VEINTIOCHO Sobre la desaparición

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Descripción

VEINTIOCHO Sobre la desaparición

Eugenia Guevara

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Escrito con el apoyo de una beca otorgada por el Fondo Nacional de las Artes.

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A mis desaparecidas: mi madre, Nilda Susana Salamone; mi tía Ángela Alicia Salamone y mi abuela paterna, Eugenia Francisca Turri. A mis abuelos que fueron mis padres, Nicolasa Zárate y Arcángel Salamone. A mi primo Santiago Roca, a quien no he vuelto a ver desde 1976.

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Agradecimientos: A mis tías Cristina, Silvia y Ana, por todo. A mis amigos ‘afectados’, Florencia Mangini y Germán Scelso. A Luis Gusmán y Andrew Graham Yool, por sus cartas de referencia y apoyo ante el Fondo Nacional de las Artes. A María Celina Maser, por su amistad y por presentarme a Graham Yool. A María Moreno, por los consejos. A mis psicoanalistas Guillermo Izaguirre y Elbio Degracia, por el análisis. A mis amigos, en orden de aparición: Sylvia Nadalin, Fernanda Vivanco, Analía Iglesias, Sofía Alurralde, Pilar Ortega, Giselle Rodas, Lía Noguera, Cecilia Perna y Eduardo Dias Fonseca, por la contención y la comprensión. A mi editor Juan Maldonado, por la calidez, la confianza y las sugerencias. A Gabriela Halac, por leer y conectar. A Javier Ferreyra y Ricardo Cabral, por las observaciones.

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PRIMERA PARTE

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UNO Primer sueño

Es el fin del mundo. La salida parece imposible. Por eso hemos sido convocados a esa proyección que nos develará algo de suma importancia para nuestro destino. La sala está a oscuras. Llego tarde, me siento detrás. Estoy ansiosa. La película empieza. La chica en la pantalla toma fotografías. Es plácida. Luego aparece sentada, el pelo recogido, un espejo blanco con marco de mimbre se apoya en su falda. Quizás, el sillón que la contiene sea también de mimbre blanco. Tiene las piernas cruzadas y, sobre el espejo, ha pegado en fila seis negativos dorados por el paso del tiempo, dejando un centímetro entre cada uno. Los mira. El público se deja encantar por ella. Es como si su tranquilidad tuviera poder de contagio, como si en su mirada serena ante esos viejos negativos, que nunca veremos, se encontrara la esperanza del mundo. Lo que más me asombra es que esa chica soy yo. Recuerdo haber vivido esos momentos íntimos que ahora veo ven vemos en la pantalla de esa sala que no es muy grande. Y lo que no entiendo es cómo fue que me filmaron, cómo hicieron para captarme tan de cerca, cómo pudieron revelarme a mis ojos y a los de aquellos extraños sin que me diera cuenta. Cuando el asombro pasa, me dejo enamorar, como todos, por la imagen de mí que veo. Ahora tengo el pelo suelto, estoy vestida de domingo en un sentido metafórico porque, literalmente, los domingos no me visto de domingo. Estoy con mi abuela, ambas contentas, paseando y mirando, en un local enorme, mezcla de librería con café, con paredes de madera cobriza. No sé cuántos años tiene ella. Pero se mueve con agilidad y en su cara es imposible suponer alguno de los dolores que suelen torturarla. Es probable que alguna vez hayamos vivido una tarde así. El estado contemplativo o íntimo de las

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escenas anteriores ha quedado atrás. Ya no estoy sola, sino acompañada y en público. Me siento bien. Noto entonces que el episodio de la librería se desarrolla después de la proyección. La gente que me cruzo en ese lugar, acompañada por mi abuela, ya me ha visto, me ha reconocido y me ha tomado cariño. Solo que, en la película, el momento en que notamos que la chica es la esperanza no está. Entre el sillón de mimbre y la librería, ha habido una elipsis: el cine. Nuestro presente. Lo que sigue, corriendo en imágenes, es el futuro. Ahora, me encuentro en el baño de la librería, y escucho que la gente habla de mí. Todos me quieren. Cuando tiro la cadena, porque esa acción es la que el director o directora, a quien desconozco, ha decidido mostrar, sonrío al escuchar cuánto amor hay para mí en el mundo exterior. Al salir, una mujer parecida a una que conocí hace muchos años y trabajaba de archivera, aunque quizás sea ella, me increpa: no es posible que la esperanza del mundo vista de domingo. Le explico que verse bien, tener una imagen armónica o estética, no se contradice con un estadio de paz espiritual, o de lucidez intelectual. No sé si la convenzo, pero sé -en la pantalla y en la platea- que no es ni será fácil ser la esperanza del mundo.

DOS Empezar

Este libro se llama Veintiocho porque mi madre, Nilda Susana Salamone, desapareció a sus 28 años, en la última dictadura militar. Cuando cumplí esa edad pensé que era el final, sobre todo después de descubrir, leyendo su testimonio escrito en cautiverio, que en muchos aspectos nuestras vidas se parecían. Creí que iba a morir como ella a los 28, pero aún estoy acá.

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Mi madre tenía dos fechas de desaparición. La oficial, el 15 de noviembre de 1976 1, y otra, un año después. De esa supe al leer un borrador de lo que mi abuela declaró en el Juicio a las Juntas en 1985, que había encontrado hurgando en un ropero. Así me enteraba que mi madre había sido secuestrada en La Plata en noviembre de 1976 y que semanas después se había contactado con su familia en Córdoba. Mi abuela sostiene que alguien que dijo ser ella llamó por teléfono a mi abuelo al taller donde trabajaba; para mi tía Ana, se comunicó a través de una carta. De cualquier forma, el mensaje era el mismo: quería vernos y enviaba una dirección en La Plata para que fuéramos. Lo hicimos. Cuando mi abuela se dio cuenta de que el lugar indicado era una dependencia policial, me dejó a cargo de Anita, que tenía 17 años, en una esquina a pocas cuadras de allí y se presentó sola. Preguntó por mi madre. Los oficiales le negaron que estuviera y cuando ya estaba a punto de darse por vencida, Susana apareció. Su cuerpo, y su ánimo, estaban desahuciados. La tortura había dejado sus marcas. Corrió a abrazar a mi abuela y le dijo: “No tuve más remedio que hacer esto”2. Mi madre había aceptado colaborar, convencida por sus carceleros de que esa era la única forma de seguir viviendo. La visitamos un par de veces: mi abuela, Ana y yo, y una vez mi abuelo, a pedido de ella. Compartimos con los demás miembros de su grupo, el de los Siete3, y sus familiares, algunas jornadas donde parece reinar la armonía, coronada por la presencia del sacerdote Christian Von Wernich. Les prometen un viaje: una parte del grupo irá a Brasil, los demás a Uruguay. Pasa la fecha de la partida, en noviembre de 1977, y las familias empiezan a esperar novedades de sus hijos desde el exterior que nunca llegan. Entonces escriben cartas pidiendo información. Van y muchas vuelven, sin que ni siquiera los sobres hayan sido abiertos. Un sello enorme dice: “regresar al remitente, 1 Legajo CONADEP Nº 2965. 2 Sección Política, diario La Voz del Interior, 9/5/1985. Córdoba, Argentina. 3 Los otros integrantes de su grupo eran: Cecilia Idiart, Héctor Moncalvillo, Liliana Galarza, María del Carmen Morettini y los hermanos Pablo y María Magdalena Mainer.

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destinatario desconocido”. El tiempo sigue pasando. Hay más cartas, dirigidas al Ministerio del Interior, que responde todos los años con una máxima idéntica: “se ha recabado la información respectiva a las autoridades competentes sin resultados”. Eso es precisamente desaparecer.

Construir la historia ha sido difícil. Aunque había información sobre el destino de mi madre, no era suficiente. Se creía que había sido asesinada, junto a otros integrantes de su grupo, por una inyección letal que les colocó el médico Jorge Antonio Bergés. Luego los habían trasladado - quizás la habían ultimado con un disparo en el trayecto - y habían quemado sus cadáveres en un predio en Avellaneda.4 Escribir este libro fue un proceso largo y doloroso pero necesario para liberarme. Estaba segura que hacerlo y editarlo, iban a permitirme enterrar a mi madre y vivir mi vida. Sin embargo, como su exposición pública se demoraba, mi futuro también. Los acontecimientos previos a la edición han sido muy raros y afortunados, dentro de lo trágico. Porque en esta historia en la que tenían peso fundamental lo sobrenatural, lo inexplicable y lo esotérico, todo se entrelazó de manera dramática para el gran desenlace. Y también el final me había sido revelado, anticipado, advertido, como tantos otros detalles relacionados con el destino de mi madre, desde hacía mucho tiempo, como en una buena película. El mismo día5 que Carlos Somigliana del Equipo Argentino de Antropología Forense (E.A.A.F) me informó que habían identificado los restos de mi madre, encontrados en una fosa común6 con los hermanos Mainer, en el Cementerio de Avellaneda, recordé dos 4 Lo más concreto que existía era la declaración de Julio Alberto Emmed frente a la CONADEP (Leg. 683), que luego desmintió en el Juicio a las Juntas en 1985. En la revista El Porteño, diciembre 1984, se publicaron fragmentos de su declaración, págs. 44 a 48, Buenos Aires. También en el Nunca Más, había datos sobre este caso. 5 Fue el 9 de diciembre de 2014. 6 Los restos fueron hallados en el Sector 134 del Cementerio Municipal de Avellaneda, Provincia de Buenos Aires.

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películas que me prepararon, como las lecturas de la adolescencia, para esta noticia que implicaba un increíble giro de la historia. La primera fue el documental Tierra de Avellaneda (1996) de Daniele Incalcaterra, que había visto en un cineclub con mi abuela y con Anita en oportunidad de su estreno. Justamente sobre el trabajo del E.A.A.F. en el predio del Cementerio de Avellaneda donde, en el sector D1, hallaron a mi madre, en algún momento entre finales de los 80 y principios de los 907. La segunda era Viaje en Italia (1953) de Roberto Rossellini. En ella el personaje de Ingrid Bergman, de vacaciones por Italia, se angustia ante las imágenes de embarazadas y cadáveres que la rodean. Su rostro desesperado mira esas situaciones que la afectan hondamente, en el contexto de su matrimonio en crisis, y conmueve. El momento que prefería era aquel en el que ella y el marido asisten al desenterramiento de una pareja en Pompeya, que había quedado bajo la ceniza del volcán Vesubio mientras hacía el amor, en el año 79 D.C. Yo mostraba siempre esa escena cuando daba clases de historia del cine: ella se quiebra ante el relato del arqueólogo y los cuerpos aparecidos. La tensión que siente, atraviesa la pantalla y me toca. Me hace reír nerviosamente cada vez que la veo. Así que, como el milagro que parece que va a unir a Ingrid y a su esposo al final de la película de Rossellini, a mí también me tocaba uno: encontrar a mi madre y completar, al menos en parte, su historia. Desde el día que fui a extraerme sangre al E.A.F.F. hace diez años se me grabó la idea de que los cuerpos hablaban. Y permitían reconstituir de forma más o menos fidedigna la muerte de los desaparecidos. En el informe antropológico que describe los resultados de la investigación leo qué decía el esqueleto de mi madre, al que desde 2008, varias veces se le intentó extraer ADN nuclear, el que permite la comparación con los familiares, sin éxito hasta 2013. Mi madre tenía una 7 “Los restos esqueletarios denominados Av-D1-1 fueron recuperados de una fosa común y sincrónica. Se trata de una fosa común ya que en la misma se recuperó un total de tres esqueletos y sincrónica ya que los esqueletos fueron depositados en un único evento” (Informe Antropológico Forense).

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lesión en el cráneo, producida en el momento de su muerte pero no podía concluirse que esa había sido la causa o el modo. Recordé la inyección. No había balas, con lo cual, no había sido ultimada, y si bien su cadáver no había sido quemado, sí había sido cortado con una sierra manual.

Para dar forma al mito o a la historia, a la heroína o a la mujer, para construir la figura de quien fue mi madre, y para creer disparates rozando lo místico o lo divino sobre la unión que existe entre nosotras, resultó imprescindible y totalizadora su propia visión. En el mismo instante que el borrador de la declaración de mi abuela encontrado en el ropero me revelaba que había otra historia, supe que existía un escrito a máquina de unas cuarenta páginas, que ella había podido enviar fuera durante su período en cautiverio. Sus memorias8. Durante años, mantuve un respeto sepulcral a la dedicatoria, escrita a mano: “para vos mamá” y “para vos mi amor”, que era yo. Pero a la luz del paso del tiempo, retomar sus palabras finales y hacerlas públicas, aparece como una urgencia. También lo ha sido hablar, por eso, aunque Veintiocho es el relato de una hija de desaparecida que ha dejado de serlo, he querido mantener mi testimonio, tal como lo he escrito antes de vivir el milagro de enterrar a mi madre.

TRES Hablar

8 Según mi abuela, mi madre le pidió autorización a Ramón Camps, Jefe de Policía de la Provincia de Buenos Aires, para escribirlas. Él se la dio y le impuso una condición: la supervisión del contenido antes de dejarlo salir. Además, le dijo que no entendía cómo, una persona inteligente como ella, podía haberse involucrado en “eso”. Mi madre entregó el escrito a mi abuela, cuando viajó a verla con mi abuelo. Al tiempo de tenerlo conmigo, noté que no se trataba de un original, sino de fotocopias.

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En mi casa no se hablaba de la historia. Mis abuelos tenían que seguir viviendo. Había hechos: estaban mi abuela, que era mami, y mi abuelo, que era papi. Pero yo sabía que no eran mis padres. Cuando era muy chiquita me hablaron de un viaje para justificar las ausencias. Después empecé a recibir cartas de mi papá desde la cárcel, en La Plata. Me contaba de la imposibilidad de estar conmigo porque no lo dejaban y también hablaba de “mamá Susana”: escribía que la buscaríamos cuando él saliera y si no la encontrábamos, la íbamos a recordar y querer siempre. A los 9 años debuté en terapia. Comenzaba a vivir con mi padre liberado, su nueva mujer y mi hermano recién nacido en Burzaco, en el Gran Buenos Aires. Obviamente, allí tampoco se hablaba de mi madre o de la historia. Es decir, no la recordábamos ni la queríamos. Decidí huir de la casa, no por eso, por miles de razones, pero no se puede llegar muy lejos a esa edad. Días después del escape frustrado, llegué tarde y ensangrentada a la escuela, porque había perdido mis lentes, y me había chocado de frente con un canasto de basura. Me corté la ceja, aún conservo la cicatriz. La maestra de quinto grado habló con mi padre y su mujer por mi comportamiento y les dijo que yo le había contado mi triste historia para recibir trato especial. No sé qué le dije de extraordinario, ni con qué intención; pero recuerdo haber charlado con ella, apoyada en la gruesa pared que dividía el patio de las aulas. Ella les sugirió que me enviaran a terapia. Para llegar hasta el dispensario donde el joven y apuesto psicólogo me atendía, tenía que tomar un colectivo hasta Adrogué, la próxima ciudad. Me hacía dibujar, contarle cuentos a partir de imágenes de familias de animales, quería que le hablara, le contara cosas. Siempre tenía con qué entretenerlo. Le comentaba de mis amigos del barrio, de los objetos que se me caían y se rompían, de los castigos que recibía ante cada torpeza, pero nunca le hablé de mi madre. Incluso creo haberle inventado una hazaña o un reto, en más de una ocasión. Un día, meses después, me dio de alta.

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Al empezar el secundario, volví a Córdoba, con mis abuelos. Era marzo y costó encontrar un colegio, pero logré ser admitida, por mi peculiar historia, en la misma tradicional Escuela Normal sarmientina en la que había estudiado mi madre y tres de mis cuatro tías. El primer día de clases me presentaron ante el curso porque hacía más de un mes que las clases habían empezado. Era “la nueva”, escondida detrás de un conjunto de ropa deportiva y un par de anteojos de miope. No recuerdo cómo empecé a relacionarme con L. y H., supuestas “primas”. Sí cuando reparé por primera vez en L. Una profesora dijo su apellido para que expusiera una lección sobre los griegos. Ella se levantó. Tenía anteojos, la cara redonda, el pelo oscuro. Al verla pensé que mi madre, a su edad, debía haber sido muy parecida. H. vino junto con ella. No hablaba. Un día, yo dije algo al pasar sobre mi historia. Entonces, L. la acusó: “ella tiene padres desaparecidos”. La miré. H. estaba sentada a mi lado. No dijo nada, pero asintió. Creo que la profesora no había llegado, o sí, y me permitió salir. Fui al baño que estaba vacío. Caminé toda su extensión y fui hasta la enorme ventana, que daba al jardín y a las rejas que nos separaban de la calle, y lloré. Fue un llanto seco, corporal. Después, abrí la canilla, una de las tantas en hilera, me mojé la frente, las sienes y levantando la cabeza, mirando al techo, exclamé: “¡Dios mío!”. ¡Mi compañera de banco era hija de desaparecidos! Habían pasado algunos meses desde el comienzo de clases y ninguna de las dos lo sabía. Eso era exactamente la imposibilidad de hablar. A partir de entonces, era natural de vez en cuanto ir agregando a quienes habían sido nuestros padres, un detalle, una anécdota, un nombre de guerra, un posible destino. Sin embargo, ninguna de las dos sabía mucho. En realidad, menos de lo que creíamos.9 Sus abuelos le habían contado la verdad en el momento que empezaba el secundario. Antes,

9 Ahora sé que sus padres no eran desaparecidos. En Internet encontré que fueron asesinados en febrero de 1976 en el monte tucumano. Pertenecían al ERP (Ejército Revolucionario del Pueblo).

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se habían comportado como si fueran sus padres. A ellos no les gustó que nos conociéramos, que intentáramos hablar. Después L. se mudó de país. H. y yo nos quedamos solas. Nos teníamos mutuamente, pero también dejábamos de tenernos. Con el resto del curso se mantenía una actitud de “ser distintas”. Y rebeldes. Y feas, acomplejadas, pobres, intolerantes. Un día, Guillermo, un compañero, me preguntó por mi mamá. Como si hubiera estado esperando siglos la oportunidad, le escupí: “Mi mamá era guerrillera. Está desaparecida”. Me encantó hablarle así. Él abrió mucho los ojos y enrojeció. No esperaba semejante confesión. Me sentí plena. Sabía que iba a causar impresión en él. Desde el episodio de la traición de la maestra de quinto grado, tenía pánico de que creyeran que contaba mi historia para dar lástima o recibir trato especial, por lo que muchas veces, la mayoría de las veces, preferí callar. O mentir. Siempre resultó más fácil decir “están muertos”, que contar la verdadera, intrincada historia, no exenta de lecturas maliciosas según el interlocutor.

CUATRO Leer

Cuando empecé la escuela en 1981, ya sabía leer. Me acuerdo que cuando mi maestra, la señorita Dora, empezó con eso de “mi mamá me mima” y “mi mamá me ama”, sentí aburrimiento. No sé cuál fue el primer libro que leí. Sí tengo imágenes mías, ya un poco mayor, revisando los libros de la biblioteca que había quedado en la casa de mis abuelos. Porque además de los codiciados libros de mi madre que desaparecieron (algunos con ella; otros antes, en mudanzas, escapes y rapiñas), muchos habían estado

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guardados en cajas, en el cuartito del patio, y las ratas se habían ensañado con ellos. Los tiraron, antes de estuviera en edad de echarles un vistazo. Cuando me mudé a Burzaco la lectura se convirtió en mi pasatiempo preferido, mi anestesia, mi bálsamo. Además de los muchos libros y revistas que había en la biblioteca de la casa, me había hecho socia de la biblioteca pública, al lado del viejo cine. El primer libro que saqué fue Annie, la historia de la huérfana que era adoptada por un millonario, y que casualmente, había sido la primera película que vi en al cine, en una función doble, que incluía una versión de El hombre araña. Empecé a leer Annie. No sé precisar ahora, qué era lo que me atraía tanto, más allá de la cuestión obvia de la identificación; no podía dejarlo. Esa misma noche, bien tarde, la mujer de mi padre apareció en mi puerta con cara de pocos amigos y me dijo que era hora de apagar la luz. Lo hice. Esperé un buen rato en la oscuridad. Después, trasladé el velador con cuidado, tratando de no hacer ruido, abajo del escritorio. Me acurruqué a su lado, prendí la luz y retomé la lectura de Annie hasta que lo terminé al amanecer. Recuerdo el canto madrugador de los gallos mientras aclaraba. En la adolescencia, de regreso con mis abuelos, la relación con los libros se transformó en carnal, intelectual, espiritual, todo al mismo tiempo. Ellos me daban las respuestas que no encontraba o que ni siquiera sabía que tenía que buscar. La literatura me revelaba fragmentos o aspectos de una historia que me pertenecía. Me advertía, anticipaba, predecía y detallaba, en algunos casos, el horrible asesinato de mi madre. El primer libro que me dejó sin hambre, sueño y me embargó de sensaciones de angustia, que solo se repetirían en relación con el amor, fue un best seller sobre la reencarnación: Verde oscuridad, de Anya Seton. Había dos mujeres llamadas Celia. La protagonista, una rica joven norteamericana recién casada con un sir, en la campiña inglesa en 1968, y quien se suponía que ella reencarnaba, en el año 1552, en la época

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Tudor, una joven que había nacido bajo el signo de Géminis, como mi madre y yo. La primera Celia intentaba reparar a la Celia del pasado que, por su relación prohibida con un monje benedictino, había sido tapiada viva estando embarazada. En el castigo que Celia había recibido por su amor prohibido, tan prohibido como el compromiso político de mi madre, la religión o más bien, las reparticiones de la religión en la Tierra, tenían un papel fundamental. Mi madre se “quiebra” y mira hacia Dios, esa fuerza superior en la que ella no creía, y recibe la bendición del padre Von Wernich, antes de ser asesinada brutalmente como la Celia de la época Tudor. Más tarde vino Odessa de Frederic Forsyth, otro best seller, sobre un periodista freelance alemán en busca de un reportaje para vender el día del asesinato de John Fitzgerald Kennedy que se encuentra con otra historia. Un viejo se suicida con gas en una pobre pensión y deja su diario de sobreviviente del campo de concentración de Riga. El periodista lo lee y comienza a buscar a Eduard Roschmann, el responsable del campo que permanece impune. Para eso, debe enfrentarse a su entorno (su madre, su editor, su amigo detective) que no quiere ver, no quiere escuchar, no quiere saber y además, le desaconseja hacerlo. El periodista era la primera persona que leía el diario del viejo, que había sobrevivido solo para contar lo que había pasado y, después, se había dado cuenta de que había otros que podían testimoniar mejor que él. Sintió que no era nadie, o era uno más, uno de los cientos de miles que habían pasado lo mismo. Su testimonio, pensaba el viejo, no le importaba a nadie, carecía de valor. ¿Qué hubiera pensado mi madre del valor de su testimonio si hubiera sobrevivido? Finalmente, logré liberarme de las verdades de best seller y encontré, otra vez en la biblioteca de mi casa, un libro más interesante. El largo viaje de Jorge Semprún10. El 10 El libro es la primera novela (1963) del escritor y guionista (entre sus créditos se encuentran, La guerra ha terminado de Resnais, Z de Costa Gavras). A Jorge Semprún tampoco le perdonaron que sobreviviera. Su hermano Carlos denunció en su libro

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relato de su viaje en tren, dieciséis años antes, aplastado junto a otras 120 personas, rumbo al campo de concentración de Buchenwald, en Weimar, Alemania. Va y vuelve a ese viaje, hacia atrás, a los tiempos de la resistencia, la militancia, los operativos, las caídas, las torturas, la prisión, la quebradura, la traición, y hacia delante, los que vieron y callaron, los que no quieren saber, las consecuencias, el sobrevivir y Semprún mismo, explicando porqué necesitó olvidar durante dieciséis años para poder contar. Cuando descubrí que mi madre había tenido un año más de vida, bajo el control de los militares, y que además había dejado escrito su testimonio para mí y mi abuela, no pude más que archivar la cuestión. Por entonces, oportunamente, hubo un acercamiento con mi padre, con quien no me relacionaba desde los 12 años. Tuvimos una cena en la que le pregunté directamente por los “quebrados”. Y me habló de esos años en los que ya nadie creía en la victoria. Solo quedaba para un sobreviviente, como ella pensó que sería, rescatar lo que aún no habían destruido: la familia. Él me contó que ella había tenido la posibilidad de encontrarse con él en esas circunstancias, pero no quiso hacerlo. Eligió no verlo por última vez. Mi padre me recomendó Recuerdo de la muerte, de Miguel Bonasso. Lo leí, me lo prestó él. Nunca se lo devolví. Me atrajo el comienzo del libro, con el padre del protagonista (sobre) viviendo el bombardeo a la Plaza de Mayo, el 16 de junio de 1955. Un intento golpista que meses después tuvo éxito, cuando la “libertadora” revolución antiperonista cumplió con sus objetivos. La historia de mi madre empezaba ahí. Con la proscripción de su origen político. Ella recuerda en su escrito cuando vinieron a llevarse a mi abuelo, que estaba durmiendo11, por ser afiliado peronista. Un compañero de trabajo lo había señalado como el jefe de una banda que preparaba explosivos. ¡Mi autobiográfico A orillas del Sena, un español (2006) que Jorge había sobrevivido al campo de concentración porque había sido Kapo. Carlos Semprún se autodefine así: “Me he convertido a un capitalismo liberal en democracias liberales. Con lo cual, para muchos progres, soy extrema derecha”. 11 Ella refiere que este hecho sucedió en 1955, pero ocurrió en abril de 1956.

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abuelo!, que cumplía esa consigna peronista, de casa al trabajo y del trabajo a casa. Fue doloroso después seguir internándome en el mundo descripto por Bonasso, e imaginar, por primera vez, a mi madre en las situaciones de tortura. Era extraño presenciar a través de la lectura, la resistencia de un inquebrantable como Jaime Dri, el protagonista, cuando mi historia se trataba de lo contrario. Seguí viviendo. Me casé un par de años después, a los 22, y vivíamos en una casita donde estaba sola mucho tiempo. Fue por entonces, embargada de emociones violentas (recién casada, mi abuelo perdido y enfermo, muriendo poco a poco en un geriátrico), cuando una noche le dije a mi tía Ana, quien había sido elegida por mi abuela, por su profesión de psiquiatra y su buen sentido, como guardiana del escrito de mi madre, que quería leerlo. Fui a dormir a su casa para hacerlo. Fue una noche larga, reveladora. Lloré varias veces, me detuve para hacerlo bien, preguntándole a mi tía por qué. Fue sorprendente descubrir que mi madre y yo habíamos sentido lo mismo en la adolescencia. El mismo amor por mi abuela. La misma sensación de rechazo y deseo de pertenencia a los grupos que en la escuela eran distintos de nosotras. Las chicas que salían a bailar, se compraban ropa, pensaban en cómo ser más lindas, en novios. Y ella, y yo, tan diferentes, tan acomplejadas, tan distantes y extrañadas de las demás. Fue importante leer sobre su viaje a Cuba pasando por Europa y la descripción de algunos operativos. Fue enternecedor sentir su miedo y a la vez, su valor. La lectura se tornó mucho más dolorosa en el momento en que, como un embrión que está tomando forma, aparecí yo en su vida. No podía creer la posibilidad de encontrarme con ella, de encontrarnos más de 20 años después, de conocerla a través de sus palabras, de enterarme cómo la habían torturado, de saber que se había enamorado de F., uno de sus carceleros. 12 12 F. corresponde a un capitán que mi abuela conoció con el nombre falso de Federico Asís o Assís, en la Brigada de Investigaciones de La Plata. En algunas fuentes (como el libro Maldito tú eres, de Hernán Brienza) se indica que su nombre real era José Alfonso

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Fue desconcertante, a pesar de que en las condiciones en que fue realizado su escrito, no le quedaba otra opción que arrepentirse de su juventud perdida y entregarse a Dios, gracias a las intervenciones del oportuno y piadoso Von Wernich. Desde entonces, el escrito está conmigo. Leerlo es devastador. Por eso, lo he hecho en contadas ocasiones.

CINCO Escribir

Más difícil que leerla fue escribir sobre nosotras. Ella, mi abuela, yo. Sobre mi tía Negra y mi abuela Gringa, también desaparecidas. Y mi abuelo Arcángel, mi padre. Desde segundo grado tengo recuerdos de haber escrito. La primera fue una historia de chinitos que peleaban por el poder. De los textos de infancia, lo que más persiste en mi memoria –porque nada fue conservado- es un comienzo de relato que se desarrollaba en un campo de concentración cerca de un bosque de pinos. Nevaba. Había alambres de púa y manchas de sangre. Una judía joven, prisionera, mantenía una relación amorosa con un joven oficial nazi. Mi relato no llegaba a más que eso, y lo taché, antes de romperlo y tirarlo a la basura. Después, escribí en la escuela, para la escuela y en mi casa, para mí, en mis cuadernos. Tuve una profesora de literatura, de ésas que marcan, que nos incentivaba a escribir. Después, elegía algunos textos y los leía en voz alta. Todos la escuchábamos, leyendo a través de su voz, lo que los demás habían escrito. Una vez, antes de leer uno mío, sobre el tema de nuestros sueños para el futuro, remarcó mi afición por la ironía, lo que me extrañó y me incomodó porque lo que yo había escrito constituía mi verdadero sueño Antillo. En otras fuentes, aparece como Federico Asiglia, el mismo que en el Vesubio era apodado Asís o Francés. Hace unos años, apareció la posibilidad de que se tratara de un militar de apellido alemán.

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para el futuro. Quería ser millonaria, ganar un Oscar, tener autos, vivir rodeada de lujos y popularidad. Mis compañeros se rieron, porque entendieron que era un chiste. Cuando mi tía Silvia, profesora de Historia me preguntó (ante la desoladora falta de estímulo que veía en sus alumnos secundarios) cuál era mi meta para el futuro, volví a hablarle del Oscar, pero le di más precisiones: sería por mi adaptación cinematográfica de Cien años de soledad. Cuando empecé la facultad volví a escribir. Relatos absurdos donde se repetían como elementos fundamentales el amor (siempre turbulento) y la muerte. Cuando tuve uno que me pareció más logrado, lo mandé a un concurso. Resultó seleccionado, junto con otros, y se publicó en una antología. Surgió de mi contacto con el mar. Mi primer contacto con el mar después de los 20. La sensación que me provocaron las olas, la atracción y el temor. El relato ocurría en un faro, del que un hombre acababa de hacerse cargo, en reemplazo de un viejo, que había desaparecido dejando unos cuadernos escritos con poesías y algunas fotos. El nuevo cuidador del faro dudó y dudó, escuchó versiones sobre el destino del viejo que al parecer estaba un poco loco y finalmente, recurrió a lo que él había dejado para saber la verdad. Antes, en el cuento, al que no pude titular entonces pero hoy llamaría “Las olas”, había aparecido la propia voz del viejo, perseguido, obsesionado por las olas, las moscas, la poesía y la soledad. El protagonista iba sufriendo un proceso de transformación, de conversión en el viejo desaparecido hasta morir de la misma forma. Ahora veo en ese cuento los restos de Odessa y me causa gracia. También me doy cuenta de que “Las olas” trataba sobre mí pero solo dos años después de escribirlo, leí el testimonio de mi madre, y solo otros tres años más tarde, pude relacionarlo con mi propia historia con ese escrito.

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A los 25 años me instalé en Buenos Aires. Mi abuelo ya había muerto y yo aún pensaba superficialmente que mi madre había desaparecido en 1976 a sus 27, o no pensaba en eso, porque aún tenía edad menor como para seguir siendo su hija. Mucho de lo que escribí a partir de entonces, sin ningún orden, o intención, tuvo que ver conmigo a partir de ella y lo que le pasó. También, para sistematizar algunas ideas y debido a mi acercamiento y posterior amistad con algunos chicos hijos de padres desaparecidos, los primeros que conocí en la edad adulta, porque en la adolescencia había estado H., decidí escribir una nota - ensayo para una revista13. Entonces hablé de mí, de y con mis amigos14, entrevisté a cuatro hijos más que conocí para la ocasión 15 y me reencontré con un compañero de la facultad, con el que no nos entendimos bien, que resultó hijo de fusilados y no de desaparecidos. Cuando la nota fue publicada, algunos de los involucrados se molestaron. Me sentí mal. Por un lado había contribuido a hablar de los hijos, de los que no habíamos optado por la legitimidad de la militancia pero sin embargo podíamos tener una posición ideológica de reivindicación en soledad. Por el otro, estaba el hecho de que, si bien en muchos aspectos los hijos de desaparecidos tendían a parecerse, me daba la impresión de que, finalmente, yo los había manipulado para reforzar o apoyar ciertas ideas mías sobre el tema. Por eso, y aunque mi deuda con mi historia me resultó saldada por bastante tiempo, tomé conciencia de que todo lo que hubiera que decir, sería solo mío, mi responsabilidad. Muchas ideas alrededor de la desaparición me asaltaban, en noches de insomnio, y las anotaba. A veces, las vivía con un entusiasmo infantil, como si se tratara de pequeños grandes descubrimientos. Pero había más: escribiendo me analizaba. Estudiaba como si se tratara de caso de laboratorio mi forma de vivir, de relacionarme, de amar. Escrutaba 13“Lugar de ausencias”, en revista Tres Puntos. Nº 208, Junio 2001. 14 Florencia Mangini y Germán Scelso. 15 Entre ellos, Esteban Herrera, primo de Florencia, y Andrés Habegger, cuyo documental Historias cotidianas (2001) me había resultado revelador.

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las causas, las probabilidades, las consecuencias de mi comportamiento y de las experiencias que me había tocado vivir. Sentía a través de lo que escribía, o solo escribiendo podía descubrir qué sentía. En el año 2001 dejé de trabajar y a comienzos del 2002, volví a vivir en Córdoba, porque necesitaba recuperarme, luego de un par de años difíciles. Allí comenzó a gestarse Veintiocho. Sin embargo, aún no tenía fuerzas para releer, más adulta, el escrito de mi madre, ni tampoco para escribir. Sí tenía tiempo para pensar, desempleada, con 27 años, sin nada que hacer salvo estar otra vez con los míos en una ciudad que se me había vuelto desconocida. Se sumó algo más: mi computadora explotó. Nunca supe por qué pero no hubo arreglo. Perdí todo lo que alguna vez había escrito. Lloré como si hubiera perdido a mi mejor amigo. El 25 de mayo de 2003 cumplí los 28. Había llegado la hora. Tenía la misma edad y mientas pasaban los días, más edad que la de mi mamá cuando la mataron. La idea de este ensayo estuvo durante mucho tiempo en mi cabeza, pero la misma incapacidad que me impidió leer, me impidió escribir. No fue solo una cuestión de voluntad. El pensamiento de que podía morirme antes de terminar, todos los días, durante meses, mientras Veintiocho emergía, jugó en sentido contrario al que podría suponerse: no me impulsaba sino que me paralizaba. Para enfrentarlo o afrontarlo fue, es y será necesario revolver, hacer el ejercicio de conectarse con la historia o con los pedazos de una historia; sacar a la luz emociones que están, claro que están, pero dormidas. Porque se trata de vivir la vida, como se puede, y para que se pueda, en algunos casos, como el mío, resulta imprescindible congelar o neutralizar la “historia” la mayor parte del tiempo.

SEIS

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Un sueño viejo

Camino por una calle expresionista. Las líneas aberrantes no se ajustan a ningún horizonte. Me cruzo con personas perdidas como yo. Visten harapos. Hay hambre en sus ojos, en el aire que respiramos con dificultad, en la oblicua estática de la noche. Hemos sobrevivido a la guerra, a una catástrofe natural, o a un desastre tecnológico. Un grupo ha formado una destartalada fila y cada miembro espera su turno para entrar a lo que creo es mi casa. Un rancho de madera quemada. Me ubico detrás del último hombre o es probable que avance, abra la puerta y entre con seguridad, dándome vuelta para mirar, extrañada, la hilera que he decidido ignorar. Adentro, sin una distribución que me permita imaginar humanos habitando el lugar, encuentro espejos y arañas con lámparas de vidrio aún encendidas. Hay ventanas y puertas. Tiendo a creer, no sé por qué, que los espejos, antiguos, deforman, aunque mi imagen no llega a reflejarse en ellos. Cuando quiero tocar lo que me rodea, espejos, ventanas o puertas, todo desaparece. Se desvanece, cae a mis pies ante mi angustia. La desesperación me atrapa. Quiero, necesito, tengo que, salvar algo, pero mi mano actúa como detonante, como una sutil dinamita que convierte aquello a lo que se acerca con intención de aferrarse en un polvo que, hamacándose delicadamente, desciende hasta ensuciar el piso. Los espejos devienen agua. Corro hacia las ventanas y me esfuerzo para sostenerlas de sus marcos, pero es inevitable. Las paredes caen también. Y allí me quedo parada en medio del polvo, mirando a los que aún esperan afuera, iluminados por la luna y algún farol que el desastre omitió. Busco en ellos, que me miran como si hubiera destrozado aquello que anhelaban, alguna respuesta que sé no encontraré. Todo se ha derrumbado.

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SIETE Sentir

Escribí16: Quizás porque consciente o inconscientemente he intentado negar el dolor, el dolor ha vuelto a buscarme. No puedo dejar de buscar emociones violentas para sentir que “siento”. Necesito que las cosas a mi alrededor se tornen imprescindibles y al mismo tiempo, inestables. Inasibles. Nulas. En lo extremo siento que “siento”.

¿Vaca o caballo? Una vecina, la de al lado, opinó “avestruz” contagiada por la definición entusiasta del novio de su sobrina. Yo tuve mucho miedo de que fuera “gato”. El mío. El nuestro. No estaba presente para ver el horror colgado de las rejas de mi casa, la de mi abuela. Después escuché el relato sobre la gran columna vertebral, la sangre espesa rodeando el cuadro, el gancho de carnicería, lo animal. Los vecinos del frente sí que lo vieron de cerca. El marido, amable, corrió hasta su casa para buscar una bolsa de residuos para meter los restos y al no poder hacerlo solo, le pidió ayuda a su joven mujer. Yo llegué tarde, cuando mi abuela lloraba, alterada, atemorizada. Me hubiera gustado ver la agresión en persona y también, haber encontrado alguna explicación.

Me atrae sentirme en el borde. Un tiempo, casi a punto de caer. Después, caer. Y lo mejor: sentir que estoy muy cerca de volver a caerme. Quiero pelear, sentir angustia, convencerme de que estoy sufriendo por los motivos equivocados y sufrir por ignorar los verdaderos. Esos no me dejarían sufrir como a mí me gusta. De manera infantil.

16 Corresponde al año 2002.

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Puse un subtítulo: Los (demás) monstruos

Y expliqué: Hace un año me obsesioné con la idea de que era un poco bruja y al mismo tiempo, con el destino, con la suerte que está echada. Estaba pasando por un estado de depresión nunca visto que me llevó a dedicarme a una sola tarea: el aprendizaje y posterior aplicación del tiraje de cartas españolas, con la ayuda de libros baratos y mucha voluntad. Quería saber todo: presente, futuro inmediato, mediato, a largo plazo, la muerte. El pasado. Todo, quería todo. Sabía todo. O al menos, tenía respuestas. Así que una noche, de las tantas de insomnio, después de rever mi vida desde otro punto de vista, a las 4 de la mañana, y no tanto para probar mi habilidad con las copas y los bastos, sino porque mi descenso a los infiernos estaba llegando muy bajo, les pregunté a las cartas si YO era el peor monstruo de todos, si YO era el Diablo. Porque de pronto lo que YO era, había desfilado delante de mis extrañados ojos como un despliegue de odio y resentimiento sin dirección alguna. Lo triste era que NO era un verdadero odio porque no era odio lo que sentía cuando sentía. No sentía nada.

Y luego, la narración se llenó de luz otoñal: No es que quiera que descanse que le digo “acostáte” a mi abuela, a la hora de la siesta. Necesito intimidad para poder fumar, pensar y gozar. Necesito unas horas sin charla. Le tengo miedo a los extraños. Mucho. Por eso siempre las mismas caras que giran y giran cerca de mí durante años. Otras se van agregando, pero a un ritmo pasmosamente lento. ¿Cuántas serán? ¿Una, dos, tres por año? Las demás se repiten, son ellas mismas,

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algunas veces un poco cambiadas o estancadas, pero ellas al fin y al cabo. Me gusta que se repitan. Le tengo miedo a los extraños. Mucho. Esa manguera chorreando me moja. Le dije “acostáte” pero entiendo que no me haya escuchado. Es un hermoso día. Un patio con plantas y flores. Ahora lanza el agua hacia mí. Me vuelve a salpicar. Mi abuela es así. Anoche estuve acomodando algunas fotos y quisiera verlas de nuevo ahora. Pero hoy ella no se quiso acostar. Vino una mujer que fue algo así como una amiga cuando no éramos mujeres. Está tocando el timbre. Mi abuela y yo nos escondimos porque ninguna de las dos tiene ganas de que ese personaje entre y termine “sacándonos algo” (comentario espontáneo de mi abuela): objetos, dinero, información, alegría. No se va. Se ha quedado sentada en la verja. Somos prisioneras. La espío por el agujero de la cerradura de la puerta de calle (a determinada hora de la noche, solo miro por ahí hacia fuera, cuando escucho algún ruido). Mi abuela cree que estoy nerviosa. Puede ser. También un poco loca. La situación me causa risa. Pero me dice que va a poner una escoba detrás de la puerta para que la indeseable se vaya. Lo hace. Esperamos. Yo soy de la teoría del gato. La que espera es alérgica. Pero el gato está más nervioso que nosotras y también ha optado por esconderse. Finalmente, la escoba funciona. Ella se va. Nos quedamos en paz.

Y recapitulé, para cerrar: Que todos sepan sobre mí, sin verme. Sin saber cómo soy porque no importa. Fluir. Entrar en cabezas. Sin exponerme. Acabo de cumplir 27. Es tonta la idea. Sí. Pero recuerdo a mi madre y siento miedo de morir. Finalmente, estoy sola, a la hora de la siesta, de regreso después de una temporada negra en mi casa de infancia, disfrutando del patio y el sol otoñal. No estoy tan loca como quisiera, pero fumar más me parece escandaloso. Además, si los ladrones

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me sorprenden saltando las tapias no voy a poder defenderme. O sí, quién sabe. Mirando alrededor noto qué difícil se hace humanizar a mi madre, sin haber compartido los mismos espacios. Compartimos “el patio” como anhelo, contención, reparación, provisión de buenos y cálidos momentos. Pero son dos patios diferentes. Mejor voy a entrar a la casa y cerrar bien la puerta. La siesta está muy silenciosa. Tengo miedo a los ladrones. Y de morirme. OCHO Infancia

No tengo recuerdos de la infancia temprana. Sé que cuando era un bebé y mi mamá vivía aún, mi vida era bastante agitada. Sé de viajes, interminables, entre Buenos Aires y Córdoba, la mayoría de las veces con mis abuelas; un mismo viaje de 800 kilómetros que se repetiría hasta hoy. Sé que era muy inquieta y movediza y que a todos les costaba un poco tranquilizarme o hacerme dormir. Primero a mi madre, que salía alterada; después, a la Gringa, que también se daba por vencida y finalmente, lo intentaba Anita, que con su calma, lo lograba. Cuando la Gringa viajaba conmigo en tren, me acostaba en el piso del vagón, bajo sus piernas, para evitar que me desplazara cuando se dormía. Sé que, una que otra vez, puso unas gotas de tranquilizante en la mamadera con leche. Lo cierto es que, a pesar de todas las movilizaciones, según cuenta mi abuela Chola, el bebé que yo era sabía soportar estoicamente largas esperas en estaciones terminales e incómodos viajes en tren o colectivo. Sé también que, cuando mi mamá vivía en La Plata, en un primer piso, había ideado una especie de soga con sábanas, para llegado el caso de que la vinieran a buscar, atarme y enviarme, amarrada, por la ventana al patio de la planta baja.

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No recuerdo a mi madre. Sí tengo algunas imágenes de la casa en barrio Empalme donde ella pasó su feliz infancia y de donde mis abuelos tuvieron que irse. Un poco, o mucho, por mí. Los vecinos pasaban por la puerta de la casa y al verme, se acercaban y acariciándome la cabeza enrulada decían: “Pobrecita, pobrecita la chiquita de la Susana”. El cuadro se repetía a diario y mi abuela no lo soportó. La decisión fue tomada después de un robo, violento, en el que no les dejaron ni sillas. Fueron hombres encapuchados (¿policías?), con armas y promesas de no tocar a los bebés que dormían (mi primo Martín y yo), si todos se portaban bien. No les fue fácil en esos económicamente trastornados años 78 mudarse a un lugar medianamente potable sin dinero extra para sumar. Vendieron su casa enseguida, pero no consiguieron un lugar donde pudiéramos vivir. Y como un milagro, apareció cuando ya no lo creían posible, una casita en barrio Los Plátanos, “como de cuentos”, según mi abuela. Esa fue desde entonces y hasta hoy nuestra casa. De la casa que dejamos guardo instantáneas o películas de pocos segundos: recuerdo haber recogido de manos de mi abuela un ramo de violetas que acababa de cortar del jardín y llevárselo a Anita que estaba estudiando, enfrascada en unos gordos libros de Medicina; recuerdo estar sobre una cama, mirando a mi tía Silvia limpiando el piso de un cuarto y de contenerme para no saltar y estropear su tarea, y recuerdo, haber visto la llegada de mi tía Cristina con cara preocupada (o enojada) y muchas bolsas, desde una altura menor a la de la mesa del comedor. También creo recordar en flashes a aquel patio, tan importante para mi madre y sus hermanas. Estaba separado del de las vecinas, unas mujeres viejas, por un alambrado y un ligustro que yo atravesaba para irme con ellas. Me gustaba escaparme. A las señoras les encantaba encontrarme entre sus plantas. Cuando oían a mi abuela en su patio llamándome, salían a avisarle que yo estaba ahí. La paz no era algo que me definiera.

