¿Una política de lo real?

July 6, 2017 | Autor: J. Ema López | Categoría: Psychoanalysis, Political Theory, Jacques Lacan
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Descripción

Publicado en Gallano, Carmen (coord..) (2014) “Política de lo real. Nuevos movimientos sociales y subjetividad”Pp.: 85-114. Barcelona: Psicoanálisis y sociedad http://bit.ly/1zzXdPm Parte de este texto con algunas modifcaciones se publicó también en: José Enrique Ema López (2014), Apunte sobre psicoanálisis y política. De la impotencia a la imposibilidad. Revista Constelaciones, 5, Vol. 5, pág. 387393, Madrid: CSIC.

¿Una política de lo real? José Enrique Ema En los últimos años hemos asistido a un renovado interés por el psicoanálisis para pensar la política. Con este fin se han tomado elementos de su rico corpus teórico sobre la subjetividad, los ideales, lo universal, etc. En este texto sostendremos que hay, no solo en su teoría, sino también en su práctica clínica, especialmente en sus presupuestos éticos, importantes enseñanzas para la política. La más importante quizá se deriva de que Lacan nos propuso una suerte de politización de la ética, en el sentido de señalar que no podemos encontrar en ella ningún programa de normas que pueda sustituir una toma de postura subjetiva sin garantías. No podemos delegar en la norma, tenemos que hacernos cargo de ella e inventar sus consecuencias. Así se sitúa en el centro la obligatoriedad de una decisión, una toma de postura, que no puede ser completamente fundamentada, es decir, un acto subjetivo en el que se pone en juego no tanto qué debo hacer (cuáles son las normas éticas más adecuadas), sino cómo hacer lo que debo (cómo construir y sostener las consecuencias prácticas de los principios éticos que ya he elegido). Hoy, sin duda, es necesario, no solo atender a esta politización de la ética, sino llevar a cabo también una re-politización de la propia política convertida, según el discurso hegemónico, en una práctica de mera gestión sin decisiones auténticamente políticas que tomar. Esta atención ético-política hacia la clínica también nos va a permitir señalar cómo desde el psicoanálisis se puede aportar a la política algo más que malas noticias (sobre el cierre totalizante de los ideales, las exclusiones inherentes a lo universal entendido como uno todo, las servidumbres voluntarias del sujeto, etc.). Pero antes de tener en cuenta este “algo más” recordemos algunas de estas malas noticias. Parten de la consideración de que no hay relaciones de poder sin complicidad del sujeto y de la sospecha sobre todo aquello que pueda suponer una ocultación ingenua e idealista de la imposibilidad de encontrar una ley, un saber definitivo sobre nuestra manera de conducirnos en la vida. Y así, si no se atendiera de manera realista a los vericuetos de la subjetividad, la política podría convertirse en una práctica sostenida únicamente por ideales imaginarios que finalmente no nos permitirían transformar nuestras condiciones de vida. De manera resumida, el psicoanálisis se ha interpelado a la política realizándole algunas advertencias sobre: .- La afirmación de propuestas o condiciones universales (p. ej.: la igualdad de todos) porque no hay universal que no se constituya sin excepción y, por tanto, sin procesos de exclusión (trataremos esta cuestión más adelante a partir de la formalización lacaniana de la diferencia sexual). De este modo, si sostuviéramos imaginariamente una aspiración universalista total, sin exclusiones, finalmente reintroduciríamos exclusiones más rotundas (que no son ni siquiera pensables dentro de un orden que afirmara la inclusión de todos). .- Además, una noción totalizante de universal podría remitir a un “para todos lo mismo” que promovería la extensión de identificaciones que homogenizan y clausuran las singularidades subjetivas, y en general la diferencia como condición inerradicable de la existencia humana. Esta clausura de la diferencia está también presente como posibilidad

