\"Variación identitaria entre los orientales de Tartessos. Reflexiones desde el antiesencialismo darwinista\".

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Descripción

Fenicios en Tartesos: nuevas perspectivas

Manuel Álvarez Martí-Aguilar (Ed)

BAR International Series 2245 2011

Published by Archaeopress Publishers of British Archaeological Reports Gordon House 276 Banbury Road Oxford OX2 7ED England [email protected] www.archaeopress.com

BAR S2245

Fenicios en Tartesos: nuevas perspectivas © Archaeopress and the individual authors 2011

ISBN 978 1 4073 0809 8

Printed in England by Blenheim Colour Ltd All BAR titles are available from: Hadrian Books Ltd 122 Banbury Road Oxford OX2 7BP England www.hadrianbooks.co.uk

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Variación identitaria entre los orientales de Tartessos. Reflexiones desde el antiesencialismo darwinista* José Luis Escacena Carrasco Universidad de Sevilla Abstract As members of the animal kingdom, humans are subject to selective pressures that promote essentialism, that is, the innate tendency to grasp general traits above other more particular ones. The analysis of the so-called Phoenician colonisation requires us to be aware of this problem and to face it. By means of this strategy, the archaeological record may show variation where, at first, only homogeneity appeared to exist. Key Words Variation, Phoenicians, Ethnicity, Darwinism

Los hijos de Jacob respondieron a Siquem dolosamente por el estupro de Dina, su hermana, y les dijeron: «No podemos hacer eso de dar nuestra hermana a un incircunciso, porque eso sería para nosotros una afrenta. Sólo podríamos venir en ello con esta condición: que seáis como nosotros y se circunciden todos vuestros varones. Entonces os daríamos nuestras hijas y tomaríamos las vuestras, y habitaríamos juntos, y seríamos un solo pueblo; pero si no consentís en circuncidaros, tomaremos a nuestras hijas y nos iremos». (Génesis 34, 13-17; traducción de E. Nácar y A. Colunga, 1991). En la cresta de la ola La selección natural, entendida en la forma básica en que fue propuesta por Darwin en 1859, ha promovido por doquier que seamos propensos a captar los rasgos esenciales de los seres que nos rodean, sean éstos inertes o animados. Cualquier Homo habilis u otro antepasado nuestro, humano o prehumano, que hubiese perdido el tiempo en disquisiciones filosóficas acerca de si el animal que se le acercaba era león, pantera o cocodrilo en vez de ponerse de inmediato a resguardo de la amenaza, habría caído en las fauces del depredador. Con ello, la imposibilidad de reproducirse una vez muerto habría hecho que ni sus genes ni su conducta, fuera ésta innata o aprendida, tuviesen la oportunidad de replicarse en lo sucesivo. Mientras tanto, los individuos que captaban rápidamente las propiedades básicas de esos peligros, y podían así tomar las precauciones para esquivarlos de inmediato, conseguían salvarse y transferir esos rasgos somáticos y conductuales a su prole. De esta forma operó durante millones de años una presión selectiva que premiaba el esencialismo, la facultad que nos permite, entre otras cosas, ver el bosque más allá de cada árbol concreto. Podría afirmarse que la evolución ha seleccionado a aquellos especímenes que se fijaban más en la moda, entendida en términos matemáticos, que en los valores extremos de la serie. Si representáramos esta cualidad mediante una campana de Gauss, y la aplicáramos a perfilar qué fue “lo griego”, “lo tartesio”, “lo etrusco” o “lo fenicio”, dichas definiciones acabarían situadas siempre en la cima de la curva estadística o en sus proximidades, como si se tratara de simples medias

y/o medianas matemáticas. Como ha reconocido M. Álvarez Martí-Aguilar (2005a) de manera harto convincente, en relación con Tartessos en concreto esta búsqueda de esencias bien limadas y de rasgos definitorios nítidos, adobado todo ello con un programa ideológico de cariz nacionalista en el que han confluido diversas escuelas teóricas, ha presidido muchas investigaciones de la protohistoria meridional hispana desde el siglo XIX al menos. Unas veces desde el esencialismo español y otras desde posiciones regionalistas, Tartessos se ha reclamado como origen de lo actual, en una tradición que arranca ya de la Antigüedad. De hecho, las poblaciones púnicas mostraron esta misma reivindicación de lo tartésico como elemento identitario propio (Álvarez 2009: 101-102). Esta forma de proceder es normal en todas las ciencias. Necesitamos perfilar los fenómenos estudiados —sean astros, tormentas tropicales, especies vivas o revoluciones políticas— por aquellos denominadores comunes con los que logramos aprehender en términos básicos de qué estamos hablando. Las mismas teorías científicas, en tanto que conjuntos de proposiciones básicas para la explicación de los hechos observados, están necesitadas de esos rasgos esenciales que las caractericen y que las distingan de otras (Gould 2004: 35). Por eso, cuando definimos criterios para intentar agrupar la diversidad natural, formamos conceptos fundamentales —o casi fundamentalistas— a partir de una realidad que es siempre mucho más heterogénea y plástica de lo que esos mismos encasillamientos mentales permiten a veces imaginar. Tal vez uno de los principales valores epistémicos del darwinismo, que está desde luego en la base de las claves de esa teoría, fue la oposición consciente a esta tendencia innata que nos hace propensos a olvidarnos de las

* Trabajo elaborado en el marco de los Proyectos de Investigación HUM2007-63419/HIST y HAR2008-01119, y dentro del Grupo HUM402 del III Plan Andaluz de Investigación.

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J.L. Escacena – Variación identitaria entre los orientales de Tartessos... diferencias, y que nos lleva con fuerza a ser esencialistas (Gould 1993: 428-432). Porque, si en la vida cotidiana ha sido rentable tal inclinación, para el análisis científico esto se convierte en un escollo que imposibilita explicar los hechos observados. Seguramente muchos de nosotros, los investigadores que nos dedicamos al estudio de la Protohistoria hispana, hemos tropezado alguna vez con esta barrera que nos impide ver la variación de la naturaleza y que nos obsesiona en la persecución de descripciones medulares. Para no caer en una crítica fácil a los demás colegas, viendo así la paja en el ojo de otros e ignorando la viga en el mío, señalaré que yo mismo he cometido con frecuencia ese pecado, sobre todo cuando he abordado el análisis histórico desde enfoques no evolucionistas. Valga como ejemplo la contribución que hice al libro colectivo sobre Tartessos dirigido por M.E. Aubet en 1989, en cuyo título reflejé ya, al menos parcialmente, ese intento de captar lo que supuestamente debería ser la esencia de la gente indígena que precedió en la Baja Andalucía a la conquista romana (Escacena 1989). Tengo más ejemplos propios y ajenos, algunos de los cuales tal vez salgan a relucir a lo largo de estos párrafos. Por eso mismo de que perseguir los atributos esenciales aleja de la realidad más de lo científicamente deseable, Darwin comenzó su obra sobre el origen de las especies acometiendo el análisis de la diversidad y el reconocimiento de ésta como condición indispensable para cualquier proceso evolutivo, porque la variación es la fábrica de materia prima con la que luego trabaja la selección. Como revelan sus apuntes y notas de campo, ya en 1837 comenzó a ocuparse de este tema, abandonando pronto el tradicional enfoque platónico que pretendía ver en el mundo tangible poco más que un reflejo directo de unas esencias inmutables (Buskes 2009: 44-46). Tanto insistió Darwin en este asunto, que planteó con toda crudeza desde el comienzo de su famosa obra un problema aún no resuelto del todo por la biología contemporánea: el propio concepto de especie (Mayden 1997; Zimmer 2008). Para el naturalista inglés autor de la teoría, y desde luego para todos los darwinistas, sin variación no hay posibilidad de cambio, ya que en un ambiente homogéneo la selección natural está incapacitada para elegir entre cosas distintas. Todo aquello por lo que opte será igual a lo precedente, eternizando así hasta el infinito siempre las mismas formas somáticas y las mismas normas de conducta. Tan poderosa razón evolutiva está detrás de muchos de los enfoques científicos que han impedido hasta ahora observar cierta variación en muchos fenómenos históricos, especialmente en aquellos que ahora nos interesan, las migraciones humanas. Es más, esta misma propensión a olvidar diferencias de grado o matices en una situación dada es más fuerte cuanto más alejados se encuentran el sujeto y el objeto de estudio en el cladograma evolutivo. Por eso tenemos más dificultades en distinguir individuos abejas en una colmena que individuos vacas en una granja, porque hace muchos más millones de años que nos separamos de las primeras que de las segundas. Por eso mismo, a los humanos caucásicos les cuesta a veces distinguir con precisión la diversidad individual de los japoneses o de los chinos, y viceversa.

Estos caracteres de nuestro funcionamiento mental trabajaron con fuerza en tiempos prehistóricos, pero también en etapas posteriores correspondientes al periodo que ahora nos importa. Era entonces de especial importancia captar con prontitud la esencia de “los otros”, porque la mayor parte de las veces esos otros podían ser, más que un mero prójimo, un verdadero enemigo; con lo que identificarlos de inmediato constituía una poderosa estrategia adaptativa. Intuyo así que, cuando Homero habla de los fenicios y no da buena cuenta de la moralidad de sus prácticas mercantiles, está desde luego operando mediante esta presión selectiva esencialista. Pero sospecho también que el asunto no se quedó en los poemas homéricos, sino que, a través de la historiografía clásica grecolatina, se ha filtrado subrepticiamente en la investigación actual de ese mundo cananeo del primer milenio a.C. Si en aquellos escritos griegos apenas se reconocía la diversidad fenicia fue porque la intención con la que se aludía a esa gente no era desde luego científica. Más bien se veía en esa población de comerciantes simplemente a los competidores por la expansión territorial y económica en el ámbito del Mediterráneo. El inconveniente que planteo ahora no es que los griegos se fijaran, a la hora de identificar como fenicios a los sidonios o a los tirios, sólo en la cresta de la ola de la correspondiente campana de Gauss; eso entraba dentro de lo normal. El verdadero problema estriba en que los historiadores actuales no hemos sido conscientes de estos asuntos que tanto influyen en las explicaciones que damos del pasado. Y hacemos uso de términos, de conceptos y de planteamientos teóricos que van cargados de esos otros valores sociales no epistémicos que tanto lastran las explicaciones científicas del pasado, especialmente en las disciplinas del campo de las Humanidades. En el caso de la arqueología —y me temo que ocurre lo mismo en las demás ciencias sociales— esto se debe evidentemente al desconocimiento generalizado de las leyes evolutivas darwinistas; y a veces a pensar que éstas se refieren sólo a los demás seres vivos de la naturaleza, pero que nada aportan a la comprensión de las culturas humanas desde que surgió Homo sapiens; mucho menos al estudio de los fenicios o de otras civilizaciones aún más modernas.1 Resulta evidente que, para analizar y explicar, previamente hay que definir y describir, y que toda definición-descripción es en sí misma esencialista, porque persigue fundamentalmente captar el núcleo básico que nos sirve para apiñar cosas semejantes. Por tanto, no ejerceré aquí una crítica yerma a esta necesidad del proceder científico. Más bien intentaré llevar a cabo unas reflexiones que permitan algún día establecer segmentos donde hoy vemos —o queremos ver— un todo homogéneo. Seguramente no lograré en estas líneas más que embrollar un asunto que, aparentemente al menos, parecía estar claro. En el caso de los llamados colonos fenicios, el problema primero es precisamente saber a quiénes aplicamos este étnico y qué marcadores arqueológicos hemos usado para tal fin. Y en este caso, 1 Permítame el lector que, desde la perspectiva cronológica de un prehistoriador, caracterizada por medir el tiempo en cientos de miles de años si no en millones, incluya a los fenicios entre las civilizaciones modernas.

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Fenicios en Tartesos: nuevas perspectivas como en tantos otros experimentados por todas las ramas del saber, nos encontramos desde el principio con un mismo impedimento difícil de soslayar, una ley según la cual, mientras más parámetros añadamos a la lista de denominadores comunes de cualquier agrupación de elementos, sean éstos seres animados o inanimados, más individuos del conjunto mostrarán excepciones a la regla en uno o en varios de sus caracteres. De esta manera, el intento de eludir tal problema nos lleva mecánicamente a restringir más y más los rasgos definitorios, empujándonos irremediablemente a la búsqueda de esencias en una especie de reductio ad minimum. Parece así que estuviésemos en un callejón sin salida: definir con precisión nos aboca al esencialismo, y el esencialismo nos oculta los matices de los objetos estudiados. Y si el quehacer científico necesita la precisión, el reconocimiento de las sutilezas distintivas es indispensable para el análisis evolucionista. En cualquier caso, siempre será mejor trabajar concientes de estas limitaciones metodológicas que marginarlas por ignorancia o con mala intención. Por todas estas razones, el darwinismo ha sido considerado a veces no tanto una nueva teoría como un nuevo tipo de teoría, en tanto que todas las demás habrían sucumbido ante las presiones mentales esencialistas, alejando a los científicos del necesario reconocimiento de la diversidad como condición necesaria para una posterior explicación (Sober 2004: 115-116).

encontrar que todos hemos tenido ascendientes que alguna vez llegaron desde otras tierras. Y si estas precisiones terminológicas se soslayan más de la cuenta en muchas investigaciones de bata blanca, de probetas y de guantes de látex, en las ciencias sociales esta omisión toma proporciones gigantescas. América Latina y otros muchos rincones del planeta padecen ahora estas luchas protagonizadas por supuestos indígenas inocentes, en un intento claro por conseguir sobre los recursos más derechos que los que parecen no ser de allí después de tener en aquellos territorios ancestros de varios siglos. Nuestra ciencia arqueológica se topa todos los días con estas imprecisiones; pero parece que el personal se encuentra bastante cómodo así, fuera del proceder científico. Será por aquello de que, a río revuelto, ganancia de pescadores. El estudio de lo que un día fuera Tartessos está plagado de problemas de este tipo, el principal de los cuales es precisamente no tener conciencia de que existen. “Disfrutamos” de una indefinición casi absoluta de los términos referidos tanto para la gente hipotéticamente autóctona como para la que llegó con la dispersión colonial que denominamos fenicia. Aclarar estos entresijos no es fácil, porque requeriría a veces acudir a otras ciencias que alguien ha decidido que nada tienen que decir en la formación de nuestros historiadores: epistemología, biología, filosofía de la ciencia, etc. Un ejemplo aleccionador que podría servir para aclarar qué cosas parecidas están ocurriendo entre los estudiosos de Tartessos lo ofrece la expansión de algunas comunidades humanas del hemisferio norte por el Atlántico occidental en la primera mitad del segundo milenio d.C. (Diamond 2006: 239-365). A la llegada de los vikingos a Groenlandia, el país que encontraron tenía menos hielo que en la actualidad. El clima de entonces facilitó a los recién llegados que perpetuaran en la nueva patria su vida ancestral como hortelanos y ganaderos. Su triunfo relativo como ocupantes de las tierras descubiertas les hizo fundar dos colonias principales en esta enorme isla, además de abundantes granjas de menor entidad. Pero el sistema agropecuario implantado con esa colonización se desplomó al cabo de unos pocos siglos. El avance hacia el sur del frío determinó el colapso de su economía campesina, y por ende el final de ese mismo poblamiento. Parece que eran tan fuertes sus memes, que ni supieron ni quisieron adaptarse al nuevo ecosistema que se extendía desde latitudes más septentrionales.2 El consumo de

