Vascos y maketos: una necesidad existencial

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Descripción

Vascos y maketos: una necesidad existencial

Nations and Nationalisms Máster en Historia del Mundo Universitat Pompeu Fabra

Asier Odriozola Otamendi Mayo 2015

Abstract: este ensayo se plantea un doble objetivo: de un lado, ofrecer una reflexión sobre la construcción de la identidad mediante su contraposición con un Otro, y de otro, aplicar esta misma reflexión a un caso particular, el vasco. Este trabajo pretende, así, analizar la construcción de la “diferencia” vasca, la cual busca articular una identidad original vasca, separándola de cualquier otra identidad nacional o regional y, en especial, de la española. Y es que, como trata de hacer ver este ensayo, la “identidad nacional vasca” es el resultado de una construcción contrapuntística con su Otro: “lo español”. El análisis de dos obras literarias de la época (Garoa de Domingo Aguirre, publicada en euskera en 1912; y El intruso de Vicente Blasco Ibáñez, 1904), pretende comprobar esta tesis. Las tramas, los personajes y el simbolismo de ambas novelas sirven de ejemplo para corroborar cómo unos y otros se necesitan para construir su propia diferencia, no tanto como resultado de una “auto-construcción” aislada, sino por influjo de una necesidad existencial de diferenciarse de su Otro.

Se trata de un ensayo realizado para la asignatura de Nations and Nationalisms, impartida por el profesor Enric Ucelay-Da Cal, del Máster en Historia del Mundo de la Universitat Pompeu Fabra (Barcelona).

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Introducción En plena vorágine de la campaña electoral para los comicios municipales y forales del País Vasco, el lehendakari Íñigo Urkullu recibió hace unos días la visita del ex presidente uruguayo José “Pepe” Mujica. Uno de los numerosos titulares que recogió la prensa vasca fue el siguiente: “Pepe Mujica: ‘Me quedo con que no es igual ser vasco que español’”.1 El Destino, la Providencia o la simple casualidad, o todos ellos a la vez, hicieron que, mientras desayunaba, leyera esta noticia justo antes de comenzar a redactar este ensayo. La frase que el diario atribuía a Mujica me pareció curiosa, y mientras leía el artículo no pude evitar que se me dibujara una pícara sonrisa. Una vez terminado el artículo recordé que el mismo Mujica, hace no demasiado tiempo, pronunció un emotivo discurso en un acto organizado por el UNASUR. En él, el entonces presidente de Uruguay aseveraba: “El único mérito que tengo es ser un poco vasco, terco, duro, seguidor, constante y por eso aguanté, pero no soy ningún fenómeno”.2 Pocas frases resumen de manera tan sencilla y concisa el carácter que se nos atribuye a los vascos. Para Mujica, ser vasco es diferente a ser español. Sin embargo, es bien sabido que no es él el primero en afirmar tal cosa. Y es que hemos de remontarnos muchas décadas atrás para encontrar al artífice de esta idea. Sabino Arana realizó grandes esfuerzos insistiendo en que el vasco, en tanto pueblo civilizado, noble y puro, no solamente debía librarse de las ataduras que le imponía España, sino que era diferente a su vecino español. Diferentes en lo que a la moralidad se refería; diferentes en su manera de vestir; diferentes lingüística y culturalmente; diferentes respecto a su historia; diferentes en su forma de gobernarse; y diferentes racialmente. Este discurso diferenciador tenía por objetivo visibilizar que los vascos conformaban un pueblo original, idiosincrático, único y diferente; sin embargo, también perseguía construir una identidad nacional separada y opuesta a la española. Teniendo en cuenta que la identidad, sea colectiva o individual, es una entidad fácilmente permeable, cambiante y ambigua, me hice la pregunta de si la identidad 1

Noticia publicada en el diario Deia el 19-V-2015, consultado el 21-V-2015. Accesible en: http://www.deia.com/2015/05/19/sociedad/euskadi/pepe-mujica-me-quedo-con-que-no-es-igual-servasco-que-espanol 2 Noticia publicada en el diario Gara el 6-XII-2014, consultado el 21-V-2015. Accesible en: http://www.naiz.eus/eu/actualidad/noticia/20141206/el-presidente-uruguayo-mujica-afirma-que-haaguantado-gracias-a-ser-un-poco-vasco

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vasca del nacionalismo de principios del siglo XX provenía de algún recóndito escondrijo del pasado que Arana consiguió recuperar o si, por el contrario, resultó ser el producto de un elaborado discurso idealizado y mitificado que, en última instancia, buscaba separarse del resto de identidades y, en especial, de la española. Es decir, si la identidad vasca es fruto de una edificación propia y aislada o, más bien, una construcción en contrapunto con – o en oposición de – “lo español”. Para responder a esta pregunta he utilizado dos novelas contemporáneas, El intruso (1904) y Garoa (1912)3 cuyos autores, Vicente Blasco Ibáñez y Domingo de Aguirre, respectivamente, representan a dos sectores de la sociedad vasca de los años 1900 totalmente contradictorios: uno, socialista y español, y el otro, vasco y carlista. La contraposición de las tramas y los elementos que aparecen en estas dos novelas, en apariencia muy dispares, muestra un resultado curioso: si bien los valores, simbolismos y personajes que articulan ambas obras son contradictorios (socialismo, industria, modernidad, ciudad, españolidad, ciencia; tradición, naturaleza, ambiente rural, vasquismo, religión), es interesante comprobar cómo ambos extremos son incomprensibles sin la existencia del otro. Así, los protagonistas de las dos novelas, el doctor Aresti en El intruso y Joanes en Garoa, pese a encarnar fielmente los arquetipos de dos modelos ideológicos opuestos, construyen su personalidad e identidad contraponiéndose el uno al otro. Son, en suma, dos entes en apariencia diferentes e irreconciliables, pero igualmente necesarios e interdependientes para poder existir. Nos-Otros: la construcción de una identidad diferente En una de sus obras más influyentes y famosas el escritor Edward Said sostiene: “Del mismo modo en que los seres humanos hacen su propia historia, los pueblos también se hicieron sus identidades étnicas y sus culturas. Nadie puede negar la continuidad persistente de largas tradiciones, sostenidos asentamientos, lenguajes nacionales y geografías culturales. Pero no parece existir razón, excepto el miedo y el prejuicio, para que se insista en su separación y sus caracteres distintivos, como si la vida humana consistiese solo en eso. De hecho, sobrevivir supone establecer conexiones entre las cosas (…). Es mucho más satisfactorio, y más difícil, pensar con

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“Garoa”: el helecho, en euskera.

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simpatía, en concreto y en contrapunto acerca de los otros, y no hacerlo únicamente sobre ‘nosotros’”.4 El mensaje es claro: no podemos concebir un “nosotros” sin pensar en unos “otros”. La relación que se establece entre ambos puntos resulta crucial para la construcción de la identidad. Al fin y al cabo, nuestra identidad no es fruto de una construcción aislada y endógena, sino el resultado de una constante interacción entre nosotros mismos y nuestro entorno. El referente que guía la construcción de la identidad no es interno, sino todo lo contrario: en verdad poseemos varios referentes externos. Y decimos “referentes”, en plural, porque, en la medida en que nuestro entorno es diverso y cambiante, todos aquellos elementos que denominamos “referentes” no son sino espejos donde nos miramos constantemente. La interacción entre el sujeto y sus referentes se produce en todo momento y resulta ser una especie de juego de referencias entre ambas partes: el sujeto forma su identidad mediante los reflejos que percibe de su entorno y, al mismo tiempo, en la medida en que el sujeto es también una referencia para otros sujetos, ayuda a otros a formar la suya. Se trata de un proceso que algunos autores como el profesor Vamik D. Volkan llaman “identificación”, el cual consistiría en un “unconsciuos mechanism of the ego, that one assimilates the images of the other into one’s own self”.5 De todas formas, de la misma forma que el sujeto capta y asimila las imágenes de su entorno, el sujeto también completa su identidad rechazando aquellos aspectos de su entorno, marcando una clara línea divisoria entre lo que el sujeto considera como “suyo” (su identidad) y lo que no es suyo (el “Otro”): la percepción de un “Otro” permite al sujeto confirmar y reafirmar su identidad. Ambas actuaciones, tanto la asimilación como el rechazo de los elementos del entorno, permiten al sujeto conformar y modificar continuamente esa “suma de pertenencias”6 que llamamos “identidad”. Un elemento que, como vemos, está lejos de ser una entidad hermética, aislada o impermeable. No es algo que venga “dado”, ni siquiera algo sólido o impenetrable. Al contrario, posee una naturaleza ambigua, cambiante y maleable; está en constante proceso de construcción y recibe poderosas influencias externas. Pensar que nuestra 4