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La casa de Los Plátanos ha sido mi hogar más estable. Forma parte de mi vida aún. De alguna manera mis abuelos encontraron paz ahí. Pocas cosas han cambiado. El baño de azulejos celestes, con cucarachas en verano, se transformó en uno de cerámicas de tonalidades beige y hace más de diez años que no veo ningún bicho. La humedad de la pieza que da al patio, la de mi abuelo, nunca ha podido erradicarse. Es raro que en el dormitorio de mi abuela no pase lo mismo. La pintura se mantiene inmaculada durante años ahí, mientras se cae a pedazos en el resto de la casa. Me gusta mirar el aparador con sus copas de cristal que está en el comedor de techo súper bajo, no por el aparador en sí, sino por el brillo de las copas y los dos vasos de whisky que aumenta al reflejarse en el fondo vidriado del mueble. Yo era como una hija única, pero de abuelos. En algunos períodos mi tía Silvia y mi primo Martín vivían con nosotros; igual, si no, al mediodía y a la tarde, Martín solía estar. Jugábamos en ese patio que fue pareciéndose al que habíamos abandonado. Mi abuelo tenía un cuarto para sus herramientas. Había llaves inglesas y francesas de todos los tamaños ordenadas puntillosamente. También cajas de lata de repuestos llenas de clavos, tornillos, tachuelas y objetos metálicos que no sabría definir. Uno de los juegos era saltar desde arriba del techo del cuartito. Habíamos encontrado allí un paraguas amarillo viejo y destartalado e imitábamos a Mary Poppins, de quien tendríamos alguna referencia. Un día Martín se cayó intentando volar y se lastimó la cara con el armazón oxidado del paraguas. Me sentí culpable porque no me había pasado a mí. Nos retaron a los dos. Otra vez jugamos a agujerear la medianera para espiar a los vecinos. Lo hicimos pacientemente, como si fuésemos presidiaros buscando la libertad, con un palo de escoba, al que hacíamos rotar en un punto determinado. Después de días de trabajo vimos aparecer el esperado hueco. Y pudimos espiar.

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Cuando nos íbamos, lo tapábamos con barro. Pero el vecino se dio cuenta enseguida, y nos acusó, antes de volver a tapar el hueco con cemento, muy enojado. Con Martín éramos como hermanos. Su papá también era preso político, y por esos años, el suyo y el mío coincidían en su lugar de reclusión. Él recibía también cartas y dibujos preciosos, el mismo tipo de dibujos que recibía yo de mi papá. Ambos padres se atribuían la autoría de sus obras, pero yo siempre he imaginado que habría un verdadero artista entre ellos que dibujaba para todos los hijos de los presos. Recuerdo, en general, haber vivido los años de infancia allí muy tranquila y feliz. Al principio, mi tía Ana vivía con nosotros, después se fue. Recibíamos luego sus visitas, así como las de mis otras tías con sus hijos, Cristina con Marcos, Silvia con Martín. Mis abuelos se hablaban poco y a veces, se peleaban. Con mucho respeto. Se trataban de usted. Yo dormía con mi abuela en camas contiguas. El hecho de que nuestra ventana diera al frente siempre me dio miedo y a veces, a la noche, cuando no me podía dormir veía a través de las ranuras de la persiana sombras de hombres, ladrones, asesinos, acechando. El dinero de mi manutención provenía de la jubilación de mi abuelo, la mínima. No nos visitaban parientes, todos los tíos y primos que mi madre evoca. Salvo uno que vivía cerca, Luis, sobrino de mi abuelo, y Rosa, la “tía rica”, la maestra, hermana de mi abuelo, que venía puntualmente todos los 24 de octubre, cuando él cumplía años.La rutina diaria se repetía. Se almorzaba a las 12, se dormía la siesta, se cenaba a las 19 en invierno y a las 20 en verano. Recuerdo las tostadas con manteca y el café con leche en el invierno y el puchero que se transformaba en ensalada a la noche en el verano. Los bollitos parecidos a facturas y el dulce de leche casero que mi abuela hizo algunas veces, el exquisito postre de chocolate con unas cucharadas de cacao, leche y maicena

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que era igual de bueno tibio que frío; la gorda pizza hecha de harina mojada con la soda de un sifón de vidrio y las hamburguesas con ensalada de arroz, huevo y tomate. Yo me iba a la cama a la hora en que la televisión dejaba de estarme permitida, y ellos se quedaban muchas horas más. Los molestaba toda la noche. Me levantaba varias veces al baño, les pedía pan, o agua, y me aseguraba diversión hasta la medianoche, quizás más. Solía escaparme, sin que mi abuela que estaba en la cocina me escuchara, y espiaba, a través de las cortinas turquesas que separaban el living del comedor, a Anita con su novio, en el divanlito. A los 5 o 6 años mi abuela me llevó a La Plata para visitar a mi padre en la cárcel. Casualmente, había terminado su gira de preso político, que comenzó en la Penitenciaría de Barrio San Martín en Córdoba en 1974, pasando por Sierra Chica, Coronda y Buenos Aires, en la misma ciudad en que había desaparecido mi madre. Para llegar hasta La Plata paramos una noche en Burzaco, en el departamento de soltera de la que después sería la mujer de mi padre y era por entonces algo así como su novia. Esa noche no dormí a causa de un ataque de tos. Mi abuela, y Silvia que había ido con nosotros, se la pasaron planchando paños para ponérmelos en el pecho. El día de la visita vi a otros chicos inquietos y problemáticos visitando a sus padres, llevados por sus abuelos. Sentí mucho miedo frente a ese señor, mi padre, pero me fui acostumbrando a su presencia y a sus acercamientos. La imagen que me queda del Jardín de Infantes: estar sentada en una sillita, mirar hacia un costado (desviar la atención de la señorita y dirigirla hacia otro lado, más interesante) y observar cómo, lentamente, una mosca entra en la nariz de una compañerita. La escuela primaria estaba a diez cuadras de mi casa, al lado del jardín de infantes. Me acuerdo del primer día de clases. Me llevó Anita a las 13 horas, pero el horario de entrada había cambiado y era a las 15. Hacía mucho calor. Tuvimos que esperar y

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regresar en plena siesta. En los primeros grados, mi abuela me acompañaba, hasta que en tercero, lo hacía hasta una esquina donde me encontraba con una compañera y desde ahí, seguíamos solas. No tuve amiguitos. Mi abuela me protegía mucho. Recuerdo un novio en la escuela, de primer y segundo grado, con el que nunca hablé. Iba un grado más adelantado que yo. Se llamaba Lucas y se parecía a un conejo. Después nos dejamos, siempre sin habernos hablado, y yo empecé a tener otro novio, en tercero, que se parecía a Luis Miguel y era compañero de Lucas. Con él tampoco hablé. Conocía a la madre de Lucas y a la abuela del falso Luis Miguel, a través de mi abuela, que mientras me esperaba a la salida, había llegado a intimar con ellas. En general, en la escuela me aburría mucho. Como mi madre en la suya. Cuando estaba terminando tercer grado mi padre salió en libertad condicional. Pasé un par de vacaciones con él y en un invierno en Buenos Aires, donde él ya vivía, me dijo que si no me iba a vivir con él al año siguiente, debía olvidarme de que tenía padre. Seis meses después, lo hice. La despedida con mis abuelos, sobre todo con ella, fue terrible. Al poco de tiempo de estar en Burzaco pasó a visitarme mi tía Ana que volvía de sus vacaciones. Estuvo unos días conmigo y recuerdo que cuando se fue, sentí por primera vez lo que era “extrañar”. De mis primeros días con ellos recuerdo a mi madrastra embarazada retándome por una cuestión de orden con mi ropa. El orden, la limpieza, las normas, eran algo que en mi vida se había dado de una manera muy natural y a partir de entonces, iban a transformarse en cuestiones fundamentales donde se jugaba el honor más profundo de una persona, más si estaba creciendo. El nacimiento y los primeros años de mi hermano fueron un aliciente a una situación difícil. Mis días transcurrían en el siguiente orden de responsabilidades: los deberes escolares, cuidar a mi hermano, hacer las compras, la

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limpieza de mi cuarto y si me sobraba tiempo, dar una mano en alguna otra cosa. Mi padre y mi madrastra trabajaban todo el día, lo que no era dramático, salvo porque me quedaba con la abuela de mi hermano que no me hablaba. A la mañana, cumplía con el orden de mis responsabilidades y después del mediodía iba caminando las diez cuadras que me separaban de la escuela, hasta que empezó a pasar a buscarme una chica rubia de otra división, que venía de más lejos con su mamá. La escuela era un buen lugar donde no tenía miedo a ser yo misma como tampoco lo tenía en la parroquia o con los amigos del barrio. En la casa de mi padre había música, mucho Silvio Rodríguez, con fotocopias de sus letras en carpetas. Así que cuando estaba sola, me ponía a cantarlas, sin que me importara que incontables veces no me alcanzara la voz. La mujer de mi papá era una “progre”. Había militado en el PI (Partido Intransigente). Incluso me llevaron a un acto político donde estaba Oscar Alende. También estuve en la Plaza de Mayo en la Semana Santa de la rebelión carapintada. Ella tenía una biblioteca progre excelente que devoré. El aporte pos liberado de mi padre a esa biblioteca era el más reciente, y consistía en revistas: El Periodista, que no encontraba muy divertida; Humor, que me encantaba (me compraron Humi, mientras salió) y Sex Humor, que me gustaba aún más. También estaba la colección completa de Mafalda. Sabía todos los capítulos de memoria, aún hasta hoy los sé. Uno de los episodios más traumáticos de mi infancia fue cuando me escondieron los libritos, y me prohibieron leerla, porque yo hablaba como Guille y no les parecía gracioso. Por primera vez tenía amigos. Recién llegada fue Andrea, que vivía a la vuelta de mi casa, en una quinta que parecía haber sido espléndida, venida a menos. Había un auto antiguo estacionado sin uso desde hacía años en la cochera, un molino que aún funcionaba y una pileta de natación de cemento. Era una casa hermosa, con salida por

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dos calles de tierra. Pasé mucho de mi primer tiempo ahí. Andrea tenía muchos hermanos, padres y un abuelo postrado en una cama, en el living, frente al televisor. No registraba nada, era como un objeto antiguo más de la casa. Fue a esa casa donde quise mudarme cuando agarré mi oso y el gato turquesa que me había hecho Anita con un retazo de la tela turquesa de las cortinas del living, y me fui. Aunque la libertad me duró unas horas porque apenas la mamá de Andrea se enteró, me delató. La razón de mi huida fue que mi padre no me dejó pasar mis primeras vacaciones, las de invierno, en Córdoba, como había prometido. Su decisión fue un castigo porque yo había demorado al ir a comprar el pan. A dos cuadras de la panadería, vivía una amiga de la escuela, Paula, y yo había pasado por su casa y nos habíamos quedado charlando en la puerta. El castigo se me suavizó con unas vacaciones en la capital con Rodolfo y María Laura. Rodolfo y Marcelo eran los únicos amigos que les conocí a mi padre y su mujer. Eran hermanos, Rodolfo trabajaba con ella y Marcelo con él. Rodolfo había sido designado arbitrariamente mi padrino y Marcelo, el de mi hermano. Así es que esas primeras vacaciones de julio las pasé con Rodolfo y María Laura, su pareja, en el departamento que compartían en Capital, frente a un parque donde se vendían libros usados. Desde la ventana podía verse la feria y una palmera. Aún no decido qué parque será. Rodolfo me compró ahí uno de los libros infantiles que más quise: Ricitos de oro, de Magda Trott, de la Colección Robin Hood. También se enteró de cosas. Lo que más pareció indignarle fue que me prohibieran leer Mafalda. Se lo reprochó después a mi madrastra que se enojó conmigo y no recuerdo haberlos vuelto a ver mientras continuaron en pareja. Después se separaron, y la nueva novia de Rodolfo no me gustó. En séptimo, me hice amiga de Cynthia, con quien por primera vez sentí lo que se llama afinidad. Me gustaba su casa, porque la madre era genial y el padre, un trabajador.

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Cynthia tenía el cassette de Tina Turner Break every rule que empezaba con la canción de moda “Típico macho”. Como vivía lejos de mi casa, no fueron muchas las ocasiones que la pude visitar pero era realmente bueno estar ahí. Me acuerdo cuando se murió su abuela, a la que ella quería tanto. Después de faltar unos días, volvió a clases, y rompía a llorar de pronto, en cualquier momento. Sus ojos grises siempre estaban llenos de lágrimas. Recién ahí me di cuenta de lo que significaría que se muriera mi abuela. A partir de entonces, como le pasó a mi madre, mi mayor angustia infantil fue que “la Chola se pudiera morir”. Tenía otros amigos a la vuelta de mi casa. La mayoría era de menor edad que yo, lo que mi papá consideraba razón de la amistad, porque según él eso me permitía manejarlos. No los manejaba y de hecho, tampoco era la más grande. Era feliz pasando tardes enteras jugando con ellos a la escondida en la cuadra donde vivían todos, uno al lado del otro. La calle era de tierra y había bastantes terrenos baldíos para esconderse. A veces, llevaba a mi hermanito, mi propio Guille. Era un paraíso de amigos: los chicos, Ricardo, Carlos, Martín, y las chica,: Nancy, la pelirroja y Susi, la más grande de todos. Éramos parecidas físicamente, altas y flacas. Susi vivía en una casa prefabricada con la madre y el hermano adolescente, que escuchaba a GIT. A mí me encantaba ese sonido de latas que se oía mientras jugábamos. Al lado, vivía Nancy. Su papá tenía un auto, un Peugeot 404, negro, brillante. En el medio, mi miopía. Ya en cuarto grado, en Córdoba, me había dado cuenta de que algo andaba mal porque tenía que sentarme en el primer banco para leer el pizarrón. Y mis anteojos, claro. Un día fui a jugar a la cuadra de los chicos, con los anteojos. Para poder correr y esconderme, me pareció prudente sacármelos. Los dejé apoyados en el capó del 404. En un momento, pasamos por la casa de Nancy y ¡terror! El auto no estaba. Su papá había salido. No podía volver a casa sin mis anteojos. Con los chicos tratamos de seguir el camino que habría hecho el auto. Había llovido y las

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calles de tierra eran de barro. Esperamos que el padre de Nancy volviera. No sabía nada de mis anteojos. Volví a la casa derrotada y la consecuencia final fue una paliza con cinto del lado de la hebilla, que me dio mi padre. Me dejó marcas verdes en el cuerpo y no recuerdo la sensación que me dejó ese dolor. Vivía episodios represivos todos los días. Las cosas que yo hacía eran: cerrar mal una canilla, olvidarse de tirar la cadena del baño, comer el queso y/o el dulce de leche de mi padre. Los castigos: no cenar, no tener postre, no ver televisión o escribir 500 veces “debo cerrar bien las canillas” (encargo de mi madrastra) o, por el mismo motivo, salir al patio de noche y gritar “soy una pelotuda”, diez veces con todas mis fuerzas (encargo de mi padre). En ese marco, la escuela, la iglesia - donde pasaba medio domingo, entre misa y grupo-, los amigos del barrio, la lectura, Mafalda, el impuesto padrino Rodolfo y cualquier cosa que me permitiera salir de ahí era un oasis. En los últimos meses viviendo con ellos lloré con desconsuelo durante días por la lectura de Mi vida, de Isadora Duncan. Era un llanto imposible de contener. Me llevaba de un lugar a otro de la casa y me obligaba a usar todo el cuerpo para manifestarlo. La posición ideal: de rodillas, con la cara enterrada en un sillón. Todas las noches, cuando volvían del trabajo, me atosigaban a preguntas para que confesara el real motivo de mi pena. La triste autobiografía de la bailarina no les parecía razón suficiente o daban por sentado que, una vez más, les estaba mintiendo. En las vacaciones de verano iba a Córdoba. Las terceras, cuando pasaba de séptimo grado al secundario, luego de un campamento con los chicos de la Iglesia, en donde me hice amiga de Marita y tuve mi primer acercamiento real con un chico, Damián, fueron definitorias. Pasé unos días hermosos en mi casa, la de mis abuelos, siendo otra vez la que solía ser yo, y cuando me llevaron a la Terminal de Ómnibus, para volver a Burzaco, no podía parar de llorar. Lloraban todos, mi abuela, mi tía Ana, su flamante

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marido y el señor que viajaba a mi lado en el ómnibus larga distancia me preguntó qué pasaba, apenas empezamos a andar sin que mi llanto pudiera detenerse. Le conté mi historia, entre sollozos, no podría precisar en qué términos, pero sé que logré transmitirle mi angustia y desesperación por el regreso a la casa de mi padre. La noche que llegué me subió la presión y me sangró la nariz. El llanto seguía. Cuando mi padre y su mujer me preguntaron qué me pasaba les dije que quería volver a vivir con mis abuelos. A partir de esa noche y durante diez años, mi padre dejó de hablarme. Los llamados telefónicos Córdoba – Buenos Aires empezaron a sucederse. Mi abuela no quería tenerme de vuelta; por una cuestión de edad y medios económicos. Mi padre solo quería que me fuera. Pasaron algunas semanas, hasta que desde Córdoba, dijeron que sí, que podía volver. Mi abuelo había tomado la decisión. Fue empezar de nuevo, a los 12, recuperando la expectativa por la vida que había perdido durante la convivencia con mi padre y su nueva familia. Fueron años donde el miedo me llevó a mentir, una práctica que no conocía, pero que surgía mecánicamente, cuando me encontraba con ellos a la noche en la cena o los fines de semana. Una psicóloga que tuve notó que mi problema (o mi trauma) estaba relacionado más que con la desaparición de mi madre, con la aparición de mi padre. Es probable, solo sé que cuando volví a Córdoba y empecé el secundario, ya era otra persona. No solo diferente a la nena que se había ido, también a la que mentía compulsivamente y tenía una personalidad retraída e infeliz en su casa, y era feliz y graciosa cuando salía de ella. Todas mis versiones se concentraron en mí. Cuando reveo el pasado, siento que en esos años de niñez, pensaba o sentía o veía la vida y las situaciones como una adulta. Las anécdotas revelan que en mi lugar no había una nena sino la misma que soy hoy. Soy aquella de diez, con más de treinta.

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NUEVE Objetos

I.Lapiceras Cuando tenía 9 años Anita me regaló una pluma Parker, o Scheaffer. Mi nombre en letra cursiva brillaba en el capuchón. Al poco tiempo, la perdí. Desapareció. Sentí culpa. Una culpa que cumplió 30 años.

II.

Botones

Cajas. Muchas cajas. También bolsas. De distintas épocas, diferentes negocios. Carteras, sobres, bolsos de fiesta, de cuero rígido, hippies, de tela, tejidos. Vivir en una casa posibilitaba acumular, guardar, recordar. La de mi abuela funcionaba así. Había tres cajas de botones. En una se amontonaban los chiquitos; en otra los medianos, y en la que restaba, los más grandes. Mirándolos, uno a uno, tan diferentes, tan inútiles - porque eran tan pocos de cada variedad que no se podía contar con ellos para que cumplieran su función-, pensé que esa acumulación me estaba revelando algo de mi familia. Había botones con el escudo peronista, botones azules con timones o con armas, botones de strass, botones forrados con telas psicodélicas, botones enormes extrañísimos, botones de madera, botones de nácar, botones de metal, botones turquesas, violetas, rosados, amarillos, verdes, dorados, botones ¡rotos! ¿Qué éramos o que habíamos sido según esos botones? ¿Podíamos leernos como familia mirándolos? ¿Estaban ahí porque “significaban” algo, o solamente, porque una casa posibilitaba guardar?

III.

Prendas

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Desde que era adolescente busco ropa que pudo haber pertenecido a mi madre, o a la Negra, porque además del valor simbólico que puedan tener, considero que las prendas de esa época, la que ellas vivieron, tienen más que ver conmigo. De mi madre tuve un par de jumpers: uno, de embarazada, era de una gruesa gabardina azul; se parecía más a un doble delantal de cocinero (para adelante y para atrás), unido por breteles, que a un jumper, y el otro, de tela escocesa, lila, negro, gris y blanco, tenía dos grandes botones nuevos, de metal, que yo había rescatado de la caja. Es extraño pero guardo en mi memoria cada una de las ocasiones en las que los vestí, en 1995, a los 20 años. No dilucido si la razón es que en ellos transité por experiencias decisivas o si esas experiencias se tornaron inolvidables por haberlos vestido. Conservo dos blusas de jersey brillante que pertenecieron a la Negra. Nunca las usé, pero proyecté hacerles algunas reformas. Estoy esperando la ocasión para terminarlas de manera tal que me convenzan. Una es celeste. Tenía una larga fila de botones redondos forrados de la misma tela, que un día decidí extirpar uno a uno, para escotar la blusa y ver si así me complacía. Me gustan sus mangas anchas y largas, pero siempre pienso que me daría vergüenza salir a acampanar el mundo. La otra es marrón, tiene dos tiras para anudarse en el cuello, pero están raídas. Hay en el ropero de la casa de mi abuela un vestido cortado e hilvanado, negro, de invierno, casi como para mí. Me encantaría acabarlo. Todos los años reincido en probármelo y la tela sigue picándome.

IV.

Papeles y un disco

Dos libretas universitarias, una factura por la compra de un lavarropas a paleta en Cocincor, una constancia de inscripción a examen de Gramática Francesa, dos gordos cuadernos con apuntes de clase del secundario, dos etiquetas vacías de Gauloises, una de Atika y otra de Peter Stuyvesant traídas de Europa, una caja rectangular que contenía

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un talco y un jabón Cannon, folletos turísticos y postales con dorsos en blanco, una planificación escolar de segundo grado en la Escuela Nacional Nº 235, desde el 13 de julio al 28 de noviembre de 1975, cuidadosamente ordenadas en una carpeta forrada que, además, contiene hojas sueltas de lo que habrá sido uno de sus primeros registros como docente, de primer grado del año 1970, donde leo: “Hasta el momento el método no solo ha permitido el ejercicio de la escritura sino sobre todo la alegría y ansiedad de los chicos al escribir las frases y al leerlas, más aún cuando se trata de una frase nueva. Les divierte leer las frases con ‘signos de admiración’ pues han captado admirablemente cual es la función de esos signos”, la ficha de la maternidad provincial de mayo de 1975, un disco17. No es mucho más lo que poseo conmigo que perteneció a mi madre.

17 En la tapa estaba escrito su nombre de puño y letra. Era Modart nº 1 – 1967, RCA Víctor, que tenía temas inéditos de La Joven Guardia (25 de mayo de 1810, que era mi preferido), Los Gatos, Bárbara y Dick, Los iracundos y Donald, entre otros.

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V. Divanlito Hubo una historia de idas y vueltas, de amor y de dudas, entre el sillón cama marca divanlito, convertido en mito por el hecho de haber sido adquirido con “el primer sueldo como maestra de Susana”, y yo. En las imágenes que retengo de mi niñez era protagonista. A veces, Cristina y Marcos venían de visita y se quedaban a pasar la

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noche, entonces, el fiel divanlito se abría de par en par, y los acogía en su superficie plana. Abajo guardaba un mundo: libros (como Mujercitas y Las Mujercitas se casan de Louise May Alcott), repuestos de la máquina de tejer de la Negra que robaron en 1978, revistas Labores, unos vestiditos míos de cuando era bebé. Un día dejó de estar. Mi abuela había comprado un juego de living de madera de algarrobo. Pasó de mano en mano y cuando muchos años después, yo alquilé una casa en el barrio Alta Córdoba, cerca de la casa de mi bisabuela que mi mamá recuerda con tanto cariño, fui a rescatarlo del balcón de Cristina. Él, dos sillones de mimbre que habían pertenecido a la Negra y otros sillones, de estilo americano, que eran los que en mi infancia vestían el living de mis abuelos, y la mesa de luz de mi abuelo, fueron a esa casa. A veces, cuando miraba lo que me rodeaba, con ojos no cotidianos, pensaba que mi hogar evocaba al pasado. Me sentía cómoda. Cuando emprendí el regreso a Buenos Aires, a los 28, y lo lógico era una despedida definitiva del ya bastante poco práctico divanlito, en el momento de priorizar los muebles que traería en la mudanza interprovincial, lo incluí junto con los dos sillones de mimbre, en el envío que me trajo unas sillas, una mesa ratona, una cama de dos plazas y un colchón. Ahí estaba él, ocupando espacio, incómodo para cualquier persona que quisiera darle el uso primario, el de asiento, porque como cama, hacía rato había dejado de funcionar. El retapizado de cuerina de fines de los ‘80 se había abierto en la unión del espaldar y el asiento, por lo que consideraba de mejor gusto tenerlo tapado con un cubrecama o un lienzo. Igual me gustaba su forma y cada vez que pensaba en el momento en que iba a tener que deshacerme de él, lo encontraba lindo, concordante con el estilo “minimalista” de mi departamento.

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Pero el progreso entró de mano de un futón color wenge, con un colchón de dos plazas. No era lindo ni cómodo, ni permitía guardar cosas debajo, ni era fácil de manejar como el divanlito. Tampoco tenía valor afectivo. Pero era moderno y funcional. Fue entonces cuando el destino del sillón de mi madre empezó a angustiarme, porque ya no habría en mi living de tres por tres, lugar para los dos. Tenía que deshacerme de él. Contra todos mis negros pronósticos, me interné en la baulera común del edificio y reacomodé las pertenencias de todos mis vecinos y las mías (entre las que estaban los sillones de mimbre -ya a esa altura, seco y quebradizo- de la Negra) y con mucho esfuerzo, logré que el divanlito entrara en el pequeño cuarto, parado, apoyado en uno de sus brazos. Él y yo estuvimos separados largos meses, aunque sabía que estaba cerca, a unos metros, escaleras abajo, y si llegado el caso, sentía la necesidad, podía ir a verlo. A principios de 2007, me separé de mi novio de entonces, y entre las cosas que miré irse de mi lado, alegremente, estaba el futón color wenge. No lo dudé un segundo, además, en algún lugar tenía que sentarme. Y el divanlito volvió a ocupar un lugar protagónico. Sin embargo, algo pasó. Empecé a odiarlo. Él (me) reflejaba algo que tenía que ver con mi apego al pasado, un pasado que era así, como era. Me deprimía verlo. Además, ya no había forma de cubrirlo. No era agradable sentarse en él. Me molestaba. Así que un día, en un rapto de liberación, decidí sacarlo a la calle. Mi mayor temor era que a la mañana siguiente, el pobre siguiera allí, al costado del basurero, recordándome quién era yo, qué era él y qué significaba en mi vida. Pero no fue así. Me gusta imaginar que alguien vino, en medio de la noche, lo vio y pensó que ese sillón le venía muy bien para comenzar algo nuevo. Llevárselo, para ese desconocido, fue algo tan cargado de sentido, como para mí fue abandonarlo. Y al otro día, respiré aliviada aunque algo nostálgica al ver que el divanlito había desaparecido. Confesé con miedo a Anita primero, bastante

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después a mi abuela, que me había desembarazado de él, que era más viejo que yo. Escruté en sus caras algún gesto de aprobación o reprobación. No encontré nada. Sentí culpa. Y también libertad.

DIEZ Identidad

Hasta hace pocos años conservé mi emblemático primer documento de identidad. Mi abuela lo rescató de nuestro departamento en La Plata, luego de que el Ejército se llevara a mi madre. No entiendo cómo hizo en ese momento para neutralizar su conmoción ante la certeza de la detención de su hija, avistada desde temprano esa mañana en que no fue a esperarnos, cuando era la única que sabía dónde vivíamos. ¿Cómo pudieron mi abuela y Anita llegar a nuestra casa, cuyas coordenadas mi madre había intentado mantener en secreto? Mi abuela dice que ella pudo reconstruir el camino prohibido. Ana sostiene que una vez había escuchado la dirección involuntariamente y no había podido olvidarla. La dueña del departamento que alquilaba mi madre, vivía en la planta baja y antes de abrirnos la puerta, le advirtió nerviosa a mi abuela con qué se iba a encontrar. La cuna estaba destrozada, había libros descompaginados, papeles desparramados, ropa tirada y muebles patas para arriba. A pesar de todo, la Chola buscó mi documento. Y milagrosamente lo encontró. Porque ahí estaba, mezclada entre las cosas que juzgaron inútiles de llevar, ignorada, olvidada pero intacta, mi identidad. En mi adolescencia, cuando el Estado otorgó una pensión graciable para los hijos de desaparecidos, y hasta que cumplí 21 años, teníamos que ir todos los meses, a la Seccional de Policía 11º por un certificado de supervivencia mío, para que mi abuela

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pudiera recibir esa pensión en mi nombre. En cada una de esas incursiones en la comisaría, donde sentíamos la presión de estar entre policías (los que más nos provocaban recelo eran los de civil) mi documento de identidad causaba desconfianza. Una vez, el agente de turno, de unos 40 y tantos, indagó. Había algo mal. Nos miraba, y casi casualmente, nos interrogó. La pista que generó la desconfianza eran las tintas de la primera hoja. La firma de mi abuela Gringa era perfectamente clara; en cambio, mis datos personales (nombre completo, sexo, fecha de nacimiento y lugar) estaban borroneados, poco legibles, revelando una tinta distinta. Ambas habían dejado al descubierto sus naturalezas diferentes, luego de que mi madrastra metiera en el lavarropas un pantalón mío, con el documento en un bolsillo. Mi abuela y yo nos hicimos las idiotas ante el agente, que pareció resignarse ante el misterio de las tintas y nos dejó ir con nuestro certificado de supervivencia, con un ademán magnánimo, casi de perdón. Cuando salimos, a las dos cuadras, aún un poco asustadas, definimos que era posible que las sospechas frente a mi documento, tuvieran sus fundamentos. Quién podía asegurarnos que no había sido fabricado por mi madre o desde la Organización; sobre todo, teniendo en cuenta que durante buena parte de su militancia estuvo destinada a Documentación. Más tarde, porque ese documento deteriorado por el tiempo, el lavado, los certificados, los cobros, los manoseos policiales y bancarios, no me servía para algunos trámites, encargué otro. Uno realmente oficial. Muchas veces, en la etapa en la que cobré la indemnización18 y luego, cuando me gastaba para sobrevivir lo poco que me quedaba de ella, perdía por largos períodos el documento que me resultaba imprescindible para las operaciones que tenía que hacer. No sentía especial tensión. Solo pensaba que era como una metáfora del hecho de tener la identidad en crisis. 18 Ley 24.411, de 1995. Los herederos (o causahabientes) éramos mi padre y yo, por lo que cada uno recibió el 50 por ciento de esos bonos.

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He dibujado un círculo y me encuentro de regreso en el punto donde lo comencé. La culpa la tuvo una mujer rubia, con camisa hindú, que se me pegó más de lo que las circunstancias obligaban en un viaje de colectivo. Ella metió la mano en mi cartera, yo lo sentí. La miré y me alejé. Pensé que quería llevarse mi teléfono. Toqué el bolsillo, sentí la dureza del aparato y respiré. Bajé. Pasé por el supermercado chino. Compré lo de costumbre. Fui a la caja. Busqué la billetera. Pensé: estoy nerviosa, la cartera es grande y tengo muchas cosas. Pero no apareció. Camino a mi casa recordé a la mujer rubia que me tocó extrañamente en el colectivo. Pensé en todo lo que había perdido y de pronto me di cuenta: ¡el documento! Eso ocurrió la semana del 24 de marzo19 de 2009. La vida se me complicó. Tuve que ir ¡otra vez! a la seccional de policía, la 25º, para denunciar el robo. De allí en más: largas colas. Para cobrar el sueldo, pagar los impuestos. Y mi primer documento, rescatado del departamento de mi madre, con sus dos tintas evidentes, intentando demostrar mi identidad, ante la mirada ¡otra vez! desconfiada del cajero del banco. Y yo, que soy incapaz. Primero de sacarme una foto carné para luego, juntar valor, y algunos papeles, para perder algunas horas de mi tiempo, iniciando el trámite de un nuevo documento. Finalmente, lo hice. Seis meses después, fui a buscar mi documento. ¡Fue todo tan horrible! El calvario de la identidad. La persona que me tomó el trámite cometió un error. No recuerdo su cara. Sí su edad y su actitud. Miro a todas las empleadas del Centro de Gestión y Participación municipal que entran dentro de esos matices, y las detesto. Falta un papel, me dice una mujer, que 19 El 24 de marzo, aniversario del golpe de estado de 1976, es desde agosto de 2002, feriado nacional, bajo el nombre Día Nacional de la Memoria por la Verdad y la Justicia. Es un día en el que tradicionalmente se hacen marchas. Hace algunos años dejé de ir, no me gustan las marchas. El mejor 24 de marzo que recuerdo fue precisamente el de 2009, en el recital de Radiohead, donde tocaron, para nosotros los ‘afectados’, How to disappear completely.

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al otro día, negará haberme visto y haberme hablado. Falta una factura o un resumen bancario donde conste mi domicilio actual, que no es el domicilio que tiene asentado el Estado. Explico: el día que inicié el trámite, hace seis meses, tenía esos comprobantes, pero la chica esa o aquella o aquella otra, me dijo que no era necesario adjuntarlos. Me escruta, como si yo fuera idiota, o mentirosa, o histérica. No es capaz de creerme ni de sentir lástima por mí. Al otro día, llevo lo que me piden, y un hombre que simula amabilidad y comprensión me dice que sí, desgraciadamente, el trámite comenzará otra vez, pero que no demorará mucho. Unos 30 días. O menos. Pasa el tiempo anunciado. Y el documento no está. Una mujer mayor, que no había visto antes, me atiende y me dice cansinamente: no llegó. Investigo por Internet y consigo averiguar que dos meses antes el Registro Civil de las Personas emitió mi documento. Vuelvo a ir con el informe impreso al Centro de Gestión y Participación. La anciana, que sigue cansada, me escucha, mira la prueba que le muestro, y se mete dentro de una piecita, detrás de su escritorio. Siento un sentimiento incontrolablemente odioso en ese lugar. Empleadas más o menos desinformadas vienen y me dan explicaciones que refuto indignada. Es que ha pasado algo en el medio, algo que hinchó mi malestar y provocó que solamente quisiera de una vez por todas, justicia. Mi documento de identidad emblemático, por error, terminó en la basura. Sucedió un día caluroso. Las imágenes corren por mi mente a toda velocidad: monedero, supermercado, calor, tarjeta de puntos, premios, bolsas, basura. Y el final de mi primer y único documento de identidad, el que mi abuela encontró cuando ya no encontró a mi madre. Pasaron algunos días hasta que sentí qué era lo que significaba esa pérdida. Después, nuevo trámite. Llamar por teléfono a un 0800 identidad y sacar turno. Levedad. Ir a la seccional de policía, esta vez la 13º porque me mudé, a declarar el

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extravío, no es aterrador. El oficial que me redacta la exposición, más joven que yo; el edificio sucio, descascarado, húmedo de la comisaría y la impresora de matriz de punto que chilla al dibujar el comprobante que necesito, me dan pena. Un perro negro, hinchado, medio pelado, camina entre los escritorios. Una mujer policía de tonos bruscos lo saluda alegremente. Día siguiente. Llovizna. Voy al Registro Nacional de la Personas. La fila para el trámite es larga. De todas formas, amena. Al ingresar al edificio estatal, me sorprendo, como otras cien personas, de la velocidad que a veces puede lograr la burocracia. En 20 minutos estoy fuera con la promesa de que en solo cinco días, mi nuevo documento estará en manos de un cartero que tocará el timbre de mi casa. Pasan los días. Temo. Que se mezclen los trámites. El de antes, con el de ahora. Que se pierdan los papeles. Que una semana sea demasiado larga. O corta. Y para mi sorpresa en el plazo indicado, el documento y el cartero de mirada amable vienen a mí. El nuevo modelo es flaco, celeste, impersonal, como la tarjeta que lo acompaña. Valga la paradoja. El círculo está cerrado. Y yo, fuera de él.

¿Cómo se fue construyendo mi identidad? Identidad de idéntico y de único. ¿Qué papel jugó la identificación con mi madre desaparecida en ese proceso? Un jueves a la tarde, cuando tenía 20 años y trabajaba para el entonces diputado Horacio Obregón Cano20 tuve que cruzar la plaza San Martín, para llegar a la oficina, algo que normalmente no estaba en mi camino. No tenía presente que, por más que mi abuela 20 Hijo de Ricardo Obregón Cano, gobernador electo en 1973 junto con el vice Atilio López, al que habían apoyado mis padres y había sido derrocado por el Navarrazo, el 27 de febrero de 1974 - un golpe policial encarado por el coronel Navarro -. Trabajé para él en prensa, a mediados de la década del 90, mientras estudiaba Comunicación Social.

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había dejado de ir a la Plaza los jueves para dar vueltas hacía mucho tiempo, había familiares que seguían yendo. Me acerqué al cantero, donde como de costumbre, habían quedado algunas pancartas recostadas. Y la vi. Fue un fuerte reencuentro con mi madre, porque desde que era chica, no había vuelto a verla en esa foto. La conmoción mayor fue notar que éramos muy parecidas. Caminé las cuadras que me separaban del trabajo como si ya no tuviera el cuerpo, aturdida, dominada por ese retrato. Ese día de invierno, tenía puesto el jumper de tela escocesa que le había pertenecido. La cuestión del parecido físico fue asumida como un rasgo de identificación consciente y la intención de acentuar esa semejanza era manifiesta. Solía molestarme que me dijeran que era igual a mi mamá porque me parecía que yo no era original. Pero la mayoría de las veces, lo que sentía cuando hacían referencia a eso, era placer. “Vos sos la versión corregida y aumentada de tu vieja”, me dijo un amigo de la militancia en HIJOS con puntos,21 mientras miraba la fotografía más hermosa de ella que existe, hecha en estudio, blanco y negro, el día que cumplió 18 años. Las pocas fotografías que hay fueron la prueba de que existía parecido. Sin embargo, desde que tengo más de 28 años, más edad que cualquiera que ella pudiera tener en una fotografía, y mientras el tiempo pasa, encuentro otra forma distinta, propia, original. Mi personalidad también tuvo rasgos similares, que fueron cambiando, mudándose de esfera, en diferentes etapas. En la infancia, el parecido en la personalidad estuvo marcado por la supuesta inteligencia. Ella era tranquila, yo inquieta. Ella callaba, yo hablaba de más. Después descubrí que las dos éramos nerviosas. Haber sido abanderada de la misma escuela secundaria sumó otro punto. Por eso también la teoría Malkovich22 y la sensación que fue haciéndose cada vez más fuerte, de 21 H.I.J.O.S. (Hijos por la Identidad y la Justicia, contra el Olvido y el Silencio) 22 Sostenía, un poco en broma, que los desaparecidos ocupaban el cuerpo de sus hijos, como las personas comunes que ocupaban el cuerpo del actor John Malkovich en la

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que mi existencia era algo así como una prolongación de la suya o la suya en otro cuerpo. El imperativo de hacer todo lo que ella no pudo, pero hubiera querido, o hubiera deseado. O la sensación de que es necesario, para mí, pero porque ella lo reclama, a través mío, un resarcimiento total o una venganza impiadosa. En mis años de Facultad y primeros años de trabajo profesional, no había nada que me hiciera pensar en que algo de ella, de su personalidad, de su forma de vivir, pudiera relacionarse conmigo. La militancia a finales de los 90, por más que quisiera (de todas formas, no lo quería) ser apasionada, no tenía punto de comparación con la de los 70. Me sentía a veces culpable de no seguir con un mandato de ayuda social, acción comunitaria, lucha por los derechos de los desposeídos. Algunas notas periodísticas que publiqué cuando empecé me gratificaban si se relacionaban con denunciar una injusticia, ayudar a los pobres, descubrir y alumbrar cosas hermosas pero sencillas. Consideraba que por fin, estaba haciendo algo además de autocompadecerme. Después de cobrar la indemnización, pasé por períodos muy críticos, entre depresivos y ansiosos, y mi personalidad cambió. La seguridad que me había permitido sobrevivir y “progresar” en la vida, fue reemplazada por el pánico general y me fui oscureciendo, escondiendo. Como resultado de ese proceso, se constituyó otra personalidad. Soy más seria, más reservada, el temor escénico está ahí, pero ya no me angustia, no me paraliza. No creo que permanezca así. Me falta aprender. De alguna manera, todavía soy una niña insegura, temerosa, sola, abandonada, y eso, me trae dificultades para desenvolverme en el mundo adulto.

Géminis

película Being John Malkovich (Spike Jonze, 1998) , y desde allí imponían sus personalidades, gustos y deseos. En Tres puntos, Op. Cit.

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Mi madre y yo somos de Géminis, Ascendente en Aries, Venus en Cáncer en casa 4 y Medio cielo, que no sé bien qué es, en Capricornio. He ahí una explicación que se aleja de la conjetura emotiva para dar cuenta de todas las similitudes entre nosotras. Las diferencias claramente también pueden verse en su Saturno en Virgo (el mío está en Cáncer) y su Luna en Capricornio (la mía, en Sagitario). Comprendo su obsesión por la perfección, su autoexigencia, su cerebro todopoderoso y también su vocación de servicio. La dualidad, la indecisión, decir una cosa y hacer lo contrario, querer una y también otra, ser buena y ser mala, ser inocente y perversa, frívola y profunda, egoísta y generosa, no sé si son características que me fueron dadas por la posición de los astros la noche tardía en que nací. A veces, no sé si se trata de dos caras de una misma personalidad o que yo soy ocupada por alguien más, otra yo muy distinta. Tampoco sabía cuál de las dos era yo. Ellas se comunicaban, se conocían, se comprendían y también se aconsejaban, se retaban, se alentaban, se despreciaban, se admiraban y se querían. Pero las cosas han cambiado. Durante muchos años pensé que éramos dos en una pero desde que pasaron los 28, no he vuelto a sentirlo. Me parece que se ha ido, y recuerdo, cómo olvidarlo, que mi madre se fue a los 28, como mi otra yo que me ha dejado sola.

Es la noche del 12 de junio de 2007. Estoy alegre porque terminé mis actividades del día. Mañana es miércoles, mi día preferido de la semana porque no tengo que levantarme a las 6 para caminar varias cuadras en la oscuridad neblinosa de este otoño, tomar el subte, hacer una odiosa combinación para llegar, otra vez dos o tres minutos tarde, a dar clases en una universidad privada. Es lo que hago, habitualmente. Hoy preferí tomar un taxi. Llegué tarde igual: cuatro minutos. Un par de horas después, en el

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noveno piso, en un aula con 60 alumnos, miraba la niebla que cubría los edificios. Y pensaba que una vez más, como todos los 12 de junio, incluso después que dejó de existir, mi madre cumplía años. Eran 58. Treinta más que la última vez que estuvo. Todavía el paisaje estaba esfumado cuando salí de la universidad, tomé un colectivo y fui a almorzar a la Alianza Francesa, antes de entrar a mi clase. Pensé en ella, pero más -como siempre en esta fecha en la que percibo su ausencia sin que deje de resultarme extraña, extrañada- pensé en mi abuela. Me duele su inmensa pena. Hablé por teléfono. Estaba acosada por los recuerdos. Cristina había estado a la tarde. Recordaron, añoraron, balancearon. Mi abuela lloró en el teléfono y dijo que al menos, como compensación, estaba yo. Luego, Cristina me envió un mensaje de texto preguntado cómo estaba. “Bien”, le contesté, “aprovechando para escribir sobre su cumpleaños. ¿Y vos?” Ella venía de una misa, que había pedido por mi madre. Cristina en la iglesia, a través de la palabra de un cura, mi abuela intentando, entre llantos, tomar distancia para evaluar qué quedó de todo eso que pudo haber sido distinto, para ver, para dejar que al menos una vez al año fluya el dolor, naturalmente, como antes solía fluir en las fiestas de fin de año, y para notar, otra vez, que al menos le quedé yo, y yo, que no tengo recuerdos, ni nostalgia, pero escribo. Las tres buscamos la manera de darle paz. Esta noche siento la confirmación de la ausencia, otra vez, porque mi madre sigue cumpliendo años aunque tenga para siempre 28.

ONCE Susana

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Si bien siempre se trató de escarbar para saber he optado por quedarme con una versión de mi madre no verificada con el mundo exterior. Esto no quiere decir que he construido una imagen arbitraria. Hay hechos, papeles, fechas, contexto, testimonios. He partido de lo que hay, o lo que encontré, y he creado a mi madre. Ella es un collage, un rompecabezas. Ni siquiera sé cuál es la imagen que debería formar. Trato de que los pedazos encajen y muchas veces no lo hacen. Porque está construida a partir de la memoria desdibujada por el paso del tiempo de quienes pudieron contármelo y de la suya propia, después de la tortura, presintiendo la muerte. Si tuviera que contar la historia limitándome a los hechos, empezaría por el principio. Susana nació en 1949. Era la segunda hija de Arcángel Salamone y Nicolasa Zárate, la Chola. Su hermana mayor, María Cristina, había nacido un año y medio antes. Mis abuelos alquilaban, pero la Negra, Ángela Alicia, nació el 5 de marzo de 1951, en la casa propia – a pagar en más de 20 años-, en barrio Empalme, cerca del Arco de ingreso a Córdoba, gracias a los planes de vivienda implementados por el gobierno peronista. La familia se completó con Silvia Beatriz y más tarde, con Ana María. Las cinco fueron a la Universidad. Mi mamá se recibió de Licenciada en Ciencias de la Educación en 1971. Fue el mejor promedio y a la medalla de oro que recibió, la mandó a pedir cuando estaba presa para pagar el traslado que supuestamente le salvaría la vida. Empezó y abandonó el Profesorado de Francés y jugó al hockey en la Universidad, donde también encontró el origen de su militancia en las Fuerzas Armadas Revolucionarias. El primer trabajo de mi madre – y el más estable - fue el de maestra de grado. Comenzó como suplente el 3 de octubre de 1967 y para la época de mi nacimiento estaba a cargo de 1º grado “A” en la Escuela 235. En la Organización, Nilda Susana, que prácticamente no tenía en su haber – a pesar de las anécdotas que tejen mis tías – más de

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dos o tres galanes que le robaron algún beso, según cuenta, conoció a mi padre, unos días más joven que ella, y poco tiempo después, en 1971, el 25 de septiembre, se casaron en Villa Allende, porque mi abuela se había enterado de que ella tomaba pastillas anticonceptivas23. Lo hicieron en las afueras de Córdoba por razones de seguridad. No hubo muchos invitados. Mis abuelos no fueron, pero la Chola le cosió un vestido para que lo usara en la ceremonia.