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latente en los procesos colectivos con sus correspondientes identificaciones, que, a la vez que procuran cohesión a los grupos, pueden cancelar la singularidad y la responsabilidad subjetiva. .- La promoción de una ruptura externa con los amos que nos oprimen, aspirando a liberarnos de ellos como si fuéramos “almas bellas” que lograríamos vivir en plenitud sin esa opresión que causa desde fuera nuestros males (por ejemplo, considerando la emancipación sexual únicamente como liberación de nuestro deseo sexual reprimido y coaccionado por las estructuras sociales tradicionales). De este modo se desatendería a los procesos subjetivos, las servidumbres voluntarias, que nos hacen cómplices con el propio poder que nos oprime (el deseo no es independiente de la ley, hay satisfacción también en la sujeción a los mandatos normativos, en la culpa, etc.). Sin duda todas ellas son “malas noticias” de las que hay que tomar buena nota para no deslizarnos hacia una cancelación totalizante de la política (por ejemplo, como expresión de una identidad fijada a sus identificaciones imaginarias, la asunción acrítica de un saber sobre el destino de la historia que los individuos deberíamos seguir, etc.). Es decir, para no bloquear la posibilidad de que las prácticas políticas sean irremediablemente prácticas sostenidas en una toma de postura para la que no hay garantías. Pero esta necesaria mirada antitotalizante hoy en día puede funcionar muy bien engrasada con una serie de críticas aparentemente antitotalitarias que, en realidad, funcionan también como coartada ideológica antiemancipatoria, cuando no abiertamente elitista y finalmente antipolítica (denigrando las identificaciones populares, los movimientos de masas, y, en general, las propuestas políticas que cuestionan el orden dominante). Así la política que realmente quiere cambiar las coordenadas de lo posible se hace equivalente a totalitarismo irracional. Desde esta posición se propone finalmente una totalización de la impotencia: no hay nada que hacer, solo nos corresponde aceptar la situación establecida como el único horizonte de lo posible y, dentro de él, hacer lo que toca (este es el mensaje principal de nuestras democracias pospolíticas entregadas a la gestión de lo que hay para el beneficio de unos pocos). ¿Es este el destino inevitable de la política, resignarnos a la totalización de la impotencia? No, no creemos que sea así. Por eso es conveniente pensar también con el psicoanálisis, no solo sobre los riesgos de la política, sino también sobre la posibilidad de una práctica colectiva que no cancele la imposibilidad constitutiva de la vida en común (no vamos a alcanzar una sociedad ideal, sin conflictos, armoniosa) pero que no renuncie tampoco a la posibilidad de una transformación social emancipadora. Por ello nos parece oportuno mirar a la clínica en donde la propuesta del psicoanálisis es estrictamente lo opuesto a la promoción de la impotencia. Lejos de toda concepción adaptativa, lo que está en juego en la clínica no es tanto el despliegue o el aprendizaje de un saber técnico sobre uno mismo, sino la posibilidad de sostener una posición subjetiva en la que la vida aparece como posibilidad por construir, sin garantías pero también sin ingenuidades, haciéndose cargo de las limitaciones de nuestra condición finita, que en cada sujeto toman forma de un modo singular e intransferible. Por eso podemos decir que el psicoanálisis propone una “ética de lo real”1 (Zupančič, 2011) que toma como punto de partida la imposibilidad de encontrar ese Para Lacan lo real no es la realidad. La realidad está estructurada a partir de tres dimensiones entrelazadas: lo real, lo simbólico y lo imaginario. La realidad puede aparecer como algo con sentido para los sujetos gracias al juego de relaciones entre elementos significantes o lingüísticos, lo simbólico; algunas simplificaciones que portan una cierta inmediatez o clausura del significado como ideal o imagen (una bandera, un lema o un símbolo religioso, por ejemplo), lo imaginario; y aquello imposible de ser domesticado y codificado por lo simbólico y lo imaginario, lo real. Lo real, por tanto, apunta a lo imposible de aprehender, al sinsentido que habita en el sentido, etc. Sirve como antídoto para toda concepción idealista o totalizante de lo humano como 1

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fundamento último que nos procure una norma definitiva sobre nuestro comportamiento; y porque ello es precisamente condición inerradicable de la emergencia de un sujeto capaz de tomar auténticas decisiones, de apostar y comprometerse con la posibilidad de que la vida no se clausure como destino, la mera expresión de algo ya escrito en otra parte. Las diferencias entre la política y el psicoanálisis son muchas. No pasan únicamente por el carácter colectivo de la primera e individual de la segunda. Sin embargo, hay algo de la apuesta ética del psicoanálisis por inventar con valentía una forma de hacer con lo real imposible, que puede vincularse también con la política. Una política que advertida de las “malas noticias” e informada de lo irreductible de lo real, no renuncie a la causa de la emancipación. La nombramos, aunque sea como reto, como política de lo real. En lo que sigue vamos a presentar tres elementos a modo de propuesta para caracterizar, e invitar, a esta política de lo real. Los presentamos poniéndolos en diálogo con algunas aportaciones claves del psicoanálisis, sus malas noticias, su teoría, pero también su posicionamiento ético en la clínica.

Hacer subjetiva la posibilidad de la política: la politización Lacan se refirió a la clínica psicoanalítica como una práctica orientada a pasar de la impotencia a la imposibilidad (Lacan, 2012). En esta fórmula lo que aparece en el lugar donde se espera a la potencia (la posibilidad de que haya posibilidades) tiene que ver con encontrar un forma de hacer con lo imposible constitutivo de la vida de cada sujeto, con aquello que no encaja, eso que no puede desaparecer definitivamente (para el psicoanálisis, el goce). Por eso el psicoanálisis, aunque alivie, no cura, si entendemos por curar solucionar un problema erradicando sus causas profundas, precisamente porque en el origen de los malestares siempre hay un imposible, algo incurable. Pero sí puede facilitar que el sujeto se maneje mejor con ello (con menos sufrimiento e impotencia) inventando una fórmula personal e intransferible que no puede ser una receta escrita por o para otros. Así, la impotencia es desplazada por un saber hacer en la práctica con lo imposible, sin cancelarlo o taparlo bajo ninguna solución final (p. ej.: mediante una pastilla que restituya definitivamente el equilibrio perdido). ¿Qué significaría pasar de la impotencia a la imposibilidad en la política? Podría tratarse de desplazar la impotencia hacia la construcción de un modo de hacer que permita manejarnos mejor con lo incurable de la vida en común. La cuestión clave en este punto sería clarificar que entendemos por mejor. Recurrimos también la clínica para pensar esta cuestión a partir de dos ideas. La primera. El papel del/a psicoanalista no pasa por enseñar o imponer la solución que considera a priori mejor para el/la analizante porque precisamente la mejor solución es la que este/a es capaz de construir haciéndose responsable de ella y con ella. En política, podríamos considerar que la mejor solución sería aquella que potenciara la posibilidad de construir colectivamente buenas soluciones, es decir, la que abriera la posibilidad de construir en común otras formas de vivir juntos haciéndonos más capaces de manejarnos expresión de algún fundamento último trascendental ya sea divino, histórico, biológico o cualquier otro. Esta aproximación a lo simbólico, imaginario y real, que aquí se presenta ha sido extremadamente simplificada para facilitar un primer acercamiento a estos conceptos a quien no los conozca. Puede consultarse también Evans (2007).

