Virtud y naturaleza en Aristóteles. Notas sobre Ética Nicomáquea

June 14, 2017 | Autor: Fabian Mie | Categoría: Aristotle, Virtue Ethics, Naturalism
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Descripción

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La urdimbre de la razón

Guillermo Lariguet (editor)

LA URDIMBRE DE LA RAZÓN Ensayos de filosofía teórica y práctica contemporáneos

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Ensayos de filosofía teórica y práctica contemporáneos

La urdimbre de la razón : ensayos de filosofía teórica y práctica contemporáneos / Laura Danón ... [et al.] ; editado por Guillermo Lariguet. - 1ª ed . - Mar del Plata : Kazak Ediciones, 2017. Libro digital, PDF Archivo Digital: descarga y online ISBN 978-987-26573-5-2 1. Filosofía. I. Danón, Laura II. Lariguet, Guillermo, ed. CDD 190

Imagen de tapa: Diseño sobre la base de la imagen gratuita “Cabestrillo, Urdimbre, Amor, Oso” de SeppH, en Pixabay.

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La urdimbre de la razón

Índice

Prólogo, Guillermo Lariguet (6) 1. Análisis conceptual para filósofos naturalistas, Laura

Danón (11) 2. Experiencia perceptiva y contenido empírico, Daniel

Kalpokas (36) 3. Un modelo filosófico para pensar los derechos humanos,

Julio Montero (69) 4. Teoría del discurso y estado democrático de derecho.

Aportes a la justificación del control judicial en J. Habermas y K. O. Apel, Santiago Prono (92) 5. Virtud y naturaleza en Aristóteles. Notas sobre Ética

Nicomáquea, Fabián Mié (120) 6. Ética, estética y carácter en la filosofía de Schopenhauer,

Luciana Samamé (162) 7. La política en la era de la información: ciberutopías y

ciberdistopías, Lucas Misseri (192) 8. Juzgar bien para actuar bien. Pasiones y cuerpo en la

moral cartesiana, Ariela Battán Horenstein (214) 9. La empatía y su contribución en el ámbito de los derechos

humanos, Patricia Brunsteins (236) Sobre los autores (255)

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Prólogo Guillermo Lariguet

La urdimbre de la razón. Ensayos de filosofía teórica y práctica contemporáneos reúne los trabajos de nueve filósofos argentinos discutidos en un Seminario de Posgrado llamado “Cruzando Fronteras, encuentros con filósofos”, que se desarrolló durante todo el año académico de 2014 en la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la Universidad Nacional de Córdoba, Argentina, bajo mi dirección. Se trata de trabajos pensados desde la denominada “filosofía teórica” (en el caso de Laura Danón y Daniel Kalpokas), de la llamada filosofía práctica (en el caso de Montero, Prono, Mié, Samamé y Misseri) y de una bisagra entre ambas áreas filosóficas (en el caso de Battán Horenstein y Brunsteins). ¿Por qué llamar a este libro con el título sugerente de “Urdimbre de la razón”? Una urdimbre constituye un conjunto de hilos que se disponen en un telar para armar una tela. Pues bien, los trabajos reunidos son precisamente esos hilos que forman un paño o tela compleja, tela que podríamos asumir como exponentes de la razón filosófica. En efecto, los trabajos desarrollan el tratamiento de problemas fundamentales de la filosofía contemporánea, problemas que hacen a la idea misma de razón, entendido este término como un “primitivo” de la filosofía. Entre estos problemas uno encuentra el tratamiento de la naturaleza del método filosófico (Danón) y de la experiencia perceptiva del entorno empírico (Kalpokas), temas que hacen a la filosofía

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teórica. En cuanto a la filosofía práctica, resaltan cuestiones como cuál es el mejor modelo para pensar los derechos humanos (Montero), el control judicial en una democracia (Prono), la ética en Aristóteles (Mié), la relación entre estética y ética en Schopenhauer (Samamé) y la cuestión política del ciberespacio (Misseri). Finalmente, como ensamble de ambas áreas de la filosofía, uno identifica problemas como el de la relación entre juicio práctico y acción en Descartes (Battán Horenstein) y la empatía y su rol en el ámbito moral de los derechos humanos (Brunsteins). La mención a los trabajos que acabo de efectuar en el párrafo antecedente, sin embargo, no explica por qué este libro, y estos ensayos, forman una urdimbre y una que atañe a la razón. En lo que sigue, me encargo de elucidar esta cuestión. Pues bien, como decía en párrafos anteriores, una urdimbre refiere a unos hilos que se disponen para formar una única tela. Esto indica, entonces, que los trabajos compilados forman, no obstante su heterogeneidad temática y su diversidad de propósitos, una unidad en la pluralidad. Una unidad, como sugerí líneas atrás, de problemas fundamentales. Fundamentales en tanto forman los axiomas básicos de cualquier preocupación filosófica en tanto que tal. Y de preocupaciones que tienen que ver con una reflexión racional sobre el mundo. Asumo aquí que el término “razón” o la expresión “racional” son primitivos o términos básicos de la filosofía; términos que asociamos con una malla inextricable de categorías como las de creencia, verdad, significado, proposición, argumentación rigurosa, claridad y precisión conceptual. Pues bien, decía, que son problemas que atañen a la filosofía en tanto que tal. Como son, además, “problemas”, ello indica la obsesión, propia del entrenamiento filosófico, por no pasar por alto ninguna dificultad y por excavar en las tuberías del sentido común y ponerlo bajo cuestionamiento

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con un método basado en la argumentación y la crítica (Bouveresse, 2014, p. 58). Los trabajos reunidos están en sintonía con el espíritu de lo que se acaba de indicar arriba en cuanto a desplegar los poderes de la argumentación y la crítica y a hacerlo siguiendo una “ética de la claridad” (Bouveresse, 2014, p. 92). Los artículos consignados buscan la precisión y la profundidad en el abordaje de cuestiones que atraviesan toda la filosofía por ser fundamentales, tal como se ha afirmado antes. Repito: las cuestiones del libro forman una urdimbre compleja. En primer lugar, la preocupación más básica, a saber, por la naturaleza del método filosófico, en este caso el método de la filosofía analítica y otras filosofías amigables con ella, v.gr., el llamado “análisis conceptual” (en el caso de Danón), permite profundizar en lo que para mí es el primer tema de la filosofía: su propia naturaleza. Explicitada una opción –en este caso “naturalista”- acerca de cómo entender esta temática, el siguiente paso es preguntarnos por la estructura y contenido de la forma en que percibimos el mundo. Si el filósofo se pregunta por la hechura del mundo, nada mejor que empezar por su propio método y luego por cómo concebir plausiblemente la forma misma en que incorporamos la información sobre el mundo que nos rodea. Estas serían, diría yo, dos de las cuestiones teóricas más fundamentales y básicas para un filósofo, no importa la escuela a la que adscriba, desde que la filosofía occidental ha tomado consciencia histórica de sí misma y desde que se ha hecho acopio de las preocupaciones del pasado que continúan, bajo otras formas, en el presente. El siguiente hilo de la urdimbre parte de la intuición kantiana –o con sus matices también leibniziana- de que la razón teórica y la práctica están unidas de diversas formas. Es por esto que, entre los temas fundamentales de la praxis humana, se encuentran tópicos no sólo teóricos sino

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también morales (como en el caso de la reflexión por la naturaleza de los derechos humanos a cargo de Montero) y por la forma razonable en que nuestros jueces controlan la moralidad profunda de las leyes sin violar un orden democrático (el caso estudiado por Prono). Como es sabido, los derechos son los axiomas centrales de una teoría moral que vindica la posibilidad de contar con demandas legítimas sobre necesidades básicas. El control judicial es una forma, por su parte, de garantizar la existencia de estas demandas frente a posibles vulneraciones indebidas. Ahora bien, como la moralidad es un tema práctico descollante, no puede faltar, a su tiempo, una reflexión acerca de una teoría moral que, al decir de Hampshire (2014, p.9), es una de las más potentes para explicar el mejoramiento humano. Esto explica la presencia del trabajo de Mié sobre Aristóteles. La ética del filósofo de Estagira, contra todas las críticas, sigue siendo una teoría de la que no se puede prescindir cuando nos preocupamos por los rasgos de carácter de las personas. El complemento de esta indagación es el trabajo de Samamé sobre la noción de carácter y la relación entre el dominio de la estética y el de la ética en Schopenhauer. La presencia de este filósofo que ajustó cuentas personales con Kant (la otra teoría moral estelar paralela y divergente a la aristotélica) da cuenta de la necesidad de repensar las relaciones entre el juicio artístico y ético y la noción de carácter moral. La política también es un aspecto notorio de la praxis humana en tanto que tal. En esta dirección, Misseri explora las implicaciones de un tema contemporáneo como es el del ciberespacio y su estatus en la filosofía política. El tema es relevante por sus consecuencias prácticas. Pero también porque demanda una mirada racional que reconstruya de una

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manera clara y precisa, a la vez que original, las demandas de este ámbito para la filosofía política. Una manera de mostrar el ensamble entre la filosofía teórica y práctica, de una manera nítida y no compartimentalizada, está dada por los trabajos de Battán Horenstein y Brunsteins. Ambos son ejemplos de la construcción de puentes entre ambas áreas filosóficas. Battán Horenstein, preocupada por la sombra que aun Descartes ejerce en nuestra cultura filosófica, se pregunta por la relación entre el juzgar bien para actuar bien (nuevamente un tema fundamental de la filosofía en tanto que tal), mientras Brunsteins indaga en la naturaleza de la emoción de la empatía y sus importantes y poco revisadas implicaciones para los derechos humanos, temática, ésta última, como ya se señaló oportunamente, que es abordada por Montero. Teoría y praxis, cuestiones sobre la teoría filosófica y la praxis moral, política o jurídica, la naturaleza del método filosófico y la percepción humana, el estatus de los derechos humanos y del control judicial de su cumplimiento, la naturaleza de la ética y el carácter moral, la constitución de nuestras emociones, en tal caso, de la empatía, la relación entre juicio y acción, entre pasión y razón, y el problema de las tecnologías del ciberespacio como objeto de cierta regulación política, forman una urdimbre de la razón, como se ha podido ver en mi presentación. Para cerrar, y no hacerlo de forma abrupta, quiero señalar que en estos tiempos de tanta violencia y desigualdad, y de tanto discurso irracional, superficial u oscuro sobre estos fenómenos, un discurso argumentado y claro de los filósofos, es no solo una demanda profesional o institucional. Es también una demanda moral. Los autores de este libro la

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satisfacen ampliamente, mostrándonos la urdimbre de la razón, sus hilos y la tela.

Bibliografía

Bouveresse, Jacques. 2014. El filósofo entre los autófagos. Trad. Adriana Valadés de Moulines. FCE. México. Hampshire, Stuart. 2014. Dos teorías de la moralidad. Trad. Juan José Utrilla. FCE. México.

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Capítulo 1 Análisis conceptual para filósofos naturalistas Laura Danón

La filosofía angloamericana, se afirma hoy con relativa frecuencia, ha dado un giro naturalista (De Caro y Mc Arthur 2004, Engel 2000, Kitcher 1992). Son muchos los filósofos trabajando en distintas áreas de la disciplina – entre las cuales cabe mencionar la filosofía de la mente, la filosofía de las ciencias, la filosofía del lenguaje, la ética, la epistemología etc., — que afirman ser naturalistas y pretenden estar ofreciendo una teoría naturalista de algún fenómeno o tópico de interés. Se habla, así, de “naturalizar” la moral, la mente, el libre albedrío, el significado, la normatividad, le epistemología, el yo, etc. No es claro, sin embargo, de qué modo hemos de entender el término “naturalismo”, pues este tiene una larga historia y cambia de significados – a menudo dramáticamente y sin mayor explicitación— de contexto en contexto. A grandes rasgos, se suele distinguir entre dos variedades de naturalismo: el ontológico o metafísico, por una parte, y el metodológico o metafilosófico, por otra. Pero, además, varía de filósofo en filósofo cuán restrictiva o laxa se considere que deba ser una filosofía naturalista en cualquiera de estos subtipos. En este trabajo me centraré fundamentalmente en uno de los usos generales del término naturalismo: el metafilosófico, distinguiendo brevemente las distintas tesis con las que se compromete este tipo de naturalismo y algunas variantes que cabe diferenciar al interior del mismo. Los distintos tipos de naturalismo metafilosófico han dado lugar a intensos debates.

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Mi objetivo aquí no será reconstruir tales debates, ni defender al naturalismo de sus críticos. Antes bien, el foco general de mi interés estará dirigido a examinar ciertas consecuencias metodológicas del naturalismo metafilosófico que, a mi parecer, no han sido suficientemente discutidas. Quien adopta un enfoque naturalista ha de enfrentarse a una serie de interrogantes de importancia central para su empresa: ¿es acaso legítimo seguir adjudicando a la filosofía algún tipo de autonomía una vez que se ha dado el giro naturalista? ¿Puede acaso el filósofo naturalista conservar algunos de los métodos filosóficos a los que apelaba la filosofía tradicional? ¿O han de ser sus métodos los mismos que los del científico? Ahora bien, aunque acuciantes, estas preguntas son aún demasiado amplias para ser abordadas aquí. En lo que sigue me limitaré a dar un primer paso en pos de una respuesta a las mismas, abordando otro interrogante, vinculado a ellas, pero de carácter más específico: ¿puede seguir el filósofo naturalista empleando el viejo método del análisis conceptual? 1 1. Variedades de naturalismo metafilosófico

Como se dijo anteriormente, es posible distinguir al menos dos tipos de naturalismo a los cuales se hace referencia en buena parte de las discusiones filosóficas actuales: el naturalismo ontológico o metafísico y el naturalismo metafilosófico.2 El 1. Una versión previa de algunas de las ideas aquí expuestas puede hallarse en Danón (2011). 2. Una tercera variedad relevante de naturalismo es la “epistemología naturalizada”, propuesta originariamente por Quine (1969) como una empresa que habría de reemplazar a la epistemología tradicional, de corte a-priorístico y normativo, para pasar a investigar – desde el interior de la ciencia misma— cómo se origina el conocimiento humano a partir del modo en que ciertos estímulos impactan sobre nuestras terminales sensoriales.

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naturalismo ontológico o metafísico se compromete, en primera instancia, con la idea de que es tarea de la ciencia – y no de una filosofía primera— responder a la pregunta: ¿qué es lo que existe?, identificando, clasificando, describiendo y explicando cuál es el mobiliario básico de nuestro mundo (Quine 1981). De manera subsidiaria, el naturalista ontológico suscribe también a una tesis fisicalista “acerca de lo que hay” o acerca del tipo de entidades que pueblan nuestro mundo. De acuerdo con la misma “todo lo que hay es natural; esto es, todo lo que hay forma parte de un sistema espacio-temporal causalmente cerrado.”3 El naturalismo metafilosófico, en cambio, es una posición filosófica con respecto a cuál es el estatus de la filosófica como disciplina, qué tipo de verdades produce, qué métodos debe emplear y qué tipo de vínculos ha de mantener con las disciplinas científicas. En este segundo sentido, ser un naturalista involucra re-concebir de un modo radical las relaciones entre filosofía y ciencia. El naturalismo metafilosófico se opone a un modo tradicional o canónico de entender la filosofía, de acuerdo con el cual esta es una disciplina que se distingue nítidamente de la ciencia por presentar una serie de rasgos distintivos y exclusivos. En primer lugar, el canon considera la filosofía como una disciplina autónoma, con objetos, problemas y métodos propios. Bajo esta concepción, el método que emplean los filósofos se agota en reflexionar “desde su sillón”, sin que sea preciso que éstos salgan a observar el mundo circundante, ni a realizar experimentos que les proporcionen evidencia empírica relevante. En segundo lugar, se considera la filosofía como una disciplina radicalmente diferente de cualquier otra por elaborar “productos” privilegiados desde un punto de vista 3. Pérez (2002), p. 12.

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cognoscitivo y normativo. Mientras las ciencias brindan verdades empíricas, locales, falibles, contingentes y a posteriori, la filosofía operaría en un plano conceptual, proporcionando verdades necesarias, universales y conocidas a priori. En tercer lugar, se piensa que la filosofía debe cumplir un rol fundacional en relación con la ciencia, proveyéndole de fundamentos metafísicos o epistémicos. Por contraposición, lo que esta concepción ortodoxa de la filosofía no admite es la posibilidad de la relación inversa, en la cual la filosofía pueda recibir aportes cognoscitivos provenientes del campo científico. Las ciencias, se piensa, no tienen nada relevante que aportar a la filosofía en la medida en que esta es una disciplina independiente y autónoma, epistémicamente privilegiada y dotada de un papel normativo único. En clara oposición a este cúmulo de ideas, el naturalista metafilosófico abandona el objetivo de construir una filosofía primera anterior a cualquier investigación empírica. Más aún, abandona la concepción de la filosofía como una empresa autónoma, que se distingue tajantemente de la ciencia por su objeto, por su método, por el carácter apriorístico y por la superioridad epistémica y normativa de sus enunciados. En su lugar, busca construir una disciplina próxima a la ciencia o en continuidad con ella. El naturalista piensa que el conocimiento no es infalible, sino revisable y corregible a luz de la evidencia empírica. Además adhiere a la tesis de que la filosofía no produce verdades analíticas, cognoscibles a priori, sino verdades sintéticas y a posteriori. Estas tesis metodológicas serán examinadas con mayor detalle en el próximo apartado. 2. El naturalismo metafilosófico y la metodología de la

filosofía

Siguiendo a Quine, muchos naturalistas científicos nos proponen que pensemos la filosofía como una empresa que se

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halla “en continuidad” con la ciencia (Quine 1995). Esta tesis controvertida ha sido entendida de distintas maneras. Bajo cierta versión “asimilacionista” de la tesis de la continuidad, se tiende a sostener que la filosofía ha de compartir los mismos objetivos y métodos de la ciencia. Se suele asumir, por ejemplo, que los métodos del filósofo no deben diferir sustancialmente de la metodología a posteriori de los científicos, pues sólo ésta última puede brindar conocimiento genuino y es, además, la única que no resulta ni problemática ni misteriosa. A lo sumo, se reconocerá que el filósofo se diferencia del científico por su mayor tendencia integrar información de múltiples disciplinas distintas, o por desarrollar sus teorías en un nivel especialmente elevado de abstracción. Situándose en una posición de este tipo, Papineau, por ejemplo, sostendrá que la filosofía y la ciencia están involucradas esencialmente en la misma empresa. Las diferencias relativamente superficiales entre una y otra se deben a la mayor generalidad de la filosofía, a los distintos modos en que ambas recogen sus datos y a cierta necesidad de “desenredar” las cuestiones filosóficas antes de llevar a cabo un abordaje científico de ciertos problemas (Papineau 2015). El riesgo obvio de este enfoque asimilacionista reside en que la filosofía pierda toda su autonomía disciplinar, pasando a convertirse en una rama más de la ciencia o disolviéndose en las distintas subdisciplinas ya existentes. Esta no es, sin embargo, la única manera de interpretar la tesis de la continuidad entre ciencia y filosofía. Bajo una lectura más modesta de la misma, el filósofo naturalista no tiene por qué renunciar enteramente a su especificidad metodológica. La única constricción metodológica que se le impone es la de mantener con la ciencia vínculos de colaboración recíproca, siendo sensible a la importancia del intercambio y producción conjunta de desarrollos teóricos y metodológicos entre filósofos y científicos que abordan temáticas afines. Por lo

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general, este naturalista moderado no pretender estar haciendo ciencia per se, pero sí suele considerar que la ciencia es nuestra mejor fuente de conocimiento (Lewens 2012). En consecuencia, cree también que el filósofo ha de esforzarse por elaborar teorías que puedan integrar, dar sentido, incorporar o, como mínimo, ser compatibles con el conocimiento científico disponible. Todo lo cual exige una buena predisposición y un esfuerzo continuo por trabajar junto a los científicos, consumiendo los productos teóricos desarrollados por ellos, así como por colaborar en la elaboración de conocimiento mediante la evaluación de las teorías y del vocabulario empleado por los científicos, la formulación o reformulación de problemas de su interés, la detección de inconsistencias al interior de sus teorías, la elaboración de argumentos, taxonomías, teorías o modelos, etc. 3. El naturalismo metafilosófico y el análisis conceptual Ahora bien, tanto aquellos naturalistas que adoptan posiciones marcadamente asimilacionistas, como quienes procuran preservar algunos rasgos distintivos para la filosofía, enfrentan el mismo interrogante: ¿en qué medida pueden seguir haciendo uso de los viejos métodos filosóficos? ¿Es preciso que los abandonen completamente, pueden seguirlos empleando sin mayores modificaciones, o acaso sólo pueden continuar utilizándolos una vez que los hayan modificado del modo apropiado? Como anticipé más arriba, estos interrogantes generales exceden los alcances de este trabajo. Es posible, sin embargo, avanzar paulatinamente en una respuesta a los mismos si partimos de preguntas más modestas, acotadas al caso de distintos métodos filosóficos caros a la tradición. Siguiendo una estrategia de este tipo, en lo que sigue me focalizaré en examinar en qué medida el filósofo naturalista

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puede seguir empleando una vieja herramienta: el análisis conceptual. Como es bien sabido, el análisis conceptual constituye una de las herramientas fundamentales de trabajo del filósofo analítico. También se suele reconocer que son múltiples las variantes de análisis conceptual propuestas por los filósofos pertenecientes a la tradición analítica, así como son numerosas las disputas que se han generado en torno al modo específico en que debe llevarse a cabo la elucidación de nuestros conceptos y a cuál ha de ser su campo de aplicación. Pese a ello, es posible identificar – siquiera de modo inicial— algunos rasgos tradicionalmente asociados al análisis conceptual en tres de sus versiones más conocidas. a) El análisis como descomposición

Usualmente se piensa que el análisis filosófico consiste en la tarea de descomposición de los conceptos en sus notas o constituyentes constitutivos. A esto se suma que, como resultado de tal análisis, debiéramos arribar a una definición del concepto analizado en términos de condiciones necesarias y suficientes que determinen de modo nítido cuál es la referencia del mismo (Sandin, 2006; Audi 1983). ¿Ahora, como logra el filósofo desentrañar cuáles son las notas o componentes constitutivos de un concepto? Presuntamente, lo hará diseñando experimentos mentales que despierten en él una serie de intuiciones a priori – intuiciones que debieran ser, en principio, compartidas por cualquier hablante competente— con respecto a las condiciones de aplicación del concepto y a las propiedades esenciales del mismo (Ramsey 1992, Schroeter 2008). La tarea del análisis es hacer explícitas estas intuiciones previas.

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La importancia de conocer tales intuiciones radica en que, al menos para los defensores tradicionales del análisis, a partir de las mismas podemos derivar verdades conceptuales con respecto a los rasgos que ha de poseer el referente de tales conceptos, o a su naturaleza. He aquí un razonamiento que da sustento a tal aseveración: para el defensor del análisis conceptual clásico, los rasgos o notas que conoce de modo implícito quien domina un concepto determinan la referencia del mismo. Luego, una entidad que no poseyera aquellos rasgos que el proceso de análisis revela como componentes de mi concepto de X, no podría formar parte de la extensión de X. Con lo cual queda garantizado que, con independencia de cualquier hallazgo empírico, mis intuiciones acerca de las propiedades que han de presentar las entidades que caen bajo un concepto X serán correctas de modo infalible. Todo aquello que no presente dichos rasgos quedará, por definición, fuera de la extensión del concepto en cuestión (Schroeter, 2008). b) El análisis como construcción

Para algunos filósofos – entre los cuales cabe citar, salvando las importantes diferencias que existen entre ellos, a Carnap (1947, 1950, 1966), Hempel y Oppenheim (9148) y Hampshire (1957) — el análisis no involucra un acto de descomposición, sino uno de explicación o construcción. Para ellos, analizar un concepto consiste en modificar y precisar los conceptos vagos o ambiguos previamente disponibles en nuestro repertorio ordinario, con la finalidad de obtener otros conceptos, más exactos y precisos, que constituyan mejores herramientas para alcanzar los intereses teóricos del filósofo y el científico. Siguiendo a Carnap (1966), hay al menos cuatro objetivos que deben guiar este tipo de análisis conceptual:

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i) El nuevo concepto debe preservar cierta semejanza con el

original, de modo tal que pueda ser aplicado a todos (o a la mayor parte de) los casos a los que se aplicaba el primero. ii) El nuevo concepto ha de estar caracterizado con mayor exactitud que el original. iii) Debemos procurar elaborar conceptos fértiles, que favorezcan, en particular, la formulación de diversas leyes científicas. iv) Hemos de tratar de proponer conceptos simples. c) El análisis conectivo

Un tercer modo de entender el análisis conceptual es el propuesto por Strawson (1992). Este autor nos insta a pensar en nuestros conceptos como insertos en complejas redes de elementos conectados entre sí, donde la función de cada concepto sólo puede comprenderse adecuadamente si captamos sus relaciones con otros conceptos dentro de tal sistema. En consecuencia, para este autor, la tarea central que lleva a cabo quien analiza un concepto consiste en rastrear y esclarecer las distintas conexiones que lo vinculan con una red compleja de otros conceptos de la cual forma parte. El objetivo del análisis pasa a ser aquí, por lo tanto, describir fragmentos de nuestras redes o esquemas conceptuales, identificando relaciones de implicación, presuposición, dependencia, exclusión, etc., entre los conceptos allí involucrados. Finalmente, cabe señalar que – bajo cualquiera de estas concepciones— el análisis conceptual ha sido entendido, casi sin excepciones, como una tarea a priori, de carácter noempírico, que descansa exclusivamente en las intuiciones del filósofo. Acodado en su sillón, el filósofo construye un conjunto de situaciones imaginarias, actuales y posibles, que ponen a prueba el alcance del concepto bajo análisis, sus rasgos centrales, el modo en que habría que modificarlo, sus vínculos

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con otros conceptos, etc., y se aboca a examinar cuáles son sus intuiciones con respecto a tales casos. El análisis del concepto se constituye a partir de la generalización de dichas intuiciones y, posteriormente, se lo “pone a prueba” mediante la elaboración de contraejemplos. Una vez que hemos explicitado algunos de los rasgos característicos del análisis conceptual tradicional, podemos ver con claridad por qué un filósofo naturalista no puede apelar sin más a tal metodología. Básicamente, esto se debe a que la misma involucra: i) un modo de ejercer la filosofía “desde el sillón”, de manera autónoma e independiente de cualquier aporte empírico, que torna innecesario cualquier intercambio cooperativo con otras disciplinas empíricas; y ii) una concepción de los productos cognitivos elaborados mediante el análisis – un conjunto de verdades conceptuales que no pueden ser cuestionadas o revisadas a partir de datos empíricos— que entra en clara contradicción con la tesis naturalista de la revisabilidad empírica de todo el conocimiento. Razones de esta índole han llevado a muchos naturalistas a ser profundamente críticos con respecto al análisis conceptual y a pensar que, qua filósofos naturalizados, debemos abandonar tal actividad (Kornblith 2007, Devitt y Sterelny 1987 y Papineau 2009). En contra de tal tradición, querría defender, en lo que sigue, que el naturalista puede continuar adjudicando un papel importante al análisis filosófico – bajo cualquiera de las tres versiones arriba explicitadas— siempre que esté dispuesto a modificar, en ciertos puntos relevantes, la concepción tradicional del mismo.

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4. Análisis conceptual naturalizado Retomemos ahora, pues, los interrogantes centrales de este trabajo: ¿Cuáles son los aspectos del análisis conceptual tradicional que el filósofo naturalista debe revisar o abandonar? ¿Y cuáles puede, en cambio, preservar de modo legítimo? En primer lugar, parece preciso revisar la idea de que el análisis filosófico pueda, en cualquiera de sus versiones, permitirnos acceder a verdades sui generis, infalibles, a priori, necesarias e independientes del conocimiento empírico. Sólo de este modo el naturalista podrá permanecer fiel a la tesis de que cualquier hallazgo filosófico es potencialmente revisable a partir de la evidencia empírica. Hasta aquí sólo estaríamos poniendo en cuestión, sin embargo, el modo tradicional de concebir y evaluar epistémicamente los productos del análisis conceptual, sin objetar el método mismo. De hecho, no veo cuál de los compromisos del naturalista podría conminarnos a abandonar el análisis conceptual como una metodología filosófica cuyo núcleo básico consiste en el examen de ciertos conceptos – ya sea para identificar y explicitar sus componentes, sus vínculos con otros conceptos y redes teóricas, o los puntos en los que requieren ser reformulados— y en la apelación a sus intuiciones para llevar a cabo tal tarea. O, dicho de otro modo, no veo razones por las cuales el análisis conceptual qua metodología filosófica no pueda seguir en pie, una vez que dejemos de entender sus productos como verdades conceptuales, a priori, necesarias y no revisables por la evidencia empírica para pasar a pensarlas, en cambio, como hipótesis contingentes y empíricas acerca de la realidad que nos rodea. Trataré, en lo que sigue, de desarrollar mejor esta idea, apoyándome para ello en algunos aportes recientes de filósofos

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como Michael Devitt (2011), Carrie Jenkins (2012) y David Papineau (2009). Ninguno de ellos está embarcado en un proyecto análogo al mío. Devitt y Papineau son naturalistas convencidos, pero creen que debemos abandonar el análisis conceptual como metodología. Jenkins, por su parte, defiende el análisis conceptual y lo considera compatible con cierta forma de naturalismo, pero le otorga un carácter a priori respecto del cual preferiría preservar ciertas reservas. Con todo, pienso que algunos aportes puntuales de estos autores – ómo entender las intuiciones, en el caso de Devitt y Papineau, y cómo entender el análisis conceptual y el tipo de conocimiento que este nos proporciona, en el caso de Jenkins— pueden ser empleados, con independencia de las teorías más generales dentro de las cuales estos autores las insertan, para apuntalar mi propia noción de análisis conceptual naturalizado. De acuerdo con Papineau (2009), cuando los filósofos se abocan a lo que ellos mismos denominan “análisis conceptual”, lo que hacen es explicitar la “estructura” de un concepto, esto es, examinar cuáles son los otros conceptos con los que el primero se encuentra vinculado de modo constitutivo. Ahora bien, prosigue este autor, si seguimos este camino rápidamente descubriremos que esta red de conceptos presupone, a su vez, una serie de tesis o afirmaciones empíricas acerca de la realidad, a las que Papineau denomina “teorías”. De manera análoga, Devitt (2011) señala que cuando un filósofo apela a sus intuiciones con respecto a las condiciones de aplicación de cierto concepto X, estas pueden constituir una vía valiosa para adquirir conocimiento sobre cierta clase de cosas, los Xs, pero esto será así sólo en la medida en que se asienten sobre ciertas creencias empíricas que el filósofo ha adquirido previamente acerca de los Xs. Las intuiciones en cuestión serán confiables sólo en la medida en que sea confiable el conocimiento empírico que tenga el filósofo con respecto a la clase de los Xs.

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Por su parte, Jenkins (2012) ha sostenido que podemos descansar en el análisis de nuestros conceptos en aquellos casos en los que estos sean buenos conceptos. Esto último tendrá lugar cuando dichos conceptos cumplan dos condiciones: i) Una condición de adecuación: de acuerdo con la cual

nuestros conceptos han de codificar cierta información acerca del mundo, o han de representar ciertos rasgos reales del mundo de modo adecuado. ii) La condición de no-accidentalidad: según la cual la condición previa i) debe satisfacerse de modo no accidental. Si i) y ii) se cumplen, entonces podemos extraer información acerca del mundo examinando nuestros conceptos, del mismo modo en que podemos extraer información acerca del mundo leyendo un mapa. Ahora bien, el modo en que nuestros conceptos reflejan el mundo no es casual ni accidental, porque dichos conceptos son sensibles a nuestras experiencias perceptuales y estas últimas son, a su vez, sensibles a la estructura que de hecho tiene la realidad. Debido a nuestro contacto sensorial con el mundo, podemos codificar información confiable acerca del mismo. Este rol mediador de la experiencia es el que hace que nuestros conceptos sean una fuente de conocimiento y de justificación. El conocimiento que obtenemos o, de modo más preciso, recuperamos, cuando examinamos nuestros conceptos es, por lo tanto, de carácter empírico. Lo cual no impide, según Jenkins, que sea a la vez conocimiento a priori.4

4. Jenkins está adhiriendo aquí a la idea de que el conocimiento conceptual

es a priori porque, aunque la experiencia juega un rol en la obtención de nuestros conceptos, no juega un rol en su justificación. No discutiré aquí si Jenkins tiene razón al considerar que este conocimiento es, a la vez, empírico y a priori. Me resulta dudoso, sin embargo, que la experiencia no

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De modos diferentes, todos estos filósofos admiten que nuestros conceptos de algún modo codifican, o presuponen, información de carácter empírico, que se manifiesta en las “intuiciones” de los filósofos y puede servir para poner en cuestión o apuntalar distintas teorías empíricas. Aunque, por la misma razón, esta misma información puede ser revisada y corregida a la luz de la evidencia empírica. Ahora bien, si aceptamos que estos filósofos están en lo correcto, entonces cabe preguntarse: ¿por qué no pensar que la tarea del análisis conceptual es hacer explícitas dichas tesis o creencias empíricas incorporadas o presupuestas por nuestros conceptos? ¿Y por qué no aceptar, consecuentemente, que los resultados de tal análisis, aunque en ocasiones constituyan conocimiento empírico valioso, siempre podrán resultar cuestionados a la luz de la discusión racional y de la evidencia empírica disponible? Se abre así, pienso, un modo de entender la tarea de elucidación conceptual que no entra en conflicto con una metodología naturalista.5

pueda desempeñar, eventualmente, algún papel como evidencia una vez que hemos examinado ciertos conceptos y deseamos “testear” la información que nos ofrecen. A mi entender, siempre puede haber nueva información empírica, diferente de aquella que incidió en la formación de un concepto X, que puede fungir como evidencia a favor o en contra de la información codificada en el mismo. 5. De los tres filósofos a los cuales he hecho referencia, sólo Jenkins sigue explícitamente una propuesta de este tipo. Tanto Devitt como Papineau se niegan, en cambio, a continuar usando el rótulo de “análisis conceptual”. Devitt (2011) aduce que debemos abandonar el término, ya que piensa que las intuiciones a las que los filósofos arriban a partir de sus reflexiones de sillón no versan sobre sus conceptos, sino sobre ciertas clases naturales. Basándose en estas intuiciones empíricas el filósofo construye, pues, una teoría acerca de ciertos fenómenos del mundo, algo que es muy diferente del mero pensar acerca de sus conceptos. De modo similar, Papineau (2009) argumenta que, si la posesión de conceptos involucra un compromiso con ciertas afirmaciones sintéticas y elucidar estos conceptos

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Ahora bien, hasta aquí, los autores considerados comparten un punto central en común: para todos ellos el conocimiento empírico presupuesto por nuestros conceptos es aquel que resulta común y compartido con cualquier hablante ordinario. A partir de ello, uno podría verse tentado a concluir que el filósofo que se aboca al análisis conceptual no requiere contar con ninguna formación especializada, con la eventual excepción de haber sido especialmente entrenado para detectar y explicitar las intuiciones “de sentido común” que él, como cualquier hablante competente, ya posee (Gopnik & Schwitzgebel 1998). Ahora bien, si aceptamos esto último sin mayor elaboración, tropezaremos al menos con dos problemas

es equivalente a sopesar tales afirmaciones, entonces no hay diferencia alguna entre el análisis conceptual y la actividad ordinaria de teorizar. Aunque no puedo detenerme aquí en este punto, creo que para muchos defensores del análisis conceptual, su tarea no consiste meramente en obtener conocimiento sobre sus conceptos. Antes bien, apelan al análisis conceptual como un paso intermedio para obtener conocimiento acerca de los referentes de dichos conceptos (esto es, acerca del mundo). Esto no implica, sin embargo, que cada vez que explicitemos la información empírica subyacente a nuestros conceptos estemos embarcados, como Papineau y Devitt piensan, en la tarea de “construir teorías empíricas”. Las razones para pensar esto son múltiples y merecen una mayor elaboración que no podré ofrecer aquí. Por una parte, la información incorporada en nuestros conceptos no tiene por qué tener una estructura teórica, ni tiene por qué bastar por sí misma para satisfacer los fines explicativos y predictivos que usualmente satisfacen las teorías. Por otra parte, quien explicita la información incorporada por nuestro concepto de X, puede tener propósitos diferentes del de elaborar una teoría acerca de los X. Él o ella puede estar tratando de evaluar críticamente tales teorías, de compararlas con otras disponibles, de examinar sus vínculos con otras áreas de nuestro conocimiento, de establecer una taxonomía compatible con diversas teorías, etc. Por razones como estas, pienso, parece sensato seguir considerando al análisis de los conceptos y a la construcción de teorías como dos tareas diferentes, aun cuando sea posible hallar múltiples influencias y superposiciones entre ambas.

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a la hora de intentar elaborar una noción naturalizada de análisis conceptual. En primer lugar, si efectivamente el filósofo que realiza análisis conceptual está meramente llegando a conclusiones de sentido común, compartidas por todo hablante o sujeto epistémico ordinario, entonces cabe esperar que sus resultados coincidan con aquellos a los que arriba, vía análisis, cualquier otro filósofo (pues todos ellos descansan en el mismo bagaje de saber compartido), así como con las intuiciones que tienen efectivamente los sujetos ordinarios con respecto a ciertos conceptos. Pero nada de esto parece ser cierto. Sabemos que el desacuerdo entre los filósofos con respecto al análisis de cualquier concepto es extendido y perenne. Y los estudios de los filósofos experimentales nos muestran que, con frecuencia, cuando se llevan a cabo estudios diseñados para sacar a luz las intuiciones del hombre ordinario, éstas son muy diferentes de las intuiciones de los filósofos6. En segundo lugar, si el filósofo que analiza conceptos ya no puede brindarnos verdades necesarias e infalibles, sino meras hipótesis contingentes y falsables empíricamente: ¿por qué debiera ser él quien nos proporciona tales hipótesis? ¿Por qué no acudir directamente al científico, o al hombre de sentido común, como fuente de tal conocimiento? ¿Y por qué emplear como método para alcanzar tales verdades el análisis de los conceptos antes que los métodos empíricos sobre los que descansan las disciplinas científicas? 6. La filosofía experimental es un movimiento reciente en filosofía que busca obtener información empírica sobre las intuiciones de la gente con respecto a distintos problemas y nociones filosóficas. Sus resultados sugieren que muchas de las intuiciones claves de los filósofos no son compartidas de manera universal por los hombres y mujeres ordinarios, sino que son exclusivas de determinadas culturas y clases sociales (Knobe y Nichols 2008).

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Tomando en consideración estas dificultades, querría sugerir aquí un modo diferente, pero aún compatible con el naturalismo, de caracterizar el análisis conceptual. A grandes rasgos, mi idea es la siguiente: cuando los filósofos analizan conceptos no se limitan a apelar a sus intuiciones de sentido común, ni al conocimiento previo con el que cuentan como hablantes ordinarios. A menudo, por el contrario, emprenden una tarea diferente: la de elaborar (en lugar de meramente explicitar) un concepto de algún fenómeno o entidad X que resulte más adecuado para ciertos fines que el previamente disponible. Si este es el objetivo último, por lo general seguirá siendo útil para este filósofo, a modo de paso inicial, explicitar la información acerca del mundo que ya estaba contenida en sus conceptos previos. Pero su tarea no se agota en tal decodificación, sino que incluirá también la revisión de tal información a la luz de otros conocimientos y la incorporación de hipótesis propias acerca de los fenómenos y entidades bajo estudio en una taxonomía diferente de la ordinaria. Ahora bien, para llevar a cabo tal tarea, no le bastará con apelar a sus intuiciones de sentido común, sino que tendrá que apelar a otro bagaje de conocimiento – empírico y falible- del cual dispone como especialista. Este conocimiento puede ser de dos tipos: a) Un conocimiento teórico o “saber qué”, que puede provenir de diversas disciplinas científicas, así como de diversas teorías filosóficas relevantes. En este punto vemos claramente cómo los objetivos del análisis constructivo convergen con el interés por las investigaciones científicas del filósofo naturalista que no sólo domina su método de trabajo, sino que busca, además, estar bien informado con respecto a los hallazgos empíricos y a los aportes teóricos provenientes de diferentes campos. En otras palabras, el análisis constructivo parece requerir que el filósofo que lo practica abandone, siquiera por un rato, su proverbial sillón y salga al mundo a obtener información (de

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primera o segunda mano) sobre los avances de las ciencias empíricas, a fin de “mejorar” sus futuras intuiciones de experto. b) Un “saber cómo” especializado, a menudo implícito y quizás no explicitable, consistente en un conjunto de destrezas y habilidades intelectuales que el filósofo ha adquirido a lo largo de su formación y de su entrenamiento en la profesión. Estas habilidades operan, pienso, como trasfondo que lleva al filósofo a tener ciertas intuiciones y no otras, con respecto a cuáles deben ser los componentes del concepto de X, en qué condiciones cabe aplicar este concepto, cómo se vincula X con Y, Z, etc. Entre ellas cabe mencionar las habilidades de los filósofos para trazar distinciones y encontrar diferencias entre conceptos, atender a las relaciones entre ideas, rastrear las relaciones de implicación, presuposición, coherencia y consistencia, formar imágenes sinópticas respecto de amplias áreas de conocimiento, detectar problemas o perplejidades intelectuales, etc. Presuntamente, tanto por el saber qué como por el saber cómo que posee, el filósofo debería estar especialmente entrenado para tener “buenas intuiciones” – aunque no intuiciones infalibles – que lo lleven a proponer modos de refinar y reelaborar conceptos que tengan virtudes como la claridad, la fertilidad explicativa, la coherencia con otros cuerpos de conocimiento, la plausibilidad empírica, el alcance explicativo, etc. Ahora, es sencillo ver de qué modo esta propuesta puede sortear el tipo de objeciones que antes planteamos en contra del análisis como empresa que descansa exclusivamente en las intuiciones de sentido común. Por una parte, si se aduce que los estudios de los “filósofos experimentales” revelan que la gente ordinaria no comparte ciertas intuiciones del filósofo, este podrá argumentar que su tarea no consiste sólo en explicitar adecuadamente tales intuiciones, sino también en

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apelar – en grado variable— a sus intuiciones de experto. Por otra parte, es legítimo pedir precisamente al filósofo que realice tal tarea porque, aún si se admite que no es capaz de proporcionarnos verdades necesarias e irrevisables, resulta plausible seguir pensando que este cuenta con un entrenamiento y conocimiento específico que puede ser útil a la hora de formular buenas hipótesis empíricas (claras, plausibles, coherentes, fértiles, etc.) con respecto a los alcances, notas distintivas y condiciones de aplicación, de ciertos conceptos.

5. Análisis conceptual pragmáticamente orientado Sea cual sea la caracterización de “análisis conceptual naturalista” que terminemos aceptando, en la medida en que las intuiciones del filósofo dependan de sus experiencias previas y de la información empírica (a menudo tácita) que posee acerca del mundo, siempre será posible que estas últimas entren en conflicto con otra evidencia empírica proporcionada por la ciencia o por nuestras experiencias ordinarias. Si esto es así, aún parece posible presentar una objeción ulterior al filósofo naturalista. Si el análisis conceptual, tal como él lo entiende, no es un método que garantice resultados teóricos indiscutibles: ¿cómo hemos de resolver los conflictos que surjan entre las intuiciones filosóficas, los datos o teorías científicas y, eventualmente, el conocimiento de sentido común? Para resolver tales conflictos, el naturalista necesita contar con algún criterio que le permita decidir cuándo los resultados del análisis conceptual merecen ser preservados y cuándo deben, en cambio, ser modificados o rechazados a la luz de otras tesis empíricas. En lo que sigue, quisiera proponer un modo de solucionar este problema acorde con el enfoque naturalista: la

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adopción de una variante de análisis conceptual que cabe caracterizar como análisis conceptual pragmáticamente orientado. De acuerdo con esta propuesta – desarrollada originariamente por Schwitzgebel (1997) — el análisis conceptual no debe ser entendido como el mero esclarecimiento de conceptos preteóricos, sino como una tarea que involucra algún tipo de revisión, ajuste y reformulación de nuestros conceptos ordinarios – o de los conceptos ya existentes en el marco de una teoría o de una disciplina— con la finalidad de obtener información ajustada acerca del mundo y, de modo más general, alcanzar los objetivos teóricos comunes a científicos y filósofos. A su vez, en la medida en que el filósofo modifica y reformula activamente determinados conceptos, ha de estar dispuesto a testear posteriormente si estos contribuyen efectivamente a alcanzar los propósitos para los cuáles se los propuso. Así, el filósofo que defiende un modo peculiar de caracterizar un fenómeno mediante un concepto específico, ha de mostrarse bien dispuesto a tomar en consideración posteriormente las consecuencias que tenga la aplicación concreta de dicho concepto a distintos ámbitos empíricos. Si gracias al mismo podemos explicar los resultados de distintas investigaciones, organizar mejor los fenómenos, vincular entre sí áreas que parecían ajenas, dar mayor coherencia a nuestras redes teóricas, diseñar experimentos e hipótesis fructíferas, etc., su uso estará justificado. Si, por el contrario, el concepto propuesto resulta inútil o contraproducente para otras disciplinas, entra en conflicto con la evidencia empírica disponible, impide el desarrollo de nuevas teorías, etc., deberá ser revisado. Es claro, en cualquier caso, que la legitimidad de tales conceptos no podrá establecerse a priori, ni de modo definitivo. Necesariamente ha de quedar abierta la posibilidad

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de una re-evaluación de su utilidad y adecuación, así como una posible revisión futura de los mismos a la luz de nueva evidencia empírica y/o nuevos desarrollos filosóficos. Los cambios en nuestras teorías científicas, en la evidencia empírica o en los conceptos disponibles, pueden llevarnos a modificar, o incluso a abandonar, un concepto que hasta el momento resultó útil y bien justificado. Los resultados conceptuales que el filósofo naturalista produce han de estar, pues, sujetos a una evaluación constante, que tome en consideración su utilidad en diversos ámbitos. Y el filósofo no tiene ni la única, ni la última palabra en tal proceso. Finalmente, el análisis conceptual pragmáticamente orientado no puede reducirse a descomponer un concepto ya existente en sus partes constitutivas, sino que debe atender también al modo en que éste se vincula con otros conceptos dentro de nuestras redes de conocimiento científico y ordinario, para detectar aquellos puntos en los que pudiera resultar útil introducir otras reformas a fin de disolver inconsistencias, vincular lo inconexo, fortalecer el entretejido teórico existente, etc. Luego, parece que el análisis conceptual pragmáticamente orientado tenderá a integrar los tres tipos de análisis arriba delimitados (a-c). Finalmente, el análisis conceptual pragmáticamente orientado parece ser un método especialmente acorde con el modo de entender la filosofía del naturalista moderado, pues nos insta a interactuar con nuestros vecinos científicos atendiendo a los resultados de sus investigaciones para revisar, formular, articular y evaluar nuestro repertorio de conceptos. Si los que he defendido es correcto, ser un naturalista filosófico no implica necesariamente abandonar la práctica de examinar nuestros conceptos, pero sí requiere abandonar ciertos rasgos centrales del análisis conceptual clásico. En particular, debemos dejar de lado la idea de que la tarea de analizar

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conceptos puede proporcionarnos verdades epistémicamente privilegiadas, inmunes a cualquier evidencia empírica. Los conceptos que proponga el filósofo, como los que proponga el científico, pueden ser evaluados y objetados desde múltiples frentes, en virtud de aquellos objetivos epistémicos y prácticos que pretendemos que cumplan. Ser naturalista, en este sentido, requiere estar dispuesto a revisar las viejas prácticas y, en muchas ocasiones, nuestras intuiciones y creencias más queridas y arraigadas.