Orientales y occidentales en Tartessos La revista Investigación y Ciencia, quizá una de las mejores divulgadoras del conocimiento científico, incluía en su ejemplar de septiembre de 2008 un trabajo relativo al análisis genealógico del hombre moderno (Stix 2008). Se cita allí el Proyecto Genográfico, una encuesta genética mundial diseñada para recopilar ADN de cien mil indígenas. Tan pingüe conjunto de datos podrá arrojar mucha luz sobre nuestros caminos evolutivos recientes e incluso sobre migraciones históricas. No obstante, sin dudar de la pulcritud científica en la toma de muestras y de la calidad de los análisis, un asunto no resuelto en el proyecto puede hacernos recelosos de sus resultados: nunca se perfila en el trabajo de marras qué sea un indígena. Aunque esa acotación, absolutamente necesaria para actuar con garantías científicas, se elude, una imagen parece aclarar la cuestión. Un caballero rubio, de piel clara y con vestimenta occidental y guantes de látex, director del proyecto por más señas, toma una muestra de saliva a un chadiano de tez oscura y turbante blanco. La foto induce a los incautos a creer que el indígena es indudablemente el señor del Chad. De la misma forma, esta primera impresión tan acientífica está fuertemente instalada en nuestra investigación de Tartessos. Ignoro si las muestras genéticas obtenidas incluían la de Spencer Wells, jefe de la campaña, de aspecto físico tan occidental. Pero me pregunto si él no es indígena de algún sitio. Porque en ningún rincón del plan de trabajo encontré los baremos científicos empleados para discriminar entre quienes eran autóctonos y quienes no. Entre otras preguntas, me interesé por escudriñar qué cantidad de tiempo tiene que permanecer un grupo humano en un lugar para ser tenido por vernáculo. Es más, basta remontarse hacia atrás lo suficiente para

2 El análisis evolutivo de enfoque darwinista entiende por meme la unidad básica de replicación de la conducta aprendida. A diferencia de los genes, los memes no son de naturaleza material, pero de ahí no se infiere su inexistencia. Es un meme el concepto occidental de propiedad privada, por ejemplo. Una religión es un conjunto complejo de memes interconectados. Podemos venir genéticamente dotados para disponer de pensamiento simbólico, lo que nos permite tener credos religiosos, pero pertenecer a una u otra fe se transmite por aprendizaje. Igual que los genes se expresan en alelos distintos, también los memes de alguna forma lo hacen. Así, no es igual el concepto de divinidad para un cristiano que para un masai, aunque los dos dispongan de rasgos compartidos, por ejemplo ser demiurgos. El término meme fue propuesto en 1976 por R. Dawkins (1979 [1976]: 277-293). Sin embargo, el mayor desarrollo de la que ha venido a llamarse teoría memética se lo debemos a la psiquiatra S. Blackmore (2000). En realidad, no estamos ante un nuevo armazón teórico a pesar de que su autora ha pretendido venderlo así. La teoría memética no es más que la

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J.L. Escacena – Variación identitaria entre los orientales de Tartessos... orientales en Huelva (González de Canales et al. 2004). Por la misma razón de inercia acientífica que caracteriza a las Humanidades, seguimos catalogando de extranjeras a generaciones humanas que distan bastante de la primera que se desplazó, grupos que en todo caso constituirían individuos criollos. El panorama actual de la literatura arqueológica referida a la Protohistoria meridional ibérica está asfixiado por estos problemas metodológicos, una situación que deriva en su mayor parte de los enfoques teóricos con los que se ha abordado el estudio de esa época. Esta larga reflexión podría parecer alejada del tema en el que ahora debemos centrarnos, pero es en realidad un ejemplo edificante de los problemas de rumbo en que está sumido el análisis de Tartessos y de la dispersión fenicia por la Península Ibérica. Por lo pronto, parece que empezar a resolverlos exige abandonar esos adjetivos que aluden a las supuestas patrias de origen de las distintas comunidades. Y tal vez la solución más apropiada podría consistir en referirnos a éstas con los nombres que, real o hipotéticamente, podemos proponer que les pertenecían. Sabemos en concreto que el nombre de fenicios no es más que el apelativo que dieron los griegos a gentes de Sidón, de Tiro y de otras ciudades de la actual costa siria y libanesa, y tal vez también de Chipre, cuya actividad más genuina, o aquella que a los griegos les importó señalar, era el comercio. Pero los habitantes de la franja siropalestina donde se ubicaban esas urbes se denominaron a sí mismos cana’ani, o al menos con ese nombre los mentaban la gente vecina. Sin embargo, rara vez la literatura arqueológica llama cananeos a los fenicios del primer milenio a.C. Este segundo término se reserva casi siempre para las poblaciones siropalestinas del milenio anterior. Seguir nombrando cananeos a la población del primer milenio a.C., como sinónimo en principio de fenicios, facilita las cosas porque conseguimos así un apelativo que coincide con su étnico (Aubet 1994: 17), un término colectivo que incluye los más restrictivos referentes a la ciudad concreta de procedencia de cada cual. Diríamos que, si los fenicios tuvieron conciencia de nación, ese sentimiento se expresaba reconociéndose a sí mismos como “los cana’ani”. De hecho, la voz Canaán para su patria, la llanura litoral situada hoy al norte de Israel, se usó en Palestina hasta el siglo IV a.C. (Liverani 2004: 327). Aparte de otras cuestiones, este empleo milenario de un mismo nombre comunitario puede ser exponente claro de una continuidad manifiesta entre la gente del segundo milenio a.C. y la del siguiente, cosa defendida en la actualidad para el mundo de las creencias (Marín 2002: 16).3 Para nuestro análisis de Tartessos, el empleo indistinto de los términos “cananeos” y “fenicios” no pretende huir de considerarlos colonos cuando acceden por primera vez al mediodía ibérico, cosa que se produjo en el siglo IX a.C. según cada vez más pruebas. Facilita en cambio dejar de mencionarlos como colonos, en su acepción de extranjeros, una vez rebasada la primera generación asentada en Occidente. De hecho, nos hace más neutrales a la hora de citarlos, con lo que logramos lejanía científica y frialdad de análisis aquellos

ballenas francas tal vez habría salvado a parte de la población; pero esa era la comida de los inuit, el pueblo esquimal al que los normandos denominaban “los desgraciados”, no la de ellos. Por estas razones ecológicas, cuando las poblaciones coloniales de procedencia nordeuropea desaparecieron del todo, sólo esos grupos adaptados a las temperaturas polares y a las fuentes de alimento que éstas les proporcionaban permanecieron como habitantes de aquellas regiones. Pero ¿qué papel desempeñó cada comunidad en este relato? En apariencia, o pertrechados de una escasa reflexión teórica acerca de los términos que solemos aplicar a las situaciones coloniales (autóctonos, alóctonos, colonos, aborígenes, indígenas, nativos, etc.), de inmediato tendríamos a los inuit como los genuinos habitantes de la región, es decir como la población indígena local. De hecho, es cierto que los europeos sólo ocuparon el país desde los tiempos de Erik el Rojo. Solemos olvidar o ignorar que, al arribar a Groenlandia esta colonización, los hielos perpetuos del Atlántico norte se encontraban mucho más arriba que hoy. Por eso mismo los inuit no vivían en los territorios ocupados por los vikingos. Mucho antes sí habían existido allí cazadores, pero a la llegada de los europeos aquel país verde estaba despoblado de humanos. Los esquimales accederían más tarde, durante el siglo XIV y a resultas de la expansión meridional del frío, la misma razón que iba acabando poco a poco con la población normanda. ¿Por qué habríamos de considerar entonces indígenas a los inuit y no a los europeos? Hay aquí mucho traspié metodológico que determina luego la explicación histórica. Este problema concreto de dilucidar qué términos usamos para cada comunidad de seres vivos cuando ambas entran en contacto está resuelto por la biología. Sin embargo, a los historiadores les ha repugnado normalmente usar términos biológicos cuando se refieren a los humanos. La visión antropocéntrica del mundo hace aquí sus correspondientes estragos, procurando alejarnos de la animalidad para hacernos reyes de la creación o gestores del planeta, en el fondo lo mismo expresado desde dos religiones distintas, las tradicionales en el primer caso y el ecologismo en el segundo. En vez de calificar a las poblaciones como residentes o como sobrevenidas, o, si se prefiere, como grupos simpátridas o alopátridas, adjetivos que permiten establecer descripciones relativas en tanto que sólo comparan una población con otra en un momento y lugar dados, preferimos voces de significado más absoluto que hablan de indígenas y de colonos. Así, proporcionamos automáticamente al concepto “autóctono” una carga de profundidad que concede a la gente así calificada una residencia supuestamente milenaria en el territorio estudiado. Algo que muchas veces carece de demostración. En el caso de Tartessos, ningún dato obtenido con las suficientes garantías científicas puede negar la hipótesis de que los contingentes demográficos no semitas de ese mundo se hubiesen instalado en la región a la vez que llegaba a las costas meridionales hispanas la expansión fenicia, más aún desde que conocemos las más viejas evidencias de esta presencia de

3 A favor de una cesura en el terreno religioso se mostró en su día, aunque de esto hace ya más de quince años, M.E. Aubet (1994: 138).

aplicación del darwinismo más genuino a la evolución cultural.

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Fenicios en Tartesos: nuevas perspectivas principio razonable atribuir a poblaciones cananeas la costumbre de arrojar armas a los ríos, simplemente porque no lo hacían en su patria de origen. Y lo mismo podemos afirmar en el caso de la vivienda. En las ciudades de la costa siria y libanesa las casas de comienzos del primer milenio a.C. utilizaban paredes rectas y ángulos de 90° básicamente. Los muros curvos se reservaban para algunas estructuras de combustión, como los hornos de pan, los de cerámica o los metalúrgicos. Este hecho implica que las primeras unidades domésticas construidas de esta forma en el mediodía ibérico puedan ser atribuidas a la tradición oriental. Más aún, podría afirmarse que en la primera serie levantada según esta norma edilicia habrían habitado cananeos. La casa se convierte así en un buen indicador étnico que puede diferenciar a los *Turta de los fenicios. Aunque tal propuesta metodológica se ha puesto sobre la mesa de los investigadores hace ya varios años (Izquierdo 1998), no carece de problemas que poco a poco tendremos que solucionar, problemas surgidos también de una reflexión darwinista. El primero tiene que ver con la cantidad de personas que se trasladan en cualquier desplazamiento demográfico y con la estructura social del grupo. Por lo común, cuando la migración afecta a unos pocos individuos desligados de sus correspondientes familias, éstos pueden residir en los mismos tipos de viviendas de las comunidades que encuentren en los territorios de arribada, si es que el lugar estuviera poblado. No podríamos rechazar por tanto, a priori, que en las chozas circulares tartésicas se alojara algún comerciante oriental separado de su comunidad de origen. En este caso, y llegada la necesidad, incluso usaría una vajilla extraña a sus tradiciones alfareras para comer alimentos también ajenos. Circunstancias como ésta serían prácticamente indetectables en el registro arqueológico. Otra cosa es que el traslado implicara a un sector mayor de la población. En tal circunstancia, la replicación de los memes propios en los nuevos asentamientos es directamente proporcional, tanto en calidad como en cantidad, al número de individuos implicados en la migración y a la conservación en esta mudanza de las estructuras sociales de origen. Este fenómeno se denomina en teoría evolutiva “efecto fundador”, y viene a decir que lo que puede arraigar en el lugar de destino de cualquier desplazamiento alopátrida mantiene una íntima relación sólo con lo que salió del sitio de procedencia, no con la totalidad de lo que existía previamente en la región de partida. Además, esta semilla podrá originar en su nueva residencia una deriva evolutiva que potencie la representación de ese sector emigrado en relación con los cupos demográficos de que había dispuesto en la población madre (Boyd - Silk 2001: 582). De ahí que la variación inicial sea en el nuevo territorio casi siempre menor que la que pueda constatarse en la patria originaria. Por esa misma razón, en los humanos los desplazados suelen ralentizar su evolución en aquellos aspectos más relacionados con los caracteres identitarios, porque, en función del teorema de Fischer (Ayala 1994: 67), cualquier población experimenta una velocidad de cambio directamente proporcional a la cantidad de variación que contiene. En relación con los más antiguos asentamientos de poblaciones orientales en el mediodía ibérico, todo parece indicar que existió un traslado relativamente numeroso de gente desde muy pronto. Y, aunque no podemos hacer

especialistas implicados en la tarea, los hispanos en general y los andaluces en particular. Porque acecha por todas partes, como ha señalado M. Álvarez Martí-Aguilar (2005b: 72-77), la tendencia a caer en una trampa ancestral tendida por nuestras tradiciones historiográficas, aquella que pretende identificarnos a los de aquí y de ahora con la población no fenicia que habitó en Tartessos, en una búsqueda de esencias patrias autoctonistas en la que se han enredado investigadores de muy diversas escuelas. Ni en las aguas mediterráneas que bañan las costas siropalestinas ni en los ríos que desembocan en esa franja litoral han aparecido espadas de bronce de las que se encuentran en los cauces fluviales atlánticos de la Península Ibérica. Arrojar armamento a las aguas parece por tanto una costumbre que en el mediodía ibérico puede atribuirse a una población en principio no cananea. Como la norma no está constreñida al sur hispano abierto al Océano, sino que se extiende por gran parte de la fachada oeste europea y llega incluso a Marruecos,4 no puede considerarse exclusiva del pueblo que en el suroeste ibérico conviviera con los cananeos. Esta gente, distinta de la oriental, mostraba por tanto parentesco cultural con otras comunidades atlánticas de las que tradicionalmente se fechan a finales de la Edad del Bronce occidental. Otras cosas unen a todos esos grupos humanos de la fachada oeste europea, entre ellas el uso de chozas redondas como principal unidad de habitación. Para el subgrupo que ocupó el Bajo Guadalquivir, F. Villar ha propuesto que su etnónimo, con el que tal vez ellos mismos se autodenominaban, podría ser el de *Turta (Villar 1995). Con esta sugerencia podríamos tener una solución que, de momento, evitara caer en el problema de llamarles autóctonos o indígenas a esos habitantes, sobre todo porque estos otros términos contienen un axioma fortísimo que, como tal, carece de demostración: que eran la gente que, desde tiempos ancestrales —léase milenarios—, vivía en la zona como dueños y señores del territorio. Este supuesto, que no tiene en realidad confirmación arqueológica, se ha asumido por la mayor parte de la comunidad científica dedicada al estudio de Tartessos. Sin ir más lejos, quienes han analizado los llamados “fondos de cabañas” de Andalucía occidental, han defendido casi siempre que tales estructuras, invariablemente tenidas por viviendas, son la muestra final de una cadena evolutiva nacida al menos veinte siglos antes, en concreto en la Edad del Cobre (Ruiz Mata González Rodríguez 1994: 225). Lo mismo se ha defendido de la cerámica con decoración bruñida, que, tras nacer en el Calcolítico local, habría resurgido en época tartésica después de un periodo de latencia (Pellicer 1989: 177). De alguna forma, tales ideas han resucitado la vieja propuesta de Gómez Moreno (1905) sobre la consideración de los megalitos como la primera arquitectura tartésica. Desde el pensamiento evolucionista darwiniano no podríamos poner ninguna objeción seria a estos razonamientos. Cuando una comunidad de seres vivos emigra, transporta al lugar de llegada sus genes, pero también sus memes, es decir, sus unidades mínimas de replicación de la conducta aprendida. Por eso, no parece en 4 Aquí con un solo caso procedente de la Ría de Larache (Ruiz-Gálvez 1983).

