Una ocasion de sol. Luz, tiempo y signos en el imaginario de Aníbal Nuñez

July 17, 2017 | Autor: Isabel González Gil | Categoría: Literatura española, Poesía, Literatura Comparada
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Descripción

Una ocasión de sol. Luz, tiempo y signos en el imaginario de Aníbal Núñez Isabel González Gil [email protected] RESUMEN: El presente artículo trata de la morfología de la luz y su relación con los aspectos cualitativos del tiempo en el imaginario del poeta salmantino. En primer lugar, se analiza la configuración de los estratos temporales, sus referentes, signos y correlatos textuales en el contexto de la fractura del tiempo lineal en la urbe moderna. A continuación, se estudian las apariciones más significativas de la imagen de la luz, su excepcionalidad y los efectos en una temporalidad no cronométrica, para perfilarse por último la idea de “ocasión” en Núñez como tiempo imposible de apertura y encuentro. PALABRAS CLAVE: NÚÑEZ, LUZ, TIEMPO, KAIRÓS, IMAGINARIO

“Las imágenes más bellas son focos de ambivalencia”, escribió Gaston Bachelard (Durand 2005: 39). Ancestral y polisémica, la simbología de la luz se halla en la médula del imaginario del poeta salmantino Aníbal Núñez, de cuya muerte en marzo de 1987 se cumplen ahora los 25 años. “Aníbal fue luz” recalcó su amigo y coetáneo Francisco Castaño, y la luz ocupó una encrucijada esencial en su poética y en su obra, fruto de una sensorialidad marcadamente ocular y diurna. En este artículo analizamos el motivo de la luz en relación con los aspectos cualitativos del tiempo en oposición a la vivencia ordinaria de la temporalidad en la urbe moderna. El imaginario temporal de la poesía de Núñez está encuadrado en el cronotopo de la capital de provincias moderna y las tensiones y contradicciones que en ella se producían. En Salamanca, ciudad de nacimiento y residencia del poeta, durante el tardofranquismo y posteriormente los años de la Transición, por una parte, los horarios y ritmos vitales de la pequeña burguesía eran dispuestos por el convencionalismo social y sus obligaciones relativas a la familia, al trabajo y a la religión. Por otra parte, en Salamanca se dejaban sentir ya los efectos a gran escala de una civilización orientada al progreso y la actualidad que buscaba cortar sus lazos con el pasado y reinterpretarse, abandonando los modos de vida tradicionales y reemplazándolos progresivamente por la industria, las nuevas tecnologías, el consumo y la fiebre inmobiliaria. Como señaló Fernando R. de la Flor:

en el poeta nunca se observa aquella celebrada bienvenida que la élite intelectual diera a la nueva riqueza social y a la variedad misma de los objetos de mundo que comparecían después del lock-out franquista de los 40 años (R. de la Flor 2007: 218).

Su experiencia temporal estuvo amparada por una triple disidencia: hacia el presente de la Industria, la actualidad; el futuro como tiempo burgués por excelencia de los compromisos y los afanes; y el pasado como hilo temporal cuya trama –la memoria- empaña la pura y gozosa contemplación creando sucedáneos. Este triple rechazo halla su anclaje en una discrepancia de base respecto de la forma moderna del tiempo -el Progreso-, y del Tiempo como entidad simbólica cuyas consecuencias nefastas para las aspiraciones y sueños del poeta irán apareciendo en su trayectoria. Este rechazo, sin embargo, no debemos extrapolarlo al tiempo vital, cósmico, de su paso y efectos, ya que los ciclos naturales y su poder destructivo inherente, condición para la regeneración, son asumidos y ensalzados 1, sino del tiempo humano o psicológico y de la historia2. A la experiencia negativa de los tres momentos temporales se contrapone en la obra de Aníbal Núñez una vivencia diferente de los tres tiempos: del pasado o los pasados míticos o tradicionales como asiento de la continuidad y el “Ágape” entre hombre, Naturaleza y objetos truncado en la ciudad, del presente contemplativo y del futuro del acontecimiento y la belleza de lo truncado. Los horarios del afán Uno de los rasgos más evidentes en un primer acercamiento a la vivencia de Núñez del tiempo es la resistencia frente a la cronometría, que participa de su desasimiento lúcido de todo lo medido y ordenado, como red sustitutoria de lo real. “El tiempo sí es del hombre” (Núñez 1995: 309) dirá en el poema “Elogio del azar”, de Cuarzo. Los hombres se han impuesto a sí mismos el tiempo de los afanes y las obligaciones, la vida concebida como sucesión de acontecimientos 1