Said, Edward W. Cultura e imperialismo. Barcelona, Anagrama, 1996, pp. 515-6. Volkan, Vamik D. The Need to Have Enemies and Allies: A Developmental Approach. Political Psychology, Vol. 6, No. 2, Special Issue: A Notebook on the Psychology of the U.S.-Soviet Relationship (Jun. 1985), p. 237. 6 Maalouf, Amin. Identidades asesinas. Madrid, Alianza Editorial, 2012, p. 175. 5

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identidad es fruto de una autoconstrucción consciente podría resultar erróneo, ya que, a pesar de que existan elementos que nosotros mismos adaptamos y asimilamos, nuestra libertad de decisión es realmente limitada. Las referencias externas pueden variar según el contexto donde vivimos, por lo que no sería atrevido plantearse si de verdad somos lo que queremos ser o si, más bien, no somos sino lo que podemos ser. Llegados a este punto quizá convenga recordar las palabras del escritor libanés Amin Maalouf, quien afirma que: “Está, por un lado, lo que realmente somos, y lo que la mundialización cultural hace de nosotros, es decir, seres tejidos con hilos de todos los colores que comparten con la gran comunidad de sus contemporáneos lo esencial de sus referencias, de sus comportamientos, de sus creencias. Y después, por otro lado, está lo que pensamos que somos, lo que pretendemos ser, es decir, miembros de tal comunidad y no de tal otra, seguidores de una fe y no de otra. (…) Se trata sobre todo, en este aspecto, de resaltar el hecho de que hay un abismo entre lo que somos y lo que creemos que somos”.7 Si tenemos en cuenta, por tanto, la existencia de ese abismo entre lo que pensamos que somos y lo que verdaderamente somos, ¿podemos afirmar, sin miedo a equivocarnos, que nuestra identidad la decidimos únicamente nosotros mismos? De la misma manera, ¿podemos pensar que nuestra identidad está compuesta por elementos que nosotros mismos, y nadie más que nosotros mismos, hemos escogido y asimilado? Y de ser así, ¿podemos estar seguros que la presencia de un “Otro” no tiene ninguna influencia a la hora de formarnos una imagen de nosotros mismos? Guiados por las palabras del sociólogo Enrique Gil Calvo podríamos incluso ir más allá, ya que en su opinión la identidad real es imposible de ver o percibir, porque todos “hacemos teatro”: “Actuar en público ante los demás exige representar papeles teatrales. Y ello tanto cuando se interviene ante desconocidos o interlocutores ocasionales como cuando se trata con personas más próximas a nosotros, ya sean compañeros de trabajo o pertenezcan a nuestro círculo más íntimo. En todas estas situaciones, para interactuar con otros debemos hacerlo revistiendo máscaras sociales, flexibles y adaptadas a cada caso. (…) Pero, 7

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Ibid., p. 119.

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en cualquier caso, siempre debemos cultivar una determinada apariencia, que hay que definir en función del contexto que nos vincule a los otros”.8 ¿Somos, por tanto, transparentes o, en realidad, hay más detrás de lo que dejamos ver de nosotros? Una buena manera para responder a la pregunta sería, por ejemplo, reformularla: ¿por qué escondemos (partes de) nuestra identidad? Y siguiendo esta línea, también cabría preguntarse si detrás de este ocultamiento del “nosotros” no hay en realidad elementos que nos asemejan a los “otros” y que, por distintos motivos, deseamos ocultar. Quizá no queremos enseñar una parte de nosotros para que nuestro entorno nos asocie con algún elemento impropio de la comunidad; quizá ocultamos lo que realmente somos para ser parte de un “nosotros” al que deseamos pertenecer, al margen del coste o la conveniencia que supondría este ocultamiento deliberado y forzoso. ¿No es, en suma, este ocultamiento de nuestra identidad una forma de establecer diferencias con el resto? Porque, ¿qué es la diferencia, sino una forma de querer hacer(nos) ver y creer que somos únicos y que formamos un “nosotros” que nos separa de los “otros”? Es fácil creer que existe un “nosotros” diferente al de los “otros”, pero de la misma manera no debemos olvidar que para esos “otros” somos otros “otros”. ¿Quién construye a quién? ¿Quién necesita más a quién para creer en su “diferencia”: “nosotros” o “ellos”? Muy seguramente, ambos. Decía Marc Bloch que “los hombres son más hijos de su tiempo que de sus padres”.9 Pese a que estas palabras fueron escritas hace más de medio siglo, la cita, en lo que a nuestra investigación respecta, no ha perdido vigencia. La frase posee un significado que resume de manera concisa y clara lo que hemos visto hasta ahora: el sujeto forma su identidad conforme a los referentes que le rodean. Unos referentes que, además, varían según el tiempo y el espacio. De esta forma, los esfuerzos de generaciones anteriores por querer transmitir de manera íntegra una serie de valores, ideas y cosmovisiones son insuficientes. El salto generacional no solo supone un salto temporal, sino que se trata especialmente, de una ruptura de contextos: los referentes de los padres y de los hijos, aun siendo similares, nunca son los mismos. El presente siempre tiene más influencia que el pasado. Aunque es cierto que existen elementos culturales (idioma, religión o costumbres, por citar algunos) que trascienden y, por tanto, pasan de una generación a

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Gil Calvo, Enrique. Máscaras masculinas. Héroes, patriarcas y monstruos. Barcelona, Anagrama, 2006, p. 29. 9 Bloch, Marc. Introducción a la historia. México, Fondo de Cultura Económica, 1970.

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otra, ¿podemos afirmar que estos elementos se transmiten sin ningún tipo de variación? Bien sabemos que la respuesta a esta pregunta es discutible, pero difícilmente podría ser indiscutiblemente afirmativa. Decir que los valores de nuestros padres han llegado hasta nosotros íntegramente, sin las contaminaciones del presente, es cuanto menos atrevido. Máxime, si tenemos en cuenta las características de nuestra sociedad de hoy. Y es que vivimos en un contexto histórico de profundas y constantes transformaciones; de una aceleración e inmediatez de los acontecimientos que nos abruman y saturan; y lo más importante, una sociedad cuyos individuos, ante la “sobre-estimulación” de referencias externas, precisan situarse y encontrarse continuamente dentro de una (o varias) pertenencias sociales o emotivas concretas. Dicho de otra forma, vivimos en una sociedad de sujetos que necesitan saber en todo momento qué es lo que son y lo que no son; es decir, saber cuál es su identidad. Pero esta situación no es nueva. No, al menos, a juzgar por las palabras del periodista e historiador alemán Philipp Blom, quien en su libro Años de vértigo (2010) afirma que: “Los ‘años de vértigo’ tienen mucho en común con nuestra época (…): en 1910, e incluso en 1914, nadie sabía a ciencia cierta qué forma tendría el mundo futuro, quién ejercería el poder, qué constelación política triunfaría o

qué

clase

de

sociedad

emergería

de

esas

precipitadas

transformaciones”.10 Lo que plantea Blom es que los años anteriores a la Primera Guerra Mundial estuvieron caracterizados por un inaudito aceleramiento de la vida en Europa. Es decir, que los “años de vértigo” a los que se refiere Blom fueron años en los que la inmediatez de los acontecimientos terminó por configurar una sociedad, la europea, abrumada por los cambios. Unos cambios que, en última instancia, llevaron a los europeos a la necesidad de buscar unos asideros firmes a los que agarrarse ante la avalancha de innovaciones que traía la Modernidad; se trataba, en suma, de tratar de “reconciliar con el alma la enorme masa de novedades”.11 La Modernidad implicó la llegada de elementos extranjeros o nuevos, cuyas últimas consecuencias nadie podía conocer con exactitud. No solo nos referimos al salvaje proceso industrial que se vivió a finales del siglo XIX

