Vampiras \"fin de siècle\" como antecedentes de las vampiresas modernistas

July 22, 2017 | Autor: J. González Alcantud | Categoría: Literary Criticism, Cultural Anthropology, Literay Criticism and Theory
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LAS VAMPIRAS FIN DE SIÈCLE COMO ANTECEDENTES DE LAS VAMPIRESAS MODERNISTAS

JOSÉ ANTONIO GONZÁLEZ ALCANTUD Universidad de Granada [email protected]

Sabido es que el vampirismo se fue formulando como fenómeno literario y de cultura de masas en el siglo XVIII, a la vez que las luces del racionalismo iban disipando las tinieblas. Todo tipo de creencias irracionalistas surgían al margen de las creencias eclesiásticas cristianas, y tenían buena acogida en medios aparentemente proclives al laicismo y hasta el ateísmo para colmar los deseos de espiritualidad. Si Dios moría como concepto intelectual, le sustituían explicaciones puramente racionales o creencias dispersas de orden que podríamos catalogar de “espiritistas”, que se negaban a adoptar la forma de una religión. También es fácil constatar que cuando las narraciones de vampiros llegan a Francia, el país ha dejado de creer en las brujas. No olvidemos que los enciclopedistas alzaron su voz contra el fanatismo representado por las religiones y, por supuesto, las brujas representan gráficamente esa parte del mal. 1 Mientras que la bruja se va volviendo cada vez más una figura del imaginario del antiguo régimen, el vampiro va ocupando el lugar que este deja como figuración del mal. Se afirma que, al contrario que la bruja, que tenía centrados los intereses de las iglesias cristianas de un modo absorbente, el vampiro no preocupa en los medios religiosos, por lo que poco a poco se va transformando en objeto de obras de ópera, teatro, literatura, poesía y arte. Es decir, un espacio de espiritualidad igualmente opuesto al eclesial. 1. Véase entre la abundante literatura antropológica sobre el particular: Julio Caro Baroja (1998) y, sobre todo, Carmelo Lisón Tolosana (1992).

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Por otra parte, quizás también el descubrimiento del mito del vampiro sea paralelo en el siglo XVIII a la defensa del cuerpo como una variación de la máquina. De ahí el interés por los autómatas, que los enciclopedistas enarbolaban. 2 Se ha escrito a este tenor que, Rousseau y Voltaire se interesan por el fenómeno vampírico, el cual conoce su eclosión en la época de los enciclopedistas, pero también de la francmasonería, testimonio de supervivencias míticas y de préstamos en las prácticas de brujería en el momento en el que las creencias religiosas, las concepciones antiguas concernientes al alma y al cuerpo, son puestas en cuestión por el reciente interés por la disección y por la investigación anatómica. (Wilgowicz 1991: 40)

Pero la explicación mecanicista no agotaba el interés por la vida del espíritu, ahora liberada, por mor de la filosofía ilustrada, de la tutela de las religiones, sobre todo de los imperantes y con frecuencia fanáticos monoteísmos. Dom Calmet, que es citado como fuente de autoridad por Voltaire en el artículo “vampiros” de su Diccionario filosófico (1764), conoció dos ediciones de su obra en 1746 y 1751. Calmet (1751), el mayor tratadista que el vampirismo tuvo en sus inicios, atribuye el auge del interés por los vampiros en su época a la curiosidad que suscitaba la resurrección de los muertos. El vampiro se presentaba así como un cadáver que el Diablo animaba como una marioneta. Calmet, no obstante, se inclina porque sólo Dios puede resucitar a los muertos, y que quizás los vampiros tengan un permiso especial para volver a la vida. Afirma, pues, que no es necesario creer o no creer en el vampirismo (Montaclaire 1988:44). Volviendo a Voltaire, éste afirma que la idea popular de los vampiros quizás provenga de los excomulgados: Desde hace mucho tiempo, los cristianos de rito latino enterrados en Grecia, no se pudrirían, porque ellos están excomulgados. Es precisamente lo contrario de nuestros otros cristianos de rito latino. Nosotros creemos que el cuerpo que no se corrompe está marcado por el secreto de la beatitud eterna (…) Los griegos están persuadidos que estos muertos son brujos; les llaman broucolocas o vroucolacas, según como ellos pronuncian la segunda letra del alfabeto. Estos muertos griegos van en las casas a chupar la sangre de los niños, comerse la comida de los padres y las madres, beberse su vino, y romper todos sus muebles. No se les puede vencer más que quemándolos, cuando se los atrapa. Pero es necesario tener la precaución de no ponerles en el fuego, más que después de haber separado el corazón que se quema a parte. (Voltaire 1901, Tomo VI: 180-183)