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con la ausencia de una solución definitiva, más capaces de inventar soluciones inacabadas e inacabables. La mejor política aspiraría entonces a ¡hacer posible que siga habiendo política! La segunda. Unos años antes de la formulación del paso de la impotencia a la imposibilidad, Lacan pensaba el psicoanálisis como un proceso en el que el sujeto aprende algo sobre el funcionamiento de su deseo. Y lo que aprende no es tanto cuál es la meta de su deseo, sino más bien qué es lo que lo moviliza, qué es lo que lo provoca y causa (la meta de terminar la carrera de educación social no es lo mismo que la causa de ser educador). A partir de ello el sujeto puede construir una manera de hacer que esté a la altura de la causa de su deseo. Esta manera estaría anclada de manera realista y singular en las condiciones particulares y concretas del deseo de ese sujeto; pero también suponen una apuesta por construir y sostener nuevas posibilidades, ya que reconocer la propia causa del deseo no proporciona inmediatamente una solución, una fórmula o un programa sobre cómo ser consecuente con ella, sobre cuál debe ser su meta. Y por eso para que el sujeto pueda perseverar en su deseo (sorteando la impotencia) debe ser capaz de sostener la imposibilidad de encontrar una meta que lo apacigüe definitivamente. En relación a la política esta cuestión resulta clave para evitar una lectura relativista de la producción de posibilidades (como si cualquier nueva posibilidad fuera igualmente conveniente). El valor político de las posibilidades no está únicamente en su novedad, sino también en la causa y las consecuencias concretas que esa novedad instituye. Y ellas nos remiten inevitablemente a lo colectivo: a la capacidad de una causa de movilizar y alimentar un proceso político colectivo; y a la puesta en juego de una mejor posibilidad sobre la vida en común (es decir, referida a lo de todos, no a lo de unos pocos). Esta apertura de la posibilidad de la política a partir del reconocimiento y la vinculación subjetiva a una causa podríamos denominarla, en el vocabulario de la política, como politización. Nos pone en la senda de lo real en la medida en la que implica atender a lo imposible en las coordenadas de la situación dominante (aquello que no es esperable, codificable y gobernable por ella, lo que no puede ocurrir, lo que “no cesa de no escribirse” (Lacan, 1975). No se trata de la mera apertura de cualquier posibilidad, sino de una posibilidad en relación a una causa para la que no tenemos un saber que nos instruya definitivamente sobre el modo concreto de llevarla a la práctica.2 Aclaremos esta noción de politización. Una causa para la política funciona como enunciación sin enunciado, un mandato para el que no hay una respuesta necesaria, un contenido concreto prefijado que deba realizarse obligatoriamente. Es conveniente apartarse de una lectura superyoica de esta cuestión, es decir, de la asunción de una posición de deuda continua hacia una instancia normativa como si esta supiera cuál es esa solución a aplicar, la más adecuada. Para ello conviene abandonar toda lectura técnica de la política, toda pretensión de entender esta como la solución correcta a un problema definido de antemano (una buena solución final que ya estaría escrita en algún lugar que tenemos que encontrar). No hay un lugar, un Otro, que sepa cuál es la buena solución, no hay una satisfacción total o definitiva de una causa política. La política supone atravesar con coraje esta ausencia radical de garantías mediante un gesto de subjetivación, una toma de postura en situación que Inventar alguna manera de hacer con lo imposible no puede ser el resultado de aplicar un saber, al contrario, es la consecuencia de su fallo. La política, en fuga o sustracción del saber, se levanta en una situación singular a partir del fracaso de este para dar sentido o enfrentar esa situación. Y ahí donde el saber tropieza la política puede comenzar. Por eso para que haya política, hay que atravesar la experiencia de la inconsistencia del saber. Esto no significa que no haya saberes implicados en el política, pero estos se producen, se implican, en ella como novedad situada (aunque se componga también con los retazos de lo que ya estaba antes). 2

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permita sostener y hacer viable esa práctica política concreta. Tal y como decíamos en la introducción, no se trata de preguntarse qué espera ese Otro, dueño del mandato que causa y moviliza la política, sino cómo está en nuestra mano sostener esa causa construyendo sus consecuencias en la práctica. Por eso podemos entender la politización como la subjetivación que emerge en el punto de (des)encuentro entre una causa y la apertura de su despliegue en una práctica política concreta. El sujeto de la política es entonces un resultado (de la politización y de la propia práctica política) que ocurre cuando aceptamos hacernos cargo de su causa. No debemos de olvidar que esto sucede en un contexto colectivo, con otros y en relación a la vida en común. Por eso no cualquier subjetivación podría considerarse como politización, solo aquellas en las que estaría en juego un conflicto sobre la vida en común y los modos colectivos de enfrentarlo. Politización, en definitiva, supondría abrir la posibilidad de hacer subjetiva una transformación del escenario de las posibilidades dadas (pasar de la impotencia ante lo que hay para hacerse cargo de la posibilidad de que ello no sea destino); problematizando la situación establecida señalando su contingencia, su carácter no obvio ni dado para siempre; poniendo en juego una causa que, en tanto que referida a los modos de vida en común, es compartida y puesta en acto junto con otros. Aunque esta dimensión colectiva es una condición de la política sabemos también cómo lo colectivo puede funcionar empujando para clausurar la subjetivación (¡y la politización!) bajo el manto de algún ideal de completud o de identificaciones que se solidifican como identidades cerradas que prometen una consistencia definitiva. Atendemos a esta paradoja (no hay politización sin colectivo, pero lo colectivo puede bloquear la politización) en el siguiente apartado.