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Capítulo 2 Experiencia perceptiva y contenido empírico Daniel E. Kalpokas

1. Introducción

¿Cómo es posible el contenido empírico del pensamiento? ¿Qué condiciones tienen que ser satisfechas para que el pensamiento pueda referirse al mundo empírico? Partiendo de una concepción de la mente como tabula rasa, el empirismo clásico sostuvo que sin el contacto con las cosas que sólo nuestros sentidos pueden darnos, no podríamos forjar en absoluto idea alguna sobre la realidad: nihil in mente quod non prius in sensu. Los filósofos enrolados en esta tradición supusieron que la sola afección de los sentidos por parte del mundo nos procuraba una instancia de conocimiento (las ideas) que poseía —esta era al menos la pretensión— referencia objetiva. A pesar de que en su primera Crítica Kant criticó dicho supuesto, los empiristas de la primera mitad del siglo XX —modificaciones terminológicas mediante— intentaron retenerlo con el objeto de atribuirle a la experiencia un papel epistemológico especial: el de proveer los fundamentos últimos del conocimiento. En la segunda mitad del siglo XX, sin embargo, distintos y distinguidos filósofos cuestionaron nuevamente y de forma decisiva el empirismo clásico. Sellars acusó al empirismo de recaer en lo que denominó “el Mito de lo Dado” (Sellars 1997); Rorty, por su parte, instó a abandonarlo directamente al entender que constituía un episodio más del agotado programa epistemológico que nace con Descartes (Rorty 1979); y

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Davidson, finalmente, cuestionó lo que él denomina “el tercer —y último— dogma del empirismo”, el dualismo esquema conceptual-contenido (Davidson 1984). Después de esta reacción contra el empirismo moderno, la concepción de la experiencia perceptiva y de su aporte al conocimiento del mundo ha cambiado drásticamente. Para ciertos filósofos, la experiencia no puede tener significado epistemológico alguno1; para otros, en cambio, todavía puede tenerlo si se la concibe de una manera nueva, radicalmente distinta de cómo la concibieron los empiristas clásicos2. Parece obvio que la experiencia ha de tener un lugar esencial en cualquier explicación del contenido empírico del pensamiento, ¿pero qué lugar exactamente? ¿Y qué noción de experiencia? Dependiendo de cómo se conciba la experiencia, la importancia que se le asigne en la constitución del contenido empírico del pensamiento variará de un modo u otro. Con el objetivo de abordar este problema, ubicaré mi investigación en el marco de la disputa entre Davidson y McDowell acerca de las condiciones requeridas para que el pensamiento posea contenido empírico. En la segunda sección de este artículo presento sucintamente el debate entre McDowell y Davidson a fin de introducir los principales términos y puntos de vista que serán tenidos en cuenta en la discusión posterior. Asimismo, es el propósito de esa sección poner de manifiesto la necesidad de justificar —más allá de lo que lo hace el propio McDowell— su empirismo mínimo (o trascendental) en lo que respecta al problema de cómo es posible el contenido empírico del pensamiento. Por ello, en la tercera sección justifico y desarrollo la intuición principal que McDowell hace valer contra Davidson, a saber, la idea de que es en virtud de su 1. Por ejemplo, Davidson 2001a; Rorty 1998; Brandom 1994 y 1995; Glüer 2004; Stroud 2002. 2. McDowell 1994, 2009c y 2009d; Brewer 1999.

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vinculación normativa con la experiencia perceptiva que el pensamiento adquiere su contenido empírico. Con ello pretendo mostrar cuál es la “fisonomía” que podría tener una explicación del contenido empírico del pensamiento que se desarrolle sobre una base mcdowelliana. En la cuarta sección considero una objeción posible a mi propuesta. Finalmente, puntualizo algunas diferencias entre mi propia posición y la de McDowell.

2. El debate Davidson-McDowell En Mind and World McDowell intenta “exorcizar” –según dice- ciertas ansiedades de la filosofía moderna que tienen que ver, fundamentalmente, con la relación entre la mente y el mundo (cf. McDowell 1994, pp. 147, 176, 183 y 184). Una de tales ansiedades es la causante de cierta oscilación entre dos posiciones igualmente insatisfactorias, a saber, el coherentismo y el Mito de lo Dado3. El contraste que McDowell establece entre estas dos posiciones no concierne meramente a la epistemología (al problema de cómo podríamos asegurarnos de que poseemos conocimiento empírico), sino, en un sentido más profundo, a la pregunta trascendental por las condiciones de posibilidad del contenido empírico del pensamiento (cf. McDowell 1994, pp. xxiii y xxi, y 2009c, p. 243). Con respecto a este problema, el coherentista —representado por la figura de Davidson— deja al pensamiento sin un constreñimiento racional proveniente del mundo. El defensor del Mito de lo Dado, que intenta remediar tal inconveniente, no logra hacer inteligible cómo instancias que carecen de articulación conceptual podrían constituirse en razones para justificar lo 3. El otro problema que McDowell incluye dentro de las ansiedades filosóficas que examina es el de cómo son posibles las acciones intencionales. Ver “Conferencia V” de Mind and World.

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que pensamos. Aunque ambas posiciones resultan insatisfactorias como respuestas a la pregunta trascendental “¿Cómo es posible el contenido empírico?”, McDowell piensa que haríamos bien en abstenernos de responderla, pues ella — nos dice— no es más que un reflejo de la mencionada oscilación entre el coherentismo y el Mito de lo Dado. Su actitud metafilosófica frente a este problema es claramente wittgensteiniana: el quietismo (McDowell 1994, pp. 93 y 95). Antes que embarcarse en un tipo de filosofía constructiva, McDowell pretende liberarnos de ciertas ilusiones causadas por una equivocada concepción de la relación entre la mente y el mundo. Esta engañosa imagen de la relación mente-mundo nos presenta dos demandas irreconciliables: por un lado, el requisito intuitivo de que, para tener contenido, el pensamiento debe ser “responsable” ante el tribunal de la experiencia; y, por otro, una noción de “impresión sensible” como mero acontecimiento natural que hace imposible justamente ver cómo la experiencia podría ser un tribunal para el pensamiento. La salida que ofrece McDowell a esta situación es la siguiente: si advertimos que la inteligibilidad que provee la ciencia natural es diferente de la que provee el llamado “espacio lógico de las razones”, y recordamos que la naturaleza incluye la “segunda naturaleza” (algo que adquirimos al ser iniciados en ciertas capacidades conceptuales), podremos ver que la experiencia perceptiva puede ser tanto una ocurrencia que pertenece a la naturaleza (tal como la ciencia natural la entiende) como algo que pertenece al espacio lógico de las razones. Una vez reconocido el carácter conceptual de los contenidos perceptivos, cobra sentido la idea de que el pensamiento es “responsable” ante los dictados de la experiencia perceptiva. De este modo, McDowell parece pensar que, eludidas las falsas alternativas que nos presentaban algunas concepciones filosóficas acerca de la relación entre la

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mente y el mundo, las ansiedades mencionadas se esfuman y, en consecuencia, la presión por responder la pregunta trascendental antedicha desaparece (McDowell 2009c, p. 245). Por su parte, Davidson presenta su “teoría coherentista de la verdad y del conocimiento” como una alternativa epistemológica al empirismo, y trata de explicar en términos coherentistas cómo podemos justificar nuestras creencias sin atribuir significado epistemológico a la experiencia (Davidson 2001ª). La experiencia, para Davidson, posee cierto papel en la explicación acerca de cómo llegamos a tener las creencias que tenemos; pero ese papel es simplemente el de ser la causa de cierto tipo de creencias: las creencias perceptivas. Además, por medio de su externismo semántico-doxástico, Davidson intenta también explicar cómo las creencias adquieren su contenido empírico. Al llevar a cabo esta última tarea, Davidson no recurre —en consonancia con su coherentismo— a la idea de experiencia como un tribunal frente al cual las creencias habrían de presentar sus credenciales cognitivas, sino que apela, en cambio, a la mera causalidad. Lo que explica, en parte, que las creencias tengan el contenido que tienen es el hecho —dice Davidson— de que son regularmente causadas por los objetos y eventos que fijan sus contenidos (Davidson 2001ª, p. 147 y ss; y 1999, p. 107). Sin embargo, a los ojos de McDowell la explicación davidsoniana del contenido doxástico convierte en un misterio precisamente cómo el pensamiento puede estar dirigido al mundo empírico (McDowell 1994, p. 35 y 2009ª, p. 130). En la concepción de Davidson, el pensamiento empírico no es constreñido racionalmente desde afuera, sino sólo causalmente afectado por la realidad externa. Pero la mera afección causal del mundo sobre el pensamiento es insuficiente para dar cuenta del contenido empírico —argumenta McDowell— pues nuestra idea del pensamiento es la idea de un

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punto de vista que puede ser correcto o incorrecto según cómo sea el mundo. “Los pensamientos sin contenido son vacíos”, dice kantianamente McDowell (1994, p. 3); y esto quiere decir que los pensamientos deben estar vinculados racionalmente con las intuiciones para poder representar el mundo. El vínculo meramente causal entre el pensamiento y el mundo no explica cómo el primero puede referirse, correcta o incorrectamente, al segundo4. Esta objeción de McDowell aparece repetidas veces, y con distintos giros retóricos, a lo largo de Mind and World, pero puede ser ilustrada in extenso por medio del siguiente pasaje: La idea de una interacción entre la espontaneidad –“la soberanía conceptual”- y la receptividad (…) puede hacer lugar a la idea de adoptar un punto de vista únicamente si las entregas de la receptividad son comprendidas como perteneciendo al punto de vista adoptado sobre el mundo en el orden de la justificación. Si tratamos de suponer que los ejercicios de la “soberanía conceptual” son sólo causalmente afectados por el curso de la experiencia, y no racionalmente responsables ante ella, no queda nada de la idea de que lo que “la soberanía conceptual” produce es algo que es acerca del mundo empírico, una actitud adoptada correcta o incorrectamente de acuerdo a cómo son las cosas en el mundo empírico (McDowell 1994, p. 134)5.

Para que tenga sentido la idea de que el pensamiento posee un contenido, debemos concebirlo como pudiendo estar en una relación “normativa”, “racional” o de “justificación” con la

4. Según algunos intérpretes de McDowell, este no niega que, además de normativo, el vínculo entre el pensamiento y el mundo sea causal. Cf. Gaskin 2006. Para una opinión diferente, cf. Thorton 2004. 5. Otros lugares de Mind and World en donde aparece expresado este mismo punto, son pp. 7, 14, 15, 17, 39, 67, 68, 82, 135, 138-139, 141, 145 y 147.

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realidad6; debe “ser responsable” sobre cómo son las cosas. Para eso debemos poder tener un acceso cognitivo al mundo. Esto es lo que nos provee la experiencia (McDowell 1994, p. 12). La experiencia —tal como la concibe McDowell— nos abre al mundo, nos presenta el mundo como siendo de un modo u otro. De suerte que la tesis de McDowell es que el pensamiento es responsable frente al mundo en la medida en que es responsable ante la experiencia. Dicho en otros términos: la experiencia es un tribunal, posee significado epistemológico, su contenido puede corroborar o desmentir al pensamiento. Y es en virtud de esa relación racional que el pensamiento tiene con la experiencia, que logra adquirir su contenido. La experiencia puede tener un papel en la justificación del pensamiento, puede constreñirlo racionalmente, porque su contenido es de carácter conceptual. Recordando a Kant, McDowell señala que la experiencia involucra una articulación de dos instancias: conceptos e intuiciones. La experiencia perceptiva supone, por un lado, la receptividad, la afección del mundo sobre nuestra sensibilidad; por otro, la espontaneidad del entendimiento, los conceptos con los que pensamos las intuiciones recibidas. Pero la sensibilidad no hace su aporte al conocimiento independientemente del entendimiento (esa es la salida del Mito de lo Dado); antes bien, el entendimiento actúa desde el principio sobre la sensibilidad. Las intuiciones están conceptualizadas, no son algo pre-conceptual que guarda una relación externa con los conceptos. Es en virtud del hecho de 6. Las tres son variantes de la idea de “ser responsable” ante el mundo que McDowell exige que atribuyamos al pensamiento para poder hacer inteligible la idea de que este posee contenido empírico. La expresión “normativo” la usa McDowell en p. xii; “racional” en p. 14, 15, 17-18, 68, 134, 143-144. Sobre la idea de que debe haber una relación de justificación entre pensamiento y realidad experimentada, p. 130, 134.

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que los estados y ocurrencias de la sensibilidad son conceptuales que el contenido de la experiencia nos presenta las cosas como siendo de un modo u otro: “En la experiencia, por ejemplo en el ver, uno considera que las cosas son de un modo y otro. Esa es la clase de cosa que, por ejemplo, uno también juzga” (McDowell 1994, p. 9). Puesto que las impresiones están conceptualizadas, el espacio lógico de las razones, si bien abarca ahora las presentaciones de la experiencia, no se extiende más allá del espacio de los conceptos. Cuando tratamos de justificar un juicio empírico, la última instancia de apelación es la experiencia. Puesto que las experiencias poseen contenido conceptual, este paso en la justificación del pensamiento no nos lleva afuera del espacio de los conceptos. Con ello, McDowell pretende evitar la oscilación insatisfactoria entre el coherentismo y el Mito de lo Dado: a diferencia del coherentismo, la noción kantiana de experiencia permite imponer un constreñimiento racional al pensamiento; a diferencia del Mito de lo Dado, permite hacer eso sin saltar afuera del espacio de los conceptos. En consecuencia, lo que explica que el pensamiento posea contenido empírico es el que sea responsable ante la experiencia. Puesto que ésta nos presenta, en virtud de su articulación conceptual, cómo es el mundo, el pensamiento es, en última instancia, responsable ante la forma de ser de la realidad. En su discusión con McDowell, Davidson acepta que, para que el pensamiento posea contenido, ha de haber “fricción” entre el pensamiento y el mundo; pero, a diferencia de McDowell, halla tal fricción “en las causas externas de nuestras creencias perceptivas” (Davidson 1999, p. 106)7. McDowell, por su parte, tanto a lo largo de Mind and World como en artículos posteriores, insiste en que la idea misma de que el 7. Ver también Davidson 2001c.

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pensamiento posee contenido empírico, que puede ser correcto o no según cómo sean las cosas, sólo resulta inteligible si lo concebimos como responsable ante el tribunal de la experiencia8. Sin embargo, lo máximo que llega a decir McDowell a favor de su tesis es esto: ¿Por qué alguien preferiría mi forma [de explicación] a la de Davidson? Bien, hay, creo, una atracción intuitiva en la idea de que el pensamiento empírico debe ser responsable ante las impresiones si ha de tener algún contenido en absoluto, y el enfoque de Davidson no hace nada por explicar eso (McDowell 2009c, p. 248).

Aunque concuerdo con McDowell en que existe una “atracción intuitiva” en la idea de que el pensamiento empírico debe ser responsable ante la experiencia si ha de tener algún contenido, también creo que este hecho no es suficiente para preferir —sin más argumentación— su tesis frente a explicaciones rivales. Hay aquí un déficit de fundamentación en la tesis principal de McDowell9. Sin duda, McDowell y Davidson poseen concepciones diferentes de la experiencia perceptiva; pero su desacuerdo es más profundo y concierne a la idea, sustentada por McDowell y no compartida por Davidson, según la cual la relación normativa (o racional) entre el pensamiento y el mundo es constitutiva del contenido empírico. En lo que resta del artículo, y en discusión con la explicación davidsoniana del contenido empírico, me propongo justificar esta intuición de McDowell y convertirla en una explicación —si bien esquemática— acerca de cómo el pensamiento logra referirse al mundo empírico10. Espero que esto ponga de manifiesto por 8. Cf. McDowell 2009a, p. 124 y 1994, p. xvii. 9. Sobre esta carencia de justificación, véase también Wright, 2002. 10. Buena parte de la discusión suscitada por Mind and World se ha concentrado en la noción de “experiencia” (véase Stroud 2002, Brandom

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qué una explicación que se erige sobre la tesis del vínculo normativo entre el pensamiento y el mundo debe ser preferida a la teoría coherentista y externista de Davidson. Antes de empezar cabe hacer una aclaración importante. Hasta aquí he tenido en cuenta, en referencia a McDowell, todos aquellos lugares de su obra en los que discute con Davidson. En tales pasajes, McDowell asume que el contenido de las experiencias es, no sólo conceptual, sino también de carácter proposicional. En “Avoiding the Myth of the Given”11, sin embargo, se retracta de ello. Sostiene, como antes, que no sólo las creencias sino también las experiencias pueden ser razones para la creencia (McDowell 2009d, p. 270), y, en esa medida, continúa comprometido con la idea de que la experiencia es un tribunal. No obstante, en dicho artículo McDowell sostiene que el contenido perceptivo no es del mismo tipo que el contenido de un juicio, sino que es intuitivo (en sentido kantiano) e inarticulado. Ahora distingue entre contenido discursivo (que es de carácter proposicional) y contenido intuitivo. Este último “trae nuestro entorno a la vista” (2009d, p. 269) y puede explicitarse por medio de expresiones demostrativas tales como “Este cubo rojo”. Aunque carezca de contenido proposicional, McDowell continúa insistiendo en que el contenido de la experiencia —el contenido intuitivo— es conceptual en este sentido: dicho contenido podría figurar en la actividad discursiva (2009d, p. 265). Así, en tanto expresado, el contenido intuitivo podría constituir un

2002, Wright 2002, McCulloch 2002, Putnam 2002, Glüer 2004, Vahid 2008, Davidson 2001c, y Rorty 1998); y, en general, se ha pasado por alto la tesis de que la relación normativa (o racional) entre el pensamiento y el mundo es constitutiva de los contenidos de la creencia. 11. McDowell 2009d.

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fragmento de contenido discursivo -por ejemplo, del juicio “Este cubo rojo es el que vi ayer” (2009d, p. 270). Ahora bien, un estudio comparativo de la vieja y nueva posición de McDowell respecto del contenido de la experiencia, que permitiera decidir cuál de las dos versiones es la correcta (si es que alguna lo es), exigiría un artículo aparte. Para mis propósitos, sin embargo, no preciso embarcarme en tal estudio. Hablaré de la experiencia perceptiva como “apertura al mundo”, como “tribunal”, como “aquello frente a lo cual ha de ser responsable el pensamiento” y como aquella “instancia que nos presenta el mundo como siendo de un modo u otro”, sin presuponer que el contenido perceptivo es proposicional o no. Al usar esas expresiones, sin embargo, trataré de mostrar que McDowell tiene razón al pensar que las experiencias pueden ser razones para las creencias12.

3. ¿Cómo es posible el contenido empírico del pensamiento? La pregunta es, entonces, “¿Cómo es posible el contenido empírico?”. La tesis según la cual el pensamiento adquiere su contenido en virtud de su relación normativa con la realidad merece una justificación más detallada que la que ofrece McDowell. Tal como la entiendo, afirma que la relación normativa (racional o epistemológica) entre el pensamiento y la realidad constituye una condición de posibilidad del contenido empírico del pensamiento. Y puesto que nuestro acceso cognitivo al mundo se lleva a cabo por medio de la 12. Pienso que todas esas expresiones pueden entenderse independientemente de si se cree que el contenido perceptivo es proposicional o no. De hecho, McDowell mismo continúa pensando que las experiencias constituyen razones para la creencia, continúa defendiendo el disyuntivismo en teoría de la percepción, y sigue sosteniendo que la experiencia nos abre al mundo.

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experiencia perceptiva, que es donde el mundo se nos presenta como siendo de un modo u otro, dicha relación es posible sólo cuando el pensamiento es responsable ante el tribunal de la experiencia. Es, pues, la vinculación normativa entre la experiencia perceptiva y el pensamiento la que, en última instancia, constituye la condición de posibilidad del contenido empírico que es preciso tematizar. Ahora, para que la experiencia pueda constituirse en un tribunal —como pretende McDowell— debe ser entendida de cierta manera. La experiencia ha de ser pensada como una apertura al mundo, como una forma epistémicamente relevante de acceder a la realidad. Sólo comprendiendo de esta forma a la experiencia perceptiva tiene sentido otorgarle el papel de tribunal de las creencias empíricas13. Tenemos, pues, que en la intuición de McDowell hay que distinguir dos condiciones de posibilidad del contenido empírico del pensamiento: (1) una concepción de la experiencia perceptiva que —a diferencia de la de Davidson— pueda desempeñar un papel epistemológico; y (2) la idea de que el pensamiento puede referirse a la realidad en virtud de su vinculación normativa con la experiencia. Llamaré a (1) “la condición empirista” y a (2) “la condición normativa” de posibilidad del contenido del pensamiento. De acuerdo a la primera condición, para que las creencias empíricas (o, al menos, las creencias perceptivas) adquieran su contenido, sus objetos han de poder ser dados en la experiencia perceptiva; de acuerdo a la segunda, el sujeto de pensamiento ha de ser capaz de advertir (explícita o implícitamente) cuándo sus pensamientos son correctos y cuándo no a la luz de la experiencia14. 13. Naturalmente, esta afirmación hay que entenderla en un marco teórico que ha dejado atrás la teoría de los datos sensoriales. 14. Los argumentos trascendentales fueron ampliamente discutidos en la segunda mitad del siglo XX a raíz, principalmente, de dos libros de

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Con respecto a (1), voy a proceder en dos etapas. En primer lugar extenderé las objeciones de McDowell a Davidson con el objeto de poner de manifiesto la necesidad de aceptar la noción de experiencia como apertura a la hora de explicar el contenido empírico de los pensamientos (sección 3.1). Seguidamente, trataré de aclarar cuál es el papel que desempeña la experiencia como apertura en la constitución y aprehensión de los contenidos de nuestros pensamientos (sección 3.2). Establecida la llamada condición empirista, desarrollo y justifico luego (2), la condición de normatividad (sección 3.3).

3.1. ¿Por qué es necesaria la noción de experiencia como apertura al mundo? Dificultades del coherentismo Las creencias son usualmente entendidas como estados mentales que pueden ser verdaderos o falsos en virtud de cómo sea el mundo. Esta relación entre las creencias y el mundo no

Strawson, Individuals y The Bounds of Sense. Aparte de los libros citados de Strawson, pueden verse, de Stroud 2000a, 2000b, y 2000c; Taylor, 1997; Strawson 1985; Rorty 1970; Cassam, 2007, y Cabrera Villoro 1999. En 2009b McDowell presenta un argumento trascendental en contra de cierto supuesto escéptico que explota la tesis disyuntiva sobre la experiencia perceptiva. A pesar de la proliferación de libros y artículos, en mi opinión continúa siendo poco clara la naturaleza y el carácter probatorio de tales argumentos. Para mis propósitos en el presente artículo, no creo que resulte esencial decidir esta cuestión aquí. Prima facie, las condiciones de posibilidad que postulo pueden considerarse como condiciones “fácticamente necesarias” para la existencia del pensamiento empírico. Por “fácticamente necesarias” entiendo ciertas condiciones que, dada la actual constitución del ser humano y del mundo, deben darse para que pueda haber pensamiento con contenido empírico.

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es una simple relación causal15. Las creencias deben adecuarse a, o satisfacer ciertas condiciones para ser verdaderas. Ahora bien, ¿cómo podríamos saber que nuestras creencias efectivamente satisfacen sus condiciones de verdad? La respuesta de sentido común es: mediante una confrontación entre las creencias y el mundo. Esta es, justamente, la respuesta que descarta Davidson: “Ninguna confrontación así tiene sentido, pues por supuesto no podemos salir fuera de nuestra piel para encontrar lo que está causando los episodios internos de los cuales somos conscientes” (Davidson 2001ª, p. 144). Según piensa Davidson, una vez que hemos abandonado los intermediarios epistémicos (datos sensoriales, experiencias inmediatas, ideas humeanas, etc.), sólo podemos ser coherentistas en teoría de la justificación. Las creencias se justifican exclusivamente por medio de otras creencias, y las sensaciones o experiencias sólo pueden causar nuevas creencias (las creencias perceptivas), pero no pueden justificarlas16. La razón de todo esto es que sólo entidades que poseen contenido proposicional son capaces de entrar en relaciones inferenciales con otras entidades portadoras de tal contenido. En esta concepción, pues, las creencias son justificadas sólo en el interior de un cuerpo coherente de creencias, mientras que el vínculo con la realidad queda reducido a una relación causal17. 15. Suele pensarse que las creencias poseen condiciones de satisfacción que deben ser satisfechas para que pueda decirse que una creencia es verdadera. El que las creencias satisfagan ciertas condiciones no parece ser una relación meramente causal, sino también normativa. 16. Cf. Davidson 2001ª, p. 143. Cf. también en el mismo libro p. xvi. 17. Encuentro en el coherentismo de Davidson una versión de la interiorización del espacio de las razones que McDowell describe en McDowell 1998a.

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El problema que esta posición comporta es obvio: si es cierto que “no podemos salir fuera de nuestra piel para encontrar lo que está causando los episodios internos de los cuales somos conscientes”, entonces, ¿cómo podemos llegar a saber que nuestras creencias son causadas efectivamente por los objetos que suponemos que las causan? Por ejemplo, si se supone que la presencia de una mesa que afecta causalmente nuestros sentidos es la responsable de nuestra creencia de que allí hay una mesa, ¿cómo podemos saber que es la mesa la causa de nuestra creencia si, como dice Davidson, ninguna confrontación entre la creencia y el mundo tiene sentido? El problema es grave porque se extiende a todas nuestras creencias empíricas. El punto no sólo pone en evidencia la imposibilidad de identificar la causa de nuestras creencias, sino que, además, hace claro que no podríamos saber tampoco, con respecto a ninguna de nuestras creencias empíricas, si efectivamente satisfacen sus condiciones de verdad. En una concepción de estas características, en donde las causas y las condiciones de verdad de las creencias devienen incognoscibles, el mundo parece convertirse en una Ding an sich. En tal situación, cabría preguntarse ciertamente con qué derecho podríamos seguir hablando de creencias que se refieren al mundo18. Frente a esta objeción, Davidson seguramente concedería que para tener creencias es preciso captar (al menos en la mayoría 18. Campbell ha destacado la importancia que la experiencia como una forma de acceso cognitivo al mundo (la que él denomina “una concepción relacional de la experiencia”) tiene para la comprensión de las proposiciones demostrativas (cf. Campbell 2002, cap. 6). Desde la concepción de la experiencia perceptiva de Davidson, parece imposible, no sólo verificar si una proposición demostrativa como “Eso es rojo” es verdadera, sino también comprender lo que esa proposición significa en su contexto de uso.

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de los casos) sus condiciones de verdad; pero insistiría en que la coherencia de las creencias entre sí es el único —si bien suficiente— indicador que podemos tener del hecho de que nuestras creencias son verdaderas y, por tanto, del hecho de que efectivamente tienen contenido objetivo. Esta respuesta, sin embargo, no resuelve el problema, pues, si no disponemos de un acceso perceptivo a las condiciones de verdad de nuestras creencias perceptivas (pues la experiencia causa estados doxásticos, pero no nos abre al mundo), ¿por qué habríamos de aceptar que la coherencia es un indicador de la verdad? La sugerencia de que podríamos contar con un cuerpo coherente de creencias aunque sus causas y condiciones de verdad no nos fueran accesibles mediante la confrontación (confrontación hecha entre las creencias y el mundo tal como lo percibimos) supone que las creencias tienen contenido empírico y que nosotros entendemos qué sería para ellas tener condiciones de verdad. Aceptado ese supuesto, el coherentista hace la pregunta epistemológica: ¿cómo podemos saber cuáles de nuestras creencias son verdaderas? Sin embargo, la objeción que estoy presentando cuestiona tal supuesto. Una pregunta anterior se impone: ¿Cómo es posible que nuestras creencias tengan contenido empírico? Sin un acceso perceptivo a aquello que podría hacer verdaderas a las creencias perceptivas, a aquello acerca de lo cual pretenden versar, no hay ninguna razón por la cual pensar que nuestras creencias tienen contenido objetivo alguno19.

19. En el caso particular de Davidson, todavía subsiste una réplica posible que, sin embargo, no es satisfactoria. Según la explicación externista de los estados doxásticos de Davidson, los objetos y eventos que causan el asentimiento de un hablante a una oración dada determinan el contenido de la creencia que la oración expresa. Las creencias se identifican e individúan advirtiendo qué entidades en el mundo causan dicho asentimiento (Davidson 1999, p. 107). Así, sin recurrir a la concepción de la

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Las reflexiones desarrolladas hasta aquí ponen de manifiesto la necesidad de introducir una concepción diferente de la experiencia. La noción de experiencia perceptiva como apertura al mundo provee el acceso cognitivo que hace posible la confrontación entre creencias y mundo, y que es requerido para que el pensamiento posea contenido. De acuerdo con esta idea, parte del contenido perceptivo está constituido por los estados de cosas y objetos físicos mismos que experimentamos (cf. McDowell 1998b y 1998c; y Snowdon 2009). El acceso experiencia como apertura al mundo, Davidson podría tratar de explicar cómo las creencias llegan a tener contenido empírico. El problema que enfrenta esta alternativa es el mismo que ya ha sido señalado: si es cierto que, como dice el propio Davidson, “no podemos salir fuera de nuestra piel para encontrar lo que está causando los episodios internos de los cuales somos conscientes”, si la experiencia causa creencias, pero no las justifica, si, para decirlo de otro modo, la experiencia no es concebida como una apertura al mundo, entonces ¿cómo se supone que hemos de averiguar cuáles son los objetos y eventos que causan, en diversas situaciones específicas, el asentimiento de un hablante a una oración dada? Davidson da por supuesto —injustificadamente, a mi juicio— que el intérprete, sin recurrir a la experiencia como apertura al mundo, puede conocer las causas o las condiciones de verdad de las creencias de un hablante. ¿Pero cómo? Es de suponer que tampoco el intérprete puede “salir de su piel” para establecer una confrontación entre sus creencias y el mundo (en este caso, el comportamiento del hablante y su entorno). Si el coherentismo es la única epistemología con la que podemos contar, y la experiencia perceptiva no es concebida como apertura al mundo, entonces las causas de las creencias de un hablante resultan cognitivamente inaccesibles tanto para el hablante como para su intérprete. Nuevamente, nos encontramos con un problema central para la teoría de Davidson, pues la pretensión de su externismo era justamente individuar las creencias en virtud de sus causas. Sin embargo, si ahora se pone de manifiesto que, debido a una inapropiada concepción de la experiencia perceptiva, las causas de las creencias resultan inaccesibles al intérprete y al hablante, tampoco por esta vía queda satisfactoriamente explicado cómo es posible el contenido empírico del pensamiento.

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cognoscitivo al mundo que se echa en falta en el coherentismo está garantizado aquí desde el principio. Y, puesto que se trata de una apertura a cómo es el mundo, la experiencia puede proveer razones —llegado el caso— para justificar creencias. La justificación no queda encerrada dentro de un círculo infranqueable de creencias, sino que es extendida hasta abarcar al mundo en tanto percibido. El mundo deja de ser concebido como una instancia que, aunque nos afecta causalmente, está más allá de nuestras capacidades cognitivas; antes bien, ahora es una instancia que se nos revela tal como es en sí misma en la experiencia perceptiva. Veamos ahora cómo opera la experiencia en la constitución del contenido del pensamiento.

3.2 ¿Por qué es necesaria la noción de experiencia como apertura al mundo? La aprehensión del contenido del pensamiento Como dije anteriormente, las creencias empíricas pueden entenderse como estados mentales que representan de cierto modo el mundo. Por “representación” entiendo, en términos generales, cualquier cosa que esté en lugar de otra para alguien en cierto respecto. Así, puede decirse que una creencia es correcta cuando representa el mundo tal como es, e incorrecta en caso contrario. Por tanto, la idea de representación no es la de algo que está relacionado con otra cosa —el mundo— de manera exclusivamente causal, sino que supone una relación normativa entre la representación y aquello que representa. Cuando la representación es correcta, está efectivamente en lugar de lo representado para el sujeto. El hecho de que una representación pueda ser correcta o incorrecta según cómo sea el mundo es lo que explica que, en general, posea contenido empírico. Puesto que, de acuerdo con la concepción de la

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experiencia perceptiva que hemos aceptado, es el mundo mismo el que se nos presenta en la percepción, también puede decirse que las creencias empíricas son aquellas cuya corrección puede ser directa o indirectamente determinada por la experiencia. Pero, ¿cómo pueden las representaciones (creencias y conceptos sobre el mundo) tener el contenido empírico particular que tienen para un sujeto de representaciones? Para que una representación tenga un contenido específico para un sujeto, es preciso que éste sepa (explícita o implícitamente) qué representa dicha representación. El sujeto debe ser capaz de conectar la representación con aquello que representa (i.e. un estado de cosas, un objeto, una propiedad, un evento). Dicho en otros términos, ha de haber algún tipo de aprehensión de la representación y de lo representado. Sin duda, en un número extraordinariamente alto de casos sabemos de los referentes de ciertas representaciones por medio de otras representaciones (sabemos, por ejemplo, de los referentes de ciertas creencias por medio de descripciones de tales referentes). Pero en los casos más básicos —como es el de las creencias perceptivas— aquello que es representado se nos tiene que presentar de otro modo, a saber, perceptivamente. Si tuviéramos que saber de los referentes de todas nuestras representaciones sólo gracias a otras representaciones, sin posibilidad de acceder perceptivamente en ningún caso a los objetos y estados de cosas referidos, entonces nos encontraríamos frente al problema que aqueja al coherentismo: el de explicar cómo es posible saber que nuestras representaciones efectivamente representan el mundo que, supuestamente, ha causado tales representaciones20. 20. De un modo diferente, Brewer ha argumentado que los contenidos doxásticos serían imposibles si a) la experiencia perceptiva no determinara

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Ahora, si ha de poderse conectar una representación con aquello que representa, la experiencia perceptiva ha de presentarnos esto último de forma inteligible. La percepción efectivamente ha de abrirnos a la forma de ser del mundo; no ha de ser, por tanto, una simple fuente de estímulos ciegos que afectan nuestra sensibilidad. Dicho de otra forma, ha de haber cierta comprensión de lo percibido. La conjunción de dos factores hace posible esto. Por un lado, el pensamiento ha de operar en la experiencia misma, haciendo inteligible aquello que percibimos21. Por otro lado, además, los estados de cosas u objetos, propiedades y eventos del entorno han de formar parte —como sostiene la concepción de la experiencia perceptiva como apertura— del contenido perceptivo. Esto es, precisamente, lo que —a diferencia del coherentismo— garantiza desde el principio el acceso cognitivo al mundo. Ahora, si vinculamos la idea de que en la percepción misma opera el pensamiento con la de que los estados de cosas, objetos y eventos del entorno forman parte del contenido perceptivo, se torna manifiesto que los estados de cosas, objetos, propiedades y eventos que se nos presentan en la experiencia perceptiva son portadores de un cierto significado para nosotros. Por tanto, si las representaciones adquieren su contenido al ser vinculadas con lo que representan, y en el caso que estamos considerando se trata de vincularlas con aquello que se manifiesta en la experiencia, entonces la capacidad de percibir significativamente el entorno, de experimentar los objetos que nos afectan como portadores de un cierto significado, es un requisito ineludible para tener representaciones (como una creencia perceptiva) y, por ende, para poder entender algo como una representación del mundo. sus contenidos, y b) si esa determinación de los contenidos doxásticos por parte de la experiencia no fuera racional. Cf. Brewer 1999. 21. McDowell insiste sobre este punto en McDowell 2009d.

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Podemos decir entonces que la percepción significativa de lo representado por una representación constituye una condición de posibilidad del contenido empírico del pensamiento. Esta es la que denominé “la condición empirista” de posibilidad del contenido empírico del pensamiento. Esta condición se pone de manifiesto ejemplarmente en el caso de los pensamientos demostrativos. Considérese un pensamiento tal como “Eso es fuego”. Para poder verificar y comprender ese pensamiento es preciso saber a qué se refiere. No basta con la conexión causal con el referente del pensamiento pues este tipo de conexión no nos provee ningún conocimiento acerca de cuál es la entidad que pretende señalarse22. Tampoco serviría alegar que la ocurrencia del pensamiento “Eso es fuego” puede concebirse como un indicador confiable del fuego, pues esto presupondría lo que precisamente hay que explicar: que el pensamiento en cuestión es efectivamente causado por el fuego. Si la experiencia perceptiva no nos presentara al fuego mismo, jamás podríamos estar en condiciones de conocer la conexión causal requerida para decir que el pensamiento “Eso es fuego” es un indicador confiable del fuego. La experiencia perceptiva entendida como apertura al mundo provee justamente el conocimiento del referente del pensamiento demostrativo. Sin la conexión cognitiva —que la experiencia provee— entre el pensamiento y su referente no podría comprenderse siquiera a qué se refiere el pensamiento en cuestión. Seríamos incapaces de saber en lugar de qué objeto está ese pensamiento para nosotros. Es la percepción del objeto lo que nos permite comprender el pensamiento demostrativo23. 22. Cf. lo que dice Evans en el cap. 6, 1982. 23. Cf. Campbell 2002, cap. 6 y 7.

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La importancia que la experiencia tiene para la compresión del pensamiento en cuestión no se agota en su función de proveer de un referente al componente demostrativo; según lo que vengo diciendo, también resulta esencial para la comprensión del elemento predicativo. La capacidad de comprender cabalmente el pensamiento “Eso es fuego” también descansa en la comprensión del concepto de fuego. Y la comprensión del concepto de fuego descansa, a su vez, en la identificación perceptiva del fuego como aquello que tiene ciertas propiedades (i.e. que tiene el poder de iluminar, que brilla en la oscuridad, que es capaz de quemarnos si nos acercamos demasiado, etc.). El concepto de fuego adquiere contenido empírico gracias al hecho de que somos capaces de percibir el fuego en distintas circunstancias y de rastrearlo por medio de la percepción de sus propiedades. Una vez más, es la conexión cognoscitiva, representacional, entre el concepto de fuego y el fuego mismo tal como se nos manifiesta en la experiencia la que provee al concepto en cuestión del contenido empírico que posee. Nuestra capacidad de pensar en el fuego sin necesidad de percibirlo descansa en el hecho de haberlo percibido y haber comprendido pensamientos demostrativos como “Eso es fuego”. En suma, puede decirse que nuestros pensamientos sobre el fuego poseen en parte contenido empírico en la medida en que hemos podido vincular, y actualmente podemos vincular, dichos pensamientos con sus referentes (distintas instancias del fuego) tal como nos son dados en la experiencia.

3.2 ¿Por qué es necesaria la relación normativa entre el pensamiento y la experiencia? Supóngase ahora que pretendemos atribuirle a una criatura ciertos pensamientos acerca del mundo empírico, pero advertimos que es incapaz de determinar cuándo sus

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supuestos pensamientos son verdaderos o falsos, correctos o incorrectos, a la luz de la experiencia y los resultados de sus acciones24. Dicha criatura no podría advertir en qué sentido sus pensamientos son vulnerables a los dictados de la experiencia. En una situación de esta naturaleza, ¿podríamos no obstante atribuirle pensamientos? Nada de lo que sucede en el mundo, tal como lo percibe, podría contar para ella como una razón para aceptar o rechazar un pensamiento. Nada de lo que percibe en el mundo haría verdaderos o falsos, correctos o incorrectos, sus pensamientos para ella. ¿En qué sentido, si es que en alguno, podría decirse que una criatura así posee pensamientos sobre el mundo? Hemos dicho que para que una representación posea algún contenido, debe poder estar vinculada con aquello que representa de modo tal que, para el sujeto de tales representaciones, la representación pueda contar como estando en lugar de lo representado. Esa vinculación, sin embargo, no es arbitraria. Nuestros conceptos y creencias no están en lugar de cualquier cosa. Las representaciones son correctas o incorrectas en virtud de cómo es el mundo. Es el hecho de que las representaciones sean correctas en ciertas circunstancias y no en otras lo que les confiere el contenido particular que tienen. La creencia “Eso es fuego” es verdadera sólo bajo cierto tipo de circunstancias. Si supusiéramos que esa creencia es verdadera tanto en presencia del fuego como del agua, de nubes en el cielo, de plantas en el jardín, etc., entonces no podríamos entender cuál es el contenido de tal creencia. Es el hecho de que esa creencia sea verdadera sólo en cierto tipo de situaciones lo que le hace tener el contenido que tiene. Hay, pues, una relación muy estrecha entre el hecho de que una representación sea correcta sólo bajo 24. Sobre la estrecha conexión entre experiencia y acción, Cf. Dewey 1973a, 1973b y 1952. Más recientemente, sobre la importancia de la acción para la identificación de objetos y para la distinción entre el yo y el mundo, Cf. Hurley 2001.

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ciertas condiciones y el hecho de que tenga los contenidos particulares que tiene para nosotros. Por tanto, si una criatura que suponemos posee pensamientos sobre el mundo es incapaz de advertir cuándo sus pensamientos son correctos y cuándo no lo son a la luz de su experiencia, tenemos una buena razón para sostener que, en realidad, tal criatura no posee pensamientos en absoluto, pues es dicha incapacidad la que le impide advertir cuáles son las situaciones en el mundo que le dan contenido a sus representaciones. La aprehensión del contenido de las representaciones que alguien posee es inseparable de la aprehensión del hecho de en qué circunstancias las representaciones son verdaderas o correctas25. Aquí puede verse cómo opera la intuición de McDowell. Según este autor, la idea misma de pensamiento es inseparable de la 25. Tal vez podría objetarse aquí lo siguiente. Alguien podría conceder que los pensamientos tienen el contenido que tienen en virtud del hecho de que son verdaderos sólo bajo ciertas condiciones, pero podría sostener, no obstante, que una criatura puede tener pensamientos aun cuando ignore completamente la vinculación entre sus pensamientos y las condiciones de verdad de éstos. En ese caso, la comprensión de cuándo los pensamientos son correctos a la luz de la experiencia no sería una condición necesaria para tener pensamientos con contenido empírico. El problema con esta sugerencia es que una criatura así no podría tener la más mínima comprensión (ni explícita ni implícita) de lo que piensa, y, por ende, no podría actuar racionalmente (aunque sea en un sentido mínimo) sobre la base de sus pensamientos. Por otro lado, ¿cómo podrían sus pensamientos haber adquirido contenido empírico? La explicación que estoy desarrollando implica que la habilidad para pensar supone un cierto aprendizaje de cómo es el mundo. ¿Cómo sería una explicación alternativa que negara tal implicación? Por último, considero que los pensamientos, en la medida en que están articulados por algún tipo de signos (no importa ahora cuál), requieren de un poseedor o intérprete para quien tales pensamientos son pensamientos. Encuentro difícilmente inteligible una concepción del pensamiento que niegue esta idea.

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idea de que podemos evaluar nuestros pensamientos como correctos o incorrectos en virtud de lo que nos revela la experiencia. Anteriormente habíamos señalado la importancia de la experiencia para el pensamiento: nos presenta directamente el mundo y, de este modo, hace posible comprender en lugar de qué están nuestros pensamientos, creencias y conceptos26. Ahora se advierte que este papel hace posible al mismo tiempo una actitud normativa frente al mundo percibido: hace posible advertir en qué condiciones las creencias son verdaderas o correctas. Puesto que uno no puede tener creencias si no es capaz de advertir cuándo está en lo correcto y cuándo equivocado, y puesto que tal advertencia sólo es posible —en última instancia— confrontando las creencias empíricas con la experiencia, puede decirse que el hecho de que seamos capaces de determinar qué creencias son correctas e incorrectas a la luz de la experiencia constituye también una condición de posibilidad del contenido empírico del pensamiento. Denomino a este requisito “la condición normativa” de posibilidad del contenido empírico. Un punto que cabe destacar aquí es el siguiente. No se trata simplemente de que, para tener pensamientos que se refieren al mundo, un sujeto ha de tener la capacidad de advertir cuándo sus pensamientos son correctos a la luz de la experiencia. En verdad, dicha capacidad tiene que haber sido actualizada efectivamente; esto es, si un sujeto posee pensamientos con contenido objetivo, de hecho ha debido advertir qué pensamientos concuerdan con su experiencia del mundo. En efecto, los contenidos de nuestras creencias empíricas se fijan en virtud del acuerdo (advertido explícita o implícitamente) entre lo que experimentamos y lo que 26. Para una discusión acerca de qué pueden significar los términos “percepción directa” y “percibir directamente”, Cf. Snowdon 1992 y McDermid 2001.

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pensamos. Sólo así podemos llegar a entender que una representación está en lugar de un objeto percibido. Desde luego, podemos tener —y de hecho tenemos— algunas creencias que no concuerdan con lo que experimentamos, creencias que retenemos aunque la experiencia aparentemente las contradice. Sin embargo, este no puede ser el caso para la mayoría de nuestras creencias empíricas. Si hubiera un desacuerdo sistemático y general entre el pensamiento y la experiencia, se perdería irremediablemente el vínculo representacional con el mundo. Si nuestros pensamientos tienen contenido empírico (y tienen el contenido específico que tienen) es porque de hecho en los inicios de nuestras vidas cognitivas hemos sido capaces de ajustar correctamente nuestros pensamientos a la experiencia perceptiva. Lo que acabo de decir guarda una estrecha afinidad con algunas observaciones de Wittgenstein (1988) y Davidson (2001ª, 2001b y 2004). Por ejemplo, Davidson piensa que los significados de las primeras expresiones lingüísticas (como “mamá”, “rojo”, etc.) y los contenidos de las creencias perceptivas son fijados, dentro de una situación de aprendizaje, por condicionamiento. Los objetos y eventos que causan nuestras creencias perceptivas constituyen —para Davidson— sus contenidos. Tales contenidos son fijados, pues, por medio de un proceso causal que vincula constitutivamente tales estados doxásticos con el mundo. Por su misma naturaleza, las creencias son —dice Davidson— verídicas, pues el proceso por el cual adquieren sus contenidos es también el proceso por el cual son verdaderas (Davidson 2001ª, p. 146). Una vez que han adquirido sus contenidos, quedan ancladas constitutivamente al mundo. Por ello es que Davidson asegura que su externismo no deja espacio para dudas escépticas. Ahora bien, a pesar de las similitudes, lo que estoy sugiriendo es diferente en un sentido importante. Según mi punto de

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vista, las creencias más básicas adquieren sus contenidos, no en virtud de un simple proceso causal, sino mediante la detección de un vínculo representacional, de carácter constitutivo, entre los objetos y eventos percibidos por un lado, y nuestras creencias y conceptos por el otro. El vínculo que conecta las representaciones con sus contenidos (en tanto percibidos) es racional o normativo (y no solamente causal); es por ello que la capacidad para pensar acerca del mundo supone un cierto aprendizaje de cómo es nuestro entorno (como algo más sofisticado que un mero condicionamiento). Por otro lado, mientras que Davidson afirma que la creencia es verídica por su misma naturaleza, por mi parte, más modestamente, sólo me he comprometido con la tesis según la cual la mayoría de nuestras creencias han de ajustarse a nuestras experiencias perceptivas. Ciertamente, he supuesto que generalmente la experiencia nos revela correctamente cómo es el mundo, y, en virtud del acuerdo entre experiencias y creencias, cabría esperar que las creencias sean, en su mayoría, verdaderas. Pero en mi caso afirmar una tesis tan fuerte como la de Davidson supondría probar que la experiencia perceptiva es, en general, verídica; y dado que me interés aquí no es discutir con el escepticismo, no he tratado de demostrar nada semejante.

4. Conclusión He discriminado dos condiciones que resultan imprescindibles para la constitución del contenido empírico del pensamiento: las llamadas “condición empirista” y “condición normativa”. Aunque la explicación que he presentado seguramente no se ajusta a las convicciones metafilosóficas de McDowell, pienso que despliegan con una fidelidad plausible su intuición que hace valer contra Davidson: la relación normativa (o racional)

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entre el pensamiento y el mundo es constitutiva del contenido empírico.