2. Véase Jean Claude Aguerre, Naissance du vampire au XVIIIème siècle. Diplôme d‟études Superieures, Université de Paris VIII. Mimeografiada, 198. Para los autómatas, véase Alfredo Aracil (1998).

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En todo caso, el interés de Voltaire por los vampiros proviene del hecho de haberse convertido en su tiempo en una verdadera plaga pública que, en el momento en que él redacta su artículo, ya comienza a decaer. Los vampiros, como conclusión general, constituyen “la intrusión de la muerte y del más allá por unas vías solapadas y brutales en un universo que les excluye, el vampiro representa la inquietud que nace de una ruptura del orden, de una fisura, de un décalage, de una contradicción” (Lecouteux 1999: 11). Una ruptura del orden cósmico que en ciertos momentos, por ejemplo el terremoto de Lisboa de 1755, también tratado por Voltaire, no encuentra una explicación racional que dé satisfacción no sólo a los filósofos si no muy principalmente de la población europea. El vampirismo, pues, era una expresión de ese desencantamiento del mundo maravilloso que traía consigo la modernidad triunfante, enfrentada a una espiritualidad de corte premoderno que se negaba a morir. Empero, los vampiros sólo se pondrían definitivamente de moda en París en la primera mitad del siglo XIX. En la capital francesa son varias las obras de teatro y óperas que se prodigan con el nuevo siglo. Charles Nodier parece haber sido el responsable de la puesta en escena de una pieza teatral titulada Vampire representada en premier en el teatro de la Porte Saint-Martin el 13 de junio de 1820. Ese mismo año aparecen dos piezas, Les Trois Vampires, en tres actos, de Gabriel y Armand Brazier, y Le Vampire, de Pierre de la Fosse, vaudeville en un acto. Las dos, se informa en el Journal des Débats, tuvieron éxito, e incluso hay localizadas otras dos obras con el título Le Vampire, fechadas asimismo en 1820, debidas a Martinet y Eugène Scribe. También aparece en el mismo año una parodia titulada Cadet Bouteaux ou le Vampire. 1820 se configura de esta manera como un año clave del vampirismo literario. Le siguió en 1843 una ópera en cuatro actos llamada igualmente Le Vampire, con autoría literaria de J. Ramoux y música de H. Marschner. Este auge nos indica que “el vampiro, arrancado a la superstición popular por la escritura parecía haber dado lugar a un nuevo género literario” (Lacassin 1981: 11-12). Desde luego, por esta presencia teatral y literaria durante todo el siglo XIX, el tema del vampiro fue tan parisino o londinense como de Transilvania. El vampirismo romántico, que acuña la personalidad social definitiva del vampiro, que persiste hasta el día de hoy, tiene en lord Byron su formulador más notable. El vampiro/a ahora es objeto de dramas cada vez más apasionados. Subidos a esta ola del Romanticismo, los escritores, desde Alejandro Dumas hasta Charles Baudelaire pasando por Charles Nodier, retratan con más o menos fortuna al vampiro/a. Esta consagración literaria está directamente asociada a la enfermedad de los tiempos modernos, la melancolía, firmemente anclada en la vida urbana (Kristeva 1987). Yo afirmaría rotundamente que la melancolía como enfermedad cultural asociada a la democracia

