la industrialización, la urbanización y la alfabetización. También la medicina hizo notables progresos y consiguió poner bajo control algunas enfermedades terribles, como la peste o la viruela. Pero aun fue mayor el impacto de la revolución agraria, una revolución silenciosa que consiguió alimentar mejor a una población creciente. Más sana y mejor alimentada, la evolución demográfica de la población europea resultó verdaderamente espectacular: el viejo continente no sólo duplicó sus efectivos entre 1800 y 1900, sino que aún tuvo vitalidad suficiente para repoblar el continente americano. 1

Sin embargo, estos cambios tan espectaculares se abrieron paso con mucha lentitud. Originariamente, los liberales constituían un grupo reducido, culto y fundamentalmente urbano, cuyo discurso apenas tuvo eco en el campo. La nobleza consideraba insolentes sus planteamientos igualitarios y los campesinos desconfiaban de todo lo que no dimanara de la tradición. Francia fue el primer país en acabar con las viejas estructuras mediante una revolución antifeudal, antimonárquica y antirreligiosa. Pero fue un hecho excepcional. Cuando la aristocracia se convenció de la imposibilidad de seguir manteniendo las viejas estructuras estamentales prefirió entenderse con los liberales para moderar la revolución. Cuantitativamente, los campesinos seguían siendo el grupo más numeroso, pero la nueva Europa liberal, capitalista y burguesa se hizo cada vez más industrial y urbana. Las ciudades se convirtieron en el epicentro de la vida política, social y cultural. Incluso la conflictividad urbana desplazó a la conflictividad rural, que pronto se presentó también como un enfrentamiento entre el capital y el trabajo. Con la civilización industrial surgieron nuevas ideologías (socialismo, anarquismo, comunismo, etc.) y nuevas formas de organización y protesta (sindicatos, cajas de resistencia, huelgas...). Por otro lado, la creciente complejidad del proceso productivo hizo que los gobiernos se involucraran masivamente en la alfabetización de los ciudadanos, que diseñaran y financiaran proyectos estatales a gran escala para enseñar a la gente a leer y escribir. La alfabetización era también una exigencia para la propia consolidación del estado liberal. En nombre de la soberanía nacional, los revolucionarios de primera hora habían arremetido contra los fundamentos de la monarquía absoluta; pero una vez derrotada la tradicional alianza del trono y el altar necesitaban crear una nueva ‘ religión política’ , una nueva fe civil que permitiera a los ciudadanos identificarse con la nación. Mediado el siglo, el nacionalismo fue el instrumento que permitió poner la antigua lealtad monárquica al servicio de las nuevas instituciones y la escuela su vehículo más eficaz. De manera que tanto las necesidades de la civilización industrial (con sus legiones de ingenieros, técnicos, gerentes y oficinistas) como la propia supervivencia política del estado liberal (que dependía del éxito de fundir a los ciudadanos en un mismo espíritu nacional), favorecieron la implantación de sistemas educativos de ámbito estatal. 2

Si la alfabetización incrementó espectacularmente el número de lectores, los avances tecnológicos permitieron rebajar extraordinariamente el precio de la prensa periódica. El nacimiento de la prensa popular fue el primer paso hacia la sociedad de la información. Si desde comienzos de siglo los liberales habían apostado por la libertad de prensa y habían convertido a la ‘ opinión pública’

en el gran oráculo de la sociedad burguesa, la

popularización de la prensa aceleró la difusión y el intercambio de ideas. Gracias a su influencia creciente, la prensa se convirtió en un poderoso agente de transformación social. Ciertamente, estos cambios no afectaron por igual a todos los países europeos. Entonces como ahora, Europa tenía distintas velocidades: de hecho, España se situaba a medio camino entre los países ricos e industrializados del noroeste (Francia, Gran Bretaña, Bélgica o Alemania) y los más ruralizados y atrasados del centro y el este (como las regiones balcánicas o la estepa rusa). Pero incluso dentro de un mismo país, las diferencias de ritmo e intensidad podían ser considerables. Vitoria y Bilbao eran dos ciudades semejantes a mediados de siglo por el tamaño de su población. Pero en el último tercio de la centuria la capital vizcaína entró en un proceso de industrialización acelerada. En apenas dos generaciones, Bilbao se convirtió en la gran urbe vasca y en la locomotora económica de la región. A su lado, Vitoria parecía una ciudad muy tradicional a pesar de la extraordinaria mutación sufrida a lo largo de la centuria.

Vitoria durante la crisis del Antiguo Régimen (1808-1839) En España, el tránsito del antiguo al nuevo régimen, de la monarquía absoluta a la monarquía constitucional y de la sociedad estamental a la sociedad burguesa, resultó muy conflictivo. Estuvo salpicado por las guerras contra la Francia revolucionaria (17931795) y napoleónica (1808-1813/1814), y desembocó en una larga y cruenta guerra civil entre liberales y carlistas (1833-1839) a la muerte de Fernando VII. Todos estos episodios bélicos afectaron muy directamente a Vitoria, enfrentada además a sus propias contradicciones internas. Debido a su estratégica posición entre Bayona y Madrid, durante la ocupación napoleónica la capital alavesa se transformó en un inmenso cuartel. Corte provisional de José Bonaparte entre julio y noviembre de 1808, el general Thouvenot la convirtió en la 3

sede del Gobierno de Vizcaya (1811-1813). La presencia francesa dividió a los vitorianos. Las clases populares se referían despectivamente a José Bonaparte como al ‘ rey intruso’ ; en cambio, gran parte de la clase dirigente local le juró fidelidad y respaldó su proyecto político. Como Valentín María de Echávarri (diputado general de Álava) o los marqueses de Montehermoso y la Alameda (ambos exdiputados generales y alcaldes de la ciudad). Al igual que otros muchos vitorianos ilustres, actuaron impulsados por una mezcla de convicción ideológica y cálculo político. No sólo pensaban que la nueva dinastía sería capaz de regenerar la sociedad española, sino también que toda resistencia era suicida por la desigual relación de fuerzas militares. También hubo gente que cambió de bando, que después de haberse declarado

afrancesados se pasaron a los patriotas. Como Miguel Ricardo de Álava, conocido popularmente como el general Álava. Aristócrata de nacimiento y militar de profesión, fue uno de los firmantes de la constitución de Bayona (julio de 1808). Pero más tarde se puso a las órdenes de la Cortes de Cádiz, que lo destinaron como agregado militar al cuartel general de Wellington. A su lado hizo toda la campaña y tuvo un comportamiento destacado en la batalla de Vitoria, al evitar que los franceses en retirada saqueasen la ciudad (21 de junio de 1813). Miguel Ricardo de Álava también jugó un papel político importante como representante de la legalidad constitucional en su provincia natal. Por sugerencia de las Cortes, en noviembre de 1812 los patriotas alaveses reunidos clandestinamente en Arceniega para restablecer el régimen foral suprimido dos años antes por los franceses le nombraron diputado general. Era un cargo más honorífico que efectivo, pues sus obligaciones militares le impedían desempeñarlo. Pero tras la batalla de Vitoria, Miguel Ricardo de Álava asumió el bastón de diputado general, presidió la solemne proclamación de la constitución e hizo votos por la pronta reconciliación de todos los vitorianos. A consecuencia del proceso revolucionario desencadenado por la guerra, la población se había fracturado en tres grupos al dividirse los patriotas, rivales de los afrancesados, en dos bandos: los liberales, partidarios de la constitución y agrupados en torno a El Correo

de Vitoria, y los absolutistas, liderados por Nicasio José de Velasco. Pero la pugna entre absolutistas y liberales acabó desplazando a todas las demás. Sobre todo a raíz del autogolpe que se dio el propio Fernando VII en mayo de 1814 al repudiar la constitución y 4

proclamarse monarca absoluto. Envalentonado por el triunfo de los suyos, Velasco también intentó un golpe de mano: estuvo a punto de hacerse con la diputación después de denunciar al general Álava. Este desgraciado incidente puso de manifiesto una incipiente fractura social, agravada debido a los violentos cambios de régimen vividos desde entonces (1814-1820: primera restauración absoluta; 1820-1823: trienio liberal; 1823-1833: segunda restauración absoluta). Detrás de esos vaivenes estaba en juego el modelo de organización social. Contrarios a cualquier cambio, los absolutistas deseaban restablecer las estructuras de la sociedad estamental dañadas por la guerra; en cambio, los liberales pensaban que sólo un ambicioso programa reformista permitiría remontar la crisis incubada a fines del setecientos y agravada extraordinariamente durante la invasión napoleónica. Su plan implicaba reformar la administración estatal (parlamento representativo, reducción del poder monárquico, ayuntamientos electivos, abolición de los fueros…), modernizar la hacienda pública (fin de las exenciones fiscales, nuevo sistema tributario basado en la contribución directa y proporcional a la riqueza individual…), liberalizar el modelo económico (privatización de comunales, libertad de precios y arriendos en el campo, supresión de gremios y aduanas interiores…) y recortar los privilegios eclesiásticos (abolición de la Inquisición, reducción del número de conventos, desamortización de sus bienes). Las iniciales simpatías liberales de muchos alaveses se enfriaron durante el trienio constitucional (1820-1823). Muchos acabaron identificando la constitución con la supresión de los fueros, el aumento de las contribuciones y la implantación del servicio militar obligatorio. Por eso recibieron como liberadores a las tropas de Angulema en la primavera de 1823 y se alistaron masivamente en los tercios de naturales armados, la fuerza paramilitar creada aquel mismo año por Valentín de Verástegui. Hijo de una ilustre familia vitoriana con experiencia en el gobierno foral, Verástegui utilizó la diputación para movilizar, armar y adoctrinar al campesinado alavés en un absolutismo de resonancias foralistas. Principal dirigente de los carlistas alaveses sublevados, al frente de sus

naturales armados Verástegui tomó Vitoria el 7 de octubre de 1833. Fue una victoria efímera, porque semanas después el general Sarsfield conquistó la ciudad para la reina.