23 El hecho desencadenante fue que las pastillas estuvieran en su cartera, no que mantuvieran relaciones sexuales, ya que ambos concuerdan (mi madre en su testimonio, mi padre me lo dijo), en que hasta ese momento no habían logrado concretarlo.

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De las memorias de Susana me gustan los relatos de los operativos en los que participó, aunque no sean más que datos telegráficos, informativos, puntuales. Me fascina, en el sentido de la atracción irresistible, que haya robado autos, que haya asaltado bancos y que haya tenido un arma en la cartera (me imagino que debía ser una linda cartera de cuero) el día que la secuestraron, aunque no se haya animado a usarla.

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En 1974 mis padres habían ido a ver la película Papillón (1973), de Franklin Schaffner, al cine Cinerama, sobre la céntrica Avenida Colón. Habían estacionado el auto robado en el que se trasladaban, con una supuesta garrafa de gas en el baúl, frente a la entrada del cine. Al salir, la policía los esperaba. Pidieron papeles y explicaciones. Metros atrás, el dueño del auto –que justo había pasado por ahí - presenciaba la situación. Mi madre lo reconoció, porque ella había participado del robo. Entonces, decidió inventar un personaje. Llorando, explicó que acababa de conocer a ese hombre y que debía volver pronto a su casa para no preocupar a sus padres. Se distanció con su relato de su flamante marido, su compañero. Él calló y ella pudo irse. Mi padre condujo entonces el auto hasta el encierro que para él duraría ocho años, como la condena inicial de los prisioneros de Papillon en la Guayana.24 Mi madre dejó pasar el tiempo para que su cara no pudiera ser reconocida y empezó a visitarlo. En una de esas incursiones a la Penitenciaría, quedó embarazada. El 25 de mayo de 1975, pasadas las 3 y media de la mañana, nazco en la Maternidad Provincial. Fue un parto difícil. Ella seguía militando aunque con algunas discrepancias con la Organización, según escribió. La represión en Córdoba después del Golpe, la llevó a mudarse a La Plata. Lo demás, más o menos lo he contado, y ella lo relata mejor. Cuando la secuestran estoy a salvo, a más 800 kilómetros de distancia gracias a la Gringa. Y estoy a esa distancia cuando la torturan, la “quiebran”, la engañan y la asesinan. Puedo leer la ausencia de mi madre como sinónimo de muerte, en el instante en que me separo de mi abuela y me voy a vivir con mi padre. Ahí se me hace evidente que no tengo madre, que está muerta y que además, es algo que siempre supe. Entonces, ella entra en escena y permanece, por todo lo que pudo ser, por todo lo que no hubiera sido, 24 A disposición del PEN. Decreto 288. En su ficha de ingreso a Sierra Chica, que fue el 30 de septiembre de 1976, consta que el delito por el cual está preso es: “Tenencia explosivos, falsificación. Robo automotor”.

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por las diferencias, las ventajas, la compañía, el consejo, el cariño, y tantas cosas más. Su ausencia se reflejaba en las carencias y los deseos pedidos a una madre que no estaba para cumplirlos. Ninguna imagen, de las pocas fotos que había visto aquí y allá, me alcanzaba para sentirla. En la adolescencia la comprendí y la apoyé. Me acerqué a ciertos libros testimoniales, como el Nunca Más y El Libro del Juicio. En la escuela vi La noche de los Lápices (1986) de Héctor Olivera, y me di cuenta de que cuando era una nena había estado con mi padre en ese departamento de La Plata, donde vivía uno de los chicos desaparecidos. Lo reconocí porque tenía un ojo pintado en la puerta de entrada. Había estado ahí, había visto y escuchado a la hermana del adolescente desaparecido por un boleto estudiantil. Sentí entonces que yo también era parte de la historia, que compartía y comprendía el dolor de la hermana del chico del departamento con el ojo en la puerta. En esos años, la desaparición engendró orgullo. Mi madre había sido una heroína. Consideraba mi historia, como un valor agregado, como una distinción que me convertía en un ser excepcional, aunque ignorado. Recién cuando estaba en la Universidad y supe la verdadera historia de su desaparición y leí su escrito, pude sentirla y amarla como si hubiésemos tenido la oportunidad de conocernos. De manera emocional, como supongo se aman padres e hijos. En la construcción de mi madre primó la versión de mi abuela, que es parte de mí. Me hubiera gustado escuchar más la voz de mi abuelo, pero él hablaba poco. Pero hay otra Susana, la que mis tías, sus hermanas, recuerdan. Ellas me contaron, muchas veces, lo que han escrito para Veintiocho.

Susana, según Cristina Susana:

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Después de tener en mis manos, mucho tiempo, el escrito que le dejaste a la Euge, quien con un gesto muy generoso, me dijo: “Cristina, vos tenés que leerlo porque mi mamá te nombra muchas veces”, he podido terminarlo, quizás sin entender, aún una multitud de cosas. ¿Qué sentí? He sentido mucho dolor y alivio a la vez, porque pude borrar de mi mente (no sé si totalmente) la imagen de una hermana: triunfadora, invencible, intocable y superior. No, no, no, me dije ella era igual que Anita, que la Silvia y era igual que yo, con todos los miedos, los sueños y las nostalgias que nosotras tenemos, tuvimos y vamos a tener. Yo siempre te culpé del gran dolor de la mamá, de ese llanto a veces incontenible e incontrolable, histérico. Y más de una vez te putié, diciendo por qué carajo le hiciste tanto daño. Hoy no, porque me hiciste recordar aquellas pequeñas cosas, que quizás yo ya había borrado, y que aunque parezca increíble, para vos también fueron importantes. Ahora, me parece que fue ayer que te hice sufrir tanto, que te golpeaba hasta duramente, sin que vos te quejaras (porque vos eras la buenita y sufrida de la familia y yo la hija de puta). Hoy te pido Perdón, perdón por todo lo que te hice, perdón porque no te cuidé, aunque creo que si bien es cierto que si algunas cosas las hacía con alto grado de maldad, otras me surgían de los tremendos celos que te tenía, y no los podía manejar. Hoy a los 57 años me doy cuenta, cuán hondo calaron en mí, las palabras reiterativas y permanentes de la mamá: “Mirá vaga, aprendé de tu hermana, mirá, mirá” y me refregaba los 9 y 10 que te sacabas en tu carrera, que por cierto era brillante. Y yo por más que me esforzaba (o hacía que me esforzaba) me cagaban bochando o en el mejor de los casos aprobaba raspando con un 4. Entonces qué hacía, salía de rendir y

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no me animaba llegar a casa y me quedaba en el centro, me iba a la casa de algún machito, me chupaba, me cogía y yo me iba a dar vueltas buscando un lugar para dormir (generalmente a la entrada de la Galería Cinerama). A veces me perdía por dos días y lo hacía para que me buscaran y se preocuparan por mí, porque nada me importaba, solo quería sacarme por lo menos un 7 y no lo podía lograr. Susana, donde estés, que yo sé, que estás mejor que en este mundo, quiero que sepas cuánto te necesito, porque por la cercanía de la edad, yo estoy segura que hubiéramos compartido tantas cosas, me hubieras aconsejado, me hubieras cagado a pedo, me hubieras dado una mano! Mi fe me permite tener la esperanza de encontrarte, para darte ese abrazo que nunca te di, de contarte tantas cosas que me pasaron y compartir la obsesión de cuidarnos la figura. En mi cabeza los recuerdos me fluyen, con tu escrito, que está abierto sobre mi cama, te estoy gritando, te estoy llamando, me he sentado a conversar con vos. ¿Te acordás de aquella vez, del Carlitos, jugador de Huracán de Córdoba (el boludo más grande que tuve de novio) te había regalado un perfume para tu cumple y yo hice un escándalo en la mesa, te amargué la fiesta, lo rasguñé al tipo y se terminó la relación porque el tipo me dijo que aunque me molestaba vos eras la mejor y que si hubiera podido te hubiera dado un regalo mejor? No sabés el fastidio que me daba cuando en los famosos “asaltos” (nuestras fiestitas privadas con los Carrizo) entrabas vos y a todos los tipos se les caía la baba porque quedaban prendados (realmente eras la más linda) porque yo por más que me fajaba las tetas, me apretaba la cintura días enteros hasta lastimarme, para ser más flaca, nunca faltaba un imbécil que me decía: “vos cada día estás más gordita ¿no?”

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¿Qué hacía entonces? Me encerraba en el baño, a comer lo que robaba de la heladera, hasta que un día, vos me descubriste y le contaste a la mamá y me dijo que era una sucia, asquerosa y una porquería. En ese momento sentía ganas de estrangularte. Hoy no lo veo así, hoy me pregunto por qué no supe disfrutar de ese tiempo que se nos fue, no sé cuándo ni cómo. Si yo hubiera sabido que no te iba a ver más, aquella tarde que partiste de la casita de la calle Espora, con aquel vestido floreado color amarillo huevo con flores, con la reposera en la mano, llena de cosas, te hubiera llenado de besos y abrazos. ¿Por qué nunca me dijiste nada? ¿Creías quizás que no iba a entenderte? Si yo ya estaba sufriendo horrores porque no tenías un lugar seguro para quedarte, con esa pancita que no respetabas, ni siquiera cuando se nos inundaba la calle, ya que con zapatos en mano, cruzabas la correntada, con el miedo que me daba a que te fueras a caer y con el cagazo que le tengo al agua. Yo no entendía por qué me agradecías que te hubiera dado un lugarcito, si la que te tenía que agradecer era yo porque era el único momento en que el Bracamonte 25 no me maltrataba y se portaba como un duque. ¿Por qué no me dijiste que tu vida corría peligro? Al menos hubiera rezado por vos para que no te pasara nada. Pero ya es tarde, nada puedo hacer, solo llorarte y rogar algún día volver a encontrarte. Susana querida, cuánto perdimos, cuánto las necesitamos a vos y a la Negra. Solo por algo podés quedarte tranquila, dejaste una hija maravillosa, a quien también por suerte aprendí a querer, porque fue la única que me valoró, se hizo querer y no sabes cuánto, porque quizás cuando niña la rechazaba, no la miraba siquiera porque aun flotaba el fantasma de la Susana que según yo me había hecho mucho daño en mi vida.

25 Se refiere a su ex marido y padre de mi primo Marcos.

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Solo pido a Dios que estés donde estés, nos ilumines a los que quedamos y sobre todo a tu hija que es un sol, y que está honrando altamente tu memoria, que esparzas una lluvia de esperanzas y un torbellino de suerte, a nuestra familia que sufrió tanto... Quisiera contarte tantas cosas, pero se me cae la lapicera y estoy baboseando el papel, así que me voy a dormir. Hasta otro día Noviembre de 2005.

Susana, según Silvia Hablar de Susana me resulta más fácil ahora, será que pienso mucho en ella tanto desde lo personal como en lo político. Me gustaría hablar con ella, de hecho muchas veces lo hago en silencio. Recuerdos de nuestra niñez son vagos, todos desdibujados con el tiempo y otros recuerdos, más duros. No fuimos lo que se dice unidas, mi compinchismo era con la Negra, para jugar, contarnos nuestras cosas, o hacer travesuras en las siestas que ambas odiábamos. Susana era más retraída, era difícil compartir con ella una picardía, todo debía estar bien hecho, porque de hecho era ella así, sumamente perfeccionista con ella misma y los demás. Sí los recuerdos son más claros en la adolescencia, por Dios, cómo la admiraban todos; primero por su belleza y mis padres, sobre todo mi madre, por su inteligencia. Y bueno... yo era un tiro al aire. Disfruté con todo mi adolescencia, chupinas, puchos, pedir plata en la calle para comprar puchos, hacer dedo en la ruta. Susana era muy compañera de mates y charlas con mi vieja. De hecho, mi madre la respetaba desde chica y sus conceptos y formas de vida eran aceptados, debían ser como ella los planteaba. En cambio, la Negra y yo éramos más “loquitas”. Recuerdo las primeras

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fiestas que hacíamos con nuestros primos, todos esperaban que ella prodigara a algunos de los chicos que frecuentaban la casa de la abuela, una sonrisa, una palabra, porque era muy linda, y no había forma de comparación conmigo por ejemplo. Primero porque yo era muy chica, entrando en plena adolescencia, además creo que todos me consideraban enferma o algo así, porque era muy delgada, encorvada, muy ojerosa, en fin “un monstruo” ¡Quien se iba a fijar en mí! Creo que eso le provocaba vanidad, y era de hecho, vanidosa. Luego, al comenzar la Universidad prácticamente no tuvimos charlas, ni acercamientos porque nunca estaba en casa. Siempre estudiaba y mucho, brillando por sus rendimientos, sus capacidades, su don de amistades, siempre venían a casa compañeras de la Facu. A mí me parecía, pero ni siquiera lo intentaba, que había que hablar de algo “serio e inteligente” con ella. Me intimidaba. Creo que me ponía colorada cuando algo tenía que decirle. De hecho, la carrera que seguí fue para saber mucho y poder entablar un diálogo: a esta altura no solo era con ella, sino también con la Negra, ya que las dos hablaban y yo no entendía bien lo que decían. Entonces me planteé, ¿cuál es la carrera con la que puedo saber todo lo que ha pasado? Es Historia. Debo decir que amo mi carrera y no me equivoqué, pero con el tiempo pienso que me hubiera gustado mucho Psicología. Recuerdo un día que estábamos en el dormitorio y me dijo “ganó Salvador Allende” era 1973 y había triunfado el Socialismo en Chile. Y yo le dije ¡Pero es el Socialismo! Nunca me sentí más obtusa. Siempre recuerdo cuando comencé a salir con un chico que había conocido con unas amigas en el Bar “El Ruedo”. Me gustaba mucho, y yo defendía mi virginidad a toda costa con él. Sin embargo, en la puerta de la casa, cuando me acompañaba, teníamos muchos contactos físicos. Un día entré, después de semejantes “roces” y me encontré

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con mi vieja y Susana en tono desafiante, solo recuerdo una hermosa bofetada de mi vieja, porque yo tenía un moño que a esa altura, debía haber quedado torcido. A esa, se la devolví, cuando hurgando su cartera encontré anticonceptivos, y haciéndome la estúpida, “le encontré píldoras anticonceptivas”. Le mostré a mi vieja, sabiendo que eso sería la “hecatombe”, por la idea de mi vieja respecto a la virginidad. Creo que eso aceleró los tiempos para que ella concretara su relación con Raúl. Sí los recuerdos se vuelven más nítidos en el último tiempo de su vida. Cuando se casó, yo viajé, porque lo hicieron en el interior con Raúl. De todo se reían y burlaban, y para mí era cosa seria (aún hoy creo lo mismo, casarse es algo serio). Pero ella estaba muy feliz, no así la Gringa (su suegra) que rezongaba mucho. Recuerdo cuando vino un día a casa, yo limpiaba el piso, y me dijo “tenés que empezar a trabajar. Vas a ser Coordinadora de Área de la DINEA, en la Campaña de Alfabetización, es un cargo para mí y yo no puedo aceptarlo. Es muy buen sueldo y necesitamos gente de confianza”. Creí desmayarme. No me sentía capacitada para nada, estaba cursando el 4º año de la carrera de Historia, y era más bien una alumna normal, no sobresalía, me esforzaba mucho, estudiaba mucho. No había más que discutir, comencé a trabajar. Eran todos Susana multiplicados: yo los veía a todos muy grandes (deben haber sido 5 ó 6 años más que yo) y siempre reían mucho, se reían de todo. En las reuniones, donde se hablaba de toda la organización del plan de trabajo, yo no abría la boca, me sentía tan idiota. Eran todos tan capaces, militantes montoneros, con amplia experiencia en los barrios. Por suerte, mi compañero de área fue un ex cura muy piola, que me ayudaba mucho en mis errores. Después ya no le di más bola al laburo, porque comencé a contactarme con la gente de los barrios, uno en particular: Las Violetas, donde conocí a mi ex marido. Él era un subordinado de Susana, por lo tanto también le tenía respeto, pero se burlaba de su forma de ser: decía

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que era estricta, creída y que ambos, junto con Raúl, eran amantes de la buena vida. Claro, debo aclarar que mi ex era un lumpen total. Susana y la Negra, a pesar de que en un comienzo quisieron celestinear la relación, después cuando vieron que la cosa se puso seria, comenzaron a oponerse tenazmente. Eso nos alejó cada vez más: yo no lo entendía. Susana decía que el Negro (mi ex) era un liberal con las mujeres, que había tenido varias relaciones sentimentales, planteo al que se le sumó la Negra, siéndome muy difícil mantener una buena relación con mi madre en esto, por los comentarios de ambas, y porque también yo hacía a esa altura una vida muy anormal: no volvía a la casa (ponía como excusa el trabajo). La situación se hizo intolerable cuando la Negra le dijo a mi vieja que yo tenía relaciones sexuales con el Negro. La sola frase de “esto lo va a saber tu padre”, apresuró mi ida de la casa. No sabía muy bien dónde iba a ir, por lo cual alquilé una habitación en una pensión, y también se aceleraron mis tiempos, planteando la necesidad de casarme. Esto era grave, porque el Negro había pasado a la clandestinidad. A veces pienso, cómo todas intentábamos tener el favor de nuestra madre, que nos aceptara. Pero bueno, hablar de mí no es el centro del relato, pero todo se mezcla. A los pocos días de casada el Negro cayó preso. Yo no tenía donde ir. Y solo tengo una imagen: Susana buscándome en la pensión, para que me fuera con ella a vivir a la casa de la Gringa ya que Raúl también estaba preso y ella estaba embarazada y no quería estar sola. No lo dudé, me fui a vivir con ella. De ese tiempo tengo los recuerdos muy frescos. Susana me esperaba, se hizo muy compañera mía. Yo estaba rindiendo las últimas materias de Profesorado y me abrazaba mucho cuando yo aprobaba. Las tardes que ella no tenía que salir, la pasábamos juntas viendo “Piel Naranja” con Marilina Ross y compartiendo su embarazo.

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La Gringa nos mimaba mucho a las dos (yo la ligaba de rebote), porque quería que Susana se alimentara bien, nos llevaba el desayuno a la cama, hacía lomitos a la noche. La vi llorar muchas veces, no quería salir, tenía miedo, comencé a verla tan indefensa, hacía todo con responsabilidad porque debía hacerlo, me comentaba algunas cosas, muy reducidas, solo quería de mí afecto y yo también lo necesitaba mucho. Esperaba vernos volver de la cárcel, porque la Gringa iba a verlo a R. y yo al Negro. Cuando tuvo a la nena, estuvimos ahí a su lado en la Maternidad. Se la veía sufrir mucho, tuvo una complicación con los puntos, así que hubo que volver a intervenir quirúrgicamente, por lo cual se trasladó al departamento de la Negra, que estaba en el centro y le quedaba más cómodo. Yo seguía acompañándola, hasta que un día nos peleamos. Yo había contraído una fiebre muy fuerte, nunca me había sentido tan mal. Y llegaron dos miembros de la Organización, que no tengo la menor idea de quiénes eran, y me pidieron les planchara la camisa. Yo me negué, porque no podía estar parada de lo mal que me sentía. Me dijo que era una individualista, egoísta, y salí corriendo de su lado. Caí a la casa de mi vieja, después de mucho tiempo de no estar. Me ofreció una cama, y recuerdo lo bien que comencé a sentirme. Pasaron pocos meses y yo también me embaracé. Cuando la Negra un año antes había caído en una pintada, la familia de su marido había alquilado una casa en Río Ceballos26 por su seguridad, ya que había podido salir. Nuevamente volvieron a hacerlo y todos alternábamos entre el departamento de la Negra en el centro, la casa de Río Ceballos y allí nos encontrábamos con Susana que llegaba con María Eugenia que jugaba con Santiago27. Cuando se produjo el golpe el 24 de marzo de 1976, la Negra levantó el departamento y decidió irse a España, a mí los suegros de la Negra me consiguieron pasajes a Neuquén 26 No es tan claro el origen del dinero del alquiler de esa casa de verano. También pudo ser dinero de la organización o ahorros de mi abuela Chola. 27 Santiago Roca, hijo de mi tía Ángela Alicia Salamone y Deodoro Roca.

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para viajar luego en colectivo hasta General Roca- donde vivían mis suegros- para poder culminar mi embarazo. De Susana no pude despedirme. Viajó a Buenos Aires por seguridad, yo pensaba que la iba a volver a ver. Nunca más la vi. ¿Cuándo la recuerdo? Me encomendé a ella en mi examen para Directora del Colegio, firmé con su seudónimo “Corderito” mi examen, me fue mal, pero no me importó, se lo dediqué a ella, seguramente no estuvo a la altura de lo que ella hubiera hecho. He tenido muchas desventuras con mi ex marido, aunque parezca mentira después de 30 años, y he recordado mucho su opinión sobre él y su forma de relacionarse con las mujeres. Pienso hoy en la política, qué opinaría, me gustaría charlar con ella, no quiero hacer algo cursi, pero la necesito, ahora de otra manera, la he entendido (sobre todo cuando pasé su escrito28 y leí varias veces lo que escribió), porque estuve muy enojada con ella, no la podía comprender, ahora sí la comprendo en todo lo que le pasó y tengo mucha bronca por las cosas que le pasaron, pero eso sería motivo de otro análisis. Año 2007

Susana, según Anita Luchar contra el aburrimiento ha sido y es todavía una de las tareas más onerosas y perjudiciales de mi poco entretenida historia de vida personal. Las siestas de verano en la infancia. El calor tedioso e insoportable. Tener que dormir la siesta. La prohibición de hacer ruido y el absoluto rechazo a dormir. Una sola vez pude hacerlo. ¿6 ó 7 años? Tal vez menos o más, los recuerdos son difusos, pero no es difuso que mi hermana Susana me arrinconó contra una pared en su misma cama de una plaza y cada vez que quería moverme me aplicaba un pellizcón que 28 Silvia se ofreció a pasar en computadora el escrito de mi madre, porque yo no tenía la fortaleza suficiente como para hacerlo.

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hacía inútil cualquier esfuerzo por moverse. Sí, esa vez fue la primera vez y todavía hasta hoy recuerdo aquel triunfo. Susana era la segunda de mis cuatro hermanas mayores. ¿Cómo escribir acerca de ella? ¿Cómo saber acerca de ella? Era tan linda y tan brillante que todos mis esfuerzos estaban dirigidos para agradarle, para lograr su aceptación. Por eso no sé si podré escribir sobre ella o si solo podré escribir sobre mí y cuánta influencia ejerció en mi expectante existencia. ¿Cómo fue que empezó a cambiar el escenario en el seno de una familia pobre, cuya única riqueza era la esperanza peronista de un futuro mejor para los hijos a través de la Universidad? Susana era la mejor estudiante universitaria. La que consumía con fervor los libros de sus compañeras adineradas y luego les trasmitía sus resúmenes. La que decidió dejar sus ambiciones de pequeña burguesa, arriesgándolo todo aún a precio de su propia existencia. Todo lo que se proponía lo lograba. Los novios más apuestos, las mejores notas, la medalla de oro en la universidad. Sus primeros trabajos como Licenciada en Ciencias de la Educación. Todo era brillo en ella. O por lo menos eso se esmeraba en aparentar. Si alguna vez tuvo miedo en alguna de las operaciones que le tocó asumir cuando ya avanzaba su militancia revolucionaria, nadie debería notarlo. Ello le permitió tener un lugar destacado dentro de la Organización y por supuesto, el reconocimiento absoluto de sus pares y superiores. Yo observaba sin entender. Temblaba de pánico con lo que veía. Pánico, sí, un temor inmenso que me invadía. Pero mi respeto hacia ella también era mayúsculo. Temblaba de pánico y transpiraba copiosamente cuando debía hablarle.

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Conmigo ella no hablaba mucho, por suerte para mí. Una vez me pidió que me sentara y que le explicara cómo iba yo a colaborar con la revolución. Otra vez mi pánico. Me transpiraban las manos, alguna respuesta debía darle, no podía de ninguna manera decirle que tenía miedo. Que me espantaban las armas que alguna vez vi dentro de su casa. Pero tenía ella razón, yo también debía ser parte de ese proceso. Me dijo que había pensado que yo podía estudiar medicina. Que muchos compañeros colaboraban en la revolución ayudando a otros compañeros heridos o enfermos. Fue un gran alivio aquella charla. Por fin sabía cómo podía orientar mi vida. Cumplí con presteza. Elegí el bachillerato con orientación biológica y en pocos años obtuve el título de médica con el que colaboraría con la revolución. Pero ella ya no estaba para saberlo. Cursaba yo el 4º año de secundario cuando un fatídico 24 de marzo, mi vida y la vida de las personas que amaba y todavía amo, cambió para siempre. Al poco tiempo Susana se radicaría en La Plata porque allí según nos dijo era menos extremada la represión militar. Alquiló un bonito departamento donde fue a vivir con su hija. Mi madre y yo viajamos un par de veces para verlas a ambas. Eugenia, su hijita, era aún muy pequeña, y a veces era necesario que la trajéramos de vuelta a Córdoba durante algunos días. Hoy lamento mucho haber sido tan chica, tan ingenua, tan inconsciente. Conocía del peligro, pero no lograba dimensionarlo. Recuerdo que en cada viaje en que le llevábamos de vuelta a Eugenia a su madre le llevábamos todas sus cosas, sus pañales, su ropa. Susana nos esperaba siempre en la Terminal de ómnibus de La Plata. Desde allí nos llevaba en taxi hasta su casa. No debíamos por razones de seguridad saber su dirección, pero una vez la escuché, y aunque quería borrármela, no lograba hacerlo.

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Una vez no nos esperó. Y allí estábamos mi vieja, Eugenia, sus pañales y sus cosas y yo. Mi mamá me preguntó: ¿Qué hacemos ahora? Ni siquiera sabemos dónde vive. Yo sabía y nuevamente en un taxi llegamos hasta su casa. La escena fue devastadora. Todo en ese departamento había sido pisoteado, ultrajado, revuelto. Allí estaban tirados por todos lados la ropa, los juguetes, los libros. Los vecinos nos dijeron que había habido un allanamiento. Nos volvimos esa misma noche. Dos meses después llegó una carta. Susana explicaba que se encontraba detenida pero en buenas condiciones, que no nos preocupáramos, que su único deseo era encontrarse con su hijita. Ella nos avisaría cuando podríamos viajar. Volvimos a viajar. Eugenia, sus pañales, mi vieja y yo. Llevábamos un número de teléfono y una dirección en La Plata. Pasamos primero en un taxi para verificar la dirección: Robos y Hurtos de la Policía de Buenos Aires. Seguimos camino en el mismo taxi. ¿Y si se trataba de una trampa? Paramos en una plaza para decidir que hacíamos. Mi vieja me dijo: “Voy a hablar por teléfono, y si en una hora y media no he vuelto, te volvés a Córdoba con Eugenia”. Eugenia estaba muy inquieta y malhumorada. El tiempo de la espera era abrumador. Cuando reapareció mi vieja en aquella plaza no hubo mucho espacio para formular preguntas. “Después te cuento…por ahora nos vamos a instalar en un hotel por acá cerca…” ¿En un hotel? El dinero para los viajes nunca era suficiente. Viajábamos en tren porque no alcanzaba para colectivos y jamás nos habíamos instalado en un hotel. Buscamos un precario lugar cerca de las instalaciones de la División de Robos y Hurtos y allí recién mi madre pudo sentarse y explicarme lo poco que ella misma había comprendido. Era real que Susana estaba detenida y en “buenas condiciones”, había conseguido verla y todo. Estaba más delgada, muy triste, pero se la podía observar de buen estado de ánimo, y por supuesto con muchos deseos de ver a su pequeñita.

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“Parece que ha colaborado” me dijo mi vieja y si esas no fueron las palabras exactas, fueron exactas en su contenido. Se trataba de eso. Había colaborado con sus captores y ello le había permitido salvaguardar su vida. Había sido detenida conduciendo un vehículo29, y en ese momento había pensado en suicidarse, pero pensó en su nena…y no pudo hacerlo. Su situación parecía ser prometedora. Le habían ofrecido una radicación en el extranjero con cambio absoluto de identidad, pero eso llevaría algún tiempo. Mientras tanto podía salir a realizar alguna compra, comunicarse con sus familiares y hasta le facilitaban dinero para que nosotras pudiéramos estar allí. ¡¡¡El dinero del hotel!!! Empezaba yo a entender. Eran un grupo de siete personas de diferentes partes del país. Estaban bajo la contención emocional del Capellán de la Policía, Christian Von Wernich, quien oficiaba de confesor y amigo del grupo. Era además quién establecía los lazos con los respectivos familiares y había logrado hacerles entender lo equivocados que estaban, lo mucho que habían perdido la buena senda, que solo el retorno del camino a Dios los haría ser rescatables para esa Patria libre de comunismo que las Fuerzas Armadas habían logrado. Que eran jóvenes, que estaban equivocados. Mi primera reacción fue de repulsa y rechazo. Jamás volvería yo a tener contacto con alguien que me había defraudado tanto. ¿Cómo había sido capaz de tal atrocidad? Ella, la militante más abnegada, la de más férreos conceptos ideológicos. ¿Por qué no había elegido la muerte antes de caer en manos del enemigo? ¿Cuál sería mi ideal a partir de entonces? Tomé una decisión: jamás volvería a verla. Mi vieja me daría entonces el más sabio consejo que pudo darme, el mejor de los muchos que me pudo haber dado en toda mi vida, y tal vez el único realmente valioso. 29 Mi madre relata en su escrito que fue detenida en la calle, a pie.

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“No juzgues ahora-me dijo- solamente el paso del tiempo te ayudará a encontrar la verdad. Solamente te pido que la veas, y después decidirás”. Eso hice, pero seguramente no sin resquemor. Pero me bastó solo verla para dejar de juzgarla, corriendo por un pasillo a nuestro encuentro, tan hermosa como siempre fue, pero tan desvalida! Se echó a mis pies como si fuese una pecadora, y nos dimos el más fuerte abrazo que pudimos darnos, entre lágrimas y caricias, sollozos y risas entrecortadas. Estaba aún con vida después de todo. ¿Quién podría juzgarla? Desamparada de todo afecto, con un ferviente deseo de sobrevivir a pesar de todo, y con una esperanza, la de seguir con vida para compartir con su hijita. Nos contó que fue torturada pero no entró en detalles. Nos dijo que quería que le siguiéramos llevando a la nena y que quería ver a mi papá. ¿Realmente les creyó a los militares la farsa obscena de su radicación en el exterior o eso era una muestra más de su inefable inteligencia? ¿Querría despedirse de todos? No lo sé. Jamás lo sabré. Ya no era la misma. Había perdido su hidalguía y su cuasi arrogancia. Ya no era la misma. Había perdido la fe en sí misma. Se había tornado cariñosa, débil, una jovencita necesitada de cariño, de todo el cariño que se le pudiera dar. Ahora creía en Dios y eso parecía haberle despojado de todo su ser. Logramos verla en varios viajes, y conforme a sus deseos, mi viejo también la visitó. Eran viajes cortos, ella no se explayaba mucho en sus planes, solamente decía que después de un tiempo de estar en el extranjero se reencontraría con su beba. La promesa del viaje se fue dilatando inquietantemente. Nos pidió los pocos tesoros que tenía: su medalla de oro de la universidad, sus diplomas, un anillo costoso que le había regalado un tío paterno. No había más. La pobreza nos impedía que llevara más. Durante un largo año la mantuvieron en cautiverio en ese lugar de oprobio.

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Un día nos llegó una carta, de improviso, que el 22 de noviembre de 1977 los “chicos” habían viajado al exterior. Que no preguntáramos. Que los familiares no se comunicaran entre sí, que por razones de seguridad, cuando ellos pudieran establecerse, se comunicarían con la familia. La firmaba un oficial de la Marina. Inútil fue la espera. Un mes, un par de meses, años. La mirada desolada de mi vieja cada vez que pasaba el cartero y no dejaba nada para ella. Los familiares empezaron a comunicarse. Ya no había credulidad en la promesa. Solo incertidumbre y puertas cerradas. Ya no se sabía del paradero de Von Wernich ni de los oficiales de Marina que habían intervenido. Nada sabían en la División de Robos y Hurtos de La Plata. Llegó la democracia y el Juicio a los Ex Comandantes Llegaron testimonios certeros e inciertos. Llegó una reconstrucción parcializada de su muerte. Su horrible muerte. Pasaron los años, pocos o muchos años. Todavía no hay justicia para ella. Todavía no hay una tumba dónde llorar tanto dolor. Todavía no están sus restos en las manos de las personas que aún la amamos. Año 2007

DOCE Un sueño horrible

En marzo de 1999 murió mi abuelo Arcángel. Ana estaba a su lado. Cuando mi abuela y yo llegamos, seguía allí muy tranquila. La cara de mi abuelo también se veía tranquila. Por fin podía descansar. Lo toqué, estaba frío. Era la primera vez en 23 años de vida que veía y tocaba a un muerto. Y hasta hoy, la única. Un día, una semana después, mis tías

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decidían el destino de las pocas pertenencias de mi abuelo, mirando en el ropero de la que había sido su habitación y desde hacía un tiempo, era la mía. Horas más tarde me encontré con un chico con el que solía verme, en un pequeño departamento que un amigo le había prestado. Delante de la cama en la que estábamos, había un gran ropero antiguo. Me dormí y soñé que la Gringa estaba muerta arriba de ese ropero, muy blanca y con los ojos abiertos. Una de sus piernas, entumecida, caía impidiendo que la puerta se cerrara. De su pie, colgaba una etiqueta con código de barras. Lo más angustiante, más allá de mi abuela muerta arriba del ropero, era que yo intentaba cerrar la puerta, pero su pierna dura me lo impedía. Fue la única vez que soñé con ella.

TRECE Abuelos

Me ha costado encontrar la voz para contar la historia de mis cuatro abuelos. Todo lo que sé, me ha sido referido muchas veces, de idéntica manera y color, por mi abuela Chola. He hecho la prueba de escuchar las anécdotas repetidas, porque ella frecuenta los mismos hitos, para ver en qué punto se desvía de los relatos precedentes. Y con asombro, he notado que nunca lo hace. También me he preguntado cómo salirme de su visión de la historia, cómo pararme desde fuera para mirarla, cómo construir un relato propio sin notar, una y otra vez, que es ella y no soy yo quien habla. Mi relato ha intentado desesperadamente despegarse del suyo y dudo haberlo conseguido.

Ramón Arturo y la Gringa Me hubiera gustado conocer a la Gringa, mi abuela paterna, desaparecida de su trabajo, el Hospital Español de Córdoba, donde era enfermera, el 11 de noviembre de 1976.

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Probablemente, se la llevaron porque les resultaba molesta y la tenían a mano, puesto que el hospital estaba separado por una avenida del Batallón 41. Mi abuela temía después del Golpe y decía que si la venían a buscar, iba a hacerse matar, antes de que pudieran sacarle alguna información. No sé cómo murió. No sé si pudo “hacerse matar” para evitar hablar. No sé si tuvo que padecer torturas antes de encontrar su final. Había nacido el 12 de diciembre de 1922 en Cruz del Eje, en el norte de la provincia de Córdoba Su nombre era Eugenia, como yo, pero también era Francisca y Graciosa. Hija de una familia numerosa y pobre, su madre la había entregado a una familia sustituta, con la que vivió en condiciones miserables, a lo Víctor Hugo o a lo Charles Dickens: mi abuela fue criada, pero no como participio del verbo criar sino como sustantivo. Entre los maltratos que llegaron hasta mí, se encuentran las noches durmiendo a la intemperie, los golpes, el frío y el hambre. Cuando era aún muy joven, llegó al Hospital Español enferma de pulmonía y ya no se fue de ese lugar, que se convirtió en su empleo y en su hogar. A la mañana siguiente de su secuestro, Silvia llevó al Hospital a Martín que estaba enfermo. El pediatra que los atendió y reconoció a mi tía como “familiar” de mi abuela, se lo comentó, pensando que ella ya lo sabía. Así se enteró. Nos enteramos. Pasaron más de veinte años y mi abuelo Arcángel, en su largo trayecto hacia la muerte, hizo una parada allí. Mi abuela y mis tías preguntaron por la Gringa. Algunas viejas enfermeras se acordaban; alguien dio detalles del escándalo, que no he sido capaz de retener, y las personas que no tenían la edad como para haber estado ahí, sabían de qué se estaba hablando. Yo entré al Hospital solo un par de veces. Era enorme, antiguo, y no sentí que regresaba a ningún lugar estimado; ni siquiera cuando vi el patio central, donde pasaba largas

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horas, siendo un bebé, sentada en una sillita, como atestiguan algunas fotos, mientras mi abuela trabajaba y tenía que cuidarme. Me imagino a la Gringa vital, realmente graciosa, como su tercer nombre, que nunca sabré si es un mito o es legal. Su marido, mi abuelo paterno, Ramón Arturo, se había suicidado de un disparo en el baño de su casa antes de que mis padres se conocieran. Sé poco sobre él. Hace poco me encontré en Córdoba con la hermana de mi padre a quien no veía desde que era una niña. Y ella me contó que mi abuelo era ferroviario, peronista, nacido en San Francisco, en la provincia de Córdoba, el 20 de mayo de 1925. Es posible, incluso, que haya sido primo segundo de Ernesto “Che” Guevara. Dos circunstancias se entremezclan al intentar encontrar la razón de su suicidio: por un lado, la existencia de una familia paralela y por el otro, una persecución política sindical en la época de Onganía. Un comentario suyo que he retenido gustosa completa a mi abuelo: conmovido por la música de Los Beatles, anticipó que iban a revolucionar el mundo. Cuando mi padre cayó preso, la Gringa iba todos los días a verlo y se encargaba de llevarle comida, cigarrillos, ropa y remedios, pero no solo a él. Mi abuela pensaba en todos: cocinaba para todos, quería curar y abrigar a todos. Se burlaba de los militares en su cara y pasaba mensajes de la Organización masticándolos dentro de falsos caramelos. Las cosas cambiaron después del Golpe. Los detenidos pasaron a estar incomunicados. Pero la Gringa seguía yendo con su generosidad bien provista, y dejaba su comida, sus cigarrillos, sus ropas y sus remedios, en la mesa de entrada, a una cuadra de la Penitenciaría. Cuando trasladaron a mi padre a Sierra Chica fue a verlo más de una vez. Los que quedaban, tenían miedo por ella, le decían que se fuera al Sur, con la hermana de mi padre, pero eligió quedarse. Evitó que estuviera con mi madre el día fatal. Fatídico noviembre de 1976. Cuando volvimos de La Plata donde no habíamos

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encontrado a mi madre, con la certeza de su desaparición, nos encontramos con que la Gringa también había sido secuestrada. Ella es otro enigma para mí. Un poco nos parecemos. Siento que hay una energía indómita, una rudeza construida, un sentido del humor agresivo y un enorme espíritu maternal que nos hermanan. Le debo estar acá y no en cualquier otro lugar donde no sería yo, sino otra.

Arcángel y Nicolasa Él era hermoso, con esa masculinidad única de los galanes de cine de los 40. Se vestía bien, tenía el pelo y los ojos negros, la nariz aguileña. Cuando me lo imagino, a los treinta y pico, entiendo la atracción que debió haber ejercido en mi abuela que, con 19 años, solía verlo pasar. Ella tenía un grupo de amigas que ya se había encargado de descubrirlo para notar, solo por querer notar algo más en él que él mismo, su antipatía. Pero la Chola ya tenía una poderosa y magnética personalidad, y solo para demostrar que sí podía, lo miró con tanta insistencia un día que él la saludó. Mi abuelo Arcángel Salamone era hijo de sicilianos. Había nacido en Córdoba el 24 de octubre de 1914. Su padre, Pietro Rosario, había quedado viudo, sin hijos, y se había casado con la hermana de su difunta esposa, mi bisabuela Vicenta. Pietro y Vicenta cerca de 1910 dejaron Castel di Lucio (en Messina) en barco, buscando la América. La primera opción era Nueva York, pero los problemas de vista de ella, hicieron que resultaran descalificados para ingresar al sueño (norte) americano. Así que siguieron bajando y bajando, y llegaron a la Argentina. Después subieron, hasta el centro, a Córdoba. Como tantos, probaron en el campo, y luego, se instalaron en la ciudad, en el tradicional barrio de Alta Córdoba. Tuvieron negocios y ocho hijos: Nino, Plácido, María, Arcángel (por partida doble: mi abuelo y su hermana menor que había sido

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anotada por error, por un vecino, como Arcángel en vez de Ángela), Rosa y dos que murieron siendo pequeños. En 1946 Pietro se golpeó en el baño, no fue al médico y una costilla le perforó el pulmón. Vicenta siguió sin él casi treinta años. Murió cuando tenía más de 100 (nadie sabe exactamente cuántos más tenía) en 1973. La Chola, Nicolasa, había nacido el 23 de diciembre de 1927, en Cruz del Eje. Su padre, José Félix Zárate era riojano, hijo de madre soltera y de un señor de apellido Menéndez. José Félix trabajó en el tranvía a caballo en Córdoba, hasta que ingresó en el ferrocarril y fue trasladado a Cruz del Eje. Con su esposa, Petrona Acevedo (hija de María Rodríguez, aborigen sanavirona, y de Camilo Acevedo, ferroviario) tenía ya dos hijos José Félix (H), alias Tito, y María Reina y en esa ciudad nació mi abuela en la casa propia que abandonaron años después a causa de la enfermedad de Petrona. Se instalaron en Córdoba, donde los cinco compartían una pieza. Mi abuela siempre ha estado orgullosa de su padre – y de su hermano Tito, que llegó a ser el hombre más querido y popular de la localidad de Deán Funes - porque escribía bien, había sido maestro y tocaba el clarinete. Durante la crisis de los 30 lo despidieron por su afición al alcohol y logró entrar como escribiente en la policía. Era radical, lo que no era muy bien visto después del derrocamiento de Hipólito Irigoyen.30 Mientras gobernaba el demócrata Agustín P. Justo, José Félix fue convocado por un superior que le preguntó por su filiación política. Mi bisabuelo reconoció que era radical, pero agregó que sus hijos no tenían partido político y que él tenía que darles de comer. A este trabajo también lo perdió por el alcohol. Mi abuela tiende a encontrar la explicación del alcoholismo de su padre, en la gravedad de la enfermedad de su madre, como luego la encontró, para el caso de su hermano, en los maltratos que este recibía de su mujer.

30 Hipólito Irigoyen tuvo dos periodos: 1916-1922 y de 1928-1930. Su segundo mandato fue truncado el 6 de septiembre de 1930, por un Golpe de Estado comandado por José Félix Uriburu.

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Cuando mi abuelo se cruza con mi abuela, él ya era un hombre. Había tenido muchas mujeres. De hecho, vivía con una que le había dado una hija que se llamaba Ángela, como luego bautizaría a la Negra. Algo sucedía con los ángeles y los arcángeles en la familia que siempre venían por dos. Mi abuela, por su parte, ya tenía una tremenda experiencia con la muerte y, aunque parezca melodramático, no terminaría de adquirirla con la muerte de sus padres. Sobreviviría a sus hermanos, a dos de sus hijas, a su esposo. Petrona falleció de un paro cardíaco, a las 12 de la noche del 31 de diciembre de 1938, a sus 39 años, cuando mi abuela tenía 11, después de tres operaciones seguidas, difteria y una vida muy sacrificada.31 El 27 de diciembre, cuando la operaron por tercera vez, José Félix había pedido licencia y estaba en la ciudad. Para mi abuela, a su madre le falló el corazón por culpa de las irritantes sirenas de la cervecería Córdoba sonando por la llegada del nuevo año. Cinco años más tarde, siguió José Félix: cáncer de páncreas. La Chola tenía 16 años. Ella y su hermana María se fueron a vivir con Tito, pero la horrible convivencia con su cuñada, hicieron que pronto regresaran solas a Córdoba. Mi abuela terminó la primaria, pero mi abuelo llegó hasta cuarto grado. Lo expulsaron por pelearse con otros chicos y sus padres lo enviaron a trabajar. Aprendió oficios. Empezó a fumar. Y cuando tenía 12 y ya había debutado sexualmente con “una mina que lo sacó de la canchita”, fue empleado en una estación de servicio donde aprendió el oficio que siempre amó: el de mecánico. Los autos fueron sus aliados. Por eso, cuando hizo el Servicio Militar, no la pasó nada mal como chofer de un Mayor. Cuando su período terminó, le entregó el auto a un conscripto que se llamaba José Félix Zárate (H), a quien volvería a ver, más de diez años después, y se convertiría en su cuñado. ¿Cómo habrán sido las expresiones de sus rostros cuando mi abuela presentó su pretendiente a 31 Al momento de terminar Veintiocho, me intrigó cuál era la enfermedad de Petrona. Le pregunté a mi abuela que no quiso decirme, ni recordar. Solo dijo: “Murió hace más de 70 años, así que ya no le duele nada”.