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J.L. Escacena – Variación identitaria entre los orientales de Tartessos... cálculos absolutos de la cantidad, sí podemos concluir que hubo una representación bastante equilibrada de la estructura social, económica e ideológica de origen. El primer templo construido en el Carambolo (Carambolo V) es fiel reflejo de esta situación. Dicho edificio se levantó con técnicas que nada tenían que ver con las tradiciones arquitectónicas de finales de la Edad del Bronce del oeste hispano. Estas nuevas técnicas iniciadas en el siglo IX a.C. son por completo deudoras de las orientales. Es más, la disposición de las capillas y patios, la orientación astronómica de la estructura y muchos otros aspectos rituales, como el uso de conchas marinas para pavimentar los accesos, suponen un traslado a Occidente de creencias y de costumbres muy arraigadas en el Oriente Próximo. Los excavadores del Carambolo han ofrecido una buena serie de edificios siropalestinos como paralelos arquitectónicos del primer templo (Fernández Flores Rodríguez Azogue 2007a: 216-223), cuestión a la que hay que sumar, como luego veremos, el uso de caparazones de moluscos como suelos rituales. Esto demuestra el desplazamiento de un grupo estructurado y dividido internamente en segmentos según su menester económico, social, político, técnico y religioso. Es normal en cualquier contacto colonial la transferencia intercomunitaria de genes y memes. Aún así, el mestizaje siempre suele disponer de límites. Por lo común, el cruzamiento es más fácil mientras más cercanas en el cladograma filético se muestran las partes, y al contrario. En el caso de los vikingos y los inuit, fue casi inexistente tanto en lo somático como en la conducta aprendida. Un árbol evolutivo de las culturas humanas los mostraría como clados muy distantes. Pero conocemos otros ejemplos históricos en los que un mayor parecido entre los grupos facilitó en adelante la formación de una descendencia mestiza en ambos aspectos, el genético y el memético. En cualquier caso, las transferencias culturales obedecen también a reglas que se suelen respetar en muy altos porcentajes. En primer lugar, suele ser mucho más frecuente el traspaso desde la sociedad más compleja a la menos. Por eso, después de unos pocos siglos de convivencia en Tartessos de la casa de muros rectos y de la choza redonda, la segunda acabó por ceder ante la primera, cesión que estuvo motivada por la presión selectiva que ejercía la nueva vida urbana típica del primer milenio a.C. en el Mediterráneo. En segundo lugar, los componentes culturales meramente técnicos, es decir, los descargados de ideología o de contenido simbólico, suelen mostrar mucha más permeabilidad a las influencias externas que los de índole ideológica. De ahí que las creencias y las conductas asociadas a ellas fueran durante muchos momentos del mundo antiguo la más genuina bandera de la identidad grupal, como demuestra fehacientemente el texto bíblico que encabeza este trabajo. Entonces eran mucho más frecuentes que hoy las religiones nacionales. O, lo que es lo mismo, credo y nación llegaron a usar con asiduidad una misma frontera, un limes autopoiético que permitía diferenciar lo propio de lo extraño. Dicho contorno, típico de los organismos complejos cuando viven de forma aislada pero también de sus comunidades en el caso de los seres sociales, es en realidad absolutamente necesario para la conformación de la vida, sobre todo porque marca la barrera entre el medio externo y el yo/nosotros, proporcionando la indispensable “clausura operacional”

(Maturana - Valera 1996: 77). De esta forma suministra autoconsciencia incluso a la vida microscópica (Sagan Margulis 2003: 313-314). En el caso humano, esa línea final ha encontrado también un refuerzo histórico en la lengua hablada por cada pueblo (Cavalli-Sforza 1997). En razón, pues, de las reglas que operan en las transferencias meméticas intercomunitarias, parece razonable proponer que los cananeos desplazados hasta la Península Ibérica no llegaran a usar masivamente la cabaña redonda atribuible a los *Turta, sino su tradicional vivienda cuadrada o rectangular. Por el contrario, estos últimos utilizaron cada vez más el modelo oriental en detrimento de su arquitectura doméstica tradicional. Así las cosas, quizás podría afirmarse que, en principio y mientras algún rasgo no insinúe nada en contra, toda choza circular protohistórica de Andalucía occidental fue una casa *turta habitada por *Turta, pero que no toda construcción de muros rectos de la misma época y región fue una residencia oriental ocupada por cananeos. Como vemos, la situación es realmente compleja. Y sólo hemos tratado hasta ahora el tema de las estructuras de habitación, cosa que parece más fácil en principio que el asunto de las necrópolis y ritos funerarios, de los templos, de los objetos suntuarios, etc. De hecho, desconozco aún cómo resolver el caso problemático que el sino ha puesto ante mis narices en las excavaciones que he llevado a cabo con mis colegas J. Beltrán y R. Izquierdo en Las Cabezas de San Juan (Sevilla). Aquí, una casa circular como las de Acinipo, del siglo VIII a.C., con porche de entrada, muro pétreo curvo y pavimento de tierra apisonada con huellas de una estufa central, en apariencia todo atribuible a la tradición constructiva *turta, dispuso en el umbral de una línea de conchas marinas formada por siete valvas de Glycymeris glycymeris, algo ajeno por completo, en principio, a las creencias tradicionales de sus supuestos inquilinos pero profundamente simbólico para las poblaciones cananeas. El caso de la choza circular se agravaría aún más si comenzáramos a dudar de que todo lo que se ha descrito como “fondo de cabaña” sea realmente la parte subterránea de una vivienda. Algunos colegas han expresado serias objeciones a que muchas de estas oquedades prehistóricas que damos por tales, sobre todo las de la Edad del Cobre supuestamente antecesoras de las protohistóricas, realmente lo sean (Jiménez - Márquez 2006). Y ya está descartado desde luego el que sirvió como paradigma interpretativo de toda la serie tartésica, el del Carambolo, que ha resultado ser un bóthros o fosa ritual en el contexto del santuario (Belén 2000: 72), pozo posiblemente destinado a arrojar los restos de los sacrificios y demás “basura” sagrada. Esta reinterpretación puede dejar a los analistas del mundo tartésico sin saber qué rasgos fundamentales caracterizaban a la casa local prefenicia, si la había. A partir de la identificación de esta oquedad del Carambolo como vivienda, se supuso que todos los hallazgos similares también habrían de serlo, y se interpretaron así las estructuras encontradas, por ejemplo, en el asentamiento metalúrgico de San Bartolomé de Almonte (Ruiz Mata - Fernández Jurado 1986) y en el de Vega de Santa Lucía (Murillo 1994: 63-131 y 132-188), además de en otros muchos sitios dados a conocer en la bibliografía especializada. Casi nadie ha reparado en que un mismo registro formal puede ser reflejo de funciones 166

Fenicios en Tartesos: nuevas perspectivas distintas. Es más, tanto en la Colina de los Quemados de Córdoba (Luzón - Ruiz Mata 1973: 10) como en la citada ciudad de Acinipo, junto a Ronda (Aguayo et al. 1986), o en Montemolín (Chaves - de la Bandera 1991), el hallazgo de verdaderas casas circulares con sus correspondientes paredes de mampostería, con sus suelos de tierra apisonada, con sus puertas, con sus porches de acceso, e incluso con sus hogares internos, no suscitó la más mínima duda acerca de si lo eran o no esos otros hoyos oblongos de distinto diseño y registro, ciertamente inhabitables en multitud de casos según revelan las rocambolescas estratigrafías que contienen. Véase, si no, el caso de Pocito Chico (Ruiz Gil - López Amador 2001), que parece más bien un pozo ritual (Izquierdo Fernández Troncoso 2005: 719). Está servida aquí también una crítica exhaustiva de la función asignada a esos “fondos de cabaña”, tal vez en más de un caso simples fosas para alojar cocinas u otras estructuras de combustión para copelar plata, y que estarían distribuidas en espacios al aire libre junto a las verdaderas viviendas o al margen por completo de ellas. Esta hipótesis, tan distinta de la normalmente admitida, permitiría explicar por qué esos hoyos no llevan asociadas casi nunca huellas para postes ni zanjas de las que arranquen las paredes, como sí muestran en cambio muchas cabañas calcolíticas del Guadalquivir, o por qué cuentan en tantos casos con plantas absolutamente irregulares.

parte alguna se vislumbrase un rasgo —al menos uno— con raíces en la secuencia local prehistórica precedente. Bueno, corrijo: siempre quedaba la socorrida cerámica a mano, que al parecer esa gente occidental preservó como oro en paño cual si de lo más sagrado que tenían se tratase. Paralelamente se admitía que los fenicios no habrían fabricado/usado tal alfarería, porque si ésta aparecía en los ámbitos coloniales era porque la llevaban y/o empleaban allí ciertos indígenas que frecuentaban esos enclaves por motivos variopintos. No se había reparado en ningún caso en el hecho de que, en sitios tan alejados entre sí como la costa granadina y Lixus por ejemplo, esa vajilla no torneada era básicamente idéntica siendo bien distintos al parecer sus autores, del tronco beréber en el Magreb y del indoeuropeo en Tartessos. Por eso, la cerámica a mano encontrada en determinados santuarios ha certificado el libre acceso de “indígenas” a esos recintos sagrados fenicios (Blázquez 1993: 120), cosa que, de nuevo, no parece estar muy en consonancia con los versículos del Génesis que abren este trabajo. En ellos, la identidad de grupo sólo tiene que ver con prescripciones simbólicas de carácter ritual y/o religioso, nunca con el empleo o no de determinados utensilios en la vida cotidiana. La defensa de esta fuerte aculturación de los *Turta desembocó en un término comodísimo para sus partidarios: el Orientalizante. Orientalizante era la aristocracia tartésica, orientalizante la cerámica, orientalizantes las sepulturas, orientalizante la toréutica, orientalizantes los marfiles y otros objetos suntuarios como la orfebrería, orientalizante la arquitectura civil y religiosa, orientalizantes los asentamientos, y también por supuesto la misma fase de apogeo de Tartessos: el Periodo Orientalizante. Con tal sambenito, usado a manera de comodín hasta el hartazgo, se eludía convenientemente una reflexión más profunda sobre los procesos de aculturación en situaciones de contacto colonial. El calificativo orientalizante, como hoy la thermomix, servía para apañar cualquier guiso. Hacía presentables hasta los platos más indigestos, como la diversidad étnica de dos necrópolis —una tartesia y la otra fenicia— con registro arqueológico extremadamente parecido: la de Cruz del Negro, en Carmona, y la del Cortijo de las Sombras, en Frigiliana. Sin embargo, tal indigestión no siempre pudo eludirse. Ahí están como botón de muestra, y como llamada de atención teórica y metodológica todavía útil, los análisis reflexivos sobre el tema de J. Alvar y de C. González Wagner, trabajos que ponían el dedo en la llaga acerca de las precauciones de enfoque con que estos temas deben ser abordados (Alvar 1990; 1991; 1993; González Wagner 1983; 1986). La perspectiva que reconocía por todas partes una honda aculturación oriental cayó en dos señaladas incoherencias. Por una parte, se asumía que la llegada de los fenicios a Tartessos y sus influencias sobre la gente que allí existiera produjo una sociedad mestiza, en la que el producto final habría sido una mezcla de ambas culturas. Sin embargo, rara vez se señalaban cuáles eran los caracteres supuestamente indígenas de esa acrisolada amalgama. Se hicieron esfuerzos titánicos por hallar esos componentes no orientales en el registro de la Edad del Bronce occidental, pero una y otra vez se topaba con el vacío de documentación sin que se reconociera como

El Occidentalizante, una apomorfia evolutiva olvidada A lo largo del siglo XX, y en lo que llevamos del XXI como herencia de aquél, los especialistas en Tartessos y quienes no lo son tanto han defendido hasta la saciedad que las poblaciones no semitas de este mundo habrían experimentado un fuerte proceso de aculturación por parte de esos colonos procedentes del Mediterráneo oriental. Según algunos, especialmente M. AlmagroGorbea y sus discípulos más allegados, el proceso habría comenzado antes incluso de que se inauguraran los primeros asentamientos estables fenicios en el solar ibérico. Se debería tal cosa al fenómeno denominado precolonización, que este autor ha tratado recientemente en un sin fin de trabajos cuya simple enumeración me impediría seguir escribiendo más aquí por simple falta de espacio. Las estelas de guerreros reflejarían supuestamente ya esta influencia, porque los elementos orientales representados en ellas serían producto de influjos provenientes de las costas siropalestinas y de Chipre. La introducción de objetos exóticos de origen oriental en una fase creída anterior a la fundación de las más viejas colonias cananeas de Málaga avalaría el comienzo de la orientalización de las poblaciones que se han denominado indígenas y que aquí vengo llamando *Turta. El fenómeno se habría incrementado en los siglos siguientes, y habría alcanzado su máximo desarrollo en el siglo VII y la primera mitad del VI a.C. La permeabilidad de la hipotética población local ante el ímpetu de la cultura recién llegada se habría manifestado en todos los órdenes de la vida: en la economía, en la estructura social, en la organización política, en la tecnología, en los ritos funerarios, en la adopción de la escritura y de los sistemas de pesas y medidas, en la vestimenta, en el universo religioso, etc., etc. Podría parecer así que los *Turta hubiesen experimentado una mutación tal, que por 167

