Unas voces del resto

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Descripción

Unas voces del resto

Existen cuestiones que resultan bastante saludables cuando no le
interesamos al otro. Hay un extraordinario beneficio en esa carencia porque
la revelación se vuelve complicada; entonces, en una lógica de la
salvación, en esa incapacidad de ser leídos, nos podemos resguardar. En esa
vuelta de percepción, que desconoce y anula al otro, se nos permitió operar
durante aquel tiempo mediante algunas válvulas de escape. La falta de
inteligencias y el irrefrenable deseo de empoderarse, determinó en nuestra
escuela que los manipuladores fueran manipulados por sus taras y de
milagro, recibimos premio por castigo.

Una mañana mandaron a llamar a la docente de Sexto B. -¿Cuál era el "B"?
-El de arriba, el último. -¿El chiquito? -Sí, el que no tiene puerta.

Entre el momento de atravesar la puerta sin puerta y la entrada al despacho
de la directora, había que andar, atravesar metros y metros de piso rojo y
perspectiva negra. Cuando nos venían a buscar, sucedían efectos diferentes:
la gente temblaba, los agentes se relamían y los ingentes estirábamos el
cuello para parecer más altos y también los brazos, como un pedido de
socorro.

Tenés un alumno nuevo, lo mandó un juez, mató a alguien. Lo siento,
querida, si lo manda un juez yo no puedo hacer nada. Acá tenés el número de
la asistente social del juzgado. Llamala y decile que ya te expliqué todo y
arreglate con ella. Andá nomás.

Desde la puerta del despacho se podía sentir el espacio abierto del salón
de usos múltiples como una pista de baile. De regreso al aula sonría. A
partir de ese día se habilitaron nuevas estrategias para sobrevivir en el
gueto y proteger a los nuestros. El general de peluca roja y cigarrillo en
mano, por buscar el daño había permitido que una flor emergiera en un
muladar. El edificio de la escuela, alejado, como una cárcel de máxima
seguridad. Cuando alguien preguntaba por su ubicación, el rostro del
curioso tomaba una expresión de desconcierto, como si las coordenadas
estuvieran fuera del planisferio, que en ese mismo lugar se colgaba en el
centro de los pizarrones, y de otros pizarrones del centro de la ciudad. Un
muladar, un basural, un lugar que merece estar afuera, como en las ciudades
antiguas donde en los márgenes de sus muros habitaban los leprosos, las
prostitutas y los pobres. Una escuela del resto, alumnos del resto,
docentes del resto que se sabían eso que sobraba, como lo que queda sobre
el firulete amable de una división, el toque poético de algo tan trágico
para todos como ese algoritmo de la exclusión.

El alboroto. Quince años de puro canchero, las manos en los bolsillos, la
carpeta bajo el brazo y el flequillo sobre los ojos. Ojos verdes. Junto con
el primer pie dentro del aula, clavó la sonrisa a un lado de la cara. Ojos
vigías. Ojos que lo habían visto todo, sobre todo lo que no puede ser
visto, lo que debe estar fuera de la escena, lo obsceno. Ojos verdes.
Carlitos.

Ella, su maestra, la que había sido castigada con un alumno problemático,
ella, era joven. Atravesaba graves situaciones personales pero cuando se
iba para la escuela experimentaba una sensación de alivio, una libertad que
se sustanciaba entre el descampado de la periferia y el universo propio que
habían creado con sus alumnos y compañeros. Cuando atravesaba la zona de la
chatarrería con la bicicleta podía arrojar a esas montañas de restos, que
no valían más que para reciclar, un poco de lo que su realidad era, y de
regreso, se volvía con un poco de lo que buscaba ser. Ella necesitaba
incomodarse en otro mundo, quizás porque la incomodidad del propio le
parecía vana. Ella era yo. Yo que hoy me vuelvo a reciclar en este texto
pero necesito enunciarme en ella y en nosotros para contarme. Tal vez, ella
es quien me ayuda a andar estos pasos sobre el pudor que tengo de decir el
nombre de mi alumno y contar algo de su historia.