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moderna y sus más directos antecedentes, es el alma nutricia del vampirismo, que además viene a sustituir en el ámbito de lo irracional a la brujería antigua, al igual que la religión ha sido sustituida por el ocultismo en las nuevas sociedades urbanas y democráticas, como señalamos más arriba. En La Dame Pâle de Dumas se describe un ambiente “morne”, sombrío, con paisajes que invitan a la depresión, como el telón de fondo del vampirismo. El paisaje estereotípico donde hay que situar al vampiro es por lo demás un ambiente típicamente marcado por las brumas y las escarpadas montañas. El vampirismo desafía la racionalidad en ascenso, y conforma una parte sustancial del malditismo que se anuncia para el siglo XIX, siglo por excelencia del diabolismo. Con estas mimbres el vampirismo exigía una interpretación psicoanalítica, que no ha decaído a lo largo del tiempo, vinculando el fenómeno a las pulsiones sexuales y las patologías asociadas a ellas. El sentido enigmático que encierra el vampirismo encuentra aquí un terreno abonado para interpretaciones indiciales: El vampiro propone un enigma subyacente, en el cual el sentido está invertido. La travesía de los tres orbes nocturnos a/fin/temporales se oponen (o finalizan) con la emergencia a la luz al despertar del día. Este mito, centrado sobre una esfera de nonacimiento/no-muerte, se finaliza cuando se produce la victoria sobre la esfinge. Las rapsodias de las tres formas femeninas mortíferas, figuras que no son superponibles a las mujeres de los tres cofres inscritos en el mito edipiano, desarrollan los temas repetitivos de una gestación sin principio ni fin, que se alejan en el horizonte del mundo y del sujeto en vías de nacer, permite discernir, en el seno de claroscuros, la aparición de sombras y de reflejos, el canto del gallo pone a los vampiros en fuga y hace finalizar la noche con el día. (Wilgowicz 1991: 306)

La interpretación literaria, llevándola al terreno de la alteridad, y no tanto de la sexualidad freudiana, ha dado lugar a jugosas interpretaciones que asocian el vampirismo a un mal cuya sede es el cuerpo. “El poder pues, del vampiro (o del brujo) es el poder de los cuerpos” (Rodríguez 2001: 390). Historizando estas interpretaciones cabe pensar en una semanticidad antropológica del vampirismo, que lo sitúe en el campo del sentido cultural, más allá de la pulsión sexual o de la ideología moderna. Entramos en la materia concreta de nuestro estudio, el paso de las vampiras a las vampiresas, sobre la base de esa semanticidad cultural. Existen unos patrones comunes a vampiros y vampiras sin distinción de géneros. Se trata al menos de dos constantes. La primera, la persistencia del mito por su matriz romántica, y más en particular byroniana. A pesar de la gran cantidad de novelas y películas de temática vampírica, incluida la ola actual que ha puesto de moda el tema, se observa la “tenaz duración” del motivo romántico desarrollado por Byron (Brigo 1998: 46). En segundo lugar, el vampiro o la

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vampira modernos están indeleblemente afectados por la enfermedad de los tiempos modernos: la melancolía. Se ha escrito, que el vampiro moderno es una refiguración perturbadora del melancólico que no llega a establecer un lazo auténtico, no distributivo, con el objeto amado. La melancolía del vampiro deriva de su imposibilidad para amar y hacerse amar. (Teti 1998: 190)

