Variaciones sobre dos temas de Jiménez Lozano

August 5, 2017 | Autor: J. Bernardo San Juan | Categoría: José Jiménez Lozano
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Prólogo: Variaciones sobre dos temas de Jiménez Lozano José BERNARDO SAN JUAN

1. En “La vindicta de Artemisia”, uno de los capítulos del fantástico Retratos y naturalezas muertas, Jiménez Lozano entiende que el Judith y Holofernes que pintó Artemisia Gentileschi es figura de la venganza de los pobres y desheredados contra el opresor, tengan, unos y otros, cualesquiera de las formas de dominación que haya habido en la Historia. El capítulo, como todos los que conciertan ese libro, tiene la forma de un diálogo entre el escritor y una voz interior; sus derroteros pueden parecer erráticos para quien se acerca a ellos y descubre una acumulación de citas, descripciones y comentarios. Como la del cuadro de Gentileschi, sus intuiciones son verdades enterradas que él saca al aire. Es Jiménez Lozano uno de los autores que 9

ha entendido con más claridad la paradoja del hombre y la complejidad de todo camino en esta tierra —basta leer la Historia de un otoño para advertirlo— y también es uno de quienes más por derecho han reivindicado la necesidad de que lo real sea la medida del hombre. Los diálogos de Retratos y naturalezas muertas reflejan esta paradoja y complejidad: en ellos se lee, por ejemplo, que Las ciento veinte jornadas de Sodoma no es un libro sin más de erotismo sino una ‘nueva metafísica’, un tratado donde el libertino es el superhombre que no se somete a los dictados de una tradición y disfruta con la ruptura escandalosa de ese ‘ethos’. La ‘libertad’ del libertino se hace más plena en su transgresión de los imperios del orden natural. Los perversos señores disponían a su antojo de las vidas de sus víctimas quienes podían llegar incluso a asumir tal condición. He aquí la paradoja: las mismas víctimas —se sugiere en estas páginas— pueden hacer justicia y degollar a ‘su Holofernes’ o bien asumir el rol de objetos. Pero la evocación del cuadro de Judith y Holofernes permite otra reflexión. Judith1, como 1

Las citas del “Libro de Judith” pertenecen a la traducción de la Biblia de Jerusalén, Desclée de Brouwer, Bilbao, 1998, caps. VIII-XVI. 10

recordará el lector, era una hebrea “muy bella”, joven, viuda y rica. Su gesta transcurre durante un cerco de los asirios: aunque al principio los judíos se habían mantenido firmes, el fantasma del hambre les había hecho pensar en el sometimiento. Ella, sin embargo, mantenía la esperanza de una ‘victoria de los débiles’ y por ello, “acabada su plegaria, (…) se quitó el sayal, se despojó de sus vestidos de viuda, se bañó toda, se ungió con perfumes exquisitos, se peinó, se puso una diadema en el cabello y se vistió la ropa que llevaba cuando era feliz (…). Realzó su hermosura cuanto pudo, con ánimo de seducir a todos los hombres que la viesen”. Entonces abandonó la ciudad para presentarse ante Holofernes y sus soldados quienes “se quedaban admirados de su belleza y, por ella, admiraban a los israelitas, diciéndose unos a otros: ¿Quién puede menospreciar a un pueblo que tiene mujeres como ésta?”. La narración, en este punto, acelera su ritmo y en pocas líneas relata la aceptación de Holofernes, las seducciones de Judith y cómo ésta, en una noche de máxima embriaguez del militar, lo degüella. Es el instante que representa el cuadro de Gentileschi. La obra es intensamente hermosa y desasosegante: Judith y 11

su criada aparecen investidas de una dignidad en aparente contraste con la violencia representada. Ambas emanan una poderosa sensualidad: Judith en un escorzo que permite entrever sus senos, la otra sentada a carramanchas sobre un Holofernes que aún se resiste como bruto en el matadero. Tras el episodio regresan con la cabeza del que ha sido “vencido por brazo de mujer”. La inquietud le sobreviene al lector porque Judith echa a los pies de los caballos lo que parecen ser tres certezas incuestionables: la victoria será para los asirios, el ‘plan de acción’ de Judith es un suicidio y su belleza sólo puede ser fuente de felicidad para los que estén con ella. Por encima de los criterios de los ancianos, del ‘sentido común’ e incluso de las realidades aparentemente más contrastadas, Judith tiene la mejor prudencia. El dolor de la viudez, el ayuno, la oración y el no reputar como propia su belleza son, según se desprende del libro, las claves de su discernimiento. Ésa es la certera intuición sobre el mundo y su belleza que se encuentra en estas páginas y que el cuadro de Gentileschi plasma tan bien. Análogamente, el escritor que es Jiménez Lo12