Como el rescoldo del hogar, “decidido/ a morir en olor de vida […] dispuesto/ alegremente a ser ceniza” (Núñez 1995: 173) o el agua pudriéndose “de la putrefacción sale la vida” (Núñez 1995: 258). 2 Para una aproximación filosófica a la distinción entre el tiempo psicológico y el tiempo cósmico o “real” véase: The ending of Time-Thirteen dialogues between J. Krishnamurti and David Bohm.

de obligado cumplimiento desde la cuna hasta la tumba y sumisión rutinaria a la monotonía del trabajo o del estudio, la cual, como “una larga hilera de velas que ir soplando” (Núñez 1995: 29) le es puesta delante de sí al infante (alegoría del futuro medido y dispuesto de antemano que se espera que el poeta cumpla), a cambio de la protección familiar y de la vida confortable y asegurada en el seno del grupo social. Sin embargo, junto a estas expectativas se advierten ya en el poema signos de un destino diferente, hado funesto, reservado al infante: alguien le regaló una estampa rosada donde un ángel custodio velaba la alocada carrera de un infante por un puente arruinado en el abismo (Núñez 1995: 30).

En Núñez, de cuya malograda trayectoria da cuenta Fernando R. de la Flor en su artículo “La poética vital de Aníbal Núñez”, el paso de la infancia y la juventud a la madurez y sus compromisos es imaginado como el tiempo del naufragio. Como recuerda R. de la Flor: Aníbal Núñez no se relacionó laboralmente con ninguna instancia de regularidad y de amparo. Éste es el dato. Sus esfuerzos de la primera época en este campo, como en otros, fracasaron de una manera estrepitosa e incomprensible por el exceso de mutuo rechazo que en aquellos episodios se deja aún leer (R. de la Flor 2007: 228).

Resistente a quedar preso en los “horarios del afán” (Núñez 1995: 197) que en el poema acerca del cuadro de Durero, “Melancolía”, son representados por el reloj de arena y la campana que al sabio le recuerdan que continúa con el “trabajo de Babel” (Núñez 1995: 196) y que suponen la imposición del logos frente al eros, del orden sobre el ser. En la obra de Núñez vemos cómo su biografía es un recinto cerrado a la imaginación del poeta, que no puede levantar sus alas ni hacia el pasado, pues la infancia, lejos de ser un reducto paradisiaco del tiempo que rememorar, deja a menudo entrever en los textos un tiempo de encierro, de ilusión y engaño por parte de padres y profesores; ni hacia al futuro, pues el salto a la vida adulta es rehusado por su carácter ilusorio: Pues si cedes al ángel que te abre la cámara nupcial y te asesora sobre cuentas corrientes, sobre ovillos

de sueños... qué imposible que, si de vuelta a ver a los amigos, las alondras y el pan de las alondras no vuelvan la cabeza y te retiren definitivamente su saludo (Núñez 1995: 171).

Esta relación conflictiva se refleja en la ambigüedad que mantuvo respecto a las instancias de la memoria y la esperanza en su condición de vínculos con el pasado y el futuro, que irán variando en las distintas etapas de su trayectoria. Si su postura frente a la esperanza: “a la esperanza nunca seré ícaro” (Núñez 1995: 183) cohabita inexplicablemente con el anhelo depositado en el mañana perdido: “vierte más hielo/ sobre quien, aterido de esperanza,/ contempla la valla y diseña un futuro que irá desvaneciéndose” (Núñez 1995: 311); su postura respecto de la memoria es aún más ambivalente, siendo partícipe de la disyuntiva mayor acerca del conocimiento y el hecho de nombrar. Por un lado, como leemos en el poema de Primavera soluble “Mapa animado con ejemplos de lo que hubiera sido”, la memoria enturbia el presente de la pura contemplación, el retorno a la continuidad gozosa entre hombre y mundo: Si fuera pura la contemplación la calle sin memoria, los quehaceres sin referencia y ábaco sería mirar, hacer, ser hecho, respirar luz y aire. (Núñez 1995: 373).

