Vigliani_2013_Ofrendas que hablan, lagunas que escuchan. Huellas de un paisaje comunicado y compartido

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Descripción

Bajo el volcán

Vida y ritualidad en torno al Nevado de Toluca Silvina Vigliani Roberto Junco Coordinadores

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Primera edición: Bajo el volcán.Vida y ritualidad en torno al Nevado de Toluca, 2013. D.R.© Instituto Nacional de Antropología e Historia Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida total ni parcialmente, ni registrada o transmitida por un sistema de reproducción de información o cualquier otro medio, sea éste electrónico, mecánico, fotoquímico, magnético, electroóptico, por fotocopia o cualquier otro, sin permiso por escrito previo de los titulares de los derechos.

ISBN: 978-607-484-454-2 Impreso en México Printed in Mexico Diseño de portada e interiores: Gabriela García, Porrúa Print

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Contenido

Introducción.............................................................................................................................IX

Paisaje y perspectivas Ofrendas que hablan, lagunas que escuchan Huellas de un paisaje comunicado y compartido Silvina Vigliani........................................................................................................................................... 3

Lenguaje del paisaje Testimonios lingüísticos del otomí de Acazulco Ditte Boeg Thomsen y Magnus Pharao Hansen............................................................................... 25

La Esencia, Santa María del Monte Cultura, sincretismo y tradición José Coyote Cornejo y Juliana Rodríguez Azcuénaga......................................................................49

De tierra y agua Trabajo de campo Más allá de las lagunas Lugares de ofrenda en el Nevado de Toluca Silvina Vigliani, Stanislaw Iwaniszewski y Ricardo Cabrera...........................................................65

Excavaciones recientes en el flanco norte del Nevado de Toluca Ismael Arturo Montero García..............................................................................................................85

Los procesos biogeológicos de formación de sitios arqueológicos en lagunas de altura y las posibilidades de investigación in situ Ricardo Borrero y Salvador Estrada...................................................................................................101

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Lo que nos dicen los materiales La lapidaria en el Nevado de Toluca. Tipología y tecnología Emiliano Ricardo Melgar Tísoc y Iris del Rocío Hernández Bautista.......................................... 125

La obsidiana arqueológica del Nevado de Toluca Iris del Rocío Hernández Bautista...................................................................................................... 153

El componente cerámico en los actos litúrgicos del Nevado de Toluca Laura A. Romero Padilla......................................................................................................................171

Las plantas en la arqueología del Nevado de Toluca Aurora Montúfar López.........................................................................................................................191

En los alrededores del volcán Artefactos rituales de contextos públicos y domésticos en Calixtlahuaca Angela C. Huster, Michael E. Smith y Juliana Novic......................................................................203

Un petrograbado de Santa María Magdalena del Monte, Estado de México Francisco Rivas Castro.........................................................................................................................225

El culto a los cerros en el área Mezcala Los San Marquitos en un contexto arqueológico del Epiclásico Martín Antonio Mondragón................................................................................................................. 241

Historia regional Los campesinos indios del Xinantécatl en la época virreinal Sus santos: trasfondo de resistencias y pervivencias ancestrales Margarita Loera Chávez y Peniche....................................................................................................269

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Silvina Vigliani1 Algo se dicen las piedras, A mí no me engaña el alma, temblor, sombra o… qué sé yo, igual que si conversaran. Ojalá algún día pudiera vivir así, sin palabras. Atahualpa Yupanqui Coplas

l Nevado de Toluca se destaca en la vastedad del valle homónimo. Si bien no sabemos con certeza desde cuándo la gente veneraba a esta gran montaña, es de suponer que la presencia de estas entidades macizas en donde se amarraban las nubes y tronaban las tempestades haya llamado la atención de los pobladores del valle de Toluca desde tiempos inmemoriales. Lo que sí sabemos es que distintos espacios que conforman la cumbre del Nevado de Toluca fueron lugar de veneración durante mucho tiempo. En este sentido, las lagunas del Sol y de la Luna han sido los lugares por excelencia para la entrega de ofrendas tanto prehispánicas como históricas y hasta contemporáneas, pero no fueron los únicos ya que ciertos sectores de la cresta y sus picos más conspicuos fueron también lugares elegidos para ofrendar. Entre las ofrendas entregadas a las lagunas destacan objetos de madera tallada en forma ondulada, piezas de copal y hojas de maguey. En las orillas de ambas lagunas, seguramente vinculado a la ritualidad que se realizaba en ellas, se recuperaron fragmentos de vasijas, navajillas de obsidiana y púas de maguey, mientras que en   Subdirección de Arqueología Subacuática, INAH.

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la Laguna de la Luna se halló, además, material de construcción. En los distintos picos del volcán así como en un sector de la cresta se registró material cerámico y lítico (obsidiana) y otros elementos característicos de contextos rituales como teselas de turquesa y cuentas de piedra verde. Aquí me centraré en las lagunas y las ofrendas entregadas a sus aguas como parte de la ritualidad en la conformación dinámica del paisaje. En este trabajo se propone entonces entender y analizar la ritualidad indígena en el marco de la arqueología del paisaje. Para ello se plantea una metodología de análisis fundamentada en una reflexión epistemológica previa y en una revisión de la teoría etnográfica y de la información arqueológica. Arqueología lacustre Las lagunas del Sol y de la Luna se encuentran emplazadas en el piso del cráter del volcán, separadas entre sí por un domo o cerro interior denominado El Ombligo. En la Laguna de la Luna2 los trabajos subacuáticos se concentraron en el sector nornoroeste del cuerpo de agua que además es colindante con la mayor densidad de material arqueológico encontrado en tierra sobre la orilla. En 2007 se procedió a un primer reconocimiento del cuerpo de agua por medio de transectos de este a oeste y se realizó un pequeño pozo de sondeo para la identificación de la estratigrafía. Los objetos arqueológicos que se hallaron durante los transectos, principalmente maderas talladas en forma ondulada, esferas y conos de copal y hojas de maguey,3 se registraron por medio de dibujo, foto y video y se recuperaron para su conservación y posterior estudio. En 2010 se llevó a cabo un nuevo pozo de sondeo, esta vez con el fin de recuperar material arqueológico para fechado. A los 54 cm debajo del suelo lacustre y protegidas por 8 metros de agua —profundidad a la que fue excavado el pozo— se encontró un conjunto de materiales arqueológicos asociados correspondientes a esferas de copal, puntas de maguey, fragmentos de madera, hojas de coníferas y una fibra vegetal trenzada. Los materiales fueron registrados con dibujo y foto