zano procura practicar una, llamémosla así, ‘ascética de la verdad’, un ejercicio de hacerse nada que le permita, como a Judith, no defraudar su obra (“la experiencia de la duda de lo que se es y en último término de la nada es una experiencia fundante, esencial sine qua non para ser, decir o escribir”2). No otra es la razón de su huida del estilo como locuacidad (“toda retórica o barroquismo encubre algo horrible”3) y de su resistencias al “rastro o baba del yo”4. En el fondo se encuentra una muy sana desconfianza del hombre y sus vanidades, que le permite conocer, en definitiva, lo que las cosas son, advertir que el escritor no es nada y, como consecuencia, borrar cualquier resto de su presencia. Por estos caminos hay que interpretar sus referencias a la belleza-verdad (citará con frecuencia aquel “Beauty is truth, truth beauty”). Desde esta perspectiva las aficiones de Jiménez Lozano por san Juan de la Cruz, santa Teresa de Jesús o los señores y señoras de Port Royal adquieren un significado mucho más 2

Segundo Abecedario, ed. Anthropos, Barcelona, 1992, pág. 211. 3 Op. cit., pág. 199. 4 Op. cit., pág. 214. 13

profundo; es la admiración de quien ha descubierto en ellos a ‘personalidades cumbre’. Con esta luz se entiende, por ejemplo, el testamento que deja san Juan de la Cruz a uno de sus enfermeros en El mudejarillo, la novelabiografía que Jiménez Lozano escribió sobre el santo. Allí 5, “como carta de navegar para andar por el mundo”, le deja el siguiente dibujo: Nada No Esto No Esto

Esto No Esto No No No

Si saberse nada es condición para ver con claridad —“adecuar el intelecto a la cosa” se puede leer en La muy frágil transmisión de los saberes—, ver las cosas como son es, prácticamente, un seguro de incomprensión social. También en “La vindicta de Artemisia” se dice que los evangelios se han convertido en un vo5

El mudejarillo, Ed. Anthropos, Barcelona, 1992, pág. 166. 14

lumen de citas frente a la medida exigente que propone una lectura, llamémosla así, realista: “si se les salta la gruesa capa de seguridad con que se los ha cubierto para su manejo, incendian y arruinan cuanto tocan”6. De igual manera, la visión ‘comprometida con la realidad’ incendia a todo cuanto permanece a su alrededor. Por ello es frecuente encontrar, entre las páginas de Jiménez Lozano, a un verdadero ejército de ‘resistentes sociales’. Se trata, en todos los casos, de personas incómodas allí donde viven: muchos de ellos fueron perseguidos o ninguneados. A los mencionados Judith, san Juan y santa Teresa hay que añadir ahora a fray Luis, Martín Martínez y la lista de hebraístas procesados, a ‘sus amigos’ de Port Royal, a Spinoza, a aquellas prostitutas mártires durante la contienda civil española y, de alguna manera, a los enterrados en cementerios civiles, con sus nombres y sus circunstancias. Y, por supuesto, a Kierkegaard, un verdadero ‘maestro de resistencia’, quien le enseñó, según dijo en Una estancia holandesa, a tener “desconfianza hacia 6

Retratos y naturalezas muertas, ed. Trotta, Madrid, 2000, pág. 94. 15

todo sistema y sistematización de lo que es realidad y vida”7. La afición por los resistentes de este mundo, según parece, tiene que ver con el afán por poner la verdad como medida de cualquier pensamiento, más allá del convencionalismo o de las recomendaciones políticas del momento (“uno no puede evitar que le escupan, pero sí que le palmeen el hombro”8). Son resistentes que, por encima de lo que dijeran, fueran o escribieran fueron perseguidos porque ‘era lo que tocaba’, lo que dictaban la moda y los convencionalismos. Palpita el convencimiento de que no hay nada más incómodo que decir la verdad y de que, precisamente por eso, es muy necesario decirla: no es casual que uno de los capítulos de La Guía espiritual de Castilla sea “Los buscadores de lo real”. ‘Buscar lo real’ parece ser el sentido de sus titubeos a la hora de mandar a la prensa algún escrito: lo deposita sobre la balanza para distinguir el mineral bueno de la escoria. Porque han sido publicados, hoy se pueden encontrar 7