Identificación sin clausura: la causa y el síntoma Las lecturas del psicoanálisis sobre lo colectivo no se reducen a la inevitabilidad de que se convierta en masa, a que las identificaciones y los ideales clausuren la singularidad y la diferencia llevándonos sin remedio al desastre totalitario. Incluso en la propia “Psicología de las masas y análisis del yo” Freud (1992) deja abierta la posibilidad de que los colectivos funcionen de otra manera. Lacan también nos habla de un lógica de lo colectivo desde los primeros años de su enseñanza (Lacan, 2006). Por no hablar también de sus reflexiones sobre la constitución de su escuela como colectivo atento a los riesgos de las identificaciones. Es decir, hay en el psicoanálisis elementos suficientes para pensar en la posibilidad de un colectivo que no funcione como masa, y, por tanto, en una política advertida de sus derivas totalizantes o totalitarias. Este objetivo no es ajeno a la propia política. Desde ella se ha criticado con frecuencia lo que podemos denominar como una “política identitaria” que recurre a la formación de un nosotros cerrado y homogéneo como fundamento y destino de su práctica. La política identitaria puede desplegarse no solo en nombre de una identidad (racial, nacional, sexual, de clase, u otras...). Hay también política identitaria sin grandes nombres identitarios, cuando la propia posición se vuelve sobre sí misma y se solidifica de modo que las prácticas se convierten en una reverberación autorreferencial que solo puede ofrecer un lugar confortable para la satisfacción narcisista mediante la delimitación de la propia posición. No hay posibilidad alguna de cuestionamiento del propio lugar de enunciación, ni apertura alguna a lo real, ni vinculación con los otros. 5

La política identitaria ha supuesto también con frecuencia entender la propia posición como la del “alma bella” que separa y distingue las malas estructuras exteriores de la propia posición, inherentemente buena sino fuera por esas condiciones estructurales externas. La transformación de esta situación pasaría exclusivamente por la liberación de las constricciones externas mediante la expresión de la propia (buena) naturaleza y por la desaparición del orden exterior opresor. Desde esta lectura, no hay complicidad subjetiva con las relaciones de poder, por tanto, no hay política como transformación subjetiva; ni procesos políticos que construir o inventar, simplemente se trata de expresar lo que uno ya es frente al poder externo que nos niega nuestro ser auténtico. Ciertamente conocemos los efectos de las identificaciones fuertes. Los buenos, en cuanto a su capacidad para proponer una cierta consistencia vital cuando las formas estabilizadas de lo social necesarias para la vida en común se desvanecen en el aire (desde las instituciones del Estado de Bienestar, hasta las costumbres que nos procuraban una cierta orientación para nuestras acciones) o su carácter motivador para poder sostener el tiempo luchas políticas que merezcan la pena. Y los malos, que finalmente terminan por cancelar la propia posibilidad de la política al ofrecernos una consistencia y estabilidad subjetiva imaginaria (que paradójicamente puede hacernos más incapaces de manejarnos con lo imposible constitutivo de la vida común). Pero también podemos observar cómo la política no es ajena a las desidentificaciones mediante las que podemos experimentar la singularidad y la división subjetiva que habita y hace posible el vínculo con otros. La subjetivación política, la politización, implica también desubjetivación, un cierto descoloque cuando intentamos coger el timón. Esta paradoja ocurre, a veces, cuando hacemos política en nombre de algo que queremos dejar de ser (o serlo de otra manera). Nos movilizamos para perseverar, construir o defender nuestro modo de ser a la vez que nos desidentificamos y decimos “no soy eso” (una mujer que se tenga que quedar en su casa todo el tiempo trabajando para su marido o un empleado que tenga que plegarse siempre a la voluntad del empleador para mantener su empleo a toda costa, por ejemplo). Y precisamente en este punto podemos poner en diálogo al psicoanálisis y la dimensión colectiva de la política. La clínica psicoanalítica propone modos de identificación que, lejos de cancelar lo real, implican hacerse cargo de ello. Así Lacan se refirió, por ejemplo, a las identificaciones con la causa del deseo y con el síntoma ¿No cabría la posibilidad de pensar en las identificaciones colectivas desde una perspectiva no identitaria y no idealista similar? Tal y como hemos visto podríamos pensar en un colectivo constituido y movilizado por la identificación compartida por sus miembros a una causa (de deseo) común. Este colectivo podría vincularse y mantener cierta cohesión a partir de una condición, la del deseo, que, pasando por la apertura al otro (a lo otro imposible de conocer que causa el deseo, y a los otros concretos con los que el deseo se compone) no puede clausurarse definitivamente. No desarrollamos más esta cuestión, lo dicho en el apartado anterior es suficiente para mostrar aquí la posibilidad de un colectivo conformado a partir de la identificación con una causa. Pero también podemos pensar en la posibilidad de una identificación con el síntoma entendido en clave social-colectiva tal y como nos propone, por ejemplo, Slavoj Žižek (2001). Žižek relaciona la noción de “la parte sin parte” del filósofo Jacques Rancière con el síntoma con el que podemos identificarnos. Veamos esta cuestión con detalle. Para Rancière:

