Una teoría de la democracia para la sociedad contemporánea: Jürgen Habermas

September 14, 2017 | Autor: J. Serrano Segura | Categoría: Economia Política
Share Embed


Descripción

Una teoría de la democracia para la sociedad contemporánea: Jürgen Habermas

José Luis López de Lizaga Universidad de Zaragoza

Como teórico político, Jürgen Habermas ha intentado conciliar dos enfoques muy distintos: por un lado, una ética que conduce directamente a una teoría de la democracia radical; por otro, una teoría de la sociedad contemporánea que, entre otras cosas, identifica con claridad los condicionantes sociales que frustran hoy cualquier proyecto de democracia radical. No es de extrañar que una combinación de enfoques tan dispares, incluso tan contradictorios, provoque tensiones en el interior de una teoría. Son esas tensiones, y el esfuerzo de Habermas por resolverlas, lo que intentaremos exponer en las páginas que siguen. Este hilo conductor nos obliga a proceder muy selectivamente, y por tanto a dejar de lado muchos aspectos interesantes de la compleja filosofía de Habermas, incluso de su filosofía política.1 Nos atendremos, en realidad, sólo a tres temas: en primer lugar (I), analizaremos el modo en que la ética del discurso revisa y corrige la ética de Kant, para mostrar después sus implicaciones sociales y políticas inmediatas. A continuación (II y III) examinaremos cómo la teoría de la democracia deliberativa de Habermas intenta evitar las consecuencias más radicales de la ética del discurso, sin renunciar, por otra parte, a las intuiciones básicas de ésta. Y por último (IV), una somera presentación de las principales objeciones contra este modelo de democracia deliberativa nos permitirá poner de manifiesto esas tensiones, quizás no bien resueltas, que recorren toda la teoría política de este autor.

I.

El fundamento de la teoría política de Habermas: la ética del discurso.

La ética del discurso desarrollada por J. Habermas y K.-O. Apel desde la década de 1970 se presenta como una heredera de Kant, y al mismo tiempo como una propuesta de modificación de la ética kantiana destinada a corregir algunas dificultades del planteamiento kantiano original.2 Dichas dificultades, bien conocidas al menos desde la obra de Hegel, afectan en primer término al procedimiento de fundamentación de normas formulado por Kant, esto es, al imperativo categórico. Para comprender en qué consiste lo esencial de la revisión discursiva del imperativo categórico kantiano, puede resultarnos útil analizar las conocidas objeciones de Hegel contra el “formalismo” de la ética de Kant; unas objeciones que Habermas (2000a) 1 Además de sus obras teóricas más ambiciosas, Habermas suele abordar cuestiones de actualidad política, y de hecho ha publicado varios volúmenes de escritos políticos “menores”, pero a veces muy interesantes. Aunque aquí nos atendremos a la ética del discurso y a la teoría de la democracia deliberativa, el apartado bibliográfico con que finaliza este escrito incluye las referencias de las aportaciones de Habermas a temas como los siguientes: el significado de los movimientos de protesta y la desobediencia civil (Habermas, 1988); las posibilidades, dificultades y límites de una democracia en instituciones supranacionales como la Unión Europea (Habermas, 2000c); o la teoría de las relaciones internacionales, terreno éste en el que Habermas criticó el modelo imperialista de la administración Bush y defendió una versión revisada del orden internacional diseñado por Kant (Habermas, 2006b). Dos buenas exposiciones generales de la obra de Habermas, centradas especialmente en su teoría política, pueden hallarse en Velasco (2003) y Sitton (2006). 2 Los textos más importantes de la ética del discurso (citados por sus traducciones castellanas) son los siguientes: Apel (1985), Apel (1991a), Apel (1991b), Apel (2004), Habermas (1985), Habermas (1994b), Habermas (1999a), Habermas (2000a), Habermas (2000b), Habermas (2002), Habermas (2006a).

1

discute desde la perspectiva de la ética discursiva.3 ¿En qué consiste esta crítica de Hegel a Kant? Es bien sabido que, de acuerdo con Kant (1788: 30), una máxima puede considerarse moralmente correcta sólo en la medida en que supere la prueba del imperativo categórico, es decir, en la medida en que pueda valer “como principio de una legislación universal”, o como también podríamos decir: en la medida en que todos los agentes puedan actuar conforme a ella en todo momento, como si fuese una ley de la naturaleza. Aunque la intuición básica de este planteamiento no es difícil de comprender, lo cierto es que Kant no aclaró suficientemente cómo debe aplicarse este procedimiento de fundamentación, cuyo significado preciso sigue siendo una cuestión controvertida.4 De acuerdo con la interpretación que propone Hegel, el imperativo kantiano expresaría simplemente una exigencia de coherencia lógica o de ausencia de contradicción en las máximas del agente: una máxima sería correcta en la medida en que no contradijese sus propios supuestos, e incorrecta en caso contrario. Ahora bien, Hegel opina que la ausencia de contradicción es un criterio insuficiente de corrección moral; o lo que es aún peor: puede convertirse en un criterio que permita al agente justificar ante su propia conciencia cualquier máxima. La exposición más clara (aunque no la única)5 de esta crítica de Hegel a Kant se encuentra en la sección 135 de la Filosofía del derecho (Hegel, 1999: 231): Es sin duda esencial poner de relieve que la autodeterminación de la voluntad es la raíz del deber. […] Pero, en la misma medida, el permanecer en el mero punto de vista moral sin pasar al concepto de la eticidad convierte aquel mérito en un vacío formalismo y la ciencia moral en una retórica acerca del deber por el deber mismo. Desde este punto de vista no es posible ninguna doctrina inmanente del deber. Se puede aportar una materia dada del exterior y llegar así a deberes particulares; pero si se parte de la determinación del deber como falta de contradicción o concordancia formal consigo mismo […], no se puede pasar a la determinación de deberes particulares. Tampoco hay en ese principio ningún criterio que permita decidir si un contenido particular que se le presente al agente es o no un deber. Por el contrario, todo modo de actuar injusto e inmoral puede ser justificado de esta forma.

Esta crítica de Hegel al imperativo categórico es, pues, doble: se trata de un criterio de corrección moral vacuo y arbitrario; un criterio que, o bien no sirve para nada, o bien sirve para todo, es decir, para justificar cualquier cosa. Por lo que respecta a la vacuidad del imperativo, Hegel apoya su crítica examinando un conocido pasaje de la Fundamentación de la metafísica de las costumbres en el que el propio Kant ilustra con un ejemplo cómo el imperativo categórico prueba la incorrección moral de una máxima. El ejemplo escogido es el de quien pide dinero prestado sin intención de devolverlo (Kant, 1785: 422). El imperativo categórico kantiano prueba que no es moralmente correcto quedarse con el dinero de un préstamo: en efecto, la práctica de no devolver el dinero prestado no podría seguirse universalmente, pues ello eliminaría la institución misma del préstamo. Ahora bien, según Hegel este resultado de la aplicación del imperativo categórico se debe simplemente a que el préstamo a interés es una institución ya vigente, que quedaría puesta en peligro en caso de que no se devolvieran los 3

Habermas (2000a) discute en su ensayo otras objeciones de Hegel contra Kant que son menos interesantes para nuestra argumentación. Podremos dejarlas de lado en lo que sigue, pero vale la pena que las mencionemos siquiera brevemente. Además del formalismo, la objeción de universalismo abstracto reprocha a la ética kantiana su desatención de las circunstancias particulares de la acción, y de la importancia que esas circunstancias tienen para la cualificación moral de las acciones. Esta objeción de Hegel se inscribe en una línea ya iniciada por Benjamin Constant en tiempos del propio Kant (que respondió a Constant en el conocido ensayo “Sobre un presunto derecho a mentir por filantropía” [Kant, 1797]), y proseguida más tarde por Max Weber (1967). Hegel objeta también a Kant la impotencia de su moral del deber, es decir, su indiferencia (e incluso su desprecio) hacia los motivos empíricos de la acción moral. Y por último, Hegel pretende ver en la ética de Kant una posible justificación de una especie de fanatismo de la virtud, como el que representaron los jacobinos durante la Revolución francesa. 4 Sobre el funcionamiento del imperativo categórico, cf. Palacios (2003), García-Norro (1994). 5 Hegel expone por primera vez esta doble crítica en el ensayo de 1803 Sobre las maneras de tratar científicamente el derecho natural (Hegel, 1979) y vuelve sobre ella en términos muy similares en las grandes obras posteriores, la Fenomenología del espíritu, de 1807 (Hegel, 1993) y la Filosofía del derecho, de 1821 (Hegel, 1999).