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Blom, Philipp. Años de vértigo. Cultura y cambio en Occidente, 1900-1914. Barcelona, Anagrama, 2010, p. 16. 11 Entrada en el diario del conde, diplomático y escritor anglo-germano Harry Kessler (1868-1937), correspondiente al día 7 de abril de 1903. Citado en Blom, op. cit., p. 11.

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en Europa, con todo lo que esto suponía a nivel económico y social, sino en especial a los efectos que esta “novedad” causaba en los pilares tradicionales que habían sostenido hasta entonces la sociedad. Este fenómeno es fácil de identificar en áreas que en las últimas décadas del siglo XIX vivieron un proceso de modernización súbita y a una escala inimaginable. La marea de la Modernidad llegaba a unas aguas que hasta el momento habían estado relativamente tranquilas y, al tiempo que revolvía esas aguas, conseguía que barcos sólidos quedasen a la deriva tras haber roto su anclaje. Así, no es de extrañar que el miedo aflorara de entre las aguas, en busca de un nuevo barco que lo rescatara de la tempestad. No pocos percibían la Modernidad como un elemento extraño o desconocido, es decir, como un “Otro”. Para muchos era una especie de intruso que venía desde fuera y que, por tanto, les era ajeno. La Modernidad hablaba otro idioma, vestía de otra manera, olía distinto, pensaba de diferente forma y tenía otras costumbres; la Modernidad no era algo propio del lugar, sino que era de fuera: era un extranjero. De ahí que no resulte extraño que “cuando una sociedad ve en la modernidad ‘la mano del extranjero’, tiende a rechazarla y a protegerse de ella”.12 Es más, cuando la Modernidad es percibida como un “Otro” tampoco es de extrañar que “algunas personas enarbolen los símbolos del arcaísmo para afirmar su diferencia”.13 La llegada de un “Otro”, por tanto, hacía necesario un proceso de identificación o de autoafirmación de la identidad de unos que, en esencia, partía de la diferenciación respecto al recién llegado. Por norma general, este proceso de identificación comenzaba con una clara defensa de lo que los nativos del lugar consideraban como “suyo”. El siguiente paso era protegerlo. Tal protección se conseguía a través de una sacralización, aislamiento, apropiación y explotación exclusiva de aquellos elementos que se pensaban que eran originales e idiosincráticos de la comunidad. Dicho de otra forma, acentuar la diferencia y salvaguardarla. No obstante, este proceso no hubiera podido tener éxito de no ser por un elemento clave: la “invocación del pasado”.14 Nos referimos a la utilización del pasado o de la misma historia como agente legitimador del presente. Y es que un aspecto crucial para la sacralización de los elementos que se consideraban privativos de la comunidad era rodearlos a todos ellos de un aura histórica o arcaica que actuara a modo de portadores

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Maalouf, op. cit., p. 135. Ibid., p. 86. 14 Said, op. cit., p. 76. 13

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de su identidad. Se trata, en pocas palabras, de lo que se conoce como la “invención de la tradición”, la cual implica “un grupo de prácticas, normalmente gobernadas por reglas aceptadas abierta o tácitamente y de naturaleza simbólica o ritual, que buscan inculcar determinados valores o normas de comportamiento por medio de su repetición, lo cual implica automáticamente continuidad con el pasado”.15 En consecuencia, estos elementos privativos de la comunidad no solo son contenedores de la identidad del grupo, sino que también poseen la función de generar esa identidad. De todas formas, lo verdaderamente interesante de este proceso de inventar la tradición es su carácter sincrético: la tradición está formada por varios elementos supuestamente característicos y especialmente escogidos; es más, muchos de ellos incluso son “recontextualizados” y reciben un significado nuevo. Esto es, al menos, lo que defienden Richard Handler y Jocelyn Linnekin en su artículo Tradition, Genuine or Spurious cuando afirman que “those elements of the past selected to represent traditional culture are placed in contexts utterly different from their prior, unmarked settings”, de manera que “these newly contextualized pieces of tradition take on new meanings”.16 Una vez poseen ese nuevo significado, estos elementos “tradicionales” pasan a ser contenedores de la identidad nacional. Huelga decir que estos elementos, que ya pasan a formar parte de la tradición, son rasgos que consiguen diferenciar a una comunidad de otra. Y lo hacen de tal forma que la diferencia entre comunidades parece insalvable, consiguiendo que cada una de ellas llegue a tener un supuesto carácter particular. Así, la tradición actúa como un definidor de comunidades: marca la línea divisoria entre los unos y los otros, como si fueran entidades distintas y aisladas, sin ningún tipo de conexión entre ellas. Además, el aura arcaica que se le atribuye a los elementos que conforman la tradición hace que esta última parezca una entidad inmóvil, sólida, firme y estática; hace imposible de creer que la tradición se pueda cambiar o que ni siquiera haya podido sufrir variaciones en el pasado. Handler y Linnekin niegan este extremo argumentando que, en la medida que nuestra concepción del pasado varía según la perspectiva del presente, lo mismo ocurre con algo tan intangible y ambiguo como la tradición, ya que, en última instancia, no es más que una invención. De ahí que afirmen que “there is no essential, bounded

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Ranger, Terence & Hobsbawm, Eric. La invención de la tradición. Barcelona, Crítica, 2002, p. 8. Handler, Richard & Linnekin, Jocelyn. Tradition, Genuine or Spurious. The Journal of American Folklore, Vol. 97, No. 385, (Jul. – Sep., 1994), p. 280. 16

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tradition; tradition is a model of the past and is inseparable from the interpretation of tradition in the present”.17 Tomando prestada la expresión de Bloch, parece que la tradición es más hija de su tiempo que de su pasado. Raza, idioma, leyes e historia: la “diferencia vasca” En un contexto histórico tan determinante como el final del siglo XIX y principios del XX, la aparición de las tradiciones no es casual. En palabras de Hobsbawm, “si observamos la frecuencia con que se inventan las tradiciones, descubriremos fácilmente que un periodo durante el que surgieron con especial asiduidad fueron los treinta o cuarenta años a la Primera Guerra Mundial”.18 Decíamos varias páginas atrás que la inaudita proliferación de novedades exigía una obligada “reconciliación con el alma”. Una válida interpretación de estas palabras podría resumirse en que la sociedad europea necesitaba una reconversión casi espiritual para reencontrarse a sí misma; o lo que es lo mismo, o bien buscar nuevas referencias o bien reformular las pasadas para, así, tratar de no perder su identidad. La nación ofrecía esta posibilidad. Y es que, como asevera Fernando Molina Aparicio, la nación surgió como respuesta a una “intemperie ideológica y mental” que provocaba la nueva coyuntura social, económica y política; era, en suma, un “paliativo emocional del vértigo generado por la modernidad”.19 Una buena manera de comprender más detalladamente lo anteriormente dicho es centrándonos en un caso concreto. Desde la segunda mitad del siglo XIX, el País Vasco ofrecía una serie de características muy concretas que, a la postre, allanaron el camino a la aparición de un ideario nacionalista que encontró en varias de sus peculiaridades regionales los pilares que sustentarían la construcción de la diferencia vasca. La llegada de la Modernidad al País Vasco tomó varias formas, desde una política liberal del gobierno central (que abolió los Fueros en 1876 – si bien dos años más tarde se aprobó un concierto económico que duraría hasta la Guerra Civil) hasta la mayúscula industrialización de varias áreas como la ría de Bilbao, pasando por la llegada masiva de inmigrantes desde otras provincias del Estado. Es decir, una serie de fenómenos económicos, políticos y sociales de enorme calado y en un periodo de tiempo realmente corto. A todo ello se le unía la propia situación social, cultural y política del País Vasco.