  Tiene una superficie de 31,083 metros cuadrados (227 m de largo por 209 m de ancho) y una profundidad máxima de 10 metros. En la temporada 2007 el trabajo requirió poco más de 52 horas de buceo, abarcando aproximadamente un 5% de la superficie del cuerpo de agua. En la temporada 2010 se invirtieron unas 13 horas de buceo. 3   Sabemos que en la década del sesenta buzos aficionados extrajeron, entre otras cosas, una figura antropomorfa de cerámica tipo olla Tláloc y una figura antropomorfa de copal (Guzmán Peredo 1972). 2

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y solo se recogieron fragmentos de esferas de copal y una punta de maguey para datarlas por Carbono 14.4 Por su parte, los trabajos en la Laguna del Sol5 se centraron en el sector sursureste y en el noreste, aunque los recorridos se extendieron también hacia la parte occidental del cuerpo de agua. En este caso no se realizó ningún sondeo sino solo transectos en los sectores señalados. El hallazgo de materiales arqueológicos ocurrió principalmente en el sector noreste, coincidiendo con la presencia de evidencia arqueológica en tierra sobre la orilla, lugar desde donde se realizarían las prácticas rituales. Cabe destacar que si bien esta laguna tiene muchas dificultades de visibilidad, la presencia de objetos arqueológicos hallados aquí es mucho menor que en la Laguna de la Luna. La misma relación se da entre la densidad de materiales hallados en tierra en ambas lagunas. Finalmente, quiero destacar la invaluable información que contienen los objetos de madera en forma serpentina recuperados de ambas lagunas ya que, dado su carácter perecedero, solo se habían encontrado fragmentos en la Iztaccíhuatl y en el Templo Mayor. Los recuperados por el PASNT suman 16 objetos de los cuales 12 están completos —cuyas medidas varían entre 1.22 m y 27 cm— y cuatro fragmentados. Las formas también muestran variantes, siendo en algunos casos de suaves ondas y en otros de ángulos más rectos. La mayoría de los fragmentos estudiados fueron realizados en madera de pino y solo dos piezas en encino (Mainou 2009: 137). Estos objetos han sido asociados a los cetros rayo/serpiente que porta Tláloc Respecto al copal, se han encontrado fundamentalmente piezas en forma de esferas y de conos. Las piezas recuperadas por el PASNT están mayormente fragmentadas, aunque también se hallaron completas y no son de grandes dimensiones. No obstante, sabemos que en los años sesenta buzos aficionados extrajeron conos de entre 15 y 30 cm de alto por un diámetro en su base de 10 a 20 cm (Guzmán Peredo 1972). Por su parte, las piezas de maguey se recuperaron tanto en el agua como en las excavaciones en tierra. De estas últimas, todas (130 piezas) fueron halladas en la orilla noreste de la Laguna del Sol,6 mientras que el resto (80 piezas) fue recuperado del fondo de la Laguna de la Luna tanto en los recorridos como en el sondeo subacuático. De éstas, solo una parte corresponde a cutículas de maguey sin púa, mientras que las restantes son púas con y sin cutícula. Las halladas en la Laguna de la Luna fueron identificadas como pertenecientes al maguey manso y   El fechado sobre copal (Bursera bipinnata) dio: 549±73 BP, calibrado: 1280AD (95.4%) 1470AD. 5   Tiene una superficie de 237,321 metros cuadrados (795 m de largo por 482 m de ancho) y una profundidad máxima de 15 metros. 6   Aunque es probable que este sector haya estado originalmente inundado. 4

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al maguey de penca larga (Montúfar y Torres 2009: 142). Para finalizar, queda por preguntarnos por qué estos materiales eran ofrendados a las lagunas, qué participación tendrían y de qué manera afectaba la presencia o ausencia de ellos en lo que proponemos era una forma de comunicación ritual. El paisaje y sus problemas Si bien este enfoque ha sufrido variantes desde que se iniciara como tal en los noventa del siglo pasado, ha ido adoptando en términos muy generales una tendencia hacia la fenomenología. La fenomenología supone que el conocimiento del paisaje se obtiene a través de la experiencia sensorial del sujeto, lo que se da a través del cuerpo. En este sentido, cualquier noción del paisaje que los seres humanos puedan desarrollar depende enteramente de su encarnación como criaturas corpóreas. A su vez, los paisajes tienen un profundo efecto sobre nuestros pensamientos e interpretaciones debido a la manera en que son percibidos y sentidos a través de nuestros cuerpos. La fenomenología entonces hace hincapié en la materialidad del paisaje, esto es, que los paisajes no son solo imaginados o representados sino sobre todo físicos y reales. Esta materialidad actúa como base para el pensamiento y la interacción social, ya que afectan la forma en que pensamos, sentimos, nos movemos y actuamos (Tilley 2004, 2008). Para Tilley, uno de los principales exponentes de la fenomenología del paisaje, la principal herramienta de estudio para el arqueólogo del paisaje es su propio cuerpo. Es decir, “desde el cuerpo aprendemos lo que es cerca, lo que es lejos, lo que es arriba, lo que es abajo, etc. la línea del horizonte: los límites de nuestra visión” (Tilley 2004: 3). Para explorar el paisaje, dice Tilley, el investigador debe ofrecer una descripción “densa” de su experiencia con el fin de permitir a otros aprehender la diversidad y complejidad de los paisajes y entrar en esas experiencias a través de su mediación textual metafórica (ibid. 2008: 271). En otras palabras, la arqueología fenomenológica intenta replicar las percepciones de la gente del pasado en el presente. El problema de estos enfoques ha sido la tendencia a conceptualizar universalmente a la persona como un ser singular y contenido en su cuerpo, y a dar por sentado que éste es una unidad biológica, discreta e indivisible. Para el propio Tilley el cuerpo humano —sus atributos físicos y sus habilidades— es un fenómeno universal que difiere muy poco del cuerpo de nuestros ancestros (Tilley 2008: 272). Los enfoques fenomenológicos del paisaje que siguen esta línea fallan al no advertir que la condición de ser persona es una noción definida culturalmente y por •6•