2

préstamos. Pero es obvio que el imperativo categórico nada dice acerca de si, a su vez, es correcta moralmente la propia práctica del préstamo, con sus reglas específicas (entre otras, la regla que exige devolver los préstamos en el plazo acordado). Hegel concluye, pues, que el imperativo kantiano sólo es capaz de confirmar la corrección de prácticas e instituciones vigentes, con independencia de cuáles sean éstas. A esto se refiere Hegel cuando afirma, en el pasaje citado anteriormente, que la “materia” del deber sólo puede serle aportada a la conciencia moral “desde el exterior”, es decir, desde las prácticas y valores de una comunidad social particular. El imperativo kantiano sólo sirve para justificar normas que ya reconocemos como obligatorias porque pertenecen a instituciones vigentes en nuestro entorno social o en nuestra comunidad ética, y en este sentido el resultado de la aplicación del imperativo es siempre tautológico: “La proposición ‘Considera si tu máxima puede ser tomada como principio universal’ sería muy buena si ya dispusiéramos de principios determinados sobre lo que hay que hacer” (Hegel, 1999: 232), pero por sí misma no sirve para dotar de un contenido a la conciencia moral. Pero además (y esto nos conduce al segundo aspecto de la crítica hegeliana al “formalismo” kantiano), esta misma vacuidad del imperativo categórico permite, según Hegel, una aplicación arbitraria. Recurriendo a este procedimiento de fundamentación enteramente vacuo y tautológico, el agente podría convencerse de la corrección moral de cualquier ocurrencia privada, de cualquier representación arbitraria de lo que se debe hacer. “Todo modo de actuar injusto e inmoral puede ser justificado de esta forma”, afirma Hegel en el pasaje antes citado. Y en la Fenomenología del espíritu (Hegel, 1993: 253) expresa esta misma crítica de un modo aún más enfático: en el fondo, la legislación de la razón práctica kantiana es “el sacrilegio tiránico que convierte la arbitrariedad en ley”. Con estos argumentos, Hegel rechaza no ya únicamente la ética kantiana, sino las pretensiones ilustradas de formular una ética individualista, autónoma y racional. La propuesta alternativa de Hegel consiste en la recuperación de la eticidad, es decir, de la autoridad de las tradiciones, los valores y las instituciones de cada comunidad cultural. Si el imperativo categórico es vacío y tautológico, sólo las costumbres y valores comunitarios pueden dotar de contenido a la conciencia moral; y si la conciencia moral autónoma es, además, arbitraria y peligrosa, es preferible sustituir las aspiraciones de autonomía por la orientación que proporcionan los sólidos principios éticos tradicionales.6 Ahora bien, en lugar de abandonar el proyecto de una ética racional y autónoma, también puede hacerse frente a las objeciones hegelianas simplemente corrigiendo el procedimiento kantiano de fundamentación. Esto es precisamente lo que se propone la ética del discurso. Habermas transforma el imperativo kantiano, característicamente monológico (es decir, aplicable en solitario por el agente) en un procedimiento intersubjetivo o dialógico que requiere, para ser operativo, la participación de todos los sujetos afectados por la acción, la máxima o la norma en cuestión. Esta transformación se basa en el supuesto de que la verdadera finalidad del imperativo kantiano consiste en examinar en qué medida las acciones, las máximas o las normas son imparciales, en el sentido de que respetan por igual los intereses de todos los afectados por ellas.7 Y sobre este supuesto, la reformulación discursiva del imperativo categórico se concreta en dos principios “Lo ético tiene un contenido fijo que es por sí necesario y una existencia que se eleva por encima de la opinión subjetiva y del capricho: las instituciones y leyes existentes en y por sí” (Hegel, 1999: 265). “Si algo es justo, no lo es porque yo encuentre que no se contradice; sino que es justo porque es lo justo [weil es das Rechte ist, ist es Recht]. (...) Desde el momento en que comienzo a examinar [la corrección de las normas, JLL] marcho ya por un camino no ético” (Hegel, 1993: 255). 7 Wellmer (1986: 60) muestra que, si bien la ética del discurso cree compartir el espíritu de la ética de Kant, desde una perspectiva estrictamente kantiana es muy discutible esta concepción de la corrección moral como imparcialidad. Para Kant, lo que define la corrección moral de una máxima no es su capacidad para respetar el interés de todo, sino la posibilidad de ser cumplida universalmente (como si se tratase de una ley universal) sin que ello conduzca a contradicciones. Por otra parte, Tugendhat (1988: 55) sostiene que “la volición de los individuos es el único trasfondo no trascendente” al que cabe apelar para fundamentar la moral cuando han quedado desacreditadas las éticas religiosas o metafísicas. Según esto, la ética del discurso no hace otra cosa que asumir (de un modo más consecuente que Kant) el punto de vista de la filosofía moral moderna, “postmetafísica”, al definir lo moralmente correcto en términos de imparcialidad. 6

3

complementarios: el principio de universalización (U) y el principio de discurso (D). El principio (U) define las condiciones en que una norma puede considerarse imparcial. De acuerdo con este principio, una norma es válida “cuando todos pueden aceptar libremente las consecuencias y efectos colaterales que se producirán previsiblemente de [su] cumplimiento general (…) para la satisfacción de los intereses de cada uno” (Habermas, 1985: 116). Y este principio se completa con la exigencia de que el examen de la imparcialidad de las normas se lleve a cabo mediante una deliberación real, es decir, no meramente imaginada o anticipada por un único sujeto. Esta segunda (y decisiva) exigencia se expresa en el principio (D), conforme al cual “sólo pueden pretender validez aquellas normas que encuentran (o pudieran encontrar) el consentimiento de todos los afectados en tanto que participantes en un discurso práctico” (Habermas, 1985: 117). El significado conjunto de estos dos principios es, pues, el siguiente: una acción, o una máxima, o una norma, sólo es correcta moralmente si cuenta con el consentimiento de todos los afectados; un consentimiento que, además, debería ser recabado en un diálogo en el que participasen todos. Y es fácil ver en qué medida esta propuesta de reformulación dialógica del imperativo categórico permite a la ética del discurso sustraerse a las objeciones de Hegel contra el formalismo kantiano. Los principios (U) y (D) resuelven, en primer lugar, el problema del carácter vacuo y tautológico del imperativo kantiano. Si lo que importa es saber, como dice Habermas (2000a: 24), “si todos podemos querer que una norma controvertida adquiera un carácter universalmente vinculante […] en las condiciones dadas en cada caso”, es evidente que no basta que una máxima o norma sea consistente lógicamente, o que su cumplimiento pueda generalizarse efectivamente sin contradicción. Y en segundo lugar, el problema de la posible aplicación arbitraria del imperativo categórico queda también convincentemente resuelto en la ética del discurso: incluso interpretando la corrección moral en términos de imparcialidad (es decir, como la capacidad para respetar el interés de todos), un agente que reflexionase en solitario sobre la corrección de una máxima o una norma siempre podría equivocarse al interpretar los intereses de los otros afectados, pero este problema desaparece si se exige que el procedimiento de fundamentación adquiera la forma de una deliberación real en la que todos los afectados expongan y contrasten realmente sus puntos de vista. Probablemente no les falta razón a Habermas (2000a) y Apel (1991b) cuando presentan la ética del discurso como una ética kantiana perfeccionada.8 No obstante, la ética del discurso se enfrenta ya en este punto a una obvia objeción que, en el fondo, reproduce el argumento de Hegel contra la arbitrariedad del imperativo categórico kantiano. Parece evidente, en efecto, que el consentimiento de los afectados no es un criterio suficiente de corrección moral, puesto que pueden existir situaciones de manifiesta injusticia, opresión o abuso consentidas por los propios perjudicados. Los ejemplos, históricos o recientes, podrían multiplicarse indefinidamente: campesinos de la Rusia zarista satisfechos con el régimen de servidumbre, españoles fernandinos aclamando las “cadenas” de la contrailustración, mujeres que consienten la dominación patriarcal, etc. Todas estas situaciones muestran que, a lo sumo, el consentimiento puede ser una condición necesaria, pero no suficiente, para determinar la corrección moral de una práctica. Ahora bien, la ética del discurso puede resolver este problema mediante el requisito de que el consentimiento que debe fundamentar la corrección de una norma sea un consentimiento cualificado, obtenido en una deliberación que cumpla ciertas condiciones y se aproxime suficientemente a lo que Habermas (1994b: 150 y sigs.) llama una “situación ideal de habla”. La situación ideal de habla sería aquella en la que se cumpliese una perfecta simetría entre los participantes, tanto en el proceso deliberativo como también en tanto que actores sociales. Es decir, sería aquella situación en la que tuviera lugar una deliberación perfectamente simétrica (en turnos de palabra, tiempos de intervención etc.), y no sometida a ninguna forma de coacción externa, entre participantes con los mismos recursos culturales y el mismo poder social. Por supuesto, una situación de este tipo no se realiza nunca, y su concepto tiene más bien