J.L. Escacena – Variación identitaria entre los orientales de Tartessos... 2009a: 292). La contradicción se manifiesta en este caso cuando paralelamente se asume, no en el caso de Aubet de forma explícita pero sí en el de otros muchos investigadores, que los *Turta habrían sido fuertemente aculturados también en el campo animológico, en concreto en el de las creencias religiosas, y que por tanto el santuario del Carambolo fue de ellos y no de la comunidad cananea. Si usamos los emblemas pintados en la cerámica de Saltillo (Carmona) para deducir que eran orientales quienes las usaban, y que tal grupo entendía lo plasmado en esos vasos (Belén et al. 1997: 182-183), no podemos defender a la vez que no lo eran los que se hacían sepultar con los marfiles, porque estos últimos contienen el mismo repertorio mítico en sus figuraciones que aquellas tinajas. A favor de Aubet hay que decir que ella no cae en esta contradicción, por lo que sigue insistiendo en considerar a Carmona y al Carambolo asentamientos indígenas del interior (Aubet 2009b: 268). Pero el panorama general de la investigación no muestra en ningún caso la coherencia teórica y metodológica de esta autora. Que los *Turta se orientalizaran al contacto con los fenicios entra dentro de los parámetros teóricos normales que hemos acotado más arriba al analizar los contactos entre poblaciones distintas desde enfoques evolutivos. Me explico: seguramente se aculturaron en determinadas cuestiones tecnológicas, pero no en otras que servían para enarbolar sus propias características identitarias. Mi insistencia en este asunto desde hace años me permite no ahondar ahora más en la idea, por lo que el lector puede consultar algunos de mis trabajos anteriores (Escacena 1989; 1992). Lo que ahora me ocupará es saber si los orientales experimentaron transformaciones a su llegada a Occidente y, si fue así, qué reflejo dejaron estos cambios. Entramos aquí en un terreno casi virgen para la investigación, por lo que nadie espere que pueda yo contestar satisfactoriamente a estas preguntas. Ya advertí que, cuando una población se traslada y pone sus reales en una patria distinta a la de salida, normalmente no lo hace la totalidad del conjunto de origen, sino una porción desgajada del grupo progenitor. Si en este último había diversidad de conductas, como es normal en la naturaleza y procura reconocer el darwinismo antes de emprender cualquier análisis, es lógico que el segmento que se pone en camino no represente la totalidad de variación que existía en la comunidad de la que se separó. Si representáramos la situación inicial con los siete colores visibles del arco iris, y eligiéramos entre la gama de los azules al sector de individuos implicados en la migración, está claro que en los territorios nuevos donde éstos se asentaran no arraigarían en principio los tonos rojizos, ni los anaranjados, ni los amarillos ni los verdes. El producto que veríamos en ese ambiente recién ocupado por la población trasladada no sería entonces un reflejo fiel de la sociedad de la que partió. En teoría evolutiva, a este fenómeno se le denomina “efecto fundador”. El desconocimiento de tal presupuesto teórico es responsable de muchas de las negaciones de movimientos de pueblos que durante la segunda mitad del siglo XX han proliferado en la ciencia prehistórica europea, y que tiene como responsable principal a C. Renfrew y a sus clones. De hecho, para sostener estos desplazamientos

consecuencia el fracaso de la hipótesis. Sólo se aducían algunas cuestiones tecnológicas, es decir, aquellas que menos sirven para hurgar en la identidad de grupo. He citado ya el caso de la fabricación a mano de la cerámica como algo que no se admitía para los fenicios, pero recordaré también ahora la tradición occidental reconocida junto a la oriental en las técnicas de orfebrería con que se elaboraron algunas piezas del tesoro del Carambolo (Perea - Armbruster 1998). Vayamos a dos ejemplos de esta contradicción inicial: el caso de las incineraciones bajo túmulo como ritual funerario y el de la técnica de refinado de plata conocida como copelación. El profesor Pellicer ha llevado a cabo una búsqueda exhaustiva de las primeras incineraciones bajoandaluzas, cuyas cubiertas tumulares estarían originadas en la tradición megalítica atlántica según una propuesta suya de hace ya un tiempo (Pellicer 1979-80: 329; 1992: 47) o en raíces locales según Aubet (1984: 452). No obstante, al menos Pellicer reconoce hoy que en el círculo del Guadalquivir carecemos aún de evidencias claras precoloniales para cualquier tipo de ritual incinerador (Pellicer 2008: 20).5 En el caso de la copelación de la plata, los esfuerzos más notorios para rastrearla en momentos anteriores a la llegada fenicia los ha protagonizado J.A. Pérez Macías (1995: 430-438), pero varios estudios críticos han demostrado la ausencia aquí también de registro precolonial, como defienden D. Ruiz Mata (1989: 233), J. Fernández Jurado (1995: 414) y R. Izquierdo (1997: 96-97). Por tanto, dicha técnica debería considerarse una aportación más de los cananeos aunque no necesariamente traída desde los lugares concretos de origen de esta población. Así las cosas, en ambos ejemplos el mestizaje no aflora por ninguna parte. Es verdad que ese procedimiento metalúrgico se ha encontrado siempre en los llamados “fondos de cabaña” de tendencia oval o circular tenidos por chozas indígenas, pero ya he advertido las serias objeciones que tales recintos ofrecen para ser considerados verdaderas casas. La segunda incoherencia se refiere a la consideración que la mayor parte de los arqueólogos tiene acerca de los marfiles y de la iconografía plasmada en ellos. En esto, casi todo el mundo ha estado cómodo con el principio de autoridad, y se ha refugiado en concreto tras el magisterio de M.E. Aubet. Esta autora ha insistido siempre en que tales objetos se colocaron en las tumbas sólo porque eran productos caros, y por tanto símbolos de prestigio. Para ella, quienes los usaban en sus ceremonias fúnebres, nativos por más señas en el sentido de no fenicios, ignoraban cualquier significado de las imágenes allí plasmadas. Además, según la última opinión que le he leído, tales productos habrían circulado entre clases sociales intermedias en la jerarquía social, no entre aristócratas como antes se sostenía, sobre todo porque presentan calidades no muy altas si se comparan con los prototipos orientales. Las escenas representadas en estas placas no narrarían nada, porque se elaboraban mediante una reiteración de elementos ornamentales descargados de mensaje alguno de tipo simbólico o mítico (Aubet 5 Cada vez que uso el calificativo precolonial de mi propia cosecha, y no en referencia a ideas de terceros autores, lo hago exclusivamente con valor cronológico, el mismo aceptado por ejemplo por M. Ruiz-Gálvez (2005: 252; 2008). También yo rechazo por muy diversas razones la llamada “precolonización” (Escacena 2008).

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Fenicios en Tartesos: nuevas perspectivas demográficos se ha exigido al registro arqueológico un parecido total, como si los dos polos de comparación tuviesen que ser el reflejo de una imagen en un perfecto espejo plano y bien bruñido. No se ha sospechado — insisto que por falta de preparación de los científicos sociales en teoría evolutiva— que la comunidad separada y trasladada dibujaría, respecto de su progenitora, una imagen más similar a la que proyecta un espejo de feria, donde podemos reconocernos muy someramente a nosotros mismos pero en extremo distorsionados. Así fue como Darwin descubrió el parentesco de los pinzones de las Galápagos con los de la cercana costa continental americana. La narración que hace Heródoto (I, 94, 2-7) de cómo Tirreno salió de su tierra y levantó diversas ciudades en el país de los umbros, o la más conocida historia de Elissa y la fundación de Cartago, son fiel reflejo de esta condición, y seguramente podrán servir de ejemplo para explicar algún día la deriva memética de esta colonia tiria norteafricana respecto de su metrópolis, por ejemplo en el campo de su organización política. El efecto fundador, causante de derivas conductuales que toman senderos evolutivos distintos de aquellos que siguen caracterizando a la comunidad madre, se produciría en cualquier traslado demográfico parcial hubiese o no gente en los territorios de llegada. Pero, además de este fenómeno, de inmediato comenzarían las adaptaciones locales, que también tienen un límite según observamos más arriba con el ejemplo de los normandos de Groenlandia. En el caso de las poblaciones cananeas, sospecho, pero es algo que aún no he trabajado a fondo, que las mutaciones de la conducta conocieron un límite claro que tenía que ver con el uso del aceite. Esta gente estaba tan apegada a su consumo, aplicado a la alimentación, al tratamiento terapéutico de sus males, a la industria conservera, a la iluminación, al culto y la liturgia, a la elaboración de cosméticos, etc., etc., que tal vez no pudo expandirse sin él. Esto explicaría por qué, teniendo los medios y los conocimientos náuticos para hacerlo, ya en el Atlántico no rebasó hacia el sur la latitud de Lixus o poco más y hacia el norte la del río Mondego. Ambos puntos marcan de forma bastante aproximada la distribución de Olea europaea L. (acebuche y olivo). Trascender estas barreras podía hacerse —y se hizo— de forma esporádica y como grupúsculos desconectados temporalmente de la comunidad de origen, pero tales condicionamientos adaptativos impedían fundar colonias que siguieran viviendo a la manera cananea sin una absoluta dependencia de la importación masiva de este recurso imprescindible. Si tal circunstancia ecológica se cumplió, no sólo con el olivo sino también con algún que otro cultivo básico de tipo mediterráneo, podríamos predecir el hallazgo de elementos materiales fenicios aislados más allá de tales límites, pero no asentamientos duraderos de estructura colonial. El mismo enclave de Mogador, con su arqueología más propia de tenderetes de comercio que de viviendas estables (Aubet 2009b: 303; López Pardo - Mederos 2008: 182), refleja ya un caso extremo de esta posibilidad. Como en tantas otras ocasiones históricas, se cumplió también aquí una regla básica de cualquier migración comunitaria de un ser vivo: que los traslados son más fáciles en la dirección de los paralelos terrestres que en la de los meridianos. Y esto sólo por el hecho de que en horizontal cambian mucho

menos que en vertical los rasgos ecológicos de su nicho ancestral (Diamond 2001: 88-89). La adaptación fenicia a los nuevos territorios colonizados puede considerarse, en el caso tartésico, una verdadera occidentalización de su cultura, es decir un carácter evolutivo derivado, una apomorfia todavía por inspeccionar en muchas de sus posibles facetas. Esto debe producirnos necesariamente una imagen arqueológica que sólo refleje de manera parcial el registro típico de las comunidades cananeas que permanecieron viviendo en las metrópolis, aun excluido el efecto fundador. Por lo pronto, los navegantes tuvieron que habituarse a los acusados cambios mareales del Atlántico, cosa desconocida en el Mediterráneo. En el terreno de la agricultura y de la ganadería, tal vez se les presentaron retos tampoco experimentados en los territorios de procedencia, lo que pudo ocasionar plagas y problemas para los que se carecía de soluciones tradicionales. Después están los condicionantes adaptativos locales, aún escasamente analizados, y por último —por citar sólo algunos aspectos— las transformaciones en la cultura material que más fácil huella arqueológica dejan. Aunque sin entrar en explicaciones darwinistas, este fenómeno ha sido observado en la vajilla de barniz rojo por G. MaassLindemann (2006), y podría contar con un ejemplo aún más radical en la cerámica hoy denominada “Gris de Occidente”. Ésta puede representar una de esas mutaciones meméticas triunfantes en el terreno de la alfarería, cambio que sólo implicó, por lo que sabemos, a talleres del mediodía ibérico en primera instancia (Caro 1989; Vallejo 1998; 2005). Parece, en cualquier caso, que todos estos rasgos recién señalados afectaron a la práctica totalidad de los orientales asentados en la mitad meridional de la Península Ibérica. Es más, nada impide reconocer que la cerámica gris fuera utilizada indistintamente por los cananeos y por los *Turta. Ya sabemos que la tecnología descargada de contenido ideológico trasciende con facilidad las fronteras políticas y étnicas, porque su adquisición sólo está limitada a veces por su valor económico. En cualquier caso, parece que la afluencia de memes desde los *Turta hacia los orientales fue más bien escasa, lo que de nuevo quedaría explicado por la norma según la cual en todo proceso colonizador es más propensa a la aculturación la sociedad menos compleja de las dos que entran en contacto. Para la situación aquí estudiada, no debe excluirse la posibilidad de que algunos o muchos asentamientos hispanos tenidos por fenicios no sean fundaciones directas de las ciudades siropalestinas, sino subpoblaciones emanadas de otras colonias cananeas intermedias, cosa bien conocida en el modelo de difusión griego. En última instancia, y como prueba de que no siempre la dispersión poblacional es fruto de la abundancia de comida sino de lo todo contrario (Montanari 1995: 14; Vallin 1995: 112), al fondo de estos fenómenos expansivos no sería imposible descubrir un desequilibrio entre la oferta y la demanda de recursos alimentarios, causa fundamental de la dispersión de los sistemas agrícolas desde el Neolítico (Rindos 1990: 288-303). Tales situaciones eran tan consustanciales a esta fase de la historia agrícola humana que han sido denominadas a veces crisis “de tipo antiguo” (Rösener 1995: 171). 169

J.L. Escacena – Variación identitaria entre los orientales de Tartessos... Naranja se habrá considerado sólo indicadores arqueológicos. Sin embargo, esos mismos índices sirven a otros autores para catalogar como fenicia la necrópolis carmonense de Cruz del Negro, que no se plasma en la carta. Tal ausencia no produciría distorsión alguna si no apareciera en cambio el cementerio similar del Cortijo de las Sombras, en Frigiliana (nº 24), que el mismo autor del referido catálogo considera en otra publicación una necrópolis no fenicia (Martín Ruiz et al. 1991-92: 305). Al soslayar los estudios lingüísticos, se elimina de forma automática *Spal, cuyo nombre es de raíz cananea (Díaz Tejera 1982: 20; Lipiński 1984: 100) o contiene al menos parte de una voz fenicia (Correa 2000). Otro ejemplo tiene que ver de nuevo con los marfiles funerarios, atribuidos al menos en su proceso de fabricación a manos y talleres fenicios. Tampoco aquí estamos habituados a aplicar el método de forma rigurosa, sea el que sea. Los especialistas en el mundo romano tardoantiguo suelen aceptar que una sepultura que incluya un crismón pertenece a un cristiano. El signo marcado en la lápida supone todo un símbolo parlante que expresa la creencia del difunto o —mejor— del grupo que lo sepultó. Esta regla puede mostrar casos excepcionales en que la cosa no se cumple, por ejemplo cuando se trata del simple reciclado de material constructivo o cuando se asumen costumbres de manera superficial por adaptarse a nuevas modas sociales. Sin embargo, no estamos metodológicamente licitados para deducir la ley a partir de un caso singular, sobre todo porque la conducta que obedece a normas pautadas culturalmente responde a unos comportamientos reconocidos y reconocibles por la mayor parte de la comunidad. De esta manera, casi podemos asegurar que nos encontramos ante un creyente en la religión oficial romana si el difunto se acogió en sus funerales a la fórmula latina DMS. De igual forma, en nuestra prensa escrita actual distinguimos la religión del fallecido anunciado en las esquelas funerarias por el símbolo que la preside: estrella de David, cruz cristiana, media luna, etc. Sólo para el caso tartésico, como ya he señalado, se ha trabajado con la hipótesis contraria sin que nadie haya observado aquí contradicción alguna. Los enterramientos del Hierro Antiguo bajoandaluz disponen de objetos de marfil cuyas decoraciones apuntan a un universo religioso claramente oriental, donde abundan el árbol de la vida, las rosetas, las flores de loto, las palmetas, las esfinges, los héroes que matan a leones o buscan el árbol de la vida, etc. Pero tal repertorio iconográfico compondría un ramillete de motivos ornamentales no comprendidos en absoluto por quienes se fueron al otro mundo con ellos ni por quienes organizaron su sepelio. Hemos rechazado con gran alegría metodológica, es decir, creando aquí una singularidad sin dar razones que la avalen, que esa comunidad concreta estuviera capacitada para descodificar el mensaje transmitido por esos iconos, y esto sólo por el hecho de que los marfiles occidentales no sean de tan buena calidad como los del Cercano Oriente, como si la gente de hoy no creyera en el Corazón de Jesús cuando lo ve fabricado en serie con escayola o plástico y sí cuando la escultura es pieza única de buen mármol o de madera estofada. Convertimos así el símbolo sólo en un extraño aunque bello signo. Proponer para el mediodía ibérico una distinción entre los cananeos y los *Turta exige, como ya hemos visto, una