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lo tanto incidirá en la manera de percibir y experimentar el paisaje. Así como las personas pueden ser concebidas como seres individuales, conscientes de sí mismos y con límites corporales definidos (siendo ésta la tendencia principal en la sociedad occidental y moderna), también pueden ser reconocidas como seres múltiples formados a través de las relaciones con otros, estar constituidos de diferentes aspectos y extenderse por todo el mundo material. En este sentido, no solo otras personas sino también objetos, plantas, animales y lugares pueden contener “humores” o sustancias que afecten la composición de la persona. Para el cazador yukaghirs de Siberia, por ejemplo, percibir determinado olor puede significar la presencia del espíritu-guía de un animal o del espíritu de una enfermedad, lo que puede afectar su condición de cazador (Willerslev 2007); para los yaqui de Sonora incursionar en el monte puede significarle a la persona perder su wepul jiapsi o alma, la cual podrá quedar en poder de los seres del monte alterando su salud; en Chihuahua, el alewá o alma de los rarámuri puede salir del cuerpo cuando la persona está en contacto con espacios acuáticos y los seres del agua que allí habitan, afectando también su condición (Aguilar y Martínez 2009). Tales experiencias del paisaje difícilmente serán comprendidas por el investigador occidental si no toma en cuenta la noción de persona y de mundo de los grupos que estudia. Pero además, la fenomenología no puede ser aplicada simplemente como una metodología para la arqueología del paisaje de la misma manera que otras técnicas y métodos. Antes que eso, deberíamos pensar acerca del paisaje en una forma completamente diferente a la que lo hacemos. Si seguimos pensando que el paisaje es el mismo para todos y que solo difiere en la forma de significarlo, seguiremos pensando en el paisaje desde la separación ontológica naturaleza/cultura, esto es, que existe una naturaleza única y una multiplicidad de culturas que la interpretan. Sin embargo, en las ontologías indígenas prevalece la idea de una unicidad del espíritu y una diversidad de cuerpos. En este sentido, el espíritu, y por lo tanto la subjetividad de las cosas, son universales —animales, plantas y otras entidades no humanas, además de los seres humanos están dotadas de espiritualidad—, mientras que la naturaleza o la corporalidad de las cosas expresan lo particular (Viveiros de Castro 2004: 38).7 En efecto, en muchas sociedades no occidentales o premodernas, las personas toman una variedad de formas de las cuales el ser humano es solo una de ellas. Entre los Ojibwa, por ejemplo, la noción de “persona” es una categoría global 7   A diferencia de la ontología dominante de Occidente, denominada naturalismo (Descola 2000) o multiculturalismo (Viveiros de Castro 2004), en la que solo los humanos poseen conciencia, subjetividad y lenguaje.

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dentro de la cual la persona-humana, la persona-animal, la persona-viento, etc., aparecen como subcategorías (Bird-David 1999). En casos similares, la persona suele aparecer en la forma de ríos, plantas, almas, espíritus, astros, rocas, etc., y como personas, están dotados de cualidades intelectuales, emocionales y subjetivas. El término tradicional para este conjunto de creencias es animismo. El término animismo fue introducido por Tylor en 1871 como una manera de caracterizar a las formas más simples de creencias religiosas: la “creencia en seres espirituales”. Esta visión, propuesta a la luz del evolucionismo del siglo XIX, argumentaba que debido al desarrollo inadecuado de un razonamiento científico, la gente “primitiva” intentaba explicar el mundo al adscribir personalidad y vida no solo al hombre y a las bestias sino también a las cosas (Willerslev 2007: 15). En años más recientes el tema del animismo se ha visto revitalizado, aunque desde una perspectiva más cercana a la visión indígena y con una mayor aceptación de sus propios discursos. Esta revitalización estuvo asociada a una reformulación de sus parámetros básicos en donde el foco original, sustentado en el aspecto religioso, se fue moviendo hacia el aspecto relacional con el mundo no humano (ver Bird-David 1999). En este trabajo entonces se propone entender el paisaje y lo que lo compone desde un enfoque relacional, esto implica que todas las entidades en el mundo están en un continuo hacerse, y que las identidades y propiedades de las cosas se definen a través de las relaciones que entablan. En este sentido, todas las entidades del entorno (objetos, animales, plantas, astros, montañas, ríos, etc.) dejan de ser consideradas como elementos fijos, pasivos o externos al sujeto para ser concebidas como entidades potencialmente activas y dinámicas involucradas en una red de relaciones en cuyos contextos de interacción tienen injerencia. Esto implica un mundo de la vida en donde la agencia, la intencionalidad, la personeidad o la subjetividad, así como la capacidad de interactuar no se reduce solo a los humanos sino que puede estar presente en entidades no humanas del entorno (Vigliani 2011). Desde la etnografía se ha comenzado a mostrar que las nociones animistas abarcan no solo el mundo animal y vegetal sino también el mundo de las “cosas”, término que refiere a los artefactos (hechos por dioses y humanos, incluyendo imágenes, canciones, nombres y diseños) y a objetos y fenómenos naturales o lugares, que son considerados centrales en la vida humana y la reproducción (SantosGranero 2009). Estas “cosas” suelen diferir entre sí debido al grado de animismo y agencia que poseen para estos grupos, lo que significa que no todas las “cosas” tienen la misma capacidad para actuar o para incidir en algo. Desde esta perspectiva la noción de paisaje toma un matiz diferente, el de un paisaje vivo habitado por entidades con intenciones y capacidades que pueden incidir de algún modo en el acontecer de una comunidad y con los que es posible (y a veces necesario) interactuar y comunicarse. •8•

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Si concluimos que los paisajes son relacionales, la fenomenología, efectivamente, es parte de este tipo de investigación ya que le permite al arqueólogo entrar en el mismo conjunto de relaciones materiales en donde se encontraba igualmente la gente del pasado, y producir así sus propias interpretaciones. El problema es que el trasfondo en el que los objetos se nos revelan es principalmente moderno, un trasfondo compuesto de habilidades, entendimientos y prácticas de las cuales apenas somos conscientes. De este modo, la “arqueología de la experiencia” debería ser concebida solo como un aspecto de un tipo de ‘hermenéutica del paisaje’ en donde la forma en que un fenómeno se nos revela en el presente es solo un paso en el intento por entender cómo pudo presentarse ese fenómeno en el pasado” (Thomas 2008: 305, cursivas en el original). Esto significa la necesidad de contraponer nuestras observaciones con información proveniente de otros campos de la arqueología y de la etnografía, tales como prácticas de subsistencia, patrones de movilidad, roles de género, celebraciones rituales y concepciones de personhood que caracterizaron a las sociedades pasadas (idem). La comunicación como componente activo de los paisajes tradicionales Vimos la importancia que tiene para la personeidad de las cosas el grado de agencia y de vitalidad que se le atribuye a las mismas, así como la posibilidad de interactuar con ellas. La comunicación con entidades no humanas se convierte así en una práctica, a veces cotidiana a veces extraordinaria, que busca mantener, controlar o negociar el curso de los acontecimientos. Si partimos del supuesto de que la comunicación inter-específica como relación ontológica con el cosmos, no solo es fundamental para mantener el flujo de la energía y permitir la continuidad de la vida, sino también incuestionablemente posible, debemos reconocer que esta forma de interacción, para que sea efectiva, debe ser compartida por los miembros de un grupo y por lo tanto comunicada a través del lenguaje. A partir de ello, propongo definir dos dimensiones de comunicabilidad para abordar el estudio del paisaje. Por un lado, el aspecto articulador entre entidades humanas y no humanas propio de las ontologías multinaturalistas, es decir de ontologías en donde humanos y no humanos están dotados de espíritu. Este aspecto articulador implica alguna forma de comunicación entre tales entidades, lo que suele expresarse a través de sistemas animistas y perspectivistas. Ahora bien, estas actitudes relacionales deben ser compartidas por los miembros de un grupo para que formen parte de los procesos de reproducción cultural e integración social. Por lo tanto, la segunda dimensión de comunicabilidad refiere al aspecto compartido y comunicado Ofrendas que hablan, lagunas que escuchan