Una estancia holandesa. Conversación. José Jiménez Lozano y Gurutze Galparsoro, ed. Anthropos, Barcelona, 1992, pág. 49. 8 Segundo Abecedario, op. cit., pág. 148. 16

en las librerías varios de sus cuadernos de notas, otros, sin embargo, fueron quemados, muy posiblemente para que no se convirtieran en germen de vanidad, de acuerdo con la consigna —tan presente en la ‘gran novela de adulterio’ del XIX— según la cual guardar en casa lo que no está bien acaba suponiendo un pacto con aquello: “una noticia de alguien, en el final de su vida, que me habla de un libro mío que está leyendo y le acompaña en tal trance. Leo la carta, que me conmueve, y la quemo luego, pese a que me gustaría conservarla con toda mi alma, porque me acompañaría como pocas cosas cuando necesite ser acompañado. Pero estos asuntos del ánima son cosa de dos, debe quedar en sus adentros, y no dejar huella ni noticia”9. Y, a la contra, entiende otras veces que conviene publicar sus notas con el deseo de que puedan “ofrecer algún tipo de compañía, conversación o disponibilidad”10 a sus supuestos lectores. Otra consecuencia de todo lo que se viene diciendo es que la capacidad de escribir es un 9

Los cuadernos de letra pequeña, ed. Pre-textos, Valencia, 2003, págs. 20-21. 10 Segundo Abecedario, op. cit., pág. 9. 17

don que le permite devolver lo recibido, mostrar lo que uno ha descubierto y considera indispensable, dar lo recogido sin el fraude que supone el yo —“todo renombre es condescendencia”11—. Es una concepción del escritor como intermediario. Con los cuadernos de notas, escribirá en uno de ellos, “devuelvo en la medida de mis fuerzas lo que se me ha dado en lecturas, encuentros o vivencias. O simplemente en la mirada de un rostro desconocido o unas palabras de quienes también han cruzado por mi vida sin saberlo siquiera”12. Cualquier don es algo recibido desde fuera y, en última instancia, independiente del receptor. En las entrevistas que le hacen son frecuentes las preguntas sobre las horas a las que escribe o sobre las razones por las que una historia acaba de cierta manera o sobre la intención al describir a un personaje de una u otra forma. En sus respuestas no es infrecuente encontrar evasivas: escribe cuando tiene algo que escribir, cada historia tiene su vida propia, termina como tiene que terminar y los personajes son como son porque ‘así 11 12

Segundo Abecedario, op. cit., pág. 35. Op. cit., pág. 9. 18

le fueron dados’, sin aprioris ideológicos, sin querer demostrar nada, sin simbolismos preconcebidos. Según cuenta, cuando escribió Las gallinas del licenciado él pensaba ambientar la novela en torno a santa Teresa. En un principio tenía el esbozo de la historia: la gallina constantinopolitana Basilisa pertenecía a una raza desconocida en Castilla. El licenciado don Juan de Palacios consigue hacerse con ella y la regala a su protegida doña Catalina con motivo de su boda. Pero la cuestión es que la novela “no salía” y, después de apartarla un tiempo, “probó con Cervantes y la cosa salió”.

y 2. El 27 de marzo de 1572, Fray Luis de León y Martín Martínez de Cantalapiedra ingresaron en la cárcel del santo Oficio en Valladolid. Era el comienzo de su largo y penoso proceso. Lo cuenta Jiménez Lozano en La Guía espiritual de Castilla. El libro, uno de los más impresionantes ensayos de los últimos treinta años, comenzaba con un poema de Ungaretti, 19

De estas casas no ha quedado sino algún resto de muro. De tantos que me amaban no ha quedado ni eso siquiera. Pero en el corazón ni una cruz falta. Es mi corazón la aldea más devastada. La Guía espiritual de Castilla es un recorrido por diversas regiones de Castilla, por algunos de sus edificios políticos y religiosos, por sus esculturas, por la vida que animó esta región cinco siglos antes. En el camino surgen las historias, como la de fray Luis y sus compañeros de cárcel, y las ideas que animaron tales construcciones, hoy tan olvidadas como destruidos están los edificios de los que trata. Todo aquello fue asolado al igual que las casas del poema de Ungaretti, pero también fue 20

arruinado lo que aquellos personajes representaban: una sensibilidad muy aguda, la rica humanidad que trajeron al mundo. El corazón se convierte en ‘la aldea más devastada’ por el recuerdo de lo que fue, por advertir tanta luz ya perdida en tinieblas y —por qué no decirlo— por la conciencia de lo que ahora somos. Con ello el lector aprende, en el siglo de la Nueva Historia y del materialismo histórico, que la historia es una presencia viva en el alma y el arte enseña más ciencias que muchos doctorados. Martín Martínez y Fray Luis, según se lee en estos capítulos, son acusados de una porción de cargos; se descubren sus raíces hebreas, las cuales, según parece, son las que efectivamente permitieron una cierta familiaridad, una forma mentis adecuada para entender el Antiguo Testamento con la sensibilidad con que lo hicieron. Algunos de ellos enfermaron y murieron en aquellas cárceles y todos, desde luego, fueron perseguidos por fantasmas interiores y melancolías, como el propio fray Luis quien solicita que se “avise a Ana de Espinosa, monja en el monasterio de Madrigal, que envíe una caja de unos polvos que ella solía hacer y enviarme para mis melancolías y pa21