5

El carlismo alavés se nutrió de los sectores sociales más perjudicados por la revolución liberal. Al igual que en el resto del País Vasco, los notables rurales, los eclesiásticos y los campesinos se decantaron por don Carlos, en tanto que la aristocracia terrateniente, las clases medias urbanas y buena parte del artesanado vitoriano optaron por Isabel. A diferencia de los absolutistas, que formaban un bloque compacto, los isabelinos estaban divididos. La aristocracia terrateniente era más pragmática que liberal y deseaba buscar un acomodo al régimen foral en el marco constitucional. Estaba representada por Íñigo Ortés de Velasco, diputado general al estallar la guerra civil. Las clases medias urbanas, en cambio, eran más revolucionarias que foralistas y deseaban acabar con la tradicional supremacía política de los terratenientes. Esas tensiones auspiciaron la supresión del régimen foral y desencadenaron la revuelta contra los ‘ liberales tibios’

en agosto de

1837, que ocasionó varios muertos. Fueron años difíciles para los vitorianos. La guerra transformó nuevamente a la ciudad en un inmenso cuartel donde se hacinaban los vecinos, los cientos de refugiados llegados de toda la provincia y las tropas acantonadas en los conventos recién desamortizados de dominicos y franciscanos. Fueron tiempos de penuria, epidemias y asaltos. Como el que tuvo lugar el 15 de marzo de 1834, cuando los carlistas mandados por el propio Zumalacárregui penetraron hasta el Portal del Rey y la Herrería y estuvieron a punto de tomar la ciudad. Durante buena parte de la contienda, Vitoria estuvo bloqueada y sin más comunicación con la zona liberal que el viejo camino de postas que unía Miranda de Ebro con la capital alavesa.

Del abrazo de Vergara al régimen concertado (1839-1878) Ante la imposibilidad de derrotar a los carlistas en el campo de batalla, el gobierno cambió de táctica. Aconsejado por los liberales fueristas, decidió separar la lealtad dinástica de la cuestión foral y ofreció a los carlistas vasconavarros una paz con fueros. Espartero y Maroto pusieron fin a las hostilidades militares en las campas de Vergara (31 de agosto de 1839). Semanas después, la ley de 25 de octubre restableció el régimen foral con la condición de amoldarlo al marco constitucional. Pero la ausencia de un consenso básico entre moderados y progresistas, las dos ramas de la gran familia liberal, convirtió el ‘ arreglo de los fueros’

en una cuestión de partido. De hecho, en octubre de 1841 los

progresistas suprimieron el régimen foral tras el fallido pronunciamiento moderado contra 6

Espartero y en el que estuvieron involucradas las diputaciones vascas. Precisamente fueron los moderados quienes sentaron las bases de la nueva foralidad por Real Decreto de 4 de julio de 1844. A cambio de la supresión del pase foral, del traslado de las aduanas a la costa, de la aceptación de la figura del gobernador civil y de la implantación del modelo electoral y judicial existente en el resto de la monarquía, las provincias vascas conservaron su propio sistema institucional y sus viejas exenciones fiscales y militares. Al reconocer la peculiaridad vasca en el marco constitucional, ese real decreto cuestionaba la centralización estatal. Además, la condescendiente actitud de los gobiernos moderados fortaleció la autonomía administrativa y financiera de las diputaciones forales. En definitiva, esa nueva foralidad premiaba tanto la lealtad isabelina de la aristocracia terratiente vasca durante la contienda como el apoyo político de los fueristas a los moderados en su particular batalla contra los progresistas. Íñigo Ortés de Velasco, Blas Domingo López, Pedro de Egaña y Benito María de Vivanco conformaban el núcleo de los fueristas alaveses que, desde la diputación, supieron administrar su victoria con generosidad. Conscientes de que los vitorianos reclamaban una mayor presencia en el gobierno provincial, en 1840 promovieron la remodelación territorial de la cuadrilla de Vitoria al ofrecer a la ciudad un vocal permanente en la junta particular y en la censura de las cuentas provinciales. Más tarde, en 1854, retiraron la prohibición que impedía a los abogados ser miembros de la junta general para facilitar la representación de las clases medias urbanas en el gobierno provincial. Esas concesiones permitieron, ya en los años sesenta, que los vitorianos ocuparan la diputación a través de Francisco Juan de Ayala, Ramón Ortiz de Zárate o los hermanos Martínez de Aragón. De la misma forma que Vitoria rivalizaba con la Provincia, las cuarenta y tres aldeas de su jurisdicción rivalizaban con la ciudad aduciendo no sentirse representadas en el consistorio municipal. El conflicto se agudizó tras la primera guerra carlista. En 1841, la ciudad impugnó las ventas de terrenos concejiles realizadas durante la contienda y solicitó que las 1.359 fanegas roturadas sin su consentimiento volviesen a ‘ pasto tieso’ . Como medida de presión, las aldeas se segregaron de la ciudad y amparándose en la nueva legislación municipal constituyeron los municipios de Ali y Elorriaga. Aunque después de un larguísimo pleito los tribunales de justicia dieron la razón a Vitoria, en 1854 se llegó a un acuerdo amistoso sancionado por real orden: la ciudad reconocería las ventas realizadas a cambio 7

de una indemnización por renunciar a sus derechos. Con la concordia llegó la pacificación, y al cabo de poco tiempo todas las aldeas volvieron al redil. La legislación moderada modificó en profundidad la composición y el procedimiento para designar la corporación municipal, invariable desde 1749. Desde entonces había estado vigente el encantaramiento, un método típicamente oligárquico y preliberal por el cual los corporativos salientes designaban a los entrantes; también se había mantenido invariable el número de once vocales: los cinco oficios mayores del concejo (alcalde, teniente de alcalde, procurador síndico general y dos regidores preeminentes), otros cinco oficios menores (o regidores sin cometido específico) y el representante de las aldeas. A partir de 1844 se introdujo la participación de los vecinos en el proceso electoral y se supeditó el número de concejales al tamaño de la población. Pero no varió el dominio político del patriciado urbano: si en 1830 apenas medio centenar de personas estaban habilitadas para desempeñar los oficios del ayuntamiento, en 1864 únicamente cuatrocientos vitorianos tenían derecho a voto (y sólo la mitad podían ocupar cargos públicos). Esos dos centenares de personas que tenían la doble condición de electores y elegidos- conformaban el grueso de un patriciado urbano, formado por aristócratas convertidos en rentistas, comerciantes, industriales, profesionales liberales y funcionarios. Las cosas cambiaron tras el destronamiento de Isabel II, que abrió un periodo de agitación sin precedentes y desembocó en una nueva guerra civil. La constitución de 1869 introdujo la libertad de prensa y el sufragio universal masculino. Pero contrariamente a lo que pensaban los liberales (y sobre todo los liberales vascos), los carlistas barrieron en los procesos electorales. En Vitoria, la primera corporación democrática salida de las urnas fue disuelta por el gobernador civil por negarse a jurar una constitución que, por anticlerical, tachaban también de antiforal. A las dimisiones siguieron los desplantes, las manifestaciones y la sublevación armada, que estalló el 27 de agosto de 1870. El comandante retirado Esteban Aguirre lideró una primera conspiración fallida, cuyo inductor intelectual fue Vicente Manterola, canónigo de la catedral de Santa María. Pero dos años más tarde casi toda la provincia estaba ya en manos de los sublevados. Vitoria volvió a quedar semiaislada y a padecer las estrecheces derivadas de su condición de plaza fuerte. Aunque esta vez hubo una total sintonía entre el ayuntamiento y la diputación, otra vez presidida por un Ortés de Velasco, abundaron los roces entre las 8

autoridades civiles y militares. El consultor Mateo de Moraza fue encarcelado por considerar antiforal la contribución extraordinaria exigida por el gobernador para castigar el escaso entusiasmo de los vitorianos al proclamarse la república (febrero de 1873). Mejor acogida tuvo en diciembre de 1874 la restauración de la monarquía en la persona de Alfonso XII, hijo de Isabel, y, sobre todo, la victoria de la tropas gubernamentales en Treviño (julio de 1875). Esta última batalla marcó el principio del fin de la causa carlista y permitió desbloquear la ciudad de Vitoria. El exalcalde de la ciudad Ladislao de Velasco impulsó una campaña para negociar el final de la guerra, pero esta vez no hubo ningún Maroto en las filas de don Carlos. Terminada la contienda en febrero de 1876, las cortes abordaron la cuestión foral. Antonio Canovas del Castillo no tenía inconveniente en mantener el sistema de juntas y diputaciones forales; pero, tal como se recoge en la ley de 21 de julio, deseaba extender a las provincias vascas las obligaciones fiscales y militares que pesaban sobre las demás. Dominadas por los intransigentes partidarios del “ todo o nada” , como Mateo de Moraza o Domingo de Martínez de Aragón, las instituciones forales decidieron no colaborar con Canovas. Mucho más pragmáticos, y conscientes de que estaba en juego la autonomía administrativa, los transigentes aceptaron negociar la implantación de la citada ley después de que hubieran sido disueltas las diputaciones forales. El resultado fue la concertación de un nuevo régimen político-administrativo, en vigor desde febrero de 1878. A cambio de un cupo anual, de una cantidad previamente pactada, el concierto

económico garantizó por otros medios la continuidad de la tradicional autonomía administrativa y fiscal de las provincias vascas.

Dinásticos, republicanos y carlistas: la política vitoriana de fin de siglo La desaparición del sistema de juntas y diputaciones de fuero modificó en profundidad las claves de la política local, hasta entonces relativamente ajena a los vaivenes de la política española por la escasa implantación de los partidos estatales en el ámbito vitoriano (y vasco). A la nacionalización de la política contribuyó tanto la homogeneización institucional como la temprana desaparición de la última generación que había estado al frente de las instituciones forales. En apenas una década falleció el insigne foralista Mateo de Moraza (1878), los últimos diputados generales [Ramón Ortiz de Zárate (1883), Domingo Martínez de Aragón (1883) y Estanislao de Urquijo (1889)] y Ladislao de Velasco (1891), sin 9

duda el alcalde vitoriano más carismático de su tiempo. Los partidos dinásticos se constituyeron en Vitoria aprovechando las ventajas legales del sistema canovista, que imponía graves restricciones a las formaciones políticas contrarias a la constitución de 1876 y a la dinastía restaurada representada por Alfonso XII. Sebastián Abreu alentó la creación en la capital alavesa del partido conservador y Odón Apráiz impulsó la formación del partido liberal. Ambas formaciones estaban compuestas por un reducido grupo de personas influyentes, unidas entre sí por la moderación ideológica y los intereses materiales. Conservadores y liberales, sin embargo, mostraron desde el principio su incapacidad para traducir en votos la influencia de sus dirigentes en el ámbito económico y social. Si sobre los conservadores pesó como una losa la imagen de Antonio Cánovas del Castillo, sepulturero del régimen foral, a los liberales les perjudicó el traslado a Burgos de la capitanía general, decretado en 1893 por Práxedes Mateo Sagasta, su presidente nacional y jefe de gobierno. La reorganización de los partidos antisistema fue más lenta y, debido a sus propias divisiones internas, les costó levantar el vuelo. Mientras el republicanismo español se debatía entre la posibilidad de derrocar por la fuerza la monarquía restaurada (Ruiz Zorrilla) o de colaborar con ella siempre y cuando se declarara democrática (Emilio Castelar), dinásticos e integristas rivalizaron dentro del carlismo hasta la escisión de 1888. A pesar de sus dificultades iniciales, los republicanos y los carlistas se convirtieron en verdaderos partidos de masas, con un respaldo popular considerable. Sobre todo tras la desaparición de las restricciones legales que pesaban contra los partidos antidinásticos y la concesión del sufragio universal masculino (1890). Si entre 1878 y 1890 el 60 % de los concejales eran de filiación conservadora o liberal, un 30 % filocarlista y un 10 % autodefinidos