Tuvieron una breve charla a solas, ella le preguntó si quería estar en la
escuela, él le dijo que sí. Los dos sabían que era mentira, entonces ella
se rió y él entendió el chiste. Ese fue su primer pacto. Continuó ella: "Sé
que conocés muchas reglas, acá hay algunas que quizás no conozcas, pero más
importante que esas reglas es que sepas que estamos del mismo lado, del
tuyo. Para que eso pueda andar bien, necesito que me des bola[1]"-. A él le
brillaron los ojos, luz verde. Se dieron la mano. Y casi todo lo que siguió
después fue transgresión, no de Carlitos, sino de ella y del equipo de
compañeros docentes que había asumido que la escuela necesitaba ser un buen
lugar para el joven. Que Carlitos pudiera estar en la escuela se había
convertido en una causa sagrada y había que defenderla; primero porque el
general de peluca roja acechaba, es decir, para sostener la farsa del
castigo no se tenía que dar cuenta de que estábamos felices. Un buen lugar,
el mismo del resto, al que se arroja lo que no sirve, parecía ser el mejor
lugar. Algunos, los agentes, la miraban en la fila con la conciencia calma
porque sus obsecuencias los habían librado de semejante carga. Los ingentes
estábamos encendidos. Carlitos hacía un año que había sido privado de la
libertad. Entre otros delitos, se lo acusaba de homicidio. Llegó a la
escuela porque había sido ésa una condición para permanecer libre, además
de mudarse de asentamiento, donde tanto conflicto y riesgo suponía su
presencia. Se mudó al barrio de la escuela con su madre, su padrastro
estaba preso y sus hermanitos menores corrían todo el día, como zarigüeyas,
rápidos y descalzos, llenos de sol y cáscaras, capas y capas de dolor.

Un día llegó intoxicado. No podía pronunciar bien, estaba acelerado,
incontenible, la miraba y los ojos verdes la llamaban para decirle lo que
con palabras no podía. Hacía un esfuerzo inusitado para cortar el mambo,
para no traicionarla. Ella le sostuvo las manos y le preguntó si prefería
irse, él le dijo que sí; también se le acercó al oído para decirle dos
malas palabras y un hasta mañana. Al otro día faltó. Ella se inventó tres
problemas, de esos que inventaba sólo para él y a la salida fue al lugar
donde vivía. Entre las gallinas y los perros salió la madre, con pedacitos
de goma espuma, esparcidos por la melena enredada, como estrellas doradas
en un cielo negro. Comenzó a desplegar una novela interminable para
justificar a su hijo, porque le habían advertido que si faltaba a la
escuela se debía avisar al juzgado. Ella le dijo que sólo quería saber si
estaba bien y que le traía la tarea que no había podido hacer el día
anterior. Temprano, uno de los primeros, llegó contento al día siguiente y
se mostraba interesado en resolver las situaciones problemáticas, no las de
su vida, esas no tenían solución, decía él: No sufra, seño, ésta a mí me
gusta.

Un día se escapó para fumar detrás del mástil, al ser descubierto contó que
le costaba mucho estar todas las horas en la escuela, sin probar alguna
sustancia que calmara su abstinencia; entonces los ingentes tuvieron la
idea de que durante la mañana, pudiera ir a fumar tabaco al baño con algún
maestro varón. –Ustedes están locos, van a tener problemas -decían algunos
mientras que otros hacían guardia; hasta que aquel momento del cigarro
terminó por ser, al fin y al cabo, una charla entre hombres que pretendía
decirle a Carlitos, en un idioma que cualquiera hubiera podido entender,
que se quedara con nosotros. -Se van a meter en problemas –nos decían, como
si hubiera alguna posibilidad de ser docente y no meterse en problemas.
¿Acaso ser docente no es otra cosa que elegir ir al corazón de lo
problemático todos los días?