siones de corazón, que ella sola los sabe hacer y nunca tuve dellos más necesidad que agora”13. Aquellos encarcelamientos pudieron promover una percepción nueva de las cosas o, quizá más bien, el enfoque primero de la mirada, tal y como le pudo suceder a san Juan durante su cautiverio. “Sólo hay que pensar —se lee en Una estancia holandesa— en lo que significa, en una prisión por ejemplo (…) un cigarrillo mismo, una taza de café, una golondrina, un petirrojo, un perro, una mata de hierbajos o un poco de sol. En muchos casos sólo entonces se descubre el inmenso valor de esas pequeñeces”14. La mirada de Jiménez Lozano es la de este preso, sorprendido por un sauce, un cuco, el trozo de un espejo. Es un autor ‘muy cosero’; transmite en los relatos su afición por llamar a las cosas por su nombre —algo que también aprendió de Azorín—. Quizá por ello pocos como él conocen ‘el nombre exacto de las cosas’ y la teología que se encuentra en las palabras. Podemos decir 13

Guía espiritual de Castilla, ed. Ámbito, Valladolid, 1984, pág. 184. 14 Una estancia holandesa, pág. 149. 22

que se nombra lo que se ama y, precisamente por eso, nombra mucho. La admiración del mundo puede producir incomprensión, como en aquella ocasión en que había salido a pasear durante un día de nieve y uno, que venía en coche, se ofreció para acercarle a casa, porque no concebía siquiera que un día tan frío hubiera salido a dar un paseo15. Como puede sorprender que tenga un telescopio en su terraza. Porque se queman los cuadernos que no se deben guardar, se es capaz de admirar todo lo pequeño, otra paradoja frecuentemente mencionada en sus escritos. Como en Judith, como en Fray Luis. ¿Y cómo no relacionar el amor por las cosas sencillas y pequeñas y el esfuerzo por lanzar una mirada de franqueza al mundo con la curiosidad desbordante de Jiménez Lozano? Aristóteles, un proscrito de facto de nuestro tiempo, habló del deseo “según su naturaleza” de todo hombre por saber. La inquietud intelectual de Jiménez Lozano es omniabarcante, es, por decirlo con ironía, un “escritor de Castilla” que cita a japoneses, que ha escribe sobre el XVII francés, sobre la ame15

Cfr. Segundo Abecedario, pág. 189. 23

ricana Flannery O’Connor y, desde luego, sobre los rusos del XIX. Si la fascinación que despiertan las ‘dappled things’, los ‘skies of couple-coulour as a brinded cow’ es tal, ¿cómo no se sentirá atraído por las pequeñas historias de los hombres y por los hombres mismos, que son dignos de un amor tan superior? Si le cuesta usar una pluma por el miedo de romperla, ¿cómo permitirá que los momentos de amor, las desgracias, los pequeños hallazgos de humanidad se pierdan en ese mar que es el olvido? “Un narrador —ha dejado escrito— es alguien que mira el mundo y a los hombres, y carga con toda la memoria de ellos para que nada de hombre se pierda. Iba a decir que es como alguien que recogiese el papel más pequeño, o incluso un botón, y desde luego una mirada, y una especie de sabueso, que se recorre infierno, tierra y cielo para dar con un rastro de hombre, una historia de hombre, (…) y las cuenta”16. George Steiner ha dicho recientemente que le gustaría ser presentado sencillamente como lector17; Jiménez Lozano, 16

Una estancia holandesa, pág. 11. 17 Cfr. Elogio de la transmisión, George Steiner y Cécile Ladjali, ed. Siruela, Madrid, 2007, págs. 69-70. 24

quizá, preferiría que en sus biografías los premios recibidos cedieran el primer puesto a su presentación primordial, la de escribidor de historias, y después lo demás.

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La muy frágil transmisión de los saberes José JIMÉNEZ LOZANO

En los siglos XVI y XVII, cuando un estudiante que iba a Salamanca se despedía de las gentes de su pueblo, éstas le deseaban lo mejor, naturalmente, pero con frecuencia añadían una coletilla algo melancólica: “Suerte has de tener, que de saber no has menester”. Eran simplemente realistas, y estaban hartos de ver que, como había ironizado el Arcipreste de Hita, el dinero o el poder de muy rudos labradores hacían graves doctores. Pero también en esos siglos, cuando la gente de su pueblo, Martín Muñoz de las Posadas —algo más que un Maastricht o Estrasburgo en la época—, preguntaba para qué estudiaba, al muchacho Diego de Espinosa, que luego sería Inquisidor General, y algo parecido a primer ministro de Felipe II, éste respondía: “Para saber”. Porque también estaba 27

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