La memoria y a la historia se presentan además como las culpables del fracaso de los sueños del poeta en el poema cuyo título paradójico “Tatuajes efímeros” resume bien las dos fuerzas contrarias que operan en él: en un extremo, el repudio experimentado hacia la memoria y la historia, a la que se achaca el fracaso de los sueños del poeta: “odio/ al estrato arqueológico, a la historia/ que imposibilitó todos mis sueños” (Núñez 1995: 234). En el otro, la fascinación por ellas. En efecto, a lo largo de toda su obra poética hay una recurrencia de las imágenes relacionadas con la memoria y con la historia que ejercen sobre él una atracción constante. Al modo de historiador de la vida o memorialista de lo mínimo y olvidado, el poeta constata aquello que queda registrado u olvidado, lo que perdura y lo que se olvida, con la pasión del coleccionista o del archivista, así como puede observarse una preeminencia de los motivos relacionados con la memoria y la perduración, tales como estelas conmemorativas, bocetos,

vestigios, grabados o álbumes de fotos. Además, como veremos a continuación, de ser muy crítico con las consecuencias de la desmemoria y la ignorancia modernas. El tiempo fragmentario Al rechazo de Núñez por todo lo medido y lo asegurado que hizo difícil la ubicación del poeta en el juego social de sus contemporáneos y sus ritmos preestablecidos se le sumará la experiencia de la discontinuidad temporal que constata el poeta en sus recorridos por la ciudad. El desapego de la cronometría va a la par de la identificación y la simpatía del poeta por otros tiempos: el tiempo cíclico de la Naturaleza, la época pre-moderna con sus tradiciones y artesanías, el pasado mítico de la Edad de oro o el reinado de Saturno y su armonía exenta de obligaciones, el edén, el idilio pastoril, el azar, el instante irrepetible. Tiempos imposibles o clausurados, arruinados, por el olvido moderno. Esta fractura temporal se pone de manifiesto principalmente en tres ámbitos: en primer lugar, se observa en el atropello y el abuso de la Naturaleza y sus ciclos, del “ciclo indefenso que del humus/ al brote va y regresa” (Núñez 1995: 115) por parte de la todopoderosa “Industria de la Profanación”. Esta temática recorre toda la obra de Aníbal Núñez y tuvo su desarrollo más importante en el poemario Naturaleza no recuperable, concebido originalmente con el título de Naturaleza póstuma (cf. Núñez 1995:83). El poeta se encuentra en sus paseos con una ciudad llena de cadáveres de los tres reinos, aguas y aires contaminados, residuos de unos ciclos naturales que los hombres menosprecian, alteran y destrozan por inconsciencia y prepotencia. El enfrentamiento entre Naturaleza e Industria lo es también entre dos temporalidades distintas: la artificial de los productos de las tecnologías y la propia de los ciclos naturales, que podemos ver irónicamente yuxtapuestas en los poemas de “Tríptico plástico”. Para comenzar, en el poema central del tríptico se muestran las imágenes de dos curiosos epitafios, el de San X, “muerto ya octogenario” y convertido en polvo, y el del “palo/ del polo de naranja que San X/ tirara aún niño”, este último exhumado sin restos de corrupción. “Milagro” -exclamará el poeta- “ha sido la prueba decisiva/ en la triunfante canonización”. La constatación del triunfo de lo artificial pese a su banalidad