¿Quién es quién? Un problema de método El procedimiento asumido por la mayor parte de los especialistas para distinguir entre cananeos y *Turta en el mediodía ibérico es el que podríamos denominar “criterio locacional”. Según este baremo, los fenicios se habrían limitado a poblar unos pocos puntos en las costas, sin pasar masivamente ni de manera organizada al interior del territorio. Pero este método no se ha aplicado aisladamente, como haría cualquier científico que pretendiera dar con la causa de un fenómeno reproduciendo en el laboratorio las variables y aplicándolas una a una. Si se hubiese hecho de esta forma, desde Almería hasta el cabo portugués de San Vicente las colonias fenicias serían casi tan innumerables como cuenta la Biblia hebrea de la descendencia de Abrahán, porque el litoral sur de la Península Ibérica está repleto de asentamientos fechados entre los siglos IX y VI a.C., cronología de la expansión fenicia arcaica en este ámbito. Evidentemente aquí se han cruzado otros criterios, y no siempre confesados que es lo más grave. Trabajando de forma aislada con el marcador locacional, señalaré unos cuantos candidatos, todos en la costa del golfo tartésico y dentro de estos límites cronológicos, que entrarían a formar parte de la nómina de sitios fenicios: Asta Regia, Nabrissa, Conobaria, Orippo, *Spal > Hispalis, el Carambolo, Caura y San Bartolomé. Como no todos se tienen por fenicios en la literatura arqueológica, parece evidente que aquí han funcionado subrepticiamente otras apreciaciones. En este caso, además, se usa alegremente la consideración de “interior” geográfico, despreciando todos los estudios que a lo largo del siglo XX han demostrado que el Guadalquivir desembocaba en época tartésica mucho más al norte de donde hoy lo hace (Gavala 1959; Menanteau 1982; Borja - Díaz del Olmo 1994; Arteaga et al. 1995), y que los yacimientos que hoy están en torno a la marisma bética fueron enclaves costeros hasta mediados del primer milenio a.C. al menos. En realidad, aquí no hay más que un problema de aplicación metodológica, que sería fácil de solucionar si los especialistas en Humanidades estuviesen acostumbrados a trabajar como hace cualquier otro científico de las llamadas disciplinas experimentales. Ya hemos visto que esto no es así y que es además uno de los principales escollos de la tarea arqueológica y de otras ciencias sociales. En éstas adaptamos el método a los resultados preconcebidos que tenemos en mente. Y la cosa es, si cabe, más problemática aún porque esos otros especialistas de bata blanca tampoco ven mal que nosotros operemos de esta manera; ellos mismos suelen actuar así cuando hacen pinitos como historiadores. Hasta tiempos muy recientes, rara vez se hallaba en la literatura arqueológica moderna cartografía alguna de la colonización fenicia del mediodía ibérico en la que Sevilla apareciese como fundación de estos orientales. Para el caso que nos ocupa, que es una reflexión acerca de la metodología, puede ser un ejemplo el mapa incluido en la obra Catálogo documental de los fenicios en Andalucía (Martín Ruiz 1995: fig. 9). Si se quiso reflejar en él el elenco de enclaves fenicios, como se desprendería del propio título del libro y de la ausencia de múltiples asentamientos del interior siguiendo el criterio locacional, una mera ojeada ocasiona las siguientes reflexiones: por ignorarse su topónimo antiguo, para incluir el Cerro 170

Fenicios en Tartesos: nuevas perspectivas aplicación inclemente de la metodología y de los criterios discriminatorios seleccionados. Pero requiere además contentarnos con el resultado que se obtenga en la operación, cosa mucho más difícil en nuestras ciencias sociales que en las demás áreas del conocimiento. Asumir las conclusiones con frialdad absoluta se convierte en el tropiezo más duro porque a todos nos aprietan las normas académicas, la moda imperante sobre lo que es adecuado pensar en cada momento, y hasta el bolsillo si nos suspenden complementos salariales por sostener lo que al tribunal de turno no le parezca bien. De hecho, la actividad científica en modo alguno es una tarea altruista ni abierta necesariamente a nuevos planteamientos, sobre todo cuando éstos socavan la posición social alcanzada por el investigador (Alexander 1994: 256 y 262). Sin embargo tal aceptación de los resultados conseguidos mediante la perseverancia metodológica es el único camino cuando se tiene del conocimiento científico una concepción instrumentalista, aquella que no persigue tanto encontrar una supuesta verdad como articular hipótesis que proporcionen una explicación coherente y verosímil a los datos con que contamos. Como no existe experimento alguno que nos certifique si la interpretación que ofrecemos coincide o no con la realidad —si es que ésta existe—, para mí ésta es la mejor forma de entender el trabajo arqueológico, la misma que aceptaría cualquier astrónomo, químico o biólogo que operara desde presupuestos epistemológicos parecidos. Por eso no debería preocuparnos si, al trabajar con los datos bajo un buen cuerpo teórico y su correspondiente metodología, los fenicios resultantes fueran cuatro gatos o un verdadero enjambre. Y como la tasa reproductiva de los cananeos, de economía agrícola fuertemente arraigada, era sin duda mayor que la que podía sostener la ganadería atribuida a los *Turta (Fig. 1), de tipo itinerante o transterminante (Díaz Santana 1997), sin echar mano de millares de invasores de procedencia mediterránea yo no veo obstáculo alguno para atribuir a esas poblaciones orientales lo que el biólogo J. Templado (2009: 9-10) ha afirmado sobre ciertas babosas de mar: “Por especies introducidas debemos entender las que han sido transportadas, de forma directa o indirecta, por la acción humana lejos de su área de origen. En el medio marino, las principales vías de introducción de especies corresponden al tráfico marítimo […]. Muchas de las especies que por estas u otras vías llegan a lugares alejados de su región de origen no se adaptan al hábitat receptor y desaparecen al poco tiempo. Otras, en cambio, logran reproducirse y prosperar en el nuevo ambiente; nos referimos a las “especies introducidas establecidas”. En muchos casos, se integran como un elemento más de la comunidad biológica de acogida; pero en ciertas ocasiones prosperan en exceso: se convierten en dominantes, desplazan a especies endémicas y alteran el hábitat receptor. Hablamos entonces de ‘especies invasoras’”. Pero, si las poblaciones de procedencia oriental se prodigaron mucho en Tartessos y podemos ver sus huellas por doquier, es posible que en la base de tan alta demografía no esté sólo ese crecimiento diferencial basado en su estrategia reproductiva, que podríamos definir como selección de r frente a la selección de k de los occidentales

que cohabitaron con ellas. También deberá tenerse en cuenta que la demografía de cualquier organismo introducido aumenta a velocidad exponencial si localiza en el nuevo hábitat un nicho ecológico sin competidores (Hutchinson 1981: 63), o si las condiciones encontradas permiten aplicar estrategias que logren un resultado parecido, sea mediante mutaciones de la conducta económica propia (Rindos 1990: 35), sea desalojando el nicho a su favor por completo o en parte mediante cualquier medio. No se olvide que la agresividad interindividual e intergrupal de los seres vivos ha sido seleccionada por esta presión, también la de los humanos (Eibl-Eibesfeldt 1993: 451-469). Trabajar con la posibilidad de que hasta el sur de la Península Ibérica se hubiesen trasladado distintos conjuntos de gente oriental durante la primera mitad del primer milenio a.C. exige por tanto, y en primer lugar, usar el nombre más genérico posible para aludir a esa población. Hasta ahora he utilizado el de cananeos como sinónimo de fenicios, entendiendo por tales sólo a la población de las metrópolis ubicadas en la actual costa libanesa, y, como mucho, también a la de algunas de las colonias de primera generación del delta del Nilo y de la costa oriental de Chipre. Sin embargo, tal vez debamos ampliar aún más el territorio y observar aquella región desde una mayor altura. De hecho, la onomástica personal registrada en los grafitos de Mogador sugiere la llegada hasta ese punto tan extremo de Occidente de gente sidonia o de sus zonas de influencia, en concreto del sur de Fenicia, pero también de individuos cuyos nombres entroncan lingüísticamente con lenguas semitas no fenicias, caso de los antropónimos hebreos, samaritanos y arameos. No faltan en esta isla atlántica moabitas y hasta filisteos (López Pardo - Mederos 2008: 309-311). En los apartados finales de este trabajo no dejaré resuelta la vinculación de esos hipotéticos grupos étnicos distintos con conjuntos de indicadores arqueológicos. Creo que queda aún mucho que investigar para poder concluir esta tarea si fuese posible. Me limitaré a plantear una serie de reflexiones sobre esa información arqueológica procedente de Tartessos que habla de un fuerte arraigo de lo oriental, a señalar cómo a veces esos potenciales marcadores de grupo se reparten de forma desigual en el territorio, y a establecer rasgos comunes a todas esas posibles subpoblaciones. De paso, señalaré problemas de método en los que el tema está sumido. Un credo común como plesiomorfia evolutiva: el dios que muere y resucita La orientación helioscópica de los altares en forma de piel de toro encontrados en el ámbito tartésico ha permitido elaborar una nueva explicación de la resurrección de Baal y, por ende, de la fiesta de la égersis de Melqart. En el siglo XIX, J.G. Frazer (1890) resolvió el mitema oriental del dios que fallece y vuelve a la vida gracias una comparación con los ciclos de la naturaleza. Así, dicha creencia estaría ligada a una agricultura y a unas fiestas acordes con el calendario anual de la vegetación mediterránea. Más tarde, el hallazgo de la biblioteca de Ugarit suministró información escrita bastante precisa sobre este relato mítico, de forma que podemos acceder hoy mucho mejor al conocimiento de esos avatares divinos. Los nuevos documentos textuales, unidos a la 171

J.L. Escacena – Variación identitaria entre los orientales de Tartessos... Quizá el localizado más recientemente, y desde luego el más espectacular por su enorme tamaño y su esbelto diseño, sea el del santuario del Carambolo, que alcanzó casi cuatro metros de longitud en sus últimos momentos de uso (Fernández Flores - Rodríguez Azogue 2005: 123124). En paralelo con estos hallazgos de altares, esta misma forma se ha registrado como cubierta de tumbas o como enterramientos propiamente dichos. Ejemplos singulares son los larnakes portugueses de Neves (Maia 1985-86), pero también el pavimento sobre el que se levantó la torre de Pozo Moro (Almagro-Gorbea 1983: fig. 6; López Pardo 2006: 54-58) y las plataformas de barro que tapaban algunas sepulturas de la necrópolis albaceteña de Los Villares (Blánquez 1992: lám. 2). En ambiente funerario se encontró también la “bandeja” de bronce de La Joya, en Huelva (Garrido - Orta 1978: láms. XXXI-XXXII), y posiblemente la “fuente” de Gandul (Fernández Gómez 1989). De nuevo estamos ante altares, en este caso metálicos y portátiles, de los que hay referencias literarias en la Biblia hebrea (Éxodo 38, 30). El de La Joya al menos presenta pruebas manifiestas de dicha función, porque el fondo del recipiente central, en realidad el hogar del ara, apareció muy mineralizado (Jiménez Ávila 2002: 395), circunstancia causada por el fuerte calor de las brasas. Es posible por tanto que estos dos últimos hallazgos puedan interpretarse como ajuares mortuorios de sepulturas sacerdotales (Fig. 2). De una tumba de La Joya procede además un vaso à chardon, recientemente encontrado, que muestra en su labio cuatro cuernecillos como representación evidente de las cuatro extremidades de esos altares y de las pieles de los bóvidos (Fig. 3). Una vista cenital de este recipiente recuerda muy de cerca la planta del altar del Carambolo, con la marca circular del hogar que excede los límites del ara y que aquí correspondería a la boca de la vasija. En La Joya, parece que este recipiente de barro se usó para quemar algo en su interior, tal vez como altar de perfumes. Es la misma función, si no real al menos simbólica, que pudieron tener las piezas de cerámica halladas en la tumba toledana de Casa del Carpio, en Belvís de la Jara (Pereira - De Álvaro 1986: 39; Pereira 2005: 178-181) y una de Villaricos de hallazgo antiguo tenida por paleta para cosméticos (Pisano 2006: 539). En esta última, elaborada en una gruesa placa con pocillohogar central de planta circular, se representaron incluso sendas asheras en sus dos extremos longitudinales, plasmadas como sencillos elementos arboriformes (Fig. 4). En realidad, estos pequeños altares, con forma de piel de toro extendida en su origen luego evolucionada hacia una planta más rectangular, se conocen desde el siglo XIX asociados al mundo funerario. Aparecieron entonces concretamente en las sepulturas de la zona de Carmona. Pero han sido interpretados tradicionalmente, una y otra vez y sin la menor sospecha de duda, como paletas para afeites. Son los marfiles que llevan una cazoleta circular central (Bonsor 1899: 29 y 53). Que me conste, ningún ejemplar ha presentado nunca el fondo de su pequeño hogar quemado, por lo que pudieron tener más bien carácter simbólico o emplearse como pequeños altares de perfumes que el difunto sólo debería usar en la otra vida (Fig. 5). La necrópolis de la Angorrilla, hace poco

disposición solsticial de algunos altares y templos de la diáspora colonial cananea, sugieren una hipótesis distinta, aquella que liga el mito a la aparente parada solsticial de nuestra estrella (Escacena 2007). La propuesta astronómica parece más robusta que la naturalista en tanto que justifica mejor los entresijos de esa historia sagrada Como he avanzado, el mejor reflejo arqueológico de la expansión de ese credo son los altares taurodérmicos hispanos con orientación simbólica a determinadas posiciones solares.6 Los más estudiados hasta ahora son el del Carambolo y el de Caura, cuyo eje longitudinal se dispone hacia el orto solar del solsticio de junio en dirección este y hacia el ocaso del solsticio de diciembre en dirección oeste. En su diseño, y a veces hasta en sus colores, esos altares remedan con fidelidad las pieles de los bóvidos según se trataban éstas en la época (Escacena - Izquierdo 2000), cuestión ya demostrada de sobras y aceptada después de unos primeros momentos en que se les denominó “altares en forma de lingote” (Celestino 1994). Por tanto, rastrear esta forma en sus diversas manifestaciones puede dar muchas claves sobre la extensión de un credo y de unos cultos asociados a la gente que mantenía ese mito. Para ello, daré un breve repaso a algunos de los elementos protohistóricos que en el territorio peninsular ibérico exhiben esa silueta del cuero bovino abierto, símbolo alusivo con toda probabilidad a la misma piel del dios manifestado en su omnipotencia animal como toro. De hecho, en la literatura baálica y antes de bajar a los infiernos, el dios transfiere su poder a su hijo al colocarle su propia piel de toro (Del Olmo 1998: 107-108). Además del altar de piedra que L. Siret rescató en Villaricos (Belén 1994: fig. 4:6), entre las primeras piezas arqueológicas con esta forma que se descubrieron en un contexto luego aclarado fueron los que comenzaron a denominarse “pectorales” del tesoro del Carambolo (Carriazo 1970: 5 ss.). Hoy se han reinterpretado como frontiles para engalanar la testuz de los toros en la procesión que precedía a su sacrificio (Amores Escacena 2003: 20). Posiblemente, estas joyas suponen una alusión directa al altar de destino de las bestias y a la orientación astronómica de ese tipo de aras (Escacena 2006: 143). Luego aparecieron verdaderos altares de tierra en contextos de templos urbanos y santuarios rurales, por ejemplo en Cancho Roano y en Coria del Río, dispuestos en capillas pintadas de rojo y rodeadas de bancos para los fieles que asistían a las ceremonias. Hoy, los altares con esta forma se extienden casi sin solución de continuidad desde Extremadura y Andalucía occidental hasta el Sureste español, pero hay constancia de ellos también en Aragón (Melguizo 2005: fig. 18 y 19) y en Cataluña (Alonso et al. 2005). La zona malagueña ha entregado sus correspondientes testimonios (Arancibia - Escalante 2006: 338). Por el interior de la meseta española, uno de los ejemplares más septentrionales se ubica en el Cerro de la Mesa de Alcolea del Tajo, en la provincia de Toledo (Ortega - Del Valle 2004: 178). 6 He tomado el apelativo “taurodérmico”, que tan bien define la silueta de estos altares y la de otros muchos elementos que intentan imitar las pieles de los bóvidos, de una propuesta terminológica de F. Amores para su uso en la exposición conmemorativa del cincuenta aniversario del hallazgo del tesoro del Carambolo (Amores 2009: 58 ss).