8

Por supuesto, no todo el mundo está de acuerdo con esta interpretación. Cf. por ejemplo Wellmer (1986), Höffe (1982), o entre nosotros, Muguerza (1990).

4

el estatuto de un ideal regulativo kantiano.9 Pero del grado en que las deliberaciones reales, empíricas, se aproximen a la situación ideal de habla depende la aceptabilidad o la corrección de sus resultados. En un ensayo de 1972 titulado Teorías de la verdad, Habermas concretaba esta situación ideal formulando cuatro condiciones que deben cumplir las deliberaciones para garantizar la aceptabilidad de sus resultados. Las dos primeras pueden considerarse “triviales”, en la medida en que se refieren sólo a la organización de la propia deliberación: 1. Todos los potenciales participantes en un discurso deben tener las mismas oportunidades de emplear actos de habla, de tal modo que en todo momento puedan iniciar un discurso, así como proseguirlo mediante intervenciones y réplicas, preguntas y respuestas. 2. Todos los participantes en el discurso deben tener las mismas oportunidades de formular interpretaciones, afirmaciones, recomendaciones, explicaciones y justificaciones, y de cuestionar, fundamentar o refutar sus pretensiones de validez, de tal modo que a la larga ningún prejuicio se sustraiga a la tematización y la crítica (Habermas, 1994b: 153).

En cambio, las otras dos condiciones son, según Habermas, condiciones “no triviales”, en la medida en que tienen ya implicaciones sociales, es decir, presuponen o exigen una determinada forma de organización social: 3. Sólo pueden participar en el discurso aquellos hablantes que tienen, en tanto que agentes, las mismas oportunidades de emplear actos de habla representativos; es decir, las mismas oportunidades de expresar sus opiniones, sentimientos y deseos. [...] [Pues sólo así se garantiza] que los actores son veraces consigo mismos y revelan transparentemente su naturaleza interna también en tanto que participantes en el discurso. 4. Sólo pueden participar en el discurso aquellos hablantes que tienen, en tanto que agentes, las mismas oportunidades de emplear actos de habla regulativos, es decir: ordenar y rehusar, permitir y prohibir, hacer y aceptar promesas, dar cuenta de sus actos y pedir cuentas a otros, etc. Pues sólo una completa reciprocidad de las expectativas de comportamiento que excluyan los privilegios en el sentido de normas de acción y valoración unilateralmente vinculantes, garantiza que la distribución formalmente igualitaria de las oportunidades de iniciar y continuar un discurso pueden emplearse también fácticamente para suspender las coacciones de la realidad [social, JLL] e ingresar en el ámbito del discurso, liberado de la experiencia y descargado de la acción (Habermas, 1994b: 153-154).

Ahora bien, mediante esta caracterización de la situación ideal de habla, la ética del discurso desemboca de lleno en el terreno de la teoría social y política. Y es que, si nos tomamos completamente en serio estas dos últimas condiciones expuestas por Habermas, tendríamos que admitir que sólo una sociedad suficientemente igualitaria (es decir, una sociedad en la que los recursos culturales y el poder social estuvieran distribuidos de un modo igualitario) podría considerarse una sociedad racional, una sociedad en la que las deliberaciones en torno a cuestiones prácticas tuviesen de su parte una presunción de racionalidad; y por el contrario, no podríamos juzgar correctos los resultados de los acuerdos en una sociedad desgarrada por desigualdades económicas o culturales muy profundas, puesto que éstas distorsionan por principio los procesos deliberativos. Así pues, parece evidente que las condiciones “no triviales” de aceptabilidad racional comprometen a la ética del discurso con un determinado modelo de sociedad, y ese modelo sería el de una sociedad igualitaria. Y si examinamos ahora las dos primeras condiciones de la situación ideal de habla enunciadas por Habermas, observamos que la ética del discurso también se compromete con una determinada teoría política, y esa teoría sería la de una democracia radical: en efecto, tendríamos que admitir que sólo sería legítima una ley o una medida política que contase con el consentimiento racional de todos los afectados, es decir, de todos aquellos 9

Por otra parte, Habermas (1994a: 110-111) subraya que la situación ideal de habla no es sólo un ideal, sino que está ya siempre anticipado en las propias estructuras universales de la comunicación. La situación ideal de habla ocupa, pues, una posición intermedia entre los ideales regulativos y los principios constitutivos kantianos.

5

que tienen que acatarla (o simplemente, de todos los “ciudadanos” de un Estado). El propio Habermas (1994b: 156n.) admite en su ensayo de 1972 que la situación ideal de habla anticipa la imagen de una sociedad “que se caracteriza porque la validez de todas las normas de acción políticamente relevantes puede hacerse depender de procesos discursivos de formación de la voluntad”. De manera que la ética del discurso conduce por sí misma al ideal de una democracia radical en una sociedad igualitaria, en la línea de El contrato social de Rousseau o de los escritos del joven Marx contra la filosofía hegeliana del Estado: sólo sería legítimo el orden social y político en el que ciudadanos iguales fuesen realmente los autores de las leyes; un orden en el que desapareciese la dominación social, pero también la dominación política, e incluso la distinción misma entre el Estado y la sociedad. Cabe preguntarse, entonces: ¿es ésta la teoría política de Habermas? Ciertamente, no. O al menos, no en su versión definitiva. Aunque la ética discursiva aporta el fundamento normativo de su teoría política, Habermas ha intentado buscar un equilibrio entre estas premisas maximalistas y la realidad de las complejas sociedades contemporáneas. El resultado de este esfuerzo es una teoría de la democracia que pretende no resultar ni utópica ni resignada, si bien sus críticos han acusado a Habermas precisamente de ambas cosas.

II.

La democracia en sociedades complejas.