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su hermano? Sé que se alegraron de reencontrarse. Y que Tito, que conocía muy bien la fama de mujeriego de mi abuelo, al comienzo se opuso a esa unión. Después, se quisieron. Aunque Tito radical y Arcángel peronista, siempre discutían de política. Para mi abuela, la muerte de su hermano fue un golpe terrible. Fue ese día cuando, con más de treinta años y “ya habiendo tenido a todas sus hijas”, empezó a fumar. Mis abuelos, según lo veo ahora, tuvieron una familia feliz. Las fotos de sus fines de semana en el río, cuando las chicas eran adolescentes, lo prueban. Después, perdieron a dos de sus cinco hijas. Un hueco. Con una nieta a cargo y un nieto al que no volverían a ver. Yo amaba profundamente a mi abuelo. Lo asumí después. Lo recuerdo los domingos cargando una fruta y la radio portátil para ir a la cancha a ver a Instituto, sobre todo en los buenos tiempos que estaba en la Primera División. Retengo su imagen volviendo de no sabía dónde (luego supe que visitaba a su hija mayor, Ángela, hasta que enfermó y ya no pudo hacerlo) con algunos comestibles; su espalda sentada en la verja de la casa, comentando cosas con los vecinos que pasaban por la vereda y se detenían a compartir su escepticismo; su inseparable tarrito de armar cigarrillos y su resistencia a bañarse en invierno. Era reservado, posiblemente poco cariñoso, pero yo sentí su amor. Al poco tiempo que murió, Silvia encontró en la calle un gatito gris, un poco arruinado y se lo llevó a mi abuela. Ocupó los lugares de mi abuelo. Su silla en uno de los laterales de la mesa, su pieza, su posición al lado de la estufa en invierno. Además tenía su conducta. Espiaba a mi abuela a la hora del almuerzo y si daban las 12 y no había movimiento en la cocina empezaba el llanto. Lo quisimos. Confié en que Goyo fuera la reencarnación de mi abuelo durante la década que vivió. Mi abuela se reía de mi teoría,

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pero creo que en ningún momento pensó que era un delirio. También deseaba que Goyo fuera él. Supongo que después de 52 años juntos, no era fácil dejarlo ir. Y cuando Goyo murió, ya no supimos dónde encontrarlo. Mi abuela sigue siendo un centro. Es lúcida y está enojada con los achaques de su vejez y con el hecho de que tiene que “pedir” cosas ahora que tiene más de 80. Se despierta y se acuesta con dolor. No escucha bien. No ve bien. Mis tías son buenas hijas. Sus nietos son buenos nietos. Hay dos bisnietos, hijos de Martín. Creo que de todas sus virtudes, la que más la enorgullece, es ser limpia. Siempre dice que al morir, nadie podrá decir que ella no lo era.

CATORCE Peronismo

Era 1985. Estábamos en el patio de la escuela, a punto de entrar a clase. Paula, una nena rubia, con cola de caballo tirante y mentón con hoyuelo, repasaba la fila de

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guardapolvos blancos, con movimientos de aprendiz de bailarina clásica, y preguntaba: ¿sos peronista o radical?, ¿sos peronista o radical? Cuando me tocó el turno, no sabía de qué estaba hablando, pero no fui capaz de confesarlo. Así que, por pura sonoridad, me decidí: “radical”, le dije. Paula, satisfecha, continuó su interrogatorio. En séptimo grado, ya había comprendido qué era ser peronista o radical. O algo así. El papá de Cynthia era peronista como el mío. Y nosotras, lo éramos también. Defendíamos, de banco a banco, de la radical rubia Paula de peinado tirante al General, no sé con qué argumentos. Pero recuerdo que ella reconocía algo: cuando Perón se fue, la “caja” de la Argentina había quedado “llena” de dinero. En la historia familiar las medidas sociales implementadas por el peronismo eran la causa o la razón del progreso: trabajo, derechos, casa propia, educación gratuita. El vínculo con el justicialismo se veía concretizado, en el caso de mi abuelo, en su afiliación al partido en 1952; no así en el de mi abuela, que optó por la unión libre, y que hace unos pocos años, de visita en el Cementerio de la Chacarita, cuando los restos de Perón aún se encontraban allí32, se negó a verlo y a llevarle una flor, que prefirió ofrendarle a Carlos Gardel, un cantor por el que nunca manifestó admiración. Pero había otras anécdotas. El regreso al país del general Perón y el episodio de Ezeiza, donde mi abuela, la Negra y Anita, estuvieron presentes. Estaban estos temas irresueltos de la derecha y la izquierda, la senilidad, Isabel y López Rega; Franco, Mussolini, Hitler y los pasaportes para los criminales de la Segunda Guerra. El peronismo es contradicción. Y no puedo comprenderlo. La proscripción fue intolerable. La oligarquía lo es. También puedo interpretar la funcionalidad de levantar las banderas del peronismo para atraer hacia el proyecto revolucionario de izquierda el “apoyo de las masas” en los 70. 32Los restos del ex presidente Juan Domingo Perón estuvieron en el Cementerio de la Chacarita desde su muerte hasta el 17 de octubre de 2006, cuando fueron trasladados a la quinta Museo 17 de octubre, de San Vicente, en la provincia de Buenos Aires.

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Cuando era adolescente pensaba que ciertas cosas, como los gustos musicales, se iban redefiniendo con la edad. Entonces, proyectaba que a los 40, por ejemplo, me iba a gustar la nueva trova cubana o la música clásica. No sucedió. Lo que sí ha acontecido, para mi asombro mayúsculo, es que mientras envejezco hay un gen peronista que puja por salir. En la primera versión de este libro, hace diez años, mi posición era anarquista, apoyada por una consciente y constante abstinencia al voto. Pensaba que si bien era indudable que había un componente emocional poderoso que, originado en mi entorno familiar y sustentado en cierta literatura y ciertas imágenes, ejercía sobre mi algún tipo de atracción por el peronismo, era solo algo instintivo. Cuando la razón entraba en escena, esa idea romántica del peronismo era rechazada. Más cuando pensaba en el peronismo que me había tocado vivir. Hoy creo que existe algo así como un fuerte componente hereditario. Un cromosoma peronista que me ha sido inherente y que, harto de ser negado, lucha por conquistar su lugar en el territorio de mi ideología. Suelo preguntarme cuál era la verdadera relación de mi madre con el peronismo. Ella solo dice el episodio en que mi abuelo es detenido por su filiación fue determinante para su militancia. Lo que no es poco. Su origen estaba en las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR), más cerca del Che Guevara que de Perón. Después, vino la fusión con Montoneros33 y mi madre escribió que más tarde, nadie hacía referencia a sus orígenes. De mi infancia, guardo recuerdos políticos distintos. En 1983 mis tías y mis abuelos votaron a Raúl Alfonsín. Todavía puedo ver a mis tías, sobre todo a Cristina, que nunca 33 EL 12 de octubre de 1973, ambas organizaciones emiten un comunicado por el que resuelven que a partir de ese día se unirán bajo el nombre de Montoneros, por un lado por el regreso de Juan Domingo Perón al poder, y por otro, porque se necesita esa unión para lograr “la unidad del pueblo argentino en un Frente de Liberación Nacional capaz de enfrentar al imperialismo en la etapa que se inicia”.

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fue peronista aunque ahora sea kirchnerista, como todos los demás, vestidas de rojo y blanco (aros y colgantes, blusas, pantalón y sandalias haciendo juego), saliendo a festejar la noche de aquel caluroso diciembre en que el peronismo se vio derrotado y no se oía en las calles otra canción que no fuera la del tamboril. Cuando Néstor Kirchner asumió, el día de mi cumpleaños, no creí en él. Mi familia estaba más pendiente del televisor y de su discurso, que escuché sin escuchar, que de cantar mis 28. Nada cambió para mí sustancialmente desde entonces. Después, vino Cristina Fernández de Kirchner. Tampoco confié. Pero, por una serie de iniciativas34, por su política en derechos humanos y por cierta política de reivindicación de la militancia de los 70, tiendo a pensar que nunca diré que soy peronista, pero sí diré que de todo lo que he visto, estos últimos años son los que más me han gustado. Cuando se murió Kirchner, por quien, hasta entonces no sentía algo en especial, me conmoví. El no tener televisor fue una bendición porque al parecer todos los canales, hasta los opositores, se encargaron de explotar dramáticamente el hecho. Intenté ver algo por Internet y me quebré. Es evidente que no tengo una razón política, sino que fácilmente me rindo ante la emoción política.

34 Por ejemplo, la Ley 26522 de Servicios de Comunicación Audiovisual.

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QUINCE Justicia

Ayer, 9 de octubre de 2007, se conoció la sentencia al sacerdote Christian Von Wernich. Volví a escuchar de él - porque su fantasma vil y grotesco siempre había habitado las anécdotas familiares y para mí hacía años era solo eso, un fantasma de anecdotario – en el año 2003, porque el psicoanalista que tenía me comentó que lo habían “encontrado” dando misa en un pueblo. No entendí por qué me lo dijo, no pensé que “encontrarlo” significara algo, tampoco comprendí cómo debía actuar frente al hecho mismo y al psicoanalista que no solo me daba la noticia - me enfrentaba a Von Wernich descubierto y detenido para ser juzgado- sino que además me informaba, en esa misma sesión o quizás en otra, que él mismo, el psicoanalista, había compartido la escuela primaria pasillos, patios, conocidos, kioscos, maestros, amigos tal vez - con Christian Von Wernich en Entre Ríos.

Unos años después, la condena. No la escuché, ni la miré; no la leí por Internet, tampoco en el diario Página 12 que compré porque pensé que debía comprarlo – aunque nunca lo abrí, sí miré muchísimas veces la cara espantosamente diabólica del sacerdote en la tapa con el titular “La cruz invertida”.35 No fui a ninguna audiencia, no hablé con ningún familiar, abogado, periodista que hubiera estado en el juicio. No quise hacerlo, aunque escuché sin escuchar a mis tías que sí fueron. Obviamente, tampoco estuve cuando dijeron que era co- autor del triple homicidio calificado de los Siete, 35 La volanta: Reclusión perpetua para Von Wernich. La bajada: Primer miembro de la Iglesia condenado por su participación en la represión dictatorial. El tribunal lo consideró responsable de 7 homicidios, 31 casos de tortura, y 41 secuestros “en el marco del genocidio. Más abajo, dice: El documento del Episcopado niega cualquier responsabilidad institucional, insiste en “la reconciliación” y llama a alejarse, “tanto de la impunidad como el odio o el rencor” y más abajo aún: “Actuó bajo su responsabilidad personal”. Página 12, 10/10/2007, Año 21, Nº 6801.

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entre ellos, mi madre, Nilda Susana Salamone. Tampoco cuando mi abuela ofreció su declaración, sentada en el sillón ocre del living de mi tía Ana en Córdoba ante el juez Carlos Rozanski36 que viajó a escucharla37, y mostró al juez y a otros judiciales las cartas que había guardado durante toda su vida, o al menos, los últimos treinta años, y al parecer, finalmente, sirvieron. El día que declaró yo estaba lejos, otra vez a 800 kilómetros, en mi departamento indemnizatorio. ¿Me arrepentí de no haber estado ahí? No estoy segura. Atractiva, prometedora, interesante podría ser la escena que imaginara para esa tarde de agosto en la que mi abuela declaró. Incluso pensé, para repararme o consolarme o justificarme por la ausencia, filmar una recreación de la jornada para mi documental biográfico apócrifo, Los Negros. Recuerdo mejor, aunque en penumbras, el otro juicio. El de los 80. Se han grabado: el esfuerzo y el dolor de mi abuela, la humillación de ser pobre, provinciana y, desde hacía pocos años, “madre”. Se han grabado las negritas en los diarios porteños, los entrecomillados que recogen un pedido suyo, justamente que Dios, el representado de Von Wernich, iluminara a quienes debían hacer justicia.

36 Presidente del Tribunal Oral Criminal Federal 1 de La Plata. 37 Ella alegó al ser citada que por razones de salud no podía trasladarse a La Plata a declarar frente al tribunal, por lo que una delegación viajó a tomársela a Córdoba.

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Clarín, 9 de mayo de 1985.

DIECISÉIS Militar

En 1999 tuve una corta militancia en HIJOS con puntos38 en Córdoba. Fui un sábado a una reunión con el “Comité de recepción” que eran dos chicas que me preguntaron en

38 H.I.J.O.S. es la sigla de Hijos por la Identidad y la Justicia contra el Olvido y el Silencio. Si hablamos de “Hijos” sin puntos implicaría que solo los Hijos (como en el caso de las Madres y las Abuelas) son quienes integran esta organización, en la que existía varias posibilidades de inclusión de miembros. La mayoría de las regionales de la red, en 1999, era abierta. Córdoba lo era. Es decir, cualquier joven podía militar en H.I.J.O.S. sin ser necesariamente “afectado”, ya que se consideraba que “afectados”, éramos todos. Sin embargo, había algunas regionales que eran más reacias a ser abiertas: aceptaban solo a “afectados”, incorporando dentro de la “afección” a los hijos de desaparecidos, exiliados y/o presos políticos.

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general por qué quería ir y me aclararon que Hijos con puntos no era un grupo de autoayuda sino una organización política. Después, fui a las asambleas, los viernes a la noche. Al principio, me gustó. O sentí que por fin hacía lo que debía hacer. Mis compañeros de “organización” no confiaban en mí. Tiendo a creer que la razón principal era que mis “consumos culturales” no se correspondían a los de un “hijo” de verdad: es decir, prefería a Radiohead o a Depeche Mode, antes que a León Gieco; a Paul Auster en lugar de Eduardo Galeano, y así. Me llamaba la atención que en la Organización nadie hiciera referencia a su historia personal. Era tabú. Era importante para mí conocer la experiencia del otro, pero nunca se dio el espacio para que eso sucediera. A fin de ese año, dejó de gustarme formar parte, o algo así. Por un impulso de responsabilidad, después que pasó el verano, fui a las primeras “asambleas” del año 2000 que se suspendieron porque éramos muy pocos y finalmente, dejé de ir. Fue entonces cuando conocí a Germán. Tenía a su padre, militante del ERP, desaparecido. Él había estudiado cine, filmaba videos y también escribía. Pensamos Hijarte39, que dentro de sus producciones tenía proyectada una historieta de superhéroes, Hijos de Desaparecidos, que tenían el poder de viajar al pasado para salvar a sus padres en los momentos clave. Son tres chicos veinteañeros. El poder que tienen es heredado y se relaciona con la (probable) forma de muerte de sus padres (picana eléctrica, ahogados en el mar por un vuelo de la muerte, quemados). La historia comienza en sus infancias, en 1981 y salta al hoy, cuando descubren el túnel que los reúne y los lleva hacia al pasado. Han ido al monte tucumano y a La Perla. Han salvado a dos progenitores. He aquí un pedazo del guion literario de tal proyecto - que nunca quise hacer pero igual terminé escribiendo como respuesta a una sugerencia – relacionado con el desaparecido 39 Era una asociación o una red cuyo objetivo era el testimonio y expresión individual, a través del arte.

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a salvar que me correspondía, porque obvio la historieta sería, en algún punto, autorreferencial.

Brigada de Investigaciones de La Plata, noviembre de 1977. Los tres Hijos abren una puerta, que pertenece a un armario dentro de una oficina de la Brigada. Miran alrededor, no hay nadie. Deciden permanecer dentro del mueble, que es el final del túnel por el que vinieron. Dejan la puerta entreabierta. Esperan. Minutos después, aparecen tres jóvenes: dos chicas y un muchacho. La Hija FUEGO reconoce a su madre. Están preparados para un viaje. Tienen bolsos y parecen contentos. Se van. En el armario, los Hijos discuten en voz baja la estrategia para rescatarlos y luego salen de la oficina por la ventana. Afuera, hay dos autos estacionados para el “traslado”. Piensan en ocupar los baúles, pero están cerrados. Se esconden tras los autos. Un hombre corpulento sale de la Brigada y carga los bolsos de los jóvenes en el baúl. El Hijo ELECTRICIDAD lo mira, lo electrocuta y lo mete dentro del baúl. Le saca las llaves. Ocupa el lugar del chofer. El Hijo AGUA duda, pero se hace un lugar en el baúl empujando al electrocutado y escondiendo rápido los bolsos bajo el auto. La Hija FUEGO sube en la parte de atrás y se agacha. Salen de la Brigada los jóvenes. Dos oficiales los acompañan. Abren la puerta de atrás, para que los prisioneros suban al auto. No se percatan de que el chofer no es el chofer. Primero entra la Madre y al verse / reconocerse en la cara de la Hija está a punto de gritar. La Hija le hace una indicación con la mano para que no hable, pero los que vienen con ella, al ver a la Hija emiten exclamaciones de asombro. Los oficiales que están con ellos, sacan las armas, mirando hacia los costados y dentro del auto. El chofer Hijo ELECTRICIDAD se da vuelta para mirarlos y electrocuta a uno. Los prisioneros gritan. Del baúl sale el Hijo AGUA que ahoga al otro que, parado en la vereda no sabe cómo defenderse de ese baldazo sin fin que solamente acaba cuando deja

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de respirar. Dos oficiales más salen de la Brigada y el Hijo AGUA cierra la puerta, sube en el asiento del acompañante y arrancan llevándose a los prisioneros. Van apretados. La Hija FUEGO abre la ventanilla como puede, saca sus manos e incendia el auto de atrás, donde el par de oficiales acaba de subir para perseguirlos. La Madre la mira, los otros también. La Hija FUEGO y la Madre intentan tocarse y se queman. Después, se abrazan, mientras lloran. Para acceder al túnel tienen que regresar. Dan vueltas y dejan el auto a pocas cuadras. Los tres jóvenes no comprenden. La Hija les dice que el traslado se realizará pero que tienen que volver. Y confiar. Esperan en la esquina de la Brigada, dos autos parten cargados de hombres. Los buscan. En la puerta, quedan dos guardias, que el Hijo ELECTRICIDAD controla en un pestañeo. Ingresan. Se cruzan con el cura Christian Von Wernich y el médico Jorge Antonio Bergés. La Hija no puede creer la oportunidad que tiene. Sin dudarlo, cruza los brazos extendidos y dirige una llamarada hacia cada uno. Los otros Hijos toman de los brazos a los jóvenes y los meten dentro de la oficina donde está el armario. La Hija FUEGO se queda unos minutos viendo arder a Bergés y Von Wernich y escuchando sus gritos. Cuando caen y se retuercen, se reúne con los demás en el túnel que lleva a París y se separan. Al final, una marcha del 24 de marzo en Córdoba. Los tres hijos, adultos, acompañados de sus padres y sus propias familias se cruzan y se miran. La situación se plantea de una forma lo suficientemente ambigua como para que no sepamos si los hijos que no fueron “hijos” logran reconocerse o no. Tampoco importa.

DIECISIETE Mirar

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Con dinero de la indemnización me operé de la vista. Eliminé la miopía que poco había colaborado históricamente con mi personalidad y con la de mi madre. Como una loca paradoja fonética de la vida, el médico que me devolvió la vista se apellidaba Bergese, que sonaba igual al médico torturador que asesinó a mi madre, Bergés. Durante diez años pude ver. Después volví a usar anteojos.

Sin darme cuenta de que hoy empieza noviembre decido venir a La Plata, ciudad que no he visitado desde que era niña, para mirar de frente a la Brigada de Investigaciones y a otro edificio, a dos cuadras de ahí, donde también mi madre estuvo detenida. Llego al mediodía. Hace calor. Pienso que el instinto o algo superior me ayudarán a dar fácilmente con un hotel. Sin embargo, doy vueltas dos horas encontrándome tres veces al menos en las mismas esquinas sin lograrlo. Resuelvo buscar un locutorio pero tampoco me acompaña el instinto ni el poder superior y vuelvo otra vez, a las mismas esquinas. Aparece uno. Busco en Internet. Hoteles. Direcciones: números con números. Voy a uno. No hay lugar, me dice el conserje, y no sé por qué, creo que miente. Entonces, otro, más alejado, cuyo nombre es Benvenuto. Ese apellido popularizado por un programa de televisión me recuerda a un compañero de la primaria, el gordo Benevento, con quien peleaba y competía por las notas o por el cariño de los compañeros. En el fondo, me gustaba. En el hotel que me evoca la escuela primaria hay lugar. Le digo al conserje que no necesito ver la habitación antes de tomarla. Subo a la 201 y cuando miro la llave, con su llavero, me doy cuenta de que el hotel no se llama Benvenuto sino Benevento. Hay muchos espejos acá. Conocí a alguien que soñaba vivir en hoteles. Sería interesante. Incluso por los espejos. En mi casa, solo tengo uno. En el baño. En la

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cartera nunca llevo espejo, pero sí suelo atrapar mi reflejo mientras camino, en las vidrieras o en las fachadas de las aseguradoras y los bancos. Quiero descansar un poco antes de mirar el inmueble de la calle 55, nº 619, y la ex Brigada de Investigaciones, a tres cuadras de allí. Aunque en esta ciudad, tres cuadras en realidad son cinco. Un rato después, salgo hacia el inmueble que no sé aún a cuál de los dos edificios corresponde. A una cuadra de la calle 55, precisamente en la calle 54, me estremezco. Estoy cerca. Primero leo Martín Fierro escrito con aerosol, en una de las persianas bajas. La casa, enorme, antigua, húmeda, está abandonada. La puerta de hierro está cerrada con un candado y abierta unos diez centímetros hacia afuera, o hacia adentro. No lo recuerdo. No hay vidrios donde se supone que alguna vez los hubo. Puedo espiar. Me gustaría entrar. Parece fácil. Si tuviera una pinza de ésas que sirven para cortar, lo haría. Saco fotos. La mano tiembla. Siento miedo de los vecinos. Al lado hay un moderno gimnasio. Pienso en el árbol del frente que estaría allí hace treinta años. A la derecha, arriba, hay un altillo (de vigilancia). La vereda está rota. Quisiera entrar. Hay basura. Miro. Las paredes celestes descascaradas, los escalones de mármol en el hall de ingreso, el piso levantado enseñando huecos profundos, la cochera que puedo curiosear a través de las rendijas de un oxidado portón.

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Miro. Lejos. Hay una reposera, una escalerilla que lleva al puesto de vigilancia que pudo ser desván, archiveros destartalados. Meto mi mano por la rendija con la cámara de fotos, enfoco el visor hacia la pared que no puedo mirar, a mi costado derecho, y aprieto el botón. La pantalla me muestra la foto que he tomado: se trata de cajones de envases de cerveza apilados. ¡Cómo me gustaría entrar! Tres supuestas cuadras más allá, la ex Brigada. Hay una placa en el frente. Me duele la cabeza. Un Ford Falcon color té con leche está estacionado en la puerta. Parece una escena dispuesta para mí. Temo sacar fotos. El auto cargado de posibles lecturas que no me interesa hacer, se va, y cruzo la calle. Me acerco a la placa que señala que allí funcionó el Centro Clandestino de Detención Brigada de Investigaciones de la Plata. Como en ese lugar sigue habiendo vida, policíaca, no me llama la atención ni me causa el mismo efecto que el 619. Quiero sacarle una foto a la placa. Cuando estoy tratando de enfocar, un agente abre la puerta y me mira. “Quiero sacar una foto”, le digo. Asiente. Pero se queda parado, con la puerta abierta, mirándome. Saco la foto y me voy. El uniformado cierra. Estoy enojada. Después, me comuniqué con los antropólogos. Ellos habían entrado a esa casa y sacado fotos de los lugares que yo no había visto, y que eran tremendamente más cargados de opacidad. Carlos me mostró las fotos, nos mostró las fotos a Anita y a mí, de ese interior roto mientras nos hablaba de la Negra. Y nos revelaba datos desconocidos y asombrosos. Miré las fotos de los antropólogos. Pero yo ya había visto.

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DIECIOCHO Fotografías

Retratos de muertos jóvenes y hermosos. No muertos, asesinados, como para aglutinar en un solo adjetivo todas las posibilidades: torturados, fusilados, envenenados, inyectados, explotados, calcinados, enterrados, asfixiados, suicidados. Nunca supe si lo que hacía que me provocaran la tremenda sensación que me producían las fotos de los desaparecidos, no solo en el tamaño de las pancartas de los 80 -que en nada se parecen a las livianas y gráciles de cartón actuales, corolario lógico de la época en la que vivimos, en la que todo tiende a estar más liviano; sino las que aparecían en diarios40, Internet, revistas, publicaciones especiales41 o manos ajenas. ¿Es esa tríada de muerte violenta, juventud y belleza la que conmociona? ¿O es la imagen como re-presentación de un cuerpo ausente? ¿Es la vida o es la muerte lo visible en esas fotos? En los últimos años brotan en la red social Facebook. Son caras que se multiplican cada 24 de marzo o cualquier día del año, cuando el retratado cumple aniversario de nacimiento o de desaparición, con epígrafes de una línea que resumen novelas increíbles. Adolescentes y jóvenes de la UES, del ERP, de la JP, de Montoneros. No solo las típicas fotos de ellos que hemos visto, sino en grupo, reuniones, familia. Más vivos. 40 Tradicionalmente en el diario Página 12 aparecen en ocasión de aniversarios las fotos con unos breves textos escritos por familiares o amigos. Al respecto ver Epitafios el derecho a la muerte escrita, Luis Gusmán, Ed. Norma. 41 En los últimos años, quizás por la política de derechos humanos impulsado desde el gobierno, proliferaron los actos homenaje, recordatorios, etc. En marzo de 2011, la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad de Córdoba, hizo un acto homenaje y entregó una publicación llamada Los del Filo, que recopiló los rostros y los historiales académicos (según registros en el archivo de la facultad y testimonios) de unos 120 desaparecidos y asesinados que estudiaron y se recibieron allí, incluidas mi madre y mi tía.

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Los borraron pero sus imágenes se multiplican. Crecen para ser vistas. Los que no quisieron ver, ahora deben ver también sus jóvenes y hermosas caras.

DIECINUEVE Ángela y Petete

Soy incapaz de construir a mi tía Ángela Alicia. La Negra es enorme, insondable, lejana. Un misterio. Desde que yo era una niña, al abrir el cajón del ropero de las sorpresas veía ese cassette que en nada se parecía a los cassettes que yo conocía. Era un cassette virgen, grabado claro, pero raro. Estaba dentro de una bolsa de plástico transparente con restos azules de lo que habría sido una marca, una dirección, un dibujo o un estampado. El cassette gris y rojo tenía escrito en lapicera “Petete” en letras mayúsculas con firuletes. En algún momento, habiendo ya conocido al famoso Petete del libro gordo 42, supongo, pregunté qué “Petete” era ése de ese cassette. Tengo la vaga sensación de que no se me quiso dar demasiada información, de que hubo una especie de enojo por mi manía hurgadora (pero que iluminaba intrincados universos escondidos dentro de roperos) y de que, a pesar de todo, me fue comunicado algo que nunca olvidé: se trataba de un cassette que contenía la voz de Santiago, mi primo, hijo de mi tía Ángela. Más misterioso e insondable que la misma Negra. El primer nieto que tuvieron mis abuelos, que nació tres meses antes que yo, al que le pusieron de apodo Petete y a quien no volvieron a ver después de que la Negra abandonó el país en 1976.

42 Petete era un personaje de historieta creado por Manuel García Ferré, que apareció en 1967. El libro Gordo de Petete, era un programa de TV, donde Petete y una presentadora mostraban un corto para chicos. No solo se transmitía en Argentina en los 70 y 80, también en otros países de habla hispana.

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Mientras escribía, supe que Petete o lo que fuera que se escondía detrás de Petete en ese viejo cassette, tenía que volver a rodar, tenía que ser escuchado aunque fuera una última vez. Durante años llevé el cassette de Petete de aquí para allá, sin que nadie de mi familia recordara su existencia. Estaba segura de que ahí no solo encontraría la voz de Santiago, con 2 ó 3 años de edad, sino que mi tía iba a completarse frente a mí, para mí, de una manera que jamás podría completar a mi madre. Oírla me atraía, conocerla así, sentir su risa, su tono, su manera de hablar; de cantar y llorar, supe después. Era una posibilidad increíblemente buena. Que me daba pánico. Un día, me encerré con el radiograbador -que cumplió ese día su última misión - y escuché. Anoté lo que iba pasando en cada minuto de cada lado del cassette. Lloré. Me reí. Me sorprendí. Me hice preguntas. Y me alivié al pensar que por fin había dado luz a “Petete”. Dos años después, me enfrento a esas notas. Y no comprendo. Por casualidad estoy en la casa de mi abuela, donde todavía hay un radiograbador y al leer mis primeras frases en el amarillento cuaderno con espiral, material promocional de un laboratorio, que fue la base de Veintiocho, me rindo. La lista indica: “3 años, pasión mecánica, casette – cantar, Por qué te vas.” Escucho el cassette otra vez: dos minutos. La canción es mi primera pista. Busco en google. El leitmotiv que mi tía y mi primo entonan repetidas veces en los 60 minutos del cassette “Petete” fue un éxito de José Luis Perales en 1974. Se me dificulta oír otra vez. Estoy cansada de revolver. Vuelvo a mis notas, y me remonto a aquellos años, pocos años, y recuerdo al cassette. Me doy cuenta que aquella vez, lo escuché al revés. Es decir, el lado B (los lados no estaban marcados) antes que él A, con lo que, al menos, el cassette que fue grabado en Cuba o en España (nunca lo sabremos), no empezaba directamente con Por qué te vas. Sin embargo, la introducción

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real, no era tan disímil. La Negra y Santiago cantaban, pero no Perales sino algo infantil que desconozco, protagonizado por el Gato con Botas, a quien sí conozco. Suenan bonito. Santiago improvisa canciones para la abuela Chola a pedido de su madre. De fondo, se escuchan bocinazos, como si estuvieran en el centro de una ciudad, mezclados con ruidos (o gritillos) que se parecen a los de un patio de escuela primaria en recreo. La Negra quiere hablar del Tini, el perro que por entonces tenían mis abuelos, y que habían tenido por muchos años: negro, de tamaño medio, sin raza, peludo. Petete dice que no se acuerda del Tini. Su madre lo llama mentiroso, y dice, a la grabadora, a nosotros que estamos o con un océano o con más de treinta años de por medio, que claro que sí, que se acuerda del Tini, “el perrito negro”. Mientras Petete cuenta qué come el Tini -piña, banana, frijoles, picante - se escucha a la Negra llorar. Después hablan de gatos de colores y de bichos grandes. Miran fotos. Ángela le pregunta a Santiago quiénes son las personas que aparecen en ellas. Y él reconoce. Me reconoce en varias de las fotos, dice: “María Eugenia”. La Negra habla por primera vez a la grabadora. Es 21 de julio, dice que nos quieren mucho y que a veces, les duele recibir cartas cortas: “Nos gustaría que nos escribieran cartas largas, largas”. Cuenta que Santiago está “enfermo de locura”, que no se adapta a la guardería, que no aguantó ni una hora. Nombra a Anita, a doña María – que era una vecina que mis abuelos tenían en Barrio Empalme y que de alguna forma era importante en la vida familiar –, que ella había escrito una tontería que dejaría para cuando nos volviera a ver, “si alguna vez las cosas me salen bien” y que para eso habría que esperar, y que no había mal que durara cien años ni cuerpo que lo aguantara y que la grabadora era una puta porque la inhibía. En el Lado B, que abre con Por qué te vas, hay canciones de autos amarillos. Santiago le pide a la Negra que ella no cante y él canta. Después, el sonido cambia y yo me

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angustio mientras escucho, porque me doy cuenta de que él está jugando solo. Con autito y con moto ¿con armas? Hace ruido de disparos, de bocinas, de motores. De fondo, ahora se oye algo así como el caer del agua de una ducha. Santiago pregunta: Mami, ¿qué es esto? Y la respuesta viene de tan lejos que no puedo entenderla. Minutos después, Santiago dice: “Este es mi camioncito”. Y al rato, llora. Más tarde, juntos. La Negra le dice que hable a la grabadora. Pregunta a quién le van a enviar el cassette y Santiago nombra a su padre. Y la Negra agrega: y a la abuela Chola. Santiago vuelve a nombrar a su padre. Se ríen mucho. Cantan otra vez. Gritan. Después él teatraliza un monólogo: el protagonista es un paraguas rojo, se habla de extrañar y se nombra a un tal Manrique. Después la Negra: “Bueno vieja, quisimos hacerte escuchar un rato lo que hacemos durante el día. No hay que desesperarse por la no llegada de las cartas. Yo siempre estoy escribiendo, creo que es la mejor forma. Además algún día nos vamos a cagar de risa de todo esto. Quiero que cuando me escribas me cuentes cosas de la casa, de los chicos, abrazo para Anita. Quiero que me cuentes dónde se fue la Corde y la nena43, y bueno, creo que…Besote”. Santiago interviene y nombra a su padre. Saluda a la abuela. Ángela lo anima para que no esté triste e intenta hacerlo cantar con la melodía de La Farolera. Le pide que salude a su abuelo, y Santiago dice Ángela en vez de Ángelo, y la Negra le aclara, qué tipo de ángel es cada uno. Ella y su padre. No ha sido fácil revelar el contenido de “Petete”.

La Negra dibujaba bien, sacaba fotos hermosas y eligió el cine. Yo lo hubiera escogido también, si no hubiera sido que un poco la idea de la repetición nos aterrorizaba a todos. 43 Para 1978 o 1979 (fechas probables de grabación del cassette) mi madre ya había desaparecido; aunque la familia pensaba que quizás sí estaban en el extranjero.

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Después, tuvo que dejarlo por los horarios nocturnos de clases y se inscribió en Historia. Militaba en el Peronismo de Base y después, en Montoneros. “Así que vos sos la famosa Negra Eva”, le dijeron en el centro de detención D2, que funcionaba en la parte trasera del histórico Cabildo en Córdoba y que hoy es Sede de la Comisión y del Archivo Provincial de la Memoria. La habían detenido embarazada de siete meses mientras hacía pintadas. Su suegro, conocido defensor de presos políticos, comenzó a hacer gestiones para que la liberaran. Mi madre dice que la Negra estaba en conflicto con la Organización y luego de ese episodio, sus diferencias se acentuaron. Tuvo una pérdida y la llevaron al Hospital Militar. Cuando volvió, la dejaron en libertad. No sé bien quién pagó: si fueron sus suegros, mis abuelos - porque mi abuela siempre se las arregló para ahorrar – o fue dinero de la Organización. Pero, alquilaron una casa en Río Ceballos, en las sierras, para esconderla y que terminara su embarazo. Después nació Santiago, a fines de febrero, y aparentemente ella redujo su militancia hasta que se decidió a partir. Las primeras cartas llegaron desde México, y luego, cuando se instaló en Cuba, desde España. Santiago estaba con ella hasta que decidió volver. Hace poco me topé con la famosa última carta de la Negra. Es desgarradora. Y puedo leer claramente, que estaba vencida, muerta. Es corta. Dice que su suegra le robó a su hijo y promete que saldrá a buscarlo. En ese marco entiendo lo que siguió después, aunque no sepamos exactamente qué siguió después. La Negra decidió volver. Los jefes montoneros pidieron a los que se habían ido que retornaran. La Contraofensiva. Se sospecha que puede haber sido la primera en entrar al país en 1979. Cayó en Misiones, también, a sus 28 años. Las conjeturas sobre su destino son tan asombrosas, tan inesperadas, tan concretas y tan comprensibles, que prefiero olvidarlas, hasta que podamos saber.

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Desde que volvió la democracia, mis tías y a mi abuela han hecho lo imposible por saber cuál es el paradero de Santiago, por verlo, por conocerlo, porque es lo único que queda de Ángela Alicia. Recuerdo varias anécdotas de guardias en hoteles cinco estrellas, donde se suponía que se hospedaba la abuela de Santiago cuando venía a la Argentina. Una vez, lograron interceptarla y ella, asombrada, declaró que pensaba que los (nos) habían matado a todos. Prometía realizar gestiones para que el encuentro o el contacto de mi familia con Santiago, que vivía con su padre en Roma, se concretara alguna vez. Nunca sucedió. Pasaron años. Cuando yo iba a la facultad, nos enteramos de que Santiago vivía en Córdoba y estudiaba Ciencias Económicas, en la Universidad Nacional. A través de integrantes de organizaciones de derechos humanos, y de la facultad, mi abuela le hizo llegar un sobre con una carta enternecedora y algunas fotos de él bebé con su madre. Y solo hubo silencio. Ni siquiera sabíamos si había recibido el sobre y decidí llamarlo. Antes, había entrado colándome en el edificio céntrico donde sabíamos que vivía, y había llegado hasta la puerta de la que suponía su morada, pensando en la posibilidad de tocar el timbre. Después huí. Finalmente, con deducción y la guía telefónica, di con él. Me atendió con altivez. Le dije que era su prima y que teníamos algunas cosas en común. Fue pedante y me contestó riéndose: “¿qué? ¿Los ojos?”. Insistí para verlo. Me dio una cita lejana y luego, ya no volví a encontrarlo. Solo hallaba su voz en el contestador, con un soberbio dejo español. No tuve muchas ganas de seguir intentando. Eso ocurrió cuando aún vivía mi abuelo. Hubiera sido importante para él ver a su nieto primogénito, hijo de la Negra. Más tarde supimos que había sufrido un accidente y que tenía un taller de reparación de motos, en determinado lugar. Hasta ahí fueron Silvia y Ana. Lo vieron; era apuesto, parecido a la Negra, cordial, pero distante. Ellas volvieron a entregarle pruebas del amor

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de su madre: fotos, cartas, documentos, que él aceptó y cuando Silvia y Ana dieron la vuelta para irse, escucharon el ruido que Santiago hizo al destrozar los papeles que le habían llevado. Unos años después, la militancia en distintas corrientes del kirchnerismo reúne nuevamente a Santiago con Silvia y Ana, con quienes establece una relación. A Silvia, él le cuenta otra versión de la historia, la del niño que perdió a su madre a la edad en que los recuerdos ya dejan marca.

VEINTE Un sueño blanco

Estaba en medio de un fondo blanco sin fin. Era un blanco seco, asfixiante, denso. No era posible que de un día para el otro, el mundo cotidiano dejara de tener perímetro, forma, consistencia y fuera blanco. Se imaginó que si caminaba todo terminaría. Pisó, temiendo que tanta vacuidad terminara por arrojarla al fondo del blanco. Avanzó sin dirección, sin distancias que cubrir ni objetivos a donde llegar. Era blanco, todo blanco. Su cuerpo se movía, se desplazaba y sin embargo siempre llegaba al blanco. Ensayó recordar. Pensó que si cerraba los ojos y se concentraba, reconstruía cada cosa en su cabeza, al abrirlos, todo iba a volver a la normalidad. Hizo la prueba. Cerró. Imaginó. Su cabeza estaba blanca. Apretó los ojos con fuerza, como si se tratara de un ejercicio. Inventó. Cuando creyó que ya había logrado armar una casa modelo, para lo que ella suponía que ella era, los abrió. Blanco. Calculó que una solución provisoria para el problema era otro color. Azul. Blanco. Rojo. Abrió los ojos y qué vio. Blanco. Entonces, verde. El verde, presentía, era positivo. Blanco. Renunció pensar en negro. Concluyó que tenía que aceptar, aunque fuera imposible, que estaba en un agujero negro, pero blanco. Quizás la respuesta estaba en encontrar la salida. Algo no estaba funcionando

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bien: en ella, en el mundo, en su casa, en su edificio. Buscó el borde, el final, el límite, el contorno, la puerta del blanco. No supo cuánto tiempo pasó. No tenía referencias. No recordaba cómo era, quién era. Añoró un espejo. Pero no había nada. Solo blanco. Pensó en blanco, más no podía pensar. Se sintió cansada. Quiso llorar y no pudo. Quiso imaginarse una pradera, el mar o una montaña marrón y gris. Cerró los ojos. Los abrió y cuando volvió a recorrer con la mirada el blanco, vio que no estaba sola. Había pequeños montículos. Comenzó a caminar. Ahora tenía objetivos. Mirar esos bultos. Cuando se acercó al primero vio que envuelto en un plástico transparente había un cadáver. Lo miró largo rato como hipnotizada. No lo reconoció. Fue hasta otro y lo miró. Cadáver. Y más lejos, otro. Y otro. Estaba sola, en el blanco inmenso, rodeada de cadáveres. Y sin saber por qué, necesitaba mirarlos a la cara, uno a uno. Lo más extraño de todo es que no sentía miedo. Ni frío. Ni asco. Ni pena. Solo blanco. VEINTIUNO La Cura

Para mi madre y mi tía “escribir” era una salida. Ambas lo hacen hasta el final. ¿Escribir cura? ¿Es posible superar el pasado, ver el presente, pensar el futuro, a través de la escritura? ¿La catarsis es un camino posible? La idea de la condición de ‘hijo’ como enfermedad estuvo desde el principio. Hubo una sensación, quizás una necesidad, de ser, sentirse diferente, especial. Como si me hubiera faltado un brazo, un ojo, una pierna, la capacidad de ver, oír, desplazarme; lo que no tenía eran padres. Esa certeza de ser un lisiado de la vida se asentó durante mi niñez. Era un sentimiento de no - pertenencia al mundo real o normal. En ese momento no

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comprendía la magnitud de mi pérdida, ni lo que significaba. La vivía prácticamente como al hecho de no tener zapatillas, reloj o un pantalón de jean. En la adolescencia no cambiaron las cosas en forma sustancial, no pensaba que el hecho de ser ‘hija’ me ocasionara problemas extra, salvo por no poseer las libertades o los disfrutes de los demás. El problema empezó cuando se trató de involucrarse con el mundo exterior. Enamorarse, tener amigos, comprometerse, confiar, creer. Salir del lugar de la víctima. La enfermedad estipulaba que el hijo de desaparecido es incapaz de amar, es egoísta y caprichoso, inestable, prisionero de su condición. Teme. Al abandono, al desamor, a la muerte quizás, a la adultez o a superar la edad de la muerte de sus padres. Yo no estaba exenta de la peste. Como los amigos – y los no amigos - en la misma situación que conocí, a mí también me costaba amar, confiar, creer, estabilizar. Encontrar la paz. La locura es la amenaza. ¿Pero, es locura? En el año 2001 sentí que enloquecía. Era consciente de la enfermedad, pensaba cosas horribles, era como si me hundiera todo el tiempo. Fue entonces, cuando empezó la etapa más difícil, el ingreso a la “adultez”, que escuchar The Cure se convirtió en un antídoto. La música siempre me ha salvado. Por supuesto que este método de cura ha convivido con otros más convencionales. Desde la psicología, el psicoanálisis y la psiquiatría, al coaching ontológico, las cartas astrales; horóscopos occidentales, chinos, celtas, mayas; los naipes, las señales del más allá, el tarot online, la borra de café, los cuencos tibetanos, los gongs, la homeopatía, la medicina china y el gran yoga, en todas sus versiones.

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La experiencia más traumática de cura, antes de que me mudara del departamento céntrico de un ambiente alquilado a mi propio hogar, adquirido con la indemnización, fue el seminario intensivo de coaching ontológico que mi ex madrastra me regaló. El curso se hacía en un hotel al lado del edificio donde yo vivía. Pedí permiso en la revista en la que trabajaba porque la instrucción duraba todo el día, y me la dieron con la promesa que de allí sacaría una jugosa nota. El clima del comienzo era hostil, represivo, estricto, muy militar, y conforme iban pasando las jornadas, iba perdiendo rigidez hasta transformarse en una reunión de niños felices y despreocupados, casi idiotas. Una terapia de shock. O como un libro de autoayuda vivido en carne propia. El mensaje ideológico no estaba tan claro, pero era anticomunista, en un sentido actualizado, y además, algo extraño había en sus métodos porque sentía como si me lavaran el cerebro. El mecanismo era tan perverso, que comprometía a un grupo numeroso de personas entre sí, para evitar que alguna dejara el seminario. Mi mala suerte me había colocado demasiado cerca del campo de entrenamiento y algunos días de esa semana, en los que no sentí ganas de volver, tenía a una decena de desconocidos que ya se creían mis hermanos, tocando el portero para obligarme a ir. Gente muy diferente lloraba en esos ejercicios ridículos que nos hacían hacer. Me recuerdo, en la oscuridad, entre decenas de personas gimiendo y sollozando, con una canción melódica de fondo, donde se hablaba de abrir el corazón. Otra actividad, era peor. Con un desconocido que no era de tu grupo de hermanos, también en penumbras, enfrentados en sillas, a pocos centímetros de distancia, teníamos que gritarnos. Primero uno, después el otro, con todas nuestras fuerzas, sin parar: ¡Qué querés! ¡Qué querés! ¡Qué querés! ¡Qué querés! ¡Qué querés! Si el otro no contestaba, aparecían para ayudar una especie de coordinadores (llamados líderes) que también gritaban, agarraban del cuello o del estómago al que tenía que decir qué quería, y le daban golpes para que sacara a la luz

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todos sus deseos reprimidos. Cincuenta pares de personas gritando al mismo tiempo... Cuando la mujer cincuentona, enorme, que estaba frente a mí en la oscuridad, me gritó por primera vez con todas sus fuerzas ¡Qué querés! me puse llorar. Y no era que el ejercicio hubiera tocado alguna fibra íntima de mi ser, sino que la vibración del grito horrible de esa mujer desatada tan cerca de mí, y la insistencia de la líder, gritándome a su vez, ¡Escupilo! ¡Escupilo! ¡Escupilo! ¡Escupilo!, me habían alterado. Lo único que les dije que quería, a los gritos también, fue que me dejaran en paz. El seminario terminaba con una coronación o algo parecido, días después del primer entrenamiento. En esos días posteriores, pensé mucho en todo lo que había vivido ahí. Se me hizo evidente el lavado de cerebro, el capitalismo, la autoayuda, el espanto. Y cuando el día de la ceremonia, los compañeros de grupo, tocaron repetidas veces el portero de mi departamento, no los atendí. El psicoanálisis con lacanianos me ha ayudado a comprender (más bien a identificar o reconocer) mis mecanismos, mis conflictos, mis traumas. Hace poco, luego de varios años de análisis, decidí darme de alta. Estaba cansada y ya no tenía nada más que decir. Me escuchaba repitiéndome sesión a sesión. Me aburría de mis vueltas, mis sueños, mis padres. Una vez me llamaron unas psicólogas que tenían financiamiento externo y estaban haciendo una investigación sobre nuestros “traumas”, los de los hijos. Me senté en una silla, frente a la mujer que anotó todo lo que dije. Era como una mala sesión de psicología, solo que suponía que sería menos grave, porque sería una única vez. Preguntó cómo dormía, sobre mis problemas afectivos, sobre aquellas cosas que habían hecho de mí la “enferma” que ella y sus compañeros de investigación veían en mi condición de hija. Se sorprendió de que no hubiera sido medicada, que hubiera podido salir adelante, que tuviera trabajo, que tuviera una vida, supongo. No me cayó bien. Y

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yo había cometido el error de darle los datos de mi amiga Florencia, que le pudo discutir. Por ejemplo, intentó demostrarle que era un error convertirnos en personas anónimas como pensaban hacerlo al revelar los testimonios de sus entrevistados. Florencia le dijo que el nombre, era parte de aquello o mejor dicho, era lo más importante de aquello que la dictadura había querido borrar. Mi amiga se negó a colaborar sin ser quien era. Tenía razón. Todo el esfuerzo para vencer a la locura que habíamos hecho, toda la vida, para terminar siendo lo que los represores habían querido que fuéramos, seres sin nombre, sin identidad, gracias a la labor de un grupo de investigadores financiados por un organismo internacional con miles de dólares.