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Capítulo 3 Un modelo filosófico para pensar los derechos humanos1 Julio Montero Introducción Los derechos humanos son una práctica floreciente. Desde la adopción de la Declaración Universal, casi todos los estados han suscrito los principales instrumentos internacionales y las instituciones encargadas de velar por su cumplimiento han proliferado en todas partes. Los derechos humanos son también una práctica interpretativa. Aunque la mayoría de sus participantes están de acuerdo en que se trata de una actividad valiosa, discrepan profundamente sobre la verdadera naturaleza de los objetivos que persigue y los valores que sirve. Consideremos algunas preguntas. Imaginemos a un grupo de seres humanos viviendo en cavernas hace varios miles de años. ¿Tenía esa gente derechos humanos? O supongamos que el actual sistema de estados soberanos fuera sustituido por un único estado global. ¿Seguiríamos teniendo derechos humanos bajo ese nuevo escenario político? O consideremos el caso de una corporación trasnacional que operando en el contexto de un estado sumamente débil aniquilara a activistas medioambientales. ¿Contaría esa acción como una violación de derechos humanos? Y si la responsable de los asesinatos fuera

1. Una versión preliminar del presente trabajo fue presentada en el Ciclo Cruzando Fronteras durante 2014. Deseo agradecer a los/as participantes por sus valiosos comentarios y a Guillermo Lariguet por su amable invitación a participar del encuentro.

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una agrupación terrorista, ¿estaríamos ante una violación de derechos humanos o ante un crimen de otra índole? En la bibliografía especializada actual se han propuesto dos modelos teóricos alternativos para responder a preguntas como estas. Un grupo de autores, identificados con el modelo de los derechos naturales, sostiene que los derechos humanos son normas que resguardan ciertos intereses fundamentales de las personas contra la actividad de cualquier otro agente por el mero de ser seres humanos. Desde su perspectiva, los derechos humanos podrían ser violados no solamente por los gobiernos sino además por corporaciones trasnacionales y hasta por individuos. En cambio, otros autores han propuesto un modelo político. De acuerdo con ellos, los derechos humanos son un dispositivo inventado en el mundo contemporáneo para complementar el sistema de estados soberanos instaurado tras la Paz de Westfalia. Se trata, en otras palabras, de estándares que regulan el trato que los gobiernos pueden dar a sus residentes, cuya violación podría justificar una respuesta por parte de agentes externos, como la comunidad internacional. Por consiguiente, si el mapa político actual se viera drásticamente alterado, el discurso de los derechos humanos dejaría de tener sentido. En este artículo capítulo examino estos modelos rivales. Para esto voy a servirme de tres criterios de éxito que una concepción filosófica de los derechos humanos debe satisfacer, a saber: Coherencia con la práctica. Una concepción de los derechos humanos debe guardar cierta coherencia con los principales rasgos de la practica actual de los derechos humanos. Esto significa que debe dar cuenta de la doctrina de los derechos humanos, de las convicciones compartidas por sus participantes, y de las prácticas legales asociadas a ella. Por

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supuesto, una concepción de los derechos humanos no necesita incorporar todos los aspectos de la práctica. Pero si no consigue acomodar al menos sus características más salientes, no habrá garantía de que se trata de un modelo que teoriza sobre esa práctica, y no de una construcción que aspira a instaurar una práctica nueva (Dworkin 1986, cap. 2). Capacidad para guiar la acción. Una concepción filosófica de los derechos humanos debe proveernos orientación respecto de cómo dirimir controversias sobre la práctica y de cómo reformar sus reglas a fin de incrementar su capacidad de alcanzar sus metas constitutivas. Esto quiere decir que debe ayudarnos a responder preguntas como las que acabamos de plantear (Raz 2010). Capacidad crítica. Una concepción filosófica de los derechos humanos no puede consistir en una mera descripción de la práctica tal como la encontramos. Por el contrario, debe brindarnos estándares críticos que nos permitan evaluarla y que justifiquen su existencia y sus contenidos. Es precisamente para esto que construimos modelos filosóficos de las prácticas humanas. Mi argumento será que el modelo de los derechos naturales está demasiado distanciado de la realidad como para resultar de interés, mientras que una versión revisada del modelo político podría satisfacer las condiciones recién señaladas y contribuir perfeccionar la práctica de los derechos humanos.

Los derechos humanos como derechos naturales El modelo de los derechos naturales dominó la reflexión filosófica sobre los derechos humanos durante décadas. Sus

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orígenes se remontan hasta John Locke, quien en su Segundo Tratado Sobre el Gobierno Civil postula una serie de derechos que las personas tendrían incluso en un hipotético estado de naturaleza y que cualquier otro agente debería respetar (Locke 2004). Este enfoque fue perfeccionado luego por Kant, quien en la Metafísica de las Costumbres sostiene que las personas gozamos de un derecho innato a la libertad (Kant 1999). En la bibliografía contemporánea, el modelo de los derechos naturales fue retomado por autores sumamente influyentes, como Alan Gewirth (1979), Martha Nussbaum (2002) y James Griffin (2008). En su importante obra On Human Rights, Griffin propone comprender los derechos humanos como normas que resguardan nuestra condición de personas. Dicha condición se relaciona con nuestra capacidad de reflexionar, formarnos una imagen de lo que sería una buena vida, y actuar para hacerla realidad. A su vez, la condición de persona puede descomponerse en tres componentes constitutivos: la autonomía, entendida como la capacidad para elegir un camino propio en la vida; la provisión mínima, entendida como la posesión de los recursos y capacidades necesarios para tomar decisiones genuinas; y la libertad, entendida como el derecho de que nadie nos impida perseguir lo que vamos como una vida que vale la pena (Griffin 2008, p. 33). Combinados con una serie de consideraciones empíricas generales sobre la naturaleza de las sociedades y los seres humanos, a las que Griffin denomina “practicalidades”, estos componentes permitirían derivar un listado completo de derechos humanos que resguardaría nuestra agencia normativa (Montero 2014a). El modelo de los derechos naturales es atractivo por varias razones. Por ejemplo, explica por qué los derechos humanos deben ser respetados por todas las sociedades; nos proporciona un criterio sustantivo para decidir qué derechos cuentan como derechos humanos; y da cuenta de la creencia

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ampliamente compartida de que se trata de derechos que las personas tienen en virtud de su dignidad intrínseca. El problema con este modelo es que está complemente desconectado de la práctica. Un ejemplo de esto es el hecho de que resulta inconsistente con la función que los derechos humanos desempeñan en la vida política actual. Si bien hay controversias persistentes sobre la naturaleza de los derechos humanos, existe cierto acuerdo respecto de que su función primordial consiste en regular el comportamiento de actores públicos. En este sentido, todos los instrumentos internacionales para la protección de los derechos humanos así como las organizaciones no gubernamentales dedicadas a su defensa se ocupan exclusivamente de las actividades delos gobiernos y otras instituciones políticas (Montero 2013a; Montero 2013b; Donelly 2013). Así, si un delincuente me dispara en la calle, su acción no contaría como una violación de derechos humanos a menos que pudiéramos probar que actúa siguiendo instrucciones del gobierno. Del mismo modo, el modelo de los derechos naturales nos obligaría a abandonar muchos derechos reconocidos por el derecho internacional, incluyendo algunos que consideramos paradigmáticos. Consideremos, por ejemplo, el derecho a no padecer discriminación, a igual remuneración por igual trabajo, a la propiedad privada, a sindicalizarse, y a salir del país. Aunque estos derechos protegen intereses importantes de las personas, es evidente que no tienen relación directa con la agencia normativa. Alguien podría proponerse metas propias y actuar para realizarlas a pesar de carecer de estos derechos. Si, por el otro lado, los derechos humanos incluyen todo lo que puede promover el florecimiento humano, los derechos humanos dejarían de constituir un dominio distintivo dotado de una prioridad especial y se volverían co-extensivos con la justicia (Raz 2010).

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Finalmente, este modelo tiene problemas para explicar la normatividad de los derechos humanos. El supuesto de sus adherentes es que el mero hecho de que valoremos ciertas capacidades o intereses de los seres humanos basta para imponer a cualquier agente deberes correspondientes de contribuir a su promoción. Pero esta tesis es sumamente controvertida. Para ver por qué, imaginemos que en un país remoto hay niños que no tienen acceso a la educación. Usted podría ayudar a construir una escuela para ellos donando parte de su sueldo. Sin embargo, aunque esto no signifique un gran sacrificio personal, no es evidente que usted tenga un deber de hacerlo. O supongamos que usted vive en el estado de naturaleza. Como es bastante hábil, sería capaz recoger más comida de la que necesita. Aun así, esto no implica que usted tenga un deber de recolectar alimento para otras personas que no alcanzan cubrir sus necesidades básicas, en especial si no pertenecen a su familia y no cooperan con usted de un modo significativo. A menos que nos comprometamos con una visión utilitarista de la moralidad, no hay razones para aceptar una obligación general de promover constantemente el bienestar de los demás. Por esa razón, los autores contractualistas modernos suelen postular sólo derechos humanos de carácter negativo. La conclusión de esta sección es que el modelo de los derechos naturales no satisface las condiciones de éxito que fijamos. Al mantenerse desconectado de la práctica, esta concepción no puede dar cuenta de sus rasgos distintivos y, por consiguiente, no puede suministrarnos orientación valiosa para dirimir controversias sobre ella o para decidir cómo continuarla en el futuro.

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El modelo político Los problemas de este tradicional modelo condujeron a varios autores a proponer una concepción alternativa, conocida como la “concepción política”. Todos sus defensores comparten una premisa metodológica, a saber: para explicar qué son los derechos humanos no debemos reflexionar sobre la naturaleza humana, sino capturar la función que los derechos humanos desempeñan en la vida política contemporánea. Sólo cuando tomamos esa función como material pre-teórico podemos construir un modelo filosófico que nos permita evaluar la práctica y volverla más consistente con sus metas constitutivas (Beitz 2009, pp. 102ss.; Raz 2010; Lafont 2012). El inventor del modelo político fue John Rawls. En su obra The Law of Peoples, Rawls argumenta que cuando una comunidad política viola los derechos humanos de sus habitantes, otros pueblospueden interferir de manera legítima con sus asuntos internos mediante la imposición de sanciones diplomáticas, económicas o militares (Rawls, 1999, pp. 78-82). Esa es, en su opinión,la función distintiva que desempeñan en la vida política contemporánea. Por supuesto, al atribuirles esta función Rawls debe reducir los derechos humanos a un grupo mínimo de protecciones. De otro modo, el orden internacional no dejaría lugar para pueblos no liberales y se suscitaría una situación de conflicto permanente. El listado acotado de derechos que propone incluye “el derecho a la vida (a los medios para la subsistencia y la seguridad de la persona); a la libertad (libertad de esclavitud, servidumbre y ocupación forzada, y a una medida suficiente de libertad de conciencia para asegurar la libertad de religión y pensamiento); a la propiedad privada (la propiedad privada personal); y a la igualdad formal tal como queda expresada por las reglas de la justicia natural (es decir, que casos similares deben ser tratados de manera similar (Rawls 1999, p. 65). A su modo de

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ver, éstos son los únicos derechos humanos“en sentido propio”, mientras que los restantes derechos reconocidos por la los instrumentos internacionales constituirían meras “aspiraciones liberales” (Rawls 1999, p. 65). Si bien la concepción propuesta por Rawls contribuyó a revitalizar, y en buena medida a reencauzar, la reflexión teórica sobre los derechos humanos, guarda todavía demasiada distancia con la práctica real. Varios autores han cuestionado que Rawls recortara tan drásticamente el contenido de los derechos humanos, renunciando a derechos importantes, como el derecho a no padecer discriminación, a instituciones políticas representativas, y a libertades civiles plenas (Pogge 1994, pp. 195-224; Caney 2002, pp. 95-123; Buchanan 2000, pp. 697-721). Otros autores alegan que el rol funcional que Rawls asigna a los derechos humanos no se corresponde con el que realmente desempeñan en la vida política internacional. La función de justificar interferencias coercitivas con la autonomía de los Estados es solamente una de las tareas de los derechos humanos y, para muchos, no es siquiera la más importante (Tasioulas 2009, p. 942; Nickel 2006, p. 263; Beitz 2009, pp. 99-102). Estas limitaciones de la propuesta de Rawls nos conducen a examinar la variante del modelo político desarrollada por Charles Beitz en su libro The Idea of Human Rights. De acuerdo con esta versión, los derechos humanos se definen en base a tres características distintivas. En primer lugar, son derechos que protegen intereses urgentes de los individuos contra las amenazas más comunes que podrían enfrentar en un orden mundial moderno compuesto por Estados. En segundo lugar, se trata de derechos que se aplican en primera instancia a los gobiernos, los cuales deben (i) respetar los intereses que los derechos humanos protegen en su administración de los asuntos oficiales, (ii) proteger esos intereses de amenazas

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procedentes de actores no estatales sujetos a su jurisdicción, y (iii) asistir a las personas cuando sus intereses urgentes hayan sido injustamente dañados. En tercer lugar, los derechos humanos son asuntos de interés internacional. Esto quiere decir que cuando los gobiernos no cumplen con sus obligaciones en materia de derechos humanos, otros agentes, como organizaciones no gubernamentales, grupos de la sociedad civil y la comunidad internacional, tendrían razones pro tanto para emprender acciones al respecto, ya sea (i) pidiendo cuentas a los estados infractores, (ii) ofreciéndoles asistencia cuando el incumplimiento sea producto de la carencia de capacidades o recursos, o (iii) interfiriendo con ellos cuando no demuestren voluntad de respetar los derechos humanos de su población (Beitz 2009, p. 110). Esta versión del modelo político podría tal vez resolver algunos de los problemas planteados hasta ahora. Al poner de relieve la responsabilidad de los gobiernos de satisfacer los derechos humanos de sus residentes, incorporar a varios actores no estatales al rango de agentes que pueden actuar cuando los gobiernos violen derechos humanos,e incluir la provisión de asistencia entre las acciones que las violaciones de derechos humanos pueden desencadenar, la concepción de Beitz parece captar mejor las funciones que los derechos humanos desempeñan en la vida política contemporánea. Este no es, sin embargo, el final de nuestra búsqueda.

Limitaciones del modelo político La concepción de los derechos humanos de Beitz ha concitado la atención del público filosófico especializado. Y esa atención es merecida ya que se trata de una de las teorías más completas y mejor articuladas disponibles en la bibliografía

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actual; una propuesta que representa un gran avance respecto de sus predecesoras. A pesar de esto no es completamente exitosa. En primer lugar, la función que asigna a los derechos humanos resulta todavía demasiado restrictiva. Desde la perspectiva del derecho internacional actual las normas de derechos humanos no regulan solamente el comportamiento de los estados respecto de sus propios residentes, sino también el de agentes distintos de los estados, como grupos armados, guerrillas o fuerzas de ocupación, que de manera temporaria o permanente detenten control real sobre una población. Del mismo modo, hay razones para sostener que los estándares de derechos humanos tienen implicancias normativas para las instituciones de gobernanza global. No solo porque dichas instituciones se encuentran bajo la autoridad de la Carta de Naciones Unidas, sino además porque existe evidencia abrumadora de que sus regulaciones pueden deteriorar gravemente la capacidad de los gobiernos de atender los derechos humanos de sus residentes (Pogge 2002). En segundo lugar, la propuesta de Beitz vuelve a los derechos humanos completamente dependientes de variables contingentes (Tasioulas 2009; Valentini 2012; Gilabert 2011). Supongamos, por ejemplo, que los Estados se volvieran incapaces de supervisar el trato que los gobiernos dan a sus residentes. O supongamos, en cambio, que algunas de las funciones relevantes de los gobiernos fueran transferidas a organismos internacionales. Si la función de los derechos humanos fuera simplemente la de justificar interferencias externas con la autonomía de los estados, deberíamos concluir que bajo estos escenarios no tendría sentido hablar de derechos humanos. Esta conclusión sería inconsistente con nuestros juicios considerados en la materia. Y sería además inconsistente con la doctrina de los derechos humanos, ya que

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ésta los presenta como derechos derivados directamente de la dignidad intrínseca de la persona humana. Si la dignidad humana requiere, por ejemplo, que las personas no sean torturadas, sería razonable pensar que gozan de un derecho humano a no padecer tortura sin importar cómo se organiza el espacio político (Tasioulas 2009; Lafont 2012; Barry y Southwood 2011). Más bien a la inversa, los derechos humanos deberían servir como estándares para ordenar las instituciones políticas y para decidir qué características deben adoptar. En tercer lugar, la tesis de que los derechos humanos protegen intereses urgentes de las personas resulta problemática. La doctrina actual de los derechos humanos reconoce una gran variedad de derechos,y aunque todos protegen intereses importantes delas personas, no es evidente que todos esos intereses sean realmente urgentes. Si la expresión “intereses urgentes” se interpreta de modo literal, conduciría a una variante de minimalismo similar a la de Rawls. Anticipándose a esta objeción, Beitz explica que lo que tiene en mente al hablar de “intereses urgentes” es “una generalización de los intereses que la mayoría de los derechos humanos reconocidos por la doctrina internacional parecen destinados a proteger” (Beitz 2009, p. 110). Más que una solución, esta réplica parece una rendición incondicional. Si la noción de “intereses urgentes” se interpreta de modo que abarque todos los derechos reconocidos por la doctrina actual, se trata de un criterio vacío, carente de toda fuerza crítica y completamente incapaz de orientar la práctica. Finalmente, esta versión del modelo político también presenta algunas falencias preocupantes en materia de responsabilidad. De acuerdo con Beitz, las violaciones de derechos humanos por parte de los gobiernos generan razones pro tanto para que otros agentes externos actúen. No queda claro, sin embargo, si tener razones pro tanto para hacer algo es lo mismo que tener

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una obligación de hacerlo. El hecho de que el pronóstico del clima anuncie lluvia es una razón para que lleve mi paraguas conmigo, pero no estoy obligado a hacerlo si no quiero. Del mismo modo, el hecho de que la comunidad internacional tenga razones para emprender acciones orientadas a detener violaciones de derechos humanos en curso o a promover su satisfacción a nivel global podría no implicar que tiene un deber de seguir estos cursos de acción. Esto no solamente resultaría inconsistente con los juicios de muchos participantes de la práctica y con varias interpretaciones contemporáneas del derecho internacional, sino que podría además despojar a los derechos humanos de su principal atractivo. Si el objetivo primordial de esta actividad es cooperar internacionalmente para resguardar ciertos intereses importantes de los seres humanos, la comunidad internacional tiene que estar obligada a actuar para protegerlos y promoverlos. En caso contrario, retrocederíamos peligrosamente al paradigma westfaliano previo a la Segunda Guerra Mundial.

El modelo político revisado A pesar de sus problemas, el modelo político representa un gran avance, y con algunos retoques podría ofrecer una concepción filosófica de los derechos humanos que capture adecuadamente sus rasgos más salientes y que brinde orientación para perfeccionar la práctica. Como vimos, los aspectos en los requiere revisión son tres, a saber: el rol funcional de los derechos humanos, el criterio para decidir sobre su contenido, y las obligaciones que los derechos humanos generan en el plano internacional.

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Función En la versión revisada que propongo la función de los derechos humanos no se limita a justificar intervenciones externas con la soberanía de los Estados. Por el contrario, los derechos humanos regulan el comportamiento de cualquier agente que detente autoridad política soberana sobre los seres humanos. Un agente detenta autoridad política soberana cuando puede tomar decisiones últimas sobre la distribución de bienes sociales primarios, como derechos, libertades, oportunidades, ingreso y riqueza. Aunque en el mundo moderno ese poder es mayormente monopolizado por los Estados, otros actores podrían detentarlo eventualmente. En el pasado fue detentado por jefes tribales, señores feudales y reyes; en el mundo actual es a veces detentado por guerrillas, grupos armados y fuerzas de ocupación; y en el futuro podrían detentarlo organismos internacionales o un gobierno global. Es conveniente notar que si el rol funcional de los derechos humanos consiste en restringir el comportamiento de cualquier autoridad política soberana, los derechos humanos podrían existir bajo circunstancias completamente distintas de las actuales. Podrían existir, por ejemplo, aunque los Estados perdieran toda capacidad de intervenir con los asuntos internos de sus vecinos, o fueran sustituidos por modalidades alternativas de organización política (Montero 2014b). Una concepción filosófica de los derechos humanos no puede, por supuesto, limitarse a estipular una función para estos derechos, sino que debe justificarla. Es cierto que cualquier agente puede interferir con el goce de los intereses fundamentales que hemos consignado. Pero las autoridades soberanas reclaman un poder único. Se trata del poder de decidir qué planes de vida podemos perseguir, qué ideas podemos expresar en público, qué porción de recursos estará a nuestra disposición, qué obligaciones tenemos respecto de los

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demás miembros de la sociedad. En virtud de esta característica parece razonable imponerles responsabilidades especiales. Y también parece razonable comprender el incumplimiento de dichas responsabilidades como una clase distintiva de ofensa moral. Ese es precisamente el espacio conceptual que los derechos humanos ocupan. Si redujéramos los derechos humanos a derechos naturales, deberíamos acuñar un nuevo término para hablar con sentido sobre este crucial aspecto de la moralidad política. Contenido Es evidente que la gama de derechos reconocida por la doctrina de los derechos humanos es tan variada que resulta imposible reducirlos a normas que resguardan una única capacidad importante de las personas, como la agencia normativa. Por la misma razón, tampoco se los puede concebir como protecciones de intereses urgentes. Por el contrario, todo parece indicar que los derechos humanos expresan condiciones que los agentes deben cumplir para tratar a las personas situadas bajo su autoridad con la debida consideración y respeto. Por supuesto, a menos que expliquemos qué quiere decir esto, tendremos sólo una fórmula vacía. Y para dotar a esta fórmula de contenido no tenemos otra alternativa que recurrir a alguna concepción sustantiva de la persona humana y sus intereses de orden superior. Para evitar los problemas propios del modelo de los derechos naturales, propongo que esa concepción no surja de una especulación filosófica abstracta, sino de un análisis de los intereses genéricos que subyacen a los derechos reconocidos actualmente por la doctrina de los derechos humanos. Esos intereses podrían incluir:

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(a) El interés en la vida, la seguridad de la persona y la integridad corporal; (b) El interés en evitar un trato cruel, arbitrario o de explotación; (c) El interés en tomar las decisiones importantes para la propia vida; (d) El interés en los recursos que permitan alcanzar un nivel adecuado de bienestar; (e) El interés en participar de la vida política como un igual (Cp. Montero 2014a). Considerados en su conjunto, estos cinco intereses proveen una interpretación de la noción de dignidad humana contenida en los documentos de derecho internacional. En este sentido, cuando las autoridades soberanas satisfacen estos intereses, tratan a las personas con el respeto que merecen como seres dotados de conciencia y razón. Cuando, por el contrario, infringen estas condiciones, los convierten en meros medios para la persecución de metas colectivas o para la promoción de los intereses de quienes gobiernan. Al mismo tiempo, si bien estos intereses fundamentales se derivan de una generalización de los intereses que la práctica de los derechos aspira a proteger, pueden recibir una justificación independiente. Esto se debe a que ninguna concepción razonable de la moralidad política los negaría. Después de todo, la doctrina de los derechos humanos ha sido aceptada por pueblos con visiones morales, políticas y religiosas diversas. A partir de estos intereses podríamos derivar, a su vez, una serie de derechos humanos abstractos que, dependiendo del contexto social, económico y político, darían origen a listados de derechos específicos como los reconocidos por los documentos de derechos humanos. Esos derechos abstractos, así como los intereses genéricos que preservan, tendrían vigencia en todo tiempo y lugar, y podrían servir como criterios tanto para decidir sobre el contenido de los derechos humanos

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como para re-orientar la práctica actual. En este sentido, para decidir si cierto derecho es realmente un derecho humano deberíamos preguntarnos si se trata de un derecho indispensable para garantizar el goce seguro de los derechos genéricos mencionados (Montero 2014b; Gilabert 2011). Alcance normativo El último aspecto que debemos revisar se refiere a las implicancias normativas de los derechos humanos. En el modelo que propongo, los derechos humanos imponen distintas clases de obligaciones sobre una gran variedad de agentes. Si bien sería imposible ofrecer un panorama completo de dichas obligaciones en un trabajo exploratorio como este, voy a consignar algunos deberes generales que podrían servir como orientación: (a) Deberes de los agentes que detentan autoridad política soberana de satisfacer los derechos humanos de las personas situadas bajo su autoridad: (a-i) absteniéndose de dañar los intereses que los derechos humanos preservan; (a-ii) protegiendo los intereses que los derechos humanos preservan de las actividades de otros agentes sujetos a su autoridad; (a-iii) prestando asistencia a las personas cuyos intereses hayan sido indebidamente dañados. (b) Deberes de la comunidad internacional y otros agentes externos relevantes de: (b-i) no socavar la capacidad de los agentes que detentan autoridad política soberana de satisfacer los derechos humanos de su población sojuzgándolas o imponiéndoles condiciones de explotación;

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(b-ii) contribuir a la protección de los derechos humanos en todas partes; (b-iii) incrementar progresivamente la capacidad de los agentes que ejercen autoridad política soberana de satisfacer los derechos humanos de las personas situadas bajo su autoridad (Cp. Montero 2014b). Algunas de estas obligaciones tienen el estatus de deberes perfectos, que no admiten ninguna discreción a la hora de decidir sobre su satisfacción. Ese es el caso de los deberes de las autoridades soberanas respecto de su propia población (a-i, a-ii y a-iii). Otras constituyen, en cambio, deberes imperfectos de promover la realización de un fin dependiendo de la propia situación. En particular, los deberes b-ii y b-iii caen bajo esta categoría. Esto significa, por ejemplo, que al emprender acciones orientadas a proteger los derechos humanos y a incrementar la capacidad de las sociedades más pobres de satisfacerlos, los gobiernos pueden considerar sus propias obligaciones nacionales así como su riqueza comparativa. Las obligaciones de las autoridades soberanas de satisfacer los derechos humanos de sus residentes ya han sido parcialmente justificadas. Las obligaciones de la comunidad internacional requieren, sin embargo, una justificación especial. Algunas de esas obligaciones, como la de no socavar la capacidad de los gobiernos de atender los derechos humanos de su población, se derivan de principios morales evidentes. En este sentido, los estados tienen la responsabilidad fundamental de satisfacer los derechos humanos de las personas. A su vez, cualquier agente moral tienen el deber de no interferir ilegítimamente con la capacidad de otros de cumplir con sus obligaciones fundamentales. Por consiguiente, la comunidad internacional debe abstenerse de socavar la capacidad de los gobiernos de satisfacer los derechos humanos a nivel local. Finalmente, las

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obligaciones positivas de velar por el respeto de los derechos humanos y de incrementar la capacidad de los estados de atenderlos pueden derivarse de una lectura moral del principio de cooperación internacional recurrentemente invocado en los instrumentos de derechos humanos y la Carta de Naciones Unidas (Lafont 2012; Salomon 2008; Montero 2014b). Este cuadro tentativo de las obligaciones vinculadas a los derechos humanos permite superar las limitaciones de los modelos anteriores. Esto es así porque justifica que impongamos a la comunidad internacional obligaciones definidas en materia de derechos humanos. Dichas obligaciones requieren, por ejemplo, que ésta adopte las medidas necesarias para evitar que las actividades de instituciones como el Fondo Monetario Internacional o la Organización Mundial del Comercio resulten en su violación. A su vez, la obligación de contribuir a la protección de los derechos humanos en todas partes requiere que la comunidad internacional coopere activamente para realizar tareas de monitoreo y supervisión, aplicar sanciones a los gobiernos violadores y brindar asistencia cuando sea necesario. Solo así podrá alguna vez realizar la utopía anunciada por la Declaración Universal de un mundo de plena satisfacción de los derechos humanos.

Conclusión Espero que este artículo haya contribuido a demostrar que el modelo político representa una alternativa promisoria para pensar sobre los derechos humanos y para dirimir las controversias que genera como práctica interpretativa. En este sentido, la versión revisada del modelo político que he

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propuesto cumple con las tres condiciones de éxito estipuladas al comienzo. Cumple con la condición de ser coherente con la práctica no sólo porque la función que asigna a los derechos humanos se corresponde al menos aproximadamente con la que desempeñan en la realidad, sino también porque el criterio sugerido para decidir sobre su contenido permite acomodar una porción considerable de los derechos humanos reconocidos por el derecho internacional. Cumple, asimismo, con la condición ser apto para guiar la acción porque nos permite despejar los principales interrogantes que enfrenta la práctica de los derechos humanos. De hecho, si nos guiamos por esta teoría, inmediatamente descubrimos que los cavernícolas tenían derechos humanos que los agentes que detentaban autoridad política sobre ellos debían respetar, y que seguiría teniendo sentido hablar de derechos humanos aún en ausencia de Estados modernos. Al mismo tiempo, esta perspectiva revela que actores no estatales como células terroristas, corporaciones transnacionales e individuos no pueden violar derechos humanos a menos que ejerzan control efectivo sobre un territorio o una población. Finalmente, la versión revisada del modelo político tiene un considerable poder crítico respecto de la práctica y debería conducirnos a modificar varios de sus aspectos. Uno de estos aspectos se refiere, por ejemplo, a la aplicación de las normas de derechos humanos a las actividades que los Estados realizan fuera de su territorio mientras detentan control efectivo sobre una población o una persona. Bajo esta interpretación, los Estados Unidos podrían ser acusados de violar los derechos humanos de los prisioneros que mantienen detenidos en Guantánamo en condiciones inhumanas, y el gobierno de

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Israel podría ser acusado de violar los derechos humanos de las personas que habitan los Territorios Ocupados. Otro aspecto en el que mi versión del modelo político podría generar modificaciones se vincula con el contenido de los derechos humanos. Es evidente que, mientras algunos de los derechos reconocidos por el derecho internacional podrían no ser derechos humanos genuinos, otros derechos, como el derecho al matrimonio entre personas del mismo sexo, el derecho al aborto, o el derecho a la democracia, podrían incorporase a la doctrina de los derechos humanos. El último aspecto en que la concepción propuesta demuestra su potencial crítico se relaciona con el modo de distribuir la responsabilidad por los derechos humanos. Aunque no hay actualmente demasiada claridad sobre el tema, muchos teóricos del derecho internacional tienden a considerar que sólo los Estados cargan con obligaciones por los derechos humanos de las personas. Desde la perspectiva del modelo político revisado muchos otros agentes cargan con responsabilidades de diversa naturaleza por los derechos humanos, incluyendo la obligación de no socavar la capacidad de los gobiernos de atender los derechos humanos de su población, la obligación de contribuir a su protección en todas partes, y la obligación de contribuir de forma activa a incrementar la capacidad de todos los Estados de honrar los derechos humanos de la gente.

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Capítulo 4 Teoría del discurso y estado democrático de derecho

Aportes a la justificación del control judicial en J. Habermas y K.-.O. Apel

Santiago Prono Introducción Una de las restricciones que ejerce el derecho sobre los otros poderes del Estado (Legislativo y Ejecutivo) es el control judicial de constitucionalidad de normas democráticamente sancionadas. Esto genera cuestionamientos, porque se objeta que los jueces carecen de legitimidad democrática para este tipo de decisiones. En el presente trabajo se analiza este problema desde el posicionamiento teórico de Habermas teniendo en cuenta su propuesta de articulación entre el derecho y la democracia que presupone el control judicial. La tesis a defender sostiene que la teoría del discurso de J. Habermas, pero también la teoría ética de K.-O. Apel, que comparte el mismo marco conceptual, contribuyen a la justificación de este tipo de activismo judicial orientado a reforzar la democracia. Se trata de una justificación basada en el sentido reconstructivo de la Filosofía de ambos autores. Crítica y defensa del control judicial, y su justificación estándar Una de las restricciones que se ejerce en el estado constitucional y democrático de derecho sobre las decisiones

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de los Poderes políticos, Ejecutivo y Legislativo, es la del control judicial de constitucionalidad, que siempre genera cuestionamientos. Dicho control se efectiviza cuando, en opinión de los jueces, las decisiones democráticas adoptadas por dichos Poderes afectan derechos o principios constitucionalmente consagrados. Se considera usualmente que la práctica del control judicial de constitucionalidad fue introducida por primera vez por el juez J. Marshall en el famoso caso “Marbury vs. Madison” de la Corte Suprema de Estados Unidos en 1803. En Argentina, la Suprema Corte ejerce este tipo de controles desde 1887 en el caso “Sojo, Eduardo c/ Cámara de Diputados de la Nación” del 22 de septiembre de ese año, en el que rechazó el mandamiento de prisión dictado por la Cámara de Diputados contra este particular alegando que ello afectaba la independencia de los poderes legislativo y judicial, y otros principios del orden constitucional. En los últimos años la Suprema Corte ha intervenido para exigir, por ejemplo, la actualización de los haberes jubilatorios a partir del caso “Badaro, Adolfo Valentín c/ANSeS s/reajustes varios” del 8 de agosto de 2006, que fue un caso testigo porque obligó al Ejecutivo a enviar, casi dos años más tarde, el proyecto de ley para asegurar la movilidad jubilatoria que fue aprobado (mediante la Ley 26417) en octubre de 2008. Ahora bien, los principales cuestionamientos a este tipo de intervenciones, objetan sin embargo el hecho de que el Poder judicial es un órgano no elegido de un modo democráticamente directo, pero que aun así en ocasiones pretende modificar, o anular, las decisiones que emanan del Poder legislativo, ya sea determinando el alcance de los derechos individuales o sociales, dirimiendo los conflictos que se generan entre los poderes del Estado, o porque interpreta las reglas del procedimiento democrático.

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J. Waldron, por ejemplo, no sólo objeta la posibilidad de aislar un conjunto específico de principios constitucionales como señala Garzón Valdés, sino que además cuestiona el control de constitucionalidad por parte de los jueces, ya que estos no podrían estar legitimados para este tipo de control puesto que no son elegidos democráticamente, como así también porque adoptan decisiones mediante procedimientos en los que decide la mayoría de la Corte, con lo cual estarían reproduciendo los mismos desacuerdos que existen fuera del ámbito de la justicia que pretenden regular. En opinión de este autor, aquí se muestra la contradicción de quienes sostienen que ciertas cuestiones básicas que atañen a derechos fundamentales de los individuos no siempre pueden ser definidas a través del peso del mayor número –estrategia de la que reniegan cuando se trata de asambleas legislativas representativas del conjunto de la ciudadanía, pero no cuando lo que está en juego es una decisión que se toma dentro de la esfera judicial- (Waldron, 1993: 18-51, 1999). En este sentido se pregunta el autor “¿resulta agravada la tiranía de una decisión política por el hecho de que la misma es impuesta por la mayoría?”, “¿es la tiranía de la mayoría una forma particularmente inaceptable de tiranía?, (…) un tribunal también puede tomar su decisión por medio de una votación mayoritaria [aunque en ese caso] no hablemos comúnmente de una ‘tiranía de la mayoría’” (Waldron, 2005: 52). R. Post y R. Siegelafirman que “ninguna interpretación judicial de la Constitución puede soportar o resistir la oposición movilizada, persistente y determinada del pueblo” (Post, Siegel, 2013: 123), ya que “es inútil afirmar que la supremacía constitucional consiste en otorgar a los tribunales la última palabra o la autoridad definitiva para determinar [por ejemplo] el significado constitucional” (Post, Siegel, 2013: 124). Así, estos autores llaman la atención por la pérdida del

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involucramiento ciudadano en la política y en los asuntos del Estado (cfr. Post, Siegel, 2013: 123, 124, 138). En este sentido también cabe destacar que mientras algunos autores se preguntan si deberíamos encomendar esta función únicamente a un Tribunal Constitucional, sugiriendo que algunos aspectos de esta misión merecerían la atención de un poder especial del gobierno (Ackerman, 2007: 113), otros directamente sostienen que una concepción deliberativa de la democracia “tiene la máxima desconfianza hacia órganos elitistas no representativos para la toma de decisiones, como los judiciales” (Martí, 2006: 292). Por su parte, M. Tushnet propone una interpretación del control judicial en la que el mismo forma parte de un diálogo entre los diversos poderes del Estado eventualmente involucrados, aceptándose lo que dictaminen los jueces si es que para dichos poderes ello resulta aceptable: la idea aquí es que la decisión de una Corte puede ser mantenida si el Parlamento está de acuerdo con ella1. Estas posturas en favor de la democracia se evidencian en algunos diseños institucionales. En este sentido, un ejemplo (de los más citados en los últimos tiempos) es el de la Carta Canadiense de Derechos y Libertades de 1982, en la que se afirma, en la sección 1, que los derechos establecidos en esta Carta se encuentran sujetos a las limitaciones que resulten demostrablemente justificadas en una sociedad libre y democrática”. Y en la sec. 33 se establece que el Poder Legislativo puede extender la vigencia de una norma por períodos renovables de 5 años, “no obstante” las tensiones que ella pueda tener con la Carta de Derechos. 1. Tushnet, M. “Revisión judicial dialógica”, cit. en Gargarella (2014: 115).

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Contrariamente a estas objeciones, quienes justifican el activismo judicial para controlar decisiones democráticas alegan que los jueces en verdad tienen más posibilidades que los políticos para detectar problemas en el procedimiento deliberativo y juzgar el modo en que el mismo funciona, asegurándose que este respete la voluntad popular. En este sentido se afirma que, aun cuando en política se actúe de buena voluntad, que no siempre ni necesariamente es el caso, dado que somos seres falibles, deberíamos aceptar toda clase de dispositivos que ayuden a corregir decisiones, las cuales siempre pueden basarse en errores fácticos y lógicos, falta de información, prejuicios, etc., además del hecho de que la política en ocasiones facilita la adopción de decisiones basadas en el privilegio de intereses parciales. Así, se plantea que es posible justificar el hecho de que los jueces puedan asumir un rol significativo en el procedimiento democrático, por ejemplo en lo que respecta a la implementación de derechos sociales. E. Garzón Valdés ha sostenido, por ejemplo en lo que respecta a determinadas normas de importancia central para el Estado, que podría resultar viable dar cuenta de ciertos “compromisos básicos” o, como señala, de un “coto vedado de principios constitucionales” (Garzón Valdés: 1989: 644-645) que estarían exentos de la discusión legislativa ordinaria de modo que no puedan ser afectados por mayorías circunstanciales. Se trata pues de principios que estarían resguardados por órganos judiciales para observar la constitucionalidad de las leyes votadas por la mayoría. Precisamente en este sentido L. Ferrajoli refiere a la idea de los límites a los poderes públicos, incluidos los de la mayoría, elaborados por toda la teoría liberal: “Siempre que se quiere tutelar un derecho como fundamental se lo sustrae a la política, es decir, a los poderes de la mayoría, y al mercado, como derecho inviolable, indisponible e inalienable. Ninguna mayoría, ni siquiera por unanimidad, puede decidir su abolición o reducción (Ferrajoli,

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2008: 55) (…). Y es justamente para impedir que (el poder del pueblo) sea absoluto por lo que la democracia política, para no contradecirse a sí misma, debe incorporar ‘contra-poderes’ de todos, incluso de la minoría, orientados a limitar los poderes de la mayoría. Estos contra-poderes, que no se advierte por qué no deban ser configurados también ellos como ‘poderes del pueblo’ (o ‘democráticos’), son precisamente los derechos fundamentales (Ferrajoli, 2008: 87) (…). Y ¿qué es lo que las constituciones establecen como límites y vínculos a la mayoría, como precondiciones del vivir civil y a la vez razones del pacto de convivencia? Esencialmente dos cosas: la tutela de los derechos fundamentales –los primeros entre todos son el derecho a la vida y a la libertad personal, y no hay mayoría, ni interés general, ni bien común o público a los que puedan ser sacrificados –y la sujeción de los poderes públicos a la ley” (Ferrajoli, 2008: 212-13). Un autor ya clásico que en el contexto de este debate puede calificarse como un fuerte defensor del judicial reviewes R. Dworkin, cuya concepción de los principios del derecho es central para entender el alcance que dicho control debería tener respecto de las leyes. El autor se interesa por estos principios porque tienen un contenido deontológico que evita que sean, o bien contingentemente derogados, o bien establecidos a voluntad del legislador político2. En este marco Dworkin entiende la democracia como gobierno sujeto a condiciones, entendidas estas en el sentido de la igualdad de status para todos los ciudadanos. Estas condiciones expresan principios morales de justicia que tanto el juez como el legislador deben tener en cuenta para la toma de decisiones. 2. “Llamo ‘principio’ a un estándar que ha de ser observado, no porque favorezca o asegure una situación económica, política o social que considera deseable, sino porque es una exigencia de la justicia, la equidad o alguna otra dimensión de la moralidad” (Dworkin, 1999: 72).

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Así, cuando las instituciones mayoritarias satisfacen condiciones democráticas el veredicto de estas instituciones debería ser aceptado por todos; pero si no lo hacen “entonces no pueden objetarse, en nombre de la democracia, otros procedimientos que protegen mejor esas condiciones”3. Este filósofo identifica a los principios como una clase estándar aparte, diferente de las normas jurídicas, y a los que los jueces recurren, especialmente en casos difíciles, para aplicar el derecho, o para regular y controlar las decisiones del legislador político cuando este crea las normas del derecho positivo. A su vez, en este sentido también cabría señalar que los jueces no son elegidos arbitrariamente, sino que sus nombramientos emanan de procedimientos democráticos llevados a cabo en el Parlamento por parte de los representantes directos del electorado y por el Presidente, de modo que a fin de cuentas es posible afirmar que ellos, si bien en una medida menor que los legisladores, aunque más no sea en un sentido derivado también gozan de cierta legitimidad democrática. Este es el argumento de algunos autores que parecen defender el control judicial desde este punto de vista. Ch. Eisgruber, por ejemplo, afirma que “pese a que los jueces no son seleccionados por elección popular directa, de todos modos son designados a través de un proceso que es a la vez político y democrático (…). Son designados por funcionarios electos (…). Los jueces tienen un democratic pedigree: deben su designación a sus visiones políticas y a sus conexiones políticas tanto como a sus habilidades jurídicas”4. Y L. Hilblink, por su parte, ha apoyado esta idea sugiriendo que las credenciales democráticas de la 3. La cita está en Linares, 2008: 63. 4. Eisgruber, Ch., Constitutional Self-Goverment, Harvard: Harvard University Press, 2001 (La citaestáen Linares, 2008: 79).

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justicia constitucional varían dependiendo de la forma en que los jueces son seleccionados, especialmente si interviene el Parlamento y el cargo no es vitalicio5. Por supuesto, en esta línea argumentativa también hay que señalar que la Constitución, en nombre de la cual intervienen los jueces, fue sancionada democráticamente. Ahora bien, dejando de lado posturas opuestas, que o bien rechazan, o bien aceptan absolutamente el control judicial, la justificación que habitualmente se plantea consiste en señalar que la intervención judicial resulta admisible si resguarda las reglas de juego democrático. J. Ely sostiene que este tipo de control tiene que resguardar los canales por los que discurre el procedimiento a través del cual se organiza a sí misma la comunidad jurídico-democrática: “el control judicial primariamente debe reparar sobre el desbloqueo de las obstrucciones del proceso democrático” (Ely, 1980: 108, 117). C. Sunstein ha argumentado insistentemente contra los que creen que el activismo judicial implica necesariamente un desplazamiento del juicio democrático acerca de cómo establecer prioridades. Para este autor, “el hecho de que hay ciertos compromisos constitucionales resguardando los derechos sociales (…) puede promover la deliberación democrática, dirigiendo la atención política a intereses que de otra manera serían desconsiderados en la vida política ordinaria”6. Y R. Dworkin señala también que los principios fundamentales de la democracia exigen que exista un tribunal que intervenga para resguardarla cuando las 5. Hilblink, L., Judges beyond Politics in Democracy and Dictatorship, New York, Cambridge University Press, 2007 (La citaestáen Linares, 2008: 79). 6. La cita está en Gargarella, 2006: 244.

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decisiones mayoritarias o del gobierno implican prejuicio o partidismo en lugar de igual consideración (Dworkin, 2003: 75)7. Otro autor que defiende la prioridad de la democracia frente a este modo de entender el constitucionalismo, aunque (también) sin excluirlo, es C. S. Nino. A su entender, y desde el punto de vista que prioriza la democracia, podría objetarse que si los jueces en verdad están en una posición epistémica más débil en comparación con las instituciones que se encuentran más directamente ligadas al proceso democrático en la tarea de determinar el alcance y jerarquía de los derechos, no hay por qué pensar que aquellos estén en mejores condiciones para resguardar tales derechos en contra de decisiones democráticamente adoptadas que afecten (positiva o negativamente) a estos derechos: “cuando el origen de los jueces no es de carácter democrático, sus decisiones no gozan del valor epistémico que sí tiene el proceso democrático. La perspectiva del juez se encuentra limitada a la de las personas directamente afectadas por un conflicto sobre el cual tiene que decidir, excluyendo a algunos de aquellos que podrían resultar afectados por el conflicto. El juez es completamente extraño a la disputa” (Nino, 2003: 260). De este modo el procedimiento intersubjetivo de deliberación democrática parecería encontrarse en una mejor posición para adoptar decisiones colectivamente vinculantes, que la que pueda adoptar un juez, que prescinde de este punto de vista. Sin embargo, y no obstante estas consideraciones críticas al control judicial, “la impresión de que el proceso democrático no puede satisfacer todos los requerimientos de la constitución ideal es tan fuerte 7. Dworkin, Ronald; “Equality Democracy and Constitution: we the People

in Court”, Alberta Law Review, vol. XXVII, nº 2, 1990, pp. 324-346 (publicado en Dowrkin, 2003).

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que el control judicial de constitucionalidad no puede descartarse sólo como consecuencia de invocar los méritos de la democracia deliberativa” (Nino, 2003: 260-261). Por esta razón plantea Nino tres excepciones a la negativa del control judicial de constitucionalidad; en efecto, a su entender el mismo es necesario si la ley no respeta los presupuestos del proceso democrático, o la autonomía personal fundándose en razones perfeccionistas, o si afecta negativamente la preservación de la práctica jurídica moralmente aceptable (Nino, 2003: 273 ss.). Por su parte, R. Gargarella también parece suscribir a la idea de que no es conveniente desatender al punto de vista que representa la democracia, pues en su opinión “no debiera ser aceptable, en principio, que el poder judicial tenga las facultades que hoy tiene. Sucede que no resulta razonable que dicho poder (el de menor legitimidad democrática) tenga la capacidad para decidir la última palabra en todo tipo de cuestiones y aun en contradicción con la voluntad del legislativo”8. No obstante sus reparos teóricos, Gargarella también aconseja mantener el control externo de legitimidad constitucional de las decisiones políticas por parte del Poder judicial. Últimamente ha sostenido en esta línea que “los jueces no solamente están institucionalmente bien ubicados para enriquecer el procedimiento deliberativo y ayudar a corregir algunos de sus sesgos indeseables, sino que también ellos tienen muchas herramientas diferentes para facilitar su tarea en este respecto (…), y ello sin tomar el lugar del legislador para decidir qué remedio [eventualmente] adoptar; 8. Gargarella, Roberto, “La democracia deliberativa en el análisis del sistema representativo. Algunas notas teóricas y una mirada sobre el caso de la Argentina”; artículo publicado en www.insumisos.com Red de Investigadores Latinoamericanos por la Democracia y la Paz (RILDEPAZ), bajado el 20/4/2011.

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ellos pueden ofrecerle un conjunto de remedios alternativos dejándoles a aquellos la decisión final de cuál elegir”. Por esta razón a su entender la revisión judicial puede estar más o menos en línea con los objetivos de los demócratas deliberativos, y ello aun cuando estos tengan razones para ser escépticos con respecto a tal clase de control (Gargarella, 2006: 243, 251). En esta línea, y en opinión de R. Gargarella, la jurisprudencia de la Corte Suprema (post-apartheid) de la República sudafricana, a partir de sus definiciones en los casos “Gobierno de la República de Sudáfrica vs. Grootboom”9 y “Ministro de salud y otros vs. Campaña de Acción pro Tratamiento y otros”10, representa un ejemplo que ayuda a la comunidad legal internacional a entender que es posible sostener un rol judicial activo en el área de los derechos sociales afirmando al mismo tiempo la primacía de las autoridades políticas (Gargarella, 2006: 245). En este punto también puede señalarse el ejemplo de la Corte Constitucional de Colombia, y su anulación en 2004 del status anti-terrorista, alegando que no se había sido sancionado en base a un proceso razonable de deliberación pública, lo cual evidencia un compromiso por compatibilizar un marcado activismo judicial

9. Se trata de la querella presentada por 900 demandantes que vivían en condiciones de extrema pobreza reclamando por el respeto de sus derechos de vivienda (Octubre de 2000). Citado en Gargarella 2006: 245. 10. Este caso concierne a la enfermedad del Sida, uno de los más dramáticos problemas sociales de Sudáfrica, en el cual la Suprema Corte cuestionó la decisión del gobierno de prohibir la administración de una droga antiviral -Nevirapina- excepto en circunstancias excepcionales, y exigiéndole la implementación coordinada y progresiva de programas de salud que garanticen el acceso a servicios de salud a fin de combatir la transmisión del VIH de las madres embarazadas a sus hijos (2002). Citado en Gargarella, 2006: 245.