Cierta vez hubo una pelea en el recreo, lo provocaron tanto y tanto dominio
había ejercido sobre sí mismo, que estuvo al límite. La llamaron y ella fue
corriendo. Justo cuando llegaba, él había descargado su puño sobre otro
adolescente. Al verla, eligió no hacer el remate. Se paró junto a ella y
en silencio se fueron lejos del tumulto; en el camino supo que no había
seguido golpeándolo por ella. -Por vos no lo hice- le dijo él. Al principio
fue la ternura, ella se deshizo por esa lealtad; sin embargo, sin pausa
llegó la pena, él no podía hacer nada por él. ¿Y quién podía? Todo se
llenaba de preguntas. Nos preguntábamos cómo preservarlos, llegué a dudar
si teníamos algo para ofrecerle. Qué podíamos hacer para fisurar el
destino, ya que ese chico golpeado por Carlitos, había sido signado también
y esa mano sobre él profetizaba un pasaje siniestro, como en el juego de la
mancha, el pasaje de una hermandad que se nos estaba haciendo irrompible,
una especie de epidemia imparable. Se nos iban o los echaban.

Él nos hacía reír a todos, con quince años, torturado por la policía,
privado de la libertad, adicto a las drogas, abandonado, expuesto a ejercer
violencia, sentenciado y buscado por otros delincuentes, él hacía que el
sexto grado "B" se riera a carcajadas todas las mañanas. Como una especie
de hermano mayor que hace jugar a los más chicos. Era bello de ver, como
sus ojos verdes y bello también de sentir el modo en que esa ternura de la
intimidad se develaba. Yo no podía vislumbrar al oscuro, nunca pude, no
pude ni quise aceptar que tenía un arma, que mataba, robaba y amaba, todo
del mismo modo. La escuela también carga esa impronta ambivalente, la de
aparecer mesiánica, inconmensurable, omnipotente, y a la vez condenatoria,
insensible, opresora, maldiciente. La que tiene el arbitrio del sentido y
la que no tiene sentido para nadie más que para ella misma, la que le abre
las puertas al mundo mientras que encierra en un mundo que vuelve al mundo
imposible. La escuela parece ser una poesía de la paradoja, un monstruo que
aliena con un aliento de cemento y susurra al oído un himno de libertad.
Entonces, indefectiblemente, lo deja a uno paralizado pero con el interior
hirviendo como un volcán a punto de entrar en erupción.

No hice lo que decían que correspondía que hiciera, nadie lo hizo. Nunca
llamé al juzgado para avisar sus inasistencias intermitentes, ni tampoco
otras cuestiones indecibles. Yo estaba ahí con toda la responsabilidad en
las manos y no sabía qué hacer con todo eso. Al final, decidimos con los
ingentes que la responsabilidad mayor era intentar que siguiera yendo a la
escuela y hubo que aceptar haber tomado la decisión, a pesar de que las
contradicciones oprimían.

Al otro día faltó. Avisaron que estaba adentro por haber estado involucrado
en otra escena de homicidio. Él pidió por ella, no la dejaban ingresar. Él
se cosió la boca para que lo sacaran, se la cosió con algo punzante e hilo.
Una compañera que tenía acceso al instituto comenzó a gestionar para que la
dejaran entrar. Él pedía por ella, no la dejaron ingresar. El general de
peluca roja ya se había dado cuenta de la verdad y dispuso todo su poder y
conexiones para que nadie, ninguno de los ingentes tuviera contacto con él.
Hasta que salió un día, con un permiso especial por veinticuatro horas.
Horas de libertad, sólo eso y lo primero que hizo luego de tomar unos mates
con la vieja fue ir a la escuela. Parecía más grande. Nos daba las gracias.
Tuvo la generosidad de gastar su tiempo de libertad para permitirnos saber
que había sentido en nuestra presencia y nuestra tarea. Que habíamos sido
suyos y que él había sido alguien para nosotros, que habíamos sido y lo
seguíamos siendo. Caminaron por el patio silenciosamente, como una
despedida.