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“la política es en primer lugar el conflicto acerca de la existencia de un escenario común, la existencia y la calidad de quienes están presentes en él[...]rompe la configuración sensible donde se definen las partes y sus partes o su ausencia por un supuesto que por definición no tiene lugar en ella: la de una parte de los que no tienen parte. Esta ruptura se manifiesta por una serie de actos que vuelven a representar el espacio donde se definían las partes, sus partes y las ausencias de partes[...] La actividad política es siempre un modo de manifestación que deshace las divisiones sensibles del orden policial mediante la puesta en acto de un supuesto que por principio le es heterogéneo, el de una parte de los que no tienen parte, la que, en última instancia, manifiesta en sí misma la pura contingencia del orden” (Rancière, 1996, 41 y 45). Aquí “la parte sin parte” funciona como un lugar vacío que permite encarnar en una batalla política singular una transformación política general del escenario común. Esa parte que no cuenta para el orden dominante como parte legítima y que puede aparecer para él como una disfunción particular, un mal funcionamiento excepcional, señala, en realidad, la verdad del funcionamiento (injusto) del sistema social en su conjunto. Igual que el síntoma, que muestra la verdad del funcionamiento del sujeto aunque aparezca desde la perspectiva médica dominante como una disfunción “anormal”. Pensemos, por ejemplo, en la situación de los inmigrantes sin papeles de residencia en Europa. Lejos de representar una anormalidad, ¿no muestran el verdadero modo de funcionamiento de las democracias occidentales que se sostienen en la exclusión y la explotación de las personas y países del sur? Pues bien, para Rancière, la política pasa precisamente por hacer con y desde el lugar de la “parte que no tiene parte” para enfrentar la transformación del todo mostrando su carácter ilegítimo y su contingencia a partir de su síntoma. Podríamos decir, en identificarse con el “la parte que no tiene parte” como síntoma. Es importante remarcar que este lugar no es un lugar ya dado en la estructura social. La “parte que no tiene parte” se constituye en la propia práctica política, como un producto de ella que permite sostener un p roceso de subjetivación política.3 Lejos de cualquier lectura identitaria, Rancière considera que “toda subjetivación es una desidentificación, el arrancamiento a la naturalidad de un lugar, la apertura de un espacio de sujeto donde cualquiera puede contarse porque es el espacio de una cuenta de los incontados” (Rancière, 1996, 53). Por ello el lugar de “la parte sin parte” nunca podrá ser definitivamente ocupado por ningún colectivo empírico dado de antemano. Para Rancière la subjetivación sin garantías, la desidentificación, y el cuestionamiento de la posibilidad de una armonía social definitiva son constitutivas de la política. Podríamos decir, utilizando el vocabulario del psicoanálisis, que lo real imposible habita en el corazón de su propuesta: hay identificación sin clausura; causa sin meta final; y subjetividad dividida como condición retroactiva de la práctica política. Lejos de proponer paralelismos fáciles con el psicoanálisis hemos tratado de mostrar cómo sí podemos encontrar en la política modos de identificación que no cancelan lo real y que alientan una toma de postura que se hace cargo de nuestra imposibilidad constitutiva. Es posible pensar en un colectivo que se constituya a partir de la identificación común con una Rancière entiende por subjetivación: “la producción de una instancia y una capacidad de enunciación que no eran identificables en un campo de experiencia dado” (Rancière, 1996, 52). Definición que sin duda puede relacionarse con la concepción de subjetivación del psicoanálisis. 3

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causa y un lugar sintomático en lo social. Ambas identificaciones movilizan y abren la posibilidad, por tanto, de una política de lo real.