Durante la década de 1960 y 1970, la teoría política de Habermas (desarrollada en su tesis de habilitación Historia y crítica de la opinión pública (1962), en algunos ensayos menores, como los contenidos en el volumen Teoría y praxis (1963), y en Problemas de legitimación en el capitalismo tardío [1973]), todavía asumía en alguna medida las implicaciones sociales y políticas de la ética del discurso que hemos analizado más arriba. Por ejemplo, en Historia y crítica de la opinión pública Habermas sostenía que el poder de la “opinión pública”, que la burguesía hizo valer en su lucha contra el Estado absolutista en el siglo XVIII, apuntaba por su propio sentido a la supresión de toda dominación, sin exceptuar la dominación social que, inmediatamente después de su triunfo sobre el absolutismo, la propia burguesía comenzaría a ejercer implacablemente sobre la clase trabajadora: La opinión pública [es decir, la opinión compartida y formada en común mediante el libre intercambio de argumentos, JLL] no pretende ser, según su propia intención, ni una limitación del poder [Gewalt], ni un poder ella misma, ni tampoco la fuente de todos los poderes. Antes bien, en su elemento debe transformarse el carácter [...] de la dominación misma. La ‘dominación’ de la esfera pública es, según su propia idea, un orden en el que se disuelve la dominación en general. [...] El pouvoir como tal se somete a debate por una esfera pública que asume funciones políticas. (Habermas, 1994d: 117-118)10

El contenido normativo de la esfera pública burguesa no apuntaba sólo a la abolición del poder absolutista mediante el establecimiento del imperio de la ley o la creación de instituciones democráticas. Más allá de esto, la idea de que la legitimidad de las leyes debe descansar en el consentimiento de todos los ciudadanos anticipa y exige la abolición de toda forma de dominación y de toda autoridad, incluso la abolición del Estado, y la generalización del entendimiento como mecanismo de coordinación social. Sugiere, en última instancia, una forma de integración social que en Facticidad y validez Habermas llamará (aunque, a decir verdad, ya sólo para criticarla) “sociación comunicativa pura” (Habermas, 1998: 405), es decir, una forma de integración exclusivamente fundada en el libre acuerdo de todos los actores sociales (aunque, naturalmente, la burguesía no estuvo dispuesta a asumir las ambiciosas exigencias del principio

10

Höffe (1987: 26) ha llamado la atención sobre este aspecto anarquizante de la teoría política basada en la ética del discurso; un aspecto que, por lo demás, se encuentra anticipado en algún escrito de Walter Benjamin (1988). Cf. sobre esto López de Lizaga (2005)

6

de legitimación democrática surgido en la nueva esfera pública, y ocultó el alcance de sus propios principios normativos, y la imposibilidad de que éstos se realizasen en esa sociedad burguesa que por naturaleza era la suya). Siguiendo esta misma línea de pensamiento, en Problemas de legitimación en el capitalismo tardío Habermas defendía la tesis de que el compromiso (difícil e inestable) que representa el Estado del bienestar keynesiano en una economía capitalista podía ser reemplazado (y debía serlo, y previsiblemente lo sería) por una organización más democrática del Estado y, a través de éste, por un control político democrático de los procesos económicos.11 En última instancia, estos tempranos escritos políticos de Habermas se comprometen todavía con la perspectiva de un socialismo democrático, alternativo a la democracia capitalista y también al socialismo de Estado todavía “realmente existente” en aquella época. Y este compromiso se funda en todos los casos en una misma premisa: tomarse en serio la ética del discurso exige ir más allá de la sociedad de mercado y del Estado burocrático moderno. Sin embargo, estas ideas no forman parte ya de la teoría política de Habermas, que las abandona en la década de 1980, ya en la Teoría de la acción comunicativa (la obra más importante de Habermas, publicada en 1981), y sobre todo tras la caída del muro de Berlín y el fulminante derrumbe posterior del socialismo de Estado en todo el bloque soviético (Habermas, 1991). Habermas asume en esta época una tesis sociológica defendida en su día por Max Weber (1991), y actualizada después por la teoría de sistemas del sociólogo alemán Niklas Luhmann (2007): la tesis de que la economía de mercado y la administración del Estado no pueden someterse a un control democrático más allá de ciertos límites relativamente estrechos, sin provocar efectos disfuncionales. En pocas palabras: en sociedades complejas, funcionalmente diferenciadas, un Estado excesivamente democratizado sería incapaz de gestionar sus tareas administrativas, y una economía excesivamente controlada por el poder político sería una economía ruinosa. Esto último es lo que habría demostrado el fracasado intento soviético, pero Habermas asume además que las cosas no serían muy distintas aun cuando el control del sistema económico, a diferencia de lo sucedido en la URSS, quedase en manos de un poder político democrático. Así, en la Introducción a la nueva edición alemana de 1990 de su estudio sobre la esfera pública, Habermas escribe lo siguiente: La bancarrota del socialismo de Estado que hoy observamos ha confirmado una vez más que no se puede invertir a voluntad la polaridad de un sistema económico moderno y regulado por el mercado, pasando del dinero al poder administrativo y la formación democrática de la voluntad, sin poner en peligro su capacidad de rendimiento (Habermas, 1994d: 16).

Pasajes como éste señalan el definitivo distanciamiento de Habermas no ya en relación con un socialismo totalitario hacia el que nunca mostró la menor simpatía, sino también en relación con sus propias posiciones anteriores, próximas quizás a alguna forma de socialismo democrático. En términos sociológicos algo más técnicos, diríamos que desde los años ochenta Habermas se convence (con razón o sin ella) de la irreversibilidad de la diferenciación funcional del mercado y el Estado en las sociedades contemporáneas. Y este cambio de orientación en el terreno de la teoría política tiene también su reflejo en la teoría ética: desde esa época, Habermas insiste una y otra vez en despojar a la ética del discurso de sus implicaciones

“A la larga –escribe Habermas en 1973– sólo es posible evitar una crisis de legitimación [de las instituciones del Estado, JLL] si se transforman las estructuras de clase latentes en el capitalismo tardío, o bien si se elimina la exigencia de legitimación a que está sometido el sistema administrativo” (Habermas, 1989: 116). Dicho de otro modo: debido a la profunda contradicción entre capitalismo y democracia, o a la presumible imposibilidad de justificar este modo de producción en un proceso deliberativo verdaderamente democrático, a la larga el Estado del bienestar keynesiano de la segunda posguerra europea, figura política híbrida entre el capitalismo y el socialismo, sólo podría desembocar en alguna forma de socialismo democrático, o bien involucionar hacia alguna forma de Estado autoritario, liberado de la presión que supone la necesidad de legitimación democrática. 11

7

sociales y políticas más radicales.12 En una larga respuesta a sus críticos publicada en 1982, Habermas (1994c: 419) niega que su teoría ética se comprometa con ninguna proyección utópica de una sociedad ideal13; y Facticidad y validez, la obra de 1992 que desarrolla con más detalle la teoría política habermasiana, subraya aún más enfáticamente que la ética del discurso no puede interpretarse sin mediaciones como una teoría de la legitimidad política: Una aplicación de la ética del discurso al proceso democrático, efectuada sin las necesarias mediaciones, o la aplicación de un concepto de discurso no suficientemente aclarado, no pueden conducir sino a disparates. […] Ninguna sociedad compleja, incluso en las condiciones más favorables, podrá corresponder nunca al modelo de sociación comunicativa pura (Habermas, 1998: 225, 404-405).