Está privado de una identidad propia, siendo su melancolía una enfermedad que esconde la imposibilidad de nunca poderse reintegrar a su verdadera naturaleza, condenado a renacer a la búsqueda del objeto amado. Romanticismo y melancolía son dos constantes. A ello se une la idea de la buena y mala muerte. Para que alguien tuviese una buena muerte, en las creencias populares de Europa central era necesario que le fuesen aplicados al difunto unos ritos de separación sin falla alguna. El período inmediatamente posterior a la muerte es fundamental para que estos ritos sean eficaces. Se trata de ahuyentar ritualmente la posibilidad de que el alma quede vagando. Esto está basado en que la mayor parte de las culturas piensan que el alma permanece cerca del cuerpo durante un cierto número de días; en particular, las culturas populares balcánicas pensaban que “la psycostasia, el pensamiento del alma, no habría tenido lugar más que cuarenta días después de la muerte” (Lecouteux 1999: 38). Algunos de los autores que pusieron de actualidad la vampiresa fueron Sheridan Le Fanu con Carmilla, Bram Stoker con Lucy y Théophile Gautier con Clarimonde. Estas serían mujeres que mediante sus encantos sexuales, irresistibles, atraerían fatalmente a los hombres. Frías como una esfinge, calculadoras, y sabiéndose en el fondo malditas, ejercieron, de una manera considerada en su tiempo como “amoral”, su dominio sobre el mundo masculino (Lecouteux 1998: 24-26). Esta conexión funciona en el malditismo decadentista (Pedraza 1991). Dominio y sangre: fue un par que funcionó. La vinculación de la mujer finisecular con la sangre se fue haciendo cada vez más estrecha. Como ha recordado Bram Dijkstra, la medicina del fin de siglo se hizo eco de las teorías del doctor norteamericano William J.R. Robinson, jefe del servicio de enfermedades genito-urinarias del hospital neoyorquino del Bronx, para quien las mujeres que se satisfacían de relaciones ocasionales cada quince días estarían sanas, mientras que las que lo hiciesen con más frecuencia serían catalogables de auténticas devoradoras de hombres, movidas por alguna patología sexual (Dijkstra 1986: 357). También en este fin de siglo los médicos desarrollaron una teoría de cierta fortuna referente a la anemia, según la cual sería necesario que las mujeres afectadas de este déficit sanguíneo bebiesen la sangre caliente de animales sacrificados in situ. El cuadro de Joseph-Ferdinand Gueldry, Les Buveurs

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du sang, presentado en el Salón de París de 1898 [Fig.1] sería el ejemplo más elocuente de esa tendencia. En el mismo se representa un matadero al cual acuden las señoras anémicas para beber la sangre caliente de los animales sacrificados. Dijkstra ha hablado de la fascinación psicológica que ejerció en sus contemporáneos esta escena pictórica, lo que hizo que fuese reproducida en diferentes publicaciones. También Prosper Mérimée había popularizado en su obra Lokis a los bebedores de sangre uruguayos, incluido un presidente de este país, que en las pampas tomaban un chupón de sangre de las reses para tonificarse (Mérimée 2005: 104-105). La realidad “etnográfica” de los/las bebedores/as de sangre, desde París hasta Uruguay, parece evidente, y sirve para alimentar etnográficamente el imaginario draculiano. Otra obra literaria que abordó el mismo asunto de las bebedoras de sangre en el mundo parisino fue La buveuse de sang de Rachilde. Esta respondía a parecidos criterios médico-psicológicos que las mujeres representadas en el cuadro de Gueldry, pero con el añadido de la fascinación lunar. Rachilde, que fue considerada en su tiempo, una suerte de Baudelaire femenina, en conexión con el mundo de las vanguardias simbolistas, escribe, en opinión de Dijkstra, “un documento extraordinario sobre el grado de odio que de sí tenían ciertas mujeres en el fin de siglo” (Dijkstra 1986: 363). Rachilde, que era el pseudónimo de Marguerite Eymery-Vallette, estaba casada con el fundador de la Revue Blanche. Como autora tuvo mucha aceptación entre la burguesía intelectualizada, al publicar en 1884 el libro Monsieur Venus, donde, según Bram Djikstra, se opera la inversión de roles que caracterizará a su literatura: Según Rachilde, el proceso de evolución no ha otorgado a la mujer más que un soplo de imaginación sin inteligencia; ella se vuelve literalmente lunar, la inversión misma de la pulsión creadora, el reflejo negativo de la voluntad de poder. Abandonada sin guía en su entorno primitivo, vuelve a la naturaleza con sus instintos predadores. Lejos de la influencia fecundante y civilizadora del cerebro masculino, se convierte en un juguete de la Luna, el instrumento de la degeneración; se transmuta en asesina de niños, en vampiro, en hombre lobo, deviene una de esas criaturas nocturnas que no pueden vivir más que bajo los auspicios de la luna, del reino de las tinieblas, de los sentidos, del sexo, de los deseos animales; este reino que es femenino porque es lunar y estéril; un reino que no puede ser más que un desierto helado porque la iluminación masculina no ilumina su debilidad –su debilidad de espíritu, sobre todo-. (Djikstra 1986: 363)

Rachilde, que según Mario Praz escribió hasta los años treinta, no dudó en “aprovechar comercialmente su especialización en la mujer decadentista promoviéndose bajo el nombre de La marquise de Sade” (Praz 1999: 638).