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de tales experiencias a través de la interacción en la práctica social cotidiana.8 Ambas dimensiones no solo son mutuamente dependientes sino que constituyen el entramado práctico de un paisaje relacional (Vigliani 2011). La primera dimensión de comunicabilidad se basa en el concepto de umwelt o mundo subjetivo, definido por el modo específico que tiene cada organismo (humano y no humano) de percibir su entorno y de interactuar dentro de éste (Hornborg 2001). Tal interacción presupone un intercambio y una interpretación de signos, por lo que cada umwelt es un mundo de naturaleza semiótica. El águila harpía amazónica sabe cómo interpretar el movimiento del follaje provocado por los monos, los cuales constituyen su presa preferida. La serpiente de cascabel avisa con un fuerte sonido si se siente amenazada y dispuesta a atacar, una señal que podría ser mortal desatender (ver Junco y Vigliani 2012). Un buen cazador sabe cómo obtener información de los sonidos, movimientos, aromas, marcas de dientes, huellas, etc., de la presa que busca y al mismo tiempo sabe cómo disfrazar sus propios colores y aromas. Tales flujos de signos sensoriales,9 que han mediado desde siempre la interacción entre organismos, es lo que constituye la inmersión corporal en el mundo que proclama la fenomenología. Esto supone que en la base de ontologías multinaturalistas está no solo el hecho de que el humano tiende a subjetivar las cosas a partir de una capacidad cognitiva basada socialmente, sino sobre todo, que las relaciones ecológicas son fundamentalmente comunicativas (Hornborg 1999). Por lo mismo, cada entidad es tratada como sujeto con capacidad de agencia.10 Ahora bien, en la medida en que los miembros de un grupo reproducen miméticamente y comparten patrones convencionales de emisión y recepción de tales signos, están construyendo y reproduciendo patrones culturales de comunicación con su entorno no humano. Esto conduce a la segunda dimensión de comunicabilidad, basado en el concepto de lebenswelt o mundo de la vida. Para evitar los problemas de la fenomenología, la cual tiende a enfatizar las vivencias subjetivas de un actor solitario, Habermas (2002) desarrolla el concepto de mundo de la vida a partir de la teoría de la acción comunicativa, lo que permite abordar las formas de interacción con el entorno dentro de un marco constitutivo 8   Al respecto, ver la propuesta que Boeg Thomsen y Pharao Hansen hacen desde la lingüística en “Lenguaje del paisaje: testimonios lingüísticos del otomí de Acazulco”, en este mismo volumen. 9   Tales signos pueden ser interpretados también como índices. De acuerdo con Gell (1998), el índice permite una operación cognitiva particular que identifica como abducción de la agencia (ver al respecto Vigliani 2011). 10   Por entidad se entiende no solo a humanos, plantas o animales sino también a cualquier tipo de “cosa”, esto es, artefactos, objetos o fenómenos naturales que en ontologías multinaturalistas pueden ser potencialmente concebidas como entidades con alma e intencionalidad.

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de la sociedad y de las identidades sociales e individuales. Así, mientras las tradiciones culturales ofrecen el contexto de interpretación de lo que acontece, la práctica comunicativa cotidiana permite compartir los acontecimientos contribuyendo a la renovación del acervo cultural, a la integración social y a la socialización y formación de identidades. En otras palabras, mientras la definición fenomenológica de mundo de la vida se limita a un concepto culturalista según el cual los patrones culturales de valoración y expresión sirven como recursos para la interpretación, una definición basada en la acción comunicativa incorpora las competencias de los individuos socializados, las habilidades individuales y el saber intuitivo de cómo resolver una situación, así como las solidaridades de los grupos integrados a través de valores y normas, y en definitiva las prácticas socialmente arraigadas. De este modo, a través de la práctica narrativa las personas desarrollan una identidad personal ya que sus propias acciones y experiencias son susceptibles de narrarse; desarrollan una identidad social ya que a través de su participación en la interacción mantienen su pertenencia al grupo social y quedan involucrados en la historia narrativa del colectivo. Los colectivos mantienen su identidad en la medida en que las representaciones que de su mundo de la vida se hacen sus miembros, se solapan suficientemente, condensándose en convicciones aproblemáticas (Habermas 2002). Estas dos dimensiones de comunicabilidad se combinan en una dependencia mutua, ya que aquellas experiencias que no se socialicen no incidirán en el mundo de la vida, mientras que aquellas que se narren y se compartan con las experiencias de otros participantes en la interacción se convertirán en convicciones aproblemáticas y formarán parte del acervo cultural del grupo. Si bien estoy considerando aquí la experiencia narrativa de la acción comunicativa entre los seres humanos,11 ésta incorpora la experiencia comunicativa con otras entidades del entorno —propia del umwelt— configurando así el entramado de un paisaje vivo y activo que incorpora algo más que seres humanos (figura 1). Los seres interactuantes, es decir, aquellas entidades con algún grado de agencia y personeidad —humanos, cosas y lugares— que confluyan en situaciones o prácticas repetidas y compartidas de interacción (por ejemplo rituales, obtención del alimento, prácticas de curación), contribuyen a través de las mismas a la renovación cultural y a la socialización de un paisaje vivo y activo (Vigliani 2011). 11   Hay que considerar que en ontologías multinaturalistas, especialmente en sistemas perspectivistas, la práctica narrativa también puede darse entre entidades no humanas como animales o espíritus (ver al respecto Viveiros de Castro 2004).

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Figura 1: La acción comunicativa en el paisaje relacional.