Ahora bien, para Habermas la renuncia a las implicaciones políticas aparentemente más radicales de la ética del discurso no es una pérdida, sino una ventaja: lo que se pierde es una perspectiva completamente utópica, y en cambio se gana el marco conceptual para una teoría de la democracia adaptada a las sociedades complejas. En efecto, Habermas insiste en que la renuncia al control político democrático de la economía y a la absorción tendencial del Estado en una sociedad auto-organizada no es incompatible con un proyecto de democracia “radical”, aunque ya no sea una democracia “directa”, asamblearia, rousseauniana (Habermas, 1998: 202). Más aún: la democracia sólo puede ser hoy lo primero si no se engaña pensando que aún puede o debe ser también lo segundo. Pero ¿cómo se concreta esta idea de una democracia “radical” en las complejas sociedades contemporáneas? La respuesta la encontramos en el modelo de “democracia deliberativa” que Habermas desarrolla en los años noventa (Habermas, 1998: 363-468; Habermas, 1999b: 231-246). La teoría de la democracia deliberativa (un concepto muy extendido en el pensamiento político contemporáneo) afirma que la legitimidad del poder político y de las leyes no depende sólo de la elección democrática de los gobiernos, ni siquiera del consentimiento de los ciudadanos a las decisiones políticas de éstos: la democracia deliberativa exige que dicho consentimiento sea el resultado de una deliberación pública que garantice la aceptabilidad racional de su resultado, y que no se reduzca a una negociación de compromisos entre intereses particulares enfrentados (Elster, 1998; Bohman/Rehg, 1997).14 En su versión habermasiana, y en contraste con un modelo de democracia directa que propugnase el control democrático del Estado y la economía, el núcleo de la teoría de la democracia deliberativa se encuentra en los conceptos de sociedad civil y esfera pública: la fuente del poder legítimo, la soberanía popular, ya no se localiza en una asamblea de ciudadanos (concepto éste heredado del republicanismo rousseauniano del siglo XVIII y totalmente inoperante en las sociedades actuales), sino en la red anónima de comunicaciones que tienen lugar en la esfera pública de una sociedad civil políticamente ilustrada y activa. La democracia puede seguir siendo hoy una verdadera democracia, incluso una democracia “radical”, si la sociedad civil es capaz de formar, a través de su esfera pública, una opinión pública a la que el Estado tenga (lo quiera o no) que someterse.

12

El cambio afecta incluso a la teoría de la racionalidad: en uno de sus ensayos más recientes sobre el tema, Habermas (2006a: 89) revisa su caracterización de las condiciones de aceptabilidad racional de los acuerdos que hemos expuesto más arriba, debilitando sensiblemente sus implicaciones políticas originales. 13 Cohen/Arato (2000: 436 y sigs.) sostienen también que, más allá de un genérico compromiso con la democracia, la ética discursiva es compatible con una gran variedad de alternativas políticas. Sólo una “orientación autoritaria” de esta teoría ética podría privilegiar una forma de organización política frente a otras (por ejemplo el socialismo democrático frente a la democracia liberal). Como veremos luego, una opinión distinta sostiene por ejemplo Honneth (1991). 14 Por lo demás, Elster (1998) señala que esta concepción deliberativa es tan antigua como la democracia misma: ya la democracia de Pericles se entendía a sí misma como una forma de “democracia deliberativa”, en la medida en que las decisiones colectivamente vinculantes se adoptaban mediante discusiones entre ciudadanos libres e iguales. Según esto, la concepción deliberativa se corresponde mucho mejor con el espíritu de la democracia que otros enfoques actuales, como el pluralismo, el elitismo competitivo o la teoría económica de la democracia. Sobre estos otros modelos, cf. Held (1992), Abellán (2011).

8

La sociedad civil que se requiere para que este modelo de democracia deliberativa tenga alguna credibilidad no sólo difiere de la concepción de la sociedad que está a la base del republicanismo de inspiración rousseauniana, sino que difiere también, y sobre todo, del tipo de sociedad supuesta en (y al mismo tiempo, favorecida por) la teoría política liberal o neoliberal. Es cierto que la sociedad civil de las complejas sociedades contemporáneas ya no es una comunidad homogénea, integrada por tradiciones y valores éticos compartidos; pero tampoco puede reducirse a un mercado, esto es, a una difusa suma de sujetos racionales atomizados que interactúan de un modo exclusivamente estratégico (Habermas, 1999b: 231 y sigs.; Cohen/Arato, 2000; Sauca/Wences, 2007). La democracia deliberativa necesita una sociedad civil concebida como “trama asociativa no estatal y no económica, de base voluntaria” (Habermas, 1998: 447), que establezca vínculos entre los ciudadanos más allá del Estado y del mercado, y que sea capaz de tematizar los problemas socialmente relevantes, en particular los efectos negativos que el Estado y el mercado tienen sobre la vida cotidiana de los individuos. Es importante observar que, de acuerdo con este modelo de democracia, la sociedad civil no tiene ni puede tener poder político, capacidad de decisión política. Lo impide ya sólo el hecho de que sus miembros son ilocalizables, innumerables y anónimos, y tanto más lo son cuanto más grandes son las sociedades y más desarrollados se encuentran los medios electrónicos de comunicación. Las decisiones vinculantes deben quedar, pues, en manos de las instituciones del Estado (Habermas, 1998: 465), y la opinión formada mediante las deliberaciones informales de la esfera pública política sólo puede aspirar a ejercer influencia, ya sea sobre otros agentes de la sociedad civil, ya sobre el Estado mismo (Habermas, 1998: 452). Esa influencia sólo puede traducirse en poder político, en decisiones vinculantes, si atraviesa lo que Habermas llama metafóricamente el sistema de “esclusas” o filtros de las instituciones del Estado, (como sucede, por ejemplo, cuando un parlamento convierte una opinión socialmente predominante en el contenido de una ley). Sin embargo, esta cesión de competencias no impide a la sociedad civil ejercer todavía una función de control del poder estatal; o por decirlo de un modo más preciso: una función de racionalización del poder, entendiendo por tal la capacidad de obligar al Estado a actuar de conformidad con la opinión pública, es decir, de actuar de acuerdo con razones públicamente conocidas y compartidas por la sociedad. Función ésta que, según Habermas, sólo puede cumplir con éxito una sociedad “acostumbrada al ejercicio de las libertades” (Habermas, 1998: 452) y dotada de un nivel suficiente de ilustración política, y que ofrezca una imagen tan alejada de la pseudo-politización forzosa de los regímenes totalitarios, como de la despolitización estructural de las democracias de masas (Habermas, 1997: 153156).15

III.

¿Qué tiene de “radical” la democracia deliberativa?

Ya hemos indicado más arriba que Habermas se propone construir una teoría política que abandone la guía (hoy totalmente desorientadora) de una democracia directa, pero sin resignarse por eso a que el concepto de soberanía popular ceda “ni un ápice de su contenido radicaldemocrático” (Habermas, 1998: 203, 454). Pero a decir verdad, hasta ahora parece mejor logrado el primero de estos dos objetivos que el segundo. Es obvio que la democracia deliberativa habermasiana no es una democracia directa, pero ¿qué tiene de “radical” este modelo? Sabemos ya que Habermas insiste en que la sociedad civil y su esfera pública no pueden aspirar a suplantar al Estado, pero lo cierto es que su argumentación llega más lejos aún: también el Estado debe mantener intacta la lógica de los restantes subsistemas funcionalmente diferenciados, o al menos del más importante de todos ellos, el mercado. Es evidente que esta 15 Entre los factores que pueden contribuir a la formación de esa sociedad civil políticamente ilustrada, Habermas destaca los medios de comunicación, siempre que no se encuentren completamente distorsionados por intereses políticos (burocráticos o partidistas), ni completamente banalizados por contenidos comerciales (Habermas, 1998: 457 y sigs.; Habermas, 2009a; Habermas, 2009b).