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Otra autora, en este caso folletinesca, de relieve fue Justine. Escribe al final de una obra suya también titulada La buveuse de sang, de 1880, que epilepsias y otras enfermedades de curso corriente en el fin de siglo se visibilizaran para explicarse los comportamientos extravagantes de las protagonistas. Siguiendo la saga del vampirismo, Justine escribió otro folletín titulado Le Vampire aux yeux bleus ocho años después del primero. La melancolía está omnipresente en la existencia del vampiro o vampira, asimilada a una “existencia sin sol”, donde el “recuerdo (…) hizo eternamente sentir la ligera herida que el tiempo debía encizañar” (Mie D‟Aghonne 1880: 10). Este esquema de dominación se repite como una clave de la ideología antifeminista, volviéndosele a encontrar en Carmilla de Joseph Sheridan Le Fanu y en Drácula de Bram Stoker. Según Djikstra, “el vampiro Carmilla es entonces la eterna bestia femenina, luchando contra la civilización para reintegrar su cuerpo al curso que la historia le ha concedido” (1986: 364). Todos estos fenómenos, aunque puramente literarios, tenían que tener explicaciones médicas, como la referida del doctor del Bronx, que explicasen convincentemente el ansia compulsiva de beber sangre. Pero donde se concibe comúnmente que el asunto alcanza su paroxismo es en la más conocida de la obras del género, en Drácula, de Bram Stoker, que es considerada una novela contra la poliandria. El libro de Stoker puede ser interpretado como un “cuento moral sabiamente construido para disuadir al hombre moderno de ceder a la sangre de la feminista, de la Nueva Mujer encarnada por Lucy” (Djikstra 1986: 371). Sobre todo en nueva vertiente poliándrica de devoradora de hombres. De hecho hacia el fin de siglo, “la mujer ha terminado por encarnar todos los elementos negativos que ligan el sexo, la propiedad y el dinero”, simbolizando “el apetito estéril de semen que caracteriza a la mujer-niño atolondrada y la poliandria de instinto, incluso cuando ella era virgen”, representando “la pasión por el oro, también estéril, cuando aparece bajo los trazos de la eterna prostituta poliándrica” (375). Por supuesto, este es el tiempo en el que está de plena actualidad la peligrosidad de la femme criminelle y la prostituée, las cuales serán analizadas con criterios patológicos por Cesare Lombroso. Uno de los temas que desarrollará Lombroso a este propósito es el de la calidad de la sangre de la mujer. De ella sostiene que es muy inferior a la del hombre, dado que como media tendría 4.800.000 glóbulos rojos frente a 5.500.000 de la masculina (1991: 49-50). Además, la lascivia sería un elemento de su absoluto dominio: Estas criminales, no tenían por regla general pudor y serían muy lujuriosas, la lascivia será un medio para sus delitos; sea que para ellas darse a un hombre sea una cosa de poca importancia, sea que para estas mujeres y mujeres lubricas su imaginación se vuelva más bien por esta doble razón hacia la sexualidad, es natural que en la premeditación de un

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delito, la idea de servirse de su propio sexo, para subir, se presente en su espíritu con mucha facilidad. (Djikstra 1986: 381)