Desde esta perspectiva, podemos entender al paisaje como la materialización recursiva y dinámica de una ontología indígena compartida y comunicada a través de la práctica cotidiana. El paisaje puede estar materializado en una forma, en un lugar, en una materia, en una imagen, en un sonido, etc., en la medida en que esa forma, ese lugar, esa materia, esa imagen, ese sonido, formen parte del entramado ontológico compartido. Finalmente, el paisaje se renueva, confirma o modifica continuamente a través de procesos de interpretación, interacción social y socialización (Vigliani 2011). A partir de este enfoque pretendo abordar al paisaje desde un marco más integrativo en donde las entidades y las formas del paisaje, enlazados a través de prácticas cotidianas de interacción, cumplen un rol activo y dinámico en la integración social y en la identidad de los grupos, y en cuya urdimbre inacabada se va configurando el paisaje. Por lo anterior, es importante abordar las concepciones de personhood de los grupos bajo estudio. A continuación haré un breve resumen de la noción de persona y de corporalidad en Mesoamérica y su implicancia en el paisaje para luego pasar a la propuesta de estudio. •12•

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La persona en el paisaje mesoamericano La esencia del ser humano era, como en toda criatura, una porción de sustancia divina. De acuerdo con López Austin, el cosmos estaba dividido en cuatro partes, en cada una de las cuales había un árbol sagrado y un gran Tlaloque que sostenían el cielo. Los cuatro tlaloques enviaban las lluvias desde los confines de la tierra gobernados por Tláloc, mientras que desde los cuatro árboles irradiaban las fuerzas de los dioses del mundo inferior y superior hacia el centro. De este modo, el mundo y sus habitantes eran el resultado de la interacción de irradiaciones dinámicas de los dioses, energías tanto comunicativas como sustantivas. El cuerpo humano era así completamente dependiente de una adecuada mezcla de las emanaciones del cosmos, y a su vez, contenía una parte anímica y esencial que era divina en tanto era una porción de los dioses creadores. La persona, para los antiguos nahuas, estaba dotada de tres entidades anímicas diferentes: el teyolia, albergado en el corazón, y en el que residen las características de todo ser humano; el tonalli, concentrado en la cabeza pero también disperso en todo el cuerpo; y el ihiyotl, ubicado en el hígado. Especialmente el tonalli, que era adquirido poco después del nacimiento e influía en el carácter de la persona, en sus capacidades futuras y en sus interrelaciones con dioses y criaturas, era considerado como una fuerza presente en todo el cuerpo y a la vez fragmentable. Cada parte del cuerpo contenía tonalli y lo conservaba aun cuando ésta era separada de la totalidad, como ocurría con uñas y cabellos. Muchas enfermedades e incluso la muerte eran atribuidas a la pérdida de tonalli (Fagetti 2007). El sustantivo tonalli deriva del verbo tona que significa “irradiar” y estaba vinculado al sol y por lo tanto al día, al calor solar, al destino de una persona de acuerdo con su día de nacimiento, y con el alma o espíritu o propiedad de una persona. Para Chamoux (1989, en López Austin y López Luján 2009), el tonalli debe ser entendido como la conexión entre la interioridad humana y un mundo no humano, externo, perteneciente al reino mineral, al animal y a los fenómenos naturales. Para los otomíes la persona humana está compuesta por múltiples elementos de los cuales algunos poseen estatuto de extracorporeidad; la piel es tan porosa que hay una relación constante entre la vida del individuo y los diversos seres que habitan el universo (Galinier 1999, en idem). Tal vinculación entre la persona humana y las distintas entidades que pueblan el cosmos tiene su raíz en el inicio de los tiempos. El mito de origen relata que hubo dioses creadores que desde el momento de la primera salida del sol quedaron permanentemente solidificados como rocas, las cuales testimoniaban la existencia previa a la creación. Así, por ejemplo, ciertas piedras son consideradas por los otomíes como los huesos de los wema o antepasados, Ofrendas que hablan, lagunas que escuchan

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por lo que están cargadas de fuerzas generativas que pueden incidir en las cosechas o en la salud. De igual modo, los cerros eran concebidos como seres sobrenaturales, capaces de expresar emociones y de mediar con las deidades pluviales para lograr los efectos climáticos y atmosféricos deseados. Hoy se sigue pensando en los dioses creadores como fuentes perennes de existencia. Cada uno de ellos es considerado como dueño de todos los seres o entidades de su clase. Así, existen múltiples acepciones para la figura del dueño tales como Dueño del Agua, Rayo o Trueno, Dueño de los Animales, Dueño del Cerro, Dueño del Viento, entre muchas otras advocaciones (López Austin y López Luján 2009: 68). En ciertas características y atribuciones de lo que se conoce como Dueño se adivinan reminiscencias de la figura de Tláloc, la cual estaba ligada a un amplio espectro de deidades mesoamericanas asociadas con la lluvia y la fertilidad. Así como Tláloc tenía asistentes conocidos como tlaloques, los cuales estaban asociados a varios fenómenos climatológicos como el rayo, el trueno, el granizo, la nieve y el viento, el Dueño también cuenta con ayudantes que se presentan como desdoblamientos de aquél. En otras palabras, se trataría de seres o entidades de la naturaleza antropomorfizada, personificaciones de sus elementos como cerros, árboles, cuevas, manantiales y lagunas que mantienen una relación esencial y anímica desde el momento de la creación. Tales lugares, al considerarse habitados por estas entidades, tienen agencia y subjetividad. En síntesis, es posible percibir en la cosmovisión mesoamericana un aspecto articulador entre los distintos elementos del cosmos que se manifiesta en cierta forma de interacción entre entidades humanas y no humanas, y que puede referir a la primera dimensión de comunicabilidad. Tal interacción suele estar fusionada en elementos del paisaje como cerros, lagos, cuevas, manantiales, árboles, etc., a través de los cuales dichas entidades expresan sus deseos, enojos y necesidades, es decir, expresan subjetividad y muchas veces intencionalidad y agencia. Sin embargo, no todos los lugares tienen la misma capacidad de actuar y de comunicarse, por lo tanto, no todas las montañas ni todas las lagunas ni todos los objetos rituales son iguales. Entonces, ¿en qué se diferencian? ¿Por qué ciertos lugares o ciertas cosas tienen más agencia que otros? ¿Por qué ciertas interacciones son más significativas que otras? ¿O más peligrosas? Dicho de otro modo, ¿cómo se plantea la agencia del paisaje y de sus elementos? Considero que las capacidades anímicas que los pueblos les asignan a los lagos, a las montañas, a las cuevas, a las rocas, etc., y por tanto a la conformación del paisaje, se dan en virtud de la interacción semiótica inmersa en la tradición cultural, pero también de la interacción social y de la socialización de sus experiencias, en lo que constituye la segunda dimensión de comunicabilidad basada en el concepto de lebenswelt. De este modo, para entender ese paisaje y su dinámica es •14•