Lo universal no todo, la política inacabada Lo colectivo no está únicamente presente en la política como el medio en el que se desarrollan sus prácticas o como cualidad de sus actores y procesos. La política se caracteriza también porque su destino y sus fines, son también colectivos (se aspira a modificar la vida en común). Desde nuestra perspectiva no hay algo así como una política para uno mismo, ni tan siquiera para un grupo particular. Incluso si pudiéramos contemplar la posibilidad de una política únicamente dirigida a un grupo particular, en ella también reconoceríamos una dimensión que va más allá de su particularidad. Realizamos determinada reivindicación para nuestro grupo de pertenencia, por ejemplo, pero ello siempre ocurre de acuerdo a alguna noción legitimidad general (por ejemplo, reclamamos nuestra autodeterminación como pueblo particular en la media en la que consideramos un principio universal legítimo que cualquier pueblo tenga acceso a ese derecho). Esta noción de política es incompatible con aquellas que la consideran como un mero conflicto de intereses particulares entre grupos ya dados de antemano. Al contrario, es el propio conflicto político el que crea sus actores y grupos, y el que hace y deshace el mundo común, colectivo, que comparten. Si hay política es precisamente porque está en juego la posibilidad de transformar este mundo común que nos vincula a todos. Es en este sentido en el que podemos decir que lo universal es constitutivo de la política. Pero no podemos obviar que se trata de un concepto controvertido y discutido (y no solamente por el psicoanálisis). Lo universal se ha cuestionado desde muy diferentes perspectivas. Desde la teoría, discutiendo la noción clásica de universal al criticar la posibilidad de formar una totalidad mediante un juicio o una ley que enuncie una propiedad asignada a unos elementos (“todos los hombres son mortales”).4 Desde la política, señalando cómo al constituirse como proyección de una posición particular muy concreta y nada universal (masculina, blanca, occidental, heterosexual...) se ha utilizado como ideal vehículo de dominio y exclusión. Lo universal ha sido problematizado también desde el psicoanálisis a partir de su atención en la clínica a lo singular, al “uno por uno” que impide afrontar el sufrimiento de cada sujeto aplicando una regla o una solución general para todos. Las críticas a lo universal también se han formalizado teóricamente especialmente a partir de las fórmulas de la sexuación propuestas por Lacan.5 En ellas se vincula la posición masculina a la posibilidad de constituir un conjunto universal cerrado mediante la exclusión de una excepción, y la femenina a la imposibilidad de completar lo universal como un Todo. Nos detenemos brevemente en ellas para presentar después algunas implicaciones para la política. Por ejemplo, mediante la célebre paradoja de Russell que muestra la imposibilidad de formar un conjunto cerrado enunciando un predicado o propiedad de sus elementos. Podemos pensar en esta imposibilidad a partir del predicado: conjunto de conjuntos que no se incluyan a sí mismos. Nos encontraríamos con una paradoja: si este conjunto no se incluyera a sí mismo ¡formaría parte de sí mismo! (es decir, del conjunto de conjuntos que no se contienen a sí mismos); pero si formara parte de sí mismo no podría ser un elemento de ese conjunto. Para una aproximación más elaborada, y compleja, a esta paradoja y su relación con lo universal y la posiciones masculina y femenina, formalizadas por Lacan, puede consultarse: Copjec (2006) y Miller (2010). Sobre las críticas al universalismo y sus implicaciones políticas en relación a la identidad, la diferencia y la igualdad merece la pena consultar: Badiou (2006). 5 Para una introducción clara, completa y rigurosa a estas fórmulas: Cevasco (2011). 4

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El universal, al modo masculino, se constituye, podríamos decir, haciendo trampa. Mediante una impostura se sitúa una excepción fuera del conjunto, para así conformar un límite exterior que permita cerrarlo. Evidentemente ese universal es incompleto porque no todos los elementos están dentro del conjunto (hay al menos uno, la excepción que permite cerrarlo, que no forma parte de él). En política abundan los ejemplos de constitución de universales incompletos de este modo. Pensemos, por ejemplo, en la condición universal de ciudadanía que reconoce derechos a todos los ciudadanos, eso sí, situando como excepción a quienes no se considera como ciudadanos (por ejemplo, los no nacidos en un determinado territorio). La posición femenina no se desplaza al supuesto polo contrario: una posición meramente particularista o nominalista (no hay nada más que particularidades, no hay conjuntos de ningún tipo, etc.) que sería igualmente idealista y finalmente totalizante. Hay también en ella un empuje universalizante, sí, ya que no hay ningún elemento que escape a la función o propiedad con la que intentamos formar un conjunto (en el caso de la sexuación, no existe ningún elemento que no tenga que ver con, es lo de menos, la “función fálica”). Pero este empuje no logra conformar un límite para cerrar ese conjunto. Por eso se habla, no de incompletud (como en el caso masculino) sino de inconsistencia. Podemos ir elemento a elemento confirmando su pertenencia al conjunto, pero no logramos cerrar con esa regla general el conjunto completo dentro del que situar todos los elementos. Ese no-conjunto que no llega a formarse no es, por tanto, un todo, de ahí que se nombre esta posición como: notoda. Está posición es realmente interesante para la política. Y es que en la política nos encontramos con un conflicto inerradicable: no podemos establecer a priori un juicio universal o una descripción total del mundo, pero, sin embargo, en su práctica, sostenemos y ponemos en juego una transformación que se orienta a lo de todos, una posibilidad que apunta a algo más que a satisfacer una mera reivindicación particular. Nos encontramos entonces ante una encrucijada: ¿es posible mantener una crítica sobre los juicios, leyes y descripciones universales y sostener, a la vez, una política universalista? Nuestra respuesta es que sí, aunque para ello debamos abandonar toda lectura idealista y totalizante de los universales. Ello es posible si sacamos algunas consecuencias de lo que supone la posición femenina, notoda, para Lacan. Se trataría de no de aspirar a definir un Todo de antemano, sino más bien de reconocer y poner en juego en cada situación singular lo universal implícito en ella (considerando esa singularidad como un ejemplo, situado y concreto, de algo más que ella misma). ¿Puede haber en las prácticas políticas concretas algo que desborde su mera particularidad y nos remita a una condición universal? Pensemos, por ejemplo, en la propia noción sintomática de la “parte sin parte” que hemos comentado anteriormente 6 o en la dignidad humana que porta cada sujeto concreto. Aunque esta condición no nos permita hacer un listado (un conjunto) completo de todas sus cualidades, ni nos remita a una propiedad esencial o una sustancia positiva definitoria de lo específicamente humano, sí podemos encontrar en ella algo universalizable que funciona a la vez como límite para toda universalidad: una Žižek vincula esta lectura sintomática con la posibilidad de lo universal: “El procedimiento de identificación con el síntoma es precisamente el reverso exacto y necesario de la crítica convencional de la ideología, que reconoce un contenido particular detrás de alguna noción universal abstracta, es decir, denuncia como falsa la universalidad neutral (el "hombre" de los derechos humanos es en realidad el varón blanco propietario...): uno afirma patéticamente (y se identifica con) el punto de exclusión /excepción intrínseco, con lo abyecto [la parte sin parte] del orden positivo concreto como el único punto de verdadera universalidad” (Žižek, 2001, 243244). 6