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Ibid., p. 276. Ranger & Hobsbawm, op. cit., p. 273. 19 Molina Aparicio, Fernando. La tierra del martirio español. El País Vasco y España en el siglo del nacionalismo. Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2005, p. 42. 18

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En líneas generales, podríamos decir que se trataba de un territorio con un fuerte arraigo por la religión católica y su cultura; elementos que hacían de esta región un destacado centro de interés para antropólogos, filólogos y otros estudiosos europeos. No obstante, y pese a estas peculiaridades que diferenciaban a los vascos del resto, no fue hasta este momento (finales del siglo XIX) cuando se insistió en que “lo vasco” era incompatible con “lo español”. En otras palabras, es en este momento histórico cuando surge una identidad vasca que no solo es diferente a la española (y a cualquier otra), sino que es contrapuesta a ésta.20 Atendiendo a las palabras del escritor Jon Juaristi, este giro político no deja de ser extraño, ya que “el rasgo más característico del discurso político del fuerismo es lo que podríamos llamar un ‘patriotismo dual’.21 Estaríamos ante el concepto de “patria chica” y “patria grande”, donde la asimilación de lo primero no supone la negación de lo segundo, ni viceversa. Así, la ardiente defensa de los Fueros vascos en ningún caso “menoscababa la adhesión de los fueristas a la patria común española”.22 No es la intención de este ensayo entrar a detallar los factores que propiciaron esta ruptura del patriotismo dual, sino más bien tratar de explicar cómo se produjo tal separación. Así las cosas, esta idea de ruptura con España y “lo español” tiene una importante presencia en el discurso del considerado como padre del nacionalismo vasco. Sabino Arana (1865-1903), mediante sus muchas publicaciones, dedicó numerosas páginas a defender la singularidad vasca y, en especial, a subrayar la separación que existía entre “lo vasco” y “lo español”. Tanto es así que llegó a concebir un “cuerpo vasco” totalmente distinto al español – un cuerpo, de hecho, opuesto al español.23 Así, tras tomar conciencia de que vascos y españoles eran distintos, Arana articuló un discurso nacionalizador que tenía como objetivo construir y enfatizar lo que llamaremos la “diferencia vasca”. En palabras de Díaz Freire, “Sabino Arana creía que la nacionalización es la construcción de una idea, la de la identidad vasca, a través de un discurso, pero luego se aplicó a la construcción de un cuerpo, el cuerpo vasco, también

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Ibid., p. 18. Juaristi, Jon. El bucle melancólico. Historias de nacionalistas vascos. Madrid, Espasa Calpe, 1997, p. 52. 22 Ibid. 23 Expresión acuñada por el historiador José Javier Díaz Freire. Se puede encontrar una explicación más detallada del concepto en su interesante artículo “El cuerpo de Aitor: emoción y discurso en la creación de la comunidad nacional vasca”, publicado en la revista Historia Social, Nº40, 2001, pp. 79-96. 21

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por medio de un discurso”.24 Para ello era necesario construir una diferencia: si vascos y españoles no eran iguales, se debía argumentar fehacientemente lo distintas que eran ambas comunidades. Y es que “para Arana, los vascos tenían una notable especifidad física que los diferenciaba del resto de nacionalidades”.25 Esta “diferencia vasca” se fundamentaba en cuatro pilares distintivos y característicos del pueblo vasco, a saber: la raza, el idioma, las leyes y la historia. Estos cuatro pilares no solo convertían a los vascos en un pueblo único en Europa, y por ende, en el mundo, sino que servían para marcar una distancia insalvable con sus vecinos españoles. Una de las diferencias más visibles, según Arana, era la raza: “A Sabino Arana la identidad de los vascos se le aparece de forma inmediata, hasta el punto de que pueda ser percibida deteniéndonos tan sólo en la mirada, que se caracteriza por ser ‘noble, altiva sin ser arrogante y provocativa, mirada que envuelve el concepto de la más grande posesión de la dignidad personal’”.26 El principal argumento en el que se basaba Arana era el de la pureza de la raza: los vascos, a diferencia de los españoles, siempre habían estado en su tierra, prácticamente aislados y sin recibir invasiones extranjeras. La pureza de la raza vasca se evidenciaba en ciertos rasgos físicos peculiares que varios autores nacionalistas, reconvertidos en expertos anatomistas, trataron de tipificar. No obstante, no parece que fuera sencillo determinar cuáles eran estos rasgos, pues cada autor defendía diferentes tesis. De todas maneras, todos ellos convergían en un punto: la idealización de la raza. Pese a que unos y otros no conseguían definir cuáles eran aquellos rasgos que convertían a los vascos en originales y puros, ninguno ponía en entredicho que existía una singularidad vasca: “[la] controversia política no impidió la afirmación muy extendida de que existía un cuerpo vasco definido, ni impidió que este cuerpo se convirtiera en el soporte principal de la creación de la comunidad vasca, aunque no pudieran concretarse los atributos físicos de este cuerpo, o al menos, aunque no hubiera unanimidad en determinar los mismos”.27

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Díaz Freire, José Javier. Cuerpos en conflicto. La construcción de la identidad y la diferencia en el País Vasco a finales del siglo XIX. En Nash, Mary & Marre, Diane (eds.). El desafío de la diferencia: representaciones culturales e identidades de género, raza y clase. Bilbao, Servicio Editorial de la Universidad del País Vasco, 2003, p. 73. 25 Ibid. 26 Ibid. 27 Díaz Freire, El cuerpo de Aitor, p. 84.

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El idealismo de estos autores no se limitó a los atributos físicos, sino que también propició la creación de un discurso que detallaba la fisonomía moral de los vascos. El rasgo más destacable de la moral vasca era “el amor a la limpieza, la moralidad de las relaciones interpersonales, la moralidad de las danzas, la contención de los sentimientos en público, sobre todo en los funerales, la constancia en la amistad, la honradez, el respeto a la autoridad, la dignidad y el carácter reservado y no pendenciero”.28 Pese a que parezca un tanto cómico, la diferencia a través de la higiene y la apariencia tuvo una importancia considerable. Sirvan de ejemplo las palabras del propio Arana, quien ofrece una descripción un tanto radical de los maketos, ya que hablaba de ellos como gente que “apenas se lava una vez en su vida y parece alimentarse con la capa de suciedad y miseria que cubre su piel”.29 Sin embargo, si recurrimos a la literatura de entonces, comprobaremos que estos discursos, lejos de pertenecer a sectores marginales, tenían plena vigencia. En un contexto histórico tan convulso, ni siquiera las letras pudieron quedar al margen de las convulsiones políticas. Como prueba, basta con recoger varios pasajes de dos obras contemporáneas: El intruso y Garoa. El escritor, político y periodista valenciano Vicente Blasco Ibáñez (1867-1928), autor del primer libro, ocupa un lugar destacable en la literatura española. Si bien está considerado como un escritor naturalista, las convicciones políticas del autor toman un mayor protagonismo en algunas de sus obras. Y es que Blasco Ibáñez fue un firme republicano y socialista. De ahí que en novelas como El intruso, cuya trama contiene una fuerte carga política, no resulte extraño que el autor construya un argumento en el que su ideología tiene un peso esencial. Así, su visión sobre la inmigración maketa, a diferencia del discurso xenófobo de Arana, toma un matiz totalmente distinto. De hecho, Blasco Ibáñez aporta una versión más suavizada de los mineros inmigrantes, poniendo en boca del protagonista de su obra, el doctor Aresti, las siguientes palabras: “Aresti se fijó en él. No era del país; debía ser maketo, de los que llegaban en cuadrillas de Castilla o de León, empujados por el hambre y atraídos por los jornales de las minas. Un pantalón azul con piezas superpuestas en las posaderas y las rodillas oscilaba sobre sus zapatones claveteados, de punta levantada. La faja negra oprimía una camisa de franela rojo, y la 28 29

Ibid., p. 85. Citado en Díaz Freire, Cuerpos en conflicto, p. 75.