Él pedía por ella, nunca la dejaron ingresar. Avisaron que había fallecido.
Que lo dejaron salir para robar y poder matarlo, lo mató la policía, eso
decía la gente del barrio. Nosotros sabíamos que ese tiro acabó con las
oportunidades que quedaban; aunque el crimen fue antes, mucho antes, tanto
antes, aún antes de los crímenes que él cometió. En su velatorio, sus ojos
verdes estaban cubiertos con dos monedas. ¡Qué ganas de incendiar el mundo!
Le pusieron dos monedas para taparle los ojos, que le habían quedado
abiertos, que tanto habían visto lo que no tenían que ver. Otra paradoja,
él nunca cerró los ojos.

Meses después la vinieron a buscar. Alguien de la Secretaría de Derechos
Humanos preguntó por ella en la escuela. Le dijo que necesitaba personal
para un proyecto en el barrio, uno de recuperación de adolescentes en
riesgo social. Cuando ella preguntó por qué la convocaban, la persona
aclaró que un chico del instituto de menores le había contado lo que había
vivido con los ingentes en la escuela, cómo habían sucedido las cosas en
esa escuela. Al mismo barrio adonde él fue a pasar sus últimos meses, ella
fue a devolver lo que él les había dado, lo que él había dejado dicho en su
testimonio, quizás, lo que a él le llegó tarde. En un rancho helado y
caliente, según la estación, sin agua potable, con un piso mitad portland y
mitad tierra, llenaron de poesía y de amor las siestas, otros y ella;
recuperaron voces ahogadas, dieron lugar al abrazo de tantos cuerpos
corrompidos de violencia y tantas otras historias dignas de contarse en un
relato propio para cada nombre. Él volvió a ella, aunque nunca la dejaron
entrar, en cada uno de esos jóvenes y niños con los que fue feliz después
de aquello, a pesar de aquello y no sin un miedo voraz en las vísceras de
que volviera a pasar.

Carlitos nos llenó de preguntas, nos hizo volver a pensar la escuela, nos
hizo pensar en nosotros. Nos dimos cuenta de que había un nosotros. Tanto
pensamos, que un día, cambiamos de estrategia y levantamos la voz y nuestro
grito, que clamaba democracia, justicia, responsabilidad con los niños,
posibilidad de vivir, derecho a vivir, a aprender, a cantar, fue tan alto
que aturdió al general de peluca roja y a otros más lejanos también. Un
grito que fue intenso pero efímero, que ni siquiera llegó a ser el
prolegómeno de una transformación. Algo nos ganó, no se sabe si fue la
epidemia, si fue nuestra debilidad o el monstruo mismo, que mientras nos
fuimos yendo rondaba las alturas, ondeando su victoria entre las franjas de
la bandera del mástil. A veces me parece que hay algo escrito que hace que
sea así, porque lo que está escrito es legítimo y lo que intentábamos hacer
no tenía sello notarial, ni nadie lo había hecho antes, ni nadie lo había
leído, ni nadie había dicho que era una forma válida y tal vez, esa fue la
causa de que quedara inválido el intento.

Los ingentes y Carlitos. Aunque debería decir los ingentes por Carlitos, a
causa suya, él nos confirió existencia. Quedaba algo, inefable, algo de lo
que Carlitos no dijo con su boca cosida; pero que se pudo intuir en los
libros que aprendimos a leer, los de Neruda y Galeano, en las canciones,
algunos primeros amores, tardes en el dispensario con fiebre y médicos
burócratas, cumbia, torta asada, pies mojados en la lluvia, peleas con la
policía, velitas de cumpleaños, embarazos tempranos, olor a perro mojado y
humo de basural, cine y pochoclo, partidos de fútbol, paseos en carro y las
sombras a cuestas. Allá, en el barrio, adonde para llegar había que tomar
el sendero que recorría ella para ir a buscar noticias de Carlitos con la
excusa de la tarea.







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[1] Dar bola: expresión popular que refiere a la atención o a la necesidad
de responder a lo indicado o solicitado por alguien. Surge de los jóvenes
que en lugar de ir a clase se divertían en el billar y de su inexperiencia
en el juego para hacer carambola tiene su probable génesis la frase. Luego
se amplió en No dar bolilla, en alusión a los bolilleros que se usaban en
las instituciones para tomar los exámenes. Las dos corresponden al ámbito
educativo pero se usan en todos.
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