como

independientes, entre 1890 y 1923 el 44 % de los ediles eran carlistas y el 23 % republicanos, en tanto que los dinásticos habían caído del 60 al 23 %. El éxito de los partidos antisistema se debió a la modernidad de sus formas organizativas. Mientras los partidos dinásticos eran simples comités de notables que tan sólo se reunían en tiempo de elecciones, carlistas y republicanos crearon estructuras permanentes, se dotaron de sedes sociales y utilizaron la prensa para defender sus respectivos proyectos políticos. Ricardo Becerro de Bengoa y Fermín Herrán, dos intelectuales vitorianos, impulsaron la reorganización del republicanismo local en 1881. Amigo personal de Castelar, 10

Herrán reunió a los posibilistas vitorianos con el apoyo puntual de El Anunciador Vitoriano; los zorrillistas, por su parte, se agruparon bajo la dirección de Becerro de Bengoa, director de El Demócrata Alavés. Los carlistas estuvieron alejados de la vida política hasta que en 1887 anunciaron su vuelta a través de El Alavés. Hasta entonces, su espacio natural fue ocupado por un tradicionalismo católico y fuerista, más que propiamente dinástico, que tuvo su principal dirigente en Calixto García Gómez y en El Gorbea su portavoz. Si a finales de los años ochenta los principales partidos políticos del espectro español ya estaban firmemente establecidos en Vitoria, las primeras organizaciones sindicales de corte moderno surgieron en los años noventa. En 1897, los socialistas vitorianos pusieron en marcha una federación obrera, dependiente de la UGT, y ya a comienzos del nuevo siglo vino la eclosión de los sindicatos católicos. Ambos fenómenos, la tardía aparición del sindicalismo reivindicativo y de clase así como la rápida expansión del sindicalismo católico gracias al apoyo de los patronos, refleja con claridad la imagen de Vitoria a fines del XIX: una ciudad conservadora y escasamente industrializada, apenas afectada todavía por los antagonismos sociales derivados de todo proceso de modernización.

Una ciudad artesana y comercial Cuando los soldados franceses abandonaban Vitoria en su apresurada huida en junio de 1813, dejaban una ciudad duramente castigada por la crisis del año anterior y con 7.650 habitantes registrados (11.107 sumando los de las aldeas). A mediados del siglo, en el recuento del censo de 1857, éstos casi se habían duplicado, llegando a los 18.710, y al terminar la centuria ya suponían 30.701. Este constante crecimiento sin brusquedades se corresponde con otro que marca la proporción de la población vitoriana respecto del total alavés, que pasó de ser en torno al quince por ciento al principio a constituir un tercio al terminar el siglo, lo que venía a ser exponente del nuevo equilibrio entre ciudad y provincia, cada vez más favorable a la primera a todos los niveles, como consecuencia de los cambios producidos en ese tiempo. Desde el XIX, la ciudad -puede afirmarse sin limitaciones- se imponía al campo. La ciudad previa al momento contemporáneo – y que no cambió sustancialmente hasta 1841- respondía a unos comportamientos socioeconómicos bien determinados por su situación en el mapa. De un lado, estaba en el País Vasco, zona franca en el tráfico de 11

las mercancías extranjeras, y en su espacio meridional, paso obligado y legal de las procedentes del norte de Europa y de las que desde la meseta castellana salían hacia el exterior. De otro, constituía un islote urbano dentro de una provincia rural; una concentración ciudadana en el marco de una comarca, la Llanada, extensa y desprovista de otros núcleos que históricamente le realizaran alguna competencia. La diferencia entre la ciudad, Vitoria, y su entorno provincial era palmaria, simplemente, en lo físico. Eran dos realidades

muy

distintas;

complementarias

pero

muchas

veces

de

intereses

contrapuestos. Aquella urbe de finales del siglo XVIII se dedicaba sobre todo a dos menesteres: la manufactura artesanal y el comercio. Vitoria fue hasta hace media centuria un centro manufacturero – que no industrial-, dedicado a abastecer a su corto hinterland rural. La ventaja aduanera de la libre entrada de manufacturas del extranjero y el gravamen que tenían todas al entrar en Castilla ejercía una dura competencia a la hora de instalarlas en la ciudad. Las foráneas competían con ventaja en Vitoria; las vitorianas se veían notablemente encarecidas antes de pasar al mercado de la Corona. Con todo, una discreta “ industria” de manipulados textiles – sastrería, sombrerería, calcetería- se impuso en el setecientos y estableció tradición para el futuro, consolidándose en ese tiempo gracias a la fabricación de tejidos de lino fino y cáñamo, destinados a la confección de mantelerías. La propia Real Sociedad Bascongada de los Amigos del País, en su labor de impulso de la economía provincial, propició la creación de una serie de talleres que estimularon la llegada de nuevos artesanos a Vitoria. En concreto, uno de sillas de junco, a comienzos del verano de 1772, punto de partida de una futura y próspera industrial local del mueble, y otro, cinco años después, en el Hospicio de San Prudencio, de tejidos de lana, que empleaba a más de un centenar de asilados. Los manufactureros textiles venían a suponer más de un tercio del artesanado local; los artesanos locales sumaban más de un tercio de la población ocupada en Vitoria. A su vez, proliferaron fuera de la ciudad, al otro lado de las murallas, las actividades “ sucias” , relacionadas con el trabajo del cuero y la piel, así como sus derivados artesanales, ya específicamente urbanos (vg. zapateros). Entre unos y otros, derivaron provisionalmente a una posición secundaria a la manufactura metalúrgica, en otro tiempo mayoritaria. La otra actividad característica de Vitoria era la comercial. La ciudad jugaba un doble o triple papel de centro de intercambios. Era el punto de paso obligado y gran parada comercial 12

(con todo lo que supone de postas, aduanas, almacenes, empleados, trajinantes, transportistas...) de las mercancías de largo recorrido: las que desde la meseta se dirigían a los puertos para su distribución a Europa (lana castellana, trigo y vino, fundamentalmente), y las que desde el norte del continente entraban en el interior de la península (sobre todo hierros, paños y alimentos (coloniales, bacalao, tabaco...)). Solapado en este circuito estaba el propio vasco, donde Vitoria ejercía de eje distribuidor de mercancías en la región: el trigo propio y el castellano, que se repartía por las localidades vascas o que salía hacia fuera (y lo mismo el vino y alguna manufactura); los hierros y paños que entraban hacia Vitoria o más hacia la meseta procedentes del norte de Europa o de las propias ferrerías vascas. En tercer lugar, había un comercio de ciclo corto que surtía a la provincia y que tenía a Vitoria, en los mercados semanales, como lugar de aprovisionamiento, tanto para los urbanos como para los aldeanos de los alrededores. No eran éstas, lógicamente, sus únicas ocupaciones. Por lo menos resaltaremos otras dos. Vitoria constituía -lo hemos dicho- un islote urbano en un entorno rural. A pesar de eso, era la “ capital”

de un municipio con mucho espacio rural – entonces unos doscientos

kilómetros cuadrados- y con cuarenta y tres pequeñas aldeas cuyos habitantes se dedicaban casi en exclusiva a las labores agrícolas y, en menor medida, pecuarias. Además, en torno a un veinte por ciento de los vitorianos activos del mismo núcleo urbano eran agricultores, que con su ir y venir del campo a la ciudad constituían el nexo cotidiano entre esos dos espacios. De todos modos, a finales del setecientos se había extendido en demasía la costumbre del abandono de las tierras, de manera que muchos elegían vivir en la ciudad precariamente a costa de no emplearse en la dureza del trabajo agrícola, lo que fue perseguido por las disposiciones del gobierno municipal. En sentido inverso hay que decir que entre las murallas vivía también buena parte de la gran propiedad rústica de la provincia, y que a la ciudad allegaban las rentas de sus tierras. La otra importante actividad era la que propiciaba la función capitalina de Vitoria. El Estado moderno iba progresivamente ampliando su red de poder y, consiguientemente, su burocracia, llegando esta consolidación institucional a los territorios y localidades. Aún sin edificios propios – que pronto, todavía en el XVIII, levantaría el Ayuntamiento, y cuatro décadas después la Diputación-, las instituciones locales tenían una nómina de cargos y empleados (aunque no todos – ni la mayoría- tenían por qué tener en esa función el origen de sus ingresos). Alcaldes ordinarios, regidores, procuradores generales, diputados... se sumaban a la lista de escribanos del Ayuntamiento y Provincia, mayordomos bolseros, alguaciles... (hasta una 13

veintena de oficios) y seguían con la que proporcionaba la Aduana (y sus agentes) o la Inquisición (o la Comisión de Interceptación de correspondencia durante la Revolución Francesa) conformando, además de la trama de poder, la burocracia local y provincial. A esta pronta vocación capitalina se le unió desde viejo la que aportaba la Iglesia, con la Colegial de Santa María al frente y su numeroso cabildo, así como toda una pléyade de funcionarios eclesiásticos repartidos por sus iglesias y conventos (que suponían hasta un 11,5% de los ocupados); por no hablar de la guarnición militar, esencial en una plaza tan estratégica como era Vitoria.