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maraña de pelos ensortijados, sucios de barro, se escapaba por debajo de una boina vieja. Olía a juventud descuidada, a ropas mantenidas sobre la carne meses enteros. Aresti conocía este perfume de las minas: el hedor de los cuerpos vigorosos que trabajan, sudan y duermen siempre con la misma envoltura”.30 La descripción que realiza otro autor contemporáneo no difiere demasiado de la imagen que describe Blasco Ibáñez, aunque el objetivo es diferente. Si bien Blasco Ibáñez pretende humanizar al maketo, nuestro otro autor, el sacerdote vizcaíno Domingo de Aguirre (1864-1920), ferviente vasquista y carlista,31 en una de sus obras más conocidas, Garoa (1912), ofrece una descripción de los “hombres rojos” o maketos realmente interesante: “Gizon gorriak, ostera, izen gaiztoaren jabeak dira. Asko, gehienak beharbada, guraso zintzoen semeak izatea baliteke; baina gizatxar, lagun oker bihurrien artean gaiztakeriak kutsutu ditu. Ausardia dute nagusi, nasaikeria adiskide, indarra lege, añenekoa ziri eta zigor. Birao lurrunean, likiskeria zakarrean lizundu zaie anima; baina hau negargarria! Kalte horren axolarik inork ez dauka. Somorrostroko langileen gurasoak eta toki hartako harrobien jabeak gauza bat bakarrik nahi lukete: dirua irabazi dezatela semeak, mea galanki atera dezatela harrobikoak. Otoitz eginaz irabazi edo zatarkeriak esanaz atera, ez da batere arretazko gauza”.32 Es importante destacar que estas palabras no las pronuncia ningún personaje, sino el propio narrador – Aguirre. Podríamos afirmar que se trata de una especie de sermón – no olvidemos que Aguirre era sacerdote – o discurso moralizante que, en oposición a Blasco Ibáñez, no pretende humanizar al maketo, sino demonizarlo. La imagen perversa y degenerada de los maketos contrasta notablemente con aquellos personajes que, según

30

Blasco Ibáñez, Vicente. El intruso. Barcelona, Plaza & Janés, 1984, p. 13. López Antón, José J. Domingo de Aguirre, la égloga del paisaje vasco. Donostia-San Sebastián, Eusko Ikaskuntza, Oihenart, Nº15, 1997, p. 131. 32 “Los hombres rojos, en cambio, son dueños de un nombre perverso. Probablemente muchos, o quizá la mayoría, sean hijos de padres honestos; pero el contacto con ciertas compañías ha envilecido sus almas. Son valientes, libertinos y brutos, y tienen la maldición por dentro. Poseen el alma corrupta por la blasfemia y la lujuria, ¡qué triste! Poco les importa su falta. Los padres de esos trabajadores de Somorrostro y los dueños de las minas solo quieren una cosa: que los hijos ganen dinero y que consigan mucho mineral. Poco importa que lo hagan rezando o soltando indecencias”. (Al igual que en este caso, todas las traducciones que aparecerán en adelante, salvo indicación expresa, son propias). Aguirre, Domingo. Garoa. Bilbao, Labayru Ikastegia, Bilbao Bizkaia Kutxa Fundazioa, 2013, p. 178. 31

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Aguirre, responden a un ideal de pureza y rectitud moral. Huelga decir que estos personajes son vascos (y vascoparlantes), al tiempo que pertenecen a la sociedad rural y tradicional vasca: un ámbito puro y virgen, donde la mano del hombre moderno aún no ha conseguido desvirtuar el orden de la Madre Naturaleza. En efecto, en toda la obra se condensa una “filosofía religiosa o cultural del mundo y de la identidad vasca”, es decir, “lo que era y debía ser el pueblo vasco”.33 Y ese vasco debía reunir una serie de características que, sobra decir, los españoles no poseían. Si bien no fue un autor prolífico, Aguirre ocupa una posición primordial en la literatura vasca. Escribió numerosos cuentos breves, pero sobre todo es célebre por sus tres novelas, consideradas las primeras novelas modernas en lengua vasca. Auñamendiko lorea (1897, traducida al castellano como La flor del Pirineo) es una novela histórica con una temática muy en línea de (e indudablemente influenciada por) Amaya o los vascos en el siglo VIII del escritor romántico y fuerista Francisco Navarro Villoslada (1818-1895): la conversión de los vascos del paganismo al Cristianismo. De todas maneras, son Kresala (1906) y Garoa (1912) las obras que le consagraron como novelista. Se tratan de dos novelas “gemelas” (en palabras del mismo autor) y de ambiente costumbrista: el primero, localizado en el ambiente de un pueblo pesquero y, el segundo, en el interior de Guipúzcoa. Ambas obras reflejan la vida tradicional de dos ámbitos esenciales del País Vasco (la costa y la montaña), contraponiéndolos con un “Otro” radicalmente distinto: la ciudad. La contraposición de estos dos espacios que realiza Aguirre sigue la estela de otros autores peninsulares de novelas costumbristas como, por ejemplo, Benito Pérez Galdós (Doña Perfecta, 1876), Àngel Guimerà (Terra baixa, 1896) o, en especial, José María de Pereda, cuya obra Peñas arriba (1895) guarda importantes paralelismos con Garoa. Prueba de ello es la representación que ambos autores realizan del ambiente rural montañoso, describiéndolo como el espacio donde se conservan las costumbres más altas y puras, amén de la moralidad y la vida más rectas. Sin duda, son representaciones idealizadas, pero no por ello pierden interés ni validez. Al contrario, tales narraciones demuestran la separación que existía entre la ciudad y la montaña, entre la Modernidad y la tradición. Dos mundos opuestos que Aguirre trató de diferenciar tanto encumbrando los valores tradicionales de los vascos como, al mismo tiempo, despreciando los hábitos y costumbres de los recién llegados.

33

López Antón, ibid.

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Según esta lógica, los maketos estaban muy lejos del ideal que el discurso tradicionalista (y el nacionalista de Arana) perseguía. Se buscaba un modelo de “lo vasco” que, tal como ocurre en el caso de Arana, Aguirre no podía concebir sin el componente religioso. Un fiel ejemplo de ello es, sin duda, la descripción que realiza de una de los personajes principales de la obra, Malentxo, la nieta del protagonista y, a juzgar por las palabras de Aguirre, una especie de Virgen María: “Joanes, lorea bilatu duan erlea bezala, edo neguko eguzki epela hartzen dagoan aguretxoaren gisa gelditu oh izan Malentxoren ondoan. -

Jaungoikoak sortu zinduzan – esan ohi zion bakarrik idorotzean –;

Jaungoikoak

sortu

zinduzan

nere

azken

egunak

alaitzeko.