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respetando la primacía política y los presupuestos de la democracia deliberativa11. Estos planteos orientados a justificar el control judicial sin que afecte los presupuestos democráticos, pueden concebirse como diversos intentos de “justificación estándar”, en tanto se limitan a afirmar que la intervención judicial en la democracia se justifica cuando aquella se plantea para resguardar a esta última. La pregunta en este punto es ¿qué aporte puede realizarse desde la teoría del discurso para ampliar, o profundizar conceptualmente tal clase de justificación? El control judicial y la teoría del discurso de J. Habermas La contribución habermasiana a este tema del constitucionalismo estriba en la posibilidad de justificar el presupuesto asumido pero no tematizado por los planteos que justifican la implementación del control judicial. En efecto, lo que falta en dichos planteos es una explicación acerca de por qué el derecho puede relacionarse con la democracia en los términos que se pretende. Y es precisamente esta explicación la que puede brindar la tesis habermasiana de la identidad de origen entre estado de derecho y soberanía popular, la cual se plantea en términos de una presuposición recíproca. La tesis señalada sostiene, por un lado, que los ciudadanos del Estado sólo podrán hacer un uso “apropiado” de la autonomía pública que les garantiza los derechos políticos, si privadamente son lo suficientemente independientes y están en condiciones de organizar y garantizar su forma de vida privada con el mismo grado de autonomía. Ahora bien, por el 11. C 816-04. Disponible en: http://www.corteconstitucional.gov.co/relatoria/2004/C-816-04.htm.

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otro lado, y al mismo tiempo, los ciudadanos de la sociedad disfrutan en la misma medida de su autonomía privada igualitaria –es decir, que las libertades de acción subjetivas que están igualitariamente distribuidas poseen para ellos el “mismo valor”- si como ciudadanos del Estado, también hacen un uso apropiado de su autonomía política, que por ejemplo puede implicar una cierta orientación al bien común. Esta conexión constitutiva entre derecho y política democráticase justifica en que los derechos subjetivos sólo pueden ser puestos en vigor y cumplirse por organizaciones que tomen decisiones colectivamente vinculantes y, a su vez, estas decisiones deben su carácter colectivamente vinculantes a la forma jurídica con que están revestidas: “De hecho la razón práctica se realiza a sí misma en la forma de la autonomía privada no menos que en la forma de la autonomía pública. Ambas son medios y fines para la otra. (…) Sólo el proceso democrático garantiza a los ciudadanos de la sociedad alcanzar el disfrute de iguales libertades subjetivas. Inversamente, sólo una asegurada autonomía privada de los ciudadanos de la sociedad pone a los ciudadanos del Estado en posición de un uso adecuado de su autonomía política. La interdependencia de estado de derecho y democracia pone en primer plano esta relación de complementación de la autonomía privada y [autonomía] del ciudadano: cada una consume los recursos que la otra representa” (Habermas, 2009: 175, 1994: 162).

Así entendidos, los derechos individuales y el estado democrático son interdependientes en dos formas: en la dirección que va desde los derechos hasta la democracia, en el sentido de que se necesitan el reconocimiento de las libertades y el respaldo de los derechos para el correcto ejercicio de la democracia, y en la dirección opuesta, que va desde la democracia hasta los derechos individuales, porque se necesita del ejercicio de la democracia para garantizar la existencia y persistencia de los derechos individuales y las libertades

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fundamentales12. En un lenguaje habermasiano ya antiguo, pero aún no del todo extinguido u obsoleto para dar cuenta de sus concepciones filosóficas de fondo, tal vez podríamos hablar aquí de una relación dialéctica entre autonomía privada y autonomía pública, que si bien en una primera instancia se muestran en una relación de “tensión de fondo”, en realidad esta desaparece cuando se adopta un punto de vista que supone, no una preferencia por alguna, sino la superación de tal relación en tanto que conflictiva a partir de asumir una tercera posición teórica que, más allá de la oposición liberalismo - republicanismo, y de los caracteres distintivos de cada una de estas doctrinas filosófico-políticas (que respectivamente se conectan con el principio del estado de derecho y de la soberanía popular), encuentra su punto de apoyo en una teoría del discurso aplicada a la democracia y al derecho como la que sostiene Habermas13. De acuerdo con Ch. Zurn, quien analiza este tema del constitucionalismo en Habermas de una manera cercana a la aquí propuesta, “la democracia no solamente presupone el constitucionalismo, el constitucionalismo es ilegítimo sin democracia deliberativa. […]. En términos de un eslogan, no hay legitimidad constitucional sin democracia, y no hay democracia legítima sin constitucionalismo” (Zurn, 2007: 236)14. Desde esta 12. Por esto mismo, señala por ejemplo Bobbio, es poco probable que un estado no liberal pueda asegurar un correcto funcionamiento de la democracia, y también es poco probable que un estado no democrático limite su propio poder y garantice las libertades fundamentales; la prueba histórica de esta interdependencia, sostenía el filósofo italiano, “radica en el hecho de que el estado liberal y el estado democrático, cuando caen, caen juntos” (Bobbio, 1985: 23-24).

13. Cfr. Habermas, 1999: 231 ss., 1994: 324 ss. 14. Por esto también señala Zurn que “para Habermas la libertad individual y la soberanía popular no son principios competitivos o

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perspectiva ya no resulta plausible interpretar los derechos como límites a la democracia, ya que ellos sólo pueden ser reconocidos y puestos en vigencia por autoridades de origen mayoritario (i.e.“democrático”)15. Este modo de relacionar política y derecho no sólo permite comprender entonces el tipo de conexión entre estos ámbitos de la Filosofía Práctica que presupone y hace efectivo el control judicial, sino también revestir a su justificación con un mayor respaldo teórico, que trasciende a la simple idea según la cual no hay contradicción porque los jueces, cuando intervienen, lo hacen para respaldar la democracia. De modo pues que, y de acuerdo con el sentido reconstructivo de la filosofía habermasiana, la citada tesis de la identidad de origen entre estado de derecho y soberanía popular permite explicitar lo que está implícitamente presupuesto en toda pretensión de justificación del judicial review, y que es la relación habitualmente propuesta entre política democrática y derecho. Por cierto que aun así puede plantearse el interrogante de si tal equiparación entre estas ramas de la Filosofía Práctica se preserva en el preciso momento de la implementación del control judicial. En otro términos, y no obstante la justificación habermasiana, la intervención de los jueces para anular una ley democráticamente sancionada, ¿no presupone una preeminencia del derecho sobre la política?, el activismo judicial ¿acaso no implica una cierta “pérdida” de la democracia?, ¿es correcta la afirmación de A. Bickel, respecto de que “(…) cuando la Corte Suprema declara inconstitucional una sanción legislativa o una acción de un ejecutivo electo, ella tuerce la voluntad de los representantes del pueblo”, y que por antitéticos, cuyo conflicto sería resuelto por una inexplicable judicatura” (Zurn, 2007: 238.). 15. Cfr. Nino, 2003: 270.

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lo tanto “el control judicial pertenece del todo a una pecera diferente que la democracia, y ésa es la razón de que se pueda hacer la acusación de que el control judicial es antidemocrático” (Bickel, 1986:16-17)?Parece entonces que si hay control no hay presuposición recíproca, es decir que no habría igualdad de nivel, sino más bien pérdida de lo democrático. Sin embargo, cabe recordar que la concepción habermasiana no sólo es procedimental, sino también substantiva, de modo que el hecho de que sea democrática (en sentido procedimental) no es suficiente para que una decisión adoptada por los poderes políticos sea constitucionalmente legítima, o cabalmente democrática, porque falta lo otro, es decir, el reconocimiento de los derechos (la parte substantiva). Esto significa que el control judicial, que anula una decisión política procedimentalmente “legítima”, no implica pérdida, porque con ella sólo una parte se ha satisfecho. Así, los jueces, cuando intervienen, no lo hacen ocasionando una “pérdida” de lo democrático, sino porque (y cuando) ésta ya se ha ocasionado16. Este es entonces el aporte, ciertamente no menor de la filosofía habermasiana a la justificación estándar del control judicial. Pero ¿es posible avanzar aún más en el respaldo teórico de tal fundamentación? Una respuesta positiva a este interrogante la ofrece el marco teórico de la ética del discurso de K.-.O. Apel. La ética del discurso de K.-O. Apel: aportes a la consolidación de la justificación del control judicial La ética del discurso es una teoría alemana surgida a comienzos de la década de 1970 cuyos principales exponentes 16. Agradezco este importante señalamiento al Prof. H. Seleme.

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son K.-O. Apel y J. Habermas. Básicamente, esta teoría ética comporta un carácter procedimental e intersubjetivo que estriba en la confrontación crítica de argumentos orientada a la obtención de consensos racionalmente motivados como condición de validez de la justificación de las normas morales, e incorpora, desde sus propios presupuestos filosóficos, parte de las implicancias conceptuales del giro lingüístico, pragmático y hermenéutico de la filosofía contemporánea17. En el caso de Apel esta teoría ética mantiene la exigencia trascendental de interrogarse por las “condiciones de posibilidad y validez”, pero no cree que sea necesario buscarlas en las estructuras de la conciencia, como en el caso de Kant (característico del solipsismo metódico de la Filosofía Moderna, que abarca desde Descartes hasta Husserl), sino que es menester buscarlas en el lenguaje y la argumentación18. Se trata pues de una teoría en la que el principio del discurso adopta una importancia fundamental, y se lo entiende en el sentido de un análisis crítico-argumentativo de las pretensiones de validez presupuestas en una argumentación determinada. Tal análisis crítico es necesariamente dialógico y presupone, ante todo, la simetría y la igualdad de derechos entre quienes asumen el rol de interlocutores discursivos involucrados en la resolución argumentativa de un problema

17. Para un estudio reconstructivo de lo que, según los propios autores, podemos caracterizar como los fundamentos conceptuales de la ética del discurso, véase Apel, Böhler, Kadelbach, 1984. Cfr. además también Apel, 1973, 1980: 272.; 1986: 45-85; 1996: 17-41; 1998; Habermas, 1971, 1974, 1991; Böhler, 1985, 2003: 221-249; Kuhlmann, 1992. Por el lado de algunos comentaristas puede consultarse a Maliandi, 1991: 47-62; Michelini, 1991: 63-87; De Zan, 1994: 15-45; Damiani, 2009.

18. Cfr. Maliandi, 1997: 117, 2002: 60.

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filosófico como el de la fundamentación racional de las normas morales19. El rasgo característico fundamental que desde un punto de vista conceptual puede señalarse como propio de la ética del discurso es su sentido reconstructivo, que explicita reflexivamente los presupuestos normativos que subyacen como condición trascendental de validez al planteo de todo argumento con sentido, y cuyo reconocimiento implica un carácter moral inherente a la racionalidad misma. Esto ha permitido responder adecuadamente al desafío planteado en sus orígenes por objeciones provenientes de posturas racionalistas, según las cuales no era posible una fundamentación racional de las normas morales debido al prejuicio de que la racionalidad era moralmente neutral (Apel, 1992: 14 ss.)20. A partir de esta reconstrucción de la dimensión pragmática del discurso argumentativo se justifican conceptos fundamentales de esta teoría ética. Entre ellos están el concepto de la fundamentación última (Letztbegründung), que no debe pensarse en un sentido lógico-deductivo, sino en sentido de una reflexión pragmático-trascendental que simplemente alude al hallazgo de presupuestos inherentes a la argumentación, y que por lo tanto no pueden negarse sin incurrir en una autocontradicción pragmática o performativa

19. Cfr. Maliandi, 2006: 231 ss.

20. De esta polémica ha participado también el popperiano Hans Albert.

Para un análisis de este tema cfr. Albert, 1975: 100 ss., 1980: 11 ss., 24 ss., 129 ss., 173 ss., 1982: 64 ss., 137 ss. Las respuestas de Apel están en Apel, 1973: 45 ss., 1975: 140-173, 1988: 25, 352, 444, etc. Comentarios y exposiciones en Cortina, 1995: 149 ss.; Maliandi, 1991: 21-29, 1993: 89 ss., 2002: 59-73.

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(pragmatischer Selbstwiederspruch)21, ni fundamentarse sin comisión de petitio principii. Aquí se evidencia la irrebasabilidad (Unhitergebahrkeit) del discurso argumentativo, que implica la imposibilidad de “salirse” del discurso para tomarlo como objeto de estudio, y ello porque ya siempre lo estamos presuponiendo, por ejemplo para negar con argumentos la viabilidad de una fundamentación racional de la moral. Otro concepto fundamental es el de la norma básica (Grundnorm), la cual refiere a un principio ético necesariamente presupuesto en toda argumentación, sea cual fuere el contenido de la misma, e implica una exigencia, fundamentada mediante reconstrucción pragmática, de recurrir a discursos prácticos ante cada caso de conflicto de intereses. Finalmente, también aparece en la ética del discurso de Apel el concepto de comunidad ideal de comunicación (Idealkommunikationsgemeinschaft), que refiere a una situación discursiva que adopta la forma de un ideal regulativo en la que los interlocutores discursivos, como dice Habermas, sólo aceptan confrontar sus puntos de vista bajo la “fuerza de coacción” que ejercen los mejores argumentos22.

21. Este tipo de contradicción se entiende si se toma en cuenta la dimensión pragmática del lenguaje. Semejante contradicción, a diferencia de una contradicción semántica entre dos proposiciones (en la cual el predicado de una niega lo que afirma el de la otra), se comete con una sola proposición, pero en la cual se niega precisamente lo que está implícitamente afirmado en el acto comunicativo por el cual dicha proposición se expresa, o bien se afirma lo que en el acto se niega. Esto significa, en otros términos, que con una tal contradicción se apela a aquello que se quiere criticar para pretender justificar el tipo de objeción que se quiere plantear. Cfr. Maliandi, 2002: 62; 1992: 17-18, y 1994: 161-162.

22. Cfr. Apel, 1973: 358 ss., 1975: 140 ss., 1987: 283-299, 1995: 233- 262, 2002: 21 ss., 2007: 49-55.

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Todos estos conceptos básicos de la teoría ética del discurso, se fundamentan a partir de una reflexión estricta sobre la dimensión pragmática de la argumentación que permite explicitar los presupuestos ya siempre y necesariamente reconocidos cuando se plantean pretensiones de validez mediante discursos prácticos. Este sentido reconstructivo permite dar cuenta de la característica fundamental de esta teoría ética, que no han sabido leer la mayoría de sus críticos cuando objetan su procedimiento de fundamentación alegando la imposibilidad de alcanzar consensos como instancia fundamental para la justificación racional de las normas morales23. Esta teoría ética tiene como punto de partida, como se señaló, el análisis de las condiciones de posibilidad (Bedingung der Möglichkeit) y validez de la argumentación mediante un análisis pragmático-trascendental (en el caso de Habermas se habla de una “pragmática universal”) que se propone explicitar los presupuestos ya siempre operantes en la misma práctica comunicativa llevada a cabo en términos de argumentos, y que son constitutivos de todo entendimiento intersubjetivo. Ahora bien, ¿qué aporte puede brindarse desde la ética del discurso al tema del control judicial, de modo que permita profundizar la justificación propuesta a partir de la tesis habermasiana de la identidad entre derecho y democracia? Para responder esta cuestión es necesario tener en cuenta el carácter esencialmente reconstructivo de esta teoría24. Dicho 23. Cfr. Wellmer, 1994: 106 ss.; Tugendhat, 2001: 151 ss. Esta teoría ética

ciertamente se orienta a la obtención de consensos, pero esta no es su característica fundamental, y por esto no adopta un sentido constructivista, sino reconstructivo de las condiciones de posibilidad de la fundamentación filosófica. 24. A partir de aquí cfr. Prono, 2011: 206 ss., 2014: 146 ss.

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aporte estriba en que los presupuestos del procedimiento democrático que el control judicial debe resguardar, pueden interpretarse como aquellos que la ética del discurso permite explicitar mediante su procedimiento de fundamentación. En efecto, y este es el punto en cuestión a fin de complementar el argumento habermasiano sobre el control judicial, este tipo de reflexión reconstructiva que efectúa esta teoría ética sobre las presuposiciones (morales) del discurso25, y en base al cual explicita su principio procedimental de fundamentación discursiva, permite dar cuenta de los requisitos inherentes a los procedimientos democráticos que el control judicial debería resguardar, por ejemplo para la toma de decisiones en el Parlamento. De este modo la ética del discurso puede adoptar una importancia fundamental para el control judicial, pues tal procedimiento reflexivo-reconstructivo de la práctica intersubjetiva del discurso argumentativo, permite explicitar los principios en base a los cuales se estructuran los derechos en los que se expresa el valor del procedimiento democrático, y que el control de constitucionalidad debería asegurar cuando se orienta a proteger los presupuestos que lo posibilitan. Entre estos principios sustantivos de carácter moral pueden señalarse el principio de autonomía, de dignidad e inviolabilidad de la persona, y expresan derechos (de carácter liberal, pero no sólo negativos, sino también positivos, derechos sociales, o constitucionales, además de políticos, civiles, humanos, etc.) que tienen una importancia fundamental para el sistema democrático debido a que, implícita o explícitamente, son aquellos en los que este se basa, y que por cierto no derivan de la misma práctica democrática, 25. Respeto recíproco, libertad comunicativa para plantear argumentos, no

coacción, y demás reglas de simetría que comportan lo que Maliandi denomina como “principios de equidad discursiva”; cfr. Maliandi, 2006: 231 ss.

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y por supuesto tampoco de presupuestos metafísicos, dogmáticos, religiosos, etc., sino que (y nuevamente) surgen de reflexiones efectuadas sobre la práctica argumentativa que la ética del discurso explicita en el marco de su procedimiento de fundamentación. A fin de cuentas el propio Habermas sostiene que “el Tribunal constitucional debe proteger el sistema de derechos que posibilite la autonomía privada y pública de los ciudadanos (…). Por esto ante todo tiene que examinar el contenido controvertido de las normas sobre todo en conjunto con los presupuestos comunicativos y las condiciones procedimentales de los procesos democráticos de establecimiento del derecho” (Habermas, 1994: 320). Así entendido, no sólo que el control judicial no resultará perjudicial para la legislación de procedimientos y la formación racional de la opinión y la voluntad políticas, sino que incluso resulta normativamente exigido26. Reflexiones finales Ciertamente es posible pensar en una solución al problema del control judicial tal como la concibe la justificación estándar, que permite justificar la idea de que la revisión judicial no compromete los principios democráticos. Perosi bien ella es enteramente correcta, así planteada resulta claramente insuficiente, pues no justifica la viabilidad conceptual de lo que ya está presuponiendo como condición de posibilidad y validez de su propuesta para relacionar en este sentido el derecho con la democracia. El problema, como señaló, es que en realidad la pretensión de establecer tal relación no resulta obvia, ni intuitivamente aceptable sin más, pues se trata de dos puntos de vista entre los cuales tradicionalmente se ha planteado una 26. Cfr. Habermas, 1994: 340.

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relación conflictiva, representada por la oposición entre las tradiciones liberal y republicana de la política y en las que, respectivamente, o bien se privilegian los derechos subjetivos individuales de sujetos privados movidos por el autointerés, o bien se hace lo propio con respecto a los derechos políticos de los ciudadanos del Estado motivados por el bien común. Para fundamentar una concepción del control judicial se necesita, digamos, una justificación filosófica escalonada en dos niveles distintos. Esta justificación primero debe poder dar cuenta de los argumentos acerca de por qué es en efecto posible articular estos dos puntos de vista de la razón práctica (señalando que se trata de una conexión que de hecho se establece en términos de una presuposición recíproca), para luego, y sobre esta base, proceder legítimamente (i.e. sin asumir por ello presupuestos simplemente aceptados pero no justificados) a plantear una tal conexión afirmando que los jueces, cuando intervienen, lo hacen en resguardo de la democracia. Ahora bien, se trata esta de una justificación que se consolida teóricamente si, a su vez, también se tiene en cuenta el procedimiento reconstructivo de la ética del discurso, que permite explicitar los presupuestos valorativo-morales que motivan la intervención judicial. Esta es la base a partir de la cual es posible comenzar a discutir un diseño institucional que implique una concepción del constitucionalismo, que al mismo tiempo reconozca, y haga valer, el ideal de autonomía individual y de autogobierno colectivo.

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Capítulo 5 Virtud y naturaleza en Aristóteles Notas sobre Ética Nicomáquea Fabián Mié

“Ni por naturaleza ni contra naturaleza se generan en nosotros las virtudes, sino que es natural para nosotros adquirirlas al perfeccionarlas a través del hábito” (EN II 1, 1103a23-26).1

 El presente texto no tiene otra pretensión que la de recoger la conferencia que brindé dentro del Ciclo organizado por el Programa en Ética y Filosofía Política del Centro de Investigaciones Jurídicas y Sociales (Universidad Nacional de Córdoba), y que repetí en el Instituto de Filosofía de la Universidad de los Andes (Santiago de Chile), en noviembre de 2014 y enero de 2015, respectivamente. La amplitud y cierta generalidad, con las cuales trato aquí un conjunto de temas, deberían entenderse a partir de la clase de presentación a la cual estaba dirigida lo aquí escrito. Agradezco las observaciones que me formularan en sendas ocasiones, y en especial la invitación y los comentarios de Guillermo Lariguet, Jorge Mittelmann y Joaquín García-Huidobro. 1. Cito a Aristóteles según las ediciones en Oxford Classical Texts, en particular: Aristotelis, Ethica Nichomachea. Recognovit brevique ad notatione critica instruxit I. Bywater, Oxford, 1894, Oxford University Press. Las traducciones son de mi responsabilidad. Además de la traducción de J. Pallí Bonet, publicada en la editorial Gredos (Madrid, 1985), tengo particularmente en cuenta la traducción inglesa de C. Rowe en

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Aristóteles desarrolla algunos argumentos mediante los cuales intenta sostener que la vida buena para el ser humano se asienta en el cumplimiento de ciertas operaciones naturales. Uno de sus más conocidos argumentos es el del érgon o función, de Ética Nicomáquea I 7. En dicho argumento, con vistas a individualizar lo que es bueno para el ser humano, se recurre a la premisa de que lo bueno consiste en el ejercicio de cierta función natural propiamente humana. Más allá de la discusión sobre la legitimidad que puede concederse a ese recurso a la naturaleza para argumentar en un contexto determinado por las costumbres, hábitos y creencias humanas, y poniendo por ahora entre paréntesis la correcta manera en que haya que entender tal recurso argumentativo para obtener una conclusión sobre la acción humana, es notable que en aquel argumento aristotélico se entrecruzan naturaleza, acción y virtud. Sin embargo, Aristóteles mismo también sostiene que ninguna virtud ética se genera por naturaleza (EN II 1, 1103a18-19), con lo cual parece disociar la adquisición de la virtud respecto de la posesión de ciertas capacidades naturales. Como consecuencia de ello, en la interpretación de la teoría aristotélica de la virtud estamos frente al problema central de aclarar de qué manera puede Aristóteles mantener ambas suposiciones, la que explica la virtud humana como el ejercicio de cierta función natural, y la que disocia la adquisición de la virtud respecto de la posesión de ciertas capacidades naturales. Mi modesto propósito aquí es presentar una lectura elemental de EN VI y II con el objetivo de aclarar en qué sentido puede considerarse la virtud como un comportamiento natural humano entendido como una segunda naturaleza que involucra principalmente la racionalidad práctica.

C. Rowe and S. Broadie, Aristotle, Nichomachean Ethics. Translation, Introduction, and Commentary, Oxford, Oxford University Press, 2002.

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1. ¿Qué es lo natural en el deseo humano de saber? En Metafísica A 1, Aristóteles presenta una noción de racionalidad general en términos de una capacidad natural anclada en facultades cognoscitivas elementales, como la percepción sensible, que compartimos con otros seres vivos.2 El concepto de racionalidad que se presenta en Metafísica A 1 parece enfocado a lo que Aristóteles distingue como razón teórica, en la medida en que dicho concepto se vincula con el arte y la ciencia. Pero más allá de la limitación que ello implica, ya que Aristóteles también hace lugar a la racionalidad práctica, la imagen sobre la racionalidad y su base en capacidades naturales humanas puede servirnos para comenzar a formarnos un concepto general sobre la racionalidad aristotélica. La interrogación que busco plantear en relación con Metafísica A 1 es qué es lo natural en el conocimiento en general es decir, en las distintas facultades del conocimiento, desde la percepción hasta el conocimiento científico por medio de causas y universales, pasando por la percepción sensorial y la experiencia, y en qué sentido ese aspecto natural del conocimiento puede solventar una valoración del modo de vida humano que se desarrolla a través de la racionalidad para Aristóteles. El argumento que deseo esbozar con ello no es el de que la vita contemplativa constituye el ideal ético para Aristóteles. Esto último concierne a la controvertida interpretación de la felicidad en Ética Nicomáquea X, pero no es ello lo que

2. Similarmente, en De la generación de los animales I 23, 731a24-b2 la facultad racional se identifica como una capacidad específicamente humana; y en Protréptico B 17 (ed. Düring), la razón (phrónesis) es el fin natural del proceso de desarrollo del ser humano.

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pretendo abordar aquí.3 Más bien, mi enfoque se restringe a considerar las demandas prácticas que plantea la racionalidad en la concepción de Aristóteles; se trata de demandas que no anclan en un dominio exterior a la misma racionalidad general, sino que tienen su fuente en los correlatos de las facultades cognoscitivas superiores. Un punto importante puede residir en el hecho de que, si bien tales correlatos están lejos de ser ficciones mentales ya que son independientes de las facultades respectivas, esos correlatos constituyen un dominio sólo a través de cuya articulación la racionalidad aristotélica puede plantear sus propias demandas. La moraleja resultante de una posición como ésta indicaría que la racionalidad humana no se configura separada del dominio de la naturaleza, y que la naturaleza no constituye un dominio opuesto a la razón. Lo que buscaré hacer en esta presentación es explorar algunas características y consecuencias para la racionalidad práctica que se siguen de una posición como ésta que puede atribuírsele a Aristóteles. Parece característico de la idea general de Aristóteles acerca del ser humano cierto entrelazamiento entre el aspecto o componente natural de la vida humana, por un lado, y el aspecto moral de la acción y la vida práctica, por el otro. En el De Anima, Aristóteles considera el alma como principio natural de vida presente en todos los seres vivos, y repara en que distintos tipos de vida se encuentran en diferentes clases de seres vivos, cuyas operaciones específicas dependen precisamente de la clase de alma que poseen, es decir, de las facultades o capacidades naturales con las cuales están pertrechos (cfr. De An. II 3). En los animales se encuentra, 3. Para una discusión, que incluye un posicionamiento sobre el carácter natural de la vida política y del deseo de saber, véase W. Kullmann, “Theoretische und politische Lebensform bei Aristoteles (X 6-9)”, en Aristoteles. Die Nikomachische Ethik, O. Höffe (ed.), Berlin, 1995, Akademie, pp. 254-276.

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además de la facultad vegetativa, propia de los vegetales, la sensitiva; en algunos animales, además de la sensación y la locomoción, se desarrollan otras habilidades cognoscitivas, como la memoria y la imaginación. La memoria, la imaginación, y, de alguna manera montada sobre tales capacidades, la facultad de desarrollar creencias u opiniones, así como también la capacidad intrínsecamente relacionada con esta última capacidad de generar creencias u opiniones de realizar alguna clase de cálculo tanto en el terreno de lo que llamamos especulación teórica por ejemplo, la resolución de cualquier ecuación como en el terreno del pensamiento ligado a la producción de objetos externos, y también la deliberación que lleva a ejecutar un curso de acción práctica, se explica como una capacidad cognitiva que Aristóteles remite a una facultad independiente y peculiar de los animales racionales. Además, característicamente, Aristóteles explica las distintas capacidades cognoscitivas por su relación con objetos que son propios de las facultades de las cuales aquellas capacidades surgen. En otros contextos, en cambio, Aristóteles pone en primer plano un aspecto del conocimiento que lo lleva a calificar valorativamente el tipo de vida que puede desplegarse mediante el uso de la facultad intelectual, la cual lleva a realizar lo que antes he llamado racionalidad. Así, en Metafísica A 1 Aristóteles parece interesado en explicar algunas consecuencias de su dictum inicial: todos los hombres desean por naturaleza saber. Si bien los intérpretes observan que el aspecto natural de esta inclinación no debe pasarse por alto, no resulta claro lo que Aristóteles pretende destacar con ello, y él mismo tampoco lo explica en ese capítulo. 4 No 4. Para una lectura de Met. A 1, véase G. Cambiano, “The Desire to Know (Metapysics A 1)”, en Aristotle’s Metaphysics ALPHA. Symposium Aristotelicum. With a new edition of the Greek Text by O. Primavesi, C.

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obstante, es probable que él suponga que la manera en que ha expuesto la adquisición del conocimiento desde los grados inferiores hasta el dominio de conceptos que nos permiten explicar fenómenos apelando a rasgos generales bastaría por sí sola para justificar el carácter natural de la inclinación humana hacia el conocimiento sobre la base del arraigo del conocimiento en las facultades cognoscitivas inferiores que nos pertenecen por naturaleza. Aristóteles está con ello, evidentemente, en la antípoda de otras posiciones que buscan explicar facultades intelectivas superiores mediante recursos no naturales, ya sea mediante alguna forma de innatismo como la que podría alentar la teoría de la rememoración atribuida comúnmente a Platón ya sea mediante alguna otra fuente sobrenatural que explicaría la implantación externa de las capacidades racionales que ostenta el ser humano. Puede ser conveniente revisar someramente la argumentación de Metafísica A 1 con el objetivo de considerar cómo expone Steel (ed.), Oxford, 2012, Oxford University Press, pp. 1-42. Sobre el alto nivel de exigencia que plantea Aristóteles para contar un comportamiento como racional, véase M. Frede, “Aristotle’s Rationalism”, en Rationality in Greek Thought (Festschrift Patzig), M. Frede and G. Striker (eds.), Oxford, 1996, Oxford University Press, pp. 157-173; y sobre las variedades de la racionalidad aristotélica, véase E. Berti, Le ragioni di Aristotele, Bari, 1989, Laterza. Como es bien sabido, Aristóteles, mediante la reapropiación de su noción de “saber práctico”, fue tal vez la figura histórica más importante para la denominada “rehabilitación de la filosofía práctica”. Una compilación de documentos de este movimiento se encuentra en Rehabilitierung der praktischen Philosophie. Vol. I, M. Riedel (ed.), Freiburg im Breisgau, 1972, Rombach. Toda esta discusión tiene un impacto especial la discusión acerca del método de la ética aristotélica. Para una recepción en castellano de este último tópico véase O. Guariglia, La ética en Aristóteles o la moral de la virtud, Buenos Aires, 1997, Eudeba, pp. 33-102. La vinculación entre racionalidad práctica y tiempo en Aristóteles fue estudiada por A. Vigo, “Razón práctica y tiempo en Aristóteles. Futuro, incertidumbre y sentido”, en sus Estudios Aristotélicos, Pamplona, 2006, EUNSA, pp. 279-300.

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Aristóteles la raigambre natural de las facultades cognoscitivas superiores del ser humano.5 Al comienzo de Metafísica A 1, Aristóteles afirma que hay un signo de la inclinación natural humana hacia el saber. Se trata de la preferencia que tenemos por la visión, incluso al margen de toda utilidad. Esto ya parece anunciar un rasgo característico de la clase de conocimientos que Aristóteles considera que proveen una clase de vida con características particulares. Ahora bien, el enfoque del argumento de Metafísica A 1 está dominado por la capacidad de aprender: los animales que tienen memoria son más capaces de aprender y más inteligentes que aquellos que, en cambio, carecen de dicha facultad. Por el contrario, desde ese punto de vista, son menos dotados aquellos otros animales que sólo poseen lo que en Acerca del alma se llama phantasía, puesto que estos animales sólo pueden vivir de lo les provee su capacidad de formarse imágenes. Un salto importante se registra mediante la capacidad de adquirir experiencia. La experiencia no se distingue tan netamente respecto del conocimiento que podemos obtener por la vía de la razón, aunque debe ser necesariamente diferente del conocimiento racional que Aristóteles identificará a continuación. En efecto, en la experiencia se da una primera generalización: a partir de 5. Para una interpretación que favorece la fundamentación externa de la ética aristotélica en concepciones metafísicas y psicológicas, véase T. Irwin, “The Metaphysical and Psychological Basis of Aristotle’s Ethics”, en Essays on Aristotle’s Ethics, A. Oksenberg Rorty (ed.), Berkeley and Los Angeles, 1980, University of California Press, pp. 35-53. Obviamente, en lo que estoy abordando aquí está involucrado el debate sobre el tipo de naturalismo que puede atribuirse a la ética aristotélica (véase aquí mismo infra apartado 9). La posición general al respecto de la que estoy más cerca es la de J. McDowell, Mind and World, Cambridge (Mass.), 1996, Harvard University Press, pp. 78 ss., y “Two Sorts of Naturalism”, en su Mind, Value, and Reality, Cambridge (Mass.), 1998, Harvard University Press, pp. 167-197.

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muchas experiencias se constituye una única experiencia (980b29-981a1). Ese aspecto característico de la experiencia, por el cual ya se dominan, hasta cierto punto, generalizaciones, puede explicar que Aristóteles exponga allí que la ciencia y el arte surgen a partir de la experiencia. Sin embargo, la ciencia y el arte no parecen explicarse suficientemente con la sola experiencia. Para Aristóteles, aquellos seres vivos que tienen la capacidad de desarrollar lo que se relaciona específicamente con el arte (téchne) efectúan una generalización que da lugar a aprehender algo universal: algo que se presenta idéntico en muchos particulares. Característicamente, Aristóteles entronca este universal en un contexto explicativo: no se trata meramente de la delimitación de una multitud de particulares bajo un único tipo, sino de saber que ese tipo único explica qué son ciertos particulares que caen bajo ese tipo. Por ejemplo, saber que tal remedio produce la curación en quienes muestran ciertos síntomas semejantes entre sí. Pero Aristóteles también advierte (981a12 ss.) que la experiencia es más efectiva que el arte en el tratamiento de lo particular. Sin embargo, notoriamente, al menos en esta instancia del razonamiento aristotélico, esto no convierte a la experiencia, merced a su aplicación a lo particular, en la clase de conocimiento que resulta privilegiado.6 Puede ser útil completar el cuadro de las facultades que se presenta en Metafísica A 1, en vista de considerar qué es lo 6. En otro contexto (Ética Nicomáquea VI 5), algunos autores le atribuyen a Aristóteles haber privilegiado la phrónesis, precisamente en razón de que se trata de un conocimiento que está en condiciones de aplicar lo universal a los casos particulares. Ésta es la clase de lectura que promovió M. Heidegger, véase Platon: Sophistes, GA 19, Marburger Vorlesung 1924/25, Frankfurt am Main, 1992, Klostermann, pp. 48 ss. (sobre EN VI 5-7), y pp. 132 ss. (donde discute expresamente la preeminencia de la phrónesis o de la sophía); Heidegger comenta allí mismo Metafísica A 1, véase id., pp. 65 ss.

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específico del conocimiento teórico. Aristóteles contrapone el conocimiento del particular y el conocimiento del universal en los siguientes términos:

ἔτι δὲ τῶν αἰσθήσεων οὐδεμίαν ἡγούμεθα εἶναι σοφίαν· | καίτοι κυριώταταί γ' εἰσὶν αὗται τῶν καθ' ἕκαστα γνώσεις· ἀλλ' | οὐ λέγουσι τὸ διὰ τί περὶ οὐδενός, οἷον διὰ τί θερμὸν τὸ πῦρ, | ἀλλὰ μόνον ὅτι θερμόν. (981b10-13)

Además, no creemos que ninguna de las sensaciones sea sabiduría, | a pesar de que aquéllas son, principalmente, conocimientos de los particulares, | pero no dicen el por qué acerca de nada; | por ejemplo, por qué el fuego es caliente, | sino sólo que es caliente.

Aristóteles caracteriza aquí claramente el conocimiento en sentido estricto, al que llama sabiduría, como aprehensión de un universal explicativo: al mismo tiempo que sabemos bajo qué clase se subordinan ciertos particulares, sabemos también por qué esos particulares se comportan de la manera en que lo hacen. Así, el conocimiento del universal no aparece aquí desprovisto de aplicación a los particulares, sólo que se trata de una aprehensión de los particulares en cuanto a lo que constituye su estructura causal. Uno podría entonces esperar que Aristóteles vincule ese conocimiento del universal con su teoría de las causas. Eso es precisamente lo que sucede a partir de Met. A 3. Pero ahora quiero únicamente llamar la atención sobre un aspecto valorativo del conocimiento del universal, que también aparece en A 1 (981b13 ss.). Aristóteles parece alegar una razón histórica para sostener su propia valoración de la sophía, y lo hace trazando una especie de evolución de la cultura humana. Así, él dibuja un escenario histórico según el cual ciertos conocimientos adquiridos por los seres humanos están

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orientados a lo particular; otros conocimientos, en cambio, están dirigidos a satisfacer necesidades, de orden físico, en un caso, y al placer, en otro;7 estos últimos conocimientos ya operan con estructuras universales. Pero de entre los que operan con estructuras universales, los más preciados son aquellos que están desprovistos de utilidad en cuanto que no están llamados a satisfacer aquellas dos clases de necesidades. Aristóteles enfatiza que la valoración cultural de la sabiduría radica en la autonomía de esta última respecto de la utilidad (981b19-10). El contexto precedente permite atribuir a la sabiduría tres características: (a) es un conocimiento de lo universal, (b) es un conocimiento de la causa general, (c) es un conocimiento no ligado a satisfacer necesidades físicas ni hedonistas.8 Uno está tentado a interrogar a Aristóteles, como autor de esta narración y como quien parece apelar a ella para justificar lo que evidentemente juzga como un privilegio legítimo otorgado a la sophía, por qué razón los hombres habrían llegado a preferir un conocimiento de este tipo, desligado tanto de las necesidades humanas más básicas como también de las más refinadas. Una respuesta esperable, desde un punto de vista aristotélico, consiste en individualizar una clase de necesidad característicamente racional, la cual no guardaría relación con la satisfacción de necesidades vinculadas a lo que Aristóteles distingue como partes del alma inferiores: el alma sensitiva y el 7. En Met. 981b21-22, Aristóteles sintetiza las dos referencias de estos conocimientos así: unos se orientan al placer, otros a la necesidad. 8. En Met. A 2 se amplían las características de la sabiduría; entre ellas sobresale el hecho de que no está restringida a un campo del conocimiento; así, las causas y principios cuyo conocimiento explica que alguien sea considerado sabio no se limitan a una disciplina determinada ni a sus respectivos objetos. Sobre Met. A 2, véase S. Broadie, “A Science of First Principles”, en Aristotle’s Metaphysics ALPHA, cit., pp. 43-67.

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alma apetitiva. Si esta respuesta fuera en la dirección correcta, esa clase de conocimiento que constituye la sabiduría se distinguiría de los inferiores por el hecho de que satisfaría necesidades racionales. Pero, si así fuera, la sabiduría constituiría, igual que aquellos otros conocimientos, hasta cierto punto, una respuesta a otras necesidades, en este caso, a necesidades racionales acaso la necesidad de saber por qué acontece con regularidad determinado hecho natural. Sin embargo, esta respuesta no es la que al menos inmediatamente ofrece Aristóteles. Puede sorprendernos, pero él ni siquiera se detiene a justificar por qué pudo resultar históricamente privilegiada la sabiduría, a pesar de su inutilidad. El capítulo se cierra, sin más, con la indicación programática referida a que la sabiduría radica en el conocimiento de los principios y las causas (981b28-29, 982a2). Más allá de ello, creo que nosotros estamos autorizados a interrogar esta tesis de Aristóteles que él arropa con las creencias mayoritariamente aceptadas, aunque nosotros sabemos que eso no es completamente así, si simplemente tenemos en cuenta las disputas acerca del ideal del saber que existían desde la época de Sócrates y los sofistas, para no ir más atrás en el tiempo; y creo que deberíamos incluso interrogar a Aristóteles si intentamos explicar qué tiene de natural para el ser humano inclinarse por una cierta clase de conocimiento, y por qué una clase de comportamiento racional encarnado en ese conocimiento al que podríamos encuadrar, más precisamente, dentro de la vita contemplativa debería resultar elegible y preferible ante otros, acaso ante el más inmediato competidor, el ideal de la vita activa.

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2. Conocimiento y utilidad Puede ser oportuno advertir que Aristóteles diferencia, en ciertos contextos, entre “utilidad” y “provecho”. Esa diferenciación se hace particularmente clara en el caso del saber práctico. Desde el punto de vista de Metafísica A, también el saber o conocimiento práctico debería considerarse privado de utilidad, ya que no está destinado a satisfacer las necesidades individualizadas allí. Pero en EN II 2, Aristóteles califica al estudio de la ética, que no se emprende para contemplar (οὐ θεωρίας ἕνεκά, 1103b26), como provechoso (ὄφελος, 1103b29) precisamente porque se emprende para hacernos buenos (ἵν' ἀγαθοὶ γενώμεθα, 1103b28), algo que deberíamos entender básicamente en términos de adquirir ciertos conocimientos que mejoran nuestro posicionamiento como sujetos prácticos. El saber práctico representaría un caso, entonces, de un conocimiento que no respondería a satisfacer una necesidad. Sería, por ello, inútil, pero a la vez, provechoso, en la medida en que contribuiría a que podamos adquirir más plenamente un cierto comportamiento y un modo de vida virtuoso, y con ello a ser más felices, si es que, conforme a la tesis de EN I 8, la felicidad o realización humana es una actividad conforme a la virtud. Lo que Aristóteles llama “saber práctico” tiene una neta impronta epistémica, ya que en dicho saber no se trata de realizar una acción, sino de “examinar las acciones” (1103b2930). Ahora bien, para Aristóteles está fuera de toda duda que realizar habitualmente acciones buenas es provechoso para el modo de ser que puede adquirirse mediante esa clase de práctica. De todas maneras, lo que intento plantear ahora es de qué manera Aristóteles puede postular que hay una forma de saber que, sin ejecutar una acción, sería provechoso para la acción. ¿O acaso ese conocimiento es ya en su misma realización algo que sólo podemos adquirir actuando, y con

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ello él mismo es una especie de acción? Dicho en otros términos, mi interrogación es por la consideración aristotélica de una clase de saber que, si es el que expresa la racionalidad humana, debe ser a la vez una capacidad cognoscitiva naturalmente humana, pero además debe ser valioso, en cuanto que sirva a la acción. Si hay realmente un saber con este rendimiento, entonces podemos suponer que, en tanto que saber, encarna la racionalidad, y que, además, resulta elegible por sí mismo y valioso por esa misma razón, según los criterios de Metafísica A 1. Pero además, se trataría de un saber que se distinguiría específicamente del teórico, ya que se dirigiría a la acción y resultaría, por ello mismo, valioso gracias a que sería parte integral de la vida práctica. Este orden de cuestiones es lo que pretendo abordar mediante una interpretación de la phrónesis en el libro VI de Ética Nicomáquea. Un segundo orden de cuestiones se desprende de los interrogantes que planteé en el párrafo anterior. En efecto, una pregunta particularmente pertinente puede ser la referida a por qué necesitaríamos conocer lo relativo a las acciones para actuar correctamente. En este mismo orden, otro interrogante podría referirse a la manera en que hay que entender el “intento de ayudar” (1104a11) con el cual Aristóteles trata de mitigar la denuncia de la insuficiencia que afecta a todo razonamiento ético, en cuanto que éste es general y no alcanza el dominio de las acciones, es decir, lo particular.9 La primera reacción de Aristóteles a esta cuestión, en el mismo texto, me parece elocuente. Pues lo que él hace inmediatamente después de haber planteado su inquietud acerca de la insuficiencia de 9. El carácter “general” e “inexacto” que es peculiar de toda exposición sobre la ética y de toda definición de las virtudes, según Aristóteles (cfr. EN II 2, 1104a1-2, a5), constituye una deficiencia que él parece vincular al hecho de que no es posible, de iure, alcanzar en las fórmulas lingüísticas y en los conceptos lo particular concernido en la acción (1104a3-10).

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todo argumento ético, es pasar a explicar (1104a11 ss.) que la virtud es frágil ya que el exceso y el defecto la destruyen, mientras que el término medio la preserva (1104a25-27). De allí que a la vez que frágil, la virtud puede alcanzarse, e incluso podemos desarrollar un comportamiento robustamente virtuoso. Pero no es una discusión sobre la fragilidad de la virtud lo que quiero plantear aquí; me interesa, en cambio, llamar la atención sobre el hecho de que lo que Aristóteles cree que ayuda a la acción, inmediatamente, es aclarar lo que podríamos llamar la estructura de la virtud, a lo cual se asociará su tesis acerca de la razón recta que apunta al medio justo, y a que la virtud es precisamente un medio justo (EN II 6-9).10 3. Acción y naturaleza en la teoría aristotélica de la prudencia Quisiera comenzar el desarrollo de mi plan prestando atención a ese rasgo característico del conocimiento que lo vincula tanto a lo particular como a lo universal; una vinculación que, según hemos visto, en Metafísica A 1 le permite a Aristóteles distinguir netamente entre la percepción sensorial y la sabiduría. Si bien ese eje de distinción tiene incidencia en la contraposición que él traza entre prudencia y sabiduría o, más precisamente, entre prudencia y conocimiento científico, en la Ética Nicomáquea, la distinción genuina entre estas dos últimas formas del saber parece residir en el dominio de aplicación de cada una de ellas: la acción humana, en el caso de la prudencia, y aquello que no cambia ni es susceptible de 10. A esta reacción inmediata está vinculada la tesis de EN II 3, según la cual el provecho del estudio ético guarda relación con el placer y el dolor, ya que todo lo que elegimos y evitamos está relacionado con el placer y el dolor (1104b30ss.). Así, el provecho del saber práctico acaba consistiendo en aprender a sentir dolor y placer debidamente.

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ser hecho o no hecho, para el conocimiento científico. 11 Si es correcto que el eje de la distinción entre prudencia y conocimiento científico reside en la distinción entre lo factible y lo no factible,12 antes bien que en la oposición entre general y particular, de ello pueden seguirse algunas importantes implicaciones para el intento de examinar si Aristóteles está justificado a reconocer un cierto valor ligado al carácter natural que pertenece al modo de vida que llevamos adelante mediante el ejercicio de la racionalidad. En EN VI 3, Aristóteles caracteriza la ciencia como un “modo de ser demostrativo” (héxis apodeiktiké) cuyo objeto son las cosas necesarias. Con ello, Aristóteles quiere decir que la ciencia es un comportamiento de alguien que está en la verdad a través de la construcción de demostraciones. Él enfoca allí la epistéme desde el punto de vista del estado epistémico que adquiere quien elabora una demostración, y caracteriza aquel modo de ser como “conocer científicamente” (cfr. epístatai, 1139b34). Cuando en EN VI 4 él focaliza el arte, se ve ante la necesidad de recurrir a su distinción ya establecida entre acción y producción. Estas dos últimas, sin embargo, tienen en común el hecho de ser modos de ser (héxeis) racionales (metà toû lógou); ambas se aplican a lo que puede ser de otra manera, haciéndolo de una forma tal que el lógos, la razón, está involucrado centralmente en su tratamiento. Lo distintivo 11. La traducción castellana corriente del griego phrónesis es “prudencia”, a la que aquí me atengo; en inglés, la versión estándar es “practical wisdom” (Ross), alternativamente, “wisdom” (Rowe) e “intelligence” (Irwin). La versión de Heidegger es “umsichtige Einsicht”. 12. Soy consciente de que el significado del vocablo “factible” es sinónimo al de “posible”; el DRAE consigna: “que se puede hacer”. Aquí recurro a él, a falta de otro mejor en castellano, para indicar, en cambio, lo que Aristóteles considera praktón, es decir, lo que se puede hacer en cuanto que pertenece al ámbito de lo realizable por el ser humano y, por ende, susceptible de cambiar, por oposición a lo inmutable, a lo que denomino “no factible”.