9

intangibilidad impone a la democracia “radical” (independientemente de cómo se interprete este adjetivo) una perspectiva más bien sombría, y a Habermas no se le escapa esta circunstancia: Los instrumentos que con el derecho y el poder administrativo quedan a disposición de la política tienen un limitado grado de eficacia en las sociedades funcionalmente diferenciadas. Ciertamente, el sistema político sigue siendo el destinatario de los problemas de integración no resueltos; pero a menudo la regulación política sólo puede ejercerse de forma indirecta y tiene que dejar intactos (...) la lógica específica y el modo específico de operar de los sistemas funcionales (...). De ello se sigue que los movimientos democráticos que surgen de la sociedad civil han de renunciar a aquellas aspiraciones de una sociedad que se organiza a sí misma en su totalidad, aspiraciones que subyacían, por ejemplo, a las representaciones marxistas de la revolución social. (Habermas, 1998: 453, subrayado por mí).16

Bien, pero en tal caso ¿cómo podemos seguir llamando “radical” a una forma de democracia en la que los ciudadanos parecen limitarse a asediar desde fuera a (o quizás, a intentar protegerse de) un sistema político que, de todas formas, renuncia a modificar el funcionamiento del sistema económico? A la vista de tanta intangibilidad, podría objetarse a la teoría de la democracia deliberativa que, en última instancia, es el propio sistema de las instituciones políticas, el propio Estado, el que decide cuándo puede o quiere hacerse eco de las demandas de la sociedad civil, y cuáles de esas demandas satisfará en detrimento de otras. De tal manera que el supuesto control democrático que ejerce la sociedad civil sobre el sistema político parece más ficticio que real. Más plausibles resultarían, en tal caso, las tesis de sociólogos “realistas” (seguidores de Weber o Schumpeter), que en la relación del sistema político con ese entorno al que llamamos “sociedad civil” sólo reconocen una apropiación selectiva, incluso oportunista, de las demandas de la sociedad por parte del sistema político. La descripción que propone Luhmann (1993: 61 y sigs.) del funcionamiento del sistema político es un buen ejemplo de este enfoque, muy poco alentador para los partidarios de una democracia deliberativa.17 Luhmann distingue tres actores en el sistema político: la administración, la política en sentido estricto (gobierno y partidos), y finalmente el público o, si se prefiere, los ciudadanos. De acuerdo con la imagen que los sistemas democráticos presentan de sí mismos (sobre todo ante sus ciudadanos) el poder procede de los ciudadanos y se impone a la administración del Estado a través del gobierno elegido democráticamente. Pero en circunstancias normales, y a pesar de lo que sostiene la retórica oficial de los sistemas políticos democráticos (por ejemplo, la que figura en las Constituciones), las decisiones políticas proceden rutinariamente de la administración, que opera de acuerdo con sus propios criterios, y se comunican y legitiman ante el público a través del gobierno y los partidos políticos; partidos que no parecen ya formar parte de la “sociedad civil”, sino que quedan asimilados a instancias del sistema político en la medida en que su actividad se reduce a una lucha por el poder, es decir, por los cargos administrativos. Si en su descripción de las democracias contemporáneas Weber (1967; 1991a) o Schumpeter (1971) ya subrayaron la importancia de los líderes políticos (es decir, de los gobiernos) y limitaron la función de los ciudadanos a una periódica elección plebiscitaria de las élites gobernantes,18 Luhmann lleva este análisis algo más lejos: ni siquiera son los gobiernos quienes detentan el verdadero poder de decisión, puesto que éste queda en manos de la 16

Sorprende, en efecto, el escepticismo de Habermas hacia las posibilidades de control democrático del sistema económico. Cf. por ejemplo Habermas (1997: 153): “Hoy nos tiene a todos perplejos la cuestión de cómo hacer frente a las consecuencias destructivas de una economía capitalista extendida a todo el mundo, a cuya productividad no podemos, sin embargo, renunciar. (...) La cruz [de los modelos alternativos] es, sin embargo, la casi imposibilidad de intervenir hoy en este sentido en la realidad. Ni la capacidad de acción política de los viejos Estados nacionales, ni tampoco la de las recientes uniones de Estados, ni la de las conferencias internacionales que han logrado institucionalizarse, guardan ninguna proporción con el tipo de autorregulación que ofrecen unos mercados globalmente entrelazados unos con otros” 17 He desarrollado con más detalle esta comparación entre la teoría política de Habermas y la de Luhmann en el último capítulo de López de Lizaga (2012). 18 Cf. sobre esto Abellán (2011: 249 y sigs.) y Held (1992: 181 y sigs.)

10

administración. De este modo, la sociología de Luhmann confirma a finales del siglo XX los temores expresados por Weber algunas décadas antes, acerca del dominio de una burocracia anónima sobre la que no lograsen imponerse los grandes líderes políticos “carismáticos”. A principios del siglo XXI la situación es distinta, porque la burocracia parece ceder ante instancias aún más anónimas, y situadas ya fuera del sistema político: se diría que el poder político mismo está siendo “externalizado”. Lo esencial es, en cualquier caso, comprender que el poder político circula realmente en sentido inverso al que proclaman oficialmente los sistemas democráticos: va de la administración a la población, y no al revés. Nadie duda de esto, y tampoco Habermas (1998: 421 y sigs.). Sin embargo, la teoría de la democracia deliberativa sostiene que, pese a esa descripción de la circulación rutinaria del poder, un sistema político democrático no puede operar completamente de espaldas a la opinión pública, ni llevar a cabo simplemente una apropiación oportunista de las demandas de la sociedad civil. Al menos en aquellas sociedades que logren dotarse de una esfera pública capaz de desempeñar eficazmente su función de racionalización del poder político, el Estado y el gobierno se ven obligados a dar cuenta razonada de sus decisiones y acciones, y se ven obligados también a tener en cuenta las razones de una opinión pública que no pueden controlar, pero a la que tampoco pueden dar la espalda. La prueba de que el sistema político no puede ignorar por completo la opinión pública es la respuesta que se produce en la sociedad civil cuando el sistema político traspasa umbrales de arbitrariedad o de injusticia que la opinión pública considera intolerables. En esos casos la circulación real del poder se invierte, y por una vez coincide con la circulación oficial. El “público”, normalmente pasivo, despolitizado y manipulado, pasa a tener la última palabra cuando se producen actos masivos de protesta, desobediencia civil, o fenómenos de “crisis de legitimación” de las instituciones. Y al gobierno y la administración no les queda entonces otra alternativa que ajustarse a la opinión pública, es decir, ajustar (a través de decisiones vinculantes) el funcionamiento del Estado (y de los otros subsistemas funcionales, como el sistema económico) a las exigencias de la sociedad civil. En conclusión: aunque hoy ya no es posible una democracia “directa”, rousseauniana, la democracia puede considerarse todavía “radical” mientras subsista esta posibilidad última de invertir la “circulación real” del poder político: […] La lectura que hemos propuesto de la democracia radical en términos de teoría del discurso [requiere hacer plausible] que la sociedad civil puede en determinadas circunstancias cobrar influencia en la esfera pública, influir a través de opiniones propias sobre el complejo parlamentario (y sobre los tribunales) y obligar al sistema político a asentarse de nuevo sobre la circulación oficial del poder. (Habermas, 1998: 454).

IV.

Objeciones conservadoras y objeciones progresistas.

Hay que reconocerle a Habermas el mérito de haber propuesto una concepción de la democracia adaptada a las condiciones de las sociedades contemporáneas. Su teoría se aparta del provocador maximalismo de una izquierda supuestamente radical y en el fondo bastante inofensiva (Pardo, 2011), pero también del derrotismo casi obligatorio de tanta sociología política desde mediados del siglo XX. Con todo, precisamente esta posición intermedia entre lo maximalista y lo derrotista convierte a Habermas en el blanco de todo tipo de críticas. Simplificando un poco las cosas, podemos clasificar las principales de estas críticas a Habermas en dos categorías: la categoría de las objeciones “conservadoras”, y la de las objeciones “progresistas”. Desde posiciones ideológicas “conservadoras” o tecnocráticas, cabe objetar a Habermas que la sociedad civil de las democracias de masas está completa e irremediablemente despolitizada y manipulada, de tal modo que ni puede cumplir esa función de racionalización del poder que Habermas le atribuye, ni en realidad es necesario, ni siquiera conveniente, que la