Zuk

ahaztuerazten dizkidazu nere nekeak, nere saminak, nere behaztunak. Zuk urtzen didazu nere animako izotza, zuk ematen didazu indar eta osasun berria, zuk gaztetzen nauzu, enetxoa. Zu bezalako ilobak ames egin ditut nik

ondorengoentzat,

Euskal

Herriaren

onerako,

Jaungoikoari

eskaintzeko”.34 El vasco (y la vasca) debía ser dueños de una moral firme y pura, con el fin de evitar cualquier desviación o perversión que sin duda vendría desde fuera. Lejos de parecer un asunto trivial, el papel de la férrea moralidad vasca a la hora de conformar esta “diferencia vasca” es más importante de lo que pueda parecer. Insistimos sobre este aspecto no solo por la trascendencia temporal que haya podido conseguir (y, de hecho, ha conseguido), sino especialmente por su actuación como diferenciador de los españoles. Basta volver a las palabras Blasco Ibáñez para comprobarlo: “Aresti se fijó una vez más en la separación del hombre y la mujer que se notaba en las calles. Bilbao siempre era lo mismo: cada sexo por su sitio. El hombre a los negocios, y la mujer sola a la iglesia o a hacer visitas, como única diversión. Pasó una pareja cogida del brazo.

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“Joanes, cual abeja que encuentra una flor, o como el anciano que toma el cálido sol en invierno, se solía quedar al lado de Malentxo. Dios te creó – le solía decir cuando se quedaban solos -; Dios te creó para alegrar mis últimos días. Tú haces que se me olvide mi cansancio, tú me das fuerza y salud, tú me haces rejuvenecer, querida mía. Sueño que mis descendientes sean como tú, para el bien de Euskal Herria, y de Nuestro Señor.” Aguirre, op. cit., p. 124.

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‘Serán forasteros – se dijo el doctor –. Tal vez algún empleado de los que envía el gobierno. Maketos, como dicen mis paisanos’”.35 El cuidado recato de las relaciones sociales de los vascos se hacía patente mediante un apropiado distanciamiento físico entre los dos sexos. Ni siquiera los bailes tradicionales quedaban al margen de este concepto de la decencia física. De hecho, se insistía en que los vascos siempre bailaban “sin indecencia y sin pecado”; tal era el decoro que los danzantes no se tocaban directamente “sino a través de un pañuelo”.36 Nada que ver con lo blasfemo de los bailes de los foráneos españoles, quienes con su baile “agarrado” escandalizaban a no pocos puristas locales.37 Por otro lado, que un vasco demostrara públicamente sus emociones podía constituir todo un escándalo para algunos. La contención emotiva de los vascos era una pieza clave de su diferencia: en la medida en que los vascos eran un pueblo civilizado, al contrario que el español, los vascos, ya fuera por presión social o por auto-coacción, no debían mostrar sus emociones.38 Tal muestra de debilidad era impropia de un pueblo comedido y recto. Era un claro síntoma de incivilización, incluso de feminidad: “El cuerpo vasco era por tanto un cuerpo masculino, como era masculino el hombre moderno, ya que el vasco no podía entenderse sino como una expresión local de ese hombre moderno, y su cuerpo como una muestra particular de ese cuerpo moderno”.39 El carácter femenino de una sociedad era una evidente muestra de atraso en la escala de civilización. Constituía, en pocas palabras, la prueba de que dicha sociedad se guiaba más por las pasiones irracionales que por la razón. Para Arana, España era un país feminizado: inferior, débil y pasional. Es decir, todo lo contrario que Euzkadi.40 De hecho, ni siquiera las mujeres vascas eran femeninas: “La mujer vasca, en el campo – dice Arana, y no olvidemos que es en el campo donde se dan las verdaderas criaturas vascas –, trabaja como el

35

Blasco Ibáñez, op. cit., p. 44. Díaz Freire, El cuerpo de Aitor, p. 85. 37 Ibid., p. 91. 38 Ibid., p. 85. 39 Díaz Freire, Cuerpos en conflicto, pp. 77-8. 40 Respeto la grafía original de la palabra, escrita con “z” y no con “s”, como en la actualidad. 36

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hombre. Es bella, con una belleza que ha perdido sus delicadas formas y se ha hecho varonil”.41 En resumen, los vascos poseían una raza física y moral que se sustentaba en una serie de valores morales que nada tenían que ver con los que caracterizaban a ese “pueblo de la blasfemia y de la navaja”;42 ese pueblo que era España, cuyos habitantes respondían a dos tipos concretos: “el pillo y el lerdo”.43 En suma, ese “Otro” español, un “Otro” novasco. Un “Otro” que, además, no hablaba el mismo idioma. Y es que la lengua resultó ser otro elemento de peso para la construcción del discurso de la diferencia. Dice Juaristi que los nacionalistas como Arana tenían al euskera como “la prueba de la existencia de los vascos como comunidad diferenciada y ancestral”.44 La lengua sirvió como un eficaz instrumento diferenciador para el aranismo: constituyó una especie de barrera cultural que ayudó a enfatizar el histórico aislamiento del pueblo vasco; en fin, la prueba definitiva de la pureza de los vascos. Y si tanto esfuerzo se estaba realizando por diferenciar a los vascos tanto por sus particularidades físicas como morales, la lengua no quedó al margen de este proceso. Un proceso que Díaz Freire tilda de “purificación”, ya que la purificación del pueblo vasco también debía extenderse a su elemento más distintivo.45 Comenzaba así un proceso que en euskera recibe el nombre de “hizkuntza garbizalekeria”, lo que literalmente se traduciría como inclinación, propensión o afición por limpiar el idioma. Estaríamos ante una campaña que buscaba purgar la lengua de voces extranjeras o mestizas que contaminaba y desvirtuaba la pureza de la lengua vasca; se establecía así un evidente paralelismo con la realidad social del momento.46 Del mismo modo que se trataba de separar a los vascos de los maketos, el discurso aranista trató de “aumentar la distancia entre el euskera y el castellano”,47 ya fuera a través del establecimiento de unas normas ortográficas (inexistentes hasta entonces) o

41

Ibid., p. 78. Expresión que utiliza Arana en sus escritos, con un claro objetivo peyorativo: “La referencia a la navaja quiere aludir a la cobardía y peligrosidad del maqueto y la alusión a la blasfemia remite a un aspecto sustancial del mismo: su irreligiosidad”. Citado en Díaz Freire, ibid., p. 75. 43 Ibid., p. 77. 44 Juaristi, op. cit., p. 189. 45 Díaz Freire, El cuerpo de Aitor, p. 94. 46 Un proceso, dicho sea de paso, en el que el sacerdote y escritor Domingo de Aguirre no participó. Pese a que en su obra, tanto en Garoa como en sus otras dos novelas – Auñamendiko lorea (1897) y Kresala (1906) – hace gala de una riqueza léxica sorprendente, Aguirre trató de mantener un lenguaje más popular y cercano. Una prueba inequívoca de su finalidad moralizante. López Antón, op. cit., p. 132. 47 Díaz Freire, Cuerpos en conflicto, p. 84. 42