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del modo racional práctico reside en que se aplica a aquello que puede ser de otra manera dentro de lo que nos concierne como humanos. Lo que hay que señalar, primeramente, es que Aristóteles enfoca aquí el dominio de lo factible en términos de (i) aquello que puede ser de otra manera, y (ii) aquello a lo cual aplicamos nuestra acción racional. De esto se excluye lo necesario en tanto que es aquello que no puede modificarse, y constituye el objeto del conocimiento científico. Cuando el hacer tiene como referencia la factura de algo externo al sujeto de la acción, se trata de la producción (poíesis); cuando, en cambio, tiene como referencia algo modificable que concierne directamente al sujeto de la acción y no es distinto de él como agente, se trata de la acción (práxis).13 En ambas formas del hacer, dos factores explican que algo sea factible: (i) que el objeto al que se aplica el hacerentendido como género de la producción y de la acción es contingente (o sea, es algo que puede ser tanto de una manera como de otra), y además (ii) que el principio de lo que se hace (i.e. de lo que se produce artísticamente o de aquello que es objeto de la acción en el dominio del agente práctico) está en quien lo hace (en el productor o en el agente). Este segundo rasgo quiere decir que lo que se hace (produce o resulta de la acción) está definido por el agente, en la medida en que lo factible no tiene una naturaleza intrínseca que lo explique en cuanto que factible. En síntesis, lo factible no es algo que se realice de acuerdo con una naturaleza propia (1140a15). 13. En Met. Θ 6, 1048b18-35, Aristóteles establece una distinción que guarda alguna relación con ésta de EN VI 4. Se trata de la distinción entre movimiento (kínesis) y acto (enérgeia), entendidos como dos tipos de cambio (práxis). Para un comentario de Θ 6, véase S. Makin, Aristotle, Metaphysics, Book Θ. Translated with an Introduction and Commentary, Oxford, 2006, Oxford University Press, pp. 141-154.

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Pero si existe alguna regularidad en lo factible, uno podría suponer que Aristóteles debería apelar a la presencia de alguna clase de naturaleza para dar cuenta de dicha regularidad. Si bien la respuesta de Aristóteles a este interrogante sigue esa dirección, su tesis es más compleja que lo que acabo de sugerir. Pues él afirma que la naturaleza de lo factible reside en quien lo hace. Cuando se produce un artificio, la naturaleza de dicho artificio tiene su causa en la concepción de una forma por parte del agente que la realiza en cierta materia. Cuando se ejecuta un curso de acción, en cambio, la determinación del mismo depende de la elección de ciertos medios por parte del agente que tiende a realizar algo en cuanto que cree que eso es bueno. Si observamos bien, el rol explicativo de la naturaleza en este caso no corresponde exactamente al que tiene la naturaleza o esencia del eclipse, por ejemplo, cuyas características regulares o no accidentales (cierto tipo de oscurecimiento de un astro) se explican por su relación con la causalidad incluida en la esencia o estructura de ese fenómeno. ¿Cuál es, entonces, la clase de naturaleza que explica la regularidad de lo factible, a lo cual se aplica la acción? Quisiera proponer aquí que la respuesta aristotélica a este interrogante está vinculada con su noción de prudencia.

4. La prudencia como modo de ser racional referido al agente práctico Aristóteles discute la prudencia (phrónesis) en EN VI 5. La phrónesis se vincula al dominio de la acción humana, en la medida en que atañe a las cosas que conciernen a uno mismo (περὶ τὰ αὑτῷ); además, tiene en común con las demás virtudes intelectuales el hecho de que es racional, y, en tanto que es una virtud, es un modo de ser. Así, es un modo de ser racional concerniente a las cosas de uno mismo. Pero además, la

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prudencia atañe a aquella clase de cosas de uno mismo que no tienen que ver con la satisfacción de necesidades físicas o hedonistas, sino con un dominio de cosas factibles que constituyen el yo práctico. Pero ¿qué clase de “yo” se halla aquí involucrado? El yo factible o el yo que ejecuta acciones es aquello de uno mismo que, además de poder ser de otra manera, según cómo se determine o conduzca en su actuar, puesto que es un yo que esencialmente actúa, al actuar traza un cierto curso en su vida y lleva un modo de vida. Si el yo práctico es aquello que se determina como un modo de vida según la manera de conducirse en la acción, puede suponerse que ese yo práctico no posee una naturaleza independiente de la manera en que se conduce con respecto a sí mismo. En otros términos, el yo práctico no es otra cosa que aquello que él hace de sí mismo mediante su acción. Esto no quiere decir que el yo práctico sea un vacío de naturaleza; el argumento no es ése, sino, más bien, que la peculiar naturaleza del yo práctico consiste en su actuar sobre sí mismo, y, además, que dicha acción sobre sí explica que el yo práctico se caracterice por su modo de vida. Por último, el modo de vida del agente práctico depende de las decisiones y cursos de acción adoptados por él mismo en cuanto agente responsable de sí mismo. Ahora bien, Aristóteles parece comprender la acción racional sin más como prudencia ya que la prudencia es el comportamiento racional con relación a lo factible propio. Aristóteles define la prudencia como un modo de ser racional que se realiza deliberando acerca de lo factible para sí mismo. Pero hay que restringir más aun lo que es factible ya que Aristóteles afirma que lo factible concerniente al yo práctico es lo bueno y conveniente (ἀγαθὰ καὶ συμφέροντα) para el agente. Lo bueno y conveniente parece delimitar, en este contexto, la clase de cosas factibles que atañen al sí mismo, en la medida

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en que lo que puede hacer el yo práctico en relación consigo mismo no deben ser cosas externas al sí mismo; de lo contrario se trataría de un yo productivo. Esto nos lleva a suponer que lo bueno y conveniente debe ser traído a colación por Aristóteles en este contexto para focalizar aquello factible que concierne al sí mismo práctico. Pero además él añade una precisión suplementaria sobre lo bueno y conveniente: no es algo que pertenezca a un dominio particular, sino que corresponde a lo que es bueno y conveniente para la vida del yo práctico, es decir, para la vida buena del yo práctico en general: τὸ εὖ ζῆν ὅλως (1140a28). En esta caracterización de la phrónesis, Aristóteles integra un concepto de vida humana que guarda relación con un argumento en el que muchos autores han visto la presencia de cierto naturalismo en la ética aristotélica. Me refiero al argumento del érgon de EN I 7, en el cual Aristóteles presuntamente identifica lo que es bueno para el ser humano mediante el recurso al cumplimiento de una función natural humana. No me propongo tratar aquí ese argumento,14 pero en 14. Para una discusión del argumento, en particular de la incidencia o no de la filosofía natural de Aristóteles en el mismo, véase P. Brüllmann, “Ethik und Naturphilosophie. Bemerkungen zu Aristoteles’ Ergon-Argument (EN I 6), Archiv für Geschichte der Philosophie 94 (2012), pp. 1-30 (y la bibliografía citada allí). El resultado principal que obtiene Brüllmann de su examen del asunto indica que la manera de fundamentar (implícitamente) el argumento del érgon, formulado en sede ética, consiste en admitir que, en sede de la filosofía natural, Aristóteles supone (aunque no argumenta explícitamente) que, generalizando para todo ser vivo lo que también vale para el ser humano, lo bueno para un ser vivo reside en alcanzar el télos del proceso que atraviesa ese ser vivo en su desarrollo natural. Evidentemente, esta formulación reinterpreta el argumento del érgon explicando la función natural de un ser vivo en términos de alcanzar el fin natural. Esta interpretación supone favorecer siguiendo a autores como Cooper y Charles, en contra de Gotthelf aquella lectura de la filosofía natural aristotélica (la primera opción, en el artículo de Brüllmann, véase p. 13) según la cual no es posible explicar teleológicamente cierto proceso sin

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identificar qué es lo bueno para la cosa que ejecuta dicho proceso. Una importante cuestión abierta, señalada por Brüllmann, es si, para identificar los fines, Aristóteles apela a lo bueno heurística o definitoriamente; y una segunda cuestión, que Brüllmann no enfatiza particularmente, se refiere a las condiciones epistémicas para individualizar como bueno cierto estado natural de un ser vivo. La opción favorecida transmite una “caracterización normativa de los fines”, o sea, la simple idea de que, según Aristóteles, todo lo que cuenta como un fin lo hace en virtud de ser algo bueno, mientras que hay meros términos de un proceso que no cuentan como genuinos fines ya que aquéllos no revisten el carácter de ser algo bueno (para el ser vivo que ejecuta el proceso). (La segunda opción, en cambio, ofrece una “caracterización teleológica de lo bueno”). Sin embargo, Brüllmann advierte que es controvertible que puedan equipararse procesos teleológicos en el orden de la acción (de intrínseco carácter intencional) y en el orden de la naturaleza (no intencionales), a pesar de lo que parece hacer Aristóteles, por ejemplo, en Phys. II 8, 199a8-20. Se trata aquí de la equiparación que conduce a una aprehensión antropomórfica de los fines naturales y, correspondientemente, a una versión naturalista eventualmente impropia de los fines prácticos. Ciertamente, esta tensión entre dos aplicaciones de finalidad a procesos tanto intencionales como no intencionales ha sido señalada por los comentadores en los mismos ejemplos que introduce Aristóteles en EN I 1-6, donde, por un lado, se habla de “formas de vida” (bíoi), y, por otro, de “seres vivos” (zoia). (Para una discusión de este aspecto particularmente en relación con Ph. II 8-9, véase en especial D. Charles, “Teleological Causation in the Physics”, en Aristotle’s Physics: A Collection of Essays, L. Judson (ed.), Oxford, 1991, Oxford University Press, pp. 101-128; y sobre la imbricación de la acción humana en la cadena causal de eventos físicos, veáse en general K. Corcilius, Streben und Bewegen. Aristoteles’ Theorie der animalischen Ortsbewegung, Berlin/New York, 2008, De Gruyter.) En algunos pasajes (e.g. Top. VI 8, 147a2-4), Aristóteles advierte que, en el dominio de la acción, no es necesario que aquello que se desea sea bueno, sino que, para desatar el proceso intencional, es suficiente con que lo deseado parezca bueno (tò phainómenon agathón). Muchos autores argumentan que, por la razón señalada, en el dominio de la acción no puede aplicarse, como en cambio sí en el dominio de la naturaleza, una caracterización normativa de los fines, ya que es posible que algo sea el fin de nuestra acción sin que ello sea necesariamente bueno (basta con que parezca serlo). No puedo discutir aquí esta intrincada cuestión; más bien, me interesa llamar la atención, con Brüllmann, sobre la dificultad de aplicar al dominio teleológico de la acción

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vista de su centralidad puede ser oportuno prestar atención a la incorporación de un concepto asociado al de función natural dentro de la misma definición de phrónesis. Pues Aristóteles define la prudencia como un “modo de ser práctico verdadero racional acerca de las cosas buenas y malas para el hombre” (ἕξιν ἀληθῆ μετὰ λόγου πρακτικὴν περὶ τὰ ἀνθρώπῳ ἀγαθὰ καὶ κακά. 1140b5-6). Aristóteles supone, al parecer, que hay un dominio de cosas concernientes a lo humano, como tal, es decir, a lo que podríamos suponer es la naturaleza humana. ¿Cómo hay que entender la apelación a la naturaleza en este contexto, donde Aristóteles sostiene que el principio de la acción radica en el agente? La respuesta que demos a este interrogante parece depender de cómo entendamos al agente aristotélico. Una posibilidad es entenderlo como un objeto, casi como una manufactura; en ese caso, el agente produciría su vida como el zapatero que da forma a un zapato en conformidad con una función natural que ese instrumento debe desempeñar adecuadamente, función que, en ese caso, está determinada por la manera en es decir a la teleología supuesta en el argumento del érgon, el cual, referido al ser humano, constituiría un argumento para individualizar la actividad racional como la función humana específica, i.e. natural, en el sentido de que en el ejercicio de tal función ese tipo de ser vivo alcanza el fin de su desarrollo natural (sobre el silogismo de este argumento, véase Brüllmann, id., p. 23 n. 52) una noción de teleología natural. Esta observación se encuadra dentro del intento general que realizo aquí por discutir la noción relevante de naturaleza con la que puede revestirse en general la ética aristotélica, y por mi favorecimiento de una fundamentación interna de la ética aristotélica. No me ocupo aquí tampoco de ponderar la solución propuesta por Brüllmann, que consiste en mostrar que el argumento de EN I estipula que lo bueno se define en términos de los fines. Según esto, sería irrelevante fundamentar la finalidad de las acciones en la finalidad natural; acción y naturaleza serían, en la lectura de Brüllmann, meramente dos distintos dominios de aplicación de aquella definición estipulativa.

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que caminan los seres humanos. Podríamos suponer que Aristóteles razona sobre la acción guiándose por ese modelo; en ese caso, lo haría en los siguientes términos: hay una función propiamente humana, que depende de la naturaleza específica y distintiva del ser humano; esa naturaleza consiste, supongamos, en la racionalidad. Bajo este supuesto, toda acción y realización propiamente humana sería aquella que dé curso a un comportamiento racional, y lo bueno y conveniente para el hombre coincidirá con asumir un comportamiento racional. Esta línea de interpretación enfrenta un importante problema, pues pasa por alto que Aristóteles considera al ser humano como algo factible en el mismo ejercicio de la prudencia. La prudencia, entendida como una acción sobre lo propio del yo práctico, no parece homologable ni a la fabricación de un bien externo ni a la aplicación de una terapia sobre un cuerpo cuya fisiología y anatomía determinan el hacer. Pues si entendiéramos la prudencia sobre la base de esos modelos de hacer, atribuiríamos a Aristóteles lo que él precisamente negó escueta pero expresamente: que en el dominio de lo factible, el resultado del hacer esté determinado por la naturaleza del objeto. A esto, Aristóteles contrapuso que el hacer del agente humano está determinado por el agente práctico. Lo que sugiero es que el sujeto práctico no es una cosa del tipo de un instrumento fabricable para acoplarse a una función natural predeterminada ni tampoco es algo sobre lo cual pueda aplicarse una terapia desde un punto de vista externo (como el médico que trata un cuerpo). El yo práctico es lo que es en el actuar, y esto pretende sugerir que el yo práctico no es algo que adecue su acción a un objeto que posee una naturaleza predeterminada. Si esto es así, la apelación aristotélica a la función natural humana no puede entenderse correctamente en los términos de los dos modelos que acabamos de

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considerar, el de la fabricación de un instrumento para viabilizar una función natural, y el de la terapia corporal.

5. Rudimentos de un modelo alternativo para la acción humana Creo que para comprender la posición de Aristóteles acerca de lo propio y natural del agente humano hay que forjar un modelo diferente de aquellos que se transmiten en las comparaciones con el zapatero y el médico. Permítanme sugerir aquí algunas ideas al respecto. Si el agente o yo práctico es algo esencialmente factible, entonces no puede haber una determinación de la naturaleza de la vida humana independiente de la acción. Además, si hay un dominio de acciones que conciernen a la vida humana, como tal, y tales acciones constituyen la vida buena, y si la prudencia qua acción racional se aplica a un sí mismo realizable en términos de las cosas que son buenas para el yo práctico, en cuanto tal, entonces la prudencia es una acción auto-determinativa, en cuanto que delibera y realiza lo bueno y conveniente para sí mismo. Por otro lado, si es plausible la idea según la cual en el dominio de lo factible el principio reside en quien produce o actúa, y no en lo producido (1140a13-14: ἡ ἀρχὴ ἐν τῷ ποιοῦντι ἀλλὰ μὴ ἐν τῷ ποιουμένῳ), entonces lo bueno para sí mismo no puede alcanzarse sin actuar sobre sí mismo. La tesis aristotélica de que el agente es el principio de la acción excluye que la prudencia, en tanto que ella es la matriz del actuar, obtenga su principio de algo (el resultado) externo-instrumental (como es el zapato fabricado por el artífice) o de algo diferente del sí mismo actuante (como es el cuerpo sobre el cual aplica su terapia el médico). Esto permite atribuir a Aristóteles la tesis según la cual la naturaleza humana relevantemente involucrada en la acción

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no constituye una determinación independiente de la misma acción. Y si es correcta esta última afirmación sobre la naturaleza involucrada en la acción, entonces no puede apelarse a un yacimiento natural de facultades humanas en términos de aquello que explicaría que cierto curso de acción acorde a tales facultades pueda calificar como bueno al agente. Dado que la prudencia, entendida como matriz de la acción racional, se ejerce deliberando sobre aquello que puede ser de otra manera y que es susceptible de ser modificado por la misma acción del sujeto mediante su elección de un curso de acción (1140a31-33: βουλεύεται δ' οὐθεὶς περὶ τῶν ἀδυνάτων ἄλλως ἔχειν, οὐδὲ τῶν μὴ ἐνδεχομένων αὐτῷ πρᾶξαι), luego la prudencia debe distinguirse tanto del conocimiento demostrativo, cuyos principios son necesarios, como también del arte, cuya producción se aplica a un objeto cuya naturaleza no depende del curso de acción elegido por el agente.

6. La definición aristotélica de la prudencia Aristóteles define la prudencia del siguiente modo:

ἕξιν ἀληθῆ μετὰ λόγου πρακτικὴν περὶ τὰ ἀνθρώπῳ ἀγαθὰ | καὶ κακά. (1140b5-6)

[la prudencia es] un modo de ser práctico racional verdadero respecto de lo que es bueno | y malo para el ser humano.

El dativo ἀνθρώπῳ, que traducimos “para el ser humano”, no tiene el sentido de un relativizador ya que no se usa allí para indicar que se trata de lo bueno y lo malo sólo relativamente al hombre, por oposición a un sentido absoluto. Más bien, creo que Aristóteles tiene la intención de explicar mediante el

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dativo de interés precisamente quién está concernido en la prudencia, a diferencia tanto de lo concernido en el conocimiento científico (ciertos hechos naturales y sus estructuras causales) como también en el arte (la producción de bienes externos e instrumentos). En EN VI 6, 1141b9, Aristóteles afirma que la prudencia tiene como objeto de conocimiento, a diferencia de la sabiduría (junto al intelecto y la ciencia), no cosas como las del cosmos, que para Aristóteles son completas e inmutables, sino lo humano (τὰ ἀνθρώπινα), a lo que agrega las cosas que son objeto de deliberación. Quisiera añadir en apoyo de esta sugerencia que en el presente contexto de EN VI 5 Aristóteles está distinguiendo precisamente la prudencia como acción racional respecto del conocimiento científico y de la producción; y lo hace por recurso a cuál es el fin de la prudencia (1140b6):

τῆς μὲν γὰρ ποιήσεως ἕτερον τὸ τέλος, τῆς δὲ | πράξεως οὐκ ἂν εἴη· ἔστι γὰρ αὐτὴ ἡ εὐπραξία τέλος. (1140b6-7)

En efecto, el fin de la producción es diferente de ella misma, | mientras que no lo es el de la acción; ya que una buena acción es ella misma su fin.

Esta última cláusula parece explicar la anterior, como lo pone de manifiesto la construcción con γὰρ (“en efecto”) al comienzo de la misma. ¿En qué sentido es el carácter del fin interno, peculiar de la acción, explicativo de que lo humano sea lo concernido en la prudencia? Una primera respuesta podría indicar que lo característico de la acción es un hacer referido a lo propio de sí mismo, y en la medida en que, a diferencia de lo que sucede en el arte y en la producción, el agente y lo actuado no son distintos, la prudencia tiene un fin interno. Ésta no es una respuesta incorrecta, pero es quizá incompleta, ya que deja de lado la segunda parte de la explicación que hallamos en la

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cláusula citada, la εὐπραξία. La “buena acción” recoge, a su vez, un componente de la definición de la prudencia, i.e. el hecho de que ésta es un modo de ser racional, es decir, es una clase de conocimiento referido a las cosas buenas (y su contrario). La segunda oración de esta cláusula, la que hace referencia a la “buena acción”, es la que explica el carácter interno del fin de la acción prudencial. Por lo tanto, hay que incorporar el concepto de buena acción a la explicación de lo humano, en tanto que lo humano es lo concernido en la prudencia. Una interpretación un poco más completa de esta cláusula podría ser la siguiente: La buena acción no es una cualificación que se agrega a la acción dirigida a lo que es bueno, sino que la buena acción debe entenderse, en cambio, como la acción bien realizada,15 es decir, es una calificación de la misma acción. A esto hay que añadir que la acción bien realizada es aquella que concierne al yo práctico y, en tanto que pertenece al género del “hacer”, tiene su principio en el agente. Esto último quiere decir que el resultado de este específico hacer práctico depende de la acción del agente, y que tal resultado no se determina con independencia de esa acción. En síntesis, lo humano es lo concernido y el fin interno de la acción, en la medida en que el agente humano es el principio que determina el resultado de la acción. Por lo tanto, la prudencia se resume en la acción bien realizada, y esta acción consiste en determinar el agente práctico, en tanto que principio de la acción, a partir de su propio actuar. Recordemos que, para Aristóteles, aquello cuya determinación o naturaleza depende de la acción que se ejecuta, como es el caso del yo o agente práctico, no tiene el carácter de un bien externo o un instrumento para la ejecución de otra cosa. La caracterización completa de la prudencia como acción matriz 15. Similarmente, τὸ εὖ βουλεύεσθαι (1141b10) es deliberar correctamente.

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arroja que la acción prudencial es aquel actuar del yo práctico que apunta a realizar lo humano llevando a cabo una acción bien hecha. La tesis según la cual no hay un bien externo a la acción prudencial significa que la misma realización de la acción, en la medida en que es una acción bien hecha, realiza lo bueno y conveniente para el agente. Ahora bien, lo bueno y conveniente para el agente humano está determinado por aquello que es la atingencia de la acción, es decir, por lo humano, como tal, o por el buen vivir en general, como se leía en la descripción de la prudencia que explicitaba el aspecto racional, es decir, el carácter deliberativo (καλῶς βουλεύσασθαι, 1140a26)16 de la prudencia en relación precisamente con esto, es decir, con el buen vivir en general (1140a28). He tratado de mostrar que Aristóteles explica ahora la acción prudencial en términos de la realización de lo naturalmente humano. Aristóteles explica ulteriormente la acción en términos de su fin:

αἱ μὲν γὰρ ἀρχαὶ τῶν πρακτῶν τὸ οὗ ἕνεκα | τὰ πρακτά· (1140b16-17)

En efecto, los principios de las cosas actuables son el para qué | de las cosas actuables.

Aristóteles quiere aquí explicar que el juicio (hypólepsis, 1140b8) y el conocimiento (theoreîn en 1140b9-10)17 del

16. EN VI 9 caracteriza la “deliberación” como una cierta investigación y cálculo racional esencialmente correcto acerca de lo que debe hacerse; además, es un cálculo que debe conformarse con lo que es útil y oportuno, y se efectúa en vista de un fin. Por último, en tanto que es un razonamiento, adopta la forma de un silogismo práctico. 17. En EN VI 6, 1141a25, el prudente se caracteriza como quien considera adecuadamente lo de uno mismo (περὶ αὑτὸ ἕκαστα τὸ εὖ θεωροῦν; cfr. también τὸ αὑτῷ εἰδέναι, 1141b34), y delibera correctamente (1141b10). Estas

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hombre prudente acerca de las cosas buenas y malas, es decir, acerca de sí mismo como lo concernido en la acción, puede ser perturbado por las emociones. Con esto indica Aristóteles también por qué la racionalidad involucrada en la prudencia es de índole práctica: no sólo porque concierne al agente (no a objetos matemáticos, cfr. el ejemplo del teorema de Tales, en 1140b14-15), sino fundamentalmente porque se ejecuta en el actuar, en cuanto que sólo actuando el ser humano puede determinarse a sí mismo como un agente “actuable” o “realizable”. La prudencia, que se aplica a lo humano (τὰ ἀνθρώπινα) como objeto de su acción racional, da como resultado un “bien realizable” (πρακτὸν ἀγαθόν, 1141b12). Es esto lo que antes llamé aquí “yo o agente práctico”, en tanto que la prudencia se aplica a lo propio de sí mismo en cuanto que el “sí mismo” o “yo” llega a ser lo que es en esa misma realización.

6. Racionalidad práctica Hasta aquí, he tratado de plantear un interrogante acerca de cuál puede ser la justificación aristotélica para preferir la racionalidad frente a otras facetas de la vida humana. Además, he suscitado también la inquietud acerca de qué clase de “naturaleza” debe verse involucrada de manera relevante en la argumentación aristotélica cuyo esquema es el de mantener que el privilegio de la vida racional responde a un desarrollo natural humano. Parecería que el proyecto ético de Aristóteles involucra centralmente el entrelazamiento entre racionalidad y naturaleza; y parecería también que su teoría de la phrónesis constituye la manera en que Aristóteles ha tratado de establecer ese entrelazamiento. En este apartado me propongo expresiones refuerzan el carácter de virtud “intelectual” y la índole “racional” de la prudencia.

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esbozar aspectos de ese entrelazamiento contenidos en la noción de prudencia. Como vimos, Aristóteles define la prudencia como un conocimiento concerniente a τὰ ἀνθρώπινα (las cuestiones humanas). Pero además, como toda virtud, la prudencia es una héxis (VI 12, 1143b24-25), un modo de ser, lo que la distingue de un conocimiento especulativo o teórico. Sin embargo, el hecho de que la prudencia no sea un conocimiento teórico no la convierte en una virtud ética o del carácter, sino que sigue siendo dianoética, es decir, “intelectual”, lo que se explica por el hecho básico de que Aristóteles no considera como intelectual únicamente al ejercicio de la razón teórica. En EN VI 12, Aristóteles destaca ese rasgo práctico de la prudencia como virtud intelectual con el fin de explicar la utilidad de dicha virtud. En ese contexto, la prudencia se contrapone a un mero conocimiento teórico sin incidencia en la acción.18 Por el hecho de tener ciencia acerca de lo que es el objeto de la prudencia no nos haremos más capaces de actuar (πρακτικώτεροι), afirma Aristóteles aquí (1143b24). Así, Aristóteles pretende enfatizar el rasgo de la racionalidad peculiar de la prudencia como virtud intelectual. He afirmado también que la prudencia debe entenderse como la matriz de la acción. Quisiera justificar un poco esta afirmación, distinguiendo tres sentidos en los cuales la prudencia debe entenderse de esa manera. En primer lugar, la prudencia es un conocimiento práctico, en cuanto que, como vimos, se opone al conocimiento teórico; de allí que es una clase de conocimiento que no puede adquirirse 18. Esto no es contradictorio con la afirmación de la superioridad del conocimiento teórico en cuanto a la determinación de qué es tal o cual cosa. Cfr. EN VI 12, 1143b34.

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sin actuar. Esta característica del saber práctico explica que que el prudente sea el principio de ese conocimiento, y que dicho conocimiento dé como resultado, en la conclusión de un silogismo práctico, un comando de acción (ἡ γὰρ ποιοῦσα ἄρχει καὶ ἐπιτάττει περὶ ἕκαστον, 1143b35). Aristóteles afirma que la prudencia “ordena” o “comanda” lo que hay que hacer en la acción: ἡ μὲν γὰρ φρόνησις ἐπιτακτική ἐστιν· τί γὰρ δεῖ πράττειν ἢ μή, τὸ τέλος αὐτῆς ἐστίν (VI 10, 1143a8-9). Este rasgo comandante de la prudencia sale a la luz cuando Aristóteles la distingue de la “inteligencia” (sýnesis), que es sólo una capacidad de juzgar (kritiké), pero no ordena cuál es la acción a realizar.19 En segundo lugar, la prudencia concierne a lo humano, como tal, y más específicamente a cómo es necesario actuar en la medida en que la esencia del humano no se determina aparte de su propia acción.

19. En De An. III 9, Aristóteles acepta que el intelecto, por sí mismo, no motiva la acción; lo único que la mueve es el deseo (433a21), o más precisamente el objeto del deseo, es decir, lo bueno (real o aparente) realizable (tò praktòn agathón, 433a29). que es una especie de motor inmóvil. Ahora bien, hay un deseo sin razón, el que tiene asiento en la parte irracional del alma; y otro deseo con razón, el que tiene asiento en la parte racional del alma, naturalmente en animales racionales. Aristóteles llama boúlesis a este último ‘deseo (epithymía) racional’, que explica el movimiento específico de los animales racionales. Hay apetito (órexis), por lo tanto, en las dos grandes partes del alma, tanto en la irracional como en la racional. El intelecto práctico es la causa del movimiento del animal racional hacia un fin (433a14). De acuerdo con la teoría de EN, la virtud es el fin del animal racional. La virtud es, en cuanto que está vinculada al objeto del deseo racional, el punto de partida del intelecto práctico (el que produce silogismos prácticos); y la deliberación, que constituye el instrumento de la prudencia, es la consideración de los medios necesarios para concluir en el comando de una acción (433a15-17) tendiente a realizar aquel fin.

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En tercer lugar, la prudencia es un conocimiento de sí que se alcanza deliberando acerca de lo que es bueno para uno mismo. Aristóteles parece decantarse a favor de cierta contraposición marcada entre prudencia y sabiduría al contraponer la universalidad y exterioridad de los objetos de la sabiduría y la ciencia con respecto a la prudencia. Esta última debe conocer tanto lo universal como lo particular,20 y tiene como objeto lo que es propio de sí mismo.

7. Virtud como modo de ser (EN VI 12-13) En EN VI 12, 1144a11-23, Aristóteles defiende la utilidad de la prudencia para la realización de buenas acciones. Realizar buenas acciones es una condición necesaria para que los seres humanos alcancen a ser virtuosos. Ahora bien, actuar “a través de la prudencia” (διὰ τὴν φρόνησιν, 1144a12) cuenta como una condición suficiente para comandar la acción sólo si lo actuado se efectúa por sí mismo, y no por otra cosa, es decir, accidentalmente, incluso haciendo exteriormente lo correcto, por ejemplo, al actuar correctamente pero por ignorancia, obligación legal o por alguna otra clase de coerción (tanto

20. Aun cuando al final de EN VI 7 (1141b14 ss.) Aristóteles admita que el prudente debe conocer más los particulares (cfr. también VI 11, 1143a32-33: las cosas actuables o realizables son particulares y últimas), lo que obedece a una caracterización de la prudencia en la línea de la experiencia de Met. A 1 (cfr. EN VI 8, 1142a14-15 en contraposición al conocimiento científico 1142a23-24; y también VI 11, 1143b11-14), ello no implica que él rechace que la prudencia involucra conocimiento del universal. Sin embargo, los objetos universales y particulares que alcanza la prudencia no son externos, como los objetos de la matemática o de cualquier otra ciencia y sabiduría, y, por cierto, tampoco son como los sensibles propios captados por la percepción sensible (1142a27).

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externa como emocional interna). El razonamiento de Aristóteles, en este caso, es así:

(i) Una acción X es justa si y sólo si se realiza justamente; y (ii) una acción se realiza justamente si el agente la realiza porque el agente es justo, porque el agente actúa en relación con X como tal, es decir, con la intención de realizar una acción justa por el hecho de que es justa, y nada más. Esto es un argumento sobre la autosuficiencia del virtuoso, que no necesita de otros móviles para actuar de una determinada manera;21 pero es también un argumento sobre la justificación de la acción virtuosa, entendiendo por acción virtuosa aquella acción que necesariamente realiza algo bueno por lo bueno mismo. Sin embargo, en este pasaje de EN VI 12 hay otro aspecto que cae bajo la mirada de Aristóteles. Apoyándose en el rasgo disposicional de la virtud, por el cual el virtuoso se encuentra en una disposición de carácter tal que hace todo de acuerdo con la virtud, es decir, buscando lo bueno (τὸ πῶς ἔχοντα πράττειν ἕκαστα ὥστ' εἶναι ἀγα-| θόν, 1144a18-19), Aristóteles explica que no es “por naturaleza” que se actúa virtuosamente (1144a20-22). En efecto, lo que determina la acción virtuosa como causa suficiente para realizar lo bueno es la virtud, no la naturaleza. Esto indica que la tesis de Aristóteles es que la naturaleza no determina la virtud ni la 21. Según EN VI 12, 1144a36-b1, es imposible ser prudente sin ser bueno, es decir, virtuoso. Aristóteles añade a la condición de la virtud de carácter la capacidad de captar lo bueno en cada caso (1144a23 ss.), pero no creo que esa “destreza intelectual” (deinótes) restrinja la condición suficiente que entraña el carácter virtuoso para realizar acciones virtuosas, ya que tal destreza tiene que ser una parte integral de la disposición del virtuoso.

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elección de los medios, ni tampoco explica que a través de la prudencia nos haremos mejores agentes prácticos (praktikotéroi, 1144a11-12). El pasaje donde se excluye de ese rol a la naturaleza es el siguiente:

τὴν μὲν οὖν προαίρεσιν ὀρθὴν ποιεῖ ἡ ἀρετή, | τὸ δ' ὅσα ἐκείνης ἕνεκα πέφυκε πράττεσθαι οὐκ ἔστι τῆς | ἀρετῆς ἀλλ' ἑτέρας δυνάμεως. (EN VI 12, 1144a20-22)

Ahora bien, la virtud determina una elección deliberada correcta, | mientras que lo que se realiza en la acción por naturaleza en orden a aquélla22 | no pertenece a la virtud, sino a otra facultad.

La virtud, que determina tanto la elección deliberada como también la acción motivada sólo por lo que el agente quiere y decide hacer,23 se opone aquí a la naturaleza, en la medida en que esta última corresponde a otro orden, no al orden de lo que causa la acción, aun cuando Aristóteles admite que la naturaleza también puede tener incidencia en la acción como la puede tener también la coerción que nos fuerza a adoptar un curso de acción justo, sin ser por ello, no obstante, justos y sin elegir hacer lo justo. La exclusión de la naturaleza del orden causal de la acción implica, por ende, que la naturaleza carece de relevancia en la argumentación aristotélica sobre lo propio, natural o esencialmente humano, que se realiza, como vimos, en la acción, porque no es lo que explica el rasgo virtuoso de la misma acción. Lo que explica que una acción sea virtuosa, por 22. Es decir, la elección deliberada. 23. Según EN II 5, 1106a3-4, las virtudes son una especie de elección deliberada o no se dan sin elección deliberada. Esto es así ya que la virtud es un modo de conducirse en relación con las pasiones, y no algo que nos mueve, como nos mueven las pasiones, sino algo que nos dispone a actuar de una determinada manera en relación con las pasiones (1106a6).

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el contrario, es, pura y exclusivamente, la disposición de carácter del agente, es decir, el agente virtuoso. Aristóteles define la virtud como un “modo de ser”, una héxis, según la clasificación de EN II 5, que tiene como característica una disposición firme de carácter. Él disocia la virtud enfáticamente respecto del dominio de la naturaleza, y la explica como un resultado de la educación moral.24 Pero Aristóteles da, además, dos características del modo de ser que es peculiar de la virtud: la virtud (i) es aquel comportamiento que lleva a su término o perfecciona la buena disposición de aquello en relación con lo cual cierto comportamiento constituye precisamente una virtud, y (ii) hace que se cumpla bien la propia función.25 Con esto último, Aristóteles retoma su tesis de EN I 7 acerca de la existencia de una función peculiarmente humana; una función que, en el campo de la acción, está delimitada por lo específico del comportamiento moral humano. Así, en 1106a22-24 Aristóteles introduce la idea de una función propiamente humana. Creo que puede entenderse como explicativo (“es decir”) el kaì de 1106a23, y suponer, sobre esa base, que Aristóteles está aquí indicando que la función humana consiste en adquirir un modo de ser por el cual se actúa bien, así como la función de la vista consiste en ver bien. Las comparaciones que Aristóteles introduce (1106a17 ss.) con el objetivo de aclarar la anterior definición de virtud sirven para poner de manifiesto ese 24. EN II 5, 1106a9-10 disocia las virtudes, en tanto que modos de ser, de las facultades por las cuales podemos sentir pasiones; las facultades son naturales, los modos de ser (buenos o malos en relación con las pasiones) no. 25. EN II 6, 1106a15-17: πᾶσα ἀρετή, οὗ ἂν ᾖ ἀρετή, | αὐτό τε εὖ ἔχον ἀποτελεῖ καὶ τὸ ἔργον αὐτοῦ εὖ ἀποδί-| δωσιν.

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aspecto: la virtud es primeramente una habilidad para desarrollar un comportamiento específico (el caballo tiene la virtud de correr, y por medio de la ejercitación de esa virtud logra correr mejor). En ese sentido, la virtud hace referencia a comportamientos que el agente adopta en relación con distintos órdenes. Esto entraña el aspecto relacional de la virtud, por el cual la virtud consiste en adoptar cierto comportamiento en relación con distintos dominios de acción. Dichos dominios “compartimentalizan” la virtud en general, dando lugar a la especificación en distintas virtudes.26 Además, la virtud guarda relación también con las pasiones, siendo, en tal referencia, el término medio (1106a26 ss.). Pero la virtud tiene también un rasgo teleológico, en cuanto que es un comportamiento adoptado para realizar algo bien. En síntesis, la virtud es un modo de ser por el cual poseemos una disposición adecuada en relación con los distintos dominios en los cuales ejercemos un comportamiento práctico, y es aquel modo de ser que explica que en el dominio de la acción actuemos correctamente.

8. Virtud ética y elección deliberada Retornemos ahora a nuestro pasaje de EN VI 12, 1144a20-22. Allí, la virtud que determina la elección deliberada de un curso de acción depende de lo que Aristóteles llama “virtud ética”, es decir, la virtud que atañe al carácter (cfr. EN II 1). Con esto, Aristóteles sostiene que la elección deliberada no depende de 26. Es lo que desarrolla el libro IV de EN, dedicado a las virtudes éticas, pues es de ellas de las que Aristóteles habla cuando ofrece esta caracterización en EN II, como advierte en 1106b16. Por ejemplo, la liberalidad es el término medio con respecto a la riqueza. Las virtudes dianoéticas, en cambio, no tienen esas características, es decir, no son términos medios ni comportamientos referidos a las pasiones y acciones.

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las inclinaciones naturales del individuo, sino de las creencias transmitidas a través de la educación, e internalizadas mediante el hábito acerca de lo que es bueno. El último capítulo del libro VI de la Ética Nicomáquea responde a un desarrollo programático de la discusión sobre aquello de que depende la elección deliberada. Aristóteles se propone allí vincular la prudencia con la virtud moral mediante la siguiente tesis central: los seres humanos tienen facultades naturales, y ellas inciden de alguna manera en el dominio estricto de la acción; por ejemplo, el carácter de cada quien es como la destreza para captar lo que debe ser hecho en la acción. La destreza o habilidad (deinótes) es una faceta natural del agente, y complementa a la prudencia ya que careciendo de tal habilidad no podríamos ser prudentes. Pero la prudencia no equivale a la destreza. Así tampoco la virtud equivale a la determinación brindada por el carácter natural de cada uno, es decir, a aquel carácter que uno trae desde la cuna (1144b4-6). Aristóteles está argumentando aquí claramente contra una variante de innatismo en la explicación de la acción virtuosa, y lo hace apelando a la virtud moral o del carácter. Su posición es que la formación del carácter, que, mediante la educación y el hábito, da lugar a la virtud, es fundamental y explicativa respecto de la acción prudencial. Los dos puntos que acabo de señalar en la ética aristotélica no siempre han recibido debida atención en el neoaristotelismo. Me refiero a quienes le adjudican a Aristóteles una apelación a la “naturaleza cruda” en su explicación de la virtud, y también a otros autores que hacen colapsar las virtudes éticas con las dianoéticas, perdiendo de vista con ello la importancia irreemplazable que tiene la educación moral en la teoría aristotélica. En efecto, en el esquema aristotélico la educación

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moral es la única fuente de determinación de los fines a la que puede apelar un individuo.27 Ahora bien, lo que sostiene Aristóteles en su argumento de 1144b6 ss. es que la naturaleza del agente, es decir, sus inclinaciones y capacidades naturales (entre las cuales hay que contar también sus dotes intelectuales) no son suficientes para determinar la elección deliberada y la acción; y, más estrictamente, que la incidencia que las destrezas naturales pueden tener sobre la acción corresponde a un orden diferente del que Aristóteles llama “determinar la elección deliberada” (τὴν μὲν οὖν προαίρεσιν ὀρθὴν ποιεῖ). La tesis de Aristóteles es que no es posible ser prudente sin la “virtud ética” (1144b3132). Y si bien él cree que sin disponer de una “virtud natural” no podemos alcanzar la “virtud plena” o “virtud por excelencia” (κυρίως ἀρετή, 1144b14, y también 1144b3-4), la distinción entre los dominios de la naturaleza y de la educación moral, y, en definitiva, lo que hace, para Aristóteles, que sólo la virtud ética sea explicativa del modo de ser del agente, reside en que sólo la virtud ética incorpora la racionalidad (la virtud natural es, en este sentido, irracional: 1144b9: ἄνευ νοῦ). Esa falencia de la virtud natural explica también la ambivalencia de 27. La educación moral consiste en una internalización de creencias acerca de lo bueno. Se trata de un proceso que plantea exigencias tales como aprender a sentir placer y dolor debidamente (EN II 3, 1104b12; sobre la virtud como tener pasiones “como es debido”, cfr. 6, 1106b21 ss.). Es lógico que así sea, si, como cree Aristóteles, es por el placer que hacemos algo malo, y por el dolor que evitamos lo bueno. De allí que la adquisición de la virtud ética consista esencialmente en educarse en cuanto a aquello en lo que hay gozar y aquello por lo que hay que sentir dolor (1104b9-11, b27-28, 1105a10-13). Por otro lado, el “aprendizaje” característico de la educación moral no debe confundirse con el que se realiza en sede de las intelectuales (EN II 1, 1103a15), sino que se trata, más bien, de un aprendizaje que envuelve la internalización de comportamientos por medio de la habituación (cfr. 1103a17).

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toda destreza y habilidad, es decir, el hecho de que esas facultades pueden usarse para hacer tanto algo bueno como algo malo. En tanto que la prudencia es la acción matriz, Aristóteles está autorizado a afirmar, entonces, que no hay virtud la virtud por excelencia sin prudencia (1144b17), en la medida en que, por un lado, la prudencia incorpora en la deliberación la “razón recta”, y, por otro, la razón cualifica al modo de ser que constituye la virtud (cfr. 1144b22-28). La conclusión de este argumento (1144b28-30) es significativa en relación con la conocida crítica aristotélica al intelectualismo de la ética socrática. La objeción de Aristóteles a la posición de Sócrates aparece aquí claramente como un ajuste o una corrección, antes bien que como un plano rechazo. La tesis socrática, que identifica virtud y conocimiento, maneja, a ojos de Aristóteles, un concepto vago de “conocimiento”; un concepto que, precisamente, en EN VI Aristóteles se ha empeñado en diferenciar, distinguiendo la razón práctica, involucrada en la deliberación mediante la cual se realiza una acción prudente, respecto de otras formas de conocimiento teórico, que no motivan la acción. Una vez hecho este primer ajuste epistemológico en la letra de la tesis socrática, es posible retomar el espíritu de dicha tesis. Aristóteles concluye, entonces, sosteniendo que la virtud por excelencia no es, ciertamente, conocimiento, puesto que la virtud implica la internalización de un comportamiento y la modificación de sí mismo, lo que Aristóteles llama héxis. Sin embargo, tampoco para Aristóteles la virtud se da sin la razón. Por lo tanto, Aristóteles sella los dos componentes de la virtud, el componente disposicional, implicado en el modo de ser, y el

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componente racional, implicado en la deliberación, sosteniendo que la virtud es un modo de ser racional.28

9. Virtud como segunda naturaleza (EN II) En este último apartado quisiera retomar la idea de naturaleza que es relevante en la ética aristotélica. He sugerido más arriba que en la virtud que Aristóteles llama “virtud por excelencia”, es decir, la que está asociada a la razón práctica, está envuelta la noción de “segunda naturaleza”. Como vimos, una idea central de Aristóteles acerca de la virtud ética o moral reside en que tal virtud consiste en un comportamiento racional acerca de lo que es bueno. La virtud provee el fin que determina la acción dirigida a realizar lo bueno para el hombre. La clase de comportamiento moral que Aristóteles tiene a la vista cuando habla en este contexto de héxis es lo que se llama una segunda naturaleza: un comportamiento firme basado en creencias acerca de lo bueno. Se trata de un comportamiento adoptado sobre la base de un razonamiento que tiende a encontrar los medios necesarios para hacer una elección correcta y tomar una decisión particular acertada. El carácter moral del agente que posee una virtud como modo de ser llega a convertirse en la naturaleza del agente cuando éste adopta un comportamiento estable al haber internalizado ciertas creencias mediante la habituación. Pero es una naturaleza segunda, en cuanto que constituye un comportamiento resultante de la educación moral. La 28. Aristóteles también se decanta a favor del argumento socrático acerca de la unidad de las virtudes morales (1144b32 ss.), dada ella por el conocimiento que está implicado en cada virtud particular.

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naturaleza primera corresponde a lo que Aristóteles llama “virtud natural”, es decir, aquella virtud que, según vimos, se descarta como irrelevante en este contexto. La idea básica de la segunda naturaleza es que el agente moralmente educado ha convertido a su comportamiento moral en su propia naturaleza. Tratemos de aclarar la noción de segunda naturaleza. Aristóteles sostiene que la habituación a realizar ciertas prácticas virtuosas robustece al agente (EN II 4, 1105a33: βεβαίως καὶ ἀμετακινήτως ἔχων πράττῃ), en la medida en que, como resultado de ello, se configura en el agente una segunda naturaleza que hace que éste reaccione de manera virtuosa, es decir, acertando en el justo medio con mayor facilidad como resultado de haber realizado habitualmente ciertas acciones. Como consecuencia de la habituación, el agente adquiere, entonces, un modo de ser robustecido, ya que la realización de actividades prudentes da como resultado en él un modo de ser más prudente. En síntesis, la segunda naturaleza que constituye al modo de ser del agente virtuoso se explica por una determinada clase de acción habitual internalizada a través del comportamiento.29 En el libro II de la Ética Nicomáquea, Aristóteles separa tajantemente los órdenes de la naturaleza y de la ética (cfr. EN II 1, 1103a18-19). Él sostiene que ninguna virtud se genera por naturaleza ni, por la misma razón, tampoco contra la naturaleza (1103a23-24). Sin embargo, quien desarrolla un 29. Cfr. EN II 2, 1104a34-35; y la discusión en EN II 4, cuya tesis es que la virtud como modo de ser explica que una determinada acción sea virtuosa, y no a la inversa; no obstante, el modo de ser se adquiere sólo mediante la habituación en la práctica de acciones virtuosas. Esta tesis es plausible si se admite que la naturaleza del modo de ser resulta de la realización de acciones virtuosas (3, 1104b18-21).