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imposibilidad, lo real, que no logra convertirse en un fundamento positivo sino solo en una necesidad sin contenido concreto que obliga a la apertura contingente de nuestras prácticas.7 Con ello podemos entender lo universal como posibilidad abierta y en juego, pero siempre inacabada. Aunque no podamos hacer un conjunto de todos los derechos que garantizarían nuestra humanidad, sí podemos, en cada situación singular, ir conformando una serie inacabada, notoda, de prácticas en nombre de esta condición universalizable. Podemos pensar como ejemplo y propuesta en la igualdad de manera similar a como la concibe Rancière (1996, 2011). No se trata ni de un ideal a alcanzar, ni tampoco de un listado de derechos o prácticas concretas que pueda elaborarse a priori. Sino de considerarla como una causa, que está ya presente, pero que no es capaz de gobernar todas sus consecuencias de acuerdo a un guión prefijado de medidas igualitarias a llevar a cabo. Desarrollamos esta cuestión con más detalle. Encontramos una condición de la igualdad en la ausencia de un programa único para la vida en común que nos obliga al despliegue de nuestras capacidades para construir soluciones inacabadas. En esta condición existencial podemos constatar nuestra finitud pero también la apertura de una posibilidad/capacidad para poder hacer con ello, tal y como hemos venido señalando. A partir de esta doble condición existencial (finita y capaz) nos declaramos como iguales en relación a la política: cualquiera puede ser capaz de ella (de hacer con lo imposible sosteniendo una causa común y de hacerse cargo junto con otros de sus consecuencias). No se trata de describir una situación de hecho, de una observación sociológica o antropológica, sino de afirmar una hipótesis y verificar sus efectos. Podemos considerar así la igualdad (de capacidades para la política) como causa, presupuesto y motor de nuestras prácticas políticas. Entenderla como una causa supone partir de su declaración afirmativa, como un presupuesto, para a partir de ella comprometernos con la construcción de sus consecuencias en la práctica: ¿tal o cual situación nos reconoce como iguales?, ¿nos permite desplegar nuestras capacidades políticas?, ¿favorece un mejor escenario de condiciones materiales para poder hacerlo?, etc. Esta noción de igualdad remite a la afirmación de una condición universalizable, que se declara como posibilidad a confirmar en la práctica (la capacidad para la política); aunque este universal no puede cerrarse como un Todo. Es en la propia práctica y en las situaciones singulares, una a una, en la que la igualdad debe ser actualizada. Se produce aquí un cortocircuito entre lo singular y lo universal (lo universal es ejemplificado en una situación concreta) que es constitutivo de la mejor política. Y con él un modo “femenino” de hacer con lo universal y con lo real que impide su totalización. No hay un Todo de la igualdad, pero sin él tampoco estamos abocados a la homogenización totalizante como meras individualidades particulares.8 Una política menos imaginaria, más real Hoy se habla de desafección y de rechazo a lo que la política de los partidos nos ofrece. Pero el afecto que nos merece la mayor atención no es tanto el de la desafección (¿cómo no Por ejemplo, podríamos afirmar que la identidad propia de lo humano es precisamente no poseer una identidad propia. 8 Esta homogenización desigualitaria funciona en nuestros días del mismo como ocurre, por ejemplo, en los concursos televisivos de cantantes. En ellos, mediante el llamamiento a la individualidad más auténtica y particular por parte de los profesores, jurados, entrenadores personales,... que evalúan y moldean a los concursantes para que, siendo “ellos mismos”, terminen cantando todos del mismo modo, aquel que sigue los cánones de la industria musical. Es decir, se trata de elegir “libremente”, apelando a nuestra individualidad, aquello a lo que estamos obligados. 7