VEINTIDOS Morir

1. Hubo un tiempo como un estanque. Un pantano en el que me hundía en ciertos sectores, y en otros, permanecía a una altura determinada. Una imagen: la mano llevada a la sien, y el disparo seco, rápido, aséptico, que causa el efecto de un calmante. Qué ridícula. No sé cuando empecé a pensar en el suicidio como una posibilidad. Pero como síntoma de la locura, no podía faltar. Cuando era chica y vivía con mi padre, se me ocurrió intentarlo una vez tomándome una caja de aspirinetas. Solo logré urticaria y decepción. Después, cuando ya sabía que volvería a vivir con mi abuela, mi madrastra – siempre intentando curarme - ponía especial empeño en hablar conmigo para hacerme ver alguna luz. Ahí le dije que pensaba en la muerte temprana, y ella me explicó sobre los promedios de edad de vida. Le di el ejemplo de mi madre, que había muerto joven, y ella me retrucó con las condiciones histórico-sociales que hicieron que un porcentaje de

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jóvenes perdiera la vida, como mi madre, en la segunda mitad de los 70. Si bien sus palabras permanecieron en mí hasta hoy, resonaron y resuenan vacías. En la adolescencia, supongo que por una cuestión romántica también, alguna vez pensé en morirme. En la facultad sentí aún más atracción por la muerte. Una vez estuve cerca. Teníamos un cachorro de perro cuasipolicía revoltoso. Mi abuelo ya tenía demencia senil y era muy inquieto. Mi abuela había salido. Y por intentar echar al perro para que no saltara sobre mi abuelo y no entrara en la casa, cerré la puerta que daba al patio, torpemente, empujando el vidrio que se rompió. Me cortó el puño. Llamé por teléfono a mi novio, y le dije: “No quiero morirme”. La sangre era mucha y el corte era muy cerca del lugar indicado para hacer realidad mi sueño romántico. Finalmente, fueron unos puntos, y una cicatriz en la muñeca izquierda de casi dos centímetros que más de una vez utilicé como prueba ante la broma de que había intentado suicidarme. Después, algo cambió. No sé si fue la muerte de mi abuelo o conocer las versiones de la muerte de mi madre. Algo me hizo interesarme por la quiromancia y encontré la línea de mi vida bastante corta, comparada con las “normales” de otras personas, bah, normales. Digamos que hay una mayoría de manos con la línea de la vida finalizando en el nacimiento del puño. La mía llega hasta el primer extremo del dedo pulgar. Ésa era la señal que me faltaba, o que estaba esperando, para terminar de creer que efectivamente la muerte me llegaría pronto. Y empecé a temerle.

2. La muerte se me aparece de pronto, no la espero y eso la hace más angustiante. No creo en Dios, en las reencarnaciones, en ningún pasaje después de la muerte. Morir es la Nada. Una de las formas de muerte que me persigue y de la que tuve revelación, a mis 28 años, es quemada. Entonces me enfrenté sin miedo al mayor fuego de mi vida que había

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nacido de una olla de cocina vieja, quizás fisurada, que contenía aceite. Vivo rodeada de marcas que dejó el fuego. En los bordes de la mesa, la heladera, el espejo, la biblioteca. Los bordes. Ahora también suelo tener marcas en las manos. De todas formas también pienso que puedo encontrar la muerte en viajes en autos o colectivos, en mi casa, con algún accidente doméstico, caminando por la calle, en manos de ladrones o asesinos, o durmiendo, con una enfermedad que trabaja silenciosamente.

3. Los últimos años fueron una despedida. Sin darme cuenta busqué a todas las personas que fueron queridas para mí. Y reparé daños, alivié rencores, aclaré confusiones, manifesté sentimientos olvidados. Para morir, y morir es morir, o acaso, haya diversas formas de morir. ¿Qué es morir?

VEINTITRÉS Vivir

He tenido malas épocas. Emocionales épocas. Violentas épocas. Pero, en general, y a pesar de todo, viviendo, me ha ido bien. Aunque he tenido maneras huidizas de vivir. He sido fuerte, aunque he sido débil. Como ella. He tenido miedo y he sido valiente. Como ella. He progresado o al menos, seguro, me he movido. Como ella. Siempre he buscado algo más. He querido aprender y nunca, volver hacia atrás, aunque muchas veces, haya mirado al pasado, sin poder despegarme del todo. No me gusta sufrir aunque algo me empuje a sentirlo. A llorar. Estoy cansada. De las repeticiones. He llegado a un punto donde pretendo cerrar el círculo. Quiero la línea. Aunque nada de esto sea lineal. Quiero reírme. Mirar películas; alguna vez, hacerlas. Me gustaría ser feliz todos los días o al

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menos, no deprimirme ante cada muestra cotidiana de que la perfección no existe. Me gustaría ser optimista, práctica y tranquila. Me gustaría también terminar de reconciliarme con lo que soy, que es lo opuesto a lo que me gustaría ser. Mis amigos me gustan. Me gusta que se prolonguen en el tiempo, hablar con ellos, reír y sentir que me quieren como soy. Muchas veces me he preguntado qué es lo importante a la hora de vivir. Lo primero que me he respondido es una obviedad, que sin embargo, me ha costado: lo importante a la hora de vivir es vivir. Perder el miedo a vivir y aceptar que en vivir puede pasar también morir, perder, sufrir, temer, fracasar, demorar, y que por eso, no hay que entrar en pánico porque lo feo y lo hermoso, lo malo y lo bueno, son vivir.

VEINTICUATRO Un mal sueño

En la universidad en la que trabajo había un parque, o más bien un bosque. Caminaba con alguien, que dejaba de ser alguien, hasta el coleóptero, que era como una gran hamaca, hecha de sogas y madera, parecida a un globo aerostático. Me transmitía cierta inestabilidad esa hamaca, pensaba que probablemente nadie se había columpiado en ella. Las sogas y los pedazos de tronco, húmedos quizás, no me daban seguridad como para hacerlo yo. Había un sendero de tablones de madera que conducía al coleóptero. Mi acompañante que me había mostrado todo el predio con un entusiasmo infantil que no había logrado contagiarme (sobre todo, porque el bosque estaba rodeado por una autopista, y yo odiaba la presencia sonora tan cercana de los automóviles), se había transformado en mi pareja. Subimos entonces por el sendero que no solo conducía al coleóptero sino también a una cabaña desde la cual, yo suponía, podría vérselo. Fuimos

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hacia allí, donde vivía un muchacho solo, que tenía una alegría fundada en cigarros de marihuana. Y comprobé que, efectivamente, desde una de esas ventanas se veía el coleóptero. En ese momento, había unas personas jóvenes en él, gritando o riendo. La cabaña era cálida y el muchacho, una especie de guardabosques tranquilo, también. Me acuerdo vagamente de una cena, un humo compartido, un episodio confuso que no existió, un desentendimiento: con mi pareja, con el muchacho, con el coleóptero. Yo tenía muchas ganas de probar la sensación de la hamaca – globo. Sospechaba que me produciría impresiones inolvidables. Anhelaba ser esos jóvenes que sin temor de las cuerdas y las viejas tablas se entregaban a su torcido vaivén. Sin embargo, seguía estática dentro de la casa, mirando por la ventana. Entonces, me pareció que el bosque era mucho más grande de lo que había pensado (o visto) mientras lo atravesaba y que incluso no había ninguna autopista. No se escuchaba más que las risas de los chicos allá adelante, hamacándose. El bosque se me hizo enorme. Creció y creció. Se me ocurrió que rodeaba toda la casa por muchos kilómetros mientras anochecía y me quedaba completamente sola.

VEINTICINCO Libertad

Me casé a la edad que mis padres se casaron. Los 22. Me separé meses después. Estuve ausente del matrimonio, como antes lo había estado durante mi viaje por Europa, que no tuvo, como el de mi madre, objetivos revolucionarios. Cuando “mi marido” que era bajista, era mi novio, tocaba con un grupo de folklore de proyección que hacía giras por Alemania y Austria durante varios meses. Cuando cumplí los 21 años, fui con él. Me fascinó Europa. Me subyugaban el gris y la antigüedad comunista en los pueblos de la

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ex Alemania oriental. Lo más traumático fue no poder entrar a Checoslovaquia. Lo intentamos dos veces, por distintos puntos de la frontera. Me gustaba la descripción que mi madre había hecho de su estancia en Praga y yo quería verla. Europa era un sueño. Veía todo y sentía todo, como si no fuera yo o más bien, era yo pero no estaba ahí. Había algo que me despertaba y me hacía tomar conciencia: las sirenas de las ambulancias que sonaban como en las películas de Kieslowski y no como en la Argentina. Eran sirenas europeas. Ni siquiera cuando estaba por regresar, me acostumbré a la idea de “estar en Europa” y cuando volví, seguía pensándolo como un sueño. Para no olvidarme de los lugares en los que estuve, hice una lista de nombres. No anoté más. Así que la lista ha sido repetida en nuevas agendas y cuadernos, pero no tengo imágenes para relacionar con algunos nombres. Nada puedo recordar de Bad Hallein, Bad Gastein, Rotenmann, Cerenzano, Bad Wimpfen, Waidhoffen, Varazze, Cogoleto, Stuttgart, Marbach, Taunustein, Nüremberg y Ravensburg. En el año 2010, catorce años después, apareció la posibilidad de viajar a Europa a un encuentro académico sobre el Bicentenario de la Argentina. No lo dudé, sentía que era imperioso para mí hacer ese viaje. No tenía mi pasaporte renovado y estuve todo un día dentro de la sede de la Policía Federal para hacerlo. Pedí un crédito para el avión. Compré un pasaje. Miré en google earth posibles ciudades en la costa del Mediterráneo, completé a medias formularios de reserva para ver precios de hoteles, fui feliz planeando y una noche, en la víspera, me sorprendí de que en esos últimos dos meses, nunca había pensado en mi viaje y en su viaje, no recordé ni una vez que mi madre había viajado a Europa. Entonces supe que finalmente ya era (mos) libre (s). Nos habíamos separado. Ella. Y yo.

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VEINTISEIS Amar

¿Qué es el amor? Había una idea que sustentaba el aparato interrogante relacionado con el tema del amor desde que era chica. Emparentaba el amor con la verdad. Una exigencia de verdad. Con mayúsculas. Para el pobre amor. Desde que tengo memoria y el amor romántico entró dentro de las posibilidades, recuerdo haberlo idealizado. Supongo que la literatura y el cine contribuyeron. Creía que iba a darme cuenta a simple vista de quién era la persona que iba a transformarse en MI amor, porque dentro de la idealización, siempre lo pensé como algo parecido a la idea de Dios, único e insustituible, también eterno. En la adolescencia el amor fue una inquietud, un deseo insatisfecho por varias razones: inexperiencia, pasividad, complejos, ninguna posibilidad de relacionarse con personas de edad cercana en un ámbito fuera del escolar. Era marginal en el tema del amor. El amor, para mí, más allá de la atracción física, como también la amistad y el afecto, tenía una base inamovible, la afinidad. Sin afinidad el amor no podía existir. Mi primer amor, platónico, duró tres años. Conocí al chico en un cumpleaños de 15 de una compañera y me enamoré después de hablar con él sobre nuestro común fanatismo por Depeche Mode. Es más, él se parecía al cantante. Nos entendíamos. Pero él tenía novia y yo, abuelos. Mi imagen amorosa idílica era él, o un chico sin cara, y yo, dándonos un beso con el disco Violator sonando de fondo.

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Recuerdo haberlo visto un par de veces más, de lejos. Pero fueron tres años en los que escribí cinco cuadernos pensando que estaba enamorada. Luego lo olvidé, lo cambié por la realidad. Pero siempre se mantuvo después de ese primer amor un requisito: la afinidad. Aprendí que había distintos tipos de afinidad y que el gusto estético podía ser el más superficial. También que esa condición no era suficiente. Entendí que el amor no era eterno, único ni indivisible, que a primera vista no se llegaba muy lejos, o se llegaba tan lejos como se podía llegar, y que había ciclos, momentos, procesos individuales, procesos de pareja, circunstancias externas, crisis, y que si todo salía bien, era posible que el amor naciera, creciera y/o perdurara. Preguntas que persisten sobre el amor: ¿Uno es alguien cuando está con alguien y después deja de ser alguien y se convierte en otro? Cuando uno está solo, ¿es Uno? ¿Cuántos alguien u otros puede ser uno? Más tarde comprendí que el amor se medía con el tiempo. Como todo. Querer pasar más tiempo con otro. Todo el tiempo. Desear que el tiempo se estirara para compartirlo, el tiempo abstracto, el tiempo cotidiano, el tiempo en perspectiva, el tiempo. Un año, dos años, tres años, cinco, siete, diez años. Y el tiempo racional, el tiempo interno, y el tiempo, el común, es el único que tiene las respuestas. El paso del tiempo. También es y ha sido la esperanza. ¿Uno construía el amor o el amor lo construía a uno? Las preguntas dejaron de ser trágicas. Yo aún intento dejar de serlo.

VEINTISIETE Comprender

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I.

La Verdad del relato

El testimonio de mi madre es muy valioso. Es brillante. Sin embargo, nunca sabré qué es verdad, qué no lo es. Tampoco creo que importe. He intentado leer entre líneas. No creerle en algunas partes. También creerle en todas. He captado sus informaciones falsas44. La he admirado y he pensado que quizás nunca podré comprenderla del todo. Que habrá “mensajes” en el texto que nadie interpretará. Pero no hay solución para eso. Es así.

II.

Diferencia y Verdad

En la primera versión de este libro creí que la gracia era ser mi madre. Escribí un relato de mi vida que intentaba emular al suyo, una imitación. De ese diario íntimo, solo quedó la infancia. Me llevó tiempo darme cuenta de que ella era ella, y yo era yo. Que ella había muerto, y yo vivía. Los temas íntimos o muy personales que a ella le habían sido fundamentales, por ejemplo, los relacionados con el cuerpo, para mí no eran temas, porque el contexto era diferente. Por ejemplo, la “primera menstruación”, la culpa por el sexo, las pastillas e incluso, la maternidad. Mi madre rescata lo privado en ese texto, pero ya había escrito otros documentos sobre lo político. Ella sabe que va a morir y mira lo sencillo, lo privado. Lo registra, lo graba, lo trasmite. No tengo que hacer las cosas como las hizo ella, porque somos diferentes. Mi relato, por ejemplo, no puede ser lineal, cronológico, porque soy fragmentaria.

III.

Simple

44 Por ejemplo, la muerte del padrino, Ricardo Alberto Yung, que era su padrino de casamiento. Mi madre refiere que murió en un procedimiento y en realidad fue uno de los 29 fusilados de la Unidad Penitenciaria I de Barrio San Martín en 1976. En el año 2010, el Tribunal Oral en lo Criminal Federal Nº 1 de Córdoba, inició el proceso contra Jorge Rafael Videla, Menéndez y otra veintena de represores por esta causa.

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No entrevisté a desconocidos para saber más, no usé teoría para explicar ideas, o sensaciones, y no cité, porque me pareció frívolo hacerlo. En alguna versión anterior escribí sobre Tim Buckley y Jeff Buckley, padre e hijo, geniales músicos, el primero muerto de sobredosis a los 28 y el segundo ahogado en el Mississipi, a los 31. Emparentaba las historias, las suyas, las nuestras, pero algo me molestaba de eso, tanto como escribir (más bien, leer que había escrito) que mi madre era como un personaje de cine (más bien, como uno de Godard). Otra vez era superficial. La herencia de mi madre es lo simple.

IV.

Historia y Verdad

No habrá verdad del relato, pero la aparición de sus restos, nos acercan bastante a una verdad de la historia. Siempre creí que eso ayudaría. Cuando en el año 2006 acompañé a mi amiga Florencia, en el entierro de su madre, comprendí lo importante y sanador que era. Por eso, estoy convencida que a partir de hoy, la historia será otra.

VEINTIOCHO Último sueño

Es invierno. Una bruma dorada cubre todo. Floto. Llevo puesto un abrigo de gamuza, botas largas de color suela, un vestido. Estoy en una galería de arte donde se exponen fotografías de gran tamaño. Son escenas de nuestra infancia: la de los niños del grupo de los Siete. La mía, la de los Moncalvillo, la de la hija de Galarza. Mi abuela está conmigo. Aunque no puedo determinar si hay otras personas, ella se muestra orgullosa de que yo esté en esas fotos frente a quienes – quizás- estén ahí. A mí me molesta. No me gusta que me señale cuando la imagen es terriblemente triste. Las demás fotos, de

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los otros chicos, también son terriblemente tristes. Camino, mientras las fotos, la galería, mi abuela, los posibles asistentes a esa exposición se evaporan. Tengo las manos en los bolsillos. Y recién entonces, noto que estoy embarazada. Es una pradera. Quizás, la montaña. La playa. No importa. Seguro no es la ciudad. Y miro hacia adelante, lejos. La escena se parece al final de Los cuatrocientos golpes (1959) de François Truffaut. Miro a cámara incluso.

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SEGUNDA PARTE

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Testimonio de Nilda Susana Salamone escrito en cautiverio durante el año 197745

45 Las citas al pie son de la autora. Las notas donde se indica Nota del Original pertenecen al testimonio de Nilda Susana Salamone.

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Para vos, mamá: Si tuviera que hacer una revisión de mi vida como voy a intentar, si pudiera refrescar con todo realismo los recuerdos, si pudiera expresarlos más o menos bien, para que veas que no te caben culpas, te los dedicaría a vo... Y para mi amor: Le contaría todo esto, para que sepa cómo no supe aprovechar lo que viví, y para que juntas empecemos a caminar, esperando no equivocarme más.

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Son tantos los fogonazos de la infancia que se me presentan que tengo que pensar que ninguno de ellos pesa sobre todos los otros. Todos cobran importancia y dejan de tenerla al mismo tiempo y es una sensación de tranquilidad la que cubre los recuerdos, yo no sé bien si es porque realmente es así, o si fue la visión que mi temperamento le dio. Yo era cuando niña (en realidad lo fue hasta que empecé con la organización), sumamente tranquila. Según me contaba “la Chola” (mamá), yo no había llorado nunca cuando bebé y bastaba que me acariciaran la cabeza o la espalda para que me quedara dormida. Temperamento y la razón de ser la segunda hija, que es una buena razón. Cristina, mi hermana mayor, hasta después de adolescentes sufrió con mi existencia y lo manifestaba de distintas maneras: desde llamar la atención sobre sí (donde cualquier método era válido), hasta atacarme con serias intenciones de liquidarme: siendo bebé mordió mis manos hasta dejarlas amoratadas, cuando tenía 4 ó 5 años recalentó sobre las brasas de un brasero la parte posterior de una lámpara de luz y me la estampó sobre la muñeca del brazo (marca que todavía conservo) y hacia la misma época mientras removía unos terrones en el patio con una azada de jardín, yo me incliné a levantar una piedra, que me debía haber llamado la atención, y me dio con la azada en el cuello. El tajo fue de punta a punta, menos mal que la azada no tenía filo. Justifico ahora sus celos que fueron permanentes. Algunas veces, hace pocos años, charlamos sobre aquellas situaciones de la infancia, y me queda la insatisfacción de no haber sido capaz de aproximarme a su niñez de soledad, a su madurez apresurada, que desde los 6 años le exigió apuntalar las tareas de la casa y la responsabilidad de sus hermanitas. La "Negra", que me seguía, era la sabandija, inquieta, simpática, generosa. Se conquistaba el afecto de todo el mundo, y era también la que más ligaba por sus travesuras. Con ella se puede decir que es con quien estaba más cerca. Nuestro mayor placer era subirnos al damasco del patio de casa (que era un árbol muy grande) y

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quedarnos durante la mayor parte del día ahí. Por supuesto que la Negra aguantaba poco; al rato se bajaba, volvía a subir. A mí me gustaba llevar de todo y quedarme: revistas para recortar, colores, cuadernos. El patio de mi casa es uno de los lugares físicos más queridos y recordados de la infancia. Tenía como 20 m. de largo, era de tierra, con árboles frutales: damascos, duraznos, mandarinas, naranjos, higueras y un aromo enorme que en primavera se llenaba de florcitas pompones amarillas. Tuvieron pasaje transitorio por el patio al horno de pan, la casita del perro, los senderitos, las flores, los tanques de agua, el tambor de querosén. Al frente acumulábamos botellas y desperdicios, a los costados los cercos eran de ligustro y hasta que se espesaron, se veía con claridad todo el patio de los vecinos. Al frente, la casa tenía (antes de sus modificaciones) un cerco de ligustro, primero alto, después bajito; una puertita de madera daba a un sendero y de ahí al hall. Había lugar para jardín a ambos lados del sendero. Era así:

La vereda era de tierra y la calle también. Después el techo del hall fue prolongado y se hizo una cochera (abierta) y la puertita se trasladó a un costado. Ahora está igual, salvo que la calle está asfaltada (la vereda no) y el ligustro fue reemplazado por una pequeña verjita de material. Adentro había por esa época una cocina, tres piezas (una de papá y mamá y en las otras dos nosotras repartidas) y la galería cuya puerta daba al patio.

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Cuando Cristina empezó a ir a la escuela, yo me sentaba al lado para verla hacer los deberes y así es que después al año siguiente, me aburrí bastante porque ya sabía leer y escribir. Cuando comencé la escuela nos dimos cuenta de mi miopía, y a los 5 años empecé a cargar con los anteojos (que tanto me hicieron sufrir en la adolescencia). “Hacela ver a esa chica que es opa”, lo había dicho de mí diplomáticamente una tía46 (la de mayor autoridad moral en la familia, porque era maestra) a mamá. En realidad, era un poco despistada. Hay un recuerdo que ahora me hace sonreír pero fue angustiante vivir ese momento. Una cosa que me preocupaba en la escuela, era lo que podía llevar para comer en los recreos y la mayoría de las veces me parecía que no llevaba nada porque vivía codiciando lo que llevaban las otras chicas. Pero un día era feliz porque llevaba un sándwich enorme de pan casero (que hacía “la” mamá) y mortadela. El orgullo era por lo grande y bien armado y porque además los llevaba yo (al mío y al de Cristina). Apenas salimos del grado yo la busco para darle su sándwich. Ella estaba jugando a la ronda. Le doy el suyo y cuando voy a sacar el mío de la bolsita, se me cayó. Había llovido y por más que lo levantamos e intentamos lavarlo, era irrecuperable. Y mi llanto incontrolable. A todo esto, Silvia, la flaca, que le seguía a la Negra, pasaba desapercibida para mí. Era una nena muy hermosa. Recuerdo que cuando mamá tuvo que internarse nos llevaron a las tres a la casa de la tía rica (la maestra) y la imagen que tengo es de un bebé gordo y colorado cuando la trajeron. Siempre fue la que aparentaba debilidad (no física), temor y lo sabía aprovechar. Cuando se le antojaba algo que le negaban, automáticamente le subían accesos de fiebre muy alta. Creo que nosotras tres, las mayores, contribuíamos a afianzar esa debilidad. Probablemente mi indiferencia, la actitud maternal de Cristina, la audacia y aparente fortaleza de la Negra le ayudaban a cubrirse. Con la Negra se hicieron muy compinches, aún de grandes, y a veces yo me encontraba “sin pareja”. 46 Se trata de la tía Rosa.

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Trataba de hacer las paces con Cristina y si me fallaba, me volcaba a las dos, y si no me quedaba sola, pero eso no me preocupaba, porque muchas veces (eso lo mantuve) necesitaba de la soledad, para dejar volar mi imaginación. De todas las casas “familiares”, me gustaba más la de la abuela47. Me encantaba ir a esa casa, casa vieja de un hermoso barrio, con calle de asfalto por donde pasaban muchos autos. Lástima que no nos dejara quedarnos en la puerta de la calle. Casa vieja con zaguán, altillo, cocina y baño muy viejos, adonde tenían que acompañarnos para ir porque nos daban miedo las cucarachas. Para las fiestas generalmente nos juntábamos todos en esa casa. Éramos una familia grande, con muchos primos. Después yo no sé porque se cortaron todos esos vínculos familiares. Era tan lindo ir a la casa de la abuela, o ver mi casa prepararse para un asado en el patio. Normalmente no jugábamos con otros chicos del barrio, así que estar con los primos en esas ocasiones era una fiesta. En esa época papá se compró un Ford A. ¡Un auto! En eso triunfó siempre y su vocación por los autos es algo que nunca me pude explicar, por lo menos satisfactoriamente. Y no tenía respuesta cuando entré en la organización y me cargaban diciendo que "el proletario tiene auto". Y era así. La Chola que no sabía cómo ingeniárselas para que le alcanzara la plata, que se peleaba con el papá porque no le alcanzaba para comer y él siempre mantuvo un auto, a veces para tenerlo parado mucho tiempo porque no tenía para nafta. Creo que solo en una época dejó su obsesión y fue cuando se quedó sin trabajo. Las salidas de paseo eran para ir a la abuela u otro tipo de visitas familiares, los domingos. Y después cuando fuimos más grandecitas al campo. ¡Qué hermoso era! Preparar las cosas el sábado por la noche, y después el domingo levantarse tempranito. Lástima que no fuera muy sistemático. Llevábamos bastante comida, asado, frutas, queso y dulce. Hubo un verano que se nos frustraron con la lluvia los asados y teníamos 47 La casa se ubicaba en Campillo y Fragueiro, en el barrio de Alta Córdoba.

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que volver. A veces nos íbamos por la tarde a tomar mate a algún lugar de las sierras. ¡Cómo nos gustaba! Sobre todo a la Negra y a mí, que nos metíamos en el agua y no salíamos más. Aun así nunca pude aprender a nadar.48 Después a los 19 años me ahogué y el agua perdió encanto para mí. El lugar tenía 8 metros de profundidad, demasiado para no saber nadar, pero de audaz me metí ayudada por el hermano de una compañera de la Facultad. Me sacaron los salvavidas, justo a tiempo. Las relaciones entre mis padres eran normales, en el sentido de que eran un típico matrimonio donde la que lleva la batuta aparentemente es la mujer. Papá callado, poco cariñoso, lejano, respetado, temido; mamá la que estaba en todo y más cerca, más amiga. Siempre fue así. Hasta hace poco tiempo, cuando tenía que explicar o pedir algo al papá temblaba. Entre ellos tenían pocas discusiones, pero eran muy distintos. La imagen que podía tener de ambos dependía de la influencia que ejerciera la Chola sobre nosotras. A veces la veía demasiado triste, sufrida y entonces papá pasaba a ser ante mis ojos como el culpable de esa amargura. Otras, los comparaba con las parejas de mis tíos, que se llevaban tan mal y entonces cuando sentía que charlaban de noche o a la mañana, sobre todo los domingos cuando la mamá le llevaba el mate a la cama, pensaba que eran los mejores del mundo y me sentía orgullosa. Pienso que el esfuerzo mayor en crear ese clima de tranquilidad era de la Chola y era lógico que a veces se desahogara. En la escuela no tenía problemas, y no porque le dedicara mucho tiempo. Antes de salir para la escuela, que fue siempre de tarde, calculaba el tiempo justo como para hacer todos los deberes. La escuela quedaba cerca, a unas tres cuadras de casa, y cuando íbamos caminando se acoplaban muchas chicas. Era el único momento que compartíamos con una barra circunstancial. 48 Yo tampoco he podido aprender a nadar.

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Cuando volvíamos a la tarde, tomábamos el mate, jugábamos o hacíamos las compras. En invierno nos acostábamos temprano, me acuerdo que desde la cama escuchaba la radio que estaba en la pieza de la Chola y el programa de "Los Pérez García". Cuando iba a 3° Grado tuve difteria. Para hacernos ver teníamos que ir a un dispensario que había en el barrio, atendido por el Dr. Levin. Pero a veces acudíamos al Dr. Moyano, médico particular, que cobraba poco y era muy buen médico. Aparte era bueno. En cambio el otro era el "asusta chicos", gordo y gritón. Cuando fuimos, lo único que me acuerdo es que mientras apoyaba la cabeza en las piernas de mamá, le retorcía la pollera cada vez que tragaba. Era un dolor terrible. Me quisieron internar. Mamá lloraba y al final me dejaron en casa, sola en una pieza, con otra cama donde dormía la Chola. Recuerdo que me pusieron unas inyecciones enormes en la “panza” (después supe que era suero) y que inmediatamente me llené de ronchas que me picaban mucho. Cuando ya me sentía mejor, no entendía porque las chicas no podían entrar a la pieza. Se quedaban en la puerta y me tiraban regalitos. Después anduve mucho tiempo bien, y yo no sé muy bien si fue en ese año o el siguiente, otra vez....Entonces lo llamaron a Moyano. Según él, difteria mal curada. Cuando me levanté, quise ir a la casa de una amiguita que vivía cerca para pedirle los deberes y no podía volver. Las piernas me flaqueaban, habían dejado de responderme. Me pusieron en cama, vino Moyano y lo vi muy preocupado: era un principio de parálisis...Y pasó. ¡Pobrecita mamá! (¿Cuántas noches te pasaste a mi lado?). De todas, siempre fui la más débil y enfermiza. Vos decías que era porque no había mamado de tu pecho. Silvia también fue débil, pero no físicamente, era una flaca fuerte...Aún después, cuando ya no estaba a tu lado, robaba tus noches cuando me sentía enferma, iba corriendo a vos...) Cuando ya tenía 10 años (o casi), recuerdo que mientras me peinaba para ir a la escuela, yo que siempre miraba los botones de su vestido que estaban a mi altura, observé que

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estaba muy panzona. Un día nos llevaron a la casa de la abuela y cuando nos trajeron (no sé si nos quedamos un rato con vecina) llegó el Ford. Mamá abrió la puerta y bajó con el paquetito llorando. Después supe que lloraba porque había tenido que pelear su salida de la Maternidad (se desesperaba por nosotras cuatro como para quedarse 48 hs.) Puso el paquetito en la cama y todas nosotras alrededor. Esa era Ana María. Anita. El varón esperado otra vez tenía que ser mujer. En esa época me acuerdo que estaban arreglando la casa. El arreglo que se hizo convirtió la casa en un palacio. La entrada iba a quedar de living y se hacía una pieza más que iba a ser la cocina (con azulejos y todo) y la galería prolongada se transformó en un comedor. Mi casita hermosa. Me sentía tan orgullosa. Lo que pasaba era que la bonanza había llegado. El papá trabajaba en una empresa de ómnibus estatales, donde había entrado como chofer, llegando a ocupar cargos administrativos. Eso duró unos años porque yo iba al secundario cuando se quedó sin el trabajo, al cerrarse la empresa. De los juegos preferíamos los sociales: uno en el que siempre terminábamos mal, el de “la señora del lado”, donde Cristina era siempre la señora de la casa linda, rica, además de hacerse ella la linda y yo que era la otra, siempre salía perdiendo. La Negra era mi hija y Silvia la de Cristina. De cualquier forma la señora del lado era muy conversadora y a mí me gustaba escucharla. Otro que nos nucleaba sin problemas era “la fiestita”, sobre todo en el tiempo que estaban arreglando la casa, porque las fiestas nos salían mejor. Usábamos un tablón del albañil, como mesa larga y guardábamos comida para la fiesta durante el día. Lo más bueno era tener milanesas. Siempre que comíamos milanesas jugábamos, no con milanesas, sino con pan untado en aceite. Me acuerdo una vez, que el papá haba ido a Buenos Aires. Era la época buena y trajo huevos de pascua. ¡Huevos de pascua! Nunca los había visto. El día que los comimos nos miramos todas cómplices:...”para la fiestita”, dijo alguna y yo me guardé en la mano pedazos de

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chocolate. No sé porque la cosa tenía más sabor si se ocultaba. Cuando me di cuenta se salía por entre los dedos todo derretido... ¡qué amargura! Muchas veces mi imaginación me jugó malas pasadas. Una vez (era chiquita, primer grado), oí que mi maestra pasaba comentando alguna cosa relacionada con "mañana". Llegué a casa asegurando que a las 8 del día siguiente teníamos que estar de punta en blanco para un acto. Cristina que iba a un grado superior, nada sabía, pero a las 8 allí estuvimos, además con otras dos que habíamos ido a buscar. Por supuesto, gran asombro del personal docente. “Seguramente que a vos se te ocurrió eso”, le decían a una de las pibas que yo había ido a buscar. “No, fue ella”, decía. Yo, calladita. “Pero cómo podés decir eso de esta monadita, vos sos la pícara, cuando vas a aprender, bla, bla, bla”... Otra vez, cuando estaba en casa (no recuerdo si con la difteria) se me ocurrió decir que papá, que se había ido a Buenos Aires. Me iba a traer un bambino (muñequito desnudo), que yo le había pedido. Mamá me miraba con lástima, porque por más que fuera verdad, no podía creer que el viejo se acordara. Pero tanto me quería autoconvencer, que preparé una bolsa de ropita (me pasé días enteros), hice la camita con una caja de zapatos, con sábanas y todo esperando el Bambino, que por supuesto no llegó. Entre las cosas que me gustaban más estaban: sentarme y mirar como preparaba la ropa la mamá, esperarla cuando se iba al centro de compras: no sé qué frecuencia tendrían esos viajes, pero tan hermoso como ir con ella, de punta en blanco y tempranito, era quedarse en casa, por ahí cuidadas por doña María, la “vieja” madre vecina, por ahí solas y limpiar la casa y con ansiedad esperarla, verla llegar con las bolsas y abrir los paquetes; comer pan casero con manteca y dulce de leche en invierno, o pan con dulce de damasco en verano. No recuerdo desde cuando teníamos en el patio el horno para el pan. Ocupaba a toda la familia (menos al viejo) la tarea: desde comprar la harina y la

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levadura, preparar la masa (la Negra ayudaba), limpiar el horno de brasas, cuidar el pan. Una vez recuerdo que el horno no había quedado bien caliente, y cuando la mamá va a sacar el pan, era todo un pegote de harina, pobrecita. Lo único que recomendó fue que no dijéramos nada a papá (eran 6 kilos de harina) y así lo hicimos. Ese pan que era riquísimo, con manteca y dulce de leche era el mejor manjar que podíamos gozar en alguna cena de café con leche en el invierno. Y en el verano, damascos. Damascos, por todos lados, nunca me cansaron. Comíamos la fruta todo el día, la juntábamos y la Chola hacía dulce, a veces nos duraba hasta el invierno. Y por las tardes del verano, bañarnos y sentarnos en la vereda a comer pan con dulce, era hermoso. Me gustaban también las noches de reyes, aunque sufría y transpiraba muchísimo. Una vez, fuimos al circo la noche de reyes, se me hacía que si seguíamos ahí, los reyes iban a pasar de largo y no pude ver nada del espectáculo por los nervios que tenía. Aunque al día siguiente de esas noches, siempre había problemas con Cristina, que quería todos los juguetes para ella. Fue una linda ilusión que mantuve hasta los 11 años. Entre las cosas que me hacían sufrir estaba el pensar que la Chola se pudiera morir. Ella había tenido una vida muy dura, la madre había muerto de cáncer cuando ella tenía 9 años y el padre cuando tenía 16. Tuvo una infancia y juventud muy tristes y a veces nos pasábamos largo tiempo escuchándola. Pero después cuando llegaba la noche sufríamos. Con la Negra nos arrodillábamos a rogar pidiéndole a Dios que prolongara su vida. ¡Cuántas noches en silencio! porque no lo contábamos a nadie. Yo pedía (¡cómo me olvidé después de cumplir!), que por lo menos llegara con vida hasta que yo pudiera trabajar y llenarla de satisfacciones. También hacíamos planes para que cuando fuéramos grandes y casadas, todos los jueves y domingos, fuésemos con comida (milanesas, lo más rico), todas a la casa de mamá. ¡Hermosos sueños infantiles, que no supimos recordar en el momento debido!

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La atracción por el sexo opuesto se manifiesta con cierta fuerza en el último grado del primario. Por las tareas y por necesidad (no porque las actividades sociales se promovieran en la escuela), los “varoncitos” del turno de la mañana y las “señoritas” del grado del turno tarde se veían muy seguido. Yo era abanderada de la escuela y me cargaban con el abanderado del turno mañana. Creo que nunca hablamos, se llamaba Franco, y un día mientras esperábamos salir a un acto, le convidé un caramelo. Preparábamos en conjunto bailes musicales para la fiesta de fin de año. La mayoría de los bailes exigían tocarse las manos o tomarse de la cintura. Cada vez que esto pasaba, sentía una hermosa sensación. Todavía no estaba muy acomplejada. Estaba dentro del grupo de las más pequeñas del grado. Un día mi compañera de banco que tenía 14 años me preguntó: “¿No sos señorita?” Y no supe que contestarle. Aún no me había explicado la Chola de que se trataba. La maestra, Clarita, era una solterona que se vestía bien y se perfumaba mucho. Nos respetábamos mutuamente. Yo porque admiraba su aliño, prolijidad, orden y sus apreciaciones generales y ella porque yo le discutía, preguntaba y a veces corregía. Siempre me escuchó y eso no es normal en las maestras de ese tipo de escuelas. Quizás ella fue la que comenzó a infundirme vocación por la docencia, aunque siempre me aconsejaba elegir cualquier camino menos el que ella había elegido. Hace poco tiempo, ya madre y con intensa militancia en la organización, la encontré en un micro, despeinada, con zapatillas y dos enormes bolsas con mercancías y revistas. Me emocioné, nos emocionamos. Supe que se había jubilado, se había casado con un hombre mucho menor que ella y atendía o tenía un kiosco de revistas. Me dejó bastante deprimida. Habían pasado cerca de 15 años y se acordaba perfectamente de todas nosotras.

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Una cosa que me encantaba en la escuela eran Labores, me sumergía en las costuras y bordados. El mejor afán lo puse (debo haberlo puesto porque son los que más recuerdo), en una enagüita para Anita de color rosa y una solerita blanca de piqué, con el cuento de la hormiguita negra bordado. La Negra también hacía otra, que tuvimos que ayudarla a terminar junto con la Chola. Cuando nació Princesita, mamá me trajo dos sabanitas para el moisés que había arreglado con sábanas y en la parte superior, había pedazos de aquella solerita con la hormiguita. De Anita bebé tengo pocos recuerdos. Solo sé que aquella cosita negra se había transformado en una muñeca muy linda, gordita, que a veces por la mañana me la ponían en la cama y la miraba dormir, que una tarde de invierno jugaba con ella (que tenía un enterito verde) en el patio de casa bajo el sol tibio, pero la mayoría de los recuerdos son cuando ya pasaba los dos años. La infancia se acababa sin que yo me diera cuenta. Fuimos felices, nos contentábamos con pequeñas cosas, quizás estuvimos demasiados protegidos en la casa, en la vida tranquila de nuestro mundo, donde las emociones violentas de placer y dolor en mi caso no pasaban más allá de un paseo programado, sobre todo si era de la escuela (la noche antes no dormía), un vestido nuevo, la indiferencia de la Chola cuando estaba enojada (cuando nos peleábamos no nos hablaba por un tiempo, que aunque fueran horas, para mí era sumamente doloroso). Hay una experiencia, cuya vivencia más tarde me serviría de justificativo en mis fundamentos de la militancia, que aunque la explotara muy mal después, resulta significativa. Sobre todo porque son muy pocos los recuerdos de esa edad (5 años) que han quedado en mi memoria tan grabados. Una noche (año 55), siento ruidos y voces, todos nos levantamos, veo un señor parado cubriendo la puerta del patio. A todas nosotras mirando desde la puerta de la pieza. Papá salió de la suya poniéndose los

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pantalones. Cristina se metió en el baño (más oportuna no pudo ser) y papá pidió ir al baño, pero no lo quisieron esperar y se lo llevaron. Después mamá salía todos los días a verlo. Estaba preso. Un día a las 6 de la mañana volvió. Nos levantamos todas y nos acostamos alrededor de él en la cama grande. Que barbudo estaba! No sabíamos que regalarle. Por esa época me acuerdo que la Chola recibía encomiendas de la hermana que vivía en La Rioja y teníamos pasas de uva y de higos. Ese fue para nosotras uno de los mejores regalos. En el verano, antes de comenzar el secundario, me vino la menstruación49. Este es el punto que realmente quiebra mi infancia. Del asunto la primera idea que yo tenía era la que me había dado Cristina, una vez mientras íbamos a hacer las compras, profundizado por lo que intentó decirme la Chola un día (que estaba enferma en casa), pero yo me imaginaba cualquier cosa. De lo que dijo Cristina, creí entender que de un día al otro, “me empezaría a salir sangre del ombligo” (?). La cosa es que empezó a ser un secreto, un secreto que me pesaba, porque no le podía contar a la Negra. No sé porque pienso en la Negra, pero la pobre no podía entender porque un domingo que nos levantamos temprano para ir al campo, después de tener todo listo, no podemos salir. Me parecía algo insoportable, incómodo, no me quería sentar y empecé a renegar de lo que iba a ser para mí una nueva vida. Creía que todo iba a ser distinto. ¿Cómo iba a seguir jugando con muñecas? Por suerte comenzar la escuela secundaria, con chicas de la misma edad me fue aliviando de ese peso. ¡Cuánto más fácil hubiera sido si con Cristina lo hubiéramos charlado!

49 La menstruación apareció durante ese período de transición en Burzaco, donde ya sabía que me mudaría con mis abuelos. Sentí vergüenza, y no sé si llegué a comentarlo. Incluso escondí una bombacha con una mancha. A la escuela habían ido unos asistentes sociales o médicos o promotores, y nos habían mostrado un video que explicaba el proceso femenino y al final, nos habían regalado toallitas higiénicas.

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Para entrar al secundario tuve que rendir exámenes. En esos días se abrió para mí un nuevo mundo, de ómnibus y centro, de gente nueva, distinta, mucha gente distinta, bien vestida, linda. Imagino mi cara de boba, con los anteojos de aumento mirándolo todo. No tuve problemas en entrar, sacando uno de los puntajes más altos. Elegimos el turno de mañana para poder ir juntas con Cristina, que aunque no iba a la misma escuela (yo iba al Normal Alejandro Carbó), la suya (Liceo de Señoritas), le quedaba muy cerca. Yo no recuerdo si fue ese año, creo que sí, que papá se quedó sin trabajo. Hasta que eso sucedió, las cosas seguían bien. Teníamos pase gratis para los ómnibus y como tomábamos dos (el otro un tranvía), no gastábamos un peso. Pero... Recuerdo que discutieron mucho el asunto de si seguíamos estudiando o no. La Chola siempre decía que se lo debíamos al papá. Tuvimos que empezar a tomar un solo ómnibus (pero solo caminábamos 7 cuadras por pleno centro y eso a mí me gustaba). Me hice de buenas amigas en el curso y no tenía problemas de integración, pero tampoco sobresalía intelectualmente del grupo al principio, sobretodo porque la mayoría provenía de la misma escuela y eran conocidas por todo el personal docente. Pero fui feliz cuando me descubrieron ante todos (¡pequeño orgullo!). Fue un día en una clase de matemáticas (materia que me gustaba mucho). El profesor, un señor grande, bonachón, prometió un 10 a quien respondiera a su pregunta (era raro en él porque siempre ponía notas bajas), que se trataba de una larga deducción geométrica para llegar a la respuesta (no recuerdo bien el tema). El caso es que cuando la largó, yo me di cuenta enseguida, pero como nadie levantaba la mano, no supe que hacer (no debe ser pensé, inseguridad y timidez que he mantenido siempre), pero igual tímidamente levanté la mano y se lo contesté. Todo el mundo en silencio (me empezaron a temblar las piernas) y dijo: “Vea S. (mi apellido), no me imaginé que Ud. fuera tan inteligente. En (no sé cuántos años)...que llevo esto, hice la misma pregunta y nunca nadie me la contestó”. Me sentí

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feliz. Había logrado que me conocieran y comenzaran a respetar. Lástima que tuve que dejar ese curso y por algo que me causara tanto dolor. Fue una de las pocas veces que la congoja no me dejaba dormir, pensar, estudiar, nada. Lo que pasó fue lo siguiente: llegó un momento del año en que para Historia no me servía el libro de estudio que tenía (que había tenido Cristina). Siempre copiaba las lecciones, pero estas se hacían cada vez más largas. Entonces supe que podía pedirlo prestado a la Biblioteca de la escuela, y así estuve bastante tiempo, hasta que un día me lo dejé olvidado. No lo encontré más, y había que devolverlo. Para colmo el papá no trabajaba. Lo tuvimos que comprar y me quedé con ése, siempre prestado por Biblioteca. Fue increíble: volví a perderlo. ¡Cómo sufrí! ¡Cómo decirle a la Chola! Entonces fue que decidí robarme uno. No me lo iban a poder comprar y tenía que devolverlo. (¿Cómo no pensar que podía haber planteado el problema directamente!). Escogí el de aquella que no estudiaba nunca, la peor del curso. Total, pensaba, ella no lo necesitaba. El día que me decidí, en un recreo lo saqué y lo puse al final, y cuando nos fuimos, lo llevé. Nadie se había dado cuenta. Cuando llegué a casa, le dije a la Chola, no me dijo nada más que ella no quería saber nada. Pero recuerdo que, yo no sé si porque le dio pena, me ayudó a borrarlo y a limpiarlo. Al día siguiente lo devolví. No podía tenerlo conmigo. A los pocos días entró la celadora del curso a una clase muy seria y dijo: “S. la llaman de dirección, y a usted también”, le dijo a la gorda- bestia- bruta. Me dio vuelta el corazón. Las piernas me temblaban mientras bajaba las escaleras rumbo al cadalso. Solo me dijeron que viniera con mamá al día siguiente. ¡Pobrecita Chola! Cómo lloraba. Le dijeron que me correspondía la expulsión, pero que, como era buena alumna, solo me cambiarían de turno. Lo que pasó fue que la dueña del libro fue a pedir prestado uno a Biblioteca y le prestaron el de ella. Así se dio cuenta.