Un siglo en guerra Esa posición es la que hace que la historia de la ciudad en el siglo XIX esté marcada por la sucesión de contiendas. Primero fue la que enfrentó al país con la Convención francesa, en 1795; luego la que entre 1808 y 1813 volvió a tener por enemigo al ejército napoleónico; después la civil de 1833 a 1839; finalmente la segunda civil carlista de 1872 a 1875. A estos conflictos “ mayores”

habría que sumar motines (como el que se fraguó contra el

Gobernador de Rentas de Cantabria, Juan Módenes, en 1803, o el que respondió en 1893 al traslado de la Capitanía Militar de la región) o pequeñas algaradas urbanas en protesta por el alza de las subsistencias (como la vivida en 1854 en la Plaza Nueva), característicos de un siglo francamente agitado. Interesan en este punto esos grandes conflictos sociales en lo que hace a lo social y económico. El primer efecto que tuvieron fue el de ralentizar el crecimiento demográfico. Las guerras contra la Francia revolucionaria e imperial fueron demoledoras. En la primera, Vitoria fue tomada un 15 de julio, provocando la huída de las autoridades y el desconcierto social. La firma una semana después del Tratado de Basilea limitó sus efectos, aunque no evitó que durante años se arrastrase su impacto en la economía provincial. No ocurrió lo mismo en 1808, cuando la ciudad fue convertida en corte del rey intruso hasta junio de 1813 en que estuvo a punto de ser saqueada e incendiada de no mediar la actuación del general Alava (que no pudo evitar, sin embargo, la persecución sangrienta de los franceses y afrancesados en su huida por la Llanada oriental). En ese lustro, Vitoria dio acogida forzosa a una guarnición francesa de varios miles de hombres que, como se hacía en la época – y además se rubricó en el Tratado de Fontainebleau-, se alimentaban sobre el terreno a base de exacciones e impuestos insoportables. La incapacidad de las arcas locales para 14

responder a estas exigencias dio lugar al endeudamiento municipal y provincial (la Diputación se mostró sin recursos ya para febrero de 1808). De poco valieron los socorros de la Hacienda Central o del obispado de Calahorra, o el recurso a los mecanismos de recaudación impositiva tradicional (hoja de hermandad y consumos), ahora incrementados. Cuando se hizo evidente que con ellos no se enjugaban los fuertes gastos imputados, hubo de acudirse al préstamo de los “ capitalistas”

locales, como los banqueros Kreibich y

Fernández de la Cuesta, o el marqués de la Alameda. En garantía, las entidades locales y provincial fueron disponiendo sus recursos: la Diputación sus bienes, rentas y arbitrios; el Ayuntamiento diversos inmuebles urbanos, tierras y bienes comunales. En ocho años de guerra, Alava – pero sobre todo Vitoria y los vitorianos- desembolsó la extraordinaria cantidad de ciento cuarenta y tres millones de reales (2.100 rs. por cabeza de media). Era un primer balance de la destrucción que trajo consigo la contienda, al que hay que sumar la pérdida de cosechas y rebaños, la inseguridad de los caminos, el bajón en el consumo y hasta los efectos del descenso de la masa monetaria circulante. En cuanto a la pérdida de vidas humanas, difícil de medir entonces, su impacto se prolongó en la demografía local y provincial durante mucho tiempo (aunque hay que hacer notar que, entre la población civil vitoriana, no fue la guerra más negativa para su demografía que lo que lo pudo ser una gran crisis de subsistencias como las de 1763, 1694 y 1707, o incluso 1795, que coincide con la guerra de la Convención). En el “ año del hambre” , en 1812, la ciudad, bloqueada y expoliada hasta su extremo, redujo su población a poco más de 5.000 habitantes. Otro dato de la alteración social sufrida es el número de nacimientos ilegítimos, que al ascender a trescientos entre 1808 y 1814 multiplicaban los guarismos tradicionales. El préstamo hecho por los “ capitalistas” venta “ de facto”

locales para soportar el gasto de la guerra y la

de los bienes comunales para acabar satisfaciendo aquellos adelantos

define un proceso general de desamortización o privatización de propiedades colectivas de gran envergadura. Porque no se trataba de un recurso extremo en tiempo de guerra sino de la eclosión de un pulso soterrado que mantenía el capital frente a la estática propiedad tradicional. La pujante burguesía de hacendados y comerciantes, junto con algún burócrata, se hizo con dos tercios de la superficie enajenada (aproximadamente un 7% de todo el término municipal), desplazando así a los hidalgos, una aristocracia rural que sufrió en la crisis de la guerra el momento de su declive. Al final, todos se enfrentaron en el Ayuntamiento y en las Juntas en el debate sobre la legitimidad de las ventas de concejiles – un debate de profundo calado político e ideológico-. Tras muchos recursos judiciales, 15

prosperó la nueva burguesía, que vería en futuros procesos políticos y nuevas contiendas una repetida oportunidad para adquirir propiedades en “ manos muertas”

(futuras

desamortizaciones religiosa y civil) y consolidar en consonancia su posición social y de poder político. Pero los efectos demográficos negativos se reprodujeron con motivo de las siguientes guerras. La mortalidad infantil continuó siendo alta durante todo el siglo: entre el 150 y el 200 por mil en el tercer tercio del siglo (para menores de un año; casi 500 para menores de 15), frente a una también alta mortalidad general (en torno al 37 por millar de habitantes). Pero fueron las contiendas las que produjeron las correspondientes “ muescas”

en la

pirámide poblacional como consecuencia tanto de los fallecimientos incrementados como de los emparejamientos y nacimientos reducidos en número o diferidos en esos momentos. Otro de los factores que explican la mortalidad vitoriana – y su secular crecimiento natural negativo- es el efecto de la progresiva urbanización y su impacto (hacinamiento, ventilación, promiscuidad...) entre los sectores sociales más desfavorecidos (pobres, populares, niños...). Se explica así cómo incluso zonas que se urbanizaban pero no se industrializaban – como Vitoria- presentaban cotas de mayor mortalidad que otras en proceso de industrialización pero de urbanización menor. Igual que se notará después de la creación del ensanche cómo existía una dispar mortalidad entre una y otra parte de la ciudad (unos seis puntos de diferencia entre el degradado casco medieval y la nueva urbe burguesa). Las epidemias fueron también un acompañante recurrente, casi endémico, tan peligroso como las guerras. La viruela se repitió en la capital en 1857, 1866-1867, 1870-1871 y 1887-1889, incidiendo sobre todo entre la población no vacunada, así como entre los que vivían en peores condiciones. El cólera morbo asiático atacó Vitoria entre 1833 y 1835 y en el verano de 1855. A todos estos efectos negativos no contribuyó en sentido inverso la llegada de inmigrantes hasta por lo menos la década de los sesenta. En ese tiempo se observa una afluencia sobre todo de gentes llegadas de la provincia (la mitad; pero un tercio del entorno meridional: Burgos, Logroño...), que frente a la salida a Bilbao o a ultramar elegían de momento Vitoria. Entre 1860 y 1877 se pasa de los dieciocho a los veinticinco mil habitantes (contando las aldeas). Durante la segunda carlistada la inseguridad de los campos propició un desplazamiento hacia la ciudad, pero antes ya el ferrocarril, la progresiva construcción del ensanche, el hipertrofiado servicio doméstico local o el buen momento económico vitoriano animaron la llegada de población. En 1877, en torno a un veinte por ciento de los vitorianos había nacido en la provincia y un treinta fuera ésta (donde se incluye la 16

abundante guarnición militar). No es casual que el contingente negativo alavés en todo el siglo venga a coincidir en sus cifras absolutas con el crecimiento de Vitoria.

La terciarización de la ciudad El traslado de las aduanas a la costa el primer día de 1842 supuso un duro golpe para la economía provincial – también para la Diputación: los derechos de tránsito constituían un ingreso básico- y una profunda transformación de la sociedad vitoriana. Las actividades comerciales y manufactureras debieron readaptarse de manera radical. Desaparecía la posición preeminente, estratégica, que ocupaba Vitoria en el sistema comercial vasco y en la intersección de éste entre la meseta y el norte de Europa. El emergente comercio de finales del siglo XVIII, nutrido por un importante número de mercaderes extranjeros instalados en Vitoria en torno al cambio de centuria, se desarticuló en parte. Algunos, familias de cierta solera, ennoblecieron y trasladaron su residencia a la Corte, o lo hicieron simplemente buscando el beneficio de la progresiva importancia de la plaza madrileña; otros lo hicieron a las nuevas fronteras comerciales, a ciudades como Irún. En general, todos, debieron adaptar su actividad a los nuevos tiempos. Otro tanto ocurrió en la manufactura. En este caso la situación era casi la contraria, ya que eran los “ puertos secos”

los que obstaculizaban su desarrollo. En el caso de Vizcaya y

Guipúzcoa, el traslado aduanero supuso el impulso de su sector transformador e incluso la reactivación provisional de las viejas ferrerías. Pero no ocurrió esto en Vitoria. La primera reacción fue de desconcierto. Después, en el ecuador del siglo, resuelta ya la apuesta por la “ españolización”

del mercado, se crearon algunas empresas, más talleres que fábricas.

Los sectores seguían siendo los tradicionales: predominaban los curtidos, aunque en continua crisis, la pujante ebanistería, los transformados alimenticios, sobre todo harineras (también pastas, cervezas...), y los elaborados metalúrgicos, desde el abastecimiento de menaje para el ejército (cazuelas) a la construcción de camas de hierro o campanas, pasando por la fabricación de carruajes. En todos los casos se trataba – y seguirá siendo así en lo que queda de siglo- de pequeñas factorías, talleres muchas veces, con un reducido número de trabajadores por centro, poco capitalizados, con mercados cercanos (salvo cuando se trate de productos muy singulares: vestuario y utillaje para el culto religioso, por ejemplo), escasa división del trabajo, poco mecanizados y movidos solo en algunos casos por motores de vapor. Una manufactura, como puede verse, muy discreta y 17