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comportamiento virtuoso lo hace porque está “naturalmente” pertrecho para adquirir las virtudes (πεφυκόσι μὲν ἡμῖν δέξασθαι αὐτάς, 1103a25). Esta expresión de Aristóteles puede desencaminarnos en la interpretación, pues puede hacernos suponer que Aristóteles retorna a una base natural: después de todo, adquirir la virtud sería como activar una potencialidad anclada en el orden natural. Sin embargo, al expresarse así, Aristóteles deja de lado una connotación naturalista de ese tenor; la disposición “natural” a adquirir la virtud es la de un agente moralmente educado en algún grado, y por lo tanto, la de un agente para el cual es tan natural adquirir la virtud como perfeccionar esa disposición mediante la habituación (τελειουμένοις δὲ διὰ τοῦ ἔθους, 1103a25-26). Aristóteles opone explícitamente (1103a26 ss.) la disposición moral frente a la posesión de una facultad natural, en el sentido en que naturalmente poseemos capacidades asociadas a nuestras facultades naturales de conocimiento, por ejemplo, la vista. Él sostiene que no poseemos una virtud teniendo antes la capacidad, sino que nos hacemos virtuosos como resultado de la práctica de ciertas acciones. En el caso de la virtud, la actividad (cfr. 1103b22) es anterior a la potencia, en el sentido de que el ejercicio activo la habituación explica la capacidad adquirida, y ésta es el modo de ser (héxis, 1103b23). En el dominio moral así como en el del arte, para educarnos (1103b21-25) debemos ejercitarnos actuando (ἃ γὰρ δεῖ μαθόντας ποιεῖν, ταῦτα ποιοῦντες μανθάνομεν, 1103a32-33). La segunda naturaleza puede, entonces, justificadamente reclamar su derecho a determinar la acción, en la medida en que tal naturaleza conlleva una representación racional sobre los fines de la acción, asumiendo que tales fines consisten en la realización de lo bueno para el ser humano. En este caso, “para el ser humano” hace referencia a los criterios de la acción correcta que son propios del agente moral. La naturaleza

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humana involucrada allí, en la medida en que se trata del modo de ser que caracteriza al agente moral virtuoso, debe ser ya algo racional.

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Capítulo 6 Ética, estética y carácter en la filosofía de Schopenhauer Luciana Samamé

1. Introducción La filosofía schopenhaueriana está atravesada por una cuestión práctica fundamental: la cuestión práctica de cómo vivir. Esta pregunta es formulada por vez primera por Sócrates en La República (352 d), erigiéndose de allí en adelante en el interrogante decisivo al que la ética griega y la tradición ética de la virtud en su conjunto procuran dar respuesta. A mi parecer, Schopenhauer está prioritariamente concernido con dicho interrogante antes que con aquel otro que preferentemente se plantean los modernos, a saber: “¿Qué debo hacer?”. Dada la prioridad de la primera cuestión sobre la segunda, tropezaremos con que su teoría ética no gira en torno de los conceptos de “deber”, “obligación” o “consecuencias” – conceptos centrales para las dos versiones dominantes de la ética moderna, a saber, el deontologismo y el consecuencialismo–, como así tampoco se esfuerza en proveer un criterio para la acción. Su aproximación a la ética, en contraste, muestra mayor afinidad con el enfoque antiguo, donde las nociones básicas son las de “carácter” y “virtud”. Las evaluaciones morales, por tanto, no se efectúan en función de un criterio de corrección de la acción, sino en función del carácter del agente, el cual se remite en último término a sus vicios y virtudes. Al no poner el acento en el concepto de acción, la ética schopenhaueriana parece ponerlo más bien en

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la idea de la vida como un todo; y en tal dirección se aproxima también mayormente a la perspectiva antigua. Si la interpretación de la filosofía práctica schopenhaueriana que aquí ofrezco es correcta, luego debería encontrarse en ella la delimitación de ciertos ideales éticos sobre cuya base se procure dar respuesta al interrogante de marras. Y tal es el caso.1 Aunque no me abocaré en este trabajo al tratamiento explícito de tales ideales, debo destacar no obstante en función de los presentes propósitos, la importancia que en todos ellos adquiere la noción de carácter. Si de lo que se trata es de vivir bien a lo largo de una vida entera, la manera más efectiva de conseguirlo es a través de la posesión de un determinado tipo de carácter. Como decía Aristóteles –opinión a la que Schopenhauer adscribe–, no hay nada más estable que aquellas disposiciones del carácter que, una vez fijadas, generan un patrón constante de comportamiento. Estas aclaraciones preliminares me sirven para introducir el tema que aquí me propongo abordar centralmente: la dimensión estética de la ética en la filosofía de Schopenhauer. Con todo, es preciso establecer en primer término en qué dirección tematizaré semejante relación, ya que no son pocos los desarrollos que se han hecho a ese respecto. Pues bien, me interesa explorar un sentido escasamente atendido por los críticos: la relación entre la ética y la estética desde el punto de vista del carácter humano. Dicho en forma más concisa: existen elementos de la teoría estética schopenhaueriana que permiten echar luz sobre su concepción del carácter –tema central de su teoría ética–. Luego mi hipótesis de trabajo es la 1. En otro artículo ofrezco una reconstrucción de tales ideales de vida, en los cuales se alcanzaría a juicio de nuestro filósofo –aunque con diferentes matices- una existencia relativamente dichosa, esto es, exenta de dolor. Ellos serían: el ideal de auto-modelación, el de la vida teórica, el de la vida virtuosa y, finalmente, el ideal de la vida ascética. Véase Samamé 2014.

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siguiente: existe tal compenetración entre el dominio ético y el estético, que una reconstrucción adecuada de su teoría del carácter no debe pasar por alto ciertos conceptos pertenecientes a aquel último dominio. Aún más: creo que ganamos una comprensión más rica y adecuada de la misma si atendemos a tales aspectos. Bajo esta directriz, voy a centrarme en las nociones de carácter adquirido y carácter sublime referidas por Schopenhauer, esforzándome en mostrar el modo en que conceptos de naturaleza estética sirven para iluminarlas.

2. La dimensión estética en la teoría del carácter adquirido

a. El estado estético y la aprehensión de Ideas Indudablemente, una de las dimensiones más fecundas de la filosofía de Schopenhauer está dada por su teoría estética, la cual no ha dejado hasta hoy de ejercer poderosa influencia y proporcionar materia a prolíficos debates filosóficos. Esta influencia, sin embargo, trasciende la esfera puramente académico–filosófica. Como es sabido, su concepción sobre el arte se volvió ampliamente difundida y respetada entre intelectuales y artistas, tanto del siglo XIX como del XX. Semejante éxito puede explicarse considerablemente en virtud de la altísima estima en que tuvo siempre al arte. Su valor, en efecto, es a sus ojos de raíz doble: por un lado, en razón de su valor cognoscitivo; por el otro, en función de su valor terapéutico. Ambas dimensiones, por su parte, exhiben conexiones por demás interesantes. Esta cuestión dispara tantas posibilidades de enfoque y análisis, que su riqueza, podría decirse, es inagotable. Dados los propósitos actuales, me referiré al primero de aquellos valores, dejando a un lado el

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segundo –aunque haré más adelante referencia a este aspecto– . Paradójicamente, lejos de Kant y más cerca de la posición de Hegel, Schopenhauer sostiene que el arte es capaz de favorecer y vehiculizar el conocimiento de la realidad, llegando incluso a equipararlo con la filosofía. Esta visión se forja ya tempranamente en el autor de El mundo como voluntad y representación, y se hace especialmente manifiesta el año en que emprende su redacción. Por ese entonces lo vemos afirmar que tanto la genuina actividad filosófica como artística, consisten en la captación esencial de las cosas (Schopenhauer 1988: 248) y en la comunicación de ese conocimiento; aunque una y otra lo hagan siguiendo su particular estilo: la primera a través de conceptos, y la segunda, mediante el lenguaje figurativo de la obra de arte. O para expresarlo en términos similares: mientras la filosofía nos dice cómo es la realidad, el arte nos la muestra.2 Es así que Schopenhauer (Ibíd: 136) llega a decir que su filosofía no aspira asemejarse a la ciencia, sino más bien al arte. Ambos –filosofía y arte– comparten a su entender idéntica aspiración: la de barruntar y presentar la conformación íntima de lo existente. Muchos años más tarde, en el segundo tomo de su obra principal, continúa abrazando el mismo punto de vista, al manifestar que tanto la filosofía como las bellas artes bregan por resolver el problema de la existencia, tras entregarse a la contemplación puramente objetiva del mundo (Schopenhauer 2005b: 392). Arte y filosofía proceden así de igual origen: una experiencia en la que el mundo es vislumbrado objetivamente. 2. Young (2005: 137) emplea la distinción wittgensteniana entre “decir” y “mostrar” para ilustrar esa diferencia específica que Schopenhauer concibe entre el arte y la filosofía, esto es, sus diferentes modos de expresar la misma cosa.

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Schopenhauer explica este proceso más o menos así: tanto el filósofo como el artista, al zambullirse en esta experiencia, entran en contacto con la realidad de la cosa, esto es, con su Idea (Idee), su prototipo eterno. Puede resultar sorprendente el empleo de esta noción platónica, y de hecho la misma nos coloca ante una extraña ontología: a la cosa en sí y al fenómeno, debe añadírsele ahora la Idea.3 Ésta es definida como la inmediata objetivación de la voluntad en los distintos niveles, donde pueden reconocerse las especies fijas, las formas y propiedades originarias e inalterables de todos los cuerpos naturales, tanto orgánicos como inorgánicos (Schopenhauer 2005a: 260). Las Ideas se presentan, por consiguiente, en innumerables individuos, cuya pluralidad es posible merced a las formas subjetivas de espacio y tiempo. Schopenhauer combina de esta manera, la doctrina platónica de las Ideas con el idealismo trascendental kantiano. La entrada de dicho concepto en su sistema ha resultado un aspecto bastante cuestionado, inclusive desconcertante. 4 Sin 3. Schopenhauer toma como punto de partida la filosofía crítica kantiana, aceptando la distinción entre fenómeno y cosa en sí, distinción que en su propio lenguaje se expresa como “representación” y “voluntad”. En el tercer libro de su obra principal, introduce en el marco de su teoría estética el término “Idea”, cuestión que ha generado ciertas críticas y controversias interpretativas. En opinión de Simmel (2005: 91) las ideas conforman una suerte de término intermedio entre la voluntad trascendente y el objeto empírico, un tercer reino cuyo grado de realidad no es, sin embargo, precisado por Schopenhauer. 4. Gardiner (1975: 304), por ejemplo, sostiene que tras describirse exhaustivamente la naturaleza de la realidad a partir de las nociones de representación y voluntad respectivamente, Schopenhauer introduce en el Libro III de su obra principal, “de repente”, esta nueva categoría. Young, por su parte, considera que no se trata más que de una façon de parler, ya que por Idee se mienta algo significativamente diferente de la Idea platónica. Este autor considera que a pesar de la gran admiración profesada hacia Platón, el uso que Schopenhauer hace de dicha noción se encuentra

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adentrarnos en esta discusión que excede ampliamente mis propósitos, tal vez sea importante reparar en algo: en el espíritu platónico del que está henchida la visión schopenhaueriana.5 En esta dirección, Janaway (2007: 39-43) sostiene que hay buenas razones para sostener que a un nivel más profundo, la filosofía de Schopenhauer es más platónica que kantiana, y que incluso toda la maquinaria que emplea, a saber: representación y cosa en sí; sujeto y objeto; tiempo, espacio y causalidad, son simplemente vehículos que nos llevan más lejos de lo que el mismo Kant creía posible. Con arreglo a ello, no es descabellado pensar que la solución concebida por nuestro autor para zanjar la cuestión del sufrimiento humano, sea de aliento platónico: a pesar de nuestro enraizamiento al mundo empírico, podemos elevarnos a la contemplación de una realidad más alta, a una “mejor consciencia” que nos redime del primero. De acuerdo a ese doble plano que habita en nosotros, existen dos maneras de concebir las cosas: o éstas se consideran siguiendo el principio de razón, donde todos los fenómenos se concatenan completamente lejos del uso platónico, porque para el filósofo alemán la Idea no era, en absoluto, una cosa. El artista, así, no percibe la Idea en lugar del objeto individual, sino a este último en tanto Idea. (Young 2005: 132). Otras de las diferencias que pueden establecerse, son las siguientes: mientras para Platón las Ideas pueden ser únicamente captadas por el intelecto, para Schopenhauer son en cierta manera perceptibles por los sentidos; en tanto el primero, además, las equipara con la realidad última, el segundo no llega a identificarlas con la cosa en sí, posición que reserva a la voluntad. Con respecto a este punto, el filósofo de Danzig no deja lugar a dudas: “… las ideas no revelan todavía la esencia en sí, sino sólo el carácter objetivo de las cosas”. (Schopenhauer 2005b: 354). 5. Esta afirmación puede resultar sorprendente, dado el desprecio platónico por el arte y el alto valor que, en cambio, Schopenhauer le adscribe. Sobre este particular, nuestro autor reconoce que uno de los mayores defectos de este “gran hombre” –es decir, Platón– se debe a su menosprecio del arte, y en particular, a su falso juicio sobre la poesía. (Cf. Schopenhauer 2005a: 303).

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causalmente unos con otros; o bien se las piensa sub specie aeternitatis, en cuanto ideas platónicas. Por la primera vía obtenemos la ciencia, la experiencia y la prudencia; por la segunda, la sabiduría, el arte y la filosofía (Schopenhauer 1988: 167) Pero volvamos ahora a la cuestión del conocimiento implicada en el arte, que como ya sabemos, radica en la captación de Ideas o arquetipos eternos. Desde esta perspectiva, el arte es definido como la consideración de las cosas independientemente del principio de razón (Schopenhauer 2005a: 276). Su origen se remite, por consiguiente, a la contemplación de Ideas, y su único objeto, a la comunicación de tal conocimiento (Ibíd: 275). El arte es caracterizado además por Schopenhauer, al igual que por Kant, como la obra del genio. Por lo demás, el autor de Parerga y Paralipomena sostiene que a la base de la experiencia estética yace un conocimiento intuitivo6, el cual se presenta por un lado como la condición necesaria para la creación genial, y por el otro, como un estado también accesible al espectador de la obra de arte.7 Sentado esto, se vuelve explícito otro de los vestigios platónicos que tiñen la concepción de Schopenhauer: pues éste dirá que para acceder a ese conocimiento objetivo, 6. Este tipo de conocimiento se asemeja a un “ver” y “comprender” inmediatos, por contraposición al conocimiento racional, conceptual y discursivo. Además de caracterizar la experiencia estética, el conocimiento intuitivo funda también la virtud ética. Aquí estaríamos por tanto frente a una de las grandes conexiones entre los dominios ético y estético respectivamente. 7. El estado estético, sin embargo, no se reduce en exclusiva a la contemplación de la obra artística, pudiendo suscitarse asimismo en relación con el mundo natural. Además de la obra de arte, cualquier paisaje o fenómeno de la naturaleza puede convertirse en objeto de contemplación estética.

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característico de la experiencia estética, es preciso que el sujeto sufra una transformación por la que llegue a trascenderse su modo habitual de considerar las cosas; se trata, en breves palabras, del abandono de la conciencia empírica, donde el conocimiento se subordina a la voluntad y donde toda percepción se halla teñida de interés (Ibíd: 267). Desde tal emplazamiento, sólo se percibe de los objetos sus relaciones; concretamente, la manera en que pueden afectarnos, en este tiempo, en este lugar, bajo tales circunstancias. En ocasiones, no obstante, el conocimiento logra emanciparse del servicio de la voluntad, consistiendo en un fenómeno singularísimo de cuyo privilegio sólo puede gozar el ser humano, pues “únicamente en él se da una pura disociación del conocer y de la voluntad” (Schopenhauer 2005b: 272). Semejante grado de independencia alcanzado en el estado estético, entraña en consecuencia dos aspectos correlativos: por un lado, que las cosas cesan de percibirse como objetos individuales que atañen a nuestro querer, para pasar a percibirse en virtud de sí mismas, esto es, en cuanto Ideas; por el otro, que al alienarnos de nuestro yo empírico, se adopta perentoriamente una actitud desinteresada8, al desaparecer la voluntad de la consciencia. En la contemplación –dice certeramente Schopenhauer– “la cosa individual se convierte de golpe en idea de su especie y el individuo que intuye se vuelve puro sujeto del conocer (…) avolitivo, indolente y atemporal” (Schopenhauer 2005a: 269). En este pasaje se ve asomar aquel otro valor gigantesco asociado con la experiencia estética, a saber: su valor terapéutico.9 Pues al eclipsarse el 8. Para un excelente análisis comparativo de la noción kantiana de “desinterés” respecto de la schopenhaueriana, véase Vandenabeele 2001.

9. En esta tónica, el joven Nietzsche llega a afirmar que “sólo como fenómeno estético están eternamente justificados la existencia y el mundo” (Nietzsche 1979: 66 ).

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sujeto del querer, queda suprimida la individualidad empírica –al diluirse en la contemplación del objeto–, desapareciendo también con ella, su pesadumbre y menesterosidad (Schopenhauer 2005b: 360).

b. La teoría del carácter adquirido En este apartado procuraré evidenciar de qué manera las nociones previamente delineadas nos sirven para alumbrar ciertos aspectos de la teoría schopenhaueriana del carácter adquirido, teoría que paso ahora a desarrollar sucintamente. Quizá sea conveniente comenzar con ciertas precisiones referidas a lo que Schopenhauer entiende por “carácter” en sentido general. Al respecto y ante todo, es menester evocar su concepción metafísica, dado que el carácter es remitido originariamente a la voluntad –en-sí de todo fenómeno–. En forma rudimentaria, puede avanzarse que el mismo consiste en la configuración especial que la voluntad alcanza en sus distintas manifestaciones fenoménicas, lo que hace a cada cosa ser propiamente lo que es. En la naturaleza, así, todo posee fuerzas y cualidades definidas mediante las que se reacciona de modo específico ante determinada influencia10, y que constituyen justamente su carácter. Por otra parte, Schopenhauer considera que a mayor perfección alcanzada por cada objetivación de la voluntad, mayor grado de singularidad consigue expresar su carácter. Mientras que entre los animales no-humanos el carácter varía de especie en especie, entre los humanos, en cambio, lo hace de individuo a individuo. Como a 10. Esta influencia externa puede obedecer a una tipología triple, según la clase de ser sobre la que se aplique: si se ejerce sobre el reino inorgánico, se llama “causalidad”; si lo hace en cambio sobre el reino vegetal, “estímulo”; finalmente, si se trata de la influencia ejercida sobre el animal, se denomina “motivación”.

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juicio de aquél estos últimos se tratan de “la manifestación más perfecta de la voluntad” (Schopenhauer 2005a: 382), es prerrogativa suya la posesión de un carácter individual: Esta índole especial e individualmente determinada de la voluntad, en virtud de la cual su reacción a los mismos motivos es distinta en cada hombre, constituye aquello a lo que se llama su carácter y, por cierto, carácter empírico, ya que no es conocido a priori sino sólo por experiencia. (Schopenhauer 2002a: 79)

En virtud de ello, el carácter humano es definido por las siguientes notas: es individual, ya que la combinación de las distintas cualidades – morales–, se da de manera única en cada persona11; es empírico, puesto que es dable conocerlo exclusivamente mediante la experiencia, esto es, a través de las distintas acciones que se van ejecutando en el transcurso vital.12 Asimismo, dada su adscripción a la filosofía crítica, Schopenhauer asevera que el carácter empírico constituye la instanciación espacio–temporal del carácter inteligible. Al sentar esta distinción –nos dice en su obra principal–, no hace más que seguir aquella misma establecida por Kant entre carácter inteligible y empírico, por la cual se llega a identificar 11. Schopenhauer suele identificar normalmente al carácter con el carácter moral, esto es, con la peculiar configuración y combinación que los distintos motivos morales adquieren en cada persona. 12. A las dos notas del carácter humano recién referidas, cabe todavía agregar otras dos: 3) es constante, es decir, permanece idéntico durante toda la vida; con ello desea indicarse que, a pesar de las modificaciones introducidas por los años, las circunstancias, e incluso los conocimientos, un ser humano “no cambia jamás”; 4) es innato, pues no se trata del fruto del arte ni de circunstancias fortuitas, sino de la naturaleza misma; así – afirma el filósofo de la voluntad–, los vicios y las virtudes son también innatos. (Cf. Schopenhauer 2002a: 79-93)

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al primero con la cosa en sí, y al segundo, con su manifestación fenoménica (Schopenhauer 2005a: 384). De este modo, el filósofo de Danzig asevera que el carácter inteligible es la expresión libre y extra-temporal de la voluntad, cuyo despliegue a partir de las coordenadas de espacio, tiempo y causalidad, conforma el carácter empírico; éste se infiere, por tanto, de la suma total de los actos de un individuo. Bajo este paradigma, las acciones ejecutadas a lo largo de un determinado transcurso vital, pueden concebirse en cuanto reiterada expresión del carácter inteligible; de la misma forma en que un árbol es la constante manifestación de un único impulso que puede reconocerse tanto en la fibra y en la hoja, como en el tallo, la rama y el tronco. Ahora bien, este cuadro sobre el carácter humano se complejiza al agregarse una tercera categoría: la de carácter adquirido –erworbenen Charakter–: Éste [el carácter adquirido] no es otra cosa que el conocimiento más perfecto posible de la propia individualidad; se trata de un saber abstracto y claro acerca de las propiedades inalterables de su propio carácter empírico, así como de la proporción y orientación de sus propias fuerzas corporales y espirituales, en una palabra, de la fortaleza y las debilidades de la propia individualidad. (Ibíd: 400)

Con arreglo a esta definición, “adquirir carácter” no significa otra cosa que alcanzar un íntegro autoconocimiento. A entender de Schopenhauer, su adquisición se hace posible mediante nuestro trato con el mundo durante toda una vida; es en esta dirección que se elogia a la persona con carácter, en tanto se censura a la que carece de él (Ibíd: 398). Pues si bien todos poseemos un carácter, no todos poseemos carácter: en su opinión, las personas suelen normalmente desconocerse a sí mismas. Cada una ejecuta en forma prácticamente instintiva su carácter empírico, por lo que llegar a comprenderse, saber

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aquello que se quiere y se ajusta a la propia personalidad, es tarea difícil y poco frecuente. Como podrá advertirse sobradamente, la noción de “carácter adquirido” connota el cabal conocimiento de la propia individualidad. De manera que el gnothi seautou mentado por Schopenhauer, involucra el discernimiento del conjunto de las propias cualidades físicas, morales e intelectuales. Sentado esto, ¿qué significa conocerse a sí mismo? La introspección es inútil, dado que el carácter solamente puede conocerse –según Schopenhauer– por experiencia, esto es, mediante las acciones efectuadas durante el transcurso vital. Como el mismo cree, además, que aquéllas representan la expresión de un mismo carácter inteligible, uno debería ser capaz de leer ese elemento común que alienta en todas ellas. En este punto preciso es donde parece inevitable trazar un paralelismo con su teoría estética: ¿no es acaso análogo el proceso por el cual alguien conoce su carácter inteligible al proceso mediante el cual se capta una Idea? El parecido de familia es, en efecto, manifiesto. Pues para empezar, Schopenhauer admite que cada ser humano representa una idea totalmente idiosincrática (Ibíd: 316), de manera que puede convertirse con todo derecho en objeto de representación artística. Este sería el caso del pintor que plasma un retrato o del poeta que discurre sobre un modo de ser particular: ambos tienen ante la vista un carácter individual –i.e., una Idea– al que pretenden representar. Con todo, la conexión más sugestiva que aquí me interesa puntualizar es la siguiente: la persona que adquiere carácter es aquella que lanza sobre su propia vida una mirada artística. Tal como se ha expresado con anterioridad, la mirada artística es aquella tendiente a captar lo esencial de las cosas –sus cualidades intrínsecas e inalterables–. Schopenhauer admite que la experiencia es examinada “con ojos poéticos o artísticos” siempre que se intenta “captar la idea y no el

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fenómeno, la esencia íntima y no las relaciones” (Ibíd: 337). Si para adquirir carácter es perentorio conocer nuestro carácter inteligible, luego parece inevitable inferir que el proceso por el cual accedemos a él es de naturaleza estética –una vez admitido, tal como hace Schopenhauer, que sólo puede accederse a las Ideas en el estado estético–. En esta dirección, Robert Wicks (2008: 119-121) –uno de los pocos autores que advierte la íntima vinculación entre la teoría estética y la del carácter adquirido en Schopenhauer– ofrece una interpretación por demás interesante: así como el genio artístico aprehende las esencias universales en los objetos individuales, aquel que adquiere carácter aprehende su personalidad a través de sus actos singulares. De manera que este último lanza sobre sí mismo la mirada del genio artístico, discierne aquello que está llamado a ser y deviene así su propio genio. Wicks lleva la analogía un poco más lejos: al igual que la obra de arte expresa la idea platónica con mayor claridad que los objetos cotidianos, el individuo con carácter exhibe con mayor profundidad su carácter inteligible y por eso su vida se convierte en una obra de arte. Al haber contemplado la cualidad de su subjetividad, la persona que adquiere carácter sabe quién es, posee un norte y es en consecuencia honesta consigo misma: ahora interpreta concienzuda y metódicamente el propio papel, que el carácter empírico simplemente naturalizaba (Schopenhauer 2002a: 81). De esto proviene un sentido de auto-realización y autoperfección, vinculado también con la práctica de autodominio: quien se conoce a sí mismo, será capaz de sujetarse a los fines que su razón le señala como propios y factibles. Schopenhauer extrae de ello una consecuencia que, desde un punto de vista práctico, reviste máxima importancia: quien adquiere carácter se asegura una considerable cuota de bienestar y contento consigo mismo (Schopenhauer 2005a: 402-403). Y creo que aquí podemos trazar nuevamente un paralelismo con la

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experiencia estética, asociada en este caso con su valor terapéutico: así como la contemplación de Ideas nos procura un particular deleite, quien se conoce a sí mismo parece obtener idéntico beneficio. Esta tesitura se relaciona con un postulado central al que Schopenhauer adscribe: mientras somos un sujeto que quiere, la vida es aflicción; mientras somos un sujeto que conoce, la vida se vuelve en cambio bienaventurada. 13 De esta suerte puede bosquejarse la siguiente comparación: así como el arte nos facilita un estado bienaventurado –dada su naturaleza cognoscitiva–, la persona que perfecciona su auto-conocimiento tiene mayores chances de felicidad. El carácter cognoscitivo que tanto la experiencia estética como la experiencia ética del conocimiento de sí poseen, liberan en buena medida al individuo de la inquietud existencial que le es connatural. 3. La dimensión estética del carácter sublime

a. La experiencia estética de lo bello y lo sublime En este apartado me propongo mostrar de qué manera la noción de lo sublime nos permite comprender en mayor profundidad lo que Schopenhauer califica como “carácter sublime”, en clara alusión a un modo de ser ético. Aquí la conexión entre lo ético y lo estético es manifiesta y no requiere de mayores justificaciones. Pues el concepto de lo “sublime” pertenece por principio al dominio estético y es en tal contexto donde Schopenhauer lo aborda. Trataré entonces de explicitar esta noción, cuyo entendimiento por parte de nuestro autor es de raigambre kantiana. El mismo de hecho reconoce que la 13. De ahí que la voluntad sea comparada con el mismo infierno, y el conocimiento, con la promesa de salvación. (Cf. Schopenhauer 1988: 182).

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teoría de lo sublime bosquejada por Kant está incomparablemente mejor lograda que su teoría sobre lo bello (Schopenhauer 2005a: 636). Ahora bien, antes de tematizar lo sublime, retomemos algunos aspectos previamente delineados en torno de la experiencia estética. Se ha mencionado de pasada que en la actitud contemplativa, el sujeto de conocimiento logra liberarse de su yo fenoménico, y de esta forma, de su menesterosidad. En la consciencia estética quedan así suprimidos –como señala Young (2005: 111) – los tres rasgos característicos de la conciencia empírica: subjetividad, egoísmo, infelicidad. De esto se deriva, luego, que es dable definir semejante estado negativamente: en cuanto liberación o ausencia de tales cualificaciones. Si tenemos presente la manera en que se describe aquello que suscita el estado estético, pudiendo éste ser propiciado por un acontecimiento externo o estado de ánimo que consiguen arrancarnos de la corriente del querer, parece indudable que la clase de contento experimentado en la condición estética, es de naturaleza negativa. Pues en la misma “nos vemos libres del impertinente apremio de la voluntad”. Además, resulta sugerente que Schopenhauer lo caracterice como un estado exento de dolor, analogándolo con el bien supremo mentado por Epicuro, a saber: la paz interior. En esa orientación, se insiste especialmente en definirlo como una condición en la que se experimenta paz espiritual (Geistesruhe) y bienaventuranza (Seligkeit) (Schopenhauer 2005a: 288-290). Con todo, Schopenhauer se permite caracterizar al estado estético de un modo que aparenta ir más allá de la simple negatividad. En este sentido, se vale de términos tales como “alegría estética” (ästhetische Freude), “goce estético” (ästhetische Genusse), “complacencia estética” (ästhetische Wohlgefallen). Ello indicaría que algunas emociones pueden ser experimentadas positivamente en semejante condición. Paul Guyer (2007) considera a ese respecto que en la estética

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schopenhaueriana encontramos tanto una concepción negativa como positiva de placer. Para otros autores, como Janaway (2002: 72-73), tal cosa genera una suerte de perplejidad, en vistas de la estrechez establecida por Schopenhauer entre los conceptos de placer y voluntad. Lo previamente bosquejado suscita el siguiente interrogante: si el estado estético presupone indefectiblemente un estado avolitivo o abúlico, tal como Schopenhauer enfatiza, ¿no incurre en una contradicción al dar lugar en él a ciertas emociones? Dado que toda emoción, afección o pasión involucran, según sus presupuestos básicos asumen, a la voluntad. Consciente de esta dificultad, intenta aclarar el asunto a partir de la siguiente reflexión en su ensayo “Sobre la metafísica de lo bello y la estética”: En efecto, cada cual siente que la alegría y el agrado en una cosa no pueden nacer en realidad más que de su relación con nuestra voluntad o, como gustamos de expresarlo, con nuestros fines; de modo que una alegría sin excitación de la voluntad parece ser una contradicción. No obstante, está totalmente claro que lo bello suscita en cuanto tal nuestro agrado, nuestra alegría, sin tener relación alguna con nuestros fines personales, es decir, con nuestra voluntad (Schopenhauer 2009: 429; énfasis mío)

La solución que Schopenhauer propone consiste en afirmar que el goce estético no se origina en el cumplimiento de nuestros fines individuales. Esto se debe a que en la contemplación estética, el sujeto queda absorbido en el objeto: “el puro conocer avolitivo sobreviene cuando la consciencia de otras cosas se potencia tanto que desaparece la consciencia del propio yo” (Schopenhauer 2005b: 357). Este punto es fundamental, porque con ello se indica que la individualidad es completamente trascendida. Por lo tanto, las emociones que

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resultan removidas, son aquellas concernientes al individuo en cuanto tal. En el estado contemplativo, uno se olvida de los propios pesares. Aunque eso no significa que desaparezca toda predisposición anímica. En este sentido, J. Young introduce una distinción muy importante: el tipo de emoción experimentada en el estado estético, es una emoción disociada, porque aquello sentido y experimentado no me pertenece en sentido estricto, no hace referencia alguna a mi identidad individual y empírica; se trata más bien, de una emoción accesible a todo sujeto y por eso nos conecta con una experiencia de tipo universal. Hasta aquí la complacencia y bienaventuranza asociadas con la conciencia estética han estado vinculadas más bien con la experiencia de lo bello, experiencia suscitada por el conocimiento intuitivo como tal, y cuyo tránsito posible hacia lo sublime es descripto por Schopenhauer en los siguientes términos: … lo bello es lo que actúa sobre nosotros y lo que suscita el sentimiento de la belleza. Mas cuando esos objetos, cuyas eminentes formas nos invitan a su pura contemplación, tienen una relación hostil frente a la voluntad humana en general, tal como ésta se presenta en su objetividad, y son adversos al cuerpo humano, al que amenazan con toda su irresistible prepotencia o le reducen a la nada ante su inconmensurable grandeza, pero el espectador no dirige su atención hacia esta relación hostil a su voluntad, sino que, pese a percibirla y reconocerla, se enajena conscientemente de ella, en tanto que se emancipa violentamente de su voluntad y de sus relaciones, se entrega únicamente al conocimiento y contempla esos objetos temibles para la voluntad como un puro sujeto avolitivo del conocer, captando únicamente sus ideas ajenas a toda relación y deteniéndose de buen grado en su contemplación, elevándose así por encima de sí mismo, de su persona, de su querer y de todo querer, entonces le colma el sentimiento de lo sublime, se halla en un estado de

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sublimación y por eso llama también sublime al objeto que ha ocasionado tal estado. (Schopenhauer 2005a: 293)

La experiencia de lo sublime, a diferencia de la de lo bello, no parece entrañar una condición de completo sosiego: el estado abúlico de la contemplación no se alcanza sin esfuerzo; tal como dramáticamente señala el pasaje, el sujeto debe luchar con vehemencia para vencer su voluntad atemorizada, la cual puede sentirse vulnerada de una doble manera: frente a la contemplación de fuerzas que amenazan destruir causalmente su individualidad, o bien por la inconmensurable magnitud de un objeto frente a cuya visión se siente reducida a nada. Siguiendo a Kant, Schopenhauer denomina respectivamente ambos aspectos lo “sublime dinámico” y lo “sublime matemático”. Según nuestro autor, la particularidad del sentimiento de lo sublime reside en que se ve continuamente acompañado por el recuerdo de la voluntad –y así de las pasiones que le son inherentes: deseo, temor, desconsuelo, etc. –. Ahora bien, la contemplación abúlica jamás podría ser rozada si el sujeto experimentase tales emociones en forma personal; más bien –aclara Schopenhauer– se trata del recuerdo de la voluntad en cuanto querer humano en general. (Ibíd: 294) En su disquisición sobre lo sublime, el filósofo de Danzig expone un pensamiento digno de atención: pues a través de este sentimiento se patentiza con toda nitidez la duplicidad de la consciencia. Figurémonos un individuo al que asola una tempestad en el medio del mar, donde olas gigantescas suben y bajan, cientos de relámpagos se abren paso entre nubes oscuras y truenos ensordecedores braman aquí y allá. Frente a semejante vivencia, este individuo se sentirá por un lado desvalido, consciente de su fragilidad y de la facilidad con que estas fuerzas hostiles pueden aniquilarlo; pero por el otro, es

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capaz de erigirse “como sujeto eternamente sereno del conocimiento”, en cuanto condición de todo objeto, a sabiendas de que es el portador del mundo entero y de que éste no puede existir al margen de su representación (Ibíd: 296). Con arreglo a ello, es plausible afirmar que en su tratamiento de lo sublime Schopenhauer exhibe un tema recurrente de su filosofía toda: la tensión entre la muerte y la inmortalidad. Tal cosa se muestra en lo siguiente: en cuanto individuos portamos apenas una realidad transitoria e insignificante, completamente indiferentes para la naturaleza siempre presta a arrollarnos, pero en cuanto trascendemos esta individualidad vacilante y nos equiparamos con el sujeto puro del conocer, nos emparejamos con el mundo entero y entrevemos nuestra unidad con él. Esto es así porque Schopenhauer postula un monismo metafísico a raíz del cual todos los seres, en el fondo, se identifican. En la experiencia estética de lo sublime, el sujeto consigue ciertamente entrever, aunque difusamente, dicho registro metafísico: Todo esto no se presenta de inmediato a la reflexión, sino que sólo se revela a la consciencia como un sentimiento de que, en algún sentido (que únicamente la filosofía aclara), somos algo unitario con el mundo y por eso no quedamos aplastados por su inconmensurabilidad, sino sublimados. (Schopenhauer 2005a: 297)

A renglón seguido, Schopenhauer invoca el pensamiento que, reflejado en una sentencia de los Upanisad de los Veda, le sirve para sustentar su propio punto de vista. Dicha sentencia reza: “yo soy todas estas criaturas en su totalidad y ningún ser existe fuera de mí”. Justamente este mismo pensamiento servirá de leitmotiv a su teoría moral, donde el fundamento de las

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acciones compasivas se ancla en esta unidad metafísica que subyace a toda forma de existencia individual. Para cerrar esta sección que ha tenido por principal meta tematizar lo sublime, merece una mención especial la tragedia, ya que en opinión de Schopenhauer, es en este género donde lo sublime alcanza expresión suprema. Retomemos el hilo de una consideración hecha más arriba: que las emociones experimentadas en el estado estético, al no identificarse con las propias, se caracterizan por estar abiertas a todo sujeto. En este punto es donde se engarza exactamente la significación ética de la experiencia estética. En opinión de Young, la concepción schopenhaueriana habilita suponer que todo arte auténtico nos entrena para sentir desde el punto de vista de la humanidad, y así, trascender los límites del estrecho egoísmo –enemigo máximo de toda moralidad para nuestro filósofo– (Cf. Young 2005: 124). En forma conexa, la tragedia desempeña un rol pedagógico fundamental: a juicio de Schopenhauer, el fin de esta suprema obra de arte poética es mostrar “el flanco horrible de la vida”, donde imperan el dolor y la aflicción de la humanidad, cuando no la maldad, la injusticia, el triunfo del azar o el error. Ante semejante espectáculo –asegura aquél– nos sentimos exhortados a abandonar nuestros afanes. Es así como al final de la tragedia suele verse que los personajes más nobles, “tras luchar y sufrir prolongadamente, renuncian para siempre a los fines que tan vehementemente perseguían…”; dado que el conocimiento de la esencia del mundo actúa como aquietador –Quietiv– de su voluntad (Schopenhauer 2005a: 347). No olvidemos el importe cognoscitivo implicado en el arte, por el que éste es tan idóneo como la filosofía para instruirnos sobre la existencia. La lección que la tragedia tiene para darnos es así de la máxima importancia, al enseñarnos que la vida es incapaz de proporcionarnos verdadera satisfacción, y que por lo tanto no merece nuestro apego: “en esto consiste el espíritu

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trágico y por ello nos conduce hacia la resignación” (Schopenhauer 2005b: 418). Luego, su señalamiento hacia el bien supremo, i.e., la renuncia completa a la voluntad de vivir, es lo que confiere a la tragedia su honda significación ética. Porque ella deja entrever la posibilidad de una realidad más alta, donde el ser humano se coloca completamente a salvo de su condición desventurada, al conquistarse esa tranquilidad perdurable siempre escurridiza en la esfera del querer: la ataraxía del asceta.14 Ahora bien: es claro que allí entra asimismo en escena el valor terapéutico de la experiencia ética, que la experiencia estética simplemente prefigura –dada su caducidad–. En este sentido, es viable afirmar que la última insinúa teleológicamente a la primera, a la que representa en cuanto promesa definitiva de redención. b. El carácter sublime Los señalamientos precedentes propician las condiciones óptimas para comprender lo que Schopenhauer entiende por “carácter sublime”. Así como el sentimiento de lo sublime suscitado en la experiencia estética nos coloca en una cierta disposición –aunque transitoria–, es dable afirmar que el carácter sublime ostenta idéntica disposición de manera estable. Si bien aquélla goza de todas los cualificaciones anteriormente mentadas, las ostenta en forma pasajera. Ningún sujeto, ni siquiera el genio, es capaz de permanecer prolongadamente en el estado estético. De este modo, y respecto del “carácter sublime”, el filósofo de la voluntad declara lo siguiente:

14. En opinión de Barbara Neymeyr (1996: 157), ningún otro género artístico como la tragedia ofrece en la estética schopenhaueriana una conexión tan explícita con la esfera de la autonegación ética. Así, el carácter trágico del drama consiste en apuntar hacia el telos ético de la renuncia.

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Nuestra explicación de lo sublime se deja transferir también a lo ético, a saber, a aquello que se designa como el carácter sublime. También éste surge porque la voluntad no se ve incitada por los objetos que sin duda estarían inclinados a hacerlo, sino que el conocer también conserva la supremacía. Con arreglo a ello, tal carácter considerará a los hombres de un modo puramente objetivo y no según las relaciones que éstos puedan tener para con su voluntad; así por ejemplo, dicho carácter advertirá sus errores e incluso su odio y su injusticia frente a él mismo, sin que ello le incite al odio por su parte; verá su felicidad sin sentir envidia; reconocerá sus buenas cualidades sin pretender compararlas con las suyas… Pues en el curso de su propia vida y sus infortunios verá menos su suerte individual que el destino de la humanidad en general, tomándolo como objeto de estudio más que de sufrimiento. (Schopenhauer 2005a: 298; énfasis mío)

Es importante advertir que en el marco de sus escritos éticos, Schopenhauer no vuelve a utilizar la expresión “carácter sublime”. Tan solo lo hace en el contexto de su teoría estética. Sin embargo, es viable afirmar que se ajusta perfectamente a las descripciones que proporciona en relación con la disposición propiamente ética. Intentaré visibilizar a continuación esta continuidad entre lo estético y lo ético. En primer lugar, así como la experiencia estética se anuda íntimamente con una dimensión de tipo cognoscitiva, lo propio sucede con la experiencia ética, tal como sugiere el pasaje recién citado. A entender de Schopenhauer, la persona moralmente dispuesta actúa con base en un conocimiento intuitivo, a saber: que la distancia que lo separa de otros seres es tan sólo aparente, por conformar en el fondo un mismo ser. La experiencia ética se sustenta luego sobre el reconocimiento de la identidad esencial de todo lo existente. Aquél considera que tal perspectiva es apresada con fortuna por la fórmula sánscrita que reza: tat- twam asi (“éste eres tú”), al tiempo que

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concede que en esa fórmula mística se condensa el fundamento de la moral por él propuesto (Schopenhauer 2002b: 295). El mismo tipo de comprensión metafísica –veíamos– subyacía también a la experiencia de lo sublime. Es posible de este modo trazar una analogía entre la esfera estética y la ética: así como en la primera la percepción de la cosa individual es sustituida por la de su Idea, en la segunda, la percepción del otro en cuanto otro cede su lugar ante una visión en la que ya no logra diferenciarse de uno mismo. En ambas se produce, en consecuencia, un tránsito de lo aparente a lo real, de lo empírico a lo metafísico, o de la consciencia natural a la mejor consciencia (besseres Bewußtsein). En esta clase de comprensión es donde se engendra entonces la disposición ética y, consiguientemente, la acción con contenido moral. En segundo lugar, en la medida en que se acaricia semejante conocimiento, se deja atrás nuestra individualidad, y con ella, nuestra percepción comúnmente interesada sobre las cosas. Veíamos que en la contemplación estética se exhibía igualmente esa condición, al ser por principio desinteresada: lo percibido en tal instancia era enfocado en virtud de sí mismo y no en relación con la utilidad que podía tener para nosotros. Esta actitud desinteresada y desapegada es la que singulariza también al carácter sublime. El mismo, en efecto, no se relaciona con sus congéneres en función de sus deseos o intereses, sino a partir de una actitud que Schopenhauer denomina “objetiva”. La imagen que con ello se pretende plasmar es clara: es como si el sujeto se despegara de sí mismo y alcanzara una perspectiva imparcial sobre las cosas 15, observándolas sub specie aeternitatis. De lo precedente se deja inferir que la disposición objetiva del carácter sublime envuelve la trascendencia de su subjetividad, 15. Para reforzar esta imagen, Schopenhauer utiliza en ocasiones la expresión “claro ojo del mundo”.

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y por ende, de su egoísmo; pues la orientación ética queda enteramente representada por aquella tendencia en la que se renuncia a la satisfacción individual de la voluntad para atender o asistir a la de otro. Es interesante notar que Schopenhauer (2005b: 356) reconoce también a la actitud propia del estado estético como una forma de abnegación (Akt der Selbstverleugnung), al quedar el sujeto de conocimiento apartado de su voluntad. Se sugiere de esta forma que, en la dimensión ética, al igual que en la estética, quedan abolidas la subjetividad y el egoísmo inherentes a la actitud natural. Pero falta por examinar un tercer rasgo: se ha dicho más arriba que además de tales sesgos, en la consciencia estética quedaba asimismo suprimida la desazón consustancial a la consciencia empírica. Schopenhauer definía a la felicidad en términos por entero hedonistas: “la sucesiva satisfacción de todo nuestro querer es lo que se piensa mediante el concepto de felicidad” (Ibíd: 616). Ahora bien: de esta definición en conjunción con su tesis metafísica capital, el filósofo alemán infiere la imposibilidad de la felicidad; de allí su caracterización de la actitud natural como esencialmente desventurada. En tal dirección, asevera que ninguna satisfacción es capaz de proveer un contento perdurable. Esto es así porque la voluntad constitutiva de todo ser, es por definición una aspiración sin fin, un ansia incapaz de ser colmada. La inquietud y la insatisfacción son por tanto las notas distintivas de la existencia humana. En contraste, la experiencia estética nos provee de un refugio, precisamente porque en ella conseguimos liberarnos de nuestra voluntad individual. En virtud de ello Schopenhauer (2005a: 289) decía que en la consciencia estética felicidad e infortunio desaparecen (Glück und Unglück sind verschwunden). Por eso su condición es antes bien definida en términos de quietud y sosiego. La disposición anímica del carácter sublime, dada su orientación objetiva, habría de gozar igualmente de semejante

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prerrogativa: la tranquilidad anímica. En el pasaje donde divisábamos a Schopenhauer delinearlo, éste decía que en el curso de su propia vida y sus infortunios, el carácter sublime tendía a ver menos en ello su destino individual que la suerte de la humanidad. Sus propios pesares no consiguen afectarlo, justamente porque es capaz de verlos desde una perspectiva universalista. Allí donde la mayoría no ve más que su aflicción personal –dada su tendencia eminentemente subjetiva–, aquél ve la aflicción de la humanidad –esto es, la Idea de humanidad–. En otro pasaje de su obra principal, el filósofo de la voluntad explica el porqué de semejante disposición: Al disminuir el interés en nuestra propia persona se corta de raíz y se restringe la angustiosa inquietud por ella: de ahí la apacible y confiada serenidad que proporciona la intención virtuosa y la buena consciencia… El bueno vive en un mundo de fenómenos amistosos: el provecho de cada uno de ellos es el suyo propio. Por eso, aun cuando el conocimiento del destino humano en general no le llene de alborozo, el conocimiento de su propia esencia en todo lo viviente sí le confiere cierto sosiego y serenidad de ánimo. Pues el interés esparcido sobre innumerables fenómenos no puede angustiar tanto como el concentrado sobre uno. Los avatares que conciernen al conjunto de los fenómenos se compensan entre sí, mientras que los que atañen al individuo le acarrean dicha y desdicha. (Schopenhauer 2005a: 474)

De este pasaje llama particularmente la atención la siguiente afirmación: que aun cuando el conocimiento del destino humano no le produce al carácter ético júbilo alguno, el conocimiento de su propia esencia en todo lo viviente sí le confiere cierto sosiego y serenidad. Esta aseveración capta exactamente el espíritu que insufla la experiencia de lo sublime, donde una extraña mezcla de tranquilidad y espanto es lo que colma la consciencia. Así, ante el interrogante: ¿cómo

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es posible percibir el destino de dolor irremediable de la humanidad y experimentar al mismo tiempo frente a ello tranquilidad antes que desesperación?, la solución de Schopenhauer radica en su apelación a la duplicidad de la consciencia, lo que a la postre posibilita experimentar emociones en forma disociada.16 4. Consideraciones finales He partido de la afirmación de que la filosofía práctica de Schopenhauer está atravesada por un interés fundamental: el de proporcionar una respuesta plausible al interrogante de cómo vivir. En este contexto, adquiere vital importancia la cuestión del carácter humano: pues si existe alguna forma de asegurarnos una existencia apacible, es a través de la posesión de cierto tipo de carácter. Ahora bien: la hipótesis central que ha guiado este trabajo es que ganamos una mejor comprensión de semejante cuestión ética cuando ésta es enfocada a partir de determinadas concepciones prevalecientes en su teoría estética. Schopenhauer expone una teoría del carácter bastante compleja, en la que –entre otras categorizaciones– introduce las nociones de “carácter adquirido” y “carácter sublime”, nociones en las que aquí me he detenido. He procurado poner de relieve la dimensión acentuadamente estética que las recorre. En el caso del carácter adquirido, el conocimiento de sí se presenta como un requisito perentorio cuya naturaleza y articulación se asemeja a la aprehensión estética de Ideas. Esto 16. Esto crea una tensión en su pensamiento ético a la que no podré atender aquí: si el carácter sublime mantiene esta actitud desapegada: ¿cómo es posible que se sienta verdaderamente conmovido por la aflicción ajena? Pues para Schopenhauer, toda moralidad reside en la compasión.