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Fenicios en Tartesos: nuevas perspectivas ciertos sectores de la población residente. Desde el enfoque darwinista, podríamos asumir que las semejanzas mostradas por la presencia generalizada de esta peculiaridad religiosa suponen una homología, es decir, un parecido que se sustenta en la posesión por parte de todos los grupos de una ascendencia ideológica común en cuestiones de fe. Estaríamos por tanto ante una plesiomorfia, un carácter primitivo compartido por todos los grupos trasladados a Occidente porque ya existía en sus respectivos lugares de origen. Tal explicación puede solucionar la multiplicidad de situaciones en que dicho elemento religioso aparece en la Iberia protohistórica, pero plantea a su vez serios problemas sobre la identidad colectiva de los colonos que lo portaron. De hecho, la cuestión más ardua radica en dar cuenta de por qué, si esos grupos sobrevenidos eran fenicios, y si los fenicios colonizaron tantos otros sitios del Mediterráneo, ese credo que tanta piel de toro dejó repartida por la Península Ibérica no produjo rastro arqueológico de dicho emblema en esos otros ámbitos de su diáspora. Aunque se me ocurren respuestas diversas, es posible que una razón importante resida en el hecho de no haber sabido reconocer esas huellas. Así, podría interpretarse como la base de un altar de este tipo el monolito hallado en la antigua Peltuinum, en la Italia central apenínica (Migliorati 2008: 348), que exhibe de forma muy esquemática y con acusado geometrismo la silueta taurodérmica acompañada de una cavidad circular interpretable como posible recipiente para ofrendas líquidas o como hueco para encastrar la ashera (Fig. 7). En cualquier caso, no creo que sea éste el lugar para abordar esta problemática. Necesitaría tal vez casi todas las páginas de este libro. Me importa más ahora señalar alguna diversidad entre tanta situación aparentemente homogénea. Pero me permitirá el lector señalar antes la presencia en Oriente de representaciones de altares de este tipo, extremo tantas veces negado por falta de claves para identificarlas. Por una parte, propongo que el conocido como “dios del lingote”, la figurilla encontrada en un santuario del sitio chipriota de Enkomi (Ionas 1984: 102-105), no puede ya interpretarse más que como la imagen de un dios sobre un altar gracias a la documentación hispana; igualmente la imagen de la diosa (Fig. 8). De la misma forma, serían también altares unos emblemas representados en los frescos de los palacios asirios de Til Barsip (Tell Ahmar) y Dur Sharrukin (Khorsabad) que se han tenido por simples decoraciones pintadas de motivos geométricos (Parrot 1970: fig. 152, 153 y 341), del siglo VIII a.C. (Fig. 9). Y responde igualmente a esta misma idea una placa de cerámica procedente de Ugarit y conservada en el Museo del Louvre en la que, sobre un fondo en forma de piel de toro extendida similar a la silueta de los altares de Caura y Málaga, con indicación incluso de la protuberancia superior alusiva al cuello del animal, se representó a una diosa alada, tal vez Astarté o la Lilith mesopotámica (Fig. 10). Finalmente, unas marcas interpretadas como lingotes en cilindros-sellos de diversos yacimientos orientales (Marín 2006: 44-45), que podrían ser más bien representaciones de altares rodeados de elementos astrales de forma circular, de bucráneos y de asheras (Fig. 11). Chipre, Siria y la cuenca norte del Éufrates se revelan así como áreas en las que convendría poner la atención futura

estudiada en Alcalá del Río, ha entregado varias piezas (Fernández Flores - Rodríguez Azogue 2007b: 88), comprobándose en alguna inhumación que el cadáver llevaba este objeto en la mano. Ejemplos aún más elementales, hechos en pequeñas plaquetas de cerámica e interpretados de muy diversa manera, proceden de Setefilla (Ladrón de Guevara et al. 1992: fig. 8) y del Macareno (Pellicer et al. 1983: fig. 28, nº 1821). Se trata tal vez de meros exvotos, en cualquier caso alusivos al altar por disponer de alguna indicación que marca el círculo centrado del hogar, sea con una incisión sea con una perforación. Entra también en este pequeño grupo el ejemplar en plomo de Huelva (Osuna et al. 2001: 185-186),7 que muestra sobre la cara superior unas rugosidades en relieve para imitar las ascuas y/o la ofrenda (Fig. 6). El extenso reparto por la Península Ibérica de estos elementos tauromórficos, indicadores todos de un mismo universo religioso, no puede interpretarse como la herencia común de un sustrato prehistórico hispano. No parece asumible que, si este credo colectivo existía antes del primer contacto colonial, en todos los rincones de la Península Ibérica esperara para aflorar sólo cuando se hizo efectiva la presencia oriental, como si un toque de trompeta hubiese transmitido a los pueblos indígenas hispanos comenzar a dejar huella arqueológica de su religión común a partir de ese momento. Por eso, discrepo de la idea, propuesta de forma explícita por S. Celestino y J.L. Blanco (2006: 85) pero asumida por otros muchos investigadores, de que este verdadero emblema de la Hispania protohistórica sea de raíz cultural prefenicia y acabara materializándose como una influencia que las poblaciones locales ejercieron sobre la religión de los cananeos ibéricos. Los pueblos prehistóricos peninsulares del segundo milenio a.C. y de comienzos del siguiente eran, como quien dice, cada uno de su padre y de su madre. No parece que existiera unidad de credo; o por lo menos eso refleja la distribución geográfica del rito de arrojar armas a los ríos, que se limita a la fachada atlántica y no de manera uniforme (Ruiz-Gálvez 1995). De la misma forma, las tradiciones funerarias tardoargáricas o de otros horizontes del Bronce Pleno fueron inhumadoras, y sobre ellas se instalaron corrientes incineradoras de influencia centroeuropea (Pellicer 2008). Paralelamente, en la mitad oeste peninsular se llevaban a cabo rituales que no han dejado huella arqueológica manifiesta (Belén et al. 1991). El denominador común que caracteriza a todos los sitios hispanos donde aparecen los elementos religiosos taurodérmicos es la presencia de colonos orientales y/o de sus influencias. Tal característica se extiende por un mosaico extremadamente diverso de situaciones geográficas, ecológicas y, en caso de existir gente en esos ámbitos, también poblacionales, culturales y lingüísticas. Por consiguiente, la conclusión que parece más correcta desde el punto de vista científico es proponer que fueron esos colonos de procedencia mediterránea los responsables de esa introducción ideológica en los territorios hispanos, primero como un rasgo propio y, si se llegara a demostrar, más tarde como algo transferido a 7 Este elemento fue identificado en un primer análisis como lingote de plata.

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J.L. Escacena – Variación identitaria entre los orientales de Tartessos... zona, sobre todo con las campañas militares de Salmanasar III (Aubet 2009b: 85). Dicho monarca llevó a cabo una serie de cruentas acciones bélicas por toda la región tras la alianza de algunos reyes locales cananeos con el poder egipcio de la dinastía XXII (Prados 2007: 164-165), con deportaciones y destrucciones masivas mediante la táctica denominada de “tierra quemada”, ejercida por ejemplo contra Hama y Damasco. La ferocidad de estas incursiones, narradas en el llamado obelisco negro de Salmanasar, no se repetiría hasta un siglo después, en concreto hasta el reinado de Tiglatpileser III (González Wagner - Alvar 1989: 77). La hipótesis que defiendo, a la que podría denominarse dispersión en bomba de racimo, viene a proponer, pues, que las colonias fenicias más viejas de algunas áreas de Andalucía, por ejemplo las del litoral malagueño, pudieron actuar como plataformas de lanzamiento de gente oriental, no necesariamente fenicia en sentido estricto y ni siquiera dedicada al comercio sino más bien de economía campesina (Fig. 12). El fenómeno afectaría primero al entorno inmediato de las colonias fenicias costeras más arcaicas, y en sucesivas generaciones a territorios situados más al interior, pero con bucles de retroceso territorial que se expresarían en establecimientos más recientes también en zonas cercanas a la costa, formando en conjunto una abigarrada maraña de idas y vueltas. Estas segundas, terceras y sucesivas implantaciones no responderían por tanto, necesariamente, a la recalada de nuevos contingentes humanos recién llegados del Mediterráneo oriental, que la hipótesis no excluye, sino principalmente al crecimiento vegetativo de la población anterior. El modelo ha sido constatado y bien analizado en sistemas agrícolas tradicionales, hasta el punto de haber servido como explicación a la expansión de los arrozales en el Sureste asiático y al auge de la población humana asociado a ella. En tales situaciones, dicha presión demográfica se resuelve siempre mediante la escisión de un sector de los habitantes de los núcleos nodriza y su traslado a otras tierras aún incultas (Higham 1988: 70). En el caso tartésico, la diseminación inicial se llevaría a cabo aguas arribas de las cuencas fluviales en cuyas desembocaduras se ubicaban los primeros emporios fenicios. A la larga, y sin que esa fuera su intención inicial inexcusable, estos mismos centros costeros se verían implicados en una red comercial que acabó por interesarles en extremo, colaborando de esta forma al triunfo de la repoblación en tanto que ese éxito se convertía en el principal garante de su propia supervivencia como abastecedores de ultramarinos a esos colonos de interior. Por eso, los poblados de estas zonas, que se tienen normalmente como sitios indígenas nacidos al calor de la colonización fenicia y atraídos a esas áreas por la actividad económica suscitada por ésta y por la reactivación agraria correspondiente (García Alfonso 2007: 398-404), podrían ser la muestra de todo lo contrario: el reflejo de la ocupación en abanico por parte de gente oriental de las cuencas de los ríos a partir de sus respectivos estuarios. Propongo denominar a este modelo con el mismo término genérico con que alude a él la biología: migración asistida. Evidentemente, esta explicación del poblamiento inicial tartésico, que se caracterizó por una etapa de verdadero crecimiento inflacionario con base en un fenómeno de retroalimentación positiva o scalar strees entre dos variables —población y recursos— (Johnson 1982), y que a largo plazo sólo conocería freno, como

de los investigadores ocupados en el proceso colonizador de Occidente. De hecho, algunos autores han señalado a Siria y al norte de Fenicia como lugar de procedencia de la gente enterrada en las denominadas “tumbas tartésicas”, que conformaría una población distinta de los fenicios de la costa mediterránea española (González Wagner - Alvar 1989: 93; González Wagner 1993: 32). En cualquier caso, la historia de la piel de toro usada para delimitar el perímetro de la primera Cartago puede sugerir que en la propia Tiro este elemento simbólico y religioso formaba parte del imaginario colectivo del grupo fundador de su principal colonia en el Mediterráneo central. El Carambolo ha revelado lo viejo que en la Península Ibérica es este emblema taurodérmico, plasmado allí en la forma de su altar. De hecho, aparece ya en la ampliación del santuario que se lleva a cabo en el siglo VIII a.C. (Carambolo IV). En consecuencia, y dada la distribución actualmente conocida de ese elemento en Oriente que acabo de señalar, una hipótesis verosímil de trabajo futuro podría tener en cuenta la posibilidad de que, una vez conocida y abierta la ruta hasta el extremo Occidente por parte de navegantes-mercaderes fenicios propiamente dichos, y dada la escasa o casi nula población humana que ocupaba el suroeste ibérico a finales de su Edad del Bronce (Escacena 1995), en las naves cananeas se trasladaran hasta el sur ibérico grupos cohesionados de gente oriental que hoy no denominaríamos con el nombre de fenicios.8 Sin ir más lejos, y como ya antes indicamos, en los territorios que rodean el actual Líbano se han encontrado ya unos cuantos asentamientos en los que, al igual que en los hispanos, se usaron alfombras de conchas marinas para pavimentar ambientes sagrados. Baste citar aquí, a modo de ejemplo, los sitios de Tell Kazel, en el extremo meridional de la actual costa siria, que corresponde a la antigua ciudad de Sumur o Simyra, en la llanura de Akka (Capet 2003: 73-91; Badre 2006: 80), Tell el-Ajjul, al suroeste de Gaza, y Megiddo (Loud 1948: fig. 41-42; Poyato - Vázquez Hoys 1989: 433 y 513). Se trata de lugares que ocupan zonas periféricas a las principales metrópolis coloniales libanesas dedicadas al comercio de ultramar. Y si los asirios pudieron mostrar una consideración especial hacia las ciudades fenicias por su función como importadoras para su imperio de materias primas exóticas, ese mismo trato no consta para estas otras regiones del entorno cananeo más dependientes de una economía puramente agropecuaria. En ellas el saqueo, la apropiación de tierras de cultivo y el destierro de poblaciones completas fue una práctica habitual. Precisamente la segunda mitad del siglo IX a.C., momento de inauguración de muchos enclaves urbanos en el mediodía ibérico, conoció una etapa de singular importancia en la actividad conquistadora asiria en toda esa 8 No insistiré aquí en el tema de la acusada despoblación que afectó al suroeste ibérico en la segunda mitad del segundo milenio a.C. Después de casi veinte años de que fuera planteada por vez primera (Escacena Belén 1991), casi todos los investigadores la eluden sin aportar datos ni yacimientos que puedan negarla. Es más, se ha sostenido que, sin proponer sus posibles causas, deja de ser un hecho digno de tener en cuenta en el análisis histórico (García Sanjuán 1999: 77). Esto revela una evidente confusión científica entre la constatación de unos hechos y la explicación de los mismos, producto sin duda de una escasa formación epistémica; como si en los estudios biológicos careciera de interés constatar la desaparición de una especie viva por el mero hecho de que se desconozca su porqué.