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sentirte desafectado con la política de los partidos y las instituciones en Europa y en España especialmente?), sino el de la impotencia, la percepción de que no es posible hacer ni cambiar nada, que las cartas están marcadas y que siempre tomaremos de la baraja las que otros han elegido de antemano por nosotros. Observamos diferentes maneras de responder a esta impotencia subjetiva: la retirada cínica de la política (sé que las cosas no funcionan bien pero, para salvaguardar mi posición, no voy a comprometerme), la postura relativista-nihilista (todas las posibilidades son lo mismo) o la confianza en algún tipo de solución total (refugiándose en alguna identificación nacional, racial, religiosa... que prometa una recuperación de la plenitud perdida y/o añorando alguna forma totalitaria que podría traernos un nuevo escenario de paz y armonía). En este escenario, ¿es posible pensar algún tipo de política emancipatoria?, ¿una política que modifique realmente las condiciones de lo posible, que pueda abrir nuevas posibilidades para una mejor vida en común?, ¿no nos queda más que aceptar que el orden hegemónico en nuestro contexto más cercano, el mercado y las elecciones, es el mejor/único de los posibles?, ¿cómo pensar una política que no vuelva a las viejas ilusiones de inmediatez y a los totalitarismos, pero que nos permita ir más allá de la totalización del escepticismo cínico, el relativismo o la impotencia? El psicoanálisis, y junto con él otras perspectivas no idealistas, nos ha invitado a reconocer que en las relaciones sociales hay algo que no encaja, algo para lo que no hay solución final alguna. Es imposible encontrar una regla, una fórmula o una receta definitiva que nos oriente sobre la mejor manera de vivir en común. No podemos encontrar un modelo político y social que garantice una armonía final. Tampoco podemos considerar que en la historia haya una lógica, un sentido último o unas leyes que puedan funcionar como un fundamento que debería expresarse, liberarse o desvelarse para alcanzar la emancipación. Hemos tratado de mostrar cómo una política que tenga en cuenta esta imposibilidad puede evitar la impotencia o el cinismo sin caer en los brazos de las totalizaciones o la ingenuidades imaginarias sobre una sociedad completamente reconciliada (con sus correlatos subjetivos: el “alma bella” que va enfrentarse naturalmente al poder o que va a ver liberadas todas sus buenas potencialidades cuando este desparezca, o el individuo liberal atomizado y desvinculado del mundo que elige racionalmente lo que mejor le conviene). Para pensar esta política menos imaginaria y más real hemos propuesto un trayecto con tres paradas que nos han permitido definir nuestra concepción de la política. La primera. La práctica política tiene como condición una toma de postura subjetiva que hemos denominado como politización. La politización implica poner alcance de la mano la producción de posibilidades para que el mundo no se convierta en destino, y ello pasa por sostener con otros una causa compartida que se orienta a una trasformación de la vida en común. La segunda. La política se produce, y produce, (en) colectivo. Podemos aceptar el papel movilizador de las identificaciones que movilizan lo colectivo sin que entrar en su juego implique necesariamente una clausura de lo real y de la política mediante alguna forma identitaria. La política de lo real no es incompatible con las identificaciones colectivas. Hemos planteado esta posibilidad en relación a la identificación compartida con una causa o con el lugar de “la parte sin parte” en tanto que síntoma de lo social. Ambos modos de identificación pasan por aceptar la imposibilidad de sutura definitiva de lo social que habita

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en la propia práctica política y, a la vez, por no renunciar a construir con otros las consecuencias de ello. La tercera. La política hace y deshace la vida en común. No hay política que sea únicamente una práctica particular. Se despliega con una vocación universal a partir de una situación singular. Un universal singular y notodo es condición necesaria para una política de lo real. Hemos propuesto la igualdad como ejemplo de una causa que apunta a un universal de este tipo. No solo en la clínica psicoanalítica, también puede ocurrir en la política. En ella podemos pasar, a veces, de la impotencia a la imposibilidad sosteniendo una causa que nos compromete con lo de todos, inventando soluciones inacabadas e inacabables. Es un reconocimiento y una invitación. Podemos pasar de una política imaginaria, en la que pueden darse la mano idealizaciones totalizantes y concepciones ingenuas sobre la subjetividad y el mundo, a lo que hemos denominado como una política de lo real, en la que saber algo de las (malas) noticias sobre lo imposible no implica renunciar a la emancipación, también como proceso colectivo. No hay garantías, es un reto. Bibliografía Badiou, Alain (2006). La potencia de lo abierto: universalismo, diferencia e igualdad. En Archipiélago, 73-74, pp.21-34 Cevasco, Rithée. (2011). La discordancia de los sexos. Barcelona: P&S Copjec, Joan (2006). Imaginemos que la mujer no existe. Ética y sublimación. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica. Evans, Dylan (2007). Diccionario introductorio de psicoanálisis lacaniano. Buenos Aires: Paidós. Freud, Sigmund. (1992). Psicología de las masas y análisis del yo. En Freud, S. Obras completas de Sigmund Freud, volumen XVIII. Buenos Aires y Madrid: Amorrortu, 63-136. Lacan, Jacques (2012).... o peor. En J. Lacan. Otros escritos. Paidós: Buenos Aires, pp. 573578. Lacan, Jacques (1975). El seminario de Jacques Lacan, libro 20, Aún. Buenos Aires: Paidós Lacan, Jacques (2006). El tiempo lógico y el aserto de certidumbre anticipada. Un nuevo sofisma. En Lacan, Jacques. Escritos. RBA: Barcelona, pp. 187-203 Miller, Jacques-Alain (2010). Extimidad. Paidós: Buenos Aires Rancière, Jacques (1996). El desacuerdo. Política y Filosofía. Buenos Aires, Nueva Visión. Rancière, Jacques. (2011). El tiempo de la igualdad. Barcelona: Herder. Žižek, Slavoj (2001). El espinoso sujeto. El centro ausente de la ontología política. Buenos Aires: Paidós Zupančič, Alenka (2011). Ética de lo real. Kant, Lacan. Buenos Aires: Prometeo.

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