No podemos olvidar que todo esto se está esgrimiendo en el momento en el que la mujer fatal acaba por ser un ingrediente mayor de la sofisticación cultural de Europa, encarnada por las vanguardias. 3 Cesare Lombroso, le otorga, con el ejemplo concreto de la Comuna de 1871 de fondo, una crueldad superior a la del hombre, derivada de su misma frialdad. Veamos: Es un hecho destacado en muchas revoluciones que la mujer furiosa no tiene piedad. En efecto, los ejemplos de crueldad femenina que hemos dado, son, casi todos, unos actos de crueldad colectiva; es más la fría premeditación, al dejarse llevar por la masa que ella soporta y que anima. En el 89, las mujeres fueron más feroces que los hombres en la revuelta. Al igual que las mujeres participaron en la Comuna con la mayor energía, y fueron unas heroínas sanguinarias. En la masacre de los dominicos, iniciadas por una mujer, sobrepasaron en crueldad a los hombres a quienes ellas reprocharon no saber dejarse matar (…) La huelga de Germinal estaba preparada y comenzada por los hombres; las mujeres vinieron después, y se distinguieron por su ferocidad; arrancaron los penes a los enemigos muertos y los convirtieron en banderas (Zola). Ya Diderot había destacado con que rapidez las mujeres se dejan llevar por el torbellino de las conmociones epidémicas; añade que en todas las locuras epidémicas, la mujer se distingue por su extravagancia excepcional, y su exaltación. Cuando se toca a los más altos grados de la pasión, todo el barniz, moral, que la evolución ha amasado en nosotros, desaparece y el hombre civilizado se vuelve asesino y caníbal: al igual que la mujer en sus extraordinarios y pasajeros retornos atávicos, deviene muy cruel, arrancando la lengua de su víctima y ultrajando su virilidad, prolongando su agonía, asfixiando su vida para que verlo sufrir lentamente. Es siempre en suma la necesidad de hacer sufrir lo que constituye el carácter principal de la maldad femenina. (Lombroso 1991: 89)

La peligrosidad de la mujer “pública” para Lombroso es evidente, sobre todo si se halla asociada al torbellino revolucionario. En el arte de las vanguardias se ven reflejos plenos de esta concepción de la mujer fatal, basculando entre la atracción y el terror. Un ejemplo recurrente es la obra de Edvard Munch Vampire, de 1895 [Fig. 2]. El cuadro fue realizado bajo la influencia de las relaciones que el pintor había tenido con una mujer mayor que él. Esta relación equívoca le había torturado durante mucho tiempo. La nueva mujer, pero también las lógicas de la crisis matrimonial burguesa puestas en escena por A. Strinberg, late detrás de esta idea fecunda del vampirismo femenino, y enlaza directamente con la concepción 3. Para más información sobre este tema, véase J.A. González Alcantud (1989).

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de la vampiresa, que tendrá su pleno desarrollo en los años diez y veinte, en especial en París. En otras obras de Munch, como La muerte de Marat, se observa esta evidente influencia vampírica [Fig. 3]. Más adelante será Gustav-Adolf Mossa, quien nos deje una extraordinaria colección de cuadros en los que el vampirismo está presente [Figs. 4 y 5]. Sea bajo la especie del cruel cultivo de los celos, sea como arpías, el vampirismo está omnipresente en esta colección de cuadros de nuestros modernistas. La mujer fatal es la encarnación artístico-literaria del vampirismo femenino finisecular. Hacer una nómina de los autores concernidos por este fenómeno sería casi hacer la historia misma del arte y la literatura de finales de siglo. Sólo daremos algunos esbozos. Por ejemplo el prerrafaelismo inglés fijó a las mujeres en una ambigüedad angelical que escondía mucho de diabólico. Se ha interpretado la presencia de estos ángeles-demonios como una reacción espiritual confrontada al mundo desquiciado de la modernidad, donde las fronteras del bien y del mal están mutando por el desencantamiento de lo religioso. Se trataría de una huída del mundo victoriano de la industrialización. En efecto, los artistas de numerosos países habían ido cobrando conciencia de la „irremediable‟ alienación entre el sujeto que crea las obras de arte y la sociedad burguesa dominante, dando lugar a una reacción emocional que alcanzó en Francia su más alto grado. Fue aquí donde las últimas décadas del siglo XIX trajeron consigo una ideología del „exilio‟, que se manifestó de modo explícito y, en parte, agresivo, coincidiendo con la cosmovisión de los prerrafaelistas. (Hinterhäuser 1980: 118)