sin posibilidades por sí misma de dar el salto hacia la industria. El punto de esas posibilidades lo proporcionó el industrial Justo Montoya. Siendo la iniciativa empresarial de más fuste de la ciudad, con un elevado nivel de capitalización, ventas y cartera, y ante la llegada del ferrocarril, quiso pasar de fabricar carruajes a vagones de tren. Su propuesta de captación de capitales entre la propiedad local se resolvió con un rotundo fracaso. En realidad, lo que ocurría en ese tiempo, 1867, es que la ciudad ya había entrado en una deriva diferente (e insistiría en ella hacia el futuro). El patriciado vitoriano, ante el traslado aduanero, apostó por reforzar el carácter administrativo de la ciudad. Además de su estratégica situación, reforzada por la magnífica red caminera provincial, Vitoria se vio favorecida por la dinámica gubernamental de potenciar las capitales provinciales como soportes del nuevo entramado estatal. La misma ciudad que llevaba décadas disputando con la provincia su condición de capitalidad – nunca reconocida por la tradición foral-, pasó en muy poco tiempo a acoger las delegaciones provinciales de los distintos ministerios y organismos del Estado (gobierno civil, diputación provincial, tribunal de primera instancia....). También se alzó con la sede de la Capitanía General (1843) y, unos años después, de la Diócesis vascongada (1862). Por otro lado, en las décadas centrales de la centuria también se amplió de forma significativa la administración foral y la municipal (de lo que son exponentes sus tempranos edificios, inaugurados en 1844 y 1791, respectivamente). La creciente burocratización de la ciudad se completó con la apertura de diversos centros educativos, como el Instituto de Segunda Enseñanza (1843), la Escuela Normal para la formación de maestros (1847), el Seminario Eclesiástico de Domingo Aguirre (1853) o el Seminario Diocesano dependiente del obispado. No era solo una apuesta por la administración civil, militar o religiosa. De ella dependían muchos salarios y rentas. Pero, más importante, a su sombra crecían intereses de todo tipo: de los manufactureros que les abastecían a los comerciantes que les servían. Un creciente núcleo de profesionales liberales se movía en torno a esta nueva sociedad, por no hablar del siempre hipertrofiado servicio doméstico, signo distintivo del tipo de ciudad de clase media que se iba asentando desde el ecuador del siglo. Y a todos estos personajes y a sus actividades, presidía también un sector rentista, la otra de las grandes apuestas de la ciudad. La renta del Estado u otro tipo de obligaciones de bajo rendimiento pero alta seguridad fue uno de los destinos privilegiados de los capitales locales que no iban a parar al mayor riesgo que suponía otro tipo de industria o de negocios. Esa precaución comenzó 18

a configurar pronto lo que acabaría siendo la Vitoria del siglo XIX. En este mismo proceso en que se embarcó la economía local nos encontramos con la apertura de las primeras entidades financieras. El alcalde Luis de Ajuria, un importante comerciante, muy activo en los negocios (por ejemplo, estaba detrás de la fundición de Araya), creó en 1850 una Caja de Ahorros, una de las primeras del país, con una intención escasamente capitalista y más asistencial, por más que su objeto fuera fomentar la burguesa virtud del ahorro entre los sectores populares. Seis años después comenzó a funcionar también como Monte de Piedad, con objeto de proporcionar crédito barato a estos populares, a cambio de su mermado ajuar (joyas, lencería doméstica...). Con un sentido más moderno, en 1864, un grupo de capitalistas locales encabezado por Ladislao de Velasco fundó el Banco de Vitoria (absorbido diez años después por el Banco de España). Su junta directiva la componía el sector más dinámico de la burguesía local: hacendados y propietarios, comerciantes, industriales y prestigiosos profesionales liberales, como José Kreibich, Domingo Buesa o Domingo Martínez de Aragón (futuro alcalde de la ciudad y diputado general de la provincia). Pero aunque el Banco de Vitoria podía emitir billetes y descontar letras de cambio, su actividad preferentemente fue la de financiar la edificación del Ensanche.

La nueva ciudad burguesa Este fue el otro negocio del tiempo. La ciudad ya había comenzado su transformación física a finales del XVIII, cuando las pujantes “ gentes del comercio”

levantaron la

extraordinaria Plaza Nueva, encomendada a Olaguíbel (1782-1794) para tres cometidos básicos: establecer allí la sede del gobierno municipal, domiciliar a los mercaderes más importantes y definir un espacio comercial, libre de los controles y restricciones tradicionales de la vieja ciudad. Además, la ingeniosa construcción de los Arquillos (17871802) permitió salvar el desnivel entre la primitiva colina y lo que se adivinaba ya como el punto de partida de una nueva ciudad, fuera de la muralla. En los años siguientes, muy marcados por las guerras, esta zona meridional fue definiéndose con lentitud. En 1820, las casas de Echevarría, levantadas donde la ocupación josefina había previsto la operación urbanística de “ El Espolón”

(un área de jardines), abrieron las alineaciones

del costado de poniente, y el inicio del parque de La Florida (luego continuado en 1855) lo hizo en el área central. Obras higiénicas se acumularon en este periodo: de la traída de 19

aguas de Berrosteguieta (1780) a la eliminación de la muralla occidental (Siervas de Jesús), la construcción del cementerio (1807) y del nuevo hospital (1807; habilitado desde 1820), el embocinado del Zapardiel (1822) o, luego, en los años treinta, la eliminación de los arcos de entrada a las calles del casco antiguo para propiciar una mejor ventilación. Otros edificios fueron definiendo el nuevo espacio, como el nuevo Teatro (1821), el palacio de la Diputación (1844) o el nuevo Instituto (1853), además de numerosos cuarteles, en ocasiones instalados en los solares desamortizados de las órdenes religiosas. La ciudad de finales del XVIII -con la operación de Olaguíbel, que le había sumado un tercio- medía unas treinta y tres hectáreas; a mediados del XIX ya eran cincuenta. Pero la ciudad moderna se levanta a partir de la llegada del ferrocarril en 1862. El Plan de Ensanche de 1865, con Ladislao de Velasco de alcalde, debía ordenar un área de bordas, huertas y caballerizas para generar suelo urbano a partir de una alineación central que conectaba el eje de la Plaza Nueva y la estación ferroviaria. Aunque la intención, muy del tiempo, era la de definir un espacio en damero con tres calles principales que se cruzaban con otras tres, el respeto a alineaciones preexistentes y, sobre todo, la alteración de los proyectos por parte de propietarios de suelo, bien instalados en los sillones del municipio (el mejor ejemplo es el teniente de alcalde, Vidal Arrieta, en su responsabilidad por el desvío de la perspectiva de la calle-eje central), dejaron toda la operación racionalizadora en un simple plan de alineaciones, una colonización del suelo a partir de manzanas irregulares de planta ortogonal. Con todo, el Plan de 1865 constituyó la intervención municipal más ambiciosa en materia de ordenación urbanística en ese siglo, capaz de solucionar problemas de higiene y transporte que diferenciarían esta zona de la vieja ciudad, lo que no contradice el que fuera a la vez una operación de explotación de capitales y de especulación urbanística dirigida y rentabilizada por la nueva burguesía local (que pagó con fondos públicos unas urbanizaciones de las que se beneficiaban directamente ellos). Incluso más, las limitadas dimensiones del nuevo plano, con calles innecesariamente estrechas y cortas, dan buena cuenta del perfil pacato y de mermados horizontes que caracterizaba a los líderes vitorianos de entonces. Cuando en 1888 Dionisio Casañal presentó el nuevo plano de la ciudad, no solo estaba muy avanzada la construcción del Ensanche, sino que incluso éste ya dibujaba la ocupación de los bordes de la ciudad con nuevos asentamientos en San Cristóbal, Arana 20

(donde se había instalado la estación del ferrocarril Vasco-Navarro Estella-VitoriaDurango) y San Martín, así como operaciones de urbanización y servicios, como los parques del Prado y paseo de San Francisco, el parque de Olárizu y el Campo de Arriaga (junto al cementerio de Santa Isabel y el barrio del mismo nombre). Las dimensiones de la ciudad al terminar el siglo XIX alcanzaban las ciento cincuenta y cinco hectáreas: el triple que antes de la operación de ensanche. La nueva ciudad inició una ruptura radical respecto de la vieja ciudad. No solo porque las condiciones vitales de una y otra eran profundamente contradictorias, sino porque, en consonancia, en cada una se distribuyeron como vecinos clases sociales diferentes y funcionalidades

encontradas.

(Higienistas

como

Jerónimo

Roure

comprobaron

estadísticamente la estrecha correlación entre morbilidad, condición social y lugar de residencia. También denunciaron, aunque sin demasiado éxito, las insanas condiciones del casco viejo. Debido a la pobreza y al hacinamiento de sus moradores, éste era un foco permanente de enfermedades infecto-contagiosas que, sin embargo, apenas afectaban al ensanche burgués). El casco medieval encerró al elemento popular en unas condiciones precarias y con unos servicios escasos. Las actividades menos centrales, periféricas, de la sociedad burguesa quedaron allí ubicadas, ya fueran las marginales (tabernas, garitos, prostíbulos) o simplemente las remitidas a un segundo plano (desde la vivienda de hacendados aristócratas no adaptados a la nueva situación hasta las sedes del poder de la Iglesia (obispado, seminario, catedral)). De hecho, la frustrada construcción de una nueva catedral en el borde del ensanche (1907-1913) es un monumento de la burguesía del tiempo a su dar la espalda a lo que suponía la vieja Vitoria de la colina. Al contrario, en la nueva ciudad se instaló todo lo que representaba la modernidad. Si la centralidad de la vieja la determinaba la función religiosa y (originalmente) militar, luego readaptada a funciones artesanales y mercantiles, la nueva la constituía la actividad institucional, financiera y de proyección social. Por eso se instalaron en esas calles – y solo en ellas- las sedes institucionales (aunque lo temprano de su construcción las dejó en una zona intermedia), las cajas de ahorro y bancos, las oficinas de los periódicos, los hoteles y teatros, los clubes sociales de postín (Círculo, Casino...), los comercios más modernos, los cafés más respetables y los despachos profesionales más prestigiosos. Los nuevos inmuebles, la vivienda burguesa, se caracterizaban por ser amplios, cómodos y bien ventilados, y sus elegantes fachadas estaban rematadas con piedras de sillería, llegando incluso en su decoración externa a 21

representar la segregación vertical que se estilaba dentro (en una misma casa, distribuidos en diferentes plantas, vivían el propietario, los alquilados y, en la última, el servicio o los menestrales). También era éste, entre la Plaza Nueva y la calle de la Estación (luego de Dato), el escenario de la socialización colectiva, el lugar por donde se paseaba

o

donde

se

llevaban

a

cabo

las

funciones

públicas

(procesiones,

manifestaciones, celebraciones multitudinarias, fiestas, recibimientos). Eso sí, una sociedad integrada y cohesionada, poco o nada fracturada al no haber sido sometida a un proceso de cambio acelerado, era a la vez una sociedad clasista en extremo, y hasta el paseo se hacía distribuyendo a cada clase social en un lugar concreto. De alguna forma era la reminiscencia o continuidad de pautas de socialización y representación social anteriores, lejos todavía de la sociedad de masas, anónima y hasta cierto punto mestiza, que emergería en el siglo XX. A la vez que el paisaje urbano, fue cambiando la estructura social. Los tradicionales grupos sociales afincados en la ciudad -aristócratas terratenientes, labradores, comerciantes y menestrales- vieron surgir una nueva y pujante clase media formada por funcionarios civiles, jefes y oficiales militares, dignidades eclesiásticas y una variada gama de profesiones liberales (médicos, arquitectos, abogados, profesores...). Con la clase media surgió también un hipertrofiado servicio doméstico, símbolo del privilegiado estatus social de sus señores. Esas clases medias, que hicieron la ciudad nueva a su imagen y semejanza, también impusieron las modas y costumbres burguesas. El chistu y el tamboril quedaron para las romerías populares porque en los bailes de etiqueta se bailaba la polca y el rigodón; las levitas de paño desterraron a las casacas de seda, el sombrero de copa al de tres picos y el miriñaque cedió pasó al can-can; las tertulias se trasladaron de los salones aristocráticos a los cafés y en los estrenos de la temporada teatral se daba cita la flor y nata de la ciudad. Los dueños de los palcos eran los mismos que ocupaban en las procesiones un lugar preferente; los mismos que figuraban en el panel de socios de El Liceo, La Minerva o el Gabinete de Lectura. Estas eran instituciones típicamente burguesas donde las gentes de buena posición hacían su tertulia política, jugaban al tresillo o al billar y leían la prensa nacional e internacional.