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mediante la invención de neologismos con la intención, según Juaristi, de dar “vida a unidades de significación nuevas que además responden estrictamente al pensamiento político del autor”.48 Y es que muchas de las palabras que, incluso hoy, hacen referencia a la patria vasca nacieron en este periodo. Palabras que, además, resultan intraducibles a otras lenguas y cuya referencialidad tiene un carácter restrictivo: “Ikurriña no equivale a bandera, ni lehendakari a presidente, ni ertzaintza a policía, ni jaurlaritza a gobierno. No son nombres comunes. No puede hablarse, por ejemplo, de la ikurriña italiana ni del lehendakari portugués”.49 El espíritu purgador del aranismo pudo, incluso, llegar a más. El euskera era el elemento básico que hacía a los vascos “vascos”, es decir, su elemento diferenciador. Siguiendo esta lógica, por tanto, Arana no dudaba en afirmar que: “Tanto están obligados los bizkainos a hablar su lengua nacional como a no enseñársela a los maquetos o españoles. No el hablar éste o el otro idioma, sino que la diferencia de lenguaje es el gran medio de preservarnos del contagio de los españoles y evitar el cruzamiento de las dos razas (…). Si nuestros invasores aprendieran el Euskara, tendríamos que abandonar éste, archivando cuidadosamente su gramática y su diccionario, y dedicarnos a hablar el ruso, el noruego o cualquier otro idioma desconocido para ellos”.50 En efecto, en Garoa encontramos una clara referencia a esta visión del euskera como elemento diferenciador, característico y portador de la identidad vasca. Solo aquél que supiera y hablara en euskera podría ser considerado como vasco; la pérdida de la lengua implicaba inmediatamente la pérdida de la identidad vasca. Así, en un momento de la novela, Juan Andrés, el menor de los tres hijos de Joanes, marcha a Castilla en busca de trabajo y fortuna. El viejo pastor teme que su hijo pequeño pierda su identidad y su lengua en el extranjero, y no sin razón. Unos años más tarde Juan Andrés regresa al caserío familiar: un lugar que tiempo atrás había sido su hogar, pero que tras sus años por tierras castellanas había dejado de añorar: “Juan Andres, atzerrira joan zan ezkero, behin bakarrik etorri zan Zabaletara. Urteak igarota behin bakarrik, eta egun gutxirako. 48

Juaristi, op. cit., p. 196. Ibid., p. 197. 50 Citado en Díaz Freire, Cuerpos en conflicto, p. 83. 49

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Lehenengoetan, jaiotetxetik urruti, Gaztelerriko lur legor beroen erdian, erdaldunen artean, erderaz mintzatu beharrean, adiskide gutxirekin, gurasoen maitetasunik gabe, sorterriko mendi berdeak ikusteko gogo haundia piztu zitzaion, euskeraz hitz egiteko eta Gogordo azpiko erreketan ur garbi hotza edateko lehia bizia; baina gero adiskide batzuk gehiago egin zituan, Gaztelako hizkuntza eta ohitura berrietan zeharo sartu zan, zeregin batzuk amaitzean beste batzuk agertu zitzaizkion, eta pitinka edo atalka, makaldu eta hil ziran Juan Andresen bihotzean euskal mendiak ikusteko lehia, euskeraz hitz egiteko gogoa eta Gogordoko ur garbiak edateko egarria”.51 Unas páginas más adelante, Joanes no puede ocultar su profundo pesar por haber perdido a su hijo. Tal ha sido el cambio que ni sus paisanos consiguen reconocer al menor de Zabaleta. Joanes expresa su tristeza con unas palabras de una severidad sobrecogedora: “Ez haiz mendikoa, ez dirudik gutarra, joan zaizkik hemengo garo usainak”.52 Juan Andrés se convierte así en lo que Arana denominaría un “maquetófilo”: un vasco que adopta (se contamina con) el idioma, las costumbres y la identidad española.53 El vasco maquetizado no solo perdía su identidad vasca, sino que al “maquetizarse” perdía esa “diferencia vasca” que en teoría le separaba de los españoles. Como vemos, el discurso de la diferencia racial se complementó con la lengua para seguir construyendo la “diferencia vasca”, pero aún hubo más. Y es que si hay algo que caracteriza al discurso nacionalista de Arana es la continua apelación a las antiguas leyes de Bizkaia, así como a sus repetidas referencias a un pasado histórico glorioso. La descripción que hace Blasco Ibáñez de los vascos resume con no poco acierto la defensa

51

“Juan Andrés, desde que partió al extranjero, sólo volvió una vez a Zabaleta [el caserío familiar]. Después de tantos años, sólo una vez, y para unos pocos días. Al principio, lejos de su tierra, en mitad de la calurosa sequedad de Castilla, ante la obligación de hablar en castellano, con pocos amigos, nació en él un ardiente deseo de volver a ver las verdes montañas de su tierra, de hablar en euskera y de beber las frías y limpias aguas del riachuelo de Gogordo; sin embargo, más tarde, hizo más amigos, abrazó el idioma y las costumbres de Castilla, le surgieron cada vez más quehaceres y, poco a poco, fueron muriendo en su corazón aquellas ganas de volver a ver las montañas vascas, las ganas de hablar en euskera y la sed de beber las limpias aguas de Gogordo”. Aguirre, op. cit., p. 107. 52 “Ya no eres de la montaña, no pareces de los nuestros, ha desaparecido en tí el olor del helecho”. Aguirre, op. cit., p. 112. 53 Díaz Freire, op. cit., p. 81.

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y el fuerte apego de los vascos por su “Lege Zarra” (Ley Vieja, o sea, Fueros), al margen del coste humano que podría acarrear aquello: “Pensaba con tristeza en los miles de hombres muertos en aquellos montes y en otros de más allá; en todos los que se pudrían y disgregaban en las entrañas de la tierra vasca por un pleito de familia, por una simple cuestión de personas, hábilmente explotada en nombre del sentimiento religioso y de la repulsión que siente el vascongado por toda autoridad que le exija obediencia al otro lado del Ebro”.54 La construcción de la diferencia se nutrió también de esta reivindicación de la independencia vasca, la cual en un supuesto pasado no tan remoto había sido una realidad. El discurso de Arana y otros autores nacionalistas hacían hincapié en este aspecto, pero también defendían que tal independencia era un bien que se debía recuperar, pues los vascos nunca habían estado sometidos por ningún señor o monarca que no fuera el suyo propio. De esta manera, se iba dibujando una imagen de la patria vasca y de los vascos que, en verdad, guardaba mayor fidelidad a la idea que los nacionalistas proyectaban (querían proyectar) sobre el pasado que a la realidad misma. Sobre este punto conviene volver a las palabras de Blasco Ibáñez, quien en otro momento de su novela narra una curiosa conversación entre el protagonista, el doctor Aresti, y el lacayo de su primo, un ferviente nacionalista vizcaíno. La charla entre los dos personajes versa sobre el sentimiento nacionalista del segundo, quien se sobresalta cuando el doctor cuestiona con cierta inocencia cuál es el propósito del nacionalismo. La respuesta gira en torno a esa intención de recuperar un pasado común histórico, glorificado por el discurso nacionalista que veía en la defensa de las leyes antiguas de Bizkaia la esencia de la libertad de la nación: “ -

Pues ¿qué son ustedes?...

- ¿Qué hemos de ser, don Luis? ¿No lo sabe usted?... Nacionalistas, bizkaitarras; partidarios de que el Señorío de Vizcaya vuelva a ser lo que fue, con sus fueros benditos y mucha religión, pero mucha. ¿Quiénes han traído a este país la mala peste de la libertad y todas sus impiedades? La gente del otro lado del Ebro, los maketos; y don Carlos no es más que un maketo, tan liberal como los que hoy reinan, y además tiene los escándalos 54

Blasco Ibáñez, op. cit., pp. 17-18.