11

cumpla (Luhmann, 2002; Luhmann, 1996; Koselleck, 1973). En este terreno, Luhmann es una vez más un peligroso rival a la altura de Habermas, y no sólo desde un punto de vista ideológico, sino también sociológico. Luhmann niega la posición externa a los sistemas institucionales que Habermas insiste en atribuir a la sociedad civil, y hace de ésta un elemento funcional del propio sistema político. Desde esta perspectiva, que integra en el propio sistema la instancia que debería oponerle resistencia, resulta totalmente ingenua la confianza de Habermas en los movimientos de protesta y desobediencia civil. Para Luhmann, la sociedad civil y su opinión pública no logran nunca invertir la “circulación real” del poder político obligándolo a ajustarse a la circulación “oficial”, es decir, a la propia autocomprensión normativa de los Estados democráticos: el poder burocrático-político es siempre el que toma las decisiones. Cuando se producen esas protestas a las que Habermas da tanta importancia, lo que se observa son meras reacciones marginales, que nunca cambian nada en los sistemas sociales. La alternativa que los movimientos sociales dicen representar es siempre, incluso en el caso de los movimientos más ambiciosos, una alternativa ilusoria y marginal (Luhmann, 1996: 75 y sigs.).19 Más aún: los movimientos sociales son hipócritas e irresponsables, porque ocupan una posición conscientemente periférica contando siempre con un centro institucional al que eventualmente correspondería tomar las decisiones que ellos reclaman, y por tanto asumir también una responsabilidad de la que los propios movimientos sociales se desentienden: “La protesta niega estructuralmente la responsabilidad compartida. Presupone necesariamente que hay otros que realizan lo que la protesta exige.” (Luhmann, 1996: 205). Y de todos modos, como en las complejas sociedades contemporáneas ya no existe un sistema institucional central, capaz de controlar todos los restantes ámbitos de acción social (ni siquiera el Estado puede cumplir ya esa función), los movimientos de protesta, que normalmente dirigen sus reivindicaciones al sistema político, presuponen una imagen obsoleta de la sociedad, y son por ello irremediablemente inútiles. Lo admitan o no, estos movimientos ceden de hecho la introducción y gestión de las alternativas a los propios subsistemas sociales autonomizados. En el fondo ellos mismos son una parte del sistema social cuya función consiste, quizás, en “introducir nuevos temas en la discusión pública” (Luhmann, 1996: 77), o a lo sumo, en negar la sociedad sin salirse de ella. Estas críticas de Luhmann cuentan a su favor con el hecho de que el propio Habermas admita que la sociedad civil sólo puede influir indirectamente sobre los subsistemas sociales diferenciados, y que en condiciones normales la descripción de la “circulación real” del poder que Luhmann propone es acertada. Si esta “circulación real” sólo se invierte en esos raros casos en los que se producen masivos movimientos de protesta, y si estos movimientos rara vez tienen efectos profundos sobre la granítica cosificación sistémica de la sociedad, entonces ya sólo una línea muy delgada separa la posición de Habermas de la que defiende Luhmann, aunque la decisión de cruzar o no cruzar esa línea sólo puede tomarse sobre la base de investigaciones empíricas acerca de los efectos transformadores reales de los movimientos sociales, los actos de desobediencia civil o las crisis de legitimación.20 Y desde una perspectiva ideológica “progresista”, autores como Axel Honneth (1991) o Nancy Fraser (1992) insisten en atenerse a las intuiciones de la primera teoría política de Habermas, intuiciones que pueden hacerse valer contra la teoría de la democracia deliberativa 19 Para Luhmann (1996: 75 y sigs.), las alternativas reales al funcionamiento de los sistemas sociales son nuevas selecciones que sólo pueden asumir los propios sistemas: “No hay alternativas a la diferenciación funcional (…). Es posible idear y disponer alternativas en asuntos menores o en asuntos importantes (por ejemplo, en la cuestión de las fuentes de energía); pero esto no es nada especial, ya lo hace el ‘sistema’ de todas formas.” 20 Con todo, hay que destacar un dato significativo, y a decir verdad no muy favorable a las tesis de Habermas. Ejemplos históricos como la caída del socialismo de Estado en Europa oriental, o como la reciente “primavera árabe”, indican que los movimientos sociales han resultado ser realmente eficaces en su oposición a regímenes no democráticos, como si la teoría de Habermas describiese mucho mejor los procesos de cambio político en Estados no democráticos que los fenómenos de protesta en las democracias liberales capitalistas, para las que, sin embargo, fue diseñada.

12

desarrollada por el propio Habermas en los años noventa. De acuerdo con Honneth (1991: 174), la ética del discurso no puede “limitarse al puro postulado de un principio moral formal”, como si careciese de toda implicación social o política, más allá de un compromiso con la democracia como forma de organización del Estado. Al contrario, Honneth insiste en que la capacidad de los sujetos para formarse una opinión y una voluntad autónomas, y para defenderlas argumentativamente en un procedimiento deliberativo en condiciones de igualdad frente a todos los otros participantes, requiere un acceso a recursos culturales y materiales suficientes, y por tanto requiere una distribución igualitaria de dichos recursos. En este sentido, “la ética discursiva hace imprescindible una anticipación teórica no de una forma de vida, pero sí de un principio de justicia social”, cuya originaria filiación marxista subraya Honneth expresamente: “una teoría de la sociedad que sigue los motivos de la ética del discurso continúa la intención de la crítica marxiana de la sociedad de clases en un nivel más amplio de reflexión.” (Honneth, 1991: 165, 174). Y de forma similar, en un ensayo de 1990 sobre la actualidad del clásico estudio de Habermas sobre la esfera pública Fraser recuperaba contra el propio Habermas (desde una perspectiva a la vez socialista y feminista) algunas de las implicaciones políticas más radicales del libro de 1962. Fraser insiste en que la esfera pública burguesa sólo puede estar a la altura de su propio contenido normativo si se eliminan las desigualdades sociales: Deberíamos preguntarnos si es posible, incluso en principio, que los interlocutores deliberen como si fueran socialmente iguales en foros discursivos especialmente designados, cuando estos foros discursivos están situados en un contexto social más amplio, impregnado de relaciones de dominación y subordinación. [...] La teoría política liberal asume que es posible organizar una forma democrática de vida política sobre la base de estructuras socioeconómicas y sociosexuales que generan desigualdades sistémicas [...] Por el contrario, una condición necesaria para la igualdad de participación es que las desigualdades sistémicas sean eliminadas. [...] La democracia política requiere una igualdad social sustantiva. (Fraser, 1992: 120-121)

Es verdad que todavía en Facticidad y validez Habermas reconoce que la“textura asociativa” y la “cultura política” de la sociedad civil deben quedar “suficientemente desconectadas de las estructuras de clase”, o que la esfera pública sólo puede desarrollar su potencial de racionalización “sobre una base que haya escapado de las barreras de clase y se haya sacudido las cadenas milenarias de la estratificación y la explotación social” (Habermas, 1998: 243, 385). Sin embargo, y a diferencia de lo que sucedía en sus escritos de décadas anteriores, estas indicaciones no cumplen ya ningún papel sistemático ni tienen ninguna implicación para la teoría de la democracia deliberativa, pues Habermas no las concreta en un análisis de las condiciones de igualdad que debe cumplir la sociedad civil para que la esfera pública pueda desempeñar su tarea específica de racionalización del poder. Así pues, corresponde más bien a la “izquierda habermasiana” la especificación de esas condiciones. Y es obvio que una sociedad civil reducida (tendencialmente) a mercado y sometida a grandes desigualdades económicas, sociales y culturales, no puede generar una opinión pública racional, ni por tanto cumplir su función de racionalización del poder político. Por eso la propia teoría de la democracia deliberativa parece exigir del Estado un control suficiente del sistema económico, a fin de preservar contra el poder económico la integridad de la sociedad civil y permitir la aparición de una esfera pública políticamente eficaz. Ahora bien, esto implica, naturalmente, que el Estado no puede abandonar el mercado a su propia lógica, en contra de lo que afirma Habermas. Y si hubiera que escoger una etiqueta política para dotar de un contenido algo más concreto a la democracia deliberativa, podría decirse que la función de racionalización del poder político que Habermas asigna a la esfera pública sólo podría cumplirse eficazmente en alguna forma de socialdemocracia, mientras que sería mucho más difícil cumplirla en un capitalismo neoliberal. Moralista, utópica e ingenua para unos; resignada y conformista para otros: sorprende que una teoría política pueda suscitar críticas tan contradictorias entre sí, tan estrictamente opuestas. Y en el fondo todas estas críticas tienen razón, porque la teoría política de Habermas se sitúa

13

conscientemente en un terreno intermedio entre lo descriptivo y lo normativo, entre facticidad y validez, y es precisamente esto lo que la hace vulnerable desde flancos tan distintos. Pero es probable también que el culpable de esta indefinición no sea Habermas, o al menos no sólo él. Caen las dictaduras militares, pero al mismo tiempo las democracias más antiguas pierden soberanía ante los poderes económicos; en la era de internet la esfera pública se amplía inmensamente, pero también se banaliza; las sociedades se hacen más libres, pero a la vez se despolitizan. Nadie sabría decir hoy si la democracia avanza o retrocede, si se consolida o se esfuma. Y la filosofía política de Habermas refleja exactamente esta incertidumbre.