22

De los prometedores sesenta al desencanto del fin de siglo La década de los sesenta constituye el momento singular de la prosperidad vitoriana y alavesa. La ciudad recibió un importante contingente poblacional, aun cuando los campesinos se encontraban contratados al completo en sus arriendos, la Granja Modelo y su Escuela práctica de Agricultura ensayaban sus fórmulas, se introducía la remolacha azucarera (aunque debiera esperar décadas a su explotación comercial: la Azucarera se fundó en 1900) y el arado de vertedera se extendía por la Llanada. La lejana guerra de Crimea incidía en el buen momento de los precios agrícolas, lo que permitía a los campesinos sintetizar su buen estado en la frase “ Agua, sol y guerra en Sebastopol” . El comercio había repuntado después del traslado aduanero y Vitoria seguía manteniendo, antes de la llegada del ferrocarril, una posición estratégica en el circuito de abastecimientos del País Vasco. En la ciudad se había creado el primer Banco de Vitoria y la construcción del Ensanche engordaba la bolsa de una tan inmóvil como astuta burguesía urbana de intención inmobiliaria y especulativa. El buen momento económico se traducía en la prosperidad del sector industrial, y la Exposición de Bellas Artes e Industrias de 1867 suponía una afirmación de esa confianza. A pesar de los sones de guerra civil que amenazaban, los últimos sesenta y primeros setenta constituyeron un momento extraordinario. Son los años de la “ Atenas del Norte” , instante de prosperidad cultural y de eclosión de una generación política en Vitoria francamente notable. La manufactura, sin dar el salto a la industria, propició en esos años cambios de cualidad. La fábrica de vagones de tren de Montoya fracasó en 1867, pero los Echevarría y sus socios fueron abriendo talleres de fundición de acero maleable (1861), de nikelado (1878) y de armería. Acedo montó una fábrica de camas de hierro, como Osaba e Irurzun. Enrique Steven, en 1883, fundó un taller de maquinaria agrícola y máquinas de vapor. Juan Bautista Alfaro, en 1893, montó una próspera fábrica de tejidos de yute, dando paso a la posterior fundación de “ El Carmelo” , en el mismo sector. Arizmendi abrió una de hilados al vapor. Aranegui, que venía de Maestu, abrió en los sesenta una fábrica de espejos, y sus sucesores se dedicarían a la purpurina en polvo. Marticorena le tomó el relevo a Montoya en una fábrica de construcción de carruajes diseñada por este último. Sáenz y Olaechea abrieron una de las fábricas de fósforos, y los Lascaray una de velas. La ebanistería y el mueble, y los derivados alimenticios como el chocolate se desarrollaron notablemente. Por último, Heraclio Fournier, procedente de Burgos, se 23

instaló en 1869 en la Plaza Nueva y abrió allí un taller de fabricación de naipes que con los años y cambiando de ubicación cobraría fama mundial. Al terminar el siglo XIX, la situación de la manufactura local había prosperado pero no había dado el salto hacia la industria. Medio centenar de fábricas – pequeños talleres aparte- acogían a menos de mil quinientos obreros. Era un punto de partida débil, incapaz incluso de constituir la rampa de lanzamiento para que a principios del siglo XX, coincidiendo con un instante de fuerte capitalización, la industria local despegara. Lo intentó pero no fue capaz, y la ciudad siguió sumergida en el tono que había marcado el final del ochocientos. Algo se había avanzado, pero no lo suficiente para seguir el ritmo de sus capitales y provincias hermanas del norte. La revolución industrial era algo que la burguesía vitoriana conocía por los periódicos. El ferrocarril, por último, el símbolo de la modernidad, el que arribaba a la ciudad gentes, noticias y productos nuevos, muchos de ellos desconocidos, el que permitía definitivamente derribar las fronteras de una historia tan local, supuso una pesada carga para la manufactura vitoriana. El instrumento que permitía colocar los productos locales en cualquier lugar era el mismo que abría el mercado y colocaba a las manufacturas y primeras materias alavesas en competencia con otras de origen exótico. La prueba, tal y como se incorporó Vitoria a la trama ferroviaria nacional y tal y como estaba el nivel de su economía, no pudo ser más negativa. La Vitoria de finales del XIX se conformó como una ciudad burguesa pero provinciana. La situación de los años sesenta no fue sino un espejismo. Las oportunidades para el cambio modernizador se agotaron en sí mismas al no existir ni perspectivas, ni posibilidades, ni dirección. El progreso material por el que se suspiraba traía consigo perjuicios sociales que la ciudad no quería. El sentido del riesgo había desaparecido como atributo de su clase dirigente. La Deuda pública y la inversión inmobiliaria eran los destinos más habituales de su capital, que solo en unos pocos casos se dirigía a los negocios y a la industria local o de la boyante Vizcaya. El cuadro de la población ocupada al finalizar la centuria da las claves de la situación de la ciudad. El sector de la manufactura se había incrementado hasta el 30%, teniendo en cuenta que ese censo de 1900 ya incluye datos de alguna de las importantes empresas que se fundaron en el primer lustro del siglo XX y que, en general, terminaron fracasando y, en ocasiones, cerrando (y reforzando la resignación colectiva y la pasividad heredada del XIX). El sector primario retenía aún una cuarta parte de los ocupados en la ciudad. Pero el sector más característico era el de servicios, que daba empleo al 45% de la población activa. En ese sector terciario destacaban los guarismos de 24

tres grupos quintaesencia de aquella burguesa y provinciana Vitoria: casi un 15% de militares, un 4% de curas y frailes, y más de un 12% de criadas. A mucha distancia estaba el comercio, con el 5%, y el funcionariado, con un 2,40%. Alguna vez escribimos que Vitoria era una “ ciudad levítica”

en ese final del XIX. Tomás

Alfaro se refirió a ella como “ una ciudad desencantada” . Ciertamente, era una sociedad levítica: una ciudad de provincias, rodeada por una economía y un ambiente exclusivamente agropecuario y rural al que servía como centro de abastecimiento, de intercambio y de servicios (sobre todo, administrativos), cuando no de refugio donde tratar de paliar la pobreza de una agricultura poco evolucionada y productiva. En el marco de un Estado que progresivamente se iba asentando, la capital era cada vez más el centro político y administrativo de la provincia, el que concentraba todas sus instituciones civiles, militares y religiosas, a la vez que todas sus tímidas expresiones de cierta modernidad: los periódicos, los centros de transporte, las sociedades culturales o recreativas y las agrupaciones sindicales o políticas. Con una manufactura que no resistía la comparación con la industria de las provincias del norte, y en una posición subsidiaria respecto de éstas Vitoria y Alava aportaban a Vizcaya y Guipúzcoa algunas materias primas alimenticias (vino, por ejemplo), mano de obra y algunas inversiones-, la ciudad se conformó con especializarse en una economía terciaria de limitado futuro. Con esos componentes, no es de extrañar que esa mesocracia dominante marcara la pauta social, cultural y política. Socialmente, la ciudad se caracterizaba por su alto nivel de cohesión interna. Aun habiendo un importante sector de pobres, estructurales o casi (aquellos que caían en la miseria al perder su empleo, cosa harto frecuente por situaciones tan habituales como el cierre de las obras por las inclemencias del invierno), una nutrida red de caridad privada y pública servía para paliar los casos más graves y así evitar “ impaciencias peligrosas” . Por encima no había una clase social tan potente a todos los niveles como para hacerse indiscutible. Había importantes familias, gente rica y poderosa como lo fueron los Arrieta, Pando-Argüelles, Molinuevo, Fournier, Ruiz de Gauna, Ajuria, Buesa, Cano, Elío, Ayala, Martínez de Aragón, Alfaro, o apellidos aristocráticos como los Verástegui, Zulueta, Velasco, Salazar, Zabala Ortés de Velasco... Pero ninguno de éstos fue capaz de dirigir la sociedad vitoriana por sus propios medios. Como grupo tenían una influencia, pero nunca un poder omnímodo. Quizás su limitada capacidad política, cuando la endogamia de los cargos fue reduciéndose y el sufragio popular instalándose como procedimiento, represente bien esa situación. Eso y la necesidad de autosegregarse y aislarse y diferenciarse de la ciudad yéndose a vivir desde 25

finales del XIX a las afueras de ésta, a los paseos de la Senda y de Fray Francisco. Allí edificaron sus ostentosas residencias, en un calidoscopio de estilos artísticos, pero siempre características de una “ arquitectura del poder” : los Zulueta, Augusti, Ajuria, Dato, Villaverde (el ministro de la reforma fiscal) y otros tantos. Allí construyeron sus centros sociales, donde fueron los primeros en ser conscientes de que practicaban el deporte (tennis y otros ejercicios de nombre inglés), y allí levantaron los colegios donde órdenes religiosas llegadas a Vitoria a finales del siglo instruían a sus vástagos (Corazonistas, Marianistas, Vera Cruz...). Por debajo tampoco había un protagonismo suficiente como para alterar ese gobierno de “ los de medio” . Había pobres, pero éstos no suelen protagonizar la historia. En cuanto a los trabajadores, éstos eran un número limitado, en consonancia con los niveles de industrialización de la ciudad. Al no constituir un grupo numeroso, su inclinación a mostrar su fuerza de manera beligerante fue escasa, y cuando lo hicieron, bien entrado el siglo XX, enseguida se encontraron con una ciudad que cerraba filas en su contra, más allá de las diferencias sociales o políticas. En ese escenario, mandaban los situados “ en medio” , y el deseo de éstos siempre ha sido que las cosas no se alteren en exceso. Por eso Vitoria era una ciudad levítica, resignada a vincular su futuro a grupos sociales poco o nada activos (clero y ejército), empeñada en una economía de radio corto (comercio local y de escala provincial, manufactura de demanda cercana) y poco proclive al riesgo. Uno de los desórdenes públicos más sonados que se produjeron en la ciudad fue con motivo del traslado de la sede de la Capitanía General a Burgos, en 1893. La presencia sobredimensionada de una Iglesia muy conservadora y la tendencia convergente de esas pasivas clases dio lugar a unas pautas culturales pacatas y a una atmósfera en más de una ocasión auténticamente asfixiante.