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Fenicios en Tartesos: nuevas perspectivas siempre, con el advenimiento de graves desajustes en los ecosistemas (Riechmann 1995: 18), tiene sus problemas de ajuste; porque, entre otras cosas a resolver, debe indagar aún en el tipo de trato que esos hipotéticos colonos de interior pudieron mantener con la gente occidental que paralelamente también venía ocupando el territorio, y que aquí he denominado los *Turta, cuyas huellas se perciben igualmente en las tierras cercanas al litoral malagueño a través de las casas circulares. Tal vez las relaciones no fueron tan idílicas como ha sostenido el modelo que asume la orientalización profunda de estos últimos. Más bien hay evidencias, o al menos sospechas, de todo lo contrario (González Wagner 2007), sin que ello suponga por necesidad la existencia de un conflicto bélico permanente. De igual forma, mi hipótesis, que no es tan distinta en realidad de la denominada “colonización agrícola” fenicia sino sólo una versión más de la misma y en la que C. González Wagner (2005) viene insistiendo, deberá explicar algún día por qué el registro cerámico de esos sitios en los que se usan casas cuadradas y murallas con glacis de tipo oriental desde su fase fundacional —en la provincia de Huelva Tejada la Vieja por ejemplo (Fernández Jurado 1987) — está formado básicamente por alfarería elaborada a mano, tan semejante además a la que aparece en las cabañas redondas supuestamente utilizadas como vivienda por los *Turta, caso de Acinipo entre otros. Pero, aun dejando cabos por atar, esa misma hipótesis resuelve en cambio otros muchos problemas, entre ellos la existencia de esas mismas viviendas de planta rectangular y/o cuadrada y de complejos defensivos de aspecto tan oriental como el del enclave malagueño de los Castillejos de Alcorrín, en Manilva (Suárez Padilla 2006: 374-378). Creo haber podido demostrar ya, gracias también a la metodología darwinista y al análisis cladístico (Escacena 2002; 2005: 198-205), que precisamente esas fortificaciones no obedecen a la evolución local de prototipos occidentales prehistóricos, sino a una reproducción en el ámbito tartésico de la poliorcética oriental; una explicación además que, pese a las matizaciones propuestas por terceros autores (Montanero 2008: 104-105), basadas en una indefinición cómoda de “lo indígena” y en una aceptación acrítica de la cronología errónea que a estas cercas les otorgan M. Almagro-Gorbea y M. Torrres (2007: 36-39), no ha sido desmontada. Por otra parte, la hipótesis aquí defendida daría buena cuenta del registro arqueológico más característico de gran parte del territorio bajoandaluz durante el Hierro Reciente, un mundo marcado por el rechazo de las señas identificativas de lo oriental y bien elocuente de que los *Turta, ahora llamados Turdetanos por algunas fuentes escritas, sólo se habían aculturado en aspectos puramente tecnológicos (Escacena 1989; Belén - Escacena 1992a). La vajilla cerámica de la gente que, para la época tartésica, se ha tenido hasta ahora por autóctona cuenta además, desde momentos que se han considerado precoloniales por la ausencia a veces en esos contextos estratigráficos de cerámica a torno, con vasos à chardon elaborados a mano, cosa que a nadie parece haberle extrañado a pesar de que se conoce de sobra su origen oriental. También este tema podría encontrar solución en la hipótesis que planteo. Y no me cabe la menor duda de que este nuevo camino de trabajo podrá decir algo sobre el origen de la denominada escritura tartésica o del suroeste.

De hecho, aunque sus testimonios principales no remontan a fechas tan viejas como el siglo IX a.C., se sabe que sus signos no son una copia fiel del alfabeto que usaban los fenicios en el siglo VIII a.C. por ejemplo, y se sostiene en cambio una inspiración paleocananea o se reconoce abiertamente por lo menos una discordancia cronológica entre la grafía utilizada por este sistema y la fenicia del momento álgido de la colonización, además de asumirse que la lengua que expresa no tenga que ser por necesidad autóctona (De Hoz 1986: 76 y 80-82). En cualquier caso, acceder por esta vía de estudio, que requeriría tener muy presente la idea apuntada por M. Ruiz-Gálvez (2005: 258; 2008: 28-29) sobre el uso por los fenicios y otros pueblos de grafías arcaicas en sus sistemas contables, tal vez necesite partir de cero nuevamente y admitir la posibilidad de que no estemos ante un sistema usado por indígenas sino ante una escritura de orientales utilizada por orientales, aunque éstos no sean fenicios y ni siquiera de lengua semita. Como ya he adelantado, el uso por parte de todas estas poblaciones orientales hispanas de un mismo credo en torno a un dios que muere y resucita, que se manifiesta en los vínculos solares de los lugares de culto y de los altares, constituye en términos biológicos una homología memética, una semejanza multifocal que se explica bien por la existencia previa de un mito ancestral común que operó desde el punto de vista evolutivo como plesiomorfia o rasgo primitivo. Dicho mito estaba además especialmente extendido por el Cercano Oriente al menos desde el segundo milenio a.C., y sus manifestaciones locales no suponían más que ligeras variaciones sobre lo mismo. Por eso, aunque el amplio espectro hispano de los elementos taurodérmicos se distribuya sólo por aquellos sitios a los que llegó la colonización oriental, tal vez haya llegado la hora de que el esencialismo promovido por la evolución ceda terreno ante el necesario antiesencialismo científico, aquel que nos permita distinguir grupos humanos más específicos en el contexto frondoso de la hasta ahora genérica diáspora fenicia. Lotos, grifos, astros, toros y esfinges. Geografía de la cerámica figurativa La cuestión antes señalada para los marfiles fenicios del área tartésica, procedentes en su mayor parte de ambientes funerarios, se repite de nuevo cuando se afronta el análisis de los vasos que se conocen desde 1975 con el término genérico de “cerámica orientalizante”, cuya primera valoración fue abordada al mismo tiempo por J. Remesal (1975) y J.M. Luzón (1975). Si para M.E. Aubet los motivos plasmados en el material ebúrneo no contienen ningún programa ideológico ni simbólico, sino simplemente unos elementos decorativos no entendidos por quienes los colocaron en sus tumbas y producto sólo de plantillas ornamentales reiteradas por los correspondientes artesanos (Aubet 2009a: 292), es de esperar la misma explicación para esta modalidad de alfarería que tanto se prodigó en ciertas áreas y momentos tartésicos. Sin embargo, aunque en el tema de los marfiles las ideas de Aubet coinciden con las de muchos otros autores, para los vasos con decoraciones orientalizantes parece existir una mayor aprobación de la tesis contraria, aquella que ve temas cargados de contenido simbólico en todos esos elementos pintados sobre las vasijas. En teoría, las dos 175

J.L. Escacena – Variación identitaria entre los orientales de Tartessos... añadirles exotismo y trabajo. Lo que parece dudoso, precisamente porque debieron de ser unas vasijas muy costeadas, es la propuesta defendida para los píthoi de Montemolín sobre su función como envases para carne distribuida en determinadas ceremonias (Chaves et al. 2003: 73), cuestión además que viene repitiéndose en la bibliografía como si dispusiera de garantía a pesar de que carece aún de aval. Y no es porque la hipótesis sea ilógica sino porque está necesitada de verificación antes de ser asumida como algo demostrado. Sobre su cronología, alguna vez se quisieron llevar hasta época turdetana con base en testimonios procedentes de Setefilla (cf. Aubet 1982a: 215), piezas que yo mismo retrotraje al siglo VI a.C. (Escacena 1979-80: 210). Hoy, todos los contextos mejor fechados las limitan a la segunda mitad del siglo VII y a la primera del VI a.C. (Pellicer Amores 1985: 150). Esto por lo que se refiere al ámbito geográfico tenido por tartésico en sentido estricto, porque el fenómeno se prolongó hasta la segunda Edad del Hierro en los territorios íberos de Andalucía oriental, como demuestra de sobras la colección custodiada en el Museo de Cabra (Blánquez 2003). Desconozco los argumentos en contra de que los temas representados en estos productos alfareros contengan una fuerte carga simbólica. Mejor dicho, sé de un solo trabajo que pretende negar cualquier significado a esta cerámica como parte de la vajilla tartésica que incluye geometrismos pintados. Tal vez lo nieguen también quienes, como su autor, no vean en el faldellín de un grifo que camina entre flores y capullos de loto más que un “magnífico ejemplar de reticulado en dos piezas pegadas” (Tiemblo 2003: 122, fig. 11) (¡!). Sospecho que en esta ausencia de razones reconocidas se esconde de nuevo el “criterio locacional”, aquel que niega a priori que los fenicios se extendieran por el sur de la Península Ibérica más allá de la línea de costa. Se ignora tal vez —porque se trata de un dato aún inédito— que el testimonio andaluz más meridional de esta variedad alfarera procede de un entorno litoral, en concreto de la colonia fenicia de Doña Blanca.10 Puede estar ocurriendo aquí como con la tesis que no quiere ver en el Carambolo un enclave oriental: que sus partidarios esperan cándidamente ganar la apuesta si la posición contraria no logra salir adelante; como si esa misma opción no tuviera necesidad de ser igualmente apuntalada con datos y demostraciones. En cambio, ha hecho su tarea de forma más aplicada la hipótesis que ve en las flores de loto y en los demás temas señalados una fuerte carga simbólica, contenido que por añadidura carece de precedentes locales prefenicios y que por tanto puede ser atribuido con más facilidad a cualquier comunidad de orientales afincada en Tartessos que a los *Turta. Valga como ejemplo el análisis del “vaso de los grifos” de Carmona (Belén et al. 1997: 145-151; 2004: 159-160), que reveló el profundo conocimiento que su pintor tenía del acervo mítico del animal fantástico allí plasmado. Pero yo añadiré ahora de mi cosecha una reflexión también sobre las rosetas representadas en otro de esos recipientes del conjunto carmonense. El motivo conocido con el nombre de “roseta”, representado en esta especie cerámica pero también en

formas de resolver la cuestión serían lícitas desde el punto de vista científico: es posible que ni en las placas de marfil ni en la cerámica exista la más mínima intención de comunicar nada con su decoración salvo belleza; también es factible que en ambos casos se hayan plasmado fértiles contenidos semánticos, y que, por tanto, quienes pintaban la cerámica y quienes grababan los marfiles, además de aquellos clientes que demandaban dichos objetos, compartían los códigos mentales mínimos para descifrar los correspondientes mensajes. Es ya algo más incongruente, por no decir una verdadera incoherencia interna, sostener una razón en el primer caso y otra distinta en el segundo, lo que desde luego —repito— no me consta en los estudios de M.E. Aubet. Se defienda una cualquiera de las dos explicaciones, no puede dejarse de reconocer que la vajilla pintada con estos motivos presenta una temática muy similar a la de los marfiles, limitada en cualquier caso a un haz de figuras que en el Oriente Próximo constituían imágenes religiosas. Además, ese elenco ornamental carecía de precedentes en el mundo prehistórico bajoandaluz, a no ser que, agarrándose a un clavo ardiendo para sostener un entronque con una supuesta tradición local anterior, quiera deducirse la continuidad a partir del uso de tintes monócromos y bícromos, como de hecho se ha llegado a afirmar en una notable exhibición de autoctonismo (cf. Pachón et al. 1989-90: 249).9 G. Bonsor había encontrado ya algún que otro fragmento cerámico correspondiente a vasos pintados de esta forma, en concreto con lo que parece un capullo de flor de loto (Bonsor 1899: 125, fig. 167), pero fueron más tarde mejor valorados en su atribución tartésica en el V Symposium Internacional de Prehistoria Peninsular, celebrado en Jerez de la Frontera en 1968 (Blanco et al. 1969: 146-148); también en la excavación de la Colina de los Quemados de Córdoba (Luzón - Ruiz Mata 1973: lám. XV, e-g). No obstante, el repertorio más completo de formas enteras lo ofreció primero el yacimiento de Montemolín, en Marchena (Chaves - De la Bandera 1986). Se conocieron allí las siluetas de los vasos, muy limitadas en su nómina formal por cierto, y un lote algo más variado de temas decorativos. A estos hallazgos siguieron en importancia los de Carmona, que dieron pie a la hipótesis de la existencia en este asentamiento de un barrio fenicio con su correspondiente santuario (Belén et al. 1997), función defendida también para el edificio de Montemolín que años antes había proporcionado aquellas vasijas. La lista de motivos que se plasman una y otra vez, casi siempre sobre la forma de origen oriental denominada píthos, incluye, aparte de alguna que otra singularidad como la del perfil antropomorfo de Carmona (Belén et al. 2004: 161-165), flores de loto, esfinges, rosetas, toros, grifos y molinetes. Si dichos elementos contienen algo más que simples dibujos está aún por demostrar, pero también lo está la tesis contraria, la que niega a esos temas cualquier carga simbólica y los considera mera decoración de productos alfareros de lujo, encarecidos a base de 9 La propuesta de estos autores afirma literalmente: “[...], el grueso de las cerámicas pintadas que estudiamos recogen una característica que se aisló también en las producciones del Bronce Final de idéntica fórmula decorativa. Nos referimos a la monocromía y la bicromía. Pero a esas técnicas se añade ahora la de la policromía, nota peculiar que debió llegar a la Península por la incidencia fenicia.”

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Hallazgo del que tengo referencia por cortesía del profesor Ruiz Mata, excavador del yacimiento.