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necesario indagar en la participación que tales entidades habrían tenido en la vida cotidiana de un grupo, así como en los procesos sociales, políticos e históricos de la misma sociedad. La ritualidad es una de las prácticas de comunicación interespecífica más extendida en el mundo prehispánico. A continuación analizaré algunos de los elementos rituales que componen el paisaje del Nevado de Toluca. Ofrendas que hablan, lagunas que escuchan En la cosmovisión mesoamericana las montañas eran percibidas como seres sobrenaturales asociados al agua y a la fecundidad y constituían el punto de fusión más importante de Tláloc con el paisaje. Entre los rasgos iconográficos más familiares de Tláloc estaban las anteojeras y la nariz serpentina, símbolos del agua, particularmente las lagunas de montañas, y del rayo (Arnold 1999: 47). Estos elementos, entre otros, los encontramos en el Nevado de Toluca. Como mencioné más arriba, las lagunas fueron los lugares elegidos para entregar grandes cantidades de copal y púas de maguey, así como maderas talladas en forma ondulada que remiten a los cetros rayo/serpiente que porta Tláloc. Restos de sahumadores, cajetes y otras formas cerámicas entre ellas varias aplicaciones, además de navajillas de obsidiana y piedra verde fueron dejados en la orilla norte de la Laguna de la Luna, señalando el lugar desde donde se realizaría la mayor parte de las prácticas rituales. Asimismo, la presencia de piedras careadas y estuco en el área permite plantear la posibilidad de que hubiera habido alguna estructura de pequeñas dimensiones frente a la Laguna de la Luna. El misionero español Jacinto de la Serna describe para el siglo XVII la continuidad del culto a las lagunas del Nevado de Toluca, señalando que “se hallan alrededor y contorno de la laguna señales de candelas, braseros y cantidad de copal que ofrecen a la deidad que piensan tiene aquella laguna” (De la Serna 2008: 53). La señora de estas lagunas, incluyendo la antigua zona lacustre del valle de Toluca, es conocida como la Clanchana, Dueña de las lagunas y madre benéfica que daba alimento a las poblaciones pues engendraba la abundante fauna lacustre. Esta figura proviene de una antigua deidad femenina, la Atl anchane asociada a la serpiente como símbolo de fertilidad y abundancia. Tiene el poder de dar lluvias y de detener las mismas al final de tiempo de aguas, pero si se enfurece puede provocar sequías, lluvias torrenciales y pérdidas de cosechas (López Austin y López Luján 2009). Antiguamente, los campesinos recogían en botellas el agua de la Laguna del Sol, la que decían “tiene la capacidad de formar nublados y atraer el agua de lluvia” y las enterraban en sus campos de cultivo, con lo que garantizaban la llegada de las Ofrendas que hablan, lagunas que escuchan

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lluvias y la buena cosecha. Según se aprecia en los relatos, el poder del agua de esta laguna era tal que había que descender del Nevado lo más pronto posible porque “a mitad del camino ya se empezaban a juntar las nubes” y al llegar al pueblo “ya está el aguacero” (Robles García 2007: 154). Asimismo, señala Jacinto de la Serna que en el año 1610 “declaró uno de los reos desta complicidad, que […] había subido a la sierra nevada de Calimaya, y que había visto mucha cantidad de indios de los de Toluca, y sus contornos, y otros de otros pueblos, y que estos todos con trompetas y chirimías iban con muchos cántaros a traer agua de la laguna, y le dijeron, que era aquella agua para bendecirla y darla a los enfermos” (De la Serna 2008: 53). La agencia de lagunas y manantiales se hace evidente en innumerables descripciones como éstas y es probable que se haya originado como consecuencia de la dependencia que existe del medio acuático para la vida. Sin embargo, no todos los cuerpos de agua son iguales o actúan de la misma manera. En efecto, las ciénagas y lagunas del valle y diversas fuentes de agua como manantiales y arroyos también fueron merecedores de antiguos rituales asociados al preciado líquido (Maruri 2003). En el sitio Santa Cruz Atizapán, ubicado en la ciénaga de Chignahuapan, se registraron elementos con simbología acuática como caracoles, conchas y nubes, y además se observó el uso ritual de artefactos utilizados para la pesca y la caza así como instrumentos musicales que remiten al ámbito acuático (Sugiura 2010). Podemos plantear la posibilidad de que la capacidad anímica atribuida a las lagunas ubicadas en el cráter del Nevado de Toluca no fue la misma a la atribuida a las lagunas que yacen en el valle, aunque ambos cuerpos de agua fueron subjetivados. Esto respondería por un lado, a que los recursos para la subsistencia se encuentran en la zona lacustre del valle y no en las lagunas de altura, por lo que la interacción semiótica (primera dimensión de comunicabilidad) y la socialización de tales experiencias (segunda dimensión de comunicabilidad) se ha dado por milenios con esas aguas. Por otro lado, es probable que la combinación lagunas-montaña sea más poderosa que la combinación laguna-valle en lo que respecta a la producción de lluvias. Esto sería así, otra vez, porque en términos de interacción semiótica es en las montañas donde se amarran las nubes que producen la lluvia, interacción que habría sido especialmente socializada y compartida con la generalización de las prácticas de cultivo en la región (segunda dimensión de comunicabilidad). En síntesis, los paisajes en época prehispánica no se conformaban solo a través de la “observación de la naturaleza” sino a través de experiencias de interacción semiótica con las entidades del paisaje, debiendo ser tales experiencias compartidas y socializadas por el grupo para que formaran parte de su acervo cultural; esto hacía que los paisajes fueran dinámicos y empoderados (agenciales) y a la vez inter•16•