El avance de la escolarización Uno de los grandes cambios culturales del ochocientos estuvo relacionado con la expansión de la escolarización. Como en todas partes, también en Vitoria el acceso a la cultura escrita fue durante mucho tiempo un privilegio exclusivo de las elites. La instrucción de las clases populares se consideraba tan innecesaria como contraproducente. Pero las cosas 26

cambiaron radicalmente en el siglo XIX y la enseñanza reglada favoreció la movilidad social. Conscientes de la incompatibilidad entre incultura y progreso, los constituyentes gaditanos decretaron la escolarización obligatoria, encomendaron al estado la tarea de instruir a todos los ciudadanos y pusieron la escuela al servicio del ideario liberal. Pero no se avanzó demasiado hasta después de la primera guerra carlista. Ya en los años cuarenta los liberales moderados crearon un sistema educativo de ámbito nacional estructurado en tres niveles, unificaron los planes de estudio y promovieron la inclusión en los mismos de las ciencias físicas y experimentales. Pero también traicionaron el proyecto original, que adquirió un sesgo marcadamente clasista y conservador, al convalidar la presencia de la Iglesia en el ámbito educativo y renunciar a los principios de universalidad, gratuidad y obligatoriedad de la instrucción primaria. Además, descargaron al estado de su compromiso inicial al derivar hacia ayuntamientos y diputaciones provinciales la financiación de la enseñanza no universitaria. Además de la legislación, en Álava también resultó decisiva la intervención de la diputación foral, que consiguió que el gobierno central le confiara supervisar la selección de maestros y la inspección de las escuelas de primeras letras. La diputación, por su parte, animó a los ayuntamientos y a los padres para que no descuidaran la escolarización de los muchachos por medio de un sistema de multas y recompensas que surtió efecto: ya a mediados de la centuria el porcentaje de alaveses que sabían leer y escribir era superior al de cualquier otra provincia española. Entre 1790 y 1884 se triplicó el número de escuelas del municipio de Vitoria, que, recordamos, además de la ciudad comprendía otras cuarenta y tres aldeas, al pasar de 15 a 43. Aunque no todos los niños estaban escolarizados, éstos eran ya más la excepción que la regla. Para entonces la capital contaba con una densa red de escuelas municipales, desde el parvulario a la escuela nocturna para adultos. El precedente de esta última se remonta a la academia de dibujo fundada por la Real Sociedad Bascongada de Amigos del País en 1773 y reflotada por la corporación municipal a instancias de Iñigo Ortés de Velasco en 1818. Cincuenta años después abrió sus puertas la escuela nocturna de adultos a los mayores de quince años que estuvieran aprendiendo o ejerciendo un oficio. Ése fue el germen de la Escuela de Bellas Artes (más tarde de Artes y Oficios). Según el nuevo reglamento aprobado en 1895, ofrecía clases de dibujo, matemáticas, física, química, 27

mecánica, y modelado en barro, yeso o madera a chicos y chicas mayores de doce años y que ya supieran leer y escribir. Si los costes de la enseñanza primaria recaían sobre el ayuntamiento, la diputación debía financiar los centros educativos de enseñanza media. Pero interesada en consolidar Vitoria como un referente cultural, la corporación municipal ofreció abonar un tercio de los gastos totales del instituto de enseñanza media y de las dos escuelas de magisterio (de maestros y maestras) inauguradas a mediados de siglo. Inaugurada en 1842, la Escuela de Humanidades y Comercio dio origen cinco años después al instituto de enseñanza media. El rápido incremento de los alumnos matriculados pronto exigió la construcción de un edificio de nueva planta, costeado a partes iguales entre el ayuntamiento y la diputación. Sede actual del parlamento vasco, el nuevo edificio se inauguró durante el curso 1854-55. Además del espacio destinado a aulas, biblioteca y laboratorio, en el piso superior contaba con una residencia para alojar en régimen de internado a los alumnos no vitorianos. Junto a las especialidades contempladas en el plan de estudios, el centro también ofrecía las titulaciones de perito mercantil y perito agrícola (cuyas clases prácticas se impartían en la granja modelo que la diputación inauguró aquel mismo año en Arcaute). En 1847, el mismo año que comenzó a funcionar el instituto, se puso en marcha la escuela normal de maestros con el fin de ir formando el cuerpo docente provincial. En 1856 se abrió una escuela normal de maestras en la casona que el marqués de Legarda tenía en la calle Zapatería. Por Real Decreto de 4 de abril de 1859 ambas escuelas de magisterio fueron declaradas ‘ superiores’ . Esta distinción facilitó el acuerdo entre el ayuntamiento y la diputación para construir sendos edificios de nueva planta, inaugurados en 1864. Los aspirantes a magisterio debían tener entre 17 y 25 años, certificados de buena conducta moral y política y superar un examen de ingreso. Para las chicas las condiciones de ingreso eran muy semejantes, pero además de saber leer y escribir a la perfección, debían dominar la doctrina cristiana y demostrar una serie de habilidades relacionadas con el cuidado del hogar. En 1854 comenzó a funcionar en el palacio de Escoriaza-Esquíbel el seminario eclesiástico fundado por Domingo Ambrosio de Aguirre, un sacerdote natural de Gamarra que hizo 28

fortuna en Cuba tras haberse visto forzado a emigrar por la policía bonapartista. Se trataba de una fundación privada, dotada con un millón y medio largo de reales, pensada para ofrecer a los jóvenes vitorianos la posibilidad de seguir la carrera eclesiástica sin tener que salir de su ciudad. El éxito de esta fundación privada fue inmediato: según el censo de 1860, los seminaristas representaban algo más de la mitad de los casi mil alumnos existentes en Vitoria. El seminario de Aguirre fue la primera fundación eclesiástica, pero no la última. A raíz de la erección del obispado vasco en Vitoria (1862), la fundación privada se reconvirtió en seminario conciliar. Después de la última guerra carlista, el seminario conciliar se trasladó al sobrio edificio construido a la sombra de la catedral de Santa María. También a comienzos de los años ochenta se establecieron en la capital alavesa los primeros colegios religiosos privados. Ursulinas y carmelitas fueron las primeras congregaciones femeninas en llegar; poco después lo harían también los marianistas y los escolapios del sagrado corazón (corazonistas). El éxito de los colegios religiosos, que contaron con el apoyo de la burguesía más conservadora, fue inmediato. Aun cuando inicialmente no tenían capacidad para conceder títulos y sus alumnos debían examinarse por libre, en poco tiempo compitieron ventajosamente con el instituto..

De las gacetas oficiales a la prensa independiente El XIX fue sin duda alguna el siglo de la prensa. Si la alfabetización aumentó el número de lectores, los avances técnicos facilitaron la difusión de las noticias y abarataron extraordinariamente el coste de los periódicos. El daguerrotipo y la linotipia contribuyeron tanto como telégrafo o el ferrocarril a la aparición de lo que pronto se denominó opinión pública. Es más, la libertad de prensa se convirtió en el rasero para medir el compromiso liberal de cualquier régimen político. Mientras los reaccionarios consideraban la libertad de escribir como el compendio de todos los males, porque permitía atentar impunemente contra los valores más sagrados de la comunidad, para los liberales constituía el único medio de disipar las tinieblas del error y la ignorancia. Pero incluso estos últimos estaban divididos sobre la conveniencia de prescindir totalmente de la censura. De hecho, los moderados impusieron la censura previa y unas leyes de imprenta muy restrictivas. El primer periódico editado en nuestra ciudad fue la Gazeta de la Corte (que al tercer 29

número cambió su nombre por el de Gazeta de Vitoria). Se publicó entre agosto y noviembre de 1808, coincidiendo con la estancia en la capital alavesa de la corte de José Bonaparte. Le sucedió la Gazeta de Oficio del Gobierno de Vizcaya (1811-1813), otra publicación oficial editada por los ocupantes. Ambas tuvieron una doble función propagandística: airear las disposiciones gubernamentales y minar la moral de los patriotas pregonando a los cuatro vientos la invulnerabilidad de las tropas imperiales. En esa misma línea de publicaciones al servicio de la administración pública cabe destacar igualmente el

Boletín Oficial de Álava, que comenzó a editarse en 1834 durante la primera guerra carlista y ha llegado hasta la actualidad. Pero los verdaderos orígenes del periodismo independiente alavés se sitúan en El Correo

de Vitoria (1813-1814). Esta publicación bisemanal de simpatías constitucionales estaba dirigida por el funcionario de correos Manuel González del Campo. Contó con el apoyo de la intelectualidad local, empezando por el alcalde y poeta Pablo de Xérica y el abogado Casimiro Javier de Egaña. Sin embargo, esta primera experiencia acabó, como sabemos, muy mal. La reacción absolutista se ensañó con los redactores del periódico. Sometidos a un proceso judicial, unos pagaron con el exilio, otros con la cárcel y con fuertes multas el terrible delito de haber hecho uso de la libertad de escribir, reconocida y amparada por la propia constitución de Cádiz. Comparados con las publicaciones de comienzos de siglo, las revistas y periódicos editados con posterioridad a la primera guerra carlista estaban menos ideologizados; también cuidaban mucho más la edición (tipografía, rotulación, etc.) y comenzaban a introducir dibujos y grabados. Los comentarios políticos ocupaban un lugar muy secundario frente a otras secciones como la actualidad local, los relatos de viajes, los recortes de prensa o las novelas por entregas. Sin embargo, aún no había nacido el periodismo profesional. El propietario y el editor del periódico eran una misma persona. Los redactores eran casi siempre vocacionales y debían compatibilizar su gusto por las letras con la abogacía o la docencia. Al no existir la publicidad pagada, los periódicos no tenían más ingresos que los derivados de la venta de ejemplares. Debido a la falta de una estructura financiera solvente, la gran mayoría de los periódicos apenas aguantaron unos cuantos números