intrínseca se acompaña en el poema inmediatamente posterior de una puesta en evidencia del antagonismo entre los dos ámbitos mediante la representación de una ejemplarizante contienda, en la que una culebra de agua es engañada por el simulacro de una pequeña rana de juguete a la caza y devora, como corresponde a su atávico instinto, resultando funesto para ella el “leviatán lavable resistente a los ácidos”, sin que quepa la posibilidad de alterar su mensaje genético o incluso avisar a sus compañeras, completamente inerme ante un orden ajeno que escapa a los ciclos cósmicos y a sus leyes de muerte y regeneración. En segundo lugar, la ruptura de la continuidad se observa en las consecuencias del proceso de paulatina pérdida y olvido del pasado, de sus tradiciones así como de los utensilios y artesanías que las sustentaban 3. El abandono rural y sus efectos aparece figurado en determinados personajes y en sus comportamientos, como la maestra de pueblo que no quiere saber nada de él; se muestra también en los objetos abandonados o vaciados de su utilidad, como el “cuerno cebador de pólvora” que Manuel Sánchez, “desertor del arado”, vendió junto al sobrado “por dos consumiciones con derecho/ ni a escándalo/ en la sala de fiestas” (Núñez 1995: 91); o la chimenea que sobrevive al fuego que la alimentara y a la costumbre de ir a recoger leña en otoño, pero vaciada de utilidad y sustituida por un botón que no calienta, “cuyo dedo ni distingue entre roble y encina” (Núñez 1995: 107). Como advirtió José-Miguel Ullán: en morador alerta de una ciudad y de una época, la escritura de Aníbal Núñez se empapó en un principio, para zaherirla sin contemplaciones, de toda la morralla desarrollista que, cual maná, caía de no se sabe dónde (Ullán 2007: 20).

Los ejemplos de desprecio anibaliano hacia el olvido moderno derivarán en otros poemas posteriores en una crítica frontal del progreso. Podemos ver en el poema “Madrid” de Definición de savia cómo el poeta concibe la ciudad configurada en dos estratos temporales que se ignoran mutuamente: en la superficie mora el presente, repleto de rótulos, señales, monumentos, obras, “vestigios del pasado, de otros siglos/ que dejamos estar” (Núñez 1995: 159), y bajo ella otro estrato subyacente e ignorado del transeúnte en el que perviven los restos de un pasado ancestral: herramientas y útiles primitivos de unos hombres 3

Del amor que siente Aníbal por los objetos, amor de coleccionista, dan fe varios poemas suyos, especialmente “Ágape”.

que ignoraban a su vez lo que devendría. Es en este estrato profundo donde sitúa el origen del Logos y la obtención del fuego que puso en marcha el progreso, el mal moderno: Dos hombres, dos estratos: éste tapando a aquél, amordazando el principio de toda inteligencia; aquél no iba a pensar que de la chispa iba a salir el plano del infierno (Núñez 1995: 159).

En el poema “Le fendeur de bois” de Figura en un paisaje, al cortador de leña del cuadro se le achaca el poner toda su “ciega fe” en la “cinta tricolor del Progreso”, que será la responsable de la situación del presente, de que sus nietos no puedan oler la corteza o de que su cabaña haya sido sustituida por una carretera y únicamente quede la prisa por olvidar completamente a sus antepasados. Al igual que en el texto anterior, pasado y presente se yuxtaponen como dos mundos que se desconocen recíprocamente pero donde es posible encontrar los orígenes de la fiebre destructora moderna y sus cantos de sirena. Motivos que conectan con los “ojos agua de Francia turbia, tenebrosas palabras del diablo” (Núñez 1995: 205) para los que en el poema a propósito del cuadro primitivista de Gauguin “Arearea”, pide protección a los dioses de los jóvenes tahitianos. Los signos del tiempo. Ruinas, vestigios, residuos Los reductos que escapan a la dinámica del progreso aparecen en la urbe moderna rotos o abandonados. Perviven como residuos, ruinas, vestigios de otros tiempos. Uno de los espacios clave en el imaginario de Núñez es el ámbito de la ruina4, las arquitecturas del pasado son uno de los lugares preferidos de ensoñación del poeta en sus paseos. Como expone Octavio Paz en El arco y la lira, la modernidad se enfrenta a la pérdida de una imagen del mundo. Antiguamente, las obras de arte y las arquitecturas expresaban una imagen del mundo:

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Estudiado por María Lucía Puppo en “De ruinas y cristales: una poética del tiempo en los textos de Aníbal Núñez”, Revista de Literatura, 2006, enero-junio, vol. LXVIII, n.o 135, págs. 199-219,

Esas obras eran un lenguaje; una visión del mundo y un puente entre el hombre y el todo que lo rodea o sostiene. Las construcciones de la técnica –fábricas, aeropuertos, plantas de energía y otros grandiosos conjuntos- son absolutamente reales pero no son presencias: son signos de la acción y no imágenes del mundo” (Paz 1994: 255).