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pretables por el grupo.12 Por lo mismo, propongo considerar la participación que habrían tenido tales entidades en el contexto sociopolítico de la región como resultado de la integración social de esas experiencias. Para ello daré un breve panorama de lo que acontecía en la región, centrándome particularmente en la última parte del proceso regional prehispánico. Bajo el volcán: procesos regionales en el valle de Toluca A la llegada de los españoles el valle de Toluca estaba habitado por diversos grupos entre los que destacan los otomíes, los mazahua, los matlatzinca y los nahuas. Si bien la presencia de estos últimos se debe fundamentalmente a la intrusión mexica en el valle durante la segunda mitad del siglo XV, ya desde el Formativo se empieza a percibir una fuerte relación con la cuenca de México, relación que persistirá hasta el Posclásico (Sugiura 2009). Es de destacar la fuerte interrelación que existió, desde las primeras ocupaciones en el valle, entre las poblaciones humanas y las ciénagas, lo que derivó en el modo de vida lacustre que caracterizaría a la zona del Alto Lerma hasta bien entrado el siglo XX. Durante el apogeo teotihuacano en el Clásico (400-550 d.C.) el valle de Toluca seguía las pautas impuestas por aquel centro. Al ocaso de éste siguieron movimientos poblacionales masivos, algunos de los cuales afectaron al valle de Toluca por ser una región con la que Teotihuacan y otros sitios de la cuenca de México mantenían estrechos vínculos sociales. En este sentido, se dio un crecimiento poblacional considerable en el valle de Toluca producto de los desplazamientos ocurridos luego de la caída de Teotihuacan en la cuenca de México. A partir de entonces comienza un periodo transicional conocido como Epiclásico. Éste se caracteriza, en el valle de Toluca, por un marcado crecimiento en el número de sitios, cubriendo una superficie dos veces mayor que en el periodo anterior (Sugiura 1998). Las zonas óptimas como la planicie aluvial y los somontanos bajos entraron en un proceso de saturación, lo que propició el desplazamiento hacia regiones deshabitadas y de menor calidad ambiental. Este factor ambiental sin embargo, impidió que se diera una aglomeración de los asentamientos, y al mismo tiempo evitó el desarrollo de sitios monumentales. Más bien, una serie de centros pequeños controlaba un número considerable de asentamientos aledaños, constituyendo así unidades aisladas. A su vez, las relaciones entre los centros eran aún relativamente equilibradas, probablemente porque to12   Esto es independiente de que ciertos personajes como los ritualistas, en su cualidad de intermediarios, tenían una mayor capacidad de interpretación y diálogo con las entidades del paisaje que el común de la gente.

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davía no se daban las condiciones que favorecieran las relaciones desiguales pues todavía no existían Teotenango o Calixtlahuaca en su momento de esplendor. En pocas palabras, el patrón ocupacional durante el Epiclásico se mantuvo principalmente rural (idem.). Asimismo, los materiales cerámicos durante este periodo muestran una marcada homogeneidad, lo que contrasta con la mayor diversidad regional que se va a dar en el Posclásico en el valle de Toluca (Sugiura 1998: 2005). A pesar del aparente equilibrio ocupacional en el valle, empieza a haber una tendencia dicotómica entre el sur y el norte. El sur con un suelo más fértil y productivo, se fue definiendo como la zona con una mayor concentración de asentamientos que el norte. Con el crecimiento demográfico el control de los recursos se volvió más apremiante. En este contexto, el grupo que habitaba la región suroccidental y que por ende mantenía el dominio sobre los recursos, comienza a adquirir un mayor poder sobre los demás. Este proceso conduce a mayores conflictos entre los centros que ya estaban emergiendo, tendencia que se percibe por la ubicación de algunos centros regionales en zonas de difícil acceso (idem.). Paralelo al desarrollo de centros regionales, la dicotomía entre éstos y las aldeas o asentamientos rurales se tornó más definida y sus modos de vida más desiguales. El periodo 3 Viento (900-1162 d.C.), definido a partir de las exploraciones realizadas en Teotenango (Piña Chan 1976), marca la aparición de una cerámica híbrida denominada Teotenanca o Matlatzinca temprana y con ello el comienzo del Posclásico (Sugiura 2009). Este periodo estará caracterizado, entre otras cosas, por una súbita diferenciación entre los grupos del valle, diferenciación que habría sido estimulada por el paulatino predominio de los grupos matlatzinca asentados en la zona suroccidente, la más fértil y óptima del valle, quienes defendieron su territorio desplazando a otros grupos a zonas marginales: a los otomíes hacia la margen oriental del valle y a los mazahuas hacia el noroccidente (Sugiura 2005). De este modo, la presión por mantener el dominio sobre los recursos y los terrenos más fértiles pudo con el tiempo fortalecer el mecanismo de identidad o sentido de pertenencia a un grupo determinado, mediante la manipulación simbólica de algunos elementos (Sugiura 1998). Si bien ya existían algunos centros de importancia desde épocas anteriores, es en la primera mitad del Posclásico cuando aparecen los verdaderos centros regionales como Calixtlahuaca, Teotenango, Santa María del Monte, Techuchulco y, probablemente, Toluca (idem). Estos centros se construyeron principalmente en zonas con una topografía accidentada o con pendientes relativamente fuertes, lo que sugiere una importante intencionalidad defensiva en la elección del lugar. Durante el periodo 4 Fuego (1162-1476 d.C.) se produce la llegada de grupos chichimecas al valle. Estos grupos, orientados a la guerra y la conquista, imponen un orden militarista, •18•

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llegando a tomar posesión de Teotenango y con el tiempo a fusionarse con sus habitantes (Piña Chan 1976). En este momento continúa y se desarrolla la cerámica propiamente matlatzinca. En 1476 el líder mexica Axayácatl conquista el valle de Toluca. Desde este momento o incluso antes de la conquista efectiva del valle, el Imperio azteca se manifiesta claramente en la región por la súbita proliferación de las cerámicas Azteca III y IV, cuya presencia cubrió en poco tiempo casi todo el valle, con lo que desaparece el regionalismo que marcó la primera mitad del Posclásico. De acuerdo con los primeros resultados de las investigaciones realizadas en el marco del proyecto Arqueología Subacuática en el Nevado de Toluca, la mayor parte de las actividades realizadas en el cráter se ubican temporalmente dentro del Posclásico, lo que incluye tanto el predominio matlatzinca en la región como posteriormente la presencia mexica.13 Como hemos podido ver a través de esta breve reseña, se trata de una época de una complejidad sociopolítica creciente, marcada inicialmente por la necesidad de los matlatzinca de autolegitimarse como grupo dominante frente a una creciente regionalización del valle, y luego por la imposición de un sistema imperial. Huellas de un paisaje comunicado y compartido A partir de lo expuesto podemos pensar que las entidades acuáticas de las montañas tuvieron una participación activa en la legitimación de los matlatzincas asentados en las tierras más fértiles del valle, al ser estos grupos los que mantuvieron una comunicación directa con tales entidades en momentos de mayor densidad demográfica. Esto implicaría, en principio, que se habrían adoptado y actualizado prácticas rituales que, como formas de interacción inter-específica integradas al acervo cultural de la región, se venían haciendo desde tiempo atrás por las poblaciones del valle —aunque aparentemente con menor frecuencia o menor sistematicidad. En este caso, sin embargo, la agencia de esta interacción habría adoptado una fuerza diferente al quedar incorporada a la práctica de legitimación política. De este modo, si bien la tradición cultural y la socialización de esas experiencias de interacción con las entidades acuáticas de la montaña (no solo las lagunas sino también 13   También se hallaron evidencias que, aunque escasas y solo presentes en el sitio El Mirador, nos remiten a etapas anteriores como el Epiclásico (ver “La obsidiana en el Nevado de Toluca” de Iris Hernández, en este mismo volumen).