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Fenicios en Tartesos: nuevas perspectivas otros múltiples soportes, está sin duda condenado, por su propio nombre arqueológico, a padecer una situación similar a la que alude a las inhumaciones prehistóricas en posición encogida como “postura fetal”. Que yo sepa, nadie demostró nunca que esa forma de colocar a los difuntos en la tumba intentara imitar el acomodo del feto humano al seno materno, comparando así la muerte con una vuelta al vientre de la madre tierra. Sin embargo, a pesar de que el término comenzó siendo meramente descriptivo, hoy piensa la mayor parte de la gente —tal vez con razón— que los prehistoriadores ofrecen con esto una verdadera explicación. La descripción se ha convertido así en explicación sin serlo. Y de igual manera, como la voz “roseta” se refiere en primera instancia a un elemento vegetal, no se repara en que pueda significar algo absolutamente distinto de lo que este término manifiesta formalmente. Por eso, vista una roseta en el horizonte decorativo de las cosas tartésicas, automáticamente afloran explicaciones naturalistas sobre la vegetación, el resurgir de las plantas, la fertilidad de los campos, etc. Con el mismo razonamiento, estaría claro que en las figurillas calcolíticas que M.J. Almagro Gorbea (1973: 94-95) denominó “ídolos alcachofa” sólo quisieron representarse alcachofas; por supuesto. El signo que llamamos roseta fue utilizado desde muy pronto en Oriente no como símbolo de algo vegetal sino como elemento astral. De alguna forma, las rosetas de ocho pétalos representadas en el vaso de Carmona no son más que imágenes de estrellas de ocho rayos, como las de los kudurru mesopotámicos por ejemplo y como otras muchas representaciones astrales de la zona siropalestina (Trebolle 1997: 84), con los extremos de esas ráfagas redondeadas al estilo típico de la época. Por tanto, la roseta constituyó la representación gráfica de una hierofanía de la diosa madre (Kukahn 1962: 80), que llegó a personificar a Astarté y a Tanit (Aubet 1982b: 37; Blázquez 1997: 80 y 85; Rindelaub - Schmidt 1996: 50), pero en concreto como manifestación del Lucero o planeta Venus; a decir de Jeremías (7, 18 y 44, 17), reina del cielo (López Monteagudo - San Nicolás 1996: 452). La forma más elemental de plasmar gráficamente un astro que emite luz es hacerlo mediante una simple X, como se ve en algunos vasitos votivos de Alhonoz (López Palomo 1979: fig. 4 y 5). Pero, si se superpone a la X un signo +, de inmediato se obtiene un asterisco de ocho puntas. Y si enmarcamos este último en un cuadrado se logra el motivo conocido como “molinete”, más del gusto geométrico que precedió en gran parte del Mediterráneo a las modas orientales (Fig. 13). En el mediodía hispano, y en concreto en el ámbito de la decoración cerámica, una de las manifestaciones más tardías de la roseta se concreta en los denominados “platos margarita”, que tienen su precedente en cuencos como el encontrado por Carriazo en el Carambolo (Fig. 14) y en cerámicas a mano del Algarve con decoración grabada (Pereira 2008: figs. 7 y 9). En la segunda Edad del Hierro, estos recipientes se distribuyen justo por aquellas áreas del suroeste ibérico por las que continuaron las tradiciones orientales después del siglo VI a.C., básicamente el sur de Portugal y la baja Extremadura. No insistiré más por este camino. Me interesa ahora más señalar los estrechos lazos de este mundo cerámico figurativo con algunas áreas del Mediterráneo oriental. Y en este terreno siguen gozando de la mayor actualidad dos párrafos que hace ya veinte años publicó J.F. Murillo para

señalar los muy estrechos vínculos entre esta vajilla encontrada en Tartessos y la del mundo chipriota coetáneo: “Distinta es la impresión que nos causan las producciones cerámicas chipriotas del estilo Bichrome IV, entre las que encontramos tanto motivos como esquemas decorativos paralelos a los de las cerámicas andaluzas (Karageorghis-Gagniers 1974). El tema de friso corrido con el desfile de toros es conocido en esta isla desde la segunda mitad del s. XIII a.C., caracterizando al denominado “estilo rudo” (Karageorghis 1965). Con posterioridad, volverá a aparecer sobre vasos del Chipriota Arcaico I (Gjerstad 1948: Fig. XXXII), con una cronología del 750-600 a.C. (Yon 1976). Las líneas de perfilado y el modo de tratar los detalles internos de los toros andaluces y chipriotas también ofrecen numerosos puntos de contacto, aunque en Chipre prevalezca el fondo claro sobre las escenas y en ocasiones se combine dentro de una misma figura la técnica del silueteado y la del contorno (Yon 1976; Gjerstad 1948). También serán característicos de este momento, dentro del estilo Bichrome IV, los frisos con pájaros, bien corridos bien divididos en metopas. El motivo del toro “oliendo” una flor de loto representado sobre uno de los fragmentos de El Castillo de Lora del Río, tiene paralelos inmediatos en una gran ánfora de Amathus (Hermary et al. 1969: Fig. 6), datada a mediados del s. VII, y en una jarra del denominado “estilo libre” procedente de una sepultura de Arnadi, fechada en el s. VII (Karageorghis 1985: 44). Animales fantásticos como la esfinge decoran vasos ya desde el s. VIII (Karageorghis 1985). Llama la atención, sin embargo, la no presencia del grifo dentro del repertorio de motivos figurativos chipriotas, lo que contrasta con su utilización en otras facetas artísticas como la manifestada por los vasos metálicos (Bisi 1965: 160163). Las flores de loto, las rosetas y el “árbol de la vida” son muy frecuentes en el Chipriota Arcaico I (Gjestard 1948: Figs. XXXI ss.), así como triglifos, reticulados, ajedrezados, cables de doble cabo, etc.” (Murillo 1989: 161-162).11 ¿Hubo acaso en Tartessos una significativa presencia de población chipriota? Y, si la hubo, ¿fue este grupo el que demandaba y usaba esta vajilla de tan alto contenido simbólico? ¿Eran de ascendencia y lengua cananea estos posibles chipriotas afincados en el mediodía ibérico, o pertenecían a otros grupos étnicos y lingüísticos? De nuevo las respuestas a estas cuestiones tendrán que esperar, pero estamos ya en condiciones de llevar a cabo unas cuantas conjeturas que pueden abrir futuros caminos de investigación. La primera tiene que ver con la cronología: si esta colonización de origen chipriota se produjo, y si su principal rastro arqueológico fue la llamada “cerámica orientalizante”, esa implantación poblacional no debió de acontecer antes del siglo VII a.C. Sin embargo, no sólo carecemos de pruebas de nuevas fundaciones para esta centuria, sino que no podrían atribuirse a esos hipotéticos chipriotas las tradiciones incineradoras en el ritual 11 Los títulos citados por Murillo no se incluyen en la relación bibliográfica del final de este trabajo. Para identificarlos, el lector deberá consultar directamente el artículo de este autor.

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J.L. Escacena – Variación identitaria entre los orientales de Tartessos... funerario de las necrópolis halladas en Tartessos, porque este tratamiento de los cadáveres era desde luego más propio de Siria (Garrido 2004: 277). En cualquier caso, parece que la gente que usaba tales elementos simbólicos en cerámica y en marfil, o más bien su descendencia directa, pudo ser expulsada del Guadalquivir inferior y medio, junto con otros grupos de orientales, en la primera mitad del siglo VI a.C., con la crisis que define el final de Tartessos y de la colonización fenicia arcaica clásica. Ello explicaría la muerte repentina de esta alfarería en esos momentos en el área genuinamente tartésica, y a la vez su continuidad en el alto Guadalquivir y en Andalucía oriental, donde el estilo seguiría evolucionando porque las poblaciones que lo sostenían permanecieron o incluso pudieron verse numéricamente acrecentadas con los contingentes salidos del área nuclear tartésica. También daría cuenta tal hipótesis de algunos registros estratigráficos que hablan de momentos de peligro y violencia, cuando no de desalojo de algunas ciudades o reducción de sus superficies habitadas, todo ello en el ámbito bajoandaluz (Escacena 1993). Dichos trastornos fueron además acompañados en la geografía tartésica de la desaparición de todos aquellos elementos que reflejan usos, inspiración o gustos orientales: marfiles, escritura, imágenes de dioses, orfebrería, santuarios, toréutica… Es más, se pierde el rastro de multitud de enclaves rurales de pequeño tamaño y hasta de las tumbas, fuesen o no de tradición tumular. En el terreno funerario, las cosas parecen querer reflejar en lo sucesivo, y hasta época romana, más bien la tradición *turta, aquella que no dejaba huellas materiales evidentes del destino de los muertos (Belén - Escacena 1992b). La segunda reflexión que necesita mucho trabajo futuro se refiere al reparto geográfico de esos vasos pintados con motivos figurados. Dentro de la primera mitad del primer milenio a.C., su frontera este viene marcada, todavía de forma algo imprecisa, por los propios límites orientales de la campiña cordobesa. Este flanco no está claro porque, precisamente en esa zona, se mezcla su propio final con su continuidad evolutiva hacia las manifestaciones alfareras figurativas de los territorios íberos de Andalucía oriental y del Sureste. En cambio, parece que el Guadalquivir marca en la zona de Sevilla una línea bastante nítida y no rebasada hacia el oeste. En la parte norte de la provincia, en Sierra Morena en concreto, el enclave más occidental es hasta ahora Setefilla, sitio algo apartado del cauce fluvial bético (Aubet et al. 1983: 115-116). Pero muy cerca de allí y en dirección sur su distribución se ciñe a los oppida asentados al pie mismo del Guadalquivir. Buenos ejemplos son los enclaves recogidos en el mapa elaborado por F. Chaves y M.L. de la Bandera (1992: 51): el Castillo de Lora del Río, la Mesa de Alcolea, el Macareno y Jerez de la Frontera. A estos sitios hay que sumar en esa misma línea ribereña del Betis las antiguas ciudades de Caura (Escacena 1983: 81) e Ilipa (Izquierdo e.p.) (Fig. 15). No me consta que esta vajilla haya aparecido en la provincia de Huelva, y ello a pesar de haberse excavado allí en mayor o menor extensión varios enclaves que tuvieron un especial florecimiento en época tartésica gracias a las actividades minero-metalúrgicas: la propia Huelva, San Bartolomé de Almonte, Niebla y Tejada la Vieja. En cuanto a esta frontera ribereña que sigue el mismo cauce del Guadalquivir, está por explicar aún su ausencia

absoluta en el Carambolo. Ya que no me parece serio acudir aquí al azar, porque este recurso coarta las posibilidades del trabajo científico al ser aplicable caprichosamente cuando y donde nos convenga, acabaré con dos o tres propuestas que sólo pueden considerarse candidatas a una hipotética solución. Podría tratarse de un registro negativo en razón de diferencias étnicas, esas que precisamente hemos estado buscando entre los orientales de Tartessos a lo largo de este análisis. Sobre esta cuestión he reflexionado en otro lugar a propósito de dotar de una explicación darwinista a las prohibiciones religiosas que impiden el libre acceso a determinados templos a quienes se consideran infieles, es decir, a “los otros”. Aunque conocemos estos tabúes en la actualidad, tenemos constancia de ellos también en el mundo antiguo (Heródoto I 143, 3; I 144, 1-2; I 171, 5-6; Marco 2007: 21). Se trataría de una fórmula que, a modo de patente, garantizase que los conocimientos científicos adquiridos en los santuarios no trascendieran a comunidades ajenas a la que hace la inversión para conseguirlos (Escacena 2006: 125 ss.). Yo mismo vería más válida esta explicación si el asunto se dirimiera, por ejemplo, entre fenicios y griegos, competidores durante la primera mitad del primer milenio a.C. por las rutas del mar. Mas no me parece ahora tan aplicable al caso de la vajilla con temas figurativos porque la religiosidad plasmada en esa decoración es tan cananea como la teología solar evidenciada en el santuario del Carambolo. Por eso quiero pensar mejor, en paralelo con una preocupación de reconocida presencia en la Biblia hebrea (Trebolle 1997: 80-89), que su ausencia en dicho templo pueda deberse al celo sacerdotal por evitar cualquier manifestación idolátrica, sobre todo si la comunidad que fundó este centro ceremonial lo tuvo por buque insignia de su credo. Téngase en cuenta que la imagen de Astarté procedente de este cabezo no es más que un exvoto, no una figura de culto, y que en las capillas del templo no han aparecido basamentos que den pie a pensar que esas imágenes de culto existieran, al menos con forma humana o animal. Tolo lo más podría pensarse en posibles betilos colocados directamente sobre sus correspondientes altares, que no serían tanto representaciones alusivas al dios como la divinidad misma. En cambio, precisamente en Carmona, que para este momento es el centro urbano que más cerámica de este estilo ha entregado, contamos ya con una buena muestra de una más que probable escultura de diosa. Por su tamaño, por el material pétreo en que está elaborada y por su calidad de ejecución, esta imagen parece destinada directamente al culto (Belén - García Morillo 2006). Epílogo Sospecho que en esta diferencia sustancial entre el Carambolo y Carmona, evidenciada sobre todo a la hora de plasmar de forma distinta una parecida religiosidad de origen oriental, radica una de las claves que algún día nos permitirán discriminar regiones de procedencia y vínculos comunitarios parcialmente distintos entre los orientales de Tartessos. Veremos quizá entonces que la campana de Gauss a la que todos hemos denominado hasta ahora “colonización fenicia” no era tan vertical ni tan compacta como pensábamos, algo que ya observaron hace años algunos arqueólogos buenos conocedores de 178

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Fenicios en Tartesos: nuevas perspectivas

Figura 1. Crecimiento demográfico diferencial de las poblaciones tartésicas.

Figura 2. Altares portátiles de bronce con forma de piel de toro extendida: La Joya (1) y Gandul (2). Según Jiménez Ávila (2002: lám. XXIII). Al igual que ocurre en el caso del altar del Carambolo, la parte correspondiente al hogar, aquí de forma ovalada, trasciende los límites de la propia piel. 185

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Figura 3. Necrópolis onubense de La Joya. Recipiente cerámico con boca diseñada como altar en taurodermis (foto Museo de Huelva).

Figura 4. Pequeño altar de Villaricos (foto cortesía de A. Rodero).

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Fenicios en Tartesos: nuevas perspectivas

Figura 5. Altares rituales elaborados en marfil procedentes de contextos funerarios. Hallados en El Acebuchal (1 y 2) y Alcantarilla (3).

Figura 6. Probables exvotos alusivos al altar en forma de piel de toro: Setefilla (1), el Macareno (2) y Huelva (3) (foto Museo de Huelva). Es posible que la perforación circular de la pieza del Macareno sirviera, además de para recordar el hogar del altar, para embutir en ella la espiga de alguna representación superpuesta (la ofrenda o la imagen de una divinidad por ejemplo).

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Figura 7. Base pétrea de altar, según Migliorati (2008: fig. 6). Procede de un contexto romano, aunque al parecer como pieza reutilizada.

Figura 8. Las figurillas de bronce chipriotas tenidas por “divinidades sobre lingotes” pueden ser reinterpretadas como “dioses sobre altares taurodérmicos”. A la luz de los hallazgos hispanos, esta lectura parece más ajustada a las creencias orientales.

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Fenicios en Tartesos: nuevas perspectivas

Figura 9. Pinturas murales asirias (según Parrot 1970: fig. 152 ss.). Toros y leones flanquean el altar o se inclinan ante él. Éste se representa como una piel de toro extendida sobre la que se plasma el círculo central del hogar. Tal interpretación de los frescos se basa en sus homologías con los altares de barro protohistóricos hallados en la Península Ibérica.

Figura 10. Placa de cerámica de silueta taurodérmica con la representación de una diosa alada (¿Astarté? ¿Lilith?) hallada en Ugarit. Museo del Louvre. 189

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Figura 11. Improntas de cilindros-sellos (según Marín 2006: fig. 5). Los signos interpretados tradicionalmente como lingotes podrían corresponder a altares.

Figura 12. Poblamiento de época tartésica en la zona de Málaga (según García Alfonso 2007: 245). Los núcleos costeros fenicios, ubicados en las desembocaduras de los ríos, pudieron servir como focos dispersores de otras comunidades de origen oriental hacia el interior. Actuarían como un abanico que, desde su eje de giro, desplegara las varillas de forma radial, en este caso por las cuencas interiores de esos sistemas fluviales. 190

Fenicios en Tartesos: nuevas perspectivas

Figura 13. Imágenes astrales de Astarté: aspa (1), asterisco (2), molinete (3) y roseta (4).

Figura 14. El Carambolo. Cuenco con representación astral de Astarté elaborada mediante un conjunto de semiesferas. El motivo se logró empujando el barro aún fresco desde el exterior de la vasija hacia el interior con un objeto de punta roma. Según Carriazo (1973: fig. 389).

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Figura 15. Los testimonios más occidentales de la cerámica figurativa corresponden a estos ejemplares de Coria del Río (14) y de Alcalá del Río (5-6). En el fragmento 5 puede reconocerse el faldellín de un grifo, en diseño similar a la procesión del vaso de los grifos de Carmona (abajo).

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