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es así porque el primero acusa idéntica estructura que la segunda: conocerse a sí mismo comporta la aprehensión de una Idea en particular, a saber, la del propio carácter inteligible. Pero hemos visto además otro elemento por el que se emparentan: así como el auto-conocimiento suministra una considerable cuota de bienestar, lo mismo cabe decir respecto del conocimiento eidético que singulariza la esfera estética. Por otra parte, al analizar lo que Schopenhauer entiende por “carácter sublime”, se ha intentado poner de manifiesto la inviabilidad de entenderlo allende el tratamiento que hace de dicha noción en el marco de su teoría estética. Aquí hemos observado también una doble dimensión que atraviesa y une lo ético y lo estético: la captación de una realidad que trasciende la individualidad y por la que se percibe la unidad de lo existente, y la capacidad correlativa de experimentar emociones en forma disociadas. En virtud de los desarrollos precedentes, considero factible extraer la siguiente conclusión: así como es dable hablar de “una dimensión estética de la ética” en la filosofía de Schopenhauer, es igualmente legítimo hablar de “una dimensión ética de la estética”, tal como puede haber advertido el lector a lo largo de estas páginas. Dicha aseveración es consistente con el modo en que el propio Schopenhauer concibe su sistema filosófico: un todo orgánico en donde cada parte refiere al conjunto y éste, a cada una de sus partes. Uno estaría autorizado, consecuentemente, a ingresar a su sistema por cualquiera de sus partes: sin importar cuál de ellas se escoja, nos conducirá necesariamente a un núcleo unitario de ideas. He tratado de mostrar así que, en lo concerniente a la honda imbricación entre lo estético y lo ético, sus vasos comunicantes se manifestarían en lo esencial a partir de dos aspectos: uno de naturaleza cognoscitiva o perceptual y otro de carácter práctico o actitudinal. La disposición ética y la estética

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envolverían tanto un modo de conocimiento extraordinario como una actitud desinteresada.

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Capítulo 7 La política en la era de la información: ciberutopías y ciberdistopías1 Lucas E. Misseri

Introducción La era de la información es un concepto que se ha instalado desde la década de 1990, a partir del progreso exponencial que tuvieron las tecnologías de la información y la comunicación. Entre ellas destacan Internet y los dispositivos que permiten acceder a ella, pero también los servicios de telefonía celular, las tarjetas de crédito, los cajeros automáticos y todos los objetos que llevan el apelativo de smart o que trabajan en alguna forma de red informática. Esta era de la información supone un cambio de época en la historia de la humanidad, caracterizado ya no por lo mecánico sino por lo digital. La digitalización supone tres aspectos que conducen a algunos teóricos a sostener que hemos pasado de la revolución industrial a la revolución digital (cf. Himanen, 2001 y Castells, 2004). Estos aspectos son la codificación de datos en un modo simple, su rápido acceso y su ubicuidad. Aunque se esté de acuerdo con estos supuestos, no es la intención de este trabajo el verificarlos sino más bien tomarlos como punto de partida para responder a la siguiente pregunta: ¿cómo afectan estos aspectos de lo digital a la forma en que se concibe la política? 1. Una versión preliminar de este texto fue presentada en el congreso AFRA 2015, en Santa Fe, bajo el título “Utopías de la democracia digital: análisis de sus problemas y limitaciones”. Agradezco los comentarios de los asistentes a ese evento que me permitieron ampliar el material en este capítulo. Lo mismo que la estancia breve en la Cátedra Hoover de la Universidad Católica de Lovaina, a principios de 2016.

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Todavía esa pregunta sigue siendo demasiado general. Por lo cual es preferible acotarla, en primera instancia, al contexto del ciberespacio. Entonces, ¿cómo lo político se presenta en el ciberespacio? Y en segunda instancia, ¿cómo esa concepción de lo político se extiende a los otros dominios que la revolución digital va conquistando año a año? Como, por ejemplo, las declaraciones impositivas y otras actividades burocráticas, tanto de la esfera pública como privada. La metodología que se emplea aquí surge de los estudios de la utopía. Las utopías además de constituir un género literario y un concepto filosófico son imágenes normativas de las expectativas ético-políticas de un colectivo humano, en una época y contexto geográfico y cultural particulares. Para responder a la incógnita de este trabajo se ha decidido analizar cuatro imágenes normativas que han sido, y siguen siendo, muy populares en los discursos sobre el ciberespacio. El objetivo es analizar los aspectos utópicos y distópicos 2, es decir las expectativas positivas y negativas dentro de cada discurso, para entender mejor cómo ellos influyen en la teoría y la praxis políticas contemporáneas.

1. La información e Internet Como destacan algunos especialistas en filosofía de la información, su objeto de estudio existe desde hace varios milenios con la aparición del registro escrito. Sin embargo, en 2. En otros escritos en los que me he dedicado a analizar el género utópico he preferido la denominación “eutopía” en lugar de utopía, puesto que considero que tanto las eutopías como su contrapartida –las distopías— forman parte del mismo género literario. Sin embargo, considero que este tecnicismo no es necesario aquí. No obstante, quiero advertir que cuando digo utopía en realidad me refiero a “eutopía” o lo que Raymond Trousson llama “utopía constructiva” (Trousson, 1995:54).

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las últimas décadas nuestra relación con la información ha crecido exponencialmente (Floridi, 2009:153-154). Entre los principales detonantes de esta revolución tecnológica se encontraron los desarrollos de redes informáticas en el marco de proyectos militares. Como por ejemplo el proyecto estadounidense de ARPANET3 junto al aporte de académicos, como el británico Tim Berners-Lee, que escribieron códigos y protocolos esenciales para lo que hoy denominamos Internet. Esos códigos, basados en sistemas binarios que combinan lenguajes de programación con ondas eléctricas, han tenido una gradual tendencia a la llamada “convergencia tecnológica”. Es decir, al hecho de que los distintos dispositivos que ganaron el nombre de digitales –por el método de ingreso de datos predominante que implica la digitación en un teclado alfanumérico— tienden a ser construidos de modo tal que sea posible interconectarlos de un modo simple y económico. Se suele decir que Internet, en tanto que red global, ha tenido al menos tres etapas. En la primera, la tecnología era lenta y sólo accesible a un grupo muy restringido de usuarios, quienes básicamente consultaban el correo electrónico y páginas web de texto y pocas imágenes. Luego está la etapa que Tim O'Reilly bautizó como “Web 2.0”, en la cual la tendencia fue que los consumidores de contenidos digitales fueran también productores de contenidos. Ésta fue la etapa dorada de los blogs y el nacimiento de las redes sociales, además de la aparición de grandes empresas como Yahoo, Google y Amazon. La tercera etapa es la denominada Web 3.0 o “Internet de las cosas” en la que se espera que los objetos cotidianos estén conectados a Internet para su uso “inteligente”, desde dispositivos como Google Glass hasta los últimos avances en 3. Advanced Research Projects Agency Network, organismo dependiente del Departamento de Defensa de dicho país.

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domótica4. Es difícil periodizar con exactitud estas etapas porque los avances técnicos se solapan de modo desigual en el mundo, pero podría decirse que la primera comprende la década de 1990, la segunda la del 2000 y la tercera la del 2010. A continuación se analizan algunos ejemplos de utopías de dichas etapas en orden de aparición cronológico.

2. Howard Rheingold y la utopía del ágora electrónica La primera tendencia utópica a describir tuvo lugar en Norteamérica, con la aparición de Internet y la idea de ciberespacio. Internet es el conjunto de redes que permiten conectar usuarios alrededor del mundo, mientras que el ciberespacio es un concepto tomado de la ciencia ficción (cf. Gibson, 1984:51) y es más amplio que aquél porque incluye todos los tipos de interacciones digitales5 (Cf. Lessig 2006, Murray, 2007 y Ploug, 2009). Además, como se ha insistido en otro escrito, la idea de ciberespacio se refiere al ámbito imaginario con el que el usuario completa sus interacciones digitales (Misseri, 2015:23). Es por esto que el concepto de ciberespacio es una invitación a pensar utopías, puesto que es un “no-lugar” que tiene un aspecto concreto –las interacciones llevadas a cabo digitalmente–, y un aspecto imaginario –la interpretación de aquello que se está llevando a cabo–. Esas interpretaciones varían según el grado de expectativas que involucren. Cuando se comenzó a difundir esta tecnología militar en los hogares de los civiles, el optimismo era el sentimiento preponderante y las interacciones simples que se desarrollaban hacían pensar en un mundo sin fronteras y 4. Investigación de sistemas de automatización de viviendas. 5. Desde transacciones bancarias, telefonía móvil, bluetooth, mesh networks, etc.

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nuevas y más rápidas formas de comunicarse y evaluar las instituciones. De este modo, a fines del siglo XX renació la utopía tecnológica abrazada por Francis Bacon a principios del XVII. Pero esta vez, a diferencia de las estructuras jerárquicas descritas en la Nueva Atlántida, los nuevos tiempos exigían una fuerte impronta democratizadora por parte de las imágenes utópicas ligadas a las nuevas tecnologías. Según estas expectativas tecnófilas de la década de 1990, el ciberespacio constituía un “ágora electrónica” que permitía esparcir la democracia a lo largo de un mundo cada vez más globalizado. Esta concepción reflejaba algunas ideas del sociólogo canadiense Marshall McLuhan y tuvo una amplia recepción en medios tradicionales y digitales, especialmente en la revista Wired. Esta publicación jugó un rol crucial en la formación de las creencias y argumentos de los técnicos y amateurs de la informática. Sin embargo, también tenía limitaciones y entre las principales ligadas a esta concepción están las que señalaron los sociólogos británicos Richard Barbrook y Andrew Cameron: el dirigismo, el etnocentrismo y el neoliberalismo (en Ludlow, 2001:366-388). En la utopía del ágora electrónica el dirigismo à la Bacon se revestía sólo de retórica democrática, pero en los hechos, el que detentaba el poder en las redes informáticas seguía siendo el técnico –como los “maestros de luz” entre los neoatlantes de la utopía del barón de Verulam—. En cuanto al etnocentrismo, éste primaba entre los usuarios de la red de redes, dado que la mayoría que tenía acceso a esas nuevas tecnologías estaba compuesta por hombres blancos y occidentales. Por último, para Barbrook y Cameron se trataba más bien de una distopía, porque ellos encontraban en su núcleo una “trampa neoliberal”. Con esta expresión los autores se refieren al hecho de que la retórica libertaria del “ágora electrónica” no contaba

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con una acción política directa sino que confiaba en que la “mano del mercado” y la “mano de Internet” forjarían una genuina democracia digital. Es decir, espontáneamente se generaría un ámbito en el cual todos los seres humanos serían usuarios del ciberespacio y podrían aplicar esa herramienta digital para facilitar sus vidas y expandir las fronteras del conocimiento. Se creía que cualquiera tendría al alcance de “sus dedos”, y en cualquier parte del mundo, una herramienta para defender sus derechos y cumplir sus obligaciones eliminando exponencialmente a los mediadores. Sin embargo, como criticaron autores anarquistas en esa misma década, como el controvertido Hakim Bey, la digitalización de lo cotidiano supuso la mayor de las mediaciones (Bey, 1994:9). Las relaciones mediadas por computadoras no son relaciones de inmediatez, aunque la experiencia de los usuarios incline a sostener la sensación de lo contrario (Barak, 2008:74). Para poder hacer un uso libre de las computadoras se tiene que tener una serie de conocimientos, además de tener acceso al dispositivo electrónico que los facilita. A esos conocimientos se los denomina “alfabetización digital” (Doueihi, 2010:15). En caso de no tenerlos se depende de los técnicos y las interacciones digitales están limitadas a lo que ellos hayan preestablecido, ya sea con la finalidad de servir a Estados, compañías privadas o el interés individual del programador. Por su parte, el término “ágora electrónica” puede ser rastreado hasta 1993, en la obra de Howard Rheingold, a quien también se le atribuye la acuñación del término “comunidad virtual”. El optimismo de Rheingold –y de otros miembros de la primera generación digital— se sustentaba en el entusiasmo en torno a las posibilidades del nuevo medio, aunque también se era consciente de los riesgos distópicos que podía entrañar su mal uso:

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Tenemos acceso temporario a una herramienta que podría traer convivencia y comprensión a nuestras vidas y podría ayudar a revitalizar la esfera pública. La misma herramienta, impropiamente controlada y esgrimida, podría devenir un instrumento de tiranía. La visión de una red mundial de comunicaciones diseñada y controlada por ciudadanos es una versión del utopismo tecnológico que podría ser llamada la visión del “ágora electrónica”. En la democracia original, en Atenas, el ágora era el mercado, y más—era donde los ciudadanos se reunían a hablar, cotillear, discutir, medirse mutuamente, hallar puntos débiles en las ideas políticas al debatir sobre ellas. Pero otra clase de visión podría aplicarse al uso de la Red en modos incorrectos, una visión sombría de una clase de lugar menos utópico –el Panóptico. (Rheingold, 1993:14).

En este párrafo se ve la dualidad entre la utopía del ágora electrónica representada por los redactores de Wired y la distopía del panóptico denunciada por algunos ciberanarquistas. En la actualidad, esta oposición se conserva entre los partidarios de una democracia digital fuerte6 y los activistas que desconfían de la capacidad de control ciudadano sobre la gran máquina orwelliana de vigilancia que son Internet y otros medios digitales. Pero siguiendo con la definición de esta utopía, la misma consistiría en una ampliación de la esfera pública y del diálogo de todo tipo, pero principalmente de ideas políticas que pudieran representar del mejor modo las necesidades de la comunidad. Sin embargo, el problema radica en el grado de representatividad de esos “ciudadanos digitales” —o netizens— con respecto a toda la ciudadanía y la calidad de su participación. ¿O en otras palabras de qué comunidad se 6. Democracia digital o teledemocracia en sentido fuerte es aquella que pretende una transformación de la democracia representativa en democracia directa a partir de las nuevas tecnologías. En contraposición a la teledemocracia débil que sólo busca la mejora de las instituciones democráticas tradicionales (cf. Pérez Luño, 2004).

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está hablando cuando se habla de comunidad virtual? ¿Qué nación, qué sector poblacional, qué filiaciones políticas? Con respecto a la primera cuestión, la del grado de representatividad, Barbrook y Cameron son muy pesimistas al respecto. A fines de los '90 acuñaron el término “ideología californiana” para referirse a la ideología que sustenta la utopía tecnófila del ágora electrónica y que hunde sus raíces en la teoría de los medios de McLuhan. Para los “ideólogos californianos” las posibilidades de las nuevas tecnologías tienen un impacto liberador sobre la ciudadanía. Para McLuhan el medio era un mensaje en sí mismo, es decir, el medio es una extensión humana que amplifica y acelera procesos existentes, independientemente de su contenido –que suele ser otro medio— (McLuhan, 1964:8-9). Como por ejemplo en el caso de internet, que es un medio de medios en el que se mezclan la palabra escrita con la oral, la radio con el video y la fotografía, etc. Para Barbrook y Cameron esa independencia del contenido es ficticia e ideológica y se ve llevada al extremo cuando se afirma de un modo tecnológicamente determinista que el nuevo “medio de medios” tiene la posibilidad de generar una democracia, como aquella imaginada por los Padres Fundadores de los Estados Unidos, sin importar los contenidos que en ella se intercambien (Barbrook y Cameron en Ludlow, 2001:373). Esta ideología tuvo su máximo catalizador de ideas en la revista Wired en la que participaron figuras como Kevin Kelly, Chris Anderson, Stewart Brand y Howard Rheingold entre otros7. Babrook y Cameron son muy críticos con esta utopía porque denuncian que, al igual que el ágora ateniense, su 7. Kelly y Anderson fueron editores de la revista y Brand y Rheingold redactores. Además, Brand fundó The WELL una comunidad virtual que también contribuyó a la propagación de estas ideas y al vínculo entre estas personalidades (cf. Turner, 2006).

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contrapartida electrónica estaba sustentada sobre la desigualdad, sobre la ausencia del voto femenino y el trabajo esclavo. Estos sociólogos ingleses creen que se establece una nueva clase social –la “clase virtual”— que está compuesta por hombres blancos, de altos recursos económicos, que buscan imponer una nueva sociedad desigual basada en el trabajo esclavo. Pero este trabajo no necesariamente tiene que ser llevado a cabo por un humano sino que la utopía transhumanista se avizora como un espacio de solución para las limitaciones del ser humano. El cyborg –y/o el robot— llevarán a cabo de un modo más eficiente el sostenimiento de la clase virtual. Así, concluyen los británicos: “Las tecnologías de la libertad se están tornando en máquinas de dominación” (ibid. 376). En vistas de críticas como las arriba subrayadas, Rheingold revisó su descripción tecnológico-determinista del ágora electrónica en una segunda edición de su libro sobre comunidades virtuales. Allí reconoció que: La frase “herramienta que podría traer” tiene una implicación de determinismo que simplemente dejo deslizar a través del texto porque no estoy prestando suficiente atención. Ahora, presto más atención cuando discuto el modo en que la gente, las herramientas, y las instituciones se afectan mutuamente. No es saludable asumir que no tenemos opción. Las herramientas no son siempre neutrales. El resto del libro no es demasiado determinista, pero ese párrafo ha sido probablemente citado y desafiado por docenas de ensayos académicos en estos años por razones que humildemente apenas llego a entender. Otro defecto de mi boceto original es que fallé en aclarar que estaba identificando, no defendiendo, la versión utópica de un “ágora electrónica”. También debería haber mencionado que el Zeitgeist afluente de la democracia ateniense descansaba en las espaldas de los esclavos. (Rheingold, 2000, p. 376).

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Tanto Rheingold como Wired dejaron de lado el discurso del ágora electrónica. No obstante, el mismo aún sigue presente en el imaginario utópico de los tecnófilos demócratas. Es por ello que surge la necesidad de alguna forma de síntesis dialéctica entre el ingenuo determinismo tecnológico del ágora electrónica y el pesimismo paranoide del nuevo panóptico ciberespacial.

3. Richard Stallman y la utopía del software libre A la caducidad de una imagen utópica le sigue siempre una nueva imagen que intenta salvar las limitaciones de la anterior. En un contexto en el que la idea de panóptico estaba asociada también al monopolio de empresas como Microsoft surgió con fuerza una idea que ya rondaba desde la década anterior: la del software libre como alternativa emancipadora. Su principal propulsor fue el programador estadounidense Richard Stallman. La idea básica detrás del movimiento que propulsa Stallman es que el software originalmente era libre y debería mantenerse de ese modo para el beneficio de la humanidad. Pero ¿qué quiere decir software libre? El término “libre” posee una ambigüedad porque la expresión original en inglés es free software en la cual se mezclan la idea de libertad con la de gratuidad. Asimismo, hay una fuerte semejanza con el movimiento de código abierto (open source). Para clarificar dígase que el software es el conjunto de componentes lógicamente interrelacionados que constituyen los programas de un aparato digital. Mientras que en términos de Stallman “libre” se opone a privativo. El programador y activista norteamericano habla de privativo y no de privado. Esto es porque no sólo tiene que ver con el hecho de que el software dependa de una empresa privada interesada en obtener un rédito económico a partir de su creación, sino que la misma priva a

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sus usuarios del acceso al código fuente y a la modificación del mismo. La idea de Stallman no fue meramente la de censurar a los crecientes monopolios que ocultaban aquello que los hackers de la primera etapa de internet compartían y mejoraban gratuitamente, sino la de brindar una alternativa concreta. Para eso creó el proyecto GNU e inspiró a otros programadores como Linus Torvalds a contribuir a una comunidad basada en el principio de que los programas debían ser abiertos, es decir, debían permitirle a los distintos técnicos acceder al código fuente. Y libres, es decir, poder ser modificados sin necesidad de tener que enfrentarse legalmente a las grandes corporaciones. El movimiento del software libre está aún activo8 y cumple un rol importante en la política digital contemporánea. Sin embargo, su mayor debilidad es que –hasta el momento— requiere de una serie de conocimientos que van más allá de la alfabetización digital básica para su empleo.

4. Jimmy Wales y la utopía de la neutralidad El 15 de enero de 2001 se creó la que hoy es la cuarta página web más visitada del mundo: Wikipedia, la principal enciclopedia digital organizada a partir de trabajo colectivo. En la actualidad es una web de consulta y discusión y se encuentra siempre entre los principales resultados de los motores de búsqueda de Internet. Una de las características que ha contribuido a su éxito es que es una página estilo wiki, es decir, en la que la construcción del sitio se desarrolla con el aporte de 8. Estas páginas fueron escritas en el procesador de textos LibreOffice en Ubuntu/Linux versión 14.04 instalado en mi computadora en el marco de un Festival Latinoamericano de Instalación de Software Libre (FLISoL).

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usuarios. Cualquiera puede editar un artículo en Wikipedia o crear uno nuevo. Luego una serie de expertos autoconvocados y monitoreados por algunos empleados de la compañía se encargan de determinar si esas ediciones y nuevos artículos son adecuadas o no para la enciclopedia. En la evaluación de lo que se considera un artículo adecuado para “la enciclopedia libre” entran en juego varios criterios: la pertinencia, la verificabilidad y la neutralidad. El primer criterio remite a evitar artículos que sean publicidades, en lugar de aportes al conocimiento general. El segundo exige que cada artículo tenga referencias tanto a libros como a enlaces digitales que sustenten lo que se está exponiendo en la entrada de la enciclopedia. En tercer lugar, y probablemente en uno de los más controvertidos, está la exigencia de neutralidad del artículo. Se espera que el mismo trate los temas del modo más amplio posible, evitando tomar postura y describiendo las controversias que hay sobre el mismo de la forma más objetiva posible. Esta idea de neutralidad no sólo se extiende a los artículos y las ediciones sino que procura ser la política que busca definir el rol que debería jugar la fundación Wikimedia a la que pertenece la enciclopedia. Su fundador Jimmy Wales ha reiterado en varias oportunidades que Wikipedia debe permanecer neutral y que ella puede ser considerada una utopía sólo en el marco de entenderla como un espacio en el que puede convivir el disenso de un modo pacífico9. Sin embargo, si bien la enciclopedia proporciona un servicio increíble en nuestra época, dicha neutralidad parece ser más un ideal regulativo que una posibilidad concreta. 9. Cf. Conferencia de Jimmy Wales en la Universidad Católica de Lovaina, Lovaina-la-Nueva, Bélgica, en ocasión de su nombramiento como Doctor Honoris Causa, 2 de febrero de 2016.

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Asimismo, este ideal se entronca con otro debate político en torno a Internet, que es el de la neutralidad de la red (Wu, 2003). Pero no en el sentido de la neutralidad de los contenidos sino en el de neutralidad del acceso a los mismos. Hay una tensión entre las compañías proveedoras de los recursos críticos que sostienen Internet y las empresas de contenidos. En esa tensión, las primeras desean que los contenidos más “pesados” y por tanto más onerosos para ellos sean también más caros para el público en general modificando la capacidad de acceso o la velocidad mientras las segundas intentan que los contenidos sean tratados de modo neutral. En este contexto el discurso de la utopía neutralista parece extremadamente coherente, porque para garantizar la neutralidad tiene que garantizarse también un acceso plural a la diversidad de contenidos. Es por esto que incluso Wikipedia ha sido criticada por el desequilibrio entre entradas en inglés con respecto a otros idiomas, entradas de hombres con respecto a las de mujeres y por monopolizar de algún modo el acceso al conocimiento en el ciberespacio. Pero esto no sólo es responsabilidad de esa wiki sino de los motores de búsqueda y del tipo de alfabetismo digital que reciben los ciudadanos de cada país, además del acceso a tecnologías digitales que poseen.

5. Julian Assange y la utopía cypherpunk Desde principios del nuevo milenio, el optimismo inicial de las primeras generaciones de utópicos tecnológicos dio paso a los discursos distópicos del ciberespacio. Entre las visiones ciberdistópicas podemos destacar la de los cypherpunks10

10. El término surge como una combinación de dos palabras ampliamente vinculadas al grupo: cyberpunk, que remite al género de ciencia ficción en

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(Assange et al. 2012:1). El término se retrotrae a 1996, puntualmente a la reacción de una serie de pensadores expertos en criptografía al Acta de Telecomunicaciones estadounidense. Estos pensadores llevaron un intercambio tendiente a defender –lo que ellos consideran– la estructura natural y originaria de Internet: la libertad. Dado que está construida por teóricos como Jon Postel que evitaron un orden jerárquico y establecieron redes end-to-end con la intención de darle a esta nueva herramienta una horizontalidad deseable en un contexto democrático. Los cypherpunks entendían que con el avance de los gobiernos sobre Internet se estaba perdiendo esa libertad necesaria para construir la utopía que pregonaban. Es por ello que, en lugar de presentar las bondades de Internet como habían hecho los utópicos de la primera generación, procuraron describir el tinte distópico del avance gubernamental sobre la red. Los intentos vanos de los manifiestos de los noventa, como el manifiesto cypherpunk de Eric Hughes o el criptoanarquista de Tim C. May, fueron eclipsados por la rimbombante “Declaración de Independencia del Ciberespacio” de John Perry Barlow. Esa declaración fue el inicio de la doctrina llamada “excepcionalismo de Internet” (cf. Thierer y Szoka, 2009) porque considera que en el nuevo contexto no se aplican los criterios tradicionales de los contextos analógicos. Pero al mismo tiempo fue un llamado a la guerra por este “nuevo mundo” recién descubierto que era el ciberespacio. Ésta tendría dos armas, una tradicional: las leyes jurídicas, por lo que Barlow y Gilmore fundaron The Electronic Frontier Foundation para defender causas que considerasen justas y un arma digital: la tecnología criptográfica. Como dice Julian Assange, un autoproclamado cypherpunk de segunda generación: lo que buscan los cypherpunks es la defensa de la libertad con las leyes del hombre y con las leyes de la física. el cual se imaginaron mundos virtuales y a la palabra cypher o cifrado que refiere a la criptografía.

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Assange afirma también que el universo cree en la encriptación, puesto que es más difícil encriptar algo que desencriptarlo. La criptografía, reclaman en general los cypherpunks, es la única defensa posible ante la construcción de un aparato de vigilancia y control de tamaño descomunal en Internet. En un reciente escrito Assange opone una retórica platónica ante un mundo orwelliano. Los cypherpunks ven que el mundo descrito por Orwell en 1984 llegó más tarde, pero llegó de manos de la tecnología y que la única forma de salvar la democracia digital es principalmente defendiendo la libertad individual. Eso sólo puede ocurrir con las armas “no-violentas” de la criptografía (Assange et al. 2012:5). Ambas perspectivas, la utópica y la distópica, o sea la excesivamente optimista y la crecientemente pesimista, tienen serias limitaciones en su concepción de lo político. Nuestra hipótesis es que hay una visión acotada, etnocéntrica y tecnocéntrica, liberal libertaria en la cual quedan afuera millones de individuos. En la primera concepción, esos individuos quedan afuera por lo que podríamos llamar la desigual distribución de los recursos tecnológicos en el mundo. Es por ello que autores como Barbrook consideran que esta es una “ideología californiana” de geeks del hemisferio norte, caucásicos y mayormente hombres que no temen repetir las contradicciones esclavistas de la democracia jeffersoniana. Por otro lado, los pesimistas con sus descripciones de un creciente panóptico y cuya actividad política se centra en la privacidad de los datos –la encriptación— se enfrentan ante el desafío de la desigual distribución del conocimiento técnico de la humanidad. Los dos problemas ponen de manifiesto que el hiper-tecnicismo de corte elitista de las primeras generaciones de pensadores de la democracia digital no aborda adecuadamente un problema que conlleva toda utopía: el problema de la justicia. Específicamente el de la justicia distributiva y el de la acción política tendiente a establecer,

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esparcir y mantener ese tipo de justicia. Si bien autores como Assange hablan del ciberespacio como un reino de las ideas (ibid., 3), olvidan que en la Politeia el problema central es el de la dikaiosyne. La kyberpoliteia exige un planteamiento de este problema, prestando especial atención a la inclusión de la totalidad de los actores políticos. Esta inclusión tiene que ser activa y promulgada desde el espacio tradicional al ciberespacio y no a la inversa. Si se deja a la mayoría de los afectados fuera de los medios necesarios para la deliberación política no se puede hablar de una democracia digital sino de una aristocracia digital.

Conclusión En resumen, aquí se han descrito cuatro imágenes utópicas de las expectativas en torno al ciberespacio y los temores que la caracterizan, todo a partir de una frágil distinción temporal entre distintas etapas en la evolución de Internet. En primer lugar, en el marco de los albores del ciberespacio y las redes virtuales se describió la utopía del ágora electrónica como un fenómeno propio de la década de 1990 en el cual predominaban la tecnofilia y el determinismo tecnológico. El nuevo medio bastaba para democratizar, liberar y hacer progresar a la humanidad. Esta visión era acrítica del problema de la desigualdad y se confiaba en que el fenómeno se seguiría expandiendo. Podría reconocerse que esto ocurrió, el número de individuos conectados a Internet en el mundo aumentó de un modo inmenso, pero eso no quiere decir que haya un genuino acceso a la información y mucho menos a la producción de información. En este contexto hay más bien Estados productores de contenidos y Estados consumidores. Sin embargo, las desigualdades incluso se dan intraestatalmente habiendo desbalances según género, edad y estatus

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socio-económico. En términos más sencillos, la “mano de Internet” no sólo no consolidó la democracia sino que no pudo vencer la gran brecha digital entre ricos y pobres informáticos (cf. Loader, 1998). Probablemente porque no existe tal cosa como la mano de Internet como algo independiente de un conjunto de voluntades individuales autointeresadas. En segundo lugar, se describió el movimiento de software libre como una utopía nacida contemporáneamente a la del ágora electrónica, pero enfocada en la apertura y libertad del código fuente de los programas que permitían usar Internet. En otros términos era una democratización más efectiva del medio de medios. Este no sólo devino en un sistema operativo libre sino también en un movimiento que ha reunido a activistas de todo el mundo en pos de rechazar a los monopolios de software privativo y los abusos en los derechos de patentes y de autor. De este movimiento surgieron ideas como la del copyleft, no como instancias de promoción de la piratería sino como licencias de uso alternativas al derecho de autor que, si bien reconocen autoría, no limitan excesivamente el uso del producto bajo esa licencia. La principal dificultad interna que enfrentan los defensores de esta utopía es el grado de tecnicismo que implican ciertas prácticas corrientes que en los contextos tradicionales se ven simplificadas para el usuario en beneficio del proveedor monopólico. Esta utopía perdura a través de las tres etapas de Internet ganando terreno a un paso relativamente exitoso pero lejano a las expectativas de quienes la sostienen. En tercer lugar, se describió la utopía neutralista de Wikipedia. Como se dijo la idea de neutralidad tan cara al pensamiento liberal viene entroncada con una serie de creencias éticopolíticas ligadas a la tolerancia y al pluralismo. Sin embargo, como se aclaró en la sección, la misma debe ser reconocida como un ideal normativo más que como un objetivo cumplido.

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Cuando la neutralidad se adscribe a un grupo en particular se corre el riesgo de caer en los mismos errores de los fanáticos que creen poseer la verdad sobre algún asunto controvertido. Wikipedia es una iniciativa interesante, pero insuficiente para constituir una utopía de neutralidad. Se necesita complementar el acceso al conocimiento digital con múltiples plataformas plurales y con el desarrollo de las capacidades para crearlas. Es por ello que es importante la inserción en los programas escolares de pequeños cursos de programación con la finalidad de que los futuros ciudadanos de pleno derecho puedan transformar su contexto digital acorde a sus necesidades. Por último, la utopía cypherpunk o criptoutopía, si bien puede remontarse a la década de los noventa ha recuperado notoriedad en los últimos años con figuras como Julian Assange y sus cruzadas libertarias como la de WikiLeaks en la cual se busca informar a la ciudadanía de violaciones de los derechos humanos de un modo legalmente cuestionable. El punto clave de los cypherpunks fue siempre el excepcionalismo de Internet, es decir, el hecho de que es un nuevo espacio en el cual las regulaciones estatales y sobre todo el cercenamiento de las libertades individuales no sólo es intolerable sino que inaplicable. Para sostener eso se valieron de herramientas criptográficas, una de las más notorias es TOR11, el browser lanzado en 2001 que permite que los datos de navegación no sean revisados por las empresas proveedoras de servicios de Internet y otros intermediarios. El problema con la utopía libertaria de los cypherpunks es que está incompleta, porque la mera privacidad no contribuye a la justicia social, sino que evita la intervención negativa tanto pública como privada. En última instancia, cada una de estas utopías permite percibir con mayor claridad los problemas que surgen a partir del uso 11. The Onion Router, desarrollado por Jacob Appelbaum otro reconocido cypherpunk quien ofició de vocero de Assange en los Estados Unidos.

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de las nuevas tecnologías junto con las posibilidades para mejorar nuestras instituciones tradicionales. Un ejemplo interesante fue el del programa “Conectar Igualdad” que tomó una idea de un partidario de la utopía del ágora electrónica como Nicholas Negroponte con el software libre. La idea fue la de repartir netbooks entre los jóvenes estudiantes argentinos para facilitar el acceso a nuevos conocimientos de un modo más rápido y eficaz al tiempo que se le ofrecía el sistema operativo Huayra Linux. Sin embargo, no se pudo extraer todo el potencial de esa iniciativa porque compañías como Microsoft aún juegan un rol clave y muchas instituciones no permiten hacer trámites básicos en Linux como declaraciones impositivas. Eso, sumado a la poca difusión de cursos de programación en el gran público, mantiene a la gran mayoría de los usuarios –entre los que se incluye el autor de estas páginas— en una dependencia técnica que nos deja vulnerables ante el capricho de las grandes compañías de software y los tecnócratas. No obstante, mientras estas utopías se actualicen y se difundan nuestras expectativas como ciudadanos se irán adaptando y la demanda de la democratización de estas herramientas se hará cada vez más imperativa contribuyendo a políticas públicas más completas y actividades colaborativas mejor enfocadas a sortear estos desafíos.

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Capítulo 8 Juzgar bien para actuar bien Pasiones y cuerpo en la moral cartesiana Ariela Battán Horenstein

…no determinándose nuestra voluntad a seguir o evitar cosa alguna, sino porque nuestro entendimiento se la representa como buena o mala, basta juzgar bien para obrar bien, y juzgar lo mejor posible para hacer también lo mejor, es decir, para adquirir todas las virtudes y juntamente con ellas todos los bienes que pueden adquirirse; y cuando uno tiene la certidumbre de que ello es así, no puede dejar de estar contento (René Descartes, Discurso del método, Tercera Parte).

I. Reflexión preliminar1 “La filosofía será análisis de argumentos o no será nada”, si se nos acorrala con este falso dilema, un trabajo de esta naturaleza sólo puede tener un valor semejante al que se les atribuye a las piezas de museo, en este caso del Museo de las 1. Agradezco al Dr. Hugo Seleme por sus comentarios e interrogantes

gracias a los cuales asumí el reto de hacer explícita mi posición sobre la historia de la filosofía. Celebro la generosidad intelectual del Dr. Guillermo Lariguet, entusiasta organizador del Ciclo Cruzando Fronteras y agradezco a los compiladores de este volumen, Dra. Luciana Samamé y el Dr. Lucas Misseri, por la invitación a participar del mismo con este trabajo que es una versión del presentado en el Coloquio de Filosofía Moderna en el XVII Congreso Internacional de Filosofía: Filosofar en México en el Siglo XXI, organizado por la Asociación Filosófica de México y la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo.

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Ideas Filosóficas donde se encuentran el éter o el mundo supralunar de Aristóteles, la “virtus dormitiva” de la que se burlaba Molière y los espíritus animales de la medicina renacentista, entre muchas otras. Sin embargo, si aceptamos el desafío de pensar la historia de la filosofía “filosóficamente”, podremos comprobar que los más modernos proyectos de Inteligencia Artificial inspirados por el interrogante acerca de si las máquinas pueden pensar, así como planteos actuales sobre identidad personal, emociones y cognición todavía tienen que “vérselas” de manera más o menos respetuosa, más o menos fiel, más o menos explícita, con el legado cartesiano. La filosofía cartesiana no es un residuo histórico, no es una pieza de museo, por el contrario, late todavía en el “sentido común” de la filosofía y la ciencia contemporáneas, por ese motivo, confrontar sus argumentos, desmontarlos, descubrir hacia dónde nos llevan, cuáles son sus consecuencias, no puede resultar una tarea devaluada. Considerar los problemas filosóficos como entidades a-históricas sería como comprar un libro, leer sólo la conclusión o el final y creer con ello que los demás capítulos son menos importantes.2 Quienes practicamos la historia como aventura filosófica apreciamos tanto las conclusiones y los argumentos cuanto los caminos y desvíos que nos conducen a ellos.

2. Esta afirmación implica, cuanto menos, dos cosas que no nos ocuparemos de desarrollar en esta breve reflexión preliminar, por un lado, que “lo histórico” de los problemas filosóficos no debería ser una apelación trivial a la cronología o la biografía, sino más bien, la asunción de que esos problemas poseen una historia, es decir, han surgido en una determinada época, en respuesta a ciertos interrogantes regionales y que han suscitado en el curso de la historia argumentos y respuestas también motivados y originados en el contexto de “convenciones contingentes”. Por otro lado, que la afirmación “La filosofía será historia de la filosofía o no será nada” resulta tan (o más) estéril que la que ha motivado estas reflexiones.

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II. Presentación del tema Un extendido prejuicio que pesa sobre la obra de Descartes afirma que no hay en ella una preocupación genuina y sostenida por el tema de la moral. Sin embargo, basta leer en el prefacio a la edición francesa de Los Principios de la Filosofía que la construcción de un sistema moral perfecto constituyo el objetivo principal de su filosofía, para tirar por tierra todo prejuicio. Por otro lado, no es posible soslayar la importancia que adquiere en el contexto del Discurso del Método el recurso a la Moral Provisional3, gracias a la cual el investigador de la verdad puede dedicarse sin dilaciones ni titubeos a la reforma del edificio del conocimiento. Ante estas manifiestas declaraciones sobre la centralidad de la moral, quizás resulte más prudente afirmar, que la preocupación cartesiana no es autónoma ni se presenta de manera independiente, sino que más bien se encuentra subordinada al gran proyecto epistemológico que anima su reflexión y adquiere su sentido sólo a posteriori de la reforma completa de los fundamentos del conocimiento y en ello reside su particularidad. Otro rasgo distintivo del tratamiento cartesiano del tema es el relativo al punto de vista a partir del cual se emprenden las reflexiones morales, es la perspectiva del fisiólogo (physicien), 3. La Moral Provisional o moral por provisión consta de cuatro reglas, las cuales, en opinión de Descartes, bastan para orientar la vida en sus aspectos fundamentales hasta que esté en plena vigencia la máxima que estipula que es necesario juzgar bien para actuar bien. Las reglas procuran combinar obediencia y resolución, conservadurismo político (obedecer las leyes y costumbres, conservar la religión) y prudencia intelectual (regirse por las opiniones moderadas y comúnmente aceptadas por las personas sensatas).

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antes bien que la del filósofo moral la que predomina en Las pasiones del alma (PA), último escrito publicado en 1649, del cual nos ocuparemos a continuación. La información biográfica que data la obra inmediatamente antes de la muerte del filósofo no debe inducirnos, sin embargo, a pensar que su preocupación por este tema se circunscribiera sólo a los últimos años de su vida, por el contrario, constituyó un motivo constante de reflexión e interés, puesto de manifiesto en el intercambio epistolar con Elizabeth de Bohemia desde la década de 1640 en adelante. Esto no constituye un dato menor, incluso nos proporciona una importante clave de lectura, pues es la princesa quien interroga a Descartes sobre las relaciones entre el alma y el cuerpo y lo desafía a tener que dar cuenta de las consecuencias de su dualismo, lo cual pone en evidencia que las cuestiones morales deben ser asumidas en el contexto problemático de la unión de alma y cuerpo antes bien que en el de la distinción sustancial. El tratado dedicado a las pasiones del alma consta de tres secciones claramente diferenciadas: la primera en la cual Descartes, desde la perspectiva del filósofo natural, se ocupa de la descripción general de las pasiones y de algunos aspectos de la naturaleza humana, sobre todo lo referido a su dual constitución de alma y cuerpo y las relaciones entre ellos, la segunda en la cual se emprende una clasificación y una explicación de las pasiones a partir de las seis primitivas (amor-odio, alegría-tristeza, deseo y admiración), pues todas las demás se siguen de ellas. Es interesante hacer notar que la clasificación elaborada por Descartes depende de distintas variables tales como el bien y el mal, el componente temporal, la vinculación con los otros o con el individuo, con la magnitud de la pasión, etc. y la relación de cada pasión con esos aspectos es la que determina los aspectos centrales de su definición, la última sección lleva por título “De las pasiones particulares” y es la que más intriga ha causado a los estudiosos de la filosofía

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cartesiana por el cambio de registro que en ella se observa. En esta tercera parte Descartes pasa de la minuciosa caracterización física a una consideración de las pasiones en términos morales, es decir, en el contexto de la preocupación por el buen vivir. La generosidad (générosité) es presentada allí como la pasión más importante, precisamente por su doble carácter, es una pasión pero también una virtud. Esto le permite a Descartes introducir su reflexión acerca de la estrecha relación entre la vida buena y el ejercicio de la virtud. La generosidad es comprendida como “justa estima de sí”, por medio de la cual el alma conoce aquello que verdaderamente es, es decir, un pensamiento libre y una voluntad buena (en consecuencia es también conocimiento de Dios).4 Esta división de secciones guarda en nuestra opinión un carácter programático, en la medida en que muestra que Descartes precisa primero redefinir los términos de la relación entre el alma y el cuerpo, para luego explorar la forma en la cual las pasiones pueden ser dominadas. Cuando Descartes ilustra la unidad del conocimiento humano utilizando la metáfora del árbol, anticipa el presupuesto que anima este programa. Como todos sabemos, Descartes se refiere a la Metafísica como las raíces que nutren y dan sustento a la Filosofía Natural, tronco común del cual nacen la Medicina, la Moral y las demás ciencias especiales. La Moral no es, en consecuencia, independiente de la Física o Filosofía Natural, como tampoco lo es la Medicina, lo cual permitiría explicar el afán de Descartes por asumir un estudio de las pasiones desde una perspectiva fisiológica. Este tronco común compartido por la Moral y la Medicina constituye, además, la garantía de un 4. En el artículo 152 afirma, “Observo en nosotros una sola cosa que nos

pueda dar justa razón para estimarnos, a saber, el uso de nuestro libre albedrío y el dominio que tenemos sobre nuestra voliciones”.

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crecimiento parejo y en paralelo de las ramas del árbol del conocimiento, lo cual es, no sólo deseable, sino también esperable como resultado de un proyecto epistémico bien fundado. Para comenzar nuestra lectura de Las pasiones del alma (PA) nos proponemos comenzar por aceptar la afirmación cartesiana acerca de que el interés que anima y guía este tratado es de corte eminentemente “físico” e intentaremos mostrar la relación de esta afirmación con la motivación que guía la tercera parte del tratado en el cual la perspectiva se asemeja a la de un filósofo moral. Para ello sugerimos la siguiente guía de lectura, a saber, la vida moral (y su realización en términos de una buena vida) depende de un estado general del cuerpo sano y la salud del cuerpo no depende de manera excluyente de una adecuada disposición de los órganos, ni de un intelecto y una voluntad bien orientadas, ni siquiera de la disposición natural, sino más bien de la integración de estas tres dimensiones de manera armoniosa y organizada. Descartes funda la moral en un círculo virtuoso compuesto por la triada pasiones-alma-cuerpo, de allí la importancia de un tratado de las pasiones como síntesis y cierre de las especulaciones metafísicas y fisiológicas del pensamiento cartesiano. En el presente trabajo se considerarán, en primer lugar la definición de las pasiones del alma, en segundo lugar la fisiología de las pasiones, en tercer lugar se intenta contextualizar PA en el ámbito conceptual de la unión, para poder, por último, restablecer la relación entre moral y preocupaciones fisiológicas y entender cuál es el sentido que posee en el conjunto del pensamiento de Descartes. La pretensión que anima esta lectura consiste en revisar el impacto e influencia que la tesis del dualismo ontológico impone en la interpretación de las conclusiones de la moral

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cartesiana de las pasiones. Sin embargo, cabe aclarar que un intento de esta naturaleza no implica leer a Descartes en clave no dualista o negar un supuesto que es básico y central en su metafísica, como el de la distinción sustancial, por el contrario, se trata más bien de circunscribir ámbitos de influencia de esta tesis, con el objetivo de emprender la lectura de una obra como Las pasiones del alma desde un nuevo horizonte hermenéutico, en el cual medicina, moral y metafísica se relacionan de una manera diferente de como lo hacen bajo el influjo del presupuesto del dualismo ontológico. III. Análisis de la definición de las pasiones Descartes comienza su estudio de las pasiones prescindiendo de todo recurso animista para dar cuenta de la acción del cuerpo una vez que ha rechazado la suposición de que en el alma se originan el calor y el movimiento de los miembros, y se propone, para un mejor tratamiento de la cuestión, insistir en aquello que distingue al alma y al cuerpo. Esto es necesario, precisamente, porque, como afirma en el artículo 1, eso a lo que llamamos pasión tiene un carácter doble, pues “lo que es pasión respecto de un sujeto es siempre acción en algún otro respecto” (AT XI, 327/53). En este sentido es posible decir que este tipo particular de cogitatio que es la pasión respecto del alma constituye una acción del cuerpo. Y dado que de la naturaleza de esta “acción” dependerá el carácter de la “pasión”, Descartes dedica trece artículos de la primera parte para referirse a todo lo concerniente a la estructura y fisiología del cuerpo humano y los diecisiete últimos de esta sección a considerar la manera en que el alma interactúa con el cuerpo. Luego de esta consideración general, el lector de PA debe esperar irremediablemente hasta los artículos 27, 28 y 29 para arribar a una definición minuciosa del término pasión y acceder así al núcleo del pensamiento cartesiano sobre esta

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cuestión. Una justificación para esta demora reside, precisamente, en la necesidad manifestada por el propio Descartes de no incurrir en los defectos de sus predecesores en el tratamiento de las pasiones, por caso, la falta de una precisa distinción de aquello que corresponde al ámbito corporal y lo que es exclusivo del alma.5 Por otro lado, resulta un dato interesante de señalar que los artículos dedicados a la interacción vienen a continuación de los tres artículos (27, 28 y 29) en los que Descartes proporciona la definición más elaborada de lo que entiende por pasiones del alma. Es posible interpretar que esta ubicación en el contexto del tratado se deba a la intención del autor de presentar las pasiones como un intermediario entre los argumentos utilizados para justificar la distinción y los nuevos que darán lugar a un discurso sobre la unión. Como bien señala A. Delamarre, Descartes nos ofrece en el artículo 27 una definición compleja y una recapitulación. Se trata de una definición compleja en la medida en que determina las pasiones por su naturaleza (pensamiento o percepción), por su causa (un movimiento particular de los espíritus) y por su relación (por su vinculación estrecha con el alma) y se trata de una recapitulación porque en ella “retoma y resume el desarrollo de los artículos precedentes”. 6 Según este autor la tarea que Descartes asume en PA no tiene como finalidad explicar lo que son las pasiones para el hombre, sino más bien lo que estas son en el hombre. El concepto de pasión es considerado por Descartes en una primera instancia en toda su amplitud semántica, la cual se 5. Falencia que ha animado, por ejemplo, la creencia de que el alma está constituida de partes y que estas combaten entre sí por el dominio de unas sobre otras. 6. A. Delamarre (1983: 131).

