VIOLENCIA Y SEXO EN ESTE PÍCARO MUNDO por Jesús Dapena Botero

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VIOLENCIA Y SEXO EN ESTE PÍCARO MUNDO

por Jesús Dapena Botero


Muchas tardes, después de la jornada laboral, salía de mi casa para hacer mi pequeño viaje a pie hasta Otraparte, la antigua casa del gran pensador colombiano Fernando Gónzalez, para asistir a alguna actividad cultural, que siempre satisfacía mi sed de conocimientos y después me iba a tomar unas micheladas o algunos rones con Coca-cola, en el hermoso cafecito, que le hicieron al lado, los pilosos directores de esa casa-museo, en medio de una agradable velada con los contertulios.

Allí, en una ocasión, tuve la oportunidad de hablar con un productor de cine colombiano, a quien me quejé de que casi toda la cinematografía colombiana se había dedicado a la sicaresca, ese feliz término acuñado por Héctor Abad Faciolince, para señalar un subgénero narrativo sobre los sicarios, en un delicioso y neologístico juego verbal, con la picaresca española.

El hombre me dijo que lo malo era que los distribuidores de los países del Primer Mundo era lo que exigían, porque tenían acción, violencia y sexo, que era lo que se vendía.

Este tristísimo diálogo se sostuvo en la trasescena, lejos de los Rodrigo D., de los Alex de Fernando Vallejo, de las Rosarios Tijeras y al deshacer el camino de mi pequeño viaje a pie, pensaba que, definitivamente no era sólo Arturo Cova, el protagonista de La vorágine de José Eustasio Rivera sino todos los colombianos, quienes deberíamos declarar: Antes de que me hubiera apasionado por mujer alguna, jugué mi corazón al azar y me lo ganó la violencia, como si de una vez por todas la suerte estuviera echada.

Pero es irritante como si prendemos el televisor, aún aquí en Europa, una inmensa proporción de canales de televisión, lo que muestran son cintas cargadas de sexo y de violencia, porque es lo que se vende, sin el menor escrúpulo.

La pregunta siguiente sería ¿por qué atraen tanto esos temas?

Y habría que pensar en la interacción entre sujeto y sociedad.

Bien sabemos que en el fondo de todos y cada uno de nosotros habitan pulsiones sexuales y mortíferas, que en el mejor de los casos, podrían sublimarse en la ternura y en la lucha por la vida en medio de una sana competencia.

Pero detrás de nuestra conciencia, de nuestro mundo racional, sabemos que existe otra escena, la de la trasescena, tan determinante en nuestras conductas cotidianas, que se convierten en actos, cuando no logramos adquirir una capacidad sublimatoria, sin que con ello, pretenda eliminar las pulsiones, que pudieran tener un curso más armónico, al servicio del placer y no más allá de él, con un destino más válido en sociedad y reconocido por otros, si se diera un buen contrato narcisista entre el individuo y la sociedad.

Pero la violencia causa fascinación, en la medida que ilumina los trazos sobre el encerado del block maravilloso, que es nuestro aparato psíquico, y excita esos rayones, en donde están registradas nuestras fantasías incestuosas, canibalísticas, parricidas, filicidas, fratricidas y homicidas, que hacen parte de nuestra sexualidad infantil polimorfa y perversa.

Pero es terrible, cuando esta zona fantasmática es refrendada por la cruda realidad, lo que me evoca uno de los personajes antes mencionados, Rosario Tijeras, esa seductora mujer, creación del novelista colombiano, Jorge Franco, cargada de odio hacia los hombres, a quienes dispara en los genitales, como una suerte de compulsión a la repetición desplazada de su padrastro, cuando tuvo que matarlo porque pretendía abusar sexualmente de ella, ante la indiferencia de la madre, para nada amparadora; cuando Rosario era una mujer, que se hubiera contentado con mijagas de verdadera ternura, como sucede cuando encuentra un joven, que la respeta en su dignidad como persona; puesto que ella, siendo apenas una infante, había devenido en objeto del goce carnal y agresivo del hombre, que su madre había conseguido para sí, para el ejercicio de una relación conyugal entre adultos, lo que colocaba a la niña en una situación bastante asimétrica, en la medida, que ella, de alguna manera, a su edad, precisaba de adultos amparadores, más que de aquellos, que abusaban de su poder, como hombres gozones, a la manera del Padre de la horda primitiva, del que nos hablara tan claramente Freud en su mítica hipótesis de los orígenes de la cultura, puesto que como lo señalara Fernando Ulloa, la desgracia de la situación infantil, es que el niño está metido en una encerrona trágica de desamparo, de dependencia de otro, muchas veces sin la presencia de un tercero, que pueda apelar por él, como sucedía en el caso de Rosario Tijeras, quien haría de la venganza su justicia, en un mundo en el que es más fácil matar que amar, ya que en el espacio socio-cultural en el que ella vivía, el de la pobreza y la explotación eran el pan de cada día, sin que la proveyera de otros modelos para la identificación ni dar cabida a la sublimación, dados el tipo de lazos sociales que se establecen, en un campo de batalla de luchas por hegemonías, en el que la infancia ha de padecer el conflicto social, sin establecer una verdadera comunicación. ¿Qué otro destino podía esperar la protagonista de la novela de Jorge Franco, que no fuera entrar en una guerrilla de desgaste, que termina conduciendo a la muerte?