Los simbolistas acabaron por otorgarle a esta espiritualidad su carnalidad con la surgencia de la mujer fatal. Es el caso, entre otros muchos, de Gustave Moreau, quien encontrará en la carnal Salomé su modelo de mujer fatal transhistórica. “En estas representaciones la mujer despierta la concupiscencia de su compañero, y si de ahí se seguía su muerte, ella era solo indirectamente responsable” (Hofstäter 1980: 86). Otros cuadros de Moreau mostrarían a la mujer, y sobre todo a Salomé, como portadora de muerte o de catástrofe. La idea sobre la mujer fatal no es sólo una cuestión literaria. Tiene una concreción real y específica en las grandes cortesanas de la época. Es la época dorada de algunas de ellas, tales como Cléo de Mérode, la bella Otero o Liana de Pougy. Como señaló en su momento Lily Litvak: Europa entera estaba pendiente de los caprichos de esas mujeres que sentaban las bases de la moda. Se perfumaban con opoponax y corylopsis. Consumían perfumes de Pivert Azurea, trébol encarnado o violeta preciosa de Pinaud (…) Las mujeres que querían

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parecerse a Liana de Pougy o a Cléo de Mérode que eran altas y esbeltas, tomaban para adelgazar la tiroidina Bouty. Otras que preferían emular a la bella Otero, se esforzaban por aumentar el tamaño de sus pechos tomando píldoras orientales o Mamilario Royal. En cuanto a los hombres, para poder responder apropiadamente a tan desbordadas pasiones, se aprovisionaban con Píldoras Urania, Perlas de oro, Granulados viriliza o cinturones magnéticos Herculex y Electrovigor. (Litvak 1979: 148-149)

El predominio de la mujer fatal, naturalmente enemiga de las amantísimas esposas de la normalidad burguesa, ejercía su influencia como estrella dominante. Cuando Louis Feuillade realiza en 1915 su película Vampire, Europa se encuentra en plena guerra mundial. Los tempranos filmes de vampiros responden directamente a la crisis de la modernidad y a las monstruosidades que esta produce. En 1916, aprovechando seguramente el tirón de su obra cinematográfica, Feuillade publica en colaboración con un tal G.Meirs una obra literaria llamada Les Vampires, cuya primera parte lleva por subtítulo “La cabeza cortada”: La asociación de vampiros, como todas las sociedades temibles de bandidos verdaderamente dignos de tal nombre, poseía una organización tan metódica como minuciosa. El fin de la sociedad bastante vasto para abarcar todo lo que era posible era perpetrar de hecho crímenes susceptibles de aportar un beneficio a la asociación. Beneficio moral o material, poco importaba; pero, lo que estaba absolutamente prohibido, era matar sin motivo. (Feuillade y Meirs 1916: 88)

Este interés se correspondía al desarrollo de su serie cinematográfica sobre los vampiros. Pero, en esta época, y sobre todo con la aparición del cine sonoro, las mujeres fatales finiseculares se están mutando progresivamente en vampiresas, cuya naturaleza succionadora de sangre masculina procede ya más de su humanidad que de su carácter relacionado con las mentalidades pre-lógicas. La vampiresa sustituye a la vampira, y la convierte en algo no ya ilógico e irracional, sino lógico y racional. Curiosamente, hoy día, en un mundo en el que a los muertos se los incinera en la misma medida en que se les olvida, y donde los ritos relacionados con la muerte se han liberado de pasadas cargas, “el vampiro permanece también, paradójicamente, como un ser de pesadilla que nos fascina igualmente porque encarna todas las angustias ante un mundo que no llegamos a comprender”, aunque haya perdido buena parte de su aura de misterio y esté vagando en medios menos nobles que los que le había reservado la cultura „gótica‟ (Marigny 2003: 287-292). Y los pensamientos sobre los que opera son los mismos que fueron fijados por el Romanticismo. La actual ola de vampirismo

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literario y cinematográfico no deja de ser una variación temporal más de un tema mítico acuñado en sus mimbres normativas en el Romanticismo.

Ilustraciones

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1.- Joseph-Ferdinand Gueldry. Les Buveurs du sang, 1898.

2.- Edvard Munch. La mort de Marat, 1907.

3.- Edvard Munch. Vampire, 1893-94.

4.- Gustav Adolf Mossa. David et Bethsabé, 1906.

5.- Gustad Adolf Mossa. Pierrot s’en va, 1906.