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de su vida, impropia de un católico… Lo que yo digo, don Luis: quédese la Maketania con su gente sin religión y sin virtud, y deje libre a la honrada y noble Bizkaya… con B alta, ¿eh? Con B alta y con k, pues la gente de España, para robarnos en todo, hasta mete mano en nuestro nombre, escribiéndolo de distinta manera. Y con el índice trazaba en el espacio grandes ‘bes’, para que constase una vez más su protesta ortográfica”.55 *** Conclusiones. Vascos y españoles: una necesidad existencial Curioso el poder de las palabras y las letras. Parece que la “diferencia vasca” también pasaba por realizar ostentosas “protestas ortográficas”, como si cambiar la B por la V, o la K por la C convirtiera al país y a sus habitantes en seres completamente distintos. Cambiar palabras y grafías, e incluso inventar nuevos nombres para, en el fondo, seguir refiriéndose a lo mismo. Se invocaba a un pasado áureo, armónico y puro; a una historia idílica, como si de una novela se tratara. Y de hecho la novela nos ha servido para ver que la diferencia, la tradición y la identidad, lejos de ser entidades impermeables y estáticas, tienen en verdad una naturaleza flexible y plástica. Es más, hemos podido comprobar que la identidad, sea colectiva o individual, no depende tanto de uno mismo como de su entorno. Y así, nos podemos preguntar: ¿la identidad nacional, como una manifestación de identidad social, surge de manera endógena y aislada o, más bien, por contraposición al resto? O, planteándolo de otra forma: ¿en qué medida es la identidad nacional original y auténtica o, por el contrario, resultado de una construcción contrapuntística en relación a un “Otro”? El caso que nos ocupa, el de la identidad nacional vasca, resulta ser un ejemplo inmejorable para responder a estas preguntas. La construcción de la “diferencia vasca” no se puede entender sin la presencia de su alter ego: “lo español”. Y es que como afirma Díaz Freire, “el rasgo más característico de la construcción del cuerpo vasco en el discurso sabiniano fue la intensificación de su confrontación con lo español”, tanto es así que el cuerpo vasco se construyó “por oposición” al cuerpo español, de manera

55

Ibid., p. 55.

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que “lo español” se concebía como la “negación simétrica” de “lo vasco”.56 La trama, los personajes y el interesante simbolismo que guardan tanto El intruso de Blasco Ibáñez como Garoa de Domingo de Aguirre constituyen la prueba que demuestra este aspecto. Ambas obras recogen los aspectos que fundamentan la “diferencia vasca” – la raza, el idioma, las leyes y la historia – si bien lo hacen de manera totalmente distinta. Así, mientras el primero realiza una agria y afilada crítica del nacionalismo vasco de principios de siglo, descrito éste como una ideología rancia, ultra-católica, profundamente conservadora, xenófoba y reaccionaria, el segundo ofrece una imagen de “lo vasco” como algo puro (y hasta purificador) e incorrupto. Y de la misma manera, Aguirre habla del inmigrante maketo (y de todo lo que le rodea: industria, socialismo, españolidad…) como una especie de diablo invasor que contamina, desvirtúa y envilece la noble tierra vasca. Por el contrario, El intruso dibuja una imagen más humana de los inmigrantes españoles, destacando la sencillez de sus vidas y la atroz vida que les ha tocado vivir; y es que no solo han de emigrar a una tierra extraña para trabajar y poder vivir, sino que las gentes de esas tierras los humillan y ningunean por ser precisamente lo que son, extranjeros. Resulta curioso observar que ambas obras, que en un principio podrían considerarse contrapuestas, guardan una similitud reveladora. Blasco Ibáñez y Aguirre imprimen a sus respectivas obras un matiz de decadencia y degeneración muy parecido. Para el doctor Aresti la ortodoxa religiosidad, la virtud represora y el extremo recato de la sociedad tradicional vasca estaban matando a sus habitantes: “Gran cosa es la virtud, Fernandito; yo la admiro y la venero cuando sonríe y no se coloca enfrente de la vida. Pero mi tierra, triste y con el alma muerta, es tan virtuosa, ¡tan virtuosa!, que, créeme, hijo mío…, tanta virtud me da asco”.57 En contraposición, para Joanes son los nuevos valores urbanos y modernos los que están acabando con la hasta entonces íntegra y armoniosa vida rural. Sirva de ejemplo la conversación que mantiene el protagonista con Agustín, un viejo amigo suyo. La tristeza y la nostalgia de sus palabras no dejan lugar a dudas: la tierra vasca, e incluso los vascos, tal como ellos la conocieron, ya no existe.

56 57

Díaz Freire, El cuerpo de Aitor, p. 90 y 92. Blasco Ibáñez, op. cit., p. 147.

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-

“Neuk dakit, zeuk jakin behar zenduke. Oraingo Urkiola eta gure gaztetakoa ez dira berdinak, eta ordukoa hobea zan.

-

Oraingo eguzkia eta nere umetakoa berdinak dira, gaurko lorea eta ordukoa berdinak, orduko eta oraingo arrautzak era berekoak; baina gaurko eguzkiak ezin poztu nau, gaurko liliari ez diot usainik hartzen, arrautzopila txarra dagoala iruditu zait.”58

Si bien desde perspectivas distintas, ambos personajes terminan sumidos en un mismo pesar. Su tierra ya no es la misma de antaño: todo parece haber cambiado, y a peor. ¿Cómo “reconciliar con el alma” estos cambios? ¿Cómo recuperar la alegría, el espíritu y la fuerza del pasado? O, como apunta Díaz Freire, ¿cómo responder a la “interrogación sobre la identidad vasca propiciada por la modernización”?59 Ante esta situación no es de extrañar que la sociedad “invocara” al pasado o que buscara las respuestas que su presente le planteaba en el pasado; en un pasado que no necesariamente debía ser real. Como hemos visto, el discurso nacionalista recurrió a una estrategia de “invención de la tradición” para justificar su proyecto político, social e identitario. Si la Modernidad planteaba preguntas, generaba incertidumbre y creaba dudas, la reacción debía ser una respuesta contundente que no dejara ningún cabo suelto. Si lo que la sociedad necesitaba eran respuestas, la nación era la respuesta. Si la Modernidad ponía en peligro la supuesta virtud del País Vasco, se debía recurrir al pasado. Y si la Modernidad, como en el caso de Aresti y Joanes, tendía a igualar, aun en sus sentimientos, a las personas, se debía marcar una diferencia. Porque, como dice Maalouf, “en realidad, si afirmamos con tanta pasión nuestras diferencias es precisamente porque somos cada vez menos diferentes”.60 El nacionalismo vasco concibió “lo español” como un elemento que no solo no encajaba dentro de su cuerpo o identidad; todo lo contrario: era su “Otro”. Pero como defendemos en este trabajo, la identidad, al fin y al cabo, no solo es resultado de la asimilación de una serie de rasgos que percibimos de referencias externas, sino que también es fruto del rechazo de otras. Nuestra identidad, por tanto, es tanto o más 58

“- Lo sé yo, y tu deberías saberlo. El Urkiola [una región que, en la actualidad, es un parque natural] de hoy y el de nuestra juventud no son iguales, y la de entonces era mejor. El sol de ahora y el de mi niñez son iguales, la flor de hoy y la de entonces son iguales, los huevos de entonces y los de hoy, iguales; pero el sol de hoy no me alegra, ya no puedo oler las flores e incluso la torta de huevos me sabe mal”. Aguirre, op. cit., p. 161. 59 Díaz Freire, op. cit., p. 82. 60 Maalouf, op. cit., p. 119.

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producto de lo que creemos que somos como de lo que creemos que no somos. Porque como bien afirma Juaristi, “toda identidad es siempre usurpadora de una identidad ajena (…), en el fondo de cada uno de nosotros habita el Otro y suyos son nuestros fantasmas más queridos”.61 De esta forma, quizá no convenga olvidar que: “Tanto en el tiempo de la hermandad como en el de la guerra, tanto en el tiempo de la unión como en el de la separación, tanto en la búsqueda del proyecto nacional común como en el intento de separar ambas comunidades según planes diferentes, los vascos han precisado de los españoles y éstos de los vascos. Siempre para definirse a sí mismos se han necesitado mutuamente”.62

61

Juaristi, Jon. Vestigios de Babel. Para una arqueología de los nacionalismos españoles. Madrid, Taurus, 1992, p. 104. 62 García de Cortázar, Fernando. Fragmento del prólogo en Molina Aparicio, op.cit., p. 19.

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