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24 amonestaciones y que nada me diría. ¡Qué momentos amargos! No solo porque cambiaba el ritmo casi al fin de año, sino y sobre todo porque me sentía un gusano. Debe haber sido uno de los peores momentos en que deseé intensamente morir. Acabar ese año, no pensar más en la escuela. Fue una sensación de alivio, aunque soñaba aún en las vacaciones. Ese verano, las fluctuaciones de la adolescencia afloraron tenuemente, porque realmente se agudizaron en el verano posterior, donde comencé a escribir un diario y poesías,50 que expresaban diferentes estados de ánimo. Después, años más tarde, destruí algunas de sus páginas, en la actitud torpe del que se siente adulto y reniega de esos estados tan especiales, tan distintos, tan sentidos en el amor y la angustia, en el placer y el dolor. Seguramente, si hoy pudiera ver esos escritos reviviría cada uno de esos momentos y quizás podría explicarme algunas cosas (un poco mejor), que inconscientemente fueron marcando toda una manera de pensar, de sentir, de vivir. Puede ser también que por estar un poco retrasada en el despertar de la adolescencia, no fuera consciente del problema económico que atravesaba mi familia, eso explicaría el porqué, al segundo año lo recuerdo vagamente, no así el tercero. Por otro lado, estaba tan convencida de mi fealdad, que descubrir que podía ser agradable, fue toda una revelación, también en ese verano de los 14 años, en que surgen mis primeras experiencias de relación con el sexo opuesto. Y surgen por el lado familiar, con aquellos primos que más regularmente tratábamos por el hecho de que vivían con la abuela. Eran más chicos que nosotras, pero tenían amigos mayores, y formaban las típicas barras de adolescentes. Recuerdo que comencé a sentirme halagada porque mandaban 50 A los 14 tuve mi primer cuaderno, mezcla de diario personal, archivo y experimentos artísticos. Cuando ese se terminó, empecé otro. Y después, otro. Son casi cinco cuadernos que registran el día a día de una adolescencia donde lo más importante es lo que sucede en una realidad suprasensible. En una imaginación, a la que dejaba volar. En mis pensamientos sobre las cosas y no en mi contacto con las cosas..

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mensajes con los chicos y decían que yo era la más linda de las chicas. Ese descubrimiento me llevó a la coquetería de querer ocultar los anteojos, que me parecían horribles y no quería por nada del mundo que me vieran con ellos. Salía para algún lado, sobre todo para la escuela, y apenas doblaba la esquina de casa, me los metía en el bolsillo del guardapolvo. Volviendo a la escuela y al 3º Año, que es cuando sentí la sensación de la pobreza. Cristina, que iba a 4º Año, se había pasado a mi escuela para ir juntas, y seguía siendo malísima. Se enojaba a veces sin que nadie supiera porqué y si se le ocurría estar varios días sin hablar a nadie había que aguantárselas. Yo tenía mis amigas, pero estaba convencida de que ellas se aproximaban a mí con algún interés concreto (no todas), que era mi relativa capacidad, la ayuda que les pudiera brindar, etc. En eso creo haber sido honesta y buena compañera. Trataba de ayudarlas en todo lo que podía, aún a costa de mi propio beneficio. Una vez, por ejemplo, me designaron para pedir “disculpas” a una profesora malísima de Historia, porque no le habíamos podido estudiar debido a las pruebas cuatrimestrales por las que atravesábamos. Me paré, pedí disculpas por la lección del día y no la aceptó y además tomó la lista y me llamó a mí. Por supuesto que me baqueteó por todas las lecciones anteriores y salí bastante airosa, pero me dolió lo que hizo. Yo no sé qué motivaba el grado de afecto que pudiera tener por las compañeras. Solo sé que sentía rechazo (hoy recapacitaría), por aquellas que me tenían lástima. Recuerdo una en especial, Ana María, que era una de las mayores, me regaló un guardapolvo y siempre me quería llevar a la casa para que comiera bien. ¡Me daba una rabia! No la soportaba, aunque trataba de disimularlo, porque no quería tener problemas con ninguna, como que no los tuve en los cinco años del secundario.

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Mi mejor amiga llegó a ser Nora, que era muy parecida a mí, le gustaba estudiar, era acomplejada y buena compañera. Con ella aún en las vacaciones nos escribíamos larguísimas cartas donde se desparramaba por parte de ambas todo el complejo mundo interior que vivíamos. Sentí que me traicionaba cuando me contó que ya tenía a quien mirar, que ya tenía con quien soñar, cosa que a mí me ocurriría más tarde, cuando profundizáramos nuestra relación con los amigos de nuestros primos. Cristina, a esta altura del partido, ya había tenido sus noviecitos en tanto que para nosotras, la Negra y yo, eran nuestras primeras conquistas. Los chicos venían a casa generalmente los sábados (pocos), y para las fiestas de cumpleaños, aunque al papá no le gustaba ni medio y prácticamente los corría (sin necesidad de hablar) cada vez que venían. Mi cumpleaños de 1551 fue bastante alegre pero triste al mismo tiempo, siempre tenía esas contradicciones, que no me permitían aprovechar al máximo esos momentos brindados con tanto amor por parte de mi familia. Estábamos solos, vinieron los primos, hicimos una torta y bailar el vals con el papá en esa situación me hizo sentir muy mal. Yo creo que la causa estaba en que comparaba permanentemente lo que tenía con lo que tenían los demás, sobre todo las compañeras de la escuela, que necesariamente tendrían más que yo, porque todas provenían de clase media para arriba. Un gesto que me reconfortó, aunque no tanto a mamá porque no se concretó fue el siguiente. En una clase de Educación Física me saqué el guardapolvo y puse los anteojos en un bolsillo, todo en una ventana. Cuando terminó la clase y fui a buscarlos, tenía un vidrio de ¡los lentes! roto. ¡Qué desastre! ¿Cómo le decía a la Chola! Trataba de cuidarlos como un tesoro porque sabía lo que costaban y se me tuvieron que romper.

51 Para mi cumpleaños de 15 vinieron a visitarme mi madrastra, mi hermano y mi padre, que no me hablaba. Ella me trajo un reloj de regalo, que era enorme, con un fondo de porcelana pintado con flores. Por la tarde, vinieron unas compañeras para prepararse para la reunión de la noche. Mis abuelos estaban contentos, yo acomplejada. Las fotos más espantosas que tengo son del cumpleaños de 15.

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Lloré bastante y las chicas se organizaron como para querer pagar los lentes, cosa que no se concretó. Siempre me costó un gran esfuerzo recordar la escuela secundaria. Cuando la terminé debo haber hecho un esfuerzo para borrarla de un plumazo, quizás porque no tuvo gran peso, quizás porque realmente no fue agradable, aunque me caben dudas, porque cuando tuve que dejar mi guardapolvo después de 5° año, me sentí desnuda, desprotegida, y porque además hubo muchas cosas agradables, que me entusiasmaban, a veces cotidianamente, a veces en forma esporádica. Tal vez el mejor año fue el último, creo que sí porque empezaba a tener confianza en mí, a acomodarme en la situación y sacarle provecho. Sabía que con guardapolvo estábamos todas en la misma condición. Aparte ese año la Chola comenzó a coser para sus mujercitas, a hacerse más amiga. Fue también a esa edad que empecé a valorarla. Valorarla antes lo había hecho en estos términos: “Qué hermosa que es” (un día durmiendo con ella la siesta, tendría 5 años más o menos), “¡Qué buena!”, cuando veía que se quedaba por la noches a ayudarnos en las labores, o con los deberes y los dibujos, o nos sorprendía con algún vestidito nuevo para alguna ocasión especial. Pero recién a los 16 años la descubrí. Y empecé a amarla en forma distinta. Nada quedaba sin charlar. Por las mañanas lo más importante era la mateada. Si tenía mucho que estudiar me levantaba muy temprano, después limpiábamos, luego la ceremonia del mate y recién a terminar de estudiar. Los mejores días eran cuando íbamos (una vez por semana) al mercado para comprar para toda la semana, porque así se ahorraba mucho dinero. Íbamos las dos porque en esa época, Anita, que había comenzado la escuela, Silvia el secundario y la Negra que iba a tercer año, iban por la mañana. Lo habían arreglado de manera tal que se aprovechara el auto de papá que ya estaba trabajando en el taller mecánico de D. Marimón y tenía un Ford Modelo 30. Por otro lado, Cristina ya

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iba a la Facultad y como casi siempre estaba de mal humor, casi ni la teníamos en cuenta. Entonces, para el mercado salíamos con el papá y las chicas los días viernes, y nos volvíamos con las bolsas llenas en el ómnibus. En invierno comprábamos churros o sino facturas del mercado, o unas tortillas muy grandes, con mucha grasa y muy ricas que comíamos con manteca y dulce de leche. ¡Qué festín! Mateábamos largo y tendido las dos solas y a las 11 y media cuando tenía que comer para salir a la escuela, por supuesto que no tenía hambre. Fueron días felices. Todas fuimos muy celosas del cariño de la Chola, siempre distribuido entre tantos, entonces el privilegio que yo tenía era exclusivo, pero el peligro quizás fuera la gran dependencia afectiva. ¿Qué pasó después que no me aferré con uñas y dientes a ese cariño? ¿Qué pasó después que no me importó destrozarlo? Porque nunca sufrí mucho cuando opté por separarme, me separé y los dejé solamente con los recuerdos, destruyendo planes, destruyendo futuros. Alrededor de las 12 salía para la escuela. Me gustaba el viaje. Cada viaje era una aventura, una intriga. Eso fue hasta mucho tiempo después. Era como si hubiera estado probándome, en desenvoltura, en belleza (por qué no) y cada día iba midiendo los resultados. Si llegaba temprano (trataba de hacerlo), me quedaba en la Plaza (Plaza Colón, al frente de la escuela) donde nos reuníamos todas. Escuchaba con detenimiento a las otras chicas, pero creía que no podía aportar nada interesante a lo que ellas contaban, así que por lo general me quedaba bastante callada. Sobre todo donde no podía aportar era en el aspecto amoroso, afectivo. Casi todas tenían sus noviecitos, pero conmigo no pasaba nada. Pesaban mucho las posibilidades y mi forma de ser. De aquel grupo primero de muchachitos amigos de los primos que habíamos conocido, había dos o tres que seguían yendo a la casa, cada vez menos porque se sentían distintos (o los hacíamos sentir distintos), ya que no iba a pasar nada más que esa cada vez más

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superficial relación de amistad. Recuerdo por ejemplo que Pipo que era el que decían estaba enamorado de mí, cada vez se me hacía más insoportable porque no hablaba. Eran muy divertidos, pero nada más. ¿Qué iba a contar yo? ¿Que me habían dicho un piropo? ¿Que me había mirado el chofer del micro? Me hubiera gustado hablar de casa, de la Chola, de lo que pensaba, de lo quería pensar, pero eso no cuadraba en las charlas sobre fiestas, muchachos y vestidos. Y yo escuchaba, un poco con envidia, un poco con satisfacción por lo que yo tenía en casa, aunque lo tuviera guardado. Desgraciadamente, las que más se acercaron a mí, intentaron integrarme a su grupo eran las más pudientes, las más relacionadas con la sociedad. Y yo pensaba que lo hacían de lástima, porque sabía a ciencia cierta cuando escuchaba sus conversaciones que era lo que pensaban y sentían sobre “los negros” (no por el color solamente, se entiende). Sin embargo, me invitaban a sus cumpleaños, invitaciones que yo siempre rechazaba, o me las ingeniaba para rechazar, no porque no me dejaran ir, sino porque no tenía ropa y sabía que (o tenía miedo) me criticarían después. Y esto es importante: no me perjudicaba lo que dijeran de mí, me dolía saber que la Chola con amor y entusiasmo se iba a preocupar para que fuéramos arregladitas y que eso no se merecía ser tocado con ninguna crítica. Entonces para evitar esos dolores, me negaba. Prefería quedarme en casa, ser feliz los sábados a la noche cuando la gran fiesta podía llegar a ser comprar sándwiches de miga o mirar televisión. A dos fiestas programadas para reunir fondos pro-viaje de estudios no me pude negar porque ya era demasiado. No iba nunca y me estaba manteniendo en esa comisión de caradura, porque no aportaba demasiado. A eso se agregó que la Chola nos había hecho a todas unos trajecitos hermosos: vestido y saco (el mío era amarillo), realmente los mejores que habíamos tenido hasta entonces.

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Los asaltos (como se llamaban esas fiestas), se hacían en una confitería bailable que quedaba en una galería céntrica. Sinceramente no sé cómo me las arreglé para no hacerme la sorprendida ante lo que no conocía. Creo que ésa fue una habilidad, porque no pasé grandes papelones. Bailé y todo y temprano me iba (o nos iba, no recuerdo con cuál de las chicas fui) a buscar el papá. También acepté ir a un cumpleaños y recibí alabanzas a mi trajecito. Eso me tranquilizó y me hizo sentir más segura, pero éramos todas chicas (las de la barrita infernal). Así fui descubriendo simultáneamente dos mundos: el mío que no lo conocía bien y que no lo apreciaba bien tampoco, y el otro donde lo material pasaba a ser más importante o por lo menos muy importante para valorar a una persona. Más descubría del segundo, más amaba el primero, pero lo hacía con dolor, eso fue lo triste, eso fue quizás lo que después no supe olvidar y equivoqué el camino tratando de hacerlo. Ya el año anterior había comenzado con estas experiencias, porque a raíz de mi pertenencia al coro de la escuela, gocé de 4 días en un hotel en Buenos Aires. Íbamos a participar de una función en el teatro San Martín. Primera vez que pisaba un hotel. Deslumbrada. Pero no lo hice notar. Al año siguiente, la Negra también formaba parte del coro y los sábados por la mañana solíamos ir a ensayar. Para esos ensayos teníamos que ir sin guardapolvo. Uno de esos sábados, tan pocas ganas teníamos de encontrarnos con el resto (mujercitas que iban a lucir sus pilchas y pinturitas) que llegamos con el ómnibus hasta el final del recorrido y nos volvíamos, aunque el hecho nos causara más dolor que satisfacción, sobre todo pensando en la Chola, a la que nada decíamos de nuestros pensamientos al respecto, porque no queríamos que sufriera. La primera vez que me pinté y ya después lo hacía seguido fue para el día de la primavera. Polvo y lápiz negro en los párpados. Aparte ese día estrené vaqueros y me

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sentía muy conforme con ellos. En ese día perfeccioné mi aprendizaje con el cigarrillo. Ya había hecho muchos intentos desde el año anterior, pero en realidad no sabía fumar bien y no sentía placer. A partir de ahí, ya jamás rechazaría uno, a no ser que estuviera enferma. Para la fiesta de egresadas, me hicieron un trajecito hermoso, color amarillo y hasta fui a la peluquería ese día. La fiesta se hacía en un club bacán y tenía un poco de miedo. Estuve muy nerviosa, porque se me unieron los dos mundos en ese momento y quedé ahí en el medio, queriendo estar con los viejos, que me empujaban a bailar o a reunirme con el resto de las chicas. Había avisado al Tío Nino que viniera y fuimos los cuatro, las chicas no. El Tío Nino, hermano de papá, era la visita que solíamos tener los fines de año, que por diversas razones familiares no lo hacía en otro lado (él venía de Entre Ríos), ni lo hizo más después en casa. Pero en esos días “las gurisas” como decía él, nos poníamos contentísimas. ¡Las muy interesadas! Venía con mucho dinero, y aunque era amarrete, para la comida no ponía miramientos, y compraba y traía muchas cosas ricas. Después de las fiestas de ese año, hicimos el viaje de egresadas, que yo no sé porque no lo tengo como una experiencia importante. Para poder hacerlo había que agregar dinero, y ya casi que no me dejaban, pero fueron las chicas a casa a hablar con la Chola y de todas fui la que tuve que poner menos. Fueron como 10 días y ahora que los recuerdo, tuvieron muchas cosas lindas. ¿Por qué los quise enterrar? Fui a Mar del Plata. Recuerdo que trataba de grabármelo todo para contarle a la Chola, porque lo que estaba viviendo se lo debía a ellos. Ayudaron a sentirme bien: el hecho de tener compañeras de pieza muy buenas, que me prestaban ropa, me enseñaron a pintarme, y me sentía acompañada. Conocí el mar, las confiterías bailables y me hice de una conquista: era sobrino de los dueños del hotel donde estábamos, se llamaba Fabián y menos mal que

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fui a bailar con él el día antes de venirnos porque no me gustaba mucho. Después me escribió dos cartas que no contesté. En dos veranos consecutivos (antes de entrar a 4º y 5º año), fui a pasear unos días a la casa de una familia emparentada indirectamente con la Chola. Él era hermano de su cuñada, la tía Ofelia, esposa de “mi” tío Tito. Este y María eran los dos hermanos de mamá. El tío fue algo muy especial para todas nosotras. Creo que no hubo ningún pariente que quisiéramos tanto. Era mayor que la mami y la cuidaba y protegía y a nosotras nos retaba y nos hacía mimos. Tenía el afecto que le faltaba expresar al papá y siempre estuvo sobre nosotros. Cuando yo tenía 13 años se murió de cirrosis. Fue un golpe duro, sobre todo para la Chola. Supongo que entonces sí sintió que se quedaba totalmente sola y desprotegida. Era el referente familiar, que la ligaba a toda su vida anterior, que ahora se quebraba para siempre. Fueron días amargos, sobre todo porque no se reponía de su dolor y a nosotros nos hacía mucho daño verla así. Supongo que es a partir de ahí que empieza a profundizarse la amistad con esa familia, teniendo en cuenta que la tía y los chicos del tío Tito vivían en Deán Funes y cada vez que venían a Córdoba, se quedaban en esa casa. Lo que no sé bien es cómo acepto quedarme (tenían una hija de mi edad, puede ser por eso) y pasé unos días tranquilos, sobre todo comiendo, pues me daban con todos los gustos. La casa estaba abierta a todo el vecindario y como Varón (así se llamaba él) levantaba jugadas de quiniela, siempre había gente y muchachos, que le ponían cierto tinte a la rutina. Ahí conocí en carnaval a Rubén que era bastante grande para mí (yo lo veía así) y me gustaba, era audaz, charlatán, aunque físicamente no era muy lindo. Después lo seguí viendo, iba a casa (fue a una fiesta de cumpleaños), estaba politizado y se quería conquistar a toda la familia. Pero nunca pasó nada. Después de haber sido madre, lo encontré un día en un

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bar y charlamos. Se había recibido, trabajaba en Luz y Fuerza y era sindicalista. Se había casado, y tenía una nena. No sabía que podía pasar una vez terminado el secundario. Mejor dicho sí lo sabía. Lo habíamos charlado con la Chola. Yo lo aceptaba pero tenía miedo de lo que tenía que empezar a asumir. Ella había sido lo suficientemente clara: no podían seguir bancándonos estudios superiores, papá decía que sí, pero ella que sabía que el dinero no alcanzaba, era consciente del esfuerzo mayúsculo que iba a ser casi imposible de realizar. De modo que, la decisión de seguir estudiando la tenía que tomar yo y atenerme a las consecuencias. Por supuesto que decidí que sí. Lo que más me había gustado como área de estudio en la escuela eran las matemáticas, me entusiasmaba bastante. Y por otro lado, como algo totalmente distinto, prácticas didácticas con los grados primarios. Me gustaban los chicos, y me resultaba fácil penetrar en el mundo infantil. De lo que yo conocía, con esas motivaciones podía llegar a estudiar Ciencias Económicas. Hice averiguaciones. Tenía que rendir. Además, en los últimos días de la escuela, un grupo de psicopedagogas nos hicieron test de orientación vocacional, cuyos resultados teníamos que ir a buscar. Cuando fui al Instituto me agradó la charla que tuve con la psicóloga, aunque no me dejó conforme. De cualquier manera no quería seguir buscando demasiado y seguí el consejo de que la docencia era mi vocación y los chicos y podía escoger entre Psicología o Pedagogía que era más específica. Así es como ahora medito acerca de la elección. ¿Pero con qué elementos a los 17 años podía evaluar? La carrera que escogí, me encantó, me encanta aún ahora, pero lamentablemente me llevó a una Facultad foco del pensamiento marxista y yo en las condiciones en que estaba era un buen “caldo de cultivo”. Por otro lado, estaba el

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limitado campo de acción de mi profesión, donde al no tener respuesta concreta de trabajo, apenas recibida, se va abandonando el esfuerzo por sacarle provecho.52 Empecé con gran entusiasmo. Lo que hacía para no gastar, era irme a la mañana temprano con papá que me dejaba cerca de la Facultad y como las clases eran a la tarde, me iba a la biblioteca (después encontré un rinconcito en nuestra escuela que era de lo más cómodo). A veces me llevaba un sándwich y a la tarde o combinaba para venir con el papá o gastaba en un solo ómnibus (aunque tenía que caminar muchísimo). Eso fue hasta que por suerte empecé a conseguir algunos pesos, porque conseguí una alumna particular y le hacía láminas también. Con eso ya podía estar tranquila. El único problema es que se complicaban los horarios, las caminatas, los ómnibus. Sin embargo, era feliz. Me gustaba la Facultad. Enseguida tuve algunas relaciones que en el transcurso de los años o se perdieron o se profundizaron bastante. El grupo más permanente de estudio en los primeros años lo formamos con: Nelly, una gordita que quise mucho, que tenía una casa hermosa donde a veces llegué a pasar semanas enteras. Lo único insoportable que tenía era la familia: un viejo gruñón, un hermano con hemiplejía, una madre que soportaba pacientemente las locuras de todos. Tenían una casa en Valle Hermoso en las sierras, casa a la que fui varias veces. Casi todos los fines de semana, se iban a esa casa y nos quedábamos solas en la Ciudad, pasando días hermosos, escuchando música, comiendo, estudiando con amplia libertad. A la casa de las sierras fuimos también en varias ocasiones, inclusive un verano me quedé como una semana, aprendí a andar a caballo, conocí las sierras, era feliz.

52 En 1993 empecé la facultad. Lo extraño pero coherente era que a pesar de nuestra situación económica, en ningún momento estuvo en duda, si yo iba a seguir estudiando. En un principio me atraían Cine, Letras Modernas, Filosofía e Historia, en ese orden. Finalmente, me inscribí en Letras Modernas y en Derecho, de la que no llegué siquiera a hacer el ingreso. En Letras sí. Fue una buena experiencia. Sin embargo temía aburrirme así que decidí que mejor me tomaría el año para trabajar. Mi familia no estuvo de acuerdo y por casualidad, terminé estudiando Comunicación Social.

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Otra integrante del grupo ése era Cristina, compañera de Nelly en el secundario, muy fea, muy dedicada a los libros, muy acomplejada, muy humana y centrada en las opiniones. En la casa de Nelly la querían mucho, y claro no había peligros de que ella pervirtiera a la nena. Otra era Mora, una señora grande, de muy buena posición social. Tenía una casa de película. Me quería mucho, pero creo que nuestra relación era de conveniencia. Ella me llamaba porque yo le facilitaba el estudio: la ayudaba, le tenía paciencia porque era medio dura. Yo le aceptaba eso y la seguía porque me gustaban las comodidades de su casa para estudiar y porque ella tenía todos los libros. Los compraba y yo tenía la posibilidad de leerlos íntegramente como a mí me gustaba. Después le hacía una síntesis corta y le explicaba las veces que hiciera falta. La casa era de dos pisos, un baño arriba y otro abajo, un barrio hermoso, bacán, una cocina a todo lujo y encima de darme de comer todas las veces que iba, me regalaba cosas. ¡Cuántas veces me encontré con dinero en los bolsillos de los sacos! Después, nunca más la frecuenté, aunque tuve ganas, pero de qué podía charlar con ella, cuando ya estaba totalmente entregada a la militancia. Fue por Nelly que conocí a Mary. Iba también a la casa de ella, se quedaba a estudiar y la mirábamos y escuchábamos atentamente. Por su forma de ser, por las cosas que nos decía de las que no nos habíamos puesto a pensar. Y es así como a veces también empezamos a ir a la casa de ella. Y es así como me empieza a trabajar políticamente sin que yo me diera cuenta. Era la época de las inquietudes, donde todo era bueno para probar, para experimentar. De los primeros sacrificios, fui aprendiendo cómo aprovechar las oportunidades y sentía que todo me salía bien. Me gustaba mucho estudiar, le dedicaba todo el tiempo que podía, dormía poco aunque no me importaba porque quería sacarle jugo al tiempo.

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Hacia octubre empecé a trabajar en una escuelita bastante alejada del centro. Dieciocho años, 4° grado, maestras viejas, competitivas, alumnos grandes (hasta 15 años). Ese era el panorama. ¡Qué hermoso fue! Creo que realmente (y lo comprobé mucho más después), eso de la vocación no era insignificante. Sentir un grupo de chicos a mi cargo y amarlos, era todo una misma cosa. Sentir como se iba dando la comunicación y la comprensión mutuas, es algo indescriptible, que solo puede entenderlo aquel que lo ha sentido. Recuerdo que los chicos de esa escuelita trabajaban todos en las quintas del lugar, había ausentismo y deserción muy grandes y eso me amargaba. Me regalaban cosas todos los días: lechuga, fruta, una parejita de gallo y gallina pininos (la Pipi persistió en casa varios años, se hizo querer, andaba por todos lados y cuando se murió de vieja, Anita lloraba), palomas, muchas palomas, llené la casa de palomas que después no sabíamos cómo correr. Y un día, el colmo. Algo muy gracioso, pero donde tuve una actitud muy embromada. Uno de los pibes que más quería (porque siempre se quiere más unos que a otros), me trajo un paquete enorme con forma redonda que depositó en mi mesa. Yo no sabía cómo agradecerle y pensaba que por la forma podía ser pan casero o algo así. Abrí el paquete (envuelto en papel de diario) y una cosa horrible, desagradable, apareció: era un tortugón, que tiré al suelo asustada. Los chicos decían "Cómo no le gusta señorita". Me di cuenta de lo absurdo de mi actitud y dije que no importaba, que me la llevaba igual, que la iba a querer mucho, pero no hubo caso. El dueño estaba muy ofendido. "Si no le gusta no quiero que se la lleve" y se la llevó a la casa, porque ni siquiera se la quería dar a otra maestra. Por ser la primera experiencia fue algo muy hermoso. Esperaba cobrar, para en los meses de verano, llevar a cabo un plan que consistía en llevarse a la Chola a pasear. Lo que me costó. Ahorré 10.000 pesos, pero no podía convencerla. Y en parte tenía razón.

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No teníamos ninguna experiencia al respecto. Y bueno, el asunto es que fuimos y llevamos a Silvia, menos mal, porque nos divertía. Todo salió sin ninguna planificación. Hicimos los bolsos, tomamos un ómnibus y fuimos a Villa del Lago, donde me lo habían recomendado. No conocíamos el lugar y cuando nos bajamos en medio de las sierras, con bolsos y con lluvia, creo que nos estábamos arrepintiendo de la decisión. Por suerte, ahí nomás encontramos una hostería y había lugar. Pasamos unos días (4 ó 5 nomás porque a la Chola ya no se la podía retener más), sentía que la Chola estaba tranquila, descansaba, pero que la cabecita la tenía en otro lado. Lástima que llovió todo el tiempo, aunque el paisaje que teníamos al frente (el lago) era por demás hermoso con la lluvia. En esa búsqueda, en ese querer hacer cosas, nos inscribimos con las chicas para hacer hockey sobre césped, en el equipo de la Universidad Nacional. También me gustó. Después tuve que dejar por falta de tiempo, pero jugué mucho y me sirvió para seguir conociendo gente. Jugábamos con todos los clubes, aunque éramos muy malas y una vez fuimos a jugar a La Cumbre. Un día vino un equipo de rugby de Rosario a jugar con el equipo de la Universidad Nacional, y aunque estuvieron por un día, nosotros teníamos que atenderlos. Ese día era uno de esos en que la gorda estaba sola en la casa, y aceptamos que nos llevaran desde la cancha de entrenamiento hasta ahí, inclusive que pasaran a charlar y escuchar música y a tomar café. Fue un sábado a las 5 ó 6 de la tarde. Había uno de los muchachos, que ni siquiera me acuerdo como se llamaba, que estaba medio pesado conmigo, pero para variar yo me hacía la mariposa distraída. Cuando fui a la cocina a buscar cucharitas para el café, después de cerrar el armario, me di vuelta y estaba ahí y de golpe me sorprendió besándome en la boca. Ese fue mi primer beso. A los 20 años. No me dejó ninguna sensación. 53 53 En la adolescencia no tenía contacto con chicos. Escribía listas en mis cuadernos de “chicos” que veía en el colectivo o en la escuela y que “me gustaban”. Estaban ordenados por el nivel de atracción que sentía y fue uno de los últimos de la lista, el

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En esa misma búsqueda encuentro la explicación al intento de estudiar francés, que fue una experiencia desagradable, no por lo que viví mientras la transité, sino por la sensación de insatisfacción que nos dejó al no haberla terminado como experiencia. Pero realmente llegó un momento en que me era imposible la otra carrera, el trabajo y creo que, fundamentalmente, haber empezado a militar, que fue lo que me fue alejando de lo que creía ver sin importancia como el francés, el hockey, mi casa.... En cuanto empecé en la Escuela Superior de Lenguas, me hice de un grupo de amigos. Iba a estudiar con ellas, a concurrir a fiestitas que hacían, etc. De todas ellas, profundicé una que sí me dejó muchas satisfacciones. Con Mirta fuimos muy amigas, nos quisimos mucho, aprendimos juntas, y la amistad que tuve con ellas, que tarde o temprano se iba a cortar (no fue solo la militancia la que me separó), es comparable la que mantuve después con Nilda, la compañera de Pedagogía con la que terminaría mi carrera. Bastó conocer la casa de Mirta, bastó ver cómo eran, cómo vivían, para que no quisiera despegarme más de allí. Vivía con Lilo (hermana) y Ana (tía joven) y permanentemente había gente en la casa. Todos mendocinos, pero inteligentes, alegres, abiertos, sinceros. Empezamos a llevar un ritmo de vida anormal, por cuanto las dos trabajábamos, yo estudiaba y la única forma de estudiar juntas, era de noche. Muchas noches tomábamos pastillas para no dormir. Yo casi ni pisaba por casa y a la Chola no le agradaban las chicas, porque vivían solas. Ahí me empecé a alejar de mamá, porque ya no le contaba “mis” cosas, porque enseguida se enojaba, al no aceptar que criticara a las chicas, que era lo que más me hería. ¡Si hubieras sabido madrecita, que el peligro estaba en otro lado! Quizás lo que sentías era que me perdías, que me estaba escapando de tus manos y peleabas contra treinta y pico, el que me dio el primer beso cuando tenía 14. Fue en un cumpleaños de 15, mientras bailábamos lento y sonaba Eternal Flame de The Bangles. Creo que la sensación que me transmitió ese primer beso fue asco, sino fue asco, fue indiferencia, y un poco de blandura. De todas formas, al otro día, solo quería pensar en el beso. Y al día siguiente de sentirme en las nubes por pensar el beso, volvió a darme asco.

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todo aquello que pudiera tener la culpa. Porque hoy pienso que si hubiera seguido profundizando esas relaciones, quizás no hubiera desviado mis afectos. No sé. Intenté volver al pasado buscando explicaciones y todo me parece que fue colaborando como para que me fuera alejando de las cosas que realmente quería, y que lo hiciera tras objetivos muy grandes, muy idealistas, pero que en definitiva los iba asumiendo aún a costa del dolor que iba dejando en los que me rodeaban y en mí misma. Sufría, pero lo aceptaba como un sacrificio necesario, como un renunciamiento histórico. ¡Si pudiera volver a ese nudo decisivo de mi vida! Cuando inicié el 4° año, me separé definitivamente de Nelly porque ella había seguido otra orientación (la que yo escogí era histórica- sociológica y ella psicológica) y porque ya habíamos tenido varios problemas, sobre todo con el padre, a quien no tenía yo porque aguantar. El viejo decía que me quería como a una hija, pero no era muy cuerdo y un día se pasó en sus atribuciones como pretendido padre. No recuerdo si fue ese verano o el anterior. Antes de contar el hecho como para que se entienda tengo que volver atrás. Entre las chicas que estudiaban con nosotras, y que esporádicamente se reunía con el grupo porque era muy ociosa, había una gordita Rosalía, que vivía pensando en la “joda”. Un día, mientras estudiábamos en la casa de ella, nos dijo que unos estudiantes que vivían cerca, la habían invitado a una guitarreada, y que si no la acompañábamos, la madre no la iba a dejar ir. Y ella tenía un interés muy especial en uno de ellos. Fuimos con Nelly y Mary. Efectivamente había una guitarra (que nadie sabía tocar) y vino. Estuvimos un rato charlando y lo conocí a Alberto, que se estaba por recibir de arquitecto. Me pareció simpático y distinto de los demás. Días después, lo encontré en la calle, me invito a tomar café, charlamos y me empezó a gustar.

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Me dio la dirección del estudio donde trabajaba con el padre y nos seguimos viendo. ¿Qué pasó después? No lo sé. Fue la relación que más en serio tomé hasta entonces, pero no sé porque no prosperó. Era la ilusión de todos los días, y con poca satisfacción de su parte, empezó a ir a buscarme los sábados para salir. Fuimos 2 ó 3 veces a bailar, yo me sentía muy bien, creo que lo empezaba a querer. Pero su trabajo (se había recibido ya), se iba afuera y por 15 ó 20 días cada tanto desaparecía, y cada vez que lo quería ver, yo lo tenía que ir a buscar. Así, nuestros encuentros se fueron espaciando cada vez más, y sin decirnos nada, nos dejamos de ver. Por otro lado, yo había empezado a militar y por supuesto, esto dejó de tener importancia y no lo peleé como hubiera querido. En mi casa no entendieron nada, porque Alberto les gustaba, pero se estaban acostumbrando a no preguntar. La familia de Alberto tenía una casa en La Falda, una ciudad que está muy cerquita de Valle Hermoso. Cuando ese verano fuimos a la casa de Nelly, él sabía y me fue a buscar, pero llegó antes que nosotras y dejó su tarjetita en la puerta de la casa, como para avisar que estaba. ¡Cuando llegamos! ¡Cómo se enojó el viejo! “¿Un hombre llega a mi casa, qué es esto?”. Resultado: Me tuve que ir. El colmo fue que el viejo me había hecho arrodillar a su lado para pedirle perdón. ¿Por qué? Por no haberle avisado que un hombre iba a llegar antes que nosotros y que iba a dejar una tarjetita. Deseé no verlo más y por suerte jamás lo volví a cruzar en mi camino. En el nuevo ciclo que comenzaba, los conocí. Estudiaban historia y eran amigos de Mary. Me intimidaban. Eran alegres, graciosos, pero cada chiste o cada gesto tenían una profundidad que no había visto en nadie todavía. Por otro lado, eran muy críticos de todo el ambiente universitario, "de los burgueses", y eso me hacía identificarme con ellos. Se sorprendían de mi extrema timidez, de mis silencios, y no sé cómo empecé a ir a la casa. Mejor dicho sí lo sé. ¡Me lo pidió tanto Mary! Me dijo que me querían hacer

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una cartera de cuero. Y fui. Y después, cada vez más seguido. Me gustaba como eran, sobre todo conmigo. No me daban mucha bolilla como mujer, me consideraban una más del grupo que fue consolidando la amistad, quizás intencionada por parte de ellos, según lo veo yo ahora. Formaban el grupo: Camarada Astudillo54, Cacho De Breuil55, el Jote (Konkurat)56, el Pintor (Raúl) y yo57. Me pusieron de sobrenombre “Corderito”. Me gustó, me pareció muy tierno y poco a poco me fui identificando con ese nombre que llevé por varios años. Hasta en casa me decían Corde. Me explicaron que me habían puesto así, por la forma de ser (inofensiva) y porque miraba todo con cara de “cordero degollado”. Un día, en la Facultad, mientras caminábamos de un pabellón a otro, el Camarada me preguntó si yo sabía lo que eran “los criollos”. Yo me puse nerviosa y dije que no. Me contestó que era la timidez. Era ese algo que no deja expresar lo que se siente. Yo lo respetaba. Era muy inteligente. De mediana estatura, muy delgado, el pelo lacio, siempre bien peinado, ojos medio achinados y un bigote fino, muy pulcro y ordenado. Pero no me gustaba. Después nunca más me dijo nada, pero yo sentía que su relación conmigo era distinta a la del resto. El que siempre me persiguió, pero más lo hacía por su forma de ser, que porque realmente sintiera algo era el Jote. Incluso me invitaba al cine o me acompañaba hasta casa, pero realmente nunca, creo, lo tomamos en serio. Al que no podía ver de todo el grupo era al Pintor. Me resultaba antipático. En esa época estaba haciendo la conscripción y no toleraba su forma de ser, sobre todo con las chicas con las que era 54 Historial académico (H.A.): estudios en Medicina e Historia. Fusilado en Trelew. En Los del Filo, pág. 16. 55 H. A.: estudios en Historia y Geología. Asesinado en B° Alta Córdoba. Ibídem, pág. 19. 56 H. A.: estudios en Historia, había abandonado Derecho. Terminó en la ESMA. Ibídem, pág. 24. 57 H. A.: Licenciada en Cs de la Educación, Medalla de Oro 1971. Ibídem, pág. 31. En la misma página está la Negra, con sus estudios en Cine e Historia.

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pedante y sobrador. Era distinto a los demás. Lo que pasaba también era que él estaba en una situación distinta a la del conjunto, donde todos eran de afuera. Él tenía su casa, su madre y las visitas que hacía a la casa eran más esporádicas. Pasaba unos días muy lindos junto a ellos, sobre todo cuando se guitarreaba o íbamos a las peñas. Por entonces, yo compartía ese ritmo con Mirta y los mendocinos, realmente no sabía cuáles eran mejores. Pero empecé a comprometerme más con estos, porque por otro lado, había más exigencias en el compromiso. En el campo laboral, había aumentado mis posibilidades. El año anterior, había aceptado trabajar para psicología de mercado en unas encuestas acerca de los hospitales de día. El tema para la investigación era lindo, y aunque no me pagaron mucho, demostré que me gustaba el trabajo y el grupo de psicólogos que dirigían el estudio me recomendaron después para trabajar con un profesor del Instituto de Sociología. Raúl tenía que hacer un trabajo para la tesis del doctorado, consistente en una investigación que también se basaba en encuestas. Pero mi trabajo ahí, no estaba muy especificado y hacía de todo. Fundamentalmente, escucharlo a él, que era un intelectual zurdo, que en esa época daba cursos sobre marxismo y que me fue haciendo estudiar y leer los clásicos del marxismo. Toda esa experiencia en encuestas, me serviría después para que a los dos años, en una investigación organizada por el Instituto Nacional de Sanidad Mental, ganara mucho dinero. Ese año, por Mary también me había presentado a rendir un concurso para cargos docentes en la escuelita donde ella trabajaba. Salí muy bien, pero quedé segunda en la lista por el hecho de haber expresado en la charla oral, que me gustaban los adolescentes para trabajar, sin saber que las vacantes eran los grados bajos. De cualquier forma, al tiempo me llamaron para hacerme cargo del primer grado.

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La escuela era particular y la había montado poco a poco una amante de la pedagogía moderna, especialista en la materia y con algunos recursos como para poder hacerlo. Ese sí fue un rinconcito de felicidad. La escuela, por sus características, permitía una amplia libertad de acción en cuanto a los métodos a aplicar, siempre y cuando favorecieran siempre a los chicos. No se usaban convencionalismos (guardapolvos, libros de disciplina) y se intentaba volcar todo el trabajo al mejoramiento de los clásicos métodos de enseñanza. Mis chicos, de 5 y 6 años, eran hermosos. Eran mis pollos. De entrada nos quisimos. Jugábamos, aún en la tierra, cantábamos y era un placer diario ir viendo como progresaban. Recibía constantes felicitaciones, pero lo que a mí más me importaba era el cariño de los chicos. Un día, y siempre que cuento esto sonrío, empezamos jugando y casi termina mal la historia: me entraron a hacer cosquillas 2 o 3 chicos y terminaron todos arriba mío, con esa crueldad que cada tanto asoma en los chicos. Era una avalancha que no se podía evitar. Más por mí, que estaba debajo de todos y ya no podía respirar, me interesaban ellos, los que iban quedando apretados. Pero creo que con unos cuantos gritos y la ayuda de alguna otra maestra la situación (entre muchas risitas histéricas), se resolvió. “Seño”, “seño”, siempre me acuerdo de esa forma tan particular de llamarme. Fue muy hermoso. Estuve en ese grado un año entero, al año siguiente en los grados altos, pero solo unos pocos meses, como maestra de Ciencias Naturales. Después, cuando me volvieron a llamar no pude aceptar; una vez porque me coincidía con otro trabajo y la última vez porque realmente no me convenía ante la poca posibilidad de cobrar sueldo, pues había problemas con el dinero, y los sueldos salían de lo que se les cobraba a los chicos. Al tiempo, se la subvencionaba desde el Gobierno Provincial, pero ya era tarde para volver.

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Con la presión del Jote y el trabajito fino de Mary, que no solo era ya compañera de estudio, sino también de trabajo, empecé a meterme en la Organización. Cuando el Jote me planteó que tenía una cita muy importante para mí, cuando me explicaba que la militancia era la única forma de asumir lo que me planteaba, se criticaba y trataba de alcanzar una sociedad mejor, sin injusticias, sin desigualdades, yo acepté todo como una autómata. Confiaba en ellos, los admiraba y tenía inquietud. Esa inquietud que estuvo presente en la búsqueda permanente de cosas nuevas. La cita era de lo más rara: me tenía que parar en una esquina céntrica, caminar, entrar en una galería, sentarme en un bar y ahí me encontré con una gordita, linda, pero muy antipática. Estuvo bastante muda todo el tiempo. Y claro, no entendía mucho, pero seguía adelante. ¡Cuántas cosas pasaron a partir de esa decisión medio inconsciente, inmadura! Después todo sucedió en una vorágine…58 Es a partir de ese momento que se produjo una separación entre lo que era “vida organizativa” y “vida personal”. Aunque desde el punto de vista de la organización no debía existir, en la medida en que la vida personal tenía que estar integrada a la organización, eso no se daba en la práctica. Es por eso que poco sirve a esta historia la enumeración de acciones que hacen a declaraciones formales de mi actividad en la organización, que tienen otro objetivo. Lo que voy a intentar rescatar, es el curso de lo que seguía siendo mi vida personal, en muchos momentos de esos largos años, estrechamente relacionada a la vida organizativa, pero siempre separada de ella. Por otro lado, lo que intento también es revisar sensaciones y sentimientos ocultos, íntimos, reprimidos y buscar en esas

58 Nota del Original: Cuando me dijeron que se trataba de las FAR (Fuerzas Armadas Revolucionarias), tanto entendía del proyecto que creí que me habían dicho FAL. En ese momento (agosto del 70) habían salido a la luz firmando la operación de toma del pueblo de Garín..