La poesía moderna, como crítica de la modernidad (cf. Paz 1994: 359), se enfrenta a esta pérdida de la imagen del mundo. El pasado reaparece en la ciudad, subsiste, pero como signos apenas legibles. Los motivos que condensan esta experiencia del tiempo fracturado en el ámbito de la ruina son los vestigios (signos del pasado), los residuos (signos de la ruptura de los ciclos cósmicos) y los presagios (signos de un porvenir difícilmente legible, también desvanecido o roto). Las ruinas tienen más poder de fascinación, más potencia ontológica que los productos de la actualidad. Al contrario que estos y que las construcciones de la técnica, son fértiles de signos de interpretar. Pero de un signo, como bien ha observado Antonio Méndez Rubio, se espera un desplazamiento, que nos lleve a alguna parte (cf. Méndez Rubio: 59), y este viaje o acercamiento sin embargo, tanto al pasado como al porvenir se da por imposible, una porfía inexplicable que deja aterido, que, como el motivo de la barca que en el “Tríptico del Tormes” “nos cruza a la orilla del pasado imposible”. Al igual que en la visión del muro de Cuarzo, los usos del pasado están clausurados y el olvido superpuesto, el porvenir, “desvaneciéndose” (Núñez 1995: 311) o “devorado por un incendio” (Núñez 1995: 369). Los signos no pueden restituirnos el pasado, los presagios no reconstituyen el acontecimiento. El dolor que produce lo clausurado aparece representado en el poema a propósito del cuadro atribuido a Botticelli “La derelitta” (es decir, la desvalida, la desamparada) en el que una mujer se cubre el rostro con las manos delante de una puerta cerrada: […] Desventurado el que tiene las puertas clausuradas. Clausuradas están. Soñar espadas contra el bronce tenaz es u n pecado de inocencia. No hay llave ni candado que te abran paso al Reino de las Hadas (Núñez 1995: 195).

El futuro póstumo

Una de las singularidades de la concepción anibaliana del tiempo es su imaginario del porvenir. Fruto quizá de su ubicación en la intemperie, en “el margen del margen” (Rodríguez de la Flor 2007: 235), como ya vimos, el poeta tampoco comulga con el tiempo burgués por excelencia, depositario del sentido en la vida moderna: el futuro, sede del cumplimiento de nuestras esperanzas y recompensa de todos los esfuerzos y sacrificios. Concebimos al tiempo como un continuo transcurrir, un perpetuo ir hacia el futuro; si el futuro se cierra, el tiempo se detiene. Idea insoportable e intolerable, pues contiene una doble abominación: ofende nuestra sensibilidad moral al burlarse de nuestras esperanzas en la perfectibilidad de la especie, ofende nuestra razón al negar nuestras creencias acerca de la evolución y el progreso” (Paz 1994: 351).

Si los vestigios eran signos de un pasado roto simbólicamente, se apuntan en su poesía signos de un futuro igualmente difícil de leer, presagios de un acontecimiento que se anuncia, que se espera, pero que apenas es posible entrever: “Y esa manera que las nubes/ tienen hoy de agruparse. No sé, algo/ va a ocurrir. A qué santo/ esta luz excesiva” (Núñez 1995: 347). La vivencia de Núñez del porvenir viene dada por la atracción por la fatalidad, la catástrofe redentora que ponga fin al proceso de degradación de la vida dando la estocada final a lo que, muerto, se resiste aún a la muerte: a la Naturaleza póstuma, “un cadáver del que nacen trinos” (Núñez 1995: 269). Fatalidad que es sentida como una contraofensiva por la que se implora a la Naturaleza ante los ataques repetidos de la Industria: “Ya no nos queda sino/ tratar de echar raíces y en el invernadero/ sólo una maldición: «quecaigasobreellosunanevadafuneraldepolen»/ ya por el jardinero deshauciada” (Núñez 1995: 98); una “humareda final y constructiva” (Núñez 1995: 262) o simplemente un término, como en el último poema de Naturaleza no recuperable, donde se dirige a los distintos elementos naturales para que cesen su actividad, que la ciudad no merece, acabando con la petición al sol: “pon de luto la luz ya para siempre:/ apaga y vámonos…” p. 117. Insiste repetidamente en la petición, no comprendiendo el poeta la razón por la que la Naturaleza no ceja en su empeño. ¿Qué fingido presagio de cosecha, de pradera, de bosque te hace seguir, Naturaleza […]

¿Qué esperas? ¿Por ventura la fecha del milagro: repentina repoblación de trinos y de savia? No, no vendrá: no esperes. […] otros, sin par, son ornamento del cadáver que tú, terca piedad, sigues meciendo en tu regazo ciego” (Núñez 1995: 166).