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los fenómenos atmosféricos) ya estaban insertas en el paisaje del valle de Toluca, habría sido a partir del proceso de mayor desigualdad política cuando el Nevado de Toluca se convertiría en un elemento central de ese paisaje. En otras palabras, en la conformación dinámica del paisaje, el Nevado de Toluca no siempre habría tenido la misma trascendencia que empezó a tener desde el Posclásico, llegando a su punto máximo con la adopción y reactualización mexica de tal ritualidad.14 A diferencia de otras posturas que proclaman a la práctica ritual como vía de legitimación política (en sentido asimétrico), en este caso consideramos la interacción y comunicación con entidades del paisaje en una noción de comunidad mucho más amplia que la conformada por humanos, una comunidad en donde las entidades no humanas podían incidir en la vida cotidiana de las personas y en la vida política de los grupos. Si, como proponía más arriba, entendemos al paisaje como la materialización de una ontología compartida y comunicada a través de la práctica cotidiana, entonces las ofrendas entregadas a las lagunas, y las lagunas mismas, constituyen también la materialización de esa interacción. De los materiales recuperados de las lagunas, destacan los maderos de forma serpentina adscritos al periodo mexica en la región, así como conos y esferas de copal y hojas de maguey con sus púas, elementos asociados a la ritualidad mesoamericana desde tiempos inmemoriales. El copal era utilizado como incienso en ceremonias destinadas a diversos fines. Los restos de sahumadores que se han hallado en la orilla de la laguna y en otros puntos del cráter atestiguan la quema del copal en las prácticas que allí se realizaban. Aunque los conos y esferas de copal ofrendados a las lagunas no habrían tenido la intención de ser usados para sahumar (a diferencia de los que ocurría en las orillas), se ha propuesto que el humo de copal podría representar las nubes que atraen la lluvia. Las púas de maguey están asociadas a prácticas rituales de autosacrificio, lo que implica la entrega de sangre. Cabe mencionar al respecto la localización de numerosos xicallis en rocas ubicadas especialmente en el sector oriental del cráter, esto es, en los alrededores de la Laguna de la Luna, los cuales pudieron haber sido lugares para el autosacrificio.15 Tanto el copal como el maguey, los cetros y las lagunas mismas en un entorno montañoso constituirían entidades con agencia y personeidad que confluían en prácticas com14   Hay que tener en cuenta que ambas dimensiones de comunicabilidad se combinan de diferente manera, dependiendo del grupo o sector social involucrado. En tal sentido no será lo mismo para el campesino-pescador-recolector-cazador que para los dirigentes o encargados de la ritualidad y de las negociaciones políticas. De este modo, asumimos que el paisaje es dinámico y empoderado (agencial) siempre dentro de un marco ontológico relacional que lo hace potencialmente interpretable. 15   Se ha propuesto también que las pencas de maguey, o algunas de ellas, pudieron haber sido utilizadas como envoltorios del copal que se ofrendaba a las lagunas, y de las cuales solo quedaron sus púas (Hernández 2014, Montúfar y Torres 2009).

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partidas de interacción —ofrenda y sacrificio a cambio del buen temporal y buenas cosechas—, contribuyendo así a la renovación de un paisaje vivo y activo. La serpiente como símbolo del agua y la fertilidad intrínsecamente asociada a la dueña de las lagunas, es una de las principales deidades mesoamericanas. En nuestro caso la volvemos a encontrar en los objetos de madera tallada en forma ondulada que fueron entregados como ofrendas a las lagunas. Estos objetos han sido interpretados como los cetros rayo/serpientes que porta Tláloc, y por lo tanto vinculados a la lluvia y a la fertilidad. La relación serpiente/rayo : lluvia : forma ondulada habría sido el resultado de milenios de interacción semiótica (ver Junco y Vigliani 2012), pero también de la socialización de esas experiencias de interacción, lo que habría derivado en la realización de los denominados cetros rayo/serpiente. Ahora bien, más allá de la forma del objeto cabe resaltar también la materia de la cosa y por lo tanto la cosa como entidad y como agente. Estos objetos fueron tallados en madera de pino y encino, árboles muy extendidos en las zonas frías del centro de México. De acuerdo con Jacinto de la Serna, los “indios” del valle de Toluca rendían culto a estos árboles, a los cuales les atribuían alma racional; creían que antes de ser árboles habían sido humanos por lo que “los saludan y les captan la benevolencia para haberlos de cortar y cuando al cortarlos rechinan, dicen que se quejan” (2008: 207). En ese sentido, la esencia anímica del árbol y sus cualidades generativas (sobre todo considerando que habían sido humanos) también habrían desempeñado un papel importante en la comunicación con las entidades pluviales. Esto significa que no solo la forma serpentina del objeto (asociada tanto a la serpiente como al rayo) tendría incidencia en los efectos climatológicos deseados, sino también y fundamentalmente la esencia misma de la cosa (la madera del pino y encino). Finalmente, la propuesta que aquí expuse representa una diferencia sutil pero significativa respecto a las interpretaciones que tradicionalmente se hacen de los objetos y ofrendas rituales así como de los lugares en el paisaje. Si para la conceptualización prehispánica del paisaje tomamos en cuenta no solo la observación del entorno sino más bien la interacción y comunicación con entidades no humanas desde un marco ontológico relacional, encontraremos un paisaje vivo y activo habitado por una comunidad mucho más extensa que la conformada por humanos. Bibliografía Aguilar, Cristina e Isabel Martínez 2009 “Articulando la vida: reflexión comparativa entre nociones yoemem y rarámuri sobre las entidades físicas y anímicas”, en C. Bonfiglioli, A. Gutiérrez, M. Hers, M. E. Olavarría (eds.), Las vías del noroeste II: propuesta para una perspectiva sistémica e interdisciplinaria, UNAM-IIA, México, pp. 561-576. Ofrendas que hablan, lagunas que escuchan

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