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experiencias explicaciones que puedan ayudarme a mirar con fe hacia el futuro y no volver a cometer errores tan graves. Después de 2 ó 3 meses de mi participación en discusiones, instrucción (tenía un ámbito, aprendí a manejar y a tirar con algunas armas), se ejecutó la operación del Banco de Barrio Rosedal. Mi participación había sido chequear días antes el objetivo y pasar lo que había visto en un papelito. Ese día (29 de diciembre) a las 7 o antes de la mañana, tenía que hablar por teléfono que era para ocuparlo (pertenecía a una florería o algo así que estaba cerca del Banco). Después de llamar, fui a un bar donde me tenía que encontrar con Mary. Empezamos a desayunar y ella que tenía siempre una radio consigo, la puso en la mesa y escuchamos que había habido tiroteo y muertos. Yo temblaba de miedo pero lo disimulaba. Pensamos en nuestra cobertura y rápidamente nos fuimos a la escuela, pues teníamos que ir a buscar un cheque. Estuvimos un rato charlando con las chicas y nos fuimos al secundario. Ahí lo vimos a Iván Roqué59, que estaba lavándose las manos. Iván era conducción regional de la organización. Yo lo había conocido en la Facultad, porque era adjunto de una cátedra, y por otro lado, vivía cerca de la casa de Nelly y siempre íbamos a pedirle libros y asesoramiento. Después supe que era uno de los más altos niveles de la organización. Nos contó que había problemas, pero que no sabía bien en qué había terminado todo. Nos fuimos. Yo tenía que ver a Mirta, para arreglar mi viaje a Mendoza después de las fiestas de fin de año. Temblaba, pensaba que se me notaba en la cara lo que me pasaba, que me iban a detener, no sé....Fui al departamento de las chicas y no había nadie. Subí a la terraza, desde allí miraba a la calle, queriendo ver los patrulleros, autos, y "quién habrá muerto" pensaba. Las chicas no vinieron, así que me fui a casa. Me seguía sintiendo mal, pero estaba más tranquila. Traté de entusiasmarme con el viaje de paseo

59 Ver a propósito el documental de María Inés Roqué, Papa Iván (2004).

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que tenía planificado a la casa de Mirta. Eso me ayudó a olvidar un poco. No recuerdo si le conté algo, pero trataba de no pensar en lo que había pasado y creo lo conseguí. Era un grupo familiar hermoso. Vivían solo con la madre, pero toda la familia era muy unida. Todos los días teníamos invitaciones para almorzar o cenar, y cuando no salíamos igual. Me mostraron Rivadavia, San Martín y llegamos a Mendoza. Dormíamos hasta tarde y realmente pude descansar. Logré olvidarme de lo pasado, no solo en esos días sino en las noches de verano que siguieron, que fueron tranquilas y en casa. Pero empezaron las clases y volví a encontrarme con Mary, que me dijo se había ido de la casa y que estaba viviendo en otro lado, dándome la dirección. Ella era novia de Alfredo que había sido detenido después de lo del Banco, y en la casa al enterarse la echaron. Pero en definitiva eso era lo que buscaba porque ahora estaba más tranquila para militar. Quisiera haber borrado esos meses, pero están ahí. Quisiera no recordarlos, pero es la forma de seguir explicándome algunas cosas. Fui a la nueva casa de Mary, que era una pieza en una casa de familia colaboradora. ¿Por qué lo hice? Si realmente no estaba convencida, si veía la diferencia entre haber estado tranquila y de nuevo el temor. Mary estaba enojada conmigo, nunca supe bien porqué y me daba tareas sin atenderme. Me sentía sola y muy mal. Entre las tareas que me dio, estaba la de volver a la casa del Camarada (que también había sido detenido después del Banco), que había sido allanada, para enganchar al Pendejo y a Raúl. Demoré en hacerlo, porque tenía miedo y por supuesto que cuando fui, ya se habían enganchado. No me dieron más bolilla, pero los seguía viendo. Me los encontraba por todos lados, además de la Facultad. Sobre todo a Raúl, que fue el que empezó a conversar más conmigo. Me gustaba encontrarlo ahora, había cambiado de opinión con respecto a él. Me dijo que ya no estaban más en esa casa, sino en otra nueva que era del

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Flaco. Al Flaco yo lo había conocido en la vieja casa, era de Río Cuarto, amigo del Pendejo y parecía muy bueno, muy sensible. Fui a la casa nueva. Vivían todos muchachos. Había mucha gente siempre y la puerta permanecía abierta. Con quienes yo charlaba era con Raúl o con el Flaco con quien llegué a tener una amistad muy profunda que fue enterrando en el olvido cuando dejé de verlo. Era un poeta, un soñador y cuando entró en la organización era mucho más consciente que nosotros de los problemas que había y eso le hacía mucho daño (ojalá te hayas ido, ojalá hayas podido reiniciar una nueva vida....) Siempre estuvo cerca de mis problemas, era familiar, alegre y en cuanto fue a mi casa se conquistó a toda la familia, incluso a la Chola. Un día que me encontré con Raúl en la Facultad, y no teníamos nada que hacer, fuimos al zoológico y de ahí a la casa. En el zoológico caminábamos abrazados, como si fuera algo natural y lógico mientras íbamos charlando. En la casa tomamos mate y de ahí nos fuimos a la playa del padrino. La playa era una playa de estacionamiento en la que trabajaban, la mayoría de las veces en horario nocturno, el Flaco y el Padrino. Al principio le decían alemán, era mayor que nosotros, mucho más sensato y centrado y yo lo quería mucho por eso. Después fue testigo de nuestro casamiento por el civil, pero él insistía que era padrino, por eso le quedó ese sobrenombre. Fue siempre colaborador de la organización, y aunque no estaba encuadrado, llegó a estar mucho más comprometido que cualquiera. Nosotros tuvimos la culpa de que se fuera metiendo, pues él no quería saber nada. Pero como era un buenísimo técnico, se le fueron encomendando tareas (como las granadas), que a él le gustaban y se lo absorbió por completo. Cuando cayó preso en Córdoba, ya estaba trasladado a Buenos Aires bancando infraestructura nacional de taller. Después murió en un procedimiento.

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Cuando alguno de los dos estaba trabajando en la playa, seguro que nosotros también, y nos quedábamos hasta tarde, charlando y tomando mate en la casilla. Ese día, después de salir de la playa, Raúl me acompañó a tomar el ómnibus, llevándome del hombro. ¿Vas a venir el sábado? Me dijo, “porque los sábados son muy tristes y con vos no lo son”. Esas palabras me quedaron grabadas, y por supuesto que el sábado fui. Me traté de arreglar lo mejor posible, algo presentía. Esa tarde había estado trabajando con el Flaco en la plaza, lo fuimos a buscar y a la salida tomamos un café. Cuando Raúl dijo “escúchenme bien, que les quiero decir una cosa”, yo ya me imaginaba que podía ser y no lo quería mirar. “Tengo miedo de lo que va a pasar y aunque está en mí evitarlo, no lo pienso hacer.” Con el Flaco nos miramos haciéndonos los desentendidos, pero bien que sabíamos los dos de que se trataba. Fuimos a la casa, cenamos y nos fuimos a charlar a una de las piezas. El Flaco se recostó en una cama, y yo en la otra. El Flaco se durmió. ¿Tenés miedo? Me dijo Raúl. “Sí” contesté. "Pues lo tenés con razón.” Y me besó. Nos fuimos a la cocina, teníamos que charlar, había mucha gente. Salimos a la calle y empezamos a caminar. Era tarde y estábamos demasiado contentos como para darnos cuenta de la hora que se había hecho. Yo ya no podía volver a casa a esa hora y seguimos haciendo tiempo (recuerdo que hacía frío), hasta que se hicieron las 6 ó 7, como para poder volver a casa, diciendo por supuesto que había estado estudiando en la casa de Nilda. Nilda fue mi amiga de los dos últimos años de la Facultad. La quise tanto como a Mirta, con la diferencia que compartía todo lo que yo iba experimentando, porque se lo contaba. Lo escuchaba sin decirme nada, en silencio. Era receptor, porque no comprendía porque yo hacía lo que hacía (en la organización). Vivía en una casa con las dos hermanas, casa que el padre les había alquilado para que estudiaran en Córdoba

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(eran de Tránsito), y que fue un poco mía en esos años. Ahí pasaba semanas enteras cuando teníamos que preparar los exámenes. A esa altura, yo ya había abandonado el francés, y no veía más a Mirta, porque ella también había abandonado. Tenía una razón más fuerte: había quedado embarazada de Eduardo, un amigo de su pueblo y se iban a Mendoza a casarse. Nilda también iba a casa, pero nunca supe bien que pensaba la Chola de ella, porque no decía nada. Ella sabía que yo estaba siempre ahí, incluso cuando me enfermé con mi infaltable bronquitis y me quedé en lo de Nilda, para seguir estudiando, nos mandaba cosas (comida, ropa). Te mentí muchas veces madrecita, pero ¿qué iba a hacer? Te hubiera destrozado en ese momento saber en que andaba. Porque para no haber llegado a la mentira, tendríamos que haber seguido charlando siempre, como cuando lo hacíamos años antes, y entonces no se hubieran acumulado cosas imposibles de compartir después, o por lo menos muy difícil. ¿Por qué no hice un esfuerzo? Porque sabía que no ibas a entender y tenía miedo que sufrieras, como si no hubiera sido peor así. Nos seguíamos viendo con Raúl, que a veces iba a la casa de Nilda, cuando yo tenía que estudiar (porque para mí era el objetivo fundamental). Las chicas lo querían y yo empezaba a quererlo, pero me traumatizaba la idea de tener relaciones sexuales. Era algo que mi cabeza, se negaba a entender. Eso fue hasta mucho tiempo después un serio problema en nuestra relación, que se fue superando poco a poco, pero a veces llegó a ser el punto fundamental por donde se decidía si seguíamos juntos o no. Todo el momento crítico que estaba viviendo con respecto a la organización, más mis complejos provenientes de la formación o des-formación familiar al respecto (porque de ese tema en particular nunca habíamos charlado con la Chola) me provocaban rechazo total al asunto.

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Ante los planteos del Flaco Raúl, acerca del significado de nuestra relación, me sentía obligada, presionada. Y es así como resultó desastroso. Para colmo todo el mundo en la casa supo que esa noche (fue un 24 de mayo), nos fuimos a quedar y nos dejaron solos. Sumado la inexperiencia de Raúl, que nunca se había encontrado con una “niña virgen” y no tuvo (por mucho tiempo) paciencia. Nos casamos en setiembre, porque Silvia había encontrado en mi cartera pastillas anticonceptivas (que realmente no tenían ningún sentido, pero el miedo a quedar embarazada era terrible, aunque no pasaba nada, porque las pocas veces que habíamos intentado habían resultado tan nefastas como la primera vez). Y se las dio a la Chola. No sé cómo habré reaccionado. Mamá me pidió hablar con Raúl, y me costó que fuera, porque no asumía en su inmadurez la posibilidad de formalizar la relación, aunque no nos casáramos. Nunca había ido a casa. Esa charla fue terrible. La Chola lloraba. Raúl estaba en una posición de suficiencia, de aparente superación tratando de enfrentar la situación y de explicarle que no había pasado nada, o casi nada, por mis problemas, por mis miedos. Pero mamá lo único que sabía era que yo la había defraudado. Me tuve que ir de casa. Me fui a lo de mi suegra, que aparentemente comprendía, pero no era así, como lo comprobé tiempo después. La “Gringa” como le decíamos, hacía (hizo siempre), lo que la felicidad, bienestar y caprichos de su hijo le ordenaran, aunque no entendiera nada. Para ella (viuda, y con la otra hija casada viviendo lejos), Raúl era toda la razón de su existencia y jamás se iba a oponer a lo que él dijera o hiciese. Yo lloraba todo el día y no me acompañaba para nada la actitud de Raúl, que no comprendía mi situación, ni lo que significaba para mí haber dejado destrozada mi familia. Mi afecto hacia él se resquebrajaba, pero por una cuestión de orgullo, no podía aflojar. Tenía que demostrar a los míos que no me había equivocado y que podía ser

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feliz. Y por fin resolvimos casarnos. Eso, al contrario de lo que yo pensaba, no modificó en principio demasiado la situación. La Chola me mandó un vestido, pero no fue. De casa solo fueron Cristina y Silvia. Los testigos fueron Nilda y El Padrino, que fueron los que más seriamente asumieron el significado de la ceremonia. Nos casamos en Villa Allende, porque una compañera de la Facultad tenía el novio que era juez de paz de esa localidad y entonces no teníamos que pedir turno ni esperar demasiado tiempo. Ese día almorzamos en lo de la Gringa, y lo hicimos muy apurados porque teníamos citas que cubrir. Ya éramos marido y mujer y como si tal cosa. Seguíamos con nuestro mismo ritmo de vida y con los mismos problemas en la relación. Habíamos acondicionado un dormitorio para nosotros y estábamos prácticamente solos, porque la Gringa trabajaba de noche y durante el día nosotros no estábamos. La separación con mi familia seguía con las mismas características, pero yo ya me sentía más tranquila. La situación de tensión duró varios meses, porque al año siguiente, cuando terminé mi carrera y tenía que ir a la colación de grados, tampoco fue la Chola (no recuerdo si fue el papá). Estaba sola en esa ocasión que era muy importante para mí. La única que se ofreció a ir fue Elvira, hermana de Raúl, que se encontraba en Córdoba. Sin embargo, la cosa poco a poco se fue modificando y tuve que hacer grandes esfuerzos para eso, porque a Raúl no le interesaba en absoluto que la situación se arreglara y no me ayudaba. Tenía que rogarle a veces que fuéramos a casa, a veces con resultados negativos. De cualquier forma, las relaciones con el correr del tiempo, fueron mejorando, al punto de que en casa, sobre todo los últimos meses antes de que Raúl fuera detenido, lo empezaron a querer. Papá nos salió de garantía en la última casa donde vivíamos, y el día que rescindimos el contrato, quedamos (iba a ser la primera vez) en que al sábado siguiente íbamos a cenar los cuatro. A los dos o tres días después cayó detenido.

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A todo esto, hasta que nos casamos, mi militancia era muy reducida. Alquilamos una casita a mi nombre en Barrio Ayacucho. Una casa demasiado grande para nosotros, demasiado vacía como para comenzar mi experiencia de llevar adelante un “hogar”. Era el prototipo de la “casa guerrillera”. La primera pieza desierta y los muebles de mayor valor que teníamos eran la cama de dos plazas que nos había regalado la Gringa, una mesita en la cocina y después una cocinita de dos hornallas que compramos. La única de la familia que conocía la casa era la Gringa porque nos había salido de garantía. A esa casa empezó a ir gente de la organización y los fui conociendo. A esa casa nunca la quise. Sufría mucho. Sabía quedar sola hasta altas horas de la noche. Nos llevábamos mal con Raúl porque no entendía mi soledad. Quería a veces hacer vida de hogar, venía de trabajar, hacía las compras, preparaba la cena (lo poco que sabía hacer) y no venía. Lo que pasaba era que él conocía a todos los cuadros de conducción de la organización en la regional y las casas también y le gustaba mucho más quedarse con ellos. Los quería mucho, a tal punto que la única vez que lo vi llorar fue en ese mes de noviembre, cuando murió Olmedo en la operación de Fiat. Él le decía Dios a Olmedo (Jóse como se le decía y no José), porque todo lo que preguntaba, él se lo respondía. Ese año yo había debutado militarmente en una operación de asalto a una clínica, adonde fui entre otros con Raúl. Eso me daba más confianza, aunque lo veía sumamente pálido. Recuerdo que tenía puesto un tapadito celeste hermoso que me había hecho la Chola y que por problemas de la operación, habíamos tenido que pasar caminando (el Gordo Luis Villagra y yo) por una comisaría. La noche anterior a la operación de Fiat (que yo no sabía de qué se trataba), fueron a dormir a casa El Flaco y El Pendejo y yo los tenía que sacar de la casa a las 6 de la mañana manejando el Citroën. Ahí sí que tuve miedo, porque no sabía manejar bien y el

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auto tenía problemas, así que tuve que volverme en primera. Ni siquiera me animé a entrarlo al garaje (cuyas puertas de vidrio ya había estrellado estrepitosamente un día mientras pretendía entrarlo y casi aplasto al padrino que estaba trabajando en él). Estaba tan nerviosa que me quedé levantada, tomé mate, escuché la radio y sentí la noticia de que habían muerto 4 guerrilleros en el Matadero. Pensé en los chicos. Empecé a temblar. Daba vueltas por la casa y no sabía qué hacer. Conocía una casa (La Cueva, en Villa Páez) adonde tenía que estar a las 9 de la mañana recién. No aguanté más y me fui. Ahí fue cuando llegó más tarde Raúl, se tiró en una cama, se cubrió la cara con los brazos y se echó a llorar. A partir de ahí tratamos de no separarnos porque los dos teníamos un poco de miedo. Al rato nos golpean la puerta y siento que dicen “Pancho herido”. Entraron un auto al garage, y lo acostaron en una cama. Había escapado del allanamiento de una casa, pero no sabía si lo seguían (el auto en que vino). Me impresioné. Era la primera vez que veía un herido y el olor de la sangre me obsesionó unos cuantos días. Nos fuimos de la casa y al rato fue allanada. Yo me refugié en nuestra casa (que nadie conocía) y esa noche nos quedamos ahí. Después nos fuimos como 15 días a una casa que nos había ofrecido la organización Montoneros. Era una casa en las afueras de la ciudad y esos días de descanso nos hicieron bien para olvidar un poco lo que habíamos pasado. Mientras tanto, mi suegra había desalquilado la casa, y nos fuimos a una casa que habían alquilado Mary y Cepillo (este era el nuevo novio de Mary) por la temporada en las sierras. A todo esto la Negra que ya había estado charlando varios meses conmigo estaba militando por otro lado en una agrupación de base “gracias” a sus compañeros de la Facultad en la Escuela de Bellas Artes, empezó a ir a esa casa a recibir instrucción militar que se la daba Raúl. Yo la había convencido. ¿Por qué tuve que empezar a

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destruir la familia? Después en el 73 fue Silvia también y en los dos casos la responsabilidad fue exclusivamente mía. Destrocé sus vidas y con eso la de mi familia entera. Me valía para eso de una considerable admiración que las chicas sentían y yo en vez de encauzarlas, las acercaba al camino que yo había elegido. Ahora pienso que fue por tenerlas cerca, más que por convicción política. Era una forma de aferrarme afectivamente a la familia. Si yo ahora les preguntara a las chicas, si alguna vez fui clara con respecto a los objetivos que quería lograr a través de mi militancia en la organización, creo que no podrían contestarlo. Después de haber estado un tiempo en esa casa, alquilamos una en Barrio Alberdi, con documento falso, porque no teníamos quien nos diera garantía y el trabajo de la Gringa no bastaba. La casa estaba a una cuadra de donde había vivido la abuela (después de la casa vieja que vendieron). En esa casa habíamos pasado de chicos momentos muy lindos y recordar todos esos días me ponía bastante mal: ir a los mismos comercios, recorrer las mismas calles. Tampoco quise mucho a esa casa. La teníamos mejor amueblada, pero tuvimos problemas que contribuían a no resolver bien nuestra relación con Raúl. Nunca estuvimos solos, siempre había gente. Al principio se fue a vivir Cleo, la petisa, que de ser novia del Camarada, cuando este cayó preso, pasó a ser pareja de Federico. Federico era un porteño que había venido a la Regional como conducción y también se fue a vivir a casa. Al poco tiempo de estar en la casa, se le ocurrió decir que estaba enamorado de mí, pretendiendo aprovechar la crítica situación por la que pasábamos con Raúl y exagerándola.

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Apenas habíamos alquilado, me tuve que operar del apéndice60. La Gringa me llevó al hospital donde ella trabajaba, y la noche que me operaron Raúl no estuvo porque se había ido al cine con el Pendejo. ¡Cómo me dolió! Cuando fui a la casa ya estaba Federico, y lamentablemente era el que más me atendía. Generalmente éramos los únicos que permanecíamos en la casa la mayor parte del tiempo, porque Raúl y Cleo militaban más en esa época. Entonces empezamos a charlar y mucho y por eso es que Federico empezó a influenciar en nuestra pareja. Cuando dijo que estaba enamorado de mí, se lo planteó a Raúl. Yo no sé cómo hizo para no pegarle, con lo irascible que era. Tuvimos que charlarlo entre los tres, y aun aclarada la situación, Raúl lo odiaba, casi tanto como a Cleo a mí. Así que la relación de convivencia era bastante tensa. Hasta que Cleo alquiló un departamento y se fue a vivir con la Negra y Federico se fue a vivir con Mary y Cepillo. Recién ahí, notamos que salvar esa situación, había servido para ir afianzando nuestra relación. Desalquilamos la casa. Habíamos faltado un tiempo y no tenía buena cobertura. Y nos fuimos a vivir con la Gringa, con la que estaba llevando una buena relación (que se profundizaría dos años después). Alquilamos una casita cerca de la de ella, pues nos quedaba a unas 7 cuadras más o menos. A esa casa la quise mucho. Para mí fue la primera que tuvo calor de hogar. Estaba bien amueblada, la arreglaba con amor y contribuyó en gran parte que le tomara cariño el hecho de que la Negra se fuera a vivir conmigo. ¡Qué hermosos días pasábamos sobre todo cuando estábamos solas! Teníamos buenas relaciones con el barrio y los chicos de los vecinos más próximos estaban todo el día con nosotras. Me volqué afectivamente en 60 Cuando tenía 20 años, se comprobó que el dolor de estómago habitual no era psicosomático. Una noche el dolor apareció y no hubo remedio que lo calmara. Como no tenía obra social, buscamos un hospital público en el auto de mi primo Martín. Se trataba de una apendicitis aguda y había que operar. Me rechazaron en dos hospitales porque no tenían camas libres. Por primera vez, me sentí desesperada, y llorando, le dije a mi tía Ana que no quería morir. Finalmente, en el Hospital San Roque me aceptaron.

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la Negra y el problema de mi relación de pareja pasó a un segundo plano y no me interesaba (no ponía mucho esfuerzo) resolverlo. Raúl estaba celoso y decidimos separarnos por un tiempo. Yo me sentía tranquila en esos días, con la Negra haciendo club hasta tarde en la noche, levantándonos temprano para tomar mate, salíamos juntas, arreglábamos las cosas de tal manera que organizativamente tuviéramos los mismos ámbitos y las mismas tareas. Trabajábamos en documentación y como eso se hacía en casa, pasábamos gran parte del tiempo ahí y a veces no teníamos ni ganas de ir a las citas. 61 Fue una linda época. No recuerdo porque ese año no había trabajado hasta setiembre que empecé en una escuelita provincial. Eso colaboraría a que me sintiera bien, normal y tranquila. Por otro lado, mi familia también conocía la casa, y fueron algunas noches a cenar (una vez papá hizo un asado y todo en el fondo de la casa). Raúl también charlaba

61 Nota del Original: Durante ese año, había participado en algunas operaciones, colocación de un caño, robo de vehículos, destrucción de un patrullero y hasta viajado a Santa Fe para participar en el asalto de un Banco, que me diera la experiencia operacional que no tenía. Para esa operación, viajé con la petisa Cleo, y estuvimos como 4 o 5 días. Fue en la única operación que participé que se hizo rol-plano. Lo hacíamos a orillas del Paraná, a tal punto que yo que nunca había visto el objetivo cuando entré, me parecía haber estado ahí antes. Hasta aquí era la operación más grande en la que había estado. Pero no tenía miedo, hasta el momento en que se tenía que concretar. Yo tenía que colaborar en la reducción del gerente. Cuando lo hice me temblaban las manos. Pero no tuvimos problemas. No recuerdo si fue a fines de ese año o a principios del 73, que encaramos como una gran operación, la toma de una parte de Saldán, donde estaban el Registro Civil y la Municipalidad, para sacar documentación en blanco. La había propuesto el servicio de documentación y yo era la responsable. Le dediqué gran tiempo, y creo que planificando yo era buena, pero en la ejecución tenía muchas fallas, porque aunque no se notara, me dejaba ganar por los nervios. Recuerdo que cuando salimos, un policía que vivía al frente salió al encuentro de los vehículos disparando, yo no pude hacer nada porque tenía mi pistola ya guardada en la cartera. Organizativamente, no tuve ámbitos estables durante el año, porque era reflejo del desastre de la regional en esa época. El grupo más permanente fue el que tuve a mi cargo, donde estaba la Negra, que había sido el primero en la regional de la Organización que estaba haciendo trabajo político (en el territorio, y no porque se dedicaran esfuerzos a ello sino porque la gente que se reclutó, que venía con la Negra, estaba realizando ese trabajo desde hacía tiempo, pues pertenecían al Peronismo de Base).

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con los vecinos y por las tardes nos sentábamos en los jardincitos todos juntos, mientras los chicos jugaban y nos daban vueltas. Después de cada separación con Raúl hacíamos como que recién empezábamos y llevábamos “vida de novios”, la que no tuvimos antes. Quizás ya estaba viendo todos nuestros errores, cometidos por inmadurez y queríamos corregirlos, empezar de nuevo. Pero no solo por ahí deberíamos haber atacado. Yo estaba aprendiendo a quererlo y él también, pero siempre había algo que no andaba. Coincidió su enfermedad (una inyección mal puesta, lo tuvieron que operar. La causa era un problema de columna), con la confirmación de que yo estaba designada para viajar a Cuba y ésa fue la oportunidad para charlar serenamente sobre lo que podía llegar a suceder si nos separábamos por tanto tiempo. Raúl sufría, un poco porque se sentía en inferioridad de condiciones físicas y por otro lado porque pensaba que yo iba a tener posibilidades de alejarme, de darme cuenta que no lo quería, que merecía otra cosa distinta, que en definitiva podía encontrar una pareja. Yo sonreía y no decía nada. Estaba bastante entusiasmada con el viaje porque nunca me había pasado nada así: comprarme ropa, preparar valijas, pensar que iba a conocer países lejanos (porque yo sabía que tenía que pasar por Europa). Los viejos sabían del viaje y también estaban contentos. Por supuesto que lo que no sabían bien era el objetivo del viaje, porque yo les dije que iba a conocer la realidad educativa. Los vecinos me hicieron una despedida antes de irme. Pensaban que me iba a Suiza, porque había sacado una beca de la Alianza Francesa o de la Universidad (no recuerdo bien). Eso me emocionó. En Europa compré regalos y juguetes para traerles a los chicos, que cuando vine no se los pude entregar porque a pesar de que recomendé mi casita, se había perdido (por falta de cuidado de Raúl y La Negra). Pero los chicos,

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como sabían dónde vivía mi suegra, siempre iban a preguntarle y cuando estuve embarazada, en esa casa, los pude ver con gran alegría y entregarles los juguetes. La casa se perdió porque Raúl trataba de no ir, según él le hacía mal, y la Negra no era muy hogareña que digamos. A cuidarla se habían ido dos chicos (matrimonio) vecinos de la Gringa, y según dijeron ellos un día fue la Policía y requisó la casa. Por eso la tuvieron que desalquilar. El viaje para mí fue algo maravilloso. Tengo escritas por ahí algunas de las sensaciones que experimentaba, porque sentía necesidad de volcarlo. Al principio me sentía una tarambana. Que sabía yo de aeropuertos y trámites, de pasaportes, cambio, idiomas. Para colmo tuve que viajar sola, porque cometí el error de perder en Buenos Aires la visa que me permitiría entrar a Checoslovaquia y me tuve que retrasar, viajando a Chile para que me hicieran una nueva. En Santiago estuve como 15 días en casa de Vargas, un abogado que había sido detenido y puesto en libertad. Era una casa hermosa en una zona residencial, pero casi todo el día lo pasaba dentro junto con Rolando, otro que viajaba a Cuba, y que también estaba retrasado, y que se quedó todavía un tiempo más que yo. Era un pibe que me resultaba bastante infantil, simple, feo físicamente, que no sabía sostener discusiones. Me hacía acordar a un primo, Alberto, hijo de tío Tito, que en casa le decíamos el infra. De cualquier forma fue una compañía, aunque yo vivía ansiosa por continuar el viaje. En cada aeropuerto tenía miedo de que saltara la perdiz, es decir que no pudiera justificar, si me preguntaban mucho, la razón del viaje. De no ser por eso, gozaba con todo lo que veía y sentía. El otro inconveniente fue el idioma, porque el francés no sirve como para hacerse entender en gran parte del mundo. Con el primer vuelo, llegaba a Zúrich (haciendo escala en Río de Janeiro). Como no podía seguir viaje ese mismo día a Praga, tuve que ir a un hotel y dejé que el taxista me

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llevara. Nunca había visto algo así, parecía de película. Más que una habitación, era un departamento: sillones, lámparas, escritorio, almohadones, frazadas y almohadas de plumones, sales en el baño y un montón de exquisiteces que no sabía cómo aprovechar. Me bañé y salí a caminar. Si tuviera un mapa, recordaría el nombre del río que atraviesa la Ciudad. Lo recorrí por la orilla, que cosa hermosa, llena de luces que se reflejaban, poco ruido en la ciudad y sin embargo, música, que salía de todos lados, e hippies, muchos hippies. Me senté en un restaurant y por suerte la carta también estaba en francés. Comí un bife con papas y café y me volví al hotel con gran satisfacción, por no haberme perdido. Cuando llegara al aeropuerto de Praga, tenía que hablar a un número de teléfono y luego se suponía que me pasaban a buscar. Hablé y no vino nadie. No sé cuánto tiempo estuve esperando. Desde el mediodía hasta cerca de la noche. Volví a llamar. Al rato vino un cubano, se disculpó y me llevó a un hotel internacional. Estaba tan nerviosa que llegar a la habitación fue un alivio. Era linda también pero nada que ver con la otra. Mi ventana daba a un jardín hermosísimo y toda la noche se escuchó música beat (debía ser desde el mismo hotel). Me cambié, bajé al restaurant que ya estaba cerrado. Me quedé en la pieza y pedí un sándwich y vino. Como no había comido desde el día anterior, me pareció la cosa más rica del mundo. Al día siguiente me llevaron a un departamento de los cubanos, porque tenía que esperar que me hicieran documentos. En ese momento me separé de los míos. El departamento era bastante precario, y para colmo estuve sola todo el tiempo (dos días). Era un tipo de edificaciones del tipo monobloc, que tenía restaurant, pero el primer día fui a almorzar y todo escrito en checo, no sé qué cosa rara comí y opté por no ir más. En la casa había pan y dulce. Cuando me dan los documentos salgo para Moscú donde teóricamente me estaban esperando. Llegué y tuve que discutir con los soldaditos porque no me explicaba (no me

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entendían), que iba a hacer ahí. Aparentemente se resignaron y no molestaron más, pero seguí sola, no me habían ido a esperar. Tenía un número de teléfono pero no conseguía fichas y no me hacía entender con nadie. Esperé, no sabía qué hacer, estaba sumamente nerviosa. Cómo se me notaría, que al rato de estar esperando, se me acerca un barbado preguntándome en que idioma hablaba, hasta que me di cuenta que entendía el español. Me dijo que me veía muy nerviosa y si me podía ayudar. Entonces le pedí que me llevara a la Embajada cubana, no sé porque, nadie me había dicho que hiciera eso. Me dijo que tenía que hacer una consulta a Stalingrado y que después me llevaría (Stalingrado, estación). Moscú me pareció, mientras la recorríamos en el auto (era un remis) una ciudad vieja y bastante triste, con calles empedradas, edificios grises y muy pocos nuevos. Cuando me bajé en la estación, tuve que esperar un rato, y volvió con dos helados enormes de chocolate, riquísimos a pesar del frío. Me llevó a la embajada y me dejó. No sé cómo hice para entrar, hacerme entender (no por el idioma sino por lo que buscaba), esperar en una oficina y después de mil disculpas, volver a salir como a las dos horas rumbo a La Habana. Qué calor cuando bajé en el aeropuerto: No tuve problemas, me revisaron bastante poco el equipaje (ya estaba acompañada) y mientras me llevaban en auto hasta la casa donde estaban los demás, miré la ciudad. Mucho colorido, las calles húmedas, el cielo muy limpio, avenidas muy cuidadas, con muchas plantas y flores, flores de todos colores a lo largo de las calles, repletas de gente bulliciosa. Fuimos a una casa en la ciudad, donde no había nadie, después a otra en la playa, también vacía. Parecía que no me iban a poder llevar a la escuela donde estaban todos, ese día. Pero por suerte me llevaron esa misma noche. Era un área del Ejército destinada a nosotros, fuera de la ciudad. Lo mejor del lugar era su situación, aunque toda la isla era hermosa en sus paisajes. El lugar

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estaba cerca del mar (de la costa solo la separaba la ruta), y los amaneceres y atardeceres eran de una belleza indescriptible. Éramos más de veinte, entre chicas y muchachos. Por la mañana recibíamos clases teóricas (táctica, explosivos, tiro) y por la tarde prácticas. A veces no toleraba físicamente la intensidad de los cursos (con el calor) y dos o tres veces me desmayé. Odiaba hacer gimnasia a la mañana temprano o salir en plena siesta al campo. Sobre todo si había tenido que hacer guardia a la noche. Recuerdo que a lo único que le tenía miedo en la noche era a los cangrejos enormes, del tamaño de un animal mediano (gato, perro), rosados, blancos y rojos, que eran horribles y hacían ruido. A veces tenían tanta fuerza que podían correr un mueble de noche. No comíamos bien en la escuela, pero los fines de semana nos íbamos a la casa de la ciudad o a la de la playa y descansábamos. Ahí nos cocinábamos nosotros, teníamos bastante mercadería (cajas de leche condensada y de jugos de fruta, harina, azúcar, carne enlatada, galletas, cajas de frascos de dulce, huevos) y empezaron a cargar mercadería los lunes cuando nos venían a buscar para ir a la escuela. Yo tenía mis amigos en el grupo, porque había ido el Flaco (Nippur) y el Pendejo, y después se unió al grupo Chiche, con el cual llegamos a ser grandes amigos. Me gustaba su forma de ser. Un día de ésos en que los cubanos festejaban sus fiestas patrias y nos llevaban ron y buena comida y tamborines y bongó para bailar, se me fue la mano con la bebida (preparábamos daikiri, que es ron con azúcar, limón y mucho hielo, delicioso, y con el calor....) Me fui a la casa y Chiche se acercó para ver cómo estaba. Me acarició el pelo, y me besó suavemente en la mejilla, después se fue, pero la sensación que sentí con ese beso me duró varios días. Después se fue alejando de mí y yo sabía porque: había saltado un problema de relación de pareja entre dos que tenían su matrimonio respectivo en la patria. Y ninguno de los dos quisimos llevar adelante una situación que

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podía ser peligrosa. Sin decirnos nada nos alejamos y la separación que después tuvimos al seguir cursos de especialización diferentes, hizo que nos olvidáramos del incidente. Después no lo vi más. Supe que en el 75 que se había casado y tenía una nena. Lo mejor de la experiencia lo vivimos en una segunda etapa, en que el grupo se dividió y algunos siguieron cursos en la ciudad y otros en el campo en la misma escuela. Yo me quedé en la escuela y también Nippur y el Pendejo y nos habíamos separado de todo el grupo de conducción con el cual habían surgido problemas en la relación con el conjunto, que se quedaban en la ciudad. Con nosotros, en esta nueva área, había gente de grupos latinoamericanos, tupamaros, venezolanos, nicaragüenses. La gimnasia no era tan estricta y por el trabajo que hacíamos (yo había ido por documentación, al no poder darnos esa especialización, se me designó para hacer sobre explosivos), lo pasábamos mucho más descansados. También aquí tuve una relación afectiva amistosa con un colombiano que era agradable, cómico y con el que charlábamos mucho. Era mi pareja en los campeonatos de pingpong y fue el que me rompió los dientes en una jornada de emulación. La emulación es un método (muy astuto) socialista para incentivar la producción que se basa en el premio (aunque no solo sea material) al mejor trabajo, en cantidad y calidad, siempre y cuando ese trabajo se produzca sin competencias (en teoría), es decir ayudando y enseñando al conjunto para que sea este el que produce más y mejor. Entonces para experimentar el método organizábamos jornadas de limpieza del área, formando grupos y escuela, cuadra, aulas, jardines, huerto (donde teníamos frutas y verduras) quedaban hechos una maravilla. En una de esas jornadas, tomando el trabajo como un juego, mientras peleábamos para sacarnos las herramientas de trabajo, me di vuelta y Nacho (el colombiano), que venía con un caño, me golpeó sin querer en los dientes, que cayeron hechos pedazos. Me los comenzaron a arreglar en la escuela, y terminado el curso tenía

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que viajar desde nuestra casa en la plaza a La Habana para seguir el tratamiento. Esos días en que tenía que ir al dentista era feliz. Me levantaba muy temprano cuando aún todos dormían, tomaba leche con cacao y galletitas y salía a tomar el micro (gua-gua) rumbo a la ciudad. Me gustaba ir sola. Era como si necesitara esos momentos de soledad, no para pensar, sino para dejar de hacerlo, porque me cansaba a veces del ritmo de trabajo. El local donde me atendía el dentista estaba al frente de la plaza donde la Heladería Copellia invitaba a tomarme un helado. ¡Qué cosa rica! Según como estuviera de la boca, a la salida del dentista me cruzaba, hacía unas colas interminables (a cualquier hora) y me tomaba

un turquino o una “canoa india”, helados con bizcochuelo,

merengue, ron, ensalada de frutas, caramelo, etc., etc. Como nos daban dinero para nuestras diversiones, los sábados íbamos a cenar a los restaurantes, pero para poder hacerlo, teníamos que salir temprano porque las colas eran muy largas y como no tenían suficiente personal adentro, no atendían rápido. Pero entrar a esos locales era una gloria, frescos, nos atendían a cuerpo de rey (a todos), y se podían comer cosas que era muy difícil conseguir fuera, como carne buena por ejemplo. Eran caros. La explicación que se daba es que como el cubano tenía todo gratis en el trabajo y en la escuela de sus hijos, el sueldo en lo que único que podía gastarse, de manera de no evitar la acumulación era en las diversiones y en los artículos de lujo que por eso eran caras. Una comparación: 1 Kg. De pan costaba 5 centavos, un helado 1 peso o más, y sin embargo la heladería, los restaurantes, no daban abasto y mucha gente tenía que resignarse a volverse a sus casas después de haber hecho varias horas de cola. Por lo demás, el pueblo cubano, como yo lo vi en esos meses, parecía muy feliz, no nos encontramos con nadie que estuviera en contra del gobierno y mucho menos de Fidel Castro. Eso no significa que no viéramos los errores, pero es muy difícil que ellos los

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pudieran ver (ni nosotros tratábamos de hacerlo). A ese pueblo que había vivido en la miseria y la ignorancia, hacerlos mejorar su situación económica y convencerlos (en la virginidad de pensamiento en que estaban), de que era lo mejor, había sido fácil. Y es muy difícil que alguien ahora pueda convencerlos de lo contrario. Después de terminado el curso, pasamos de la casa de la playa a la ciudad, por algunos días más hasta que nuestros papeles estuvieran listos. Yo por mis dientes fui una de las últimas en salir. El viaje de vuelta no lo hice sola y fue más divertido, aunque la ansiedad por volver después de tanto tiempo (unos 5 ó 6 meses), me bloqueaba lo que pudiera ver. Tan es así que solo tengo pantallazos de lo que fue mi estadía por las distintas ciudades. Donde más nos quedamos fue en Praga, esperando una valija que se le había perdido a una de las chicas, en otro departamento de los cubanos, de similares características al que había estado en el viaje de ida. Pero estábamos la mayor parte del día adentro, solo salíamos para hacer compras, ir a los bosques (hermosísimos, interminables), castillos, fortalezas. Una imagen que recuerdo es de Lídice, ciudad totalmente destruida durante la ocupación alemana, lugar histórico donde no se volvió a construir. Después para justificar la cobertura, estuvimos en Frankfurt, París, Londres y Madrid, pero salvo en Madrid, en el resto nos quedábamos un día, a lo sumo dos, como para caminar por la ciudad un poco, ir a los museos, coleccionar papeles, revistas, etc. En Madrid nos quedamos como 5 días, la conocimos mejor de día y de noche, porque salíamos a los mesones de la Plaza Mayor a tomar vino y cantar. Yo mientras tanto iba evaluando lo que había vivido y tratando de imaginarme lo que podía encontrar en los pagos. Sentía que había sido una gran experiencia, y pensaba que la construcción del socialismo era posible y para colmo venía con la información exitista de lo que estaba pasando en el país.

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Cuando llegué a Buenos Aires tenía una cita para devolver lo que traía (documentos, dinero restante), me quedé en un hotel y se me permitió viajar en avión a Córdoba. Ya estaba canchera en esas cuestiones. Hablé por teléfono a La Gringa, avisándole que volvía. Poco a poco me estaba reencontrando con los míos. En el aeropuerto me encontré con el turco Vittar (diputado cordobés), que viajaba también y me fue poniendo al tanto de lo que había pasado en Córdoba. Me contó que Raúl trabajaba, que estaba gordo, etc., etc.62 Cuando llegamos, mientras me revisaban las valijas, veía las cabecitas de la gringa, del Flaco, de la Negra. Fue emocionante. Al Flaco se le llenaban los ojos de lágrimas. Fuimos a saludar a La Chola, que lloraba muchísimo, decía que me veía muy alta, flaca y negra. Querían escucharme, para ellos el viaje que había hecho era muy importante (sobre todo Europa), pero no les podía contar todo. ¿Cuándo nos quedamos solos con el Flaco? Recién a la noche. Durante todo el día viendo gente, contándonos cosas y hablando hasta por los codos. Estaba gordo (por lo flaco que era), trabajaba con Obregón Cano, tenía auto, me llevó a la Casa de Gobierno a su oficina, tenía dinero, se había comprado ropa nueva. Esa noche fuimos a cenar. Según vi ese era un nuevo hábito de la nueva vida que llevaba. Yo lo notaba raro, se emocionaba demasiado, y entre otras cosas, decía que no me merecía. Yo estaba contenta. Y no podía creer que todo fuera tan lindo en esos días en que nos habíamos ido a vivir con La Gringa. Hasta que me enteré (me lo contó él), que había estado en mi ausencia, viviendo unos días con la Petisa Cleo. Aunque lo charlamos, y trataba de entenderlo, no lo podía soportar y me fui a la casa de la Chola por unos días. Me iba a buscar, me dejaba cartitas y empezamos a salir de nuevo. No sé cuánto duró el proceso pero creo que lo superé (aunque no dejé de “odiar” a la petisa). 62 Durante el periodo que mi madre no estuvo ganó las elecciones provinciales, Ricardo Obregón Cano con el vice Atilio López, y mi padre fue designado como funcionario.

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Esos meses de verano, fueron los mejores de toda nuestra relación. Alquilamos una casita en Barrio Alberdi, que era hermosa. Aparte todo era legal. Teníamos un ritmo de vida sin tensiones, con la militancia reducida a reuniones, que me permitía dedicar mucho tiempo a la casa, a las relaciones familiares, a salir. Nos tomamos unos días de vacaciones, nos fuimos a las sierras, en 4 ó 5 días recorrimos diferentes hoteles, salimos a bailar. Nunca habíamos hecho nada de eso. En casa, hicimos la fiesta de los 15 años de Anita, y fueron parientes y se bailó. Yo era la dueña de casa, que aunque no tenía el marido (se había ido a hacer un curso de instrucción), lo justificaba diciendo que estaba viajando por razones de trabajo, cosa afirmada por mi suegra, que también estaba en la casa.63 Cuando la cosa empezó a ponerse mal otra vez, después del Navarrazo, empezamos a tener problemas. Como la casa la conocía todo el mundo (que ahora pasaban a ser exfuncionarios), la desalquilamos. Y otra vez a la casa de la Gringa, mientras buscábamos otra. Él se quedaba “aplastado” todo el día en la casa, yo estaba militando en la calle más que él, se sentía derrotado. Creo que la guerra tampoco le gustaba. No nos gustaba a ninguno de los dos. 63 Nota del Original: Desde que había venido de Cuba, salvo un leve período, participé de los mismos ámbitos que el Flaco. Cuando llegué, la fusión de Montoneros había ido mucho más lejos de lo que yo imaginaba, y la Organización resultante era numerosa en cuadros. En el primer ámbito que me designan que tenía como frente el estudiantil, era responsable Federico y porque no me encontraba en el frente por un lado, y por las razones subjetivas que no habían logrado superarse, pedimos que me integraran al mismo ámbito donde estaba trabajando Raúl, que tenía como frente el territorio. Desde ese momento hasta que Raúl cayó, estuvimos juntos y con el mismo grado, aunque no estaban formalizados (cosa que recién sucedió a fines del 74). Era el exitismo. Se hacían asambleas, actos, plenarios donde todo el mundo se conocía, por lo menos las caras. Yo no me podía acostumbrar. En el ámbito (reflejo de lo que sucedía en toda la organización), persistieron por algún tiempo “los roces personales”, las competencias y se hacía cada vez más claro el resultado de las negociaciones, donde cada organización había tratado de ocupar más lugares en la estructura. Pero con el tiempo, el problema se fue superando, en el sentido de que a partir del 75, nadie hacía alusión a sus orígenes. Pero lo que se demostró con el tiempo es que en general, los cuadros que provenían de Montoneros eran más claros políticamente, mientras que los que habían sido de las FAR ocupaban funciones militares y logísticas.

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A los dos o tres días de desalquilar la casa, cuando yo veía incorrecto su comportamiento, nos fuimos al cine, con el pretexto de salir para charlar. Íbamos a ir a Cinerama, que yo nunca había ido. Antes fuimos a cenar a un restaurante que había al lado. Para esto dejamos el auto en la puerta del cine, en plena Avenida Colón. Al salir del cine y querer subir al auto, nos bloquean, mostrando credenciales de la Policía de la Provincia, diciendo que habían recibido denuncias que el auto era robado. Raúl había perdido los documentos y andaba con documentos falsos, y los papeles del auto estaban a nombre de ese documento. Pero eran bastante buenos y entonces empezaron a dudar. En la duda, uno de los policías se retira como 30 metros y consulta con un tipo que estaba en la vereda que a mí me pareció reconocer como el dueño del auto (porque en el robo de ese auto había participado yo), entonces me doy cuenta que si el dueño del auto lo había reconocido iba a insistir y no había salida. Cuando efectivamente el Policía vuelve, insiste y yo comienzo a tener la actitud de la pobre hija que el padre no sabe que ha salido y que si se demora, puede tener problemas. El Flaco apoya mi actitud diciendo que él está seguro que se trata de un error que puede aclarar él solo, y que me dejen ir. Se convencen y me dejan ir, llevándose a Raúl. (A todo esto después me enteré que además en el baúl del auto había una damajuana de explosivos, que estaba ahí desde el día que levantamos la casa y yo no lo sabía). Tomé un taxi, fui a lo de la gringa, dejé los papeles que yo tenía, saqué otros y los guardé en un lugar donde el Flaco no pudiera saber que estaban. Volví a salir, eran como las dos de la mañana, fui al hospital a avisarle a la Gringa, tomé otro taxi y fui a casa. La Chola y la Negra estaban despiertas, me acompañaron levantadas hasta las 6 de la mañana, en que nos fuimos con la Negra a avisarle al Gordo Deodoro, que andaba noviando con ella y que el padre era un famoso abogado defensor de presos políticos.