Bibliografía ABELLÁN, J. (2011), Democracia, Madrid: Alianza. APEL, K.-O. (1985), “El apriori de la comunidad de comunicación y los fundamentos de la ética”, en La transformación de la filosofía, vol. 2, Madrid: Taurus. – (1991a), “Falibilismo, teoría consensual de la verdad y fundamentación última”, en Teoría de la verdad y ética del discurso, Barcelona: Paidós. – (1991b), “La ética del discurso como ética de la responsabilidad”, en Teoría de la verdad y ética del discurso, Barcelona: Paidós. – (2004), “¿Disolución de la ética del discurso?”, en Apel versus Habermas, Granada: Comares. BENJAMIN, W. (1988), “Zur Kritik der Gewalt”, en Angelus Novus, Frankfurt: Suhrkamp. BOHMAN, J. y W. REHG (eds.) (1997), Deliberative Democracy, Cambridge: The MIT Press. COHEN, J. y A. ARATO (2000), Sociedad civil y teoría política, México: FCE. ELSTER, J. (1998), “Introduction” en J. Elster (ed.), Deliberative Democracy, Cambridge: Cambridge University Press. FRASER, N. (1992), “Rethinking the Public Sphere”, en C. Calhoun (ed.), Habermas and the Public Sphere, Cambridge: The MIT Press. GARCÍA-NORRO, J. J. (1994), “Consideraciones en torno a la esencia del formalismo ético”, Revista de Filosofía (11), 305-315. HABERMAS (1985), “Ética del discurso – Notas sobre un programa de fundamentación”, en Conciencia moral y acción comunicativa, Barcelona: Península. – (1987), Teoría de la acción comunicativa, 2 vols., Madrid: Taurus. – (1988), “La desobediencia civil, piedra de toque del Estado democrático de derecho”, en Escritos políticos, Barcelona: Península. – (1989), Problemas de legitimación en el capitalismo tardío, Buenos Aires: Amorrortu. – (1991), “¿Qué significa hoy socialismo?”, en R. Blackburn (ed.), Después de la caída, Barcelona: Crítica. – (1994a), “Lecciones sobre una fundamentación de la sociología en términos de teoría del lenguaje”, en Teoría de la acción comunicativa: complementos y estudios previos, Madrid: Cátedra. – (1994b), “Teorías de la verdad”, en Teoría de la acción comunicativa: complementos y estudios previos, Madrid: Cátedra. – (1994c), “Réplica a objeciones”, en Teoría de la acción comunicativa: complementos y estudios previos, Madrid: Cátedra. – (1994d), Historia y crítica de la opinión pública, Barcelona: Gustavo Gili. – (1997), Más allá del Estado nacional, Madrid: Trotta. – (1998), Facticidad y validez, Madrid: Trotta. – (1999a), “Una consideración genealógica acerca del contenido cognitivo de la moral”, en La inclusión del otro, Barcelona: Paidós. – (1999b), “Tres modelos normativos de democracia”, en La inclusión del otro, Barcelona: Paidós. – (2000a), “¿Afectan las objeciones de Hegel contra Kant también a la ética del discurso?”, Aclaraciones a la ética del discurso, Madrid: Trotta. – (2000b), “Aclaraciones a la ética del discurso”, en Aclaraciones a la ética del discurso, Madrid: Trotta. – (2000c), La constelación posnacional, Barcelona: Paidós. – (2002), “Corrección normativa versus verdad. Sobre el sentido de la validez normativa de los juicios y normas morales”, en Verdad y justificación, Madrid: Trotta.

14



(2006a), “Sobre la arquitectónica de la diferenciación de discursos”, en Entre naturalismo y religión, Barcelona: Paidós. – (2006b), El Occidente escindido, Madrid: Trotta. – (2009a), “Medios, mercados y consumidores”, en ¡Ay, Europa!, Madrid: Trotta. – (2009b), “¿Tiene aún la democracia una dimensión epistémica?”, en ¡Ay, Europa!, Madrid: Trotta. HEGEL, G. W. F. (1979), Sobre las maneras de tratar cientificamente el derecho natural, Madrid: Aguilar. – (1993), Fenomenología del espíritu, México: FCE. – (1999), Principios de la Filosofía del Derecho, Barcelona: Edhasa. HELD, D. (1992), Modelos de democracia, Madrid: Alianza. HÖFFE, O. (1982), “Kantische Skepsis gegen die transzendentale Kommunikationsethik”, en W. Kuhlmann y D. Böhler (eds.), Kommunikation und Reflexion, Frankfurt: Suhrkamp. – (1987), Politische Gerechtigkeit, Frankfurt: Suhrkamp. HONNETH, A. (1991), “La ética discursiva y su concepto implícito de justicia”, en K.-O. Apel et al. (eds.), Ética comunicativa y democracia, Barcelona: Crítica. KANT, I. (1785), Fundamentación de la metafísica de las costumbres (Grundlegung zur Metaphysik der Sitten, Ak IV). – (1788), Crítica de la razón práctica (Kritik der praktischen Vernunft, Ak V) – (1797), Sobre un presunto derecho a mentir por filantropía (Über ein vermeintes Recht aus Menschenliebe zu lügen, Ak VIII) KOSELLECK, R. (1973), Kritik und Krise, Frankfurt: Suhrkamp. LÓPEZ DE LIZAGA, J. L. (2005), “Walter Benjamin y los dos paradigmas de la teoría crítica”, Nexo. Revista de Filosofía (3), 11-31. – (2012), Lenguaje y sistemas sociales, Zaragoza: Prensas Universitarias de Zaragoza. LUHMANN, N. (1993), Teoría política en el Estado de Bienestar, Madrid: Alianza. – (1996), Protest, Frankfurt: Suhrkamp. – (2002), Die Politik der Gesellschaft, Frankfurt: Suhrkamp. – (2007), La sociedad de la sociedad, Barcelona: Herder. MUGUERZA, J. (1990), Desde la perplejidad, México: FCE. PALACIOS, J. M. (2003), “La esencia del formalismo ético”, en El pensamiento en la acción, Madrid: Caparrós. PARDO, J. L. (2011), “Viejos y nuevos filósofos”, El País, 18-XI. SAUCA, J. M. y M. I. Wences (eds.) (2007), Lecturas de la sociedad civil, Madrid: Trotta. SCHUMPETER , J. (1971), Capitalismo, socialismo y democracia, Madrid: Aguilar. SITTON, J. (2006), Habermas y la sociedad contemporánea, México: FCE. TUGENDHAT, E. (1988), “Ética antigua y moderna”, en Problemas de la ética, Barcelona: Crítica. VELASCO, J. C. (2003), Para leer a Habermas, Madrid: Alianza. WEBER, M. (1967), “La política como profesión”, en El político y el científico, Madrid: Alianza. – (1991a), “Parlamento y gobierno en una Alemania reorganizada” – (1991b), “El socialismo”, en Escritos políticos, Madrid: Alianza. WELLMER, A. (1986), Ethik und Dialog, Frankfurt: Suhrkamp.

15

Lihat lebih banyak...

Comentarios

Copyright © 2017 DATOSPDF Inc.