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BIBLIOGRAFÍA Aguerre, Jean Claude. Naissance du vampire au XVIIIème siècle. Diplome d‟ëtudes Superieures, Université de Paris VIII. Mimeografiada. 1981. Aracil, Alfredo. Juego y artificio. Autómatas y otras ficciones en la cultura del Renacimiento a la Ilustración. Madrid, Cátedra, 1998. Brigo, Gabriella. “Il byronismo dei film di vampiro”. In: Neiger, Ada (ed.). Op.cit..1998. Camet, Dom Augustin. Traité sur les apparitions des esprits et sur les vampires ou les revenants de Hongrie, de Moravie ,etc… Debure l‟Aîne, París, 1751. Caro Baroja, Julio. Las brujas y su mundo. Madrid, Alianza, 1988. Dijkstra, Bram. Les idoles de la perversité. Figures de la femme fatale dans la culture fin de siècle. París, Seuil, 1986:357. Dumas, Alejandro. “Histoire de la dame pâle”. In: VV.AA. Histoires des vampires. París, Maxi-Livres, 2005. Feuillade, L. & Meirs, G. Les Vampires. I. La Tête Coupée. París, Librairie Comtemporaine, 1916. González Alcantud, J.A. El exotismo en las vanguardias artístico-literarias. Barcelona, Anthropos, 1989. Hinterhäuser, Hans. Fin de siglo. Figuras y mitos. Madrid, Taurus, 1980.Trad. María Teresa Martínez. Hofstäter, Hans H. Gustave Moreau. Barcelona, Labor, 1980. Trad. Luis Carroggio de Molina. Kristeva, Julia. Soleil noir. Dépression et mélancolie. París, Gallimard, 1987. Lacassin, François. Vampires de Paris. París, Union Générale d‟Éditions, 1981. Lecouteux, Claude. Histoire des Vampires. Autopsie d’un mythe. París, Imago, 1999. Lisón Tolosana, Carmelo. Las brujas en la historia de España. Madrid, temas de Hoy, 1992. Litvak, Lily. Erotismo fin de siglo. Barcelona, A.Bosch, 1979. Lombroso, Cesare. La femme criminelle et la prostituée (1896). Reedición, ed. Jerôme Millon, 1991. Edición: Pierre Darmon. Marigny, Jean. Le vampire dans la littérature du XXe siècle. París, Honoré Champion, 2003 Merimée, Prosper. Lokis. In: VV.AA. Histoires de vampires. París, Maxi-livres, 2005. Mie D‟Aghonne (Justine), La buveuse de sang. París, Fouilleton du Journal Gil Blas, 1880. Mie D‟Aghonne (Justine), Le vampire eux yeux bleus. París, E.Dentu, 1888. Montaclair, Florent. Le vampire dans la litterature et le theâtre. Besançon, Presses du Centre Unesco, 1998:44. Neiger, Ada (ed.). Il vampiro, Don Giovanni e altri seduttori. Bari, Dedalo, 1998.

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José Antonio González Alcantud

Pedraza, Pilar. La bella, enigma y pesadilla. Esfinge, medusa, pantera… Barcelona, Tusquest, 1991. Praz, Mario. La carne, la muerte y el diablo en la literatura romántica. Barcelona, El Acantilado, 1999. Trad. Rubén Mettini. Rodríguez, Juan Carlos. La norma literaria. Madrid, Debate, 2001. Teti, Vito. “Il vampiro o del moderno sentimento della melanconia (Vampirismo, eros e melanconia)”. In: Neiger, Ada (ed.). Op.cit: 190. Voltaire, Diccionario filosófico. Valencia, Sempere, 1901. Tomo VI: 180-183. Trad. y ed. Luis Martínez Drake y José Arean Fernández. Wilgowicz, Pérel. Le vampirisme. De la Dame Blanche au Golem. Essai sur la pulsion de mort et sur l’irreprésentable. Lyon, Césura Lyon Édition, 1991. Las traducciones de textos originales, excepto indicación contraria, son del autor.

Vampiros a Contraluz Constantes y Modalizaciones del Vampiro en el Arte, la Ciencia y la Cultura

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