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Al poco tiempo, después de los reglamentarios diez días de incomunicación nos enteramos que estaba bien. Yo no tenía ningún tipo de reacción y eso me preocupaba. Me fui a vivir a una capilla, donde el cura se ofreció a prestar colaboración con la organización. Viví ahí un tiempo, y en ese mismo lugar hacíamos en esa época las reuniones del ámbito, que fue el primero que tuve como permanente, después de la fusión (de las dos organizaciones). Después me fui a vivir a la casa de una miliciana del territorio donde era responsable. Ella era bioquímica, él ingeniero, y en una peña del barrio los dos caen presos, los dejan en libertad, él quiere seguir haciendo su vida legal y lo van a buscar un día, quedando a disposición del PEN (después sale con la opción y ambos se van a Perú). La casa era muy linda y tenía todo a mi disposición. Pasados unos dos meses en que el caso del Flaco se había enfriado, y teóricamente yo ya no podía tener problemas de seguridad, en el sentido que me reconocieran al darse cuenta que podía tener algo que ver, pese a que Raúl lo había negado, comencé a ir a la cárcel a visitarlo. Hacia esa época, por decisión de la organización, habíamos alquilado con la Negra un local en una galería céntrica, para trabajar en documentación. Ella, después de algunos problemas afectivos, había resuelto casarse, no muy convencida de lo que eso significaba y es así que quedó embarazada casi al mismo tiempo en que decidía separarse. Ese negocito en el que trabajábamos, que era de venta de muñecos de plush (que los hacía una vecina de la Gringa al por mayor), empezó a ser nuestro nido donde descargábamos todos los problemas afectivos y de críticas a la organización, y en la trastienda nos pasábamos horas charlando. Para colmo de bienes la Chola lo conoció y

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siempre que iban al centro pasaba a tomar mate. Al principio del 75, cuando ya la Negra no estaba y a mí me sacan de documentación, lo desalquilamos. Por entonces fue que me quedé embarazada. No me quería convencer. Porque si bien había sentido madurar mi relación con el Flaco, si bien habíamos hablado de pibes, no me podía hacer a la idea de lo que en esa situación (con él preso) podía significar un bebé. Cuando comprobé que era nomás, sin demasiado análisis empecé a aferrarme a esa cosita con vida, como si fuera algo totalmente mío. A todo esto la Negra tenía problemas con el ámbito en que funcionaba y se estaba quebrando. A fines del año 74, ya se había separado del Gordo y se fue a vivir con la Chola pues el embarazo no pintaba bien. Una noche le dice a mamá que tenía que hacer una tarea (¡con 7 meses de embarazo!) y que tenía mucho miedo de que le pasara algo. Esa noche yo también voy a casa, la Chola me cuenta y cuando empezaron a ser más de las 12, yo también tuve miedo. La Chola acostumbrada a nuestro ritmo anormal de vida no era consciente de lo que podía pasar. No pude dormir. A la madrugada, hablé por teléfono con la casa de los suegros esperando que el Gordo supiera algo (estaban en la misma tarea). A partir de ese momento fue moverse de un lado a otro (comisarías, jefatura) buscándola. Mamá seguía sin darse cuenta, no palpitaba nada, hasta que le dijeron que estaba en Jefatura. ¡Pobrecita! Yo también estaba muy mal. Ni la caída de Raúl me había producido esa angustia. Me imaginaba a la Negra, anímica y físicamente muy mal y no tenía fuerzas como para tranquilizar a la Chola. Como empezó a tener pérdidas, la llevaron a un hospital policial y después como no se pudo comprobar nada (estaba pintando paredes), salió en libertad. Esa caída significó su quebradura total, al punto de odiar a la organización, culpable de lo que podía haberle sucedido y a quien le importaba un carajo su vida y la del bebé.

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Para protegerla, los suegros alquilaron una casita en las sierras para los meses de verano, de modo que pudiera recuperarse y esperar tranquila a su bebé en los últimos meses. ¡Cómo peleábamos las dos! Yo no quería que se FUERA. Quería aferrarla, que no “me” dejara, y aunque le daba la razón en muchas de las cosas que decía de la organización, para mí la forma de corregir esos errores era seguirlos peleando desde adentro. (¡Qué bien hiciste Negrita en no escucharme!) Pero si hubieras tenido la fortaleza como para convencerme, probablemente te hubiera seguido, aunque iba a ser muy difícil teniendo a Raúl preso. A esa casa en las sierras trataba de no ir porque cada vez que iba discutíamos y las que tenían que soportar las consecuencias eran la Chola y Anita, porque por otro lado estaba el problema de Silvia. Con la Cristina (por suerte) nunca habíamos podido charlar políticamente. Ella se casó y se fue con su marido a vivir en una piecita y aunque tenían problemas entre ellos, se las arreglaban. Pero a Silvia, pobrecita, la habíamos entusiasmado nosotras. Primero yo, dándole un trabajo que iba a ser para mí (en los CREAR de DINEA, como coordinadora de área), fundamentalmente por lo que podía ganar, pero también porque así la iba a entusiasmar con la militancia, pues el trabajo implicaba trabajar con la JP en los barrios. Después con la Negra, celestineamos para que noviara con un militante del barrio que era aspirante de la organización. Cuando yo me di cuenta que la relación avanzaba, quise frenarla pero no pude. Porque lo había conocido al Negro y no me gustaba, no era para ella. Cuando plantearon casarse, me opuse terminantemente, porque él ya era clandestino y Silvia no estaba preparada para llevar una vida clandestina. ¡Cómo sufrió la Chola que tampoco la pudo convencer! Y un buen día, en un Registro Civil del Interior se casaron. ¡Cómo lloraba mamá! ¡Era la Flaca, la más débil, la que se rebelaba también! No tenía consuelo. A los quince días de casados, él cae preso. Por supuesto que

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Silvia dejó de ir al barrio, y no quiso saber más nada, tenía mucho miedo y se fue conmigo a lo de la Gringa, donde yo ya me había establecido. Como a los 5 meses de embarazo (en febrero más o menos), yo ya estaba viviendo con la Gringa, que me cubría de mil atenciones pensando en el bebé. ¡Dios! Las sensaciones más hermosas, más placenteras las sentí con ese ser. Aquí comenzaron mis primeras contradicciones con la organización, porque me sentía distinta a ellos, que no se preocupaban por mi situación, que no compartían lo que yo estaba viviendo. Y es cuando más me vuelco a mi vida familiar, porque ahí estaba el afecto y los momentos serenos. Me olvidé de la organización (o traté de hacerlo), pero no era tan fácil. Las contradicciones se daban porque a mis supuestos problemas de seguridad, no se les daba solución. Me las tenía que arreglar sola. Me decían que no podía vivir con mi suegra, porque estando Raúl preso y esa casa allanada yo no podía estar esperando con los brazos cruzados. Por otro lado, tenía prohibido seguir yendo a la cárcel a visitarlo a Raúl, pero no tenía o no había ninguna casa de la organización que me pudiera “recibir”. En definitiva, la solución del problema corría por mi propia cuenta, porque no me daba ningún apoyo ni solidaridad. Cuando lo discutía, me decían que estaba teniendo o pasando un momento anímico especial, que era el embarazo y que ya se me iba a pasar el “enojo”. Decidí no preocuparme más (ellos tampoco) y quedarme con la Gringa. Un mes antes de la fecha del parto, dejé de tener tareas (a veces una que otra cita) porque planteé (creo que exageré) que ya no podía andar y tenía contracciones. Pero si yo no decía nada, todos hacían (siempre se hizo lo mismo en la organización) como si no se dieran cuenta que yo estaba embarazada y seguían exigiendo el mismo ritmo en el trabajo.

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Me dediqué a mi bebé por entero. La Chola iba varias veces por semana a verme, y los domingos que la Gringa iba a pasar el día a la cárcel, toda la familia iba a visitarme para que no me quedara sola. Pasaba el día tejiendo o bordando y la compañía de Silvia fue vital para mí. De noche, los tres (con el bebé que era enorme e inquieto) nos poníamos a ver televisión en la cama. ¡Qué días tranquilos! Los sábados por la noche el gran festín era comer sándwich de lomito que nos preparaba la Gringa (era su día de franco), con vermouth, queso y dulce de postre. Aprendí a valorar algunas cosas simples, que hasta ahora no habían tenido importancia, y a la Gringa que estaba entusiasmadísima con el bebé. Y esperaba ansiosa las visitas de la Chola, que se me hacía imprescindible para estar de buen humor. Tardes enteras de mates y Dilema (ESKRABEL). Santiago, el bebé de la Negra, había nacido en febrero y era el querubín de la familia, el primer nieto, el esperado después de serios cuidados, porque ni la Chola, ni Anita lo dejaron solo un momento (incluso hasta que la Negra se fue de casa cuando Santi tenía ya más de un año). El sábado 24 de mayo, por la mañana, después de varias falsas alarmas (tenía contracciones muy dolorosas que Silvia compartía y cuando íbamos a la Maternidad no pasaba nada), fuimos (me llevó el papá) a ver qué pasaba. Me hicieron tacto otra vez (ya estaba harta de esos tactos dolorosos), pero no había dilatación. Estaba tan ansiosa que me largué a llorar. Por la tarde, mientras tomábamos mate con churros con Silvia y La Gringa, sentí un líquido por entre las piernas. “¡Chicas!”, grité. Bueno, fue un escándalo. Estábamos tan contentas que no sabíamos lo que hacíamos. El líquido era incontrolable. Los vecinos me llevaron. Silvia se fue a avisarle a la Chola. Me hicieron tacto. “Falta mucho”, dijeron. Me prepararon y después de 2 horas de contracciones (o más) fui a pre-parto. Otilia, una enfermera que había influenciado para que me

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atendieran bien (trabajaba además como personal doméstico en la casa de los suegros de la Negra, y era una gorda bonachona y muy macanuda), estaba de licencia, pero cuando se enteró se puso un delantal blanco y no me dejó sola (porque no se permitía entrar a nadie). En pre-parto el médico me dijo que venía mal la posición de la cabeza y que iba a tener que hacer fórceps, o sino rotarlo. “¿Te animás?”, me dijo, “si vos ayudás podemos intentarlo”. Yo había hecho algo de gimnasia y respiratorios y por supuesto que me animaba. Entonces metió la mano, y en cada contracción mientras yo hacía fuerza, él iba rotando la cabecita. Trabajamos como una hora y fuimos a la sala de parto. Eran como las tres de la mañana. ¡Qué sensación placentera el momento del alumbramiento! “Es nena”, me dijeron, y me relajé, aunque los problemas siguieron, porque aparte del desgarre que se hizo, la placenta se escapó, hubo que hacer extracción manual sin anestesia que hicieron más dolorosos esos momentos que los anteriores. Cuando me llevaban a la pieza, Otilia decía: “Es rubia, rubia como el papá...” Era feliz y tenía hambre, pero necesitaba que estuviera la Chola. Siempre en los momentos trascendentales, tan cerca y sin estar conmigo. A la mañana me la trajeron y la pusieron en una cunita a mi lado. ¡Qué cosita! Era feísima, pobrecita con tanto manoseo. Era pelada adelante, la nariz achatada, se parecía a los dibujitos de la Familia Tellerín. Los detalles de lo que pasé ahí dentro son inenarrables, me quería ir a casa. (La comprendía a la Chola cuando no quería quedarse 48 horas reglamentarias), había que arreglárselas sola y las enfermeras y médicos no daban ni la presencia en todo el día. Yo estaba hipersensible y lloraba a cada rato, sobre todo una noche que la nena lloró toda la noche, de hambre, porque no mamaba y no tenía “autorizado” darle nada. El lunes por la mañana, cuando me dijeron que me iba, estaba contenta, pero lloraba porque estaba sola, no me habían ido a buscar. Con mi paquetito dormido y los bolsos me senté a

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esperar. No entendía porque se demoraban tanto en venir. Pienso que exageraba por el estado de ánimo en que estaba. Después en casa (de la Gringa, donde habíamos acondicionado una pieza con ternura en la espera), ya tuve tiempo para gozar mi bebé, la miraba por todos lados, y nuestra pieza semi en penumbras era un nido de amor. El gran placer era que se me prendiera del pecho, una sensación muy profunda, mezclada con dolor que nunca había conocido. Lástima que después se me cortó la leche. Yo quedé bastante mal y nos dimos cuenta porque los días pasaban y no dejaba de tener dolor. Cuando dije que iba a tener el nene en la Maternidad, la organización dijo que no, que había una clínica de un colaborador. Pero yo, la idealista, que sabía que ése era un privilegio del que no gozaban todas las compañeras (muchas iban a la Maternidad), sino aquellas más cercanas a “los jefes”, me negué, como me negué a hacerme atender en el hospital de la Gringa, porque sabía lo que le iba a costar. Sin embargo, la operación que tenían que hacerme no era posible en la Maternidad. Y tuve que ir a la clínica, esperando dos meses para que los tejidos estuvieran más o menos normalizados. En ese tiempo de espera, yo no podía hacer demasiados esfuerzos, así que empecé a participar de algunas reuniones (al mes del nacimiento). En las primeras tenía la cabeza totalmente fuera y lejos de todo, pensando solamente en la nena, que se quedaba en esos momentos con la Gringa. Después de la operación (julio del 75) caen en Córdoba parte de la conducción regional y otros entre los cuales había gente que conocía que yo estaba en lo de la Gringa. La Negra, aunque seguía viviendo con la Chola, tenía un departamento en una zona céntrica, que lo habían alquilado los suegros, que estaba vacío. Se lo pedí, no se pudo negar, aunque me pedía que me fuera lo más rápido posible. Es la primera vez que me separé de la nena por un tiempo, porque se la llevó la Chola.

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Mientras tanto, yo había empezado a trabajar desde junio, en una escuelita que me quedaba a cuatro cuadras de la casa de la gringa, lo cual era una ventaja más que tenía en mi ritmo de vida, pero las cosas lindas no duraban mucho. El hecho de trabajar era una posibilidad más que teníamos para alquilar casa, así que la convencí a la Gringa para que empezara a buscar. No tuvo que andar mucho. Alquilamos un departamentito en un edificio de monoblocs, que era hermoso. Un ambiente grande donde llevamos los sillones y el televisor de la Gringa, que hacía de living-comedor y una pieza donde teníamos la cama de dos plazas y la cuna. Con la Gringa nos llevábamos bastante bien, vivía pendiente de nuestras necesidades y no me dejaba hacer nada, me despertaba con mate cuando venía del trabajo, charlábamos bastante y si bien había muchas cosas que ella no entendía (no era como charlar con la Chola), compartía más cosas en ese momento con ella, que con cualquier compañero de la organización. A esa altura, yo ya estaba bastante desengañada de la misma. Me querían clandestinizar y que dejara el trabajo. Me negué y trabajé hasta el último día de clase. Para alquilar la casa, había tenido que recurrir a mi “legalidad”, pero para producir organizativamente más tenía que ser clandestina. El hecho de que trabajara y la nena, limitaban mi militancia, y se me exigía bastante poco, pero a fin de año cuando me hicieron las evaluaciones, se concluyó en que objetivamente durante todo el año no había producido mucho, y cuando se me tuvo que dar el grado correspondiente, se me mantuvo el de oficial, aunque la mayor parte del año, había estado cumpliendo funciones de oficial 2º, no estaba en condiciones de serlo (por suerte). Hacia agosto, se me había vuelto a responsabilizar de documentación, por poco tiempo directamente porque al hacerme cargo de la subunidad logística, pasaron a depender de mi control taller, abastecimiento y sanidad, junto con documentación. Este

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servicio funcionaba en un local de un edificio céntrico con cobertura de estudio de arquitectura. Es donde más tiempo invertí hasta fin de año. Era feliz cuando solo tenía que salir para la escuela, y venía volando a jugar con Princesita, que cada día se ponía más hermosa y viva. La ventana del comedor, daba afuera al patio del edificio, era toda de vidrio y tenía una cortina que la Gringa levantaba y ponía a Princesita mirando a la hora en que yo tenía que volver. Cuando me veía empezaba a agitar con desesperación los bracitos. En casa le decían Princesita, porque no había nadie tan rubio y era realmente una princesa. Después a la noche, cuando nos quedábamos solas (la Gringa seguía trabajando), me sentaba frente al televisor, y la ponía con la cabecita en una almohada sobre mis rodillas y así se dormía. Los domingos, cuando mi suegra iba a visitar a Raúl, yo me iba todo el día a la casa de la Chola. Llegó un momento en que ése era el ritmo normal de nuestras vidas. Pero.... Para Navidad de ese año, se me autoriza “con todas las medidas de seguridad necesarias” a visitar a Raúl. ¡Hacía tanto tiempo que no lo veía! Pero el objetivo fundamental era aportar a la operación que se preparaba de rescate de Hernán Mendizábal64. La Nochebuena la pasamos en el departamento de la Negra, y al día siguiente fui a la cárcel a pasar el día. Lo encontré más viejo, objetivamente por las canas y las arrugas, y subjetivamente porque estaba mucho más maduro en sus concepciones sobre la familia, nuestra relación, pero también más consolidado con respecto al proyecto de la organización. Estaba muy flaco y se las arreglaba bastante bien con la nena, cambiándola, lavándole los pañales, dándole de comer. Trato ahora de analizar que significaba para mí encontrarme con Raúl. Aunque en todo el tiempo que no nos vimos, tratamos de alimentar nuestra relación con la 64 Horacio “Hernán” Mendizábal era Secretario Militar de Montoneros. Fue secuestrado y asesinado en 1979.

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correspondencia, poder charlar era algo distinto. Si bien no habíamos sido un matrimonio perfecto, nos conocíamos demasiado bien y no nos ocultábamos nada, sobre todo con lo relacionado a la organización. Por otro lado, si bien teóricamente en la organización “la construcción del hombre nuevo” implicaba profundizar las relaciones humanas, cada vez se hacía más difícil encontrar un amigo en algún compañero, o charlar sobre la vida personal, que se mantenía separada de la organización. Los sentimientos tenían que ir siendo relegados, porque las máquinas producían mejor. Entonces, había tantas cosas que se acumulaban y no tenía con quien compartirlas. En todos los años de organización, llegué a tener esa comunicación solamente con tres personas: La Negra, Raúl y después en La Plata, Patricia. Y por eso, cada vez que veía a Raúl, volcaba todo eso y después me sentía mejor. Raúl me planteaba por otro lado, que ante la imprecisión de nuestro futuro juntos, yo tenía que prever la posibilidad de la formación de una nueva “relación de pareja”, cosa que me pareció indicativo de su madurez, porque yo sabía lo que le costaba decir eso o imaginárselo. Lo que yo creo que traté de conservar en todo el tiempo que estuvimos separados (en que no se me cruzó la idea por la cabeza) fue la expectativa de poder iniciar una vida juntos, los tres. Habíamos aprendido mucho, él había sido el único amor y no quería traicionar mis concepciones sobre la lealtad. Lo iba a esperar. Pero cómo no se me ocurrió pensar que esa posibilidad no iba a existir tal como venía desencadenándose la guerra, la guerra que nosotros habíamos provocado. La operación de rescate tenía que montarse a fin de año, pero factores ajenos a la organización la pospusieron hasta febrero. Según los pasos de la planificación, una pareja (que fuimos yo y un supuesto abogado, que valiéndose de credenciales falsas había logrado penetrar en el Juzgado y la cárcel), llegaba en automóvil hasta la puerta del Juzgado, se bajaban, entraban y esperaban en el

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hall, hasta que trajeran al detenido, que venía en un celular escoltado por dos patrulleros que, a veces, después de dejar al detenido, se alejaban. Cuando al abogado lo llamaban a la audiencia, la mujer se iba hasta el auto y esperaba. La operación se ejecutaba por la parte posterior del Juzgado, donde estaba el vehículo de retirada. En plena audiencia se reducía (con armas que iban en el portafolio del abogado) y se aprovechaba una ventana que daba a la calle para saltar y correr hasta el vehículo. La audiencia no se concedió para esa fecha, sino para febrero, por esa causa la operación se levantó. El marido de la Negra le había vuelto a alquilar (en un intento de reconciliación) una casa en las sierras por la temporada y allá estaba toda la familia. Así que, lo que yo hacía era ir los fines de semana con la nena, me las ingeniaba a veces para no tener nada que hacer, aunque por esa época empezaron a exigirme los controles los días domingos, porque después de la caída de Quieto65, la pérdida de gente e infraestructura eran continuas. Ese es el comienzo de la destrucción de la regional, que se fue acelerando y haciéndose efectiva después del 24 de marzo. (Cuando iba a casa en las sierras y estaba ahí aunque solo fuera un día, en paz, con los chicos, me olvidaba de lo que estaba pasando. Después de febrero, el nidito lo hacíamos en el departamento de la Negra). Al principio nadie en la regional, era consciente del proceso de aniquilamiento. Y yo estaba incluida. Las cosas las manejaba como si yo no formara parte de eso. Pero las caídas eran cada vez más cerca y lo que empezábamos a ver era que todos los que caían hablaban. Ya no había sido solo el negro Quieto, cuya actitud había juzgado en los mismos términos de la organización, sin poderla entender ni explicar. Recuerdo que la Chola me decía: “...Cuando la cabeza está podrida...”

65 Roberto Quieto fue uno de los fundadores de las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR). Desapareció el 28 de diciembre de 1975. Fue acusado de delación. Ver al respecto Revista Lucha Armada, Año 2, Número 6.

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Y empecé a tener miedo. A tal punto que creí que no lo controlaba en la operación del Juzgado. Rogaba que por cualquier motivo se levantara, que estuviera quemada. Sin embargo, se decidió hacerla igual. Yo no estaba de acuerdo, pero ante lo inevitable, por un problema de orgullo (cómo iba a decir que tenía miedo), no insistí. No quería morir. Y estaba convencida de que podía llegar a suceder. Esos días anduve todo el tiempo con un nudo en el estómago, cuando la veía a Princesita de noche, lloraba pensando que no la iba a tocar más. Hasta último momento deseaba que algo se presentara, que se levantara la operación. Pero no. Ese día cuando salí temblaba, temblaba al manejar el auto, al entrar, al esperar. Cuando oí los disparos, sin esperar, saqué el auto, lo dejé cerca, tomé un taxi, me fui al departamento de la Negra y me cambié de ropa. Seguía nerviosa, aunque me parecía imposible estar viva. La Gringa había llevado ahí a Princesita y me dediqué a ella. La abrazaba y besaba como si nunca lo hubiera hecho. La operación había salido bien. Al tiempo en una reunión me entregaron una medallita de plata que decía Premio al Trabajo, que les habían dado a todos los que participaron de la operación, por “el empuje demostrado en querer realizar una operación que podía estar quemada”. Yo me sonreí, porque la verdad el único empuje lo habían dado justamente los que no participaron. Después de la operación me dieron dinero como para que tomara una licencia de 15 días en las sierras. Era la primera vez que lo hacía. Había planificado hacerlo con Anita, para que me ayudara con la nena, sin ninguna orientación especial. Tomamos un ómnibus a Santa Rosa y en cuanto nos bajamos, buscamos un hotel que por suerte encontramos enseguida. Fueron unos días muy lindos. Pese a la gran diferencia de edad entre nosotras, las características del temperamento de Anita era precisamente lo que necesitaba para olvidarme de la organización por unos días, aunque a veces me enojaba con ella (con la Chola y la Gringa igual) pretendiendo imponer mis puntos de vista.

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Pienso que lo hacía porque al saber que no estaban de acuerdo conmigo, me cubría de una coraza para proteger mi orgullo y para no reconocer que podía estar equivocada. (Esa es una característica común en todos los miembros de la organización, porque se fomenta, y es claro, es una forma de irse enfrentando primero y dándole la espalda después a los valores humanos entre los que se nació y creció). Volvimos antes de los 15 días (en que fuimos al río, a cenar, a visitar otros pueblos, a caminar) porque Anita tenía que prepararse para empezar las clases. A los pocos días fue el golpe. Ese día por la mañana estaba tan nerviosa, que no me podía quedar sola en casa y me fui al departamento de la Negra donde ya estaban la Chola y Anita. Estaban muy preocupadas. Silvia había ido a la cárcel esa noche y no había vuelto. En la Cárcel Penitenciaría de Córdoba había un sistema de visitas especiales para las esposas, que les permitían estar toda una noche ahí dentro. Las “privadas” como se llamaban, tenían incluso toda una reglamentación, y había un sector del edificio acondicionado para las mismas. A esas visitas yo nunca fui por expresa prohibición de la organización. Lo que se hacía era acondicionar una celda en el pabellón, los mismos días de visita general de mujeres. Tabicaban la celda en varias partes, con colchas o con paredes de papel (con diario y engrudo). Era bastante desagradable, aunque se esmeraban en hacerlo con la mayor cantidad posible de comodidades. Recuerdo que cuando yo fui para Navidad, había hasta tocadiscos y estuvimos con la nena (habían preparado una especie de cama de dos plazas y una chiquita). Silvia tampoco había querido ir, pero cuando se convenció iba bastante seguido. Ese día, como a las 11 apareció toda asustada. Cuando se enteraron del golpe, pensó que corría peligro y quizás no saldría nunca más. Los trámites de salida habían demorado un poco, pero no hubo problemas. Esa fue la última vez que la vi.

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A todo esto, en la regional se iba sacando gente que tenía problemas de seguridad. Cuando cayó detenido Marcos, que había trabajado mucho conmigo, y me conocía bien, agregado al hecho de que había estado detenido después del Navarrazo (luego puesto en libertad) y convivido con Raúl en la cárcel, mi situación de seguridad empeoró lo suficiente como para que la regional decidiera mi traslado, al comprobarse que Marcos estaba hablando. Al principio me sentí aliviada con la noticia, porque salía a la calle pensando que en cualquier momento podía caer. Después de las evaluaciones, había pasado a formar parte de la Secretaría Militar de la regional a cargo de una célula de combate. Yo no estaba de acuerdo, pero para que no me asustara del cargo, mi célula iba a encarar operaciones de milicias, mientras que la otra que había en la secretaría iba a ocuparse de las operaciones especiales. Eso fue siempre en planificaciones, porque no tuve tiempo de funcionar demasiado. Cuando en la reunión me informan que me tengo que ir a La Plata trato de localizar a la Chola para avisarle, porque me tenía que ir lo más rápido posible. Fui al departamento de la Negra varias veces y no había nadie. Por suerte, ese día la mamá fue a nuestro departamento al mediodía y nos encontró haciendo las valijas. Lloramos, pero ella me venía a pedir que me fuera, que tenía mucho miedo por lo que estaba pasando... La ciudad estaba totalmente controlada por el ejército y todos los días se sucedían exitosamente las acciones contra la subversión. Me contó que las chicas se habían ido, la Silvia al sur, la Negra a otra casa en la misma ciudad. Quedó en volver al día siguiente y le trajeron mucha ropa a Princesita (se habían quedado toda la noche trabajando).

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Al día siguiente, papá nos llevó a la estación. No quiero recordar la despedida. No quiero porque después hubo una serie de despedidas, y recordar la cara llena de lágrimas y sin reproches de mamá es el máximo acusador de conciencia. Cuando llegamos a La Plata (la Gringa se había venido conmigo para ayudarme), nos instalamos en un hotel. Yo tenía citas para engancharme en este destino pero recién a los cinco días me pudieron llevar a una casa de un matrimonio que estaba en la organización. Allí estuve encerrada como 5 días. Princesita, que estaba aprendiendo a caminar, estaba muy nerviosa. Y claro, dormíamos mal, yo también estaba intranquila y ella lo notaba. Después me llevaron a una casa de familia donde la hija era militante. Desde el momento en que llegué me sentí más tranquila. La ciudad y la represión no tenían nada que ver con lo que pasaba en Córdoba. Pero me sentía una autómata cumpliendo órdenes, y sola, muy sola, mucho más cuando miraba a Princesita. Cuando llegué a la casa de Elsa y su padre, creí que estaba en casa. Era un núcleo familiar muy alegre, con una vida de hogar muy parecida a la nuestra. Además la casa era muy linda. Princesita era feliz. Se adaptó a la casa, a los ruidos, a los “babau” con los que jugaba. Estuvimos como un mes y medio ahí, a mí no me daban funcionamiento porque no estaba definitivamente instalada. La Gringa cuando se fue, después que conseguí instalarme en la primera casa, quedó en volver a los 15 días. Cuando vino se quedó en un hotel y me contó que la Negra estaba en Buenos Aires y que los suegros pensaban salir del país y llevársela. Fuimos a verla. Tenía un departamentito (lo habían alquilado amoblado y todo) hermoso (un 11 piso). Yo le insistía que se quedara, que ella no iba a tener problemas, pero en realidad lo que

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yo quería era tenerla cerca. Me hacía mucho bien saber que la podía ver seguido, que podía escribir a casa, cuando todo eso había sido tan incierto cuando salí de Córdoba66. Me engancharon con la piba (Jum) que había sido la encargada de alquilar la casa. Poco a poco fuimos haciendo la mudanza. ¡Pero lo que tuvimos que pelear para hacerlo! Dormíamos en el suelo y para Princesita cocinábamos en los vecinos. Para colmo me atacó la bronquitis. Fueron días larguísimos. Lo discutí en cuanto empecé a funcionar y me fueron dando dinero como para amueblar la casa. Después era una belleza nuestro departamentito. Lo fuimos llenando de amor y el calor de Princesita estaba en todas partes. En los últimos meses que viví, la casa estaba siempre llena de chicos de los vecinos. El destino que me dieron fue en la Secretaría de la organización, que en la nueva estructura del Partido era lo más descansado, como que no tenía nada que hacer o muy poco, cosa que se demostró con el tiempo y tuvo que desaparecer como estructura. Así que dedicaba mucho tiempo a la casa y a Princesita, que era lo más importante para mí (pensar que una mañana para ir a una cita temprano, por no despertarla, la dejé solita). Dormíamos juntas, aunque tenía cunita, y nos llevábamos muy bien. Princesita era feliz, libre, inquieta pero tranquila. Una vez por mes más o menos iba la Gringa a vernos y para julio fue la Chola con Anita a pasar unos días. Fue cuando más desesperada la vi y cuando más dura traté de estar para no demostrarle mi verdadero estado de ánimo. Me contó que recibía cartas de las chicas. La Negra ya estaba instalada en México y Silvia seguía esperando al bebé. (A todo esto, este iba a ser el cuarto nieto, porque Cristina ya había tenido familia).

66 Nota del Original: Después fui 3 ó 4 semanas con la nena y salíamos a comer afuera, o a pasear. Hasta que un domingo caí con Princesita y mis planes y se habían ido esa semana.

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Con Patricia nos llegamos a querer como hermanas. Influía en esa dependencia afectiva, la falta de relaciones humanas en la organización, por eso vernos, convivir y volcar ese caudal afectivo era vital. Tenía apenas 20 años (cumplió los 21 en agosto), pero era muy sensible, madura e inteligente. Tenía una gran dependencia familiar que desgraciadamente no traté de fomentar, para que fuera más seguido a la casa de los padres (Entre Ríos), que era su máxima contradicción con la organización (¿Por qué no te fuiste antes a casa?), pero al mismo tiempo una gran convicción en el proyecto le hacía ser inflexible y rígida con aquellos que no lo compartían. Confiaba ciegamente en el triunfo y cuando a casa fueron a vivir Mercedes (que era subordinada mía y no tenía casa) y Julio (que empezó a noviar con Patricia), los tres se emblocaban contra lo que llamaban mi “pesimismo político”. Yo aunque trataba de no exagerar mis planteos, pues tenía más nivel que ellos y teóricamente tenía que ser ejemplo, les trataba de demostrar, sobre todo ya en setiembre y octubre, cuando La Plata no se escapaba de la situación represiva de todo el país, que eran idealistas e infantiles, pues la organización podía ser aniquilable, podía equivocarse. El de mayor optimismo era Julio, que al hacer trabajo político en sindical, nos “vendía” una realidad inexistente como se comprobó después. Patricia adoraba a Princesita. Cuando pasaba mucho tiempo que no se veían, yo presenciaba esos encuentros: “¡Mi amor!”, le decía Patricia y la nena corriendo a sus brazos...”tía, tía”. Cuando yo me enfermaba, ella la atendía, quizás mejor que yo (aunque terminaba rendida), haciendo la comida, lavando los pañales. (Pensé volverte a encontrar. Pensé volver a charlar con vos, ahora con más elementos como para demostrarte que yo tenía razón. Pero no pudo ser. Tu convicción te exigía otra cosa, y actuar como actuaste “heroicamente”, para una organización donde tu nombre, casi tanto como ella misma, pasarán al olvido, donde la vitalidad de tus 20

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años, le importaban nada más que para usarlo en producción a su favor. Mientras ellos se guardaban celosamente, porque tenían miedo, el miedo que yo tuve al no querer morir, vos te jugabas por ellos, creyendo que lo hacías por un mañana sin pobreza y con justicia). A medida que la situación empeoraba, era consciente del peligro que corríamos. No dormía, pensando en Princesita, en el “raje” que había que hacer con ella, tenía miedo, si caía viva me esperaba la “tortura cruel y despiadada” que iba a acabar lentamente con mi cuerpo y con mi vida, según los testimonios recogidos por la organización. Pero tampoco estaba de acuerdo con la “auto-eliminación”, eso atentaba contra todos los valores humanos, sobre todo si había que incluir en eso a Princesita. Una semana antes de caer, había levantado la casa porque a Patricia que había ido a la casa no volvió en el tiempo establecido. En esos días había venido la Gringa porque iba a ver a Raúl que estaba en Sierra Chica, y se llevaba a Princesita para que la viera. Estuvimos en un hotel y él me escribió una carta donde se demostraba que estaba más consolidado que antes, y esa fe ciega en el triunfo. Había sufrido, porque la nena no le llevaba el apunte (¡y cómo no!) Como Patricia no apareció, la Gringa se llevó a Princesita a Córdoba hasta que la cosa se aclarara. Así que cuando caí no estaba conmigo. Patricia había vuelto y la extrañábamos muchísimo. Ese día no tenía ganas de salir. Estaba viendo televisión y dudé de salir o no. Yo, antes era disciplinada y criticaba, al ver que las cosas no cambiaban dentro de la organización, hasta había llegado a faltar a algunas citas (después mentía). Pero con desgano, salí. Llevaba pistola y granada. Sin embargo, no las usé, aunque tuve tiempo de hacerlo. No quería morir y aunque la intriga de lo que me esperaba era muy grande, era otra posibilidad. En ese momento solo pensé en la nena y en que ya no la iba a ver más.

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Pienso que aunque ya venía con un proceso acelerado de quebradura o desgaste, iba a tratar de no traicionar, porque aunque viera el fracaso de la organización, no tenía demasiados elementos como que eso fuera integral. Por eso es que después de la quebradura física, ante la posibilidad de negociar la vida a la que uno tanto trata de aferrarse por más débil que sea esa posibilidad, el análisis de la experiencia vivida, si bien seguía en los mismos términos que antes, tiene algunos elementos nuevos, como el descubrimiento de una realidad desconocida y ni siquiera imaginada.67 67 Nota del Original: Había tenido que cubrir una cita a las 6 de la tarde. Sabía que andaban autos de civil lanchando la ciudad, pero tenía la tranquilidad de que a mí no me conocía nadie. Cuando iba caminando por la calle de la cita, se me cruzaron en una esquina. Tuve miedo y me metí en una farmacia que había en la esquina. En esa misma, había parada de colectivo. Salí, y como se me terminaba el plazo de espera de la cita, y venía un micro, estuve a punto de tomarlo, pero decidí seguir esperando. A lo lejos, vi venir a Marcos que era el que tenía que encontrar (Marcos era aspirante subordinado mío en el ámbito de Comunicaciones y Enlaces). Empezamos a caminar, le comenté lo que había visto y decidimos salir de esa calle y empezamos a caminar por una calle de tierra. Y ¡oh sorpresa!, los mismos autos que me habían visto estaban parados cambiando un neumático. Pasamos por el lado. Marcos me dice, con cara de miedo, que le había parecido ver a alguien que lo conocía dentro de uno de ellos. Al llegar a la esquina nos abrimos y quedamos en encontrarnos a los 10 minutos en una esquina próxima. Él toma por una calle de tierra y yo por la Avenida. Veo venir los autos de frente. Intento meterme en un quiosco, no sé para que, en cuanto quise entrar sentí que me tiraban desde atrás por los cabellos. Ahí me di cuenta, que debería haber estado con las armas listas, pues estaba prevenida. Quiero manotear la cartera, pero me la arrebatan (menos mal). Empecé a gritar como loca. Oigo unos disparos que eran para detener el tránsito, porque los gritos y la nerviosidad de los que me tenían que sujetar, habían hecho provocar un escándalo bárbaro. Me suben a un auto, al piso de atrás, mientras me revisaban toda. Pensaba solo en la nena, pero estaba a la expectativa. Los comentarios que recuerdo: “Y es madre esta” y unos cuantos insultos. Me preguntaron el nombre de guerra y el grado y los dije. Eso, y el hecho de estar pensando en la nena, me hacían pensar que había posibilidades de que hablara. De que iba a hablar y morir igualmente después de una “tortura salvaje”. Entonces cuando detienen el auto para pasarme a otro, intento zafarme (aunque no podía), con el objetivo de que me pegaran un tiro. ¡Qué tonta! Si casi no podía moverme. En el otro viaje, hacia donde me iban a interrogar, la pienso mejor. El viaje fue largo, entonces al bajar tenía las piernas dormidas. Me ayudan y yo les digo que voy a hablar, que lo único que quería era un vaso de agua. Me llevan y me siento en un sillón (siempre tabicada) y empiezo con el cuento de que recién llegaba de Córdoba y que había estado con mi suegra en el Hotel La Plata, que lo fueron a confirmar (había estado en el hotel, hasta hacía 3 días), que ese tipo me iba a llevar compartimentada a la casa y que la plata que yo tenía (7 millones de pesos) eran para alquilar una casa. Ahí nomás se dieron cuenta de la mentira, si ya se sabía que yo hacía tiempo que estaba acá. Me dieron la posibilidad de hablar por las buenas (demostrado que no va) y no la aproveché. Mientras me llevaban yo seguía insistiendo. Me hicieron desnudar, cosa extraña, no tenía vergüenza (influyen pienso yo el miedo, la expectativa de no saber qué es lo que va a pasar y el hecho de estar tabicado). Me dejan la bombacha, porque estaba indispuesta. Eso me desconcertó, porque era algo que yo no esperaba. Me estaquean de los tobillos, rodillas y muñecas. Yo seguía a la expectativa. Cuando empiezan con la picana, pensé que la iba a aguantar. Pero el tiempo empezó a pasar. Y no la soportaba. Empecé a decir verdades, pero parciales. Tenía en la cabeza la casa que estaba segura no iba a decir. Pero cuando la dije por lo menos esperaba que se hubiera levantado. El tiempo de espera era hasta las 10.30 hs. Me sueltan. Me visten. Me llevan en un auto hasta la casa. Por el silencio, me di cuenta que era tarde. Efectivamente, estaba levantada. Después me enteré que había sido como a las 2 de la mañana. Cuando volvimos me hicieron desnudar de nuevo, y ya no daba más. Ahí decidí decir todo, pero no había dado garantías para que se me tuviera confianza. No sé hasta qué hora estuve, pero fue hasta la madrugada. Pedía piedad. Las piernas y el lugar donde más se me hacía intolerable era en la boca y donde creí morirme fue en una especie de submarino acostada (agua por la boca y nariz). Cuando me levantaron estaba deshecha. Pero a partir de ahí no se me tocó más. Me dieron café, fui a ver los papeles que habían caído en mi casa y me hicieron descansar un rato. A todo esto yo seguía pensando que lo peor no había

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Los fundamentos de porque la organización va a fracasar, están detallados en otros trabajos, lo que quizás no esté traducido en ellos, es el resentimiento y la acusación de quien, como yo, perdiera 5 ó 6 años (los mejores de la juventud) por ella. Al principio, por idealismo, luego por situaciones especiales (el Flaco preso, la clandestinidad, la falta de otra opción, la rutina mecánica), y la responsabilidad se concreta en uno mismo,

pasado. Al mediodía tenía que cubrir una cita donde iba Mercedes. Fuimos y yo llegué caminando. Pero cómo me costaba. Mientras caminaba pensaba que le diría a ella. Podíamos salir corriendo las dos juntas, avisarle y terminar todo ahí. Pero por otro lado, no podía creer que me dejaran caminar sola. Cuando la vi, me miró asombrada. “¿Qué te pasó?”. Me besó. “Me escapé”...”No importa, vayamos a casa”. De frente venían otros dos que habían ido a la cita. De pronto, de todos lados, salían armas intimando a la rendición. Yo me di vuelta y empecé a caminar. No quería mirar. Había sido terrible. Pero ya había elegido. Es más, me quedé sola en la esquina, podría haberme ido tranquilamente sola, pero me sentía desprotegida y sentía que empezaba a tener confianza. Quería seguir viviendo. Quería ver otra vez, algún día a Princesita. Cuando volvimos me siguieron tratando bien, inclusive ya estaba tabicada por ratos. Dormí profundamente. Hacía tanto que no dormía. Me empezó a hacer pensar el hecho de que no me sintiera tan mal por lo que había hecho. Se había demostrado que la organización no significaba nada para mí y que incluso, aunque no supiera lo que me iba a pasar, era como si me hubiera sacado un peso de encima. A la noche fuimos a otra cita y nos fue bien. Pero cuando al día siguiente, para sacarme del lugar me tabican otra vez y me esposan, empecé a dudar otra vez. Me llevaron a un lugar mucho más tranquilo, pero estaba muy nerviosa y pedí hablar con alguien, y ese alguien me escuchó 5 minutos. Le hablé de Princesita y del miedo que tenía por lo que me podía esperar. Eso termina de quebrarme, pido hablar a cada rato porque me iba acordando de cosas y tenía mucha información. No quería guardarme nada. Hasta que un día pude hablar largo y tendido. Y escuchar. Y fui comprobando una serie de cosas de la organización que ya venía viendo y presintiendo y conocer también cual era la realidad del “enemigo”, sus objetivos, sus pensamientos. Me di cuenta que la quebradura no era un problema personal, sino que hacía a la debilidad ideológica de la organización que se había embarcado en desencadenar una guerra que no estaba capacitada para llevar adelante. No solo no estaba capacitada, sino que fue criminal el hacerlo, y eso me fue llevando al convencimiento de que solo su destrucción podía garantizar evitar el peligro que significaba. Me di cuenta también que no todo estaba perdido. Podía volver a hablar de “mis cosas” sin miedo, porque volvía a encontrar valores humanos que ya creía perdidos y fue creciendo la esperanza en mí de poder empezar otra vez. Para casi 6 años de militancia, de vida organizativa, el proceso de quebradura fue bastante acelerado, aunque no por eso menos crítico. Aunque yo venía con un desgaste y desencanto ascendente, debí superar una crisis donde el pensamiento y el sentimiento no solo dejaban de pertenecer a la organización, sino que se volcaron en su contra. Me ayudó mucho la experiencia de M. y su propio proceso de quebradura. Con ella fue con quien más viví ese proceso inicial de crisis. Después, la perseverancia y ternura de F., a quien un mes antes hubiera considerado o era “un enemigo”, y pasó a convertirse en el amigo que no tenía desde hacía tiempo. No puedo decir que no conocí mucha gente hermosa en la organización, pero eso fue sobre todo en los primeros tiempos, donde los compañeros eran también amigos. Pero después...Hacía mucho tiempo que nadie hablaba así de la familia, de Dios, de los chicos, de la Patria, de la vida. Y junto con el reconocimiento del error, retrocedí, buscándome y tratando de rescatar lo que había ido dejando a un costado mientras producía para la organización. No es casual que en esta historia retome sobre todo esos aspectos de mi vida. “Que risa estentórea”, me dijo alguien aquí. Y claro. Hacía tanto que no reía, que es totalmente descontrolada. “Hoy puedo guardar tus hermosas cartas”, le escribí a la Chola, porque por primera vez en mucho tiempo no tengo miedo de mis cosas, de mis afectos, de mi vida y los puedo mostrar. Incluso creo que me estoy enamorando, aunque no sé si eso forma parte del estado especial en que me encuentro, sobre todo afectivamente, que es donde mis sentimientos fueron atrofiándose lentamente. Y hoy renacen, sin ser reprimidos las lágrimas, la tristeza y el amor. Durante los dos meses que transcurrieron hasta que vi a Princesita viví obsesionada con la idea de que no pudiera reconocerme. Cuando la vi a mamá, fueron tantas las cosas que quise decirle que al final no le dije nada, me acurruqué en la falda y lloré. Pero Princesita se quedó mirándome, como a una desconocida, con sus ojazos, más delgada, con los rulos más

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porque por algo abstracto o inalcanzable, se perjudicaba lo más concreto y cercano, destruyendo la familia, perdiendo poco a poco los sentimientos y valores humanos. Aunque todavía haya tiempo para recomponer errores, quedará la angustia de no haber sabido verlos a tiempo y no cometerlos.

largos. Cruzaron tantos momentos nuestros por mi cabeza: juegos, comidas, risas, berrinches, nuestras noches abrazadas y no pude contenerme. Era como yo lo había presentido. Después retomó la confianza hasta identificarme otra vez y cada vez que me despedía se quedaba mirándome con tristeza, con preguntas sin respuestas. Cada día que pasa va reafirmando mi convencimiento de que no estaba equivocada y la confianza en la posibilidad de un futuro, distinto. Pero permanece en mí la sensación de lo irreparable del daño causado en estos años a mi familia y a Princesita y es lo que no me podré perdonar jamás. Y así como pienso en el futuro, pienso en el pasado y en porqué las cosas tuvieron que ser así, porque no fueron de otra manera. Si pudiera retroceder unos años, si hubiera conocido antes al F., al I., al A., a todos los que hoy me ayudaron a reconocer mis errores y me los perdonaron. ¿Me los comprenderá Princesita?

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