El Lirio (1845-1847) y la Revista Vascongada (1847-1848) fueron las publicaciones más emblemáticas de los años cuarenta. Estaban dirigidas por Ramón Ortiz de Zárate y por 30

Francisco Juan de Ayala, respectivamente. Abogados de profesión y futuros diputados generales de Álava, ambos fueron también diputados en las cortes constituyentes convocadas tras la caída de Isabel II. El Porvenir Alavés (1863-1867) fue la publicación local más influyente en los años sesenta. En este periódico trisemanal, foralista y burgués fundado por Miguel Rodríguez Ferrer, un antiguo indiano de origen andaluz apasionado por la arqueología y la cultura vasca, colaboraron el profesor Daniel Arrese y Ricardo Becerro de Bengoa, su alumno más destacado. A finales de aquella década también vieron la luz dos publicaciones muy distintas: El Fuerista (1867-1868), creado por

Ramón Ortiz de

Zárate para impugnar la reelección de Pedro de Egaña como diputado general, y El

Mentirón (1868-1869), divertida revista semanal escrita y dibujada exclusivamente por Becerro de Bengoa. A partir de la revolución de septiembre de 1868, la libertad de prensa y la agitación política modificaron en profundidad la orientación de la prensa local. Comentarios editoriales y artículos de fondo fuertemente politizados desplazaron a las demás secciones. El más influyente por su difusión regional de los periódicos filocarlistas editados en la ciudad fue El

Semanario Católico Vasco-Navarro (1868-1873). Dirigido por Vicente Manterola, canónigo, diputado en cortes y futuro conspirador carlista, contó con la asidua colaboración de Ortiz de Zárate. Le dieron puntualmente la réplica El Porvenir Alavés (1871) y El Cantón Vasco (1873), dos periódicos de inspiración republicana, democrática y federal fundados por un entonces jovencísimo Fermín Herrán. La prensa periódica no se consolidó hasta el último tercio del ochocientos con El

Anunciador Vitoriano (1878-1898) y La Libertad (1890-1936). El primero de ellos comenzó siendo una hoja publicitaria que su propietario, el impresor Domingo Sar, distribuía gratuitamente dos veces por semana. Odón Apráiz consiguió incrementar la tirada inicial al convertir la publicación en un periódico convencional, que salía tres días por semana. Herminio Madinabeitia fue el primer director de La Libertad, un periódico muy bien equipado técnicamente que nació siendo ya diario. Uno y otro eran publicaciones de información general que, sin rechazar la crónica política, incluían también artículos de interés local, poesías, pasatiempos y pasajes literarios. Ideológicamente se situaban en un liberalismo templado, que rechazaban tanto los republicanos de El Demócrata Alavés

como los

carlistas de El Gorbea, entre cuyos directores figuró Eulogio Serdán. 31

De la Atenas del norte a la ciudad desencantada A pesar de sus diferencias políticas, los Arrese, Ayala, Becerro, Herrán y Zárate fueron miembros destacados de la primera generación de vitorianos masivamente alfabetizados. Aquella generación que alcanzó su plenitud en los años sesenta fue la más brillante de toda la centuria desde el punto de vista intelectual. Hasta el punto que los cronistas locales, refiriéndose a aquellos años de esplendor cultural, señalan a Vitoria como la Atenas del

norte. Sociológicamente, la generación del 60 era el correlato intelectual de una pujante clase media surgida al término de la primera guerra carlista. Compuesta por aristócratas convertidos en rentistas, comerciantes, industriales, profesionales liberales y funcionarios, entre todos dieron el tono a la nueva ciudad burguesa y la moldearon a su imagen y semejanza. La nueva mentalidad burguesa que acabó impregnando la ciudad se gestó en los principales centros de reunión y diversión del patriciado local, abiertos desde comienzos de los años cuarenta. Para ser socio del Liceo Artístico y Literario, lo mismo que para poder acudir al Gabinete de Lectura o al Casino, había que pagar una cuota de entrada y una cantidad fija todos los meses que estaba fuera del alcance de las clases populares. En cualquiera de los tres establecimiento los socios tenían acceso gratuito a la prensa, podían hacer tertulia o pasar el rato jugando a las cartas y al billar. También se hacían representaciones de teatro, se daban pequeños conciertos y se planificaban excursiones campestres. Incluso se hablaba de política y se cerraban negocios. Pero más allá de las actividades realizadas, ser socio de estas instituciones recreativas significaba pertenecer al círculo de los elegidos y compartir unos mismos ideales, valores y creencias. Pero fue el Ateneo la institución que mejor canalizó las inquietudes intelectuales de aquella generación. Fundado en abril 1866 por varios profesores del instituto, bajo la presidencia de Jerónimo Roure, médico municipal de formación humanista y con ciertas preocupaciones sociales, esta institución se constituyó para propagar los estudios científicos y literarios. Más que un centro de enseñanza reglada, el Ateneo era un foro de debate que articulaba sus actividades en pequeños ciclos de conferencias sobre los temas más dispares, desde la antropología a la economía política, pasando por las ciencias naturales o la historia. Liberados de la rigidez académica, los oradores tenían plena libertad para exponer sus teorías. Con frecuencia buscaban el debate con el público asistente y muchas veces la 32

controversia intelectual saltó de la sala de conferencias a las páginas de los periódicos. El Ateneo, que tenía su propia revista, fue el baluarte de la intelectualidad progresista local. Nacida al calor de la libertad de enseñanza proclamada por la constitución de 1869, la Universidad Literaria de Vitoria (1869-1873) ofrecía tres licenciaturas: derecho, ciencias y filosofía y letras. Su creación fue aprobada por el gobierno central a petición del ayuntamiento de la ciudad y de la diputación foral, que ofrecieron correr con los gastos. Su primer rector fue Mateo Benigno de Moraza, jurista y foralista ilustre. En esta universidad no estatal se licenciaron jóvenes bachilleres y obtuvieron el doctorado profesionales maduros como Domingo Martínez de Aragón, último diputado general nombrado de acuerdo con la tradición foral, o Daniel Ramón de Arrese. Este último fue uno de los principales mentores intelectuales de aquella generación. Comenzó su carrera docente impartiendo geografía e historia en el instituto de Vitoria y terminó sus días como catedrático de árabe en la Universidad de Sevilla. El extraordinario ambiente cultural de aquella década prodigiosa desbordó los centros docentes y las redacciones de los periódicos. En algunas casas particulares se recitaba poesía con asiduidad y se daban conciertos musicales por los aficionados locales. Republicano y algo masón, Fermín Herrán demostró su temprana afición a los clásicos al fundar en 1873 la Academia Cervántica Española. En el parnasillo local gozaban de justa fama novelistas como Sotero Manteli, descendiente de una conocida saga de impresores, o poetas como Obdulio de Perea, más pendiente de las musas que del negocio familiar. Pero no sólo de literatura, música y teatro vivía la juventud; también se interesaba por la arqueología, la botánica, la geografía y las ciencias naturales. Bajo la dirección intelectual de Amador de los Ríos, catedrático madrileño que veraneaba en Vitoria, Becerro de Bengoa y Rodríguez Ferrer excavaron varios yacimientos prehistóricos en los alrededores de la ciudad. En 1872, el inquieto profesor del instituto, Enrique Serrano Fatigati, puso en marcha la Academia de Ciencias de la Observación con el fin estudiar de forma rigurosa la geografía, la fauna y la flora provincial a través de excursiones científicas. Al año siguiente, en fin, el intrépido explorador Manuel Iradier y Bulfy partió hacia el entonces todavía casi desconocido golfo de Guinea. Inquieta, imaginativa y decididamente progresista, aquella brillante generación intelectual de 33

los años sesenta se disolvió pronto. Becerro de Bengoa partió hacia Palencia para tomar posesión como catedrático de física y química; su gran amigo Fermín Herrán, el infatigable editor de la Biblioteca Bascongada, terminó instalándose en Bilbao (al igual que otros muchos paisanos suyos como los Maeztu). Peor suerte corrió el explorador Iradier, que después de haber obtenido para España la soberanía sobre la desembocadura del río Muni, pasó los últimos años de su vida sin oficio ni domicilio conocido. La sensación de orfandad por la pérdida de aquellos jóvenes talentos se agravó por la desaparición de quienes habían regido la política local hasta la fatídica abolición foral. Vitoria perdió el tren de la modernidad en el último tercio de la centuria. Ninguna de la grandes expectativas de mediados de siglo – industrialización, nudo de comunicaciones ferroviarias, universidad, etc.- se había consolidado. Su retraso con respecto a San Sebastián y Bilbao era evidente. Si en 1857 era la más populosa de la tres capitales vascas, en 1900 era ya la menos poblada: Bilbao triplicaba la población de Vitoria y San Sebastián la aventajaba en siete mil habitantes. El pintor Adolfo Guiard caricaturizó a las tres capitales vascas como “ una inmensa fábrica, una inmensa fonda, una inmensa sacristía” . Abrumados por la preponderancia del elemento militar y eclesiástico, algunos cronistas locales también denominaban un tanto despectivamente a Vitoria como la “ ciudad de rancho y agua bendita” . Refiriéndose a ese decaído espíritu de fin de siglo, Tomás Alfaro Fournier definió a Vitoria como una ciudad “ desencantada”

en su doble acepción de ciudad sin encanto y sin

ilusión. La apacible y levítica quietud de la capital alavesa contrastaban extraordinariamente, en efecto, con la febril actividad bilbaína o con el elegante cosmopolitismo donostiarra. El desencanto no sólo afectaba a las cuestiones materiales; también era extensible al ambiente cultural, cada vez más apegado al conservadurismo ramplón de la restauración canovista. Nada simboliza mejor ese cambio de tendencia que la banalización de las sesiones del Ateneo, la incapacidad de la corporación municipal para reflotar la universidad literaria o el eclipse progresivo del instituto de enseñanza, durante mucho tiempo el centro cultural más emblemático de la ciudad. La imagen del modesto caserón del instituto entrando en el nuevo siglo flanqueado por la maciza severidad de dos colegios religiosos, los de marianistas y ursulinas, reflejaba con claridad el espíritu de los nuevos tiempos.

34

Lihat lebih banyak...

Comentarios

Copyright © 2017 DATOSPDF Inc.