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verá más tarde reducida y precisada con el objeto de aludir a lo que propiamente son las pasiones del alma. Ya en una carta dirigida a Elizabeth de octubre de 1645 encontramos una primera formulación de esta definición general que identifica la pasión con los pensamientos excitados en el alma sin el concurso de la voluntad y por medio de las impresiones que se encuentran en el cerebro. (AT IV, 304). En PA la definición es el corolario de una serie de artículos en los cuales Descartes se ha ocupado de explicar qué son las percepciones, sentimientos, e imaginaciones, las cuales procediendo del cuerpo o del alma tienen en común el hecho de que de una u otra manera afectan el alma. En el artículo 27, en cambio, leemos que las pasiones del alma pueden ser definidas como “percepciones, sentimientos7 y emociones del alma que se refieren particularmente a ella, y que son causadas, mantenidas y fortalecidas por los espíritus” (AT XI, 349/95)8 . De las tres acepciones (percepción, sentimiento y emoción) Descartes prefiere la tercera9, pues encuentra que esta permite 7. Principios III, §197, AT 320 /235, “Nuestra alma es de tal índole, que los movimientos que ocurren en el cuerpo son por sí solos suficientes para hacerle tener toda clase de pensamientos, sin que sea necesario que en ellos haya nada semejante a aquello que le hacen concebir, y en particular que pueden excitar en esos pensamientos confusos que se llaman sentimientos”. 8. En los artículos subsiguientes Descartes se ocupa de explicar la definición que ha sido dividida en dos partes, siendo la primera, siguiendo a Delamarre, la relativa a la naturaleza de la pasión, mientras que la segunda se ocupa de la causa y la relación. Bajo el nombre de pasiones pueden denominarse entonces percepciones cuando en general nos referimos a pensamientos que no son acciones del alma. El problema con esta acepción reside en que para Descartes percepciones remite a conocimiento evidente y las pasiones son pensamientos confusos. Por otro lado, la posibilidad de denominarlas sentimientos se relaciona con la semejanza que poseen con las “impresiones” causadas por los objetos.

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dar cuenta, de manera más ajustada, de lo que constituye el aspecto distintivo de las pasiones, pues, por un lado, remite a la idea de cambio o alteración (es decir, de los que se producen en el alma durante la pasión) y, por otro lado, a la magnitud de la agitación producida.10 Descartes logra, al escoger esta acepción, vincular pasión con un término cuya procedencia etimológica nos coloca sobre la pista de la relación pasiónmovimiento.11 En la segunda parte de la definición (§ 29) también se encuentra enfatizada esta relación sólo que en un aspecto diferente, pues allí se refiere Descartes al movimiento de los espíritus animales y cómo en ellos reside la causa, mantenimiento y fortalecimiento de las pasiones. La función mediadora de los espíritus animales la encontramos también en la percepción (entre los objetos exteriores y el alma) y en los sentimientos de hambre, sed o dolor (entre el cuerpo y el alma). Sin embargo, podemos señalar que la mediación de los espíritus animales tiene, en el caso de las pasiones, un rasgo distintivo pues su movimiento constituye su causa última y en 9. Quizás sería conveniente referirse a estas como “pasiones-emociones” para distinguirlas de las propiamente llamadas “emociones internas”. Las “pasiones-emociones” (Rorty, 2006: 373) son aquellas que aparecen presentadas en la Primera Parte de PA como referidas o atribuidas al alma pero causadas por el cuerpo, en cambio las segundas aparecen en la segunda parte de la obra como excluyentemente anímicas (§148). A estas últimas las provoca directamente el alma y se distinguen de las otras por no intervenir en su suceso “movimiento de los espíritus” alguno. 10. Afirma Descartes en el § 28 que “mejor aún, se les puede denominar emociones del alma, no sólo porque puede atribuirse este nombre a todos los cambios que ocurren en ella, es decir, a todos los diversos pensamientos que le llegan, sino particularmente porque, de todas las clases de pensamientos que pueden tener, no hay otras que la alteren y conmuevan tan fuertemente como lo hacen las pasiones”. (AT XI, 350/98 s.) 11. Emovere: alteración afectiva.

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este sentido podemos decir que no funge como intermediario de nada más que de esos mismos espíritus o de un determinado estado de la totalidad orgánica. Podemos sintetizar lo expuesto diciendo que si bien percepciones y sentimientos pueden ser denominados pasiones, las pasiones-emociones no pueden ser llamadas en sentido propio percepciones o sentimientos por las siguientes características que les son constitutivas: Están referidas al alma y son lo más cercano e íntimo respecto de ella. No dependen de los objetos exteriores sino del movimiento de los espíritus como su causa. Son absolutamente indubitables tanto en el hecho de que es “imposible que el alma no las sienta”, cuanto en el hecho de que “las sienta sin que sean verdaderamente tal y como las siente” (§ 26).12

Al escoger Descartes el término emoción para caracterizar a la pasión introduce, además, como variable la magnitud de la conmoción y agitación del alma. Las emociones a las que alude Descartes son emociones-shock13, lo cual nos lleva a afirmar 12. Es interesante apreciar que las pasiones a diferencia de las percepciones sensibles que nos ofrecen un conocimiento del mundo exterior resultan inmunes al argumento escéptico del sueño (Cf. Meditaciones, I, AT VII, 19). En este sentido las pasiones son colocadas a la par de las demás operaciones subjetivas, de las cuales no es posible dudar (Cf. AT, VII, III, 37). 13. Tomo esta expresión de N. Depraz quien critica la posición cartesiana respecto de las pasiones por considerar que la pasión es un estado antes bien que un evento. Resulta un aporte interesante el que realiza esta autora al señalar como un dato característico del estudio y clasificación cartesianos que principalmente se ocupe de aquellas que son fuertes. A estas Depraz las llama pasiones-shock por tratarse de una clase de pasión que dada su contundencia no podría pasar desapercibida o ser confundida con otra.

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que la pasión adviene y nunca es un estado. Esta tesis es una condición sustantiva en el tratado cartesiano de las pasiones y justifica el curso de la exposición desarrollado en él. Descartes parte de la máquina que es el cuerpo humano, continúa con la descripción del alma y pasa a la fisiología de las pasiones en la cual realizará un pormenorizado estudio de los movimientos suscitados en la glándula pineal, el movimiento de los espíritus y el movimiento suscitado por los espíritus, y el movimiento que se realiza en la manifestación o expresión de la pasión. La fisiología cartesiana de las pasiones está conformada por dos sistemas orgánicos, por un lado, el relacionado con el corazón y la sangre y, por otro, el relativo al cerebro y la glándula pineal. Uno y otro sistema se encuentran vinculados a su vez por un elemento común, los espíritus animales, los cuales, además de poseer movimiento en sí mismos, contribuyen como vehículos de información sensorial y motriz en el organismo. Del corazón y la sangre depende el bienestar del cuerpo, mientras que el cerebro se relaciona con los órganos de los sentidos y en consecuencia sirve para el conocimiento (§71). La clasificación cartesiana de las pasiones se encuentra íntimamente vinculada con esta distinción de los sistemas, en la medida en que en este ámbito de la unión se entrelazan la apelación al bienestar del compuesto y lo relativo al bien y mal en sentido absoluto (es decir, como objetos formales de la pasión). Esto se ve con claridad en la consideración particular Descartes parece olvidar, según Depraz, en su inventario aquellas que muestran también la íntima vinculación entre cuerpo y alma aunque con una “tonalidad afectiva más imperceptible” (Depraz, “Delimitación de la emoción. Acercamiento a una fenomenología del corazón”, p. 46). Por este motivo, señala Depraz, las pasiones son descriptas por Descartes como unidades clausuradas que no admiten grados y son discontinuas entre sí, lo cual da lugar a la presentación de ellas en términos de pares antitéticos (amor/odio, tristeza/alegría).

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de la admiración como la única pasión respecto de la cual “no se advierte que la acompañe ningún cambio en el corazón y en la sangre” (AT XI, 381/144), como sí sucede con las demás pasiones, debido, precisamente, a que aquella no tiene por objeto ni el bien ni el mal, sino más bien el conocimiento de la cosa digna de admiración. El tratamiento de las pasiones cuenta, como dice A. Rorty, con tres jugadores, esto es, un alma, un cuerpo y un individuo compuesto de alma y cuerpo, de allí la importancia y la necesidad de superar los límites interpretativos que impone la perspectiva dualista de comprensión del pensamiento cartesiano. Si aceptamos esto, tal como hasta ahora hemos intentado hacerlo, y acordamos con la idea de que el protagonista en PA es el compuesto antes bien que el cuerpomáquina separado del alma, es necesario, por un lado, revisar la noción de cuerpo que estamos utilizando y, por otro lado, prestar atención a lo que podríamos llamar una “fisiología del compuesto”. Para poder introducir esta idea de una fisiología del compuesto necesitamos, como señala L. Benítez, pasar de un enfoque físico (en el marco del cual encuentra definición el cuerpomáquina14) a uno biológico, en el cual el cuerpo pueda ser concebido como: (i) totalidad orgánica (Benítez)15, (ii) que no 14. Según este enfoque el cuerpo máquina es definido como extensión divisible, constituida de partes (corazón, cerebro, estómago, etc. y de músculos de dos tipos unos que contraen y otros que alargan, nervios que funciona como tubos comunicantes, de arterias y venas que son como ríos, etc.) y cuyos movimientos se originan en el calor que se genera en el corazón (§ 8, AT XI, 333/68).

15. La posibilidad de la unión depende, como señala Benítez (1993), del cuerpo como unidad orgánica antes bien que del cuerpo como extensión divisible. Beyssade (1983), por su parte, se refiere a este cuerpo como “cuerpo sólido único”. Esto también se constata en la carta a Mesland del 9 de febrero de 1645 en la cual Descartes afirma que “cuando hablamos del

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puede prescindir de sus partes (en caso de serlo no sería en sentido propio cuerpo), (iii) que se encuentra unida al alma y (iv) mediante el hábito y el entrenamiento puede adquirir nuevas habilidades o fortalecer las que posee. Las pasiones juegan así un doble rol, en relación con el cuerpo–máquina forman parte de lo que Rorty denomina “el sistema de mantenimiento”, es decir, se encargan de mantener el cuerpo vivo y la mente en funcionamiento, mientras que en relación con el cuerpo del compuesto ofrecen un servicio adicional (además del que ya tienen reservado de predisponer el alma para que quiera las cosas que nos son útiles para la supervivencia) el cual consiste en fortalecer y ensanchar lo que la disposición natural parece haber fijado. Esta interacción cuenta así con otro componente, el hábito entendido como entrenamiento de las disposiciones corporales. Descartes se refiere al hábito en un doble sentido, como virtud, i. e., relativo al alma (§161) y como relativo a la memoria motriz (§ 44). Esto resulta de vital importancia en lo que se refiere a la posibilidad de “educar las pasiones”, es decir, de encausar mediante hábitos una conducta inapropiada, operando sobre el cuerpo. La posibilidad de educar las pasiones no depende de manera exclusiva del control de la voluntad, sino también del dominio del cuerpo para lo cual resulta imprescindible el conocimiento del mismo. Ahora bien, para avanzar en esta dirección es necesario recordar lo mencionado al comienzo, que el tratado dedicado a cuerpo de un hombre no pensamos en una parte determinada de materia, ni que tenga una magnitud determinada, sino que sólo pensamos en toda la materia que está simultáneamente unida al cuerpo de ese hombre; de suerte que, aun cuando esta materia cambie y su magnitud aumente o disminuya, creemos empero que es el mismo cuerpo, numéricamente idéntico, mientras permanece junto y unido sustancialmente a la misma alma y creemos que este cuerpo está todo entero, mientras se dan en él todas las disposiciones requeridas para conservar esta unión” (AT VI, 166).

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las pasiones del alma se encuentra ubicado en un contexto de preocupaciones ya anticipado en el intercambio epistolar de Descartes con Elizabeth. En particular se podrían señalar tres cartas como el principal antecedente: las cartas fechadas el 21 de mayo y el 28 de junio de 1643 y la del 6 de octubre de 1645. En las dos primeras, que pueden ser leídas de manera complementaria, encontramos una suerte de problematización o revisión de las certezas adquiridas por el procedimiento metodológico de la distinción. Descartes afirma en la carta de mayo que en Meditaciones Metafísicas se ocupó de caracterizar al alma humana en los siguientes términos: “cosa que piensa” y que, unida (étant unie) al cuerpo, puede obrar y padecer con él. Sin embargo, señala que sobre este último aspecto no había dicho casi nada, motivado por la necesidad de explicar la naturaleza pensante del alma. Con la intención de subsanar esta falta de atención que la propia Elizabeth le señala, explicará Descartes a continuación cómo concibe la unión recurriendo para ello a las nociones primitivas de extensión, pensamiento y unión. En la carta de junio es retomada la distinción de las nociones primitivas y Descartes se explaya sobre el modo de acceso o conocimiento que es apropiado para cada una de ellas, llegando a la conclusión de que la unión se puede conocer claramente por los sentidos y que es además accesible a través de la experiencia. Lo relativo a la distinción de alma y cuerpo, por el contrario, sólo puede ser concebido o imaginado, pues no tenemos experiencia de ello.16

16. “De donde resulta que los que no filosofan nunca y sólo se sirven de sus

sentidos no dudan de que el alma mueve al cuerpo y de que el cuerpo actúa sobre el alma; pero consideran a ambos como una sola cosa, es decir, conciben su unión, pues concebir la unión que hay entre dos cosas es concebirlas como una sola” (AT III, 692/417). Descartes, lejos de criticar las consecuencias de la indistinción, se confiesa ante Elizabeth como una persona afecta (por decisión metodológica) a emplear “muy pocas horas

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La noción de unión, además de permitir a Descartes dar cuenta de lo relativo al compuesto de alma y cuerpo, demarca un ámbito de experiencia y acción que es privativo de lo humano. En ese ámbito es precisamente donde se ubica la preocupación cartesiana por las pasiones y por la vida feliz.17 Como sostiene Descartes en la carta a Elizabeth del 6 de octubre de 1645, “el placer del alma en que consiste la felicidad no es inseparable de la alegría y de la comodidad corporal”.18 Placer y dolor constituyen así una suerte de primer nivel de alerta biológica que permite al compuesto de alma y cuerpo determinar lo que puede resultarle favorable o dañoso y, en consecuencia, lo que debe ser evitado y aquello que es lícito perseguir, precepto básico de toda educación moral. Sin embargo, no encontramos en PA una motivación que responda a esta pretensión, a saber, la de deducir la moral de la satisfacción de las necesidades. Tampoco Descartes se presenta a sí mismo como un educador. La tarea del physicien consiste, más bien, en mostrar, describir y explicar los procesos (fisiológicos) que originan las pasiones en el hombre y ofrecer una manera apropiada de ejercer un dominio sobre ellas. El estudio cartesiano de las pasiones pone de relieve que, diarias a los pensamientos que ocupan la imaginación y muy pocas horas por año en los que ocupan sólo el entendimiento” para, en cambio, dedicar tiempo al “descanso de los sentidos y al reposo del espíritu” e incluso de una manera velada y respetuosa le critica, de alguna manera a su interlocutora, que se haya aplicado a “las meditaciones que se requieren para conocer bien la distinción que existe entre el alma y el cuerpo”, debido a las cuales no ha podido comprender la noción de la unión. 17. Cf. Carta a Elizabeth del 4 de agosto de 1645 (AT IV, 263 y ss./ 431). 18. Se explaya a continuación precisando cuáles son los efectos benéficos que tienen los ejercicios corporales y cómo causan contento al alma al poner en evidencia la fuerza o la destreza del cuerpo (AT IV, 309 y s./ 436 y s.).

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justamente, al tratarse del ámbito de la unión, no basta la voluntad para el control de las pasiones, ni tampoco una vida ascética o el recurso a preceptos religiosos, más bien es preciso conocer19 los procesos físicos que estas desatan para controlar el cuerpo y minimizar el efecto que las pasiones provocan sobre el alma. Hacia el final de la tercera parte del tratado (§ 211) Descartes va a recomendar una forma de contrarrestar el efecto negativo de las pasiones (relacionado siempre con el exceso o mal uso porque las pasiones son en sí mismas buenas) y esta supone precisamente un minucioso conocimiento fisiológico de las mismas. Sostiene Descartes: “he puesto entre [los] remedios la premeditación y la aplicación, por la que uno puede corregir los defectos de su naturaleza ejercitándose en separar en sí mismo los movimientos de la sangre y de los espíritus de los pensamientos a los que habitualmente se unen” (AT XI, 486/275). Sin embargo, señala, son pocas las personas que se encuentran en condiciones de hacerlo por dos razones, en primer lugar, por la rapidez con que se suscitan “los movimientos provocados en la sangre por los objetos de las pasiones”, y por la imprevisibilidad de las situaciones. Ante estos condicionamientos que impiden el correcto recurso a la premeditación y la aplicación, Descartes se conforma con ofrecer un paliativo general contra las pasiones, el cual se orienta al dominio de la naturaleza física de estas, antes bien que al de su componente moral. Así, “cuando sentimos que la sangre se altera…, debemos estar atentos y acordarnos de que todo lo que se presenta a la imaginación tiende a engañar al alma y a hacer que las razones que sirven para persuadirla con el objeto de una pasión parezcan mucho más fuertes de lo que son, y las que sirven para disuadirlas, mucho más débiles” (AT 19. Cf. Discurso del Método (AT VI, 62/184), “…el espíritu depende tan fuertemente del temperamento y de la disposición de los órganos del cuerpo que, si es posible encontrar algún medio de que los hombres sean comúnmente más sabios y más hábiles de lo que han sido hasta aquí, creo que es en la medicina donde hay que buscarlo”.

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XI, 487/277), como consecuencia, es preciso retrasar el juicio con el objeto de esperar el apaciguamiento de la sangre. IV. Moral y medicina Descartes recupera al comienzo de la obra titulada La descripción del cuerpo humano el ideal ascético del “conócete a ti mismo” y se lo apropia planteando que esta tarea, que de por sí resulta de suma utilidad, adquiere aún mayor valor cuando no se restringe, como muchos piensan, al exclusivo ámbito de la Moral.20 Descartes propone hacer extensiva la tarea de conocerse a uno mismo al ámbito de la Medicina y bajo esa prescripción señala que el estudio de la naturaleza del cuerpo humano contribuiría a la cura y prevención de las enfermedades, retraso de la vejez además de permitir dilucidar con completa seguridad aquello que es atribuible al alma y lo que es consecuencia de la disposición de los órganos. PA constituye un ensayo en el que se ven plasmados los presupuestos mencionados, es decir, constituye el intento cartesiano de comprender el “gnosis se autos” en términos psicosomáticos desde una dimensión médico-moral. Las pasiones cartesianas aún siendo objeto de la explicación mecánica no pueden reducirse a ella, pues superan ese marco al ser las destinatarias de la garantía de la unión. Ante la pregunta, qué función cumplen las pasiones la respuesta es: son un garante de la unión. Vemos aquí que las aspiraciones del médico se enlazan con las del filósofo moral y por esta razón puede Descartes afirmar en el ya citado § 40 que las 20. “Nada hay en lo que uno pueda ocuparse con más provecho que en

tratar de conocerse a sí mismo. Y la utilidad que debe esperarse de este conocimiento no atañe solamente a la Moral, como parece al pronto a muchos, sino particularmente también a la Medicina” (La descripción del cuerpo humano AT XI, 223).

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pasiones, encargadas de indicar al alma lo que ella debe desear, coinciden con la disposición general del cuerpo, complementándose así voluntad y biología. Porque nos encontramos sujetos a las pasiones tenemos la certeza de que somos seres encarnados, las pasiones protegen la unión en la medida en que son la salvaguarda de la supervivencia del hombre y de ellas depende una vida buena y longeva. Descartes afirma hacia el final del tratado, “ahora que las conocemos todas tenemos muchos menos motivos para temerlas de los que teníamos antes. Pues vemos que todas son buenas por su naturaleza y simplemente tenemos que evitar su mal uso o sus excesos”. (§ 211).

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Capítulo 9 La empatía y su contribución en el ámbito de los derechos humanos Patricia Brunsteins

Introducción Suele adjudicarse a la empatía un abanico de funciones que van desde otorgarle un rol noble al explicar los orígenes de la crueldad humana, hasta su intento de extirpación en el ámbito de las explicaciones relacionadas con la ética porque en ocasiones actuamos empáticamente pero contrariamente a la moral1. En este trabajo defiendo la idea de que la empatía está presente en las relaciones intersubjetivas y podría ser utilizada en la difusión, instauración y mantenimiento de los derechos humanos. Para ello delimitaré la naturaleza, el alcance y la función de la empatía diferenciando ésta de algunos fenómenos intersubjetivos bastante semejantes. Mostraré cómo la noción de empatía que propongo, comprendida de un modo interdisciplinar e integral, es una capacidad que está presente en el reconocimiento por parte de la persona que empatiza de la situación de otra persona y, por ende, es un factor aunque no el único que contribuye a la comprensión de muchas situaciones de injusticia social. En particular, 1. Los casos extremos a los que hago referencia se corresponden las tesis de la empatía tanto de Baron Cohen (2010) como de Prinz (2011) respectivamente.

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exhibiré cómo se reflejan los diversos componentes de la empatía a través de dos ejemplos correspondientes a un espacio de la memoria y a un museo: la “Sala de las vidas” del espacio de la Memoria instalado en dónde funcionaba el D2 en la ciudad de Córdoba en la República Argentina y “la escultura de fallen leaves” ubicada en uno de los patios del vacío del Museo Judío de la ciudad alemana de Berlín. Finalmente, estimo que aprovechar, desarrollar y mejorar esta capacidad, redundaría en un modelo de sociedad más tolerante a las diferencias sociales, de género, políticas y religiosas, entre otras. Acerca del tratamiento filosófico de la noción de empatía En el ámbito de la filosofía, la noción de empatía puede ser abordada tanto desde un modo histórico como sistemático, y se puede atender, al menos, a tres aspectos importantes de su tratamiento conceptual. Un primer modo de concebir la empatía consiste en asociarla a un método de comprensión de las ciencias sociales, en segundo lugar, y de modo diferente, puede considerarse a la empatía como una capacidad intersubjetiva a la base de la explicación de las acciones humanas y, finalmente, también se efectúan análisis del rol de la empatía en relación con la moralidad y/o ciertos comportamientos prosociales. En cada uno de estos enfoques, existe una rica producción filosófica contemporánea y diversas interpretaciones de la empatía. Desde un punto de vista histórico, en los comienzos del siglo XX la empatía ha sido comprendida como un método teórico y no inferencial para interpretar las acciones humanas y se asoció fuertemente con el concepto de comprensión (Verstehen). A partir de la distinción metodológica entre las ciencias sociales y naturales que propugnaba un dualismo

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metodológico, desde Dilthey (1944) en adelante, el concepto de empatía se asoció con un posible método comprensivista de los hechos sociales. Sin embargo, dicho concepto ha recibido críticas dentro de la misma línea interpretacionista y también desde versiones naturalistas reductivas no eliminativas de las ciencias sociales, dejando de tener con el correr de la historia, el rol privilegiado otorgado al principio2. No es sino hasta la década de los ochenta, en que la noción de empatía volvió a cobrar importancia a partir del debate filosófico acerca de la explicación de las acciones humanas. Desde estas perspectiva, y en el ámbito de la filosofía de la mente, se la ha considerado o bien como una herramienta alternativa excluyente o bien como coexistente con algunas teorías de la psicología del sentido común, especialmente con la teoría de la teoría o la simulación mental. Finalmente, en los últimos años ha habido una explosión de corte interdisciplinario de investigaciones en el campo de la filosofía de la psicología, la psicología cognitiva, la psicología evolucionista y la neurociencia social cognitiva respecto del fenómeno de la empatía que ha aportado resultados novedosos y subsiguientemente nuevas problemáticas. La noción de empatía que propongo se encuentra enmarcada conceptualmente en el último contexto mencionado. El concepto de empatía Uno de los problemas que surge de la exuberancia de material de investigación y de experimentación en las áreas mencionadas anteriormente es que el término empatía pareciera referir ambiguamente y hasta de manera inconsistente si se comparan algunos de sus modos de definirla. Como consecuencia de ello, hay poca precisión 2. Véase Brunsteins, P. (2010) página 81.

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respecto de su naturaleza, alcance, funciones y criterios para diferenciarla de otros fenómenos intersubjetivos. Sin embargo a pesar del desconcierto reinante en torno a esta temática, se puede observar un acuerdo en ciertos lineamientos comunes que resaltan sus aspectos cognitivos, emotivos, y morales y dos niveles de análisis diferentes: el subpersonal3 y el personal, adquiriendo importancia también los estudios neuronales y motores de un lado, y los estudios relativos a su diferenciación respecto de otras capacidades intersubjetivas tales como la imitación, la simpatía, la compasión, la angustia personal, el contagio emocional, la toma de perspectiva, la atribución mental, el altruismo y la cooperación, de otro. Se pueden reunir las diversas concepciones de empatía bajo tres grandes sentidos. Un sentido de empatía estaría representado por quienes la definen teniendo en cuenta un aspecto cognitivo y a la vez afectivo considerándola una habilidad para identificar lo que otro está pensando o sintiendo y para responder a sus pensamientos y sentimientos con una emoción apropiada (Baron-Cohen, 2011). En la misma línea de análisis, puede concebirse como conformada por un afecto compartido entre el yo y el otro, cierta capacidad cognitiva para diferenciar entre la conciencia del yo de la del otro y cierta flexibilidad mental para adoptar la perspectiva subjetiva del otro (Decety y Jackson, 2004)4.

3. Dennett, D. en su libro Content and Consciousness (1969) ha presentado la distinción personal-subpersonal para referirse a la distinción de corte explicativa relativa a tomar como unidad de análisis explicativo a un agente, un individuo en su totalidad o bien a un sistema particular interno a ese agente. 4. Con ciertas variantes Coplan (2011) se encuentra en la misma línea interpretativa de la empatía.

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Para otros investigadores la empatía estaría comprendida solamente por su aspecto cognitivo y es entendida como la conciencia cognitiva de los estados internos de otra persona como pensamientos, sentimientos e intenciones (Ickes, 1997) o bien como la conciencia cognitiva de los pensamientos, sentimientos, percepciones e intenciones de la otra persona (Deigh, 2011). En último término, teniendo en cuenta el tercer sentido de empatía, otro grupo de investigadores la concibe sólo desde un punto de vista afectivo: o bien como una reacción afectiva vicaria ante otra persona (Mill, 1756) o bien como un sentimiento de emoción vicaria que es congruente con pero no necesariamente idéntica a la emoción de otro (Barnett y otros, 1987). En la actualidad, Prinz define a la empatía como la emoción vicaria que una persona experimenta cuando se refleja en la emoción del otro (Prinz, 2011). Cada uno de los modos anteriores de delimitar la noción de empatía atiende a algo más que a un rótulo o a generar un consenso referencial convenido puesto que no es una cuestión meramente estipulativa, ni trivial cómo se la defina. Existe a la base de una noción afectiva o bien cognitiva o bien integral, un criterio ontológico que apunta a la búsqueda de los procesos psicológicos efectivamente involucrados en las prácticas empáticas y éstos son muy diferentes, según cómo se conciba a la empatía. A modo de ejemplo, en el caso de pensar a la empatía como cognitiva, los procesos psicológicos involucrados no incluirían los procesamientos psicológicos relativos al ámbito emotivo y, contrariamente, no se podrían incluir procesos psicológicos de sesgo cognitivo al describirla como meramente emotiva. El modo en que se conciba la empatía implica un compromiso ontológico acerca de los procesos involucrados y afectaría también el análisis del

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alcance de su función social. A continuación esbozaré qué es la empatía desde mi perspectiva. La noción de empatía integral La noción de empatía podría representarse imaginariamente como una línea extensa cuyos extremos respectivos se corresponden con una noción de empatía afectiva de un lado y con una noción cognitiva del otro, siendo integrados los casos de empatía a lo largo de la línea, por factores emotivos y cognitivos, en diferentes intensidades. Con esta imagen quiero destacar el carácter integral de la empatía (Decety y Jackson (2004); Coplan (2007). Los casos de empatía definidos como puramente afectivos o bien como puramente cognitivos, no serían casos efectivos de empatía. Asimismo, es posible diferenciar la empatía de otros fenómenos intersubjetivos emparentados, que a menudo, suelen confundirse con la empatía5. Cuando se habla de la empatía afectiva hay que precisar qué significa, dado que podría pensarse o bien que hay un predominio de los factores afectivos o que sólo incluye factores 5. Existen muchos fenómenos emparentados con la empatía, según qué procesos psicológicos queramos describir o a qué ámbito de las relaciones intersubjetivas nos estamos refiriendo y el marco general por el cual hablamos de estas relaciones: imitación, contagio emocional, simpatía, compasión, angustia personal, egoísmo-altruismo, cooperativismo, estrategias de atribución intencional o mindreading. En este trabajo haré referencia muy brevemente a la imitación, el contagio emocional y la angustia personal. También suele diferenciarse entre un tipo de empatía negativa y un tipo de empatía positiva, siendo la negativa más ligada a lo que algunos filósofos denominan “preocupación empática” (Feschbach y Fescbach, Hoffman).

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afectivos6, y esa diferencia es fundamental. En el primer caso, es coherente asignar el rótulo de empatía a la capacidad mencionada dado que al hablar de la preeminencia de los factores afectivos no se niega la presencia de algún procesamiento cognitivo básico y necesario, y se piensa en una noción de empatía en un nivel personal. En el segundo sentido mencionado, la capacidad referida no es la empatía sino un fenómeno intersubjetivo relacionado denominado contagio emocional. El contagio emocional es un fenómeno involuntario, automático que se corresponde con un nivel de análisis subpersonal y se apoya tanto en la imitación como en la resonancia motora entre el yo y el otro. En esta línea, para muchos investigadores, la resonancia motora se explica en parte a través de la activación del sistema de las neuronas espejo7. Existen una serie de estadios necesarios que describen el proceso de contagio emocional: la mímica, el feedback y el contagio propiamente dicho. En otras palabras, las personas tienden a imitar automáticamente las expresiones faciales, vocales, las posturas y ciertos comportamientos instrumentales alrededor de ellas. Tienden a sentir un pálido reflejo de las emociones de los otros como consecuencia de tal feedback y el resultado de lo anterior es que las personas tienden a captar las emociones de los otros (Hatfield, E., Rapson, RL., Le, YC., 2009). El caso del contagio automático es muy claro a la hora de desestimarlo como candidato a ser el fenómeno empático8. Al actuar a nivel subpersonal es 6. Este es el punto de vista ofrecido por Prinz, J. (2011). Para una crítica de la empatía concebida como meramente afectiva véase Brunsteins, P (en prensa). 7. Para un panorama acerca del rol de las neuronas espejo en esta discusión véase Brunsteins (2008). 8. Es posible pensar que la empatía a nivel personal se manifieste por una activación de la empatía a nivel sub-personal, de hecho, muchas

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imposible asimilar el contagio emocional con la experiencia de una emoción ya que la experiencia corresponde a una descripción en el nivel personal, aunque este hecho no obra en desmedro de una correlación entre ambos niveles. Del otro extremo de la línea imaginaria de la empatía se encuentra la noción de empatía concebida como meramente cognitiva. Desde el punto de vista aquí defendido, dicha posición resulta conceptualmente imposible dado que la experiencia de una emoción igual o vicaria pero no idéntica respecto de la persona con la que se empatiza es necesaria para que haya empatía. Los factores cognitivos que intervienen en el proceso empático son la toma de perspectiva, cierta flexibilidad cognitiva para poder adoptar la perspectiva del otro y la regulación de las emociones. La regulación de las emociones es posible si el individuo puede comprender implícitamente cierta semejanza y diferenciación entre el yo y el otro. Esta habilidad supone poder responder a las demandas de la experiencia con un rango emotivo tolerable y lo suficientemente flexible como para permitir, demorar o inhibir reacciones espontáneas (Decety y Lamm, 2006). El procesamiento de la información requerido para empatizar es de tipo bottom-up y se efectúa cuando se da cuenta de la emoción “compartida” que es automáticamente activada en el observador a través de los inputs perceptuales directos. En este punto, se hace referencia al dominio motor y al dominio sensóreo-afectivo. Además, se requiere de un procesamiento de la información de tipo top-down, ya que las funciones ejecutivas implementadas en ciertas áreas de la corteza interpretaciones integrales de la empatía suponen este tipo de explicación por niveles. Si Prinz lo concibe así, aún debería efectuar una diferenciación de niveles y dar cuenta de la noción afectiva de empatía, en un nivel personal.

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cerebral regulan la cognición y la emoción a través de la atención selectiva y la auto-regulación. Hay capacidades de focalización del contexto facilitando la relación intersubjetiva y actualizándose en función de la información bottom-up, siendo un proceso de tipo re-evaluativo. Desde esta concepción, la empatía se diferencia de la simpatía en tanto se concibe a la primera como una habilidad para apreciar las emociones y sentimientos de los otros con una mínima distinción entre el yo y el otro y a la simpatía como sentimientos de preocupación por el bienestar del otro. La simpatía puede surgir de la empatía a partir de la aprehensión del estado emocional del otro sin tener que ser congruente con el estado afectivo del otro (Decety, 2010,1.). Un última consideración relevante para diferenciar a la empatía de otro fenómeno intersubjetivo muy cercano: es importante la regulación de las emociones de uno puesto que si bien desde la empatía se puede llegar a la simpatía, cuando no se puede regular las emociones es imposible empatizar, sólo se siente preocupación personal (Eisenberg y Eggum, 2009, 72). En el caso de la preocupación o angustia personal, a nivel neuronal existe un completo solapamiento respecto de las zonas cerebrales activadas correspondientes al yo y correspondientes al otro, imagen que no coincide en absoluto con aquellas proporcionadas por el fenómeno empático (Jackson, Decety y Rainville, 2006). La empatía en los espacios de la memoria y los museos A continuación me dedicaré a mostrar cómo se reflejan los diversos aspectos que integran la noción de empatía propuesta cuando un visitante transita algunos circuitos en los museos o sitios de la memoria. Específicamente, quiero señalar cómo la empatía surge al recorrer la sala de “Vidas para ser contadas”

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del Sitio de Memoria ex “D2” instalado en dónde funcionaba el Departamento de Informaciones de la Policía de Córdoba (D2) en Córdoba capital y ¨la escultura de fallen leaves¨ ubicada en uno de patios del vacío del Museo Judío de Berlín. La noción multidisciplinar de empatía describe adecuadamente la capacidad que se busca activar en las personas que recorren los museos y espacios de la memoria referidos al comienzo de este trabajo. La empatía, al promover entre otras cosas comportamientos prosociales, impulsa a entender al otro, a comprender qué ha ocurrido con el otro, alguien “parecido a mí”, quien ha sido víctima de crímenes de lesa humanidad y por ende no fue reconocido como otro, como un sujeto sino que ha sido tratado como un objeto. En el edificio del D2, en dónde funciona actualmente el Archivo Provincial de la Memoria, se ha inaugurado un espacio con el objetivo de recuperar al menos parcialmente la memoria de las experiencias límite vividas en este lugar, símbolo del accionar Terrorista del Estado en Córdoba. Uno de sus espacios, conocido como “ Sala de Objetos y de Vidas para ser contadas", nació con la idea de producir álbumes donde quedaran plasmadas las historias de vida de algunos desaparecidos. Esta sala alberga también objetos de diversos tipos que pertenecieron a personas desaparecidas con el objetivo de volver a construir sus identidades robadas. Además, de un modo dinámico, este espacio ha contribuido en la generación de nuevos vínculos intersubjetivos diferentes de los que se intentaba originalmente en relación a los visitantes ya que este espacio permitió también, ir advirtiendo el proceso por el que atravesaron quienes fueron produciendo los álbumes de sus hijos, en este caso, sus padres o sus amigos. Después de un año de trabajo, la sala se convirtió en un lugar de encuentro para los familiares así como un espacio de

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trabajo con los jóvenes y los niños que visitan este sitio de memoria9. Por otro lado, en el Museo Judío de Berlín10, se encuentra un espacio vacío, como otros tantos creados adrede para manifestar el vacío que se generó en esa ciudad con la muerte de sus ciudadanos judíos en ocasión del Holocausto, en el que se presenta la obra del escultor Kadishman denominada “Fallen leaves” llenándolo así de un contenido particular. Este espacio corresponde a un patio del museo con forma alargada y rectangular y hecho de cemento gris en dónde se encuentran diseminados en el piso 10000 discos circulares, de no mucho espesor, metálicos y algunos con herrumbre y de distintos tamaños. En ellos se encuentran “tallados” mediante agujeros, los ojos, la nariz y una boca abierta simbolizando caras de niños, jóvenes y adultos con una expresión de horror. La visita a ese patio consiste en caminar sobre esas caras que generan cierta inestabilidad al pisarlas, malestar y un chirrido muy especial potenciado por el vacío que proviene de la arquitectura del edificio en tres niveles también con espacios vacíos. La experiencia de la persona que lo visita es muy fuerte e impactante generando algo más que una emoción. El objetivo de estos espacios no reside sólo en lograr que el visitante contacte afectivamente con los horrores que las personas han tenido que vivir hasta su desaparición y muerte. También radica en que la persona se informe de hechos objetivos históricos de un pasado reciente que no debe repetirse en 9. Datos extraídos de la página oficial del sitio de memoria del D2: www.apm.gov.ar. 10. Véase la página oficial del museo en http://www.jmberlin.de/. Para un video véase en http://www.youtube.com/watch?v=ha0aVRnntgY duración 46 segundos.

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ningún lugar del mundo ni en ningún tiempo. La conjunción de los factores cognitivos y emotivos es esencial para que se produzca el fenómeno empático ya que sino el visitante sólo tendría simpatía por quiénes han padecido la humillación, tortura y muerte. Además, debe haber un punto justo para mostrar los hechos ocurridos para no generar en el visitante angustia personal, que como se vio, no conduce a la empatía y a la intersubjetividad ya que encierra al sujeto con sus propios sentimientos de malestar sin poder dirigirlos hacia relaciones intersubjetivas en diversos niveles. En primer lugar, al visitante se le generan ciertas emociones, estas emociones que van desde la tristeza y la angustia a la impotencia, surgen como efecto no en este caso de ver directamente a otra persona, sino de imaginarse a otra persona en una circunstancia totalmente desgarradora, de percibir sus objetos que han sido habituales en su vida, sus imágenes, los tratamientos a los que han sido sometidos o bien surge de percibir la obra de arte que remite a un hecho histórico previamente presentado en otras salas del museo a través de la imaginación o la percepción tal como he descripto. Se experimenta, por un momento y, por supuesto, no de manera idéntica sino congruentemente de modo vicario, un pálido reflejo de la experiencia afectiva que se supone han tenido las personas tanto en la desaparición y tortura ocurrido en nuestro país como en el Holocausto ocurrido durante la Segunda Guerra Mundial. Nótese que,en estos casos, la empatía no se produce a través de la relación cara a cara sino a partir de diversos disparadores sensoriales que describen situaciones de las personas apelando a la percepción (indirecta mediante fotos y diversos objeto) y a la imaginación. En segundo lugar, esa emotividad producida por las expresiones creativas de los museos debe ser comprendida dentro de un marco situacional y aprehendida de alguna manera, particularmente pudiendo comprender que esa experiencia desgarradora que estamos

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sintiendo en ese momento no corresponde a algo que nos pasa a nosotros sino que es algo que le ocurrió a un otro, a un otro como yo. Finalmente, podemos diferenciar entre el yo y el otro aún cuando haya una semejanza entre ambos. En otras palabras, sólo se produce empatía si somos capaces de discernir entre el yo y el otro, entre saber que lo que sentimos le pasó al otro y no a mí, al tiempo que podemos regular ese flujo de sentimientos de modo tal que no nos invada a punto tal que no podamos llegar a ser empáticos y nos quedemos sólo en el nivel de la angustia personal. Se requiere por ello de las capacidades que poseemos de flexibilidad y auto regulación. Y este es uno de los factores cruciales para poder lograr procesos empáticos en las personas que recorren museos y sitios de la memoria. Como se vio en estos ejemplos relatados muy sucintamente, los componentes básicos de la empatía que han podido ser identificados por la neurociencia social cognitiva y que se han relacionado con ciertas nociones filosóficas están presentes. Conclusión Las personas que han sido objeto de diversas torturas, vejaciones, y modos de vida indignos no han sido tratadas como personas sino como objetos y a través de diversos modos se puede restituir en algún sentido su humanidad, la dignidad de ser personas como nosotros. Los sitios de la memoria y los museos de diversos holocaustos y genocidios apuntan entre otros objetivos a ello. Estimo que ese paso sólo se logra atendiendo al carácter intersubjetivo de las personas, y a la promoción de nuestros aspectos empáticos como una herramienta para lograr que el visitante se transforme en una persona informada y sensible de manera sostenida en el tiempo y no de un modo pasajero. Es en esta dirección que he

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presentado una manera particular de comprender la empatía y cómo está presente en la persona que transita por los espacios que he ejemplificado siendo esta presencia, al menos, un factor que predispone, no el único ni el más importante, a relaciones intersubjetivas efectivas. De este modo, la empatía puede estar a la base de las relaciones intersubjetivas constituyendo como dice Gomila “la mejor barrera moral y psicológica en contra de las diferentes atrocidades extremas y puede contribuir como una estrategia en pro de una mayor sensibilidad moral¨. Dado que es posible aprender, desarrollar y mejorar esta capacidad, uno de los resultados que puede obtenerse a partir de efectuar los recorridos propuestos en los ejemplos anteriores, redundaría en la construcción de un modelo de sociedad más tolerante a las diferencias sociales, de género, políticas y religiosas, entre otras.

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Sobre los autores Guillermo Lariguet es Doctor en Derecho y Ciencias Sociales en el ámbito de la Filosofía del Derecho por la Universidad Nacional de Córdoba, Argentina. Investigador Independiente de Conicet, Argentina, Miembro del Programa de Ética y Teoría Política del Centro de Investigaciones Jurídicas y Sociales de la Universidad Nacional de Córdoba. Especialista en filosofía moral, política y jurídica. En el año 2016 obtuvo el premio Konex al mérito por la disciplina ética. Actualmente es Académico Visitante del Departamento de Filosofía del Derecho de la Universidad de Alicante. Autor, entre otras obras, de Encrucijadas Morales. Una aproximación a los dilemas y su impacto en el razonamiento práctico de Plaza y Valdés, Madrid, 2011 y de Dilemas en la Moral, la Política y el Derecho de Euro Editores, Madrid, 2017. Cuenta, asimismo, con más de 90 artículos publicados en revistas filosóficas indexadas. Laura Danón es Profesora Adjunta de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad Nacional de Córdoba, Argentina y Profesora Asistente de la Fac. de Psicología de la misma Universidad. Doctora en Filosofía por la Universidad Nacional de Córdoba. Se especializa en Filosofía de la Mente y Filosofía de la Psicología. Entre algunas de sus publicaciones más relevantes se cuentan a Danon, L. (2010) “Creencias animales: Una propuesta disposicionalista”, Teorema: Revista de Filosofìa, v. XXIX, nº1. ISSN: 02101602; Danón, L. (2013) “Conceptos de sustancia y conceptos de propiedades en animales no humanos”, Crítica. Revista Hispanoaméricana de Filosofía, v.145, n° 143, pp. 27-54, UNAM, México y Danón, L. (2013) “Atribuciones intencionales a animales sin lenguaje: aspectualidad y

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opacidad referencial”, Areté: Revista de Filosofía, v. 25 n° 1, pp.27 a 43. ISSN: 1016-913X, Lima, Perú. Daniel Kalpokas es Doctor en Filosofía por la Universidad de Buenos Aires, Argentina. Actualmente se desempeña como Investigador Independiente del CONICET y como Profesor Adjunto Regular en la materia “Teoría del conocimiento II” en la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad Nacional de Córdoba. Es autor de Richard Rorty y la superación pragmatista de la epistemología (2005) y de varios artículos en revistas nacionales y extranjeras. Áreas de interés: teoría del conocimiento, filosofía de la percepción, filosofía del lenguaje, filosofía contemporánea (principalmente pragmatismo clásico y nuevo) y ética. Julio Montero es doctor en teoría política por University College London (Reino Unido) y doctor en filosofía por la Universidad Nacional de La Plata, Argentina. Actualmente se desempeña como investigador de Conicet y profesor de la Universidad de Buenos Aires. Sus áreas de interés son la filosofía de los derechos humanos y la teoría liberal. Ha publicado artículos en prestigiosas revistas internacionales, incluyendo Metaphilosophy, The Canadian Journal of Law and Jurisprudence, Ethics and Global Politics, Isegoría y Doxa. Santiago Prono, Dr. en Filosofía por la Universidad de Buenos Aires, Argentina, Investigador del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET) de Argentina, Docente investigador de la Universidad Nacional del Litoral (Santa Fe, Argentina). Ex becario de la UNL, y del Deutscher Akademischer Austausch Dienst (Alemana) para la realización de estadías de investigación como profesor invitado la Freie Universität Berlin. Principales líneas de investigación: Moral, Política y Derecho en el marco de la teoría del discurso. Entre las publicaciones más relevantes se encuentran “Estado

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Ensayos de filosofía teórica y práctica contemporáneos

de derecho y democracia. Acerca de la justificación del control judicial de constitucionalidad en la teoría del discurso de Habermas”, en Revista de Derecho, Barranquilla, Editorial de la Universidad del Norte, 2012, n° 38, y la obra Ética del discurso: una investigación sobre los fundamentos filosóficos y su desempeño práctico, Santa Fe, Editorial de la UNL, 2014, 173 p. Fabián Mié es Investigador independiente del CONICET y Prof. Asociado de Filosofía Antigua en la Universidad Nacional del Litoral, Argentina. Trabaja sobre la filosofía teórica de Aristóteles. Publicó en 2004 dos libros sobre la metafísica y epistemología platónica: Dialéctica, predicación y metafísica en Platón (2da. Ed en preparación en Ediciones Universidad del Litoral) y Lenguaje, conocimiento y realidad en la teoría de las ideas de Platón. Publicó artículos sobre la teoría de las categorías, la dialéctica y la teoría de la ciencia de Aristóteles en diversas revistas nacionales e internacionales. Luciana Samamé es Licenciada y Doctora en Filosofía por la Universidad Nacional de Córdoba –Argentina–. Entre 2014 y 2016 ha sido becaria Postdoctoral CONICET, desarrollando sus actividades de investigación en el Centro de Investigaciones Jurídicas y Sociales (UNC, Argentina). Ha sido profesora visitante en la Universidad de Granada (2015) e investigadora visitante en la Universidad de Murcia (20152016). Se ha desempeñado como profesora de Ética, Epistemología y Filosofía en la Universidad Blas Pascal y en la Universidad Provincial de Córdoba (2011-2016). Actualmente es Lecturer en Ética y Responsabilidad Social en la Universidad Yachay Tech –Ecuador– y miembro del Programa de Ética y Teoría Política (UNC, Argentina). Sus inquietudes filosóficas se inscriben en el área de la filosofía práctica y la ética contemporánea, y ha publicado diversos artículos afines a ese dominio.

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La urdimbre de la razón

Lucas Emanuel Misseri es Doctor en Filosofía por la Universidad Nacional de Lanús, Argentina, y becario posdoctoral de Conicet. Ha realizado estancias de investigación en Eslovaquia y Bélgica y es autor de diversos artículos sobre utopismo y ética en castellano, inglés y eslovaco. Su línea actual de investigación se centra en la filosofía política del ciberespacio. Ariela Battán Horenstein (Córdoba, 1970) Licenciada en Filosofía (1992) y en Historia (1996), Doctora en Filosofía (2003) con una tesis dedicada al problema de la corporeidad en la fenomenología de M. Merleau-Ponty. En la actualidad es Investigadora Adjunta del CONICET, Profesora Asociada de "Epistemologías del Cuerpo" en la Licenciatura en Composición Coreográfica (UPC) y Profesora Asistente en la Facultad de Filosofía y Humanidades (Universidad Nacional de Córdoba, Argentina). Sus líneas de investigación son fenomenología, “giro corporal” y el diálogo entre filósofos modernos y contemporáneos en temas relacionados con emociones, intencionalidad, movimiento y percepción. Patricia Brunsteins, es Doctora en Filosofía por la Universidad Nacional de Córdoba. Actualmente se desempeña como Profesora Adjunta de las materias Antropología Filosófica I y Epistemología de las Ciencias Sociales en la Escuela de Filosofía de la Universidad Nacional de Córdoba. Es autora de La Psicología Folk: teorías, prácticas y perspectivas, 2010, Ediciones del Signo y de varios artículos en revistas especializadas internacionales y nacionales. Sus áreas de interés son la filosofía de la psicología, la neurociencia social cognitiva y la filosofía de las ciencias sociales.

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