Es de ahí, que antes que despreciar ese género de la sicaresca, cuando es bien tratado, yo diría que más bien estamos ante un género trágico, sobre todo si recurrimos a la definición aristotélica de la tragedia, como representación, que nos inspira terror y piedad, una lectura que hago yo tanto de la narración novelesca como de la cinematográfica en torno a este personaje, que no sé si se corresponda con la de otros espectadores, que no siempre es la misma a la de uno, en la medida que cada sujeto humano es tan distinto…

Recuerdo, con dolor, cuando asistí al Teatro Libia, a ver la película de Bernardo Bertolucci, La luna, una historia bien distinta, en escenarios neoyorkinos e italianos, en el marco del discreto encanto de la burguesía, que según leyera en algún comentario de la prensa escrita, surgió cuando el director asociaba libremente en el diván de su psicoanalista, lo cual no me parece improbable, cuando leo esta declaración del hombre de cine italiano:

Freud dice que el niño no necesita ver el coito de los padres, ya que le es suficiente y, al mismo tiempo, inevitable imaginarlo. Al recordar donde estaban ubicados los cuartos de la casa, donde vivía de niño y al conocer el pudor insano de mi padre, creo haber vivido una escena imaginada y no real. Mi cine ha estado muy determinado y, en algún sentido, modelado, por este recuerdo imaginario.




https://www.youtube.com/watch?v=SXbQ4jRI-uc



Y, tal vez, por ello, nos enfrenta con el tema del incesto entre un muchacho y una mujer, que ha enviudado de su segundo marido; pero, pretendiendo curar al hijo de una drogadicción, va deslizándose a una relación incestuosa, de la que el muchacho escapa cuando va en busca de su padre en las playas de Ostia, en la búsqueda de un tercero separador de aquella locura, que se había desencadenado en la díada madre-hijo.


La cinta no es para nada pornográfica; es, más bien, un intenso y bello drama, que me dejaba con el corazón en la mano, mientras me resultaba insoportable el coro de carcajadas estruendosas, que se oían en medio del público, porque definitivamente hay que creer que no sólo existe una estética del artista sino también una estética del espectador.

Psicólogos, psiquiatras y psicoanalistas siempre estamos confrontados con el sexo, la agresividad y la violencia, asuntos que tenemos que tramitar en nuestras mentes y ayudar a elaborar a nuestros pacientes o analizantes, para desactivar las inmensas cargas de esos fenómenos complejos, que habitan en nuestras mentes, porque estamos tejidos de amor y muerte.

No sin razón, de esas que, al decir Pascal, la propia razón ignora, un poeta como Giacomo Leopardi, mucho antes que Freud, como muchos de los grandes literatos se adelantó al psicoanálisis en el conocimiento del sujeto humano, cantaba:

Fratelli, a un tempo stesso, Amore e Morte
Ingeneró la sorte.
Y aún hoy, a pesar de miradas interdisciplinarias, son fenómenos que no acabamos de comprender totalmente, lo que muchas veces nos hace gemir de impotencia, ante las noticias, que todos los días vemos u oímos a través de los medios de comunicación de masa, en escenas donde Tánatos triunfa continuamente sobre Eros, en este mundo en el que nos ha tocado vivir, en una eterna repetición de lo mismo, con el incremento de la destructividad, que puede producir el desarrollo tecnológico.

Es como si pulsiones desbocadas estuvieran omnipresentes en nuestra vida individual y colectiva, en medio de toda una banalización del mal.

¡Cómo nos duelen las historias del pueblo sirio y las de los emigrantes mal recibidos por una Europa, que fue bien acogida por otros países, cuando el fascismo ascendiera al poder!

¡Cómo nos estremecen los feminicidios, de los que casi cotidianamente nos informan por la tele!

De tal forma que quisiéramos alejarnos de ella y del mundo, con las palabras de Mafalda:



O estar, como ella, en este dale que dale:



Pero no encontramos la cura, ante el ineludible malestar en la cultura.













Fratelli, a un tempo stesso, Amore e Morte
ingenerò la sorte.

Yo, como psicoanalista, veía en ella un drama edípico intensísimo, mostrado con bellísimas formas, aunque bastante directas; pero, quizás algunos se reían para defenderse del horror, que produce la violación de un tabú y otros lo harían en medio de la excitación, que producían las escenas, como si fueran las de una película pornográfica.


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