La rabia subyacente al deseo se expresan en su plenitud en “Elaboración y alcance del explosivo”, en Definición de savia, donde el poeta avisa o amenaza: “Algún día/ […] le va a hacer falta/ la menor espoleta/ la mecha más cualquiera/ para explotar no en vano sino dentro/ de la alacena urbana” (Núñez 1995: 169). En otros poemas, sin embargo, existe una tensión, una zozobra entre el ansia del fin del mundo y su contrario: Reluzca una tercera luminaria resuene aquella voz. Oh, que se acabe el mundo, todo, para inexplicablemente suplicar que no, que no se acabe, que el atril cualquiera. (Núñez 1995: 278)

El final de los tiempos en la tradición grecolatina con la que Núñez entronca y su tiempo cíclico suponía el retorno de la Edad de oro, del reinado de Saturno. Aníbal, como el sabio del cuadro de Durero de su poema “Melancolía” espera que descienda del cielo la abolición de la Geometría, acontecimiento al que en el poema posterior, “Anunciación”, de Clave de los tres reinos se referirá como la “buena nueva”. Es el anhelado retorno del pasado, ya que lo que se desea no es regresar sino que el tiempo mítico advenga, reaparezca al final del ciclo. “El pasado es una edad venidera”, dirá Octavio Paz (cf. Paz 1994: 340-341). Es un implorar por la catástrofe salvadora, el toque de gracia, así como por una abolición de la historia y la necesidad que redima la truncada trayectoria personal. Las imágenes del futuro póstumo anibaliano pueden dividirse en dos ámbitos que se corresponden a sus principales influencias, grecolatina y del simbolismo francés: el anhelo del retorno de un tiempo imposible, mítico (de concordia y

ágape entre el ser humano, la naturaleza y los objetos) y la constatación de la belleza de lo caído, de la perduración de lo aún muerto y lo doliente. El futuro póstumo anibaliano es muy distinto al júbilo de la post-vida, universo limpio de carne que describe Emil Cioran en su visita al Museo de Paleontología al contemplarse rodeado de gloriosas osamentas (cf. Cioran 1969: 43-55). No es una liberación mística de la vida ni tampoco una meditación amarga sobre los efectos del paso del tiempo, sino una constatación de la perpetuación del dolor y la muerte antinatural, de la belleza de todo aquello que está perdido irremediablemente. La hermosura doliente de la “sazón tan póstuma” (Núñez 1995: 155). Una ocasión de sol Frente a la temporalidad fragmentaria que se experimenta como lucha perdida cotidiana, existe también la vivencia de otra temporalidad diferente, marcada por su carácter excepcional e irrepetible. Es lo que María Lucía Puppo ha llamado “la experiencia del tiempo puro”, que se da como “abstracción mental” o “vivencia extraordinaria”, como suma o negación de todos los tiempos, en la cual “algo va a ocurrir” equivale a “ha ocurrido algo” (cf. Puppo 2006: 199219). Frente a Cronos, este tiempo de la vivencia aparece como Kairos, la “oportunidad fugaz” descrita por Panofsky en sus Estudios sobre iconología como el “momento breve y decisivo que marca un punto crucial en la vida de los seres humanos o en el desarrollo del universo” (Eduardo Vicente Navarro 2004: 1). Esta temporalidad no cronométrica en el imaginario de Aníbal Núñez se da asociada a la vivencia de la luz, de tal forma que podríamos afirmar que la luz es la materia imaginaria en la vivencia de lo irrepetible. La luz, como medio de la visión, es el sentido sobre el que se construyen la mayor parte de las imágenes poéticas de Aníbal Núñez. Una parte fundamental de su producción poética se asienta sobre la perspectiva que abre la mirada. Procede el título “Una ocasión de sol” de un verso del poema de Cuarzo “Columbario”, que entronca con una de las escenarios habituales de su obra: el encuentro epifánico del paseante solitario con una ruina arquitectónica o un monumento separado simbólicamente del devenir temporal, su contemplación a la vez deleitosa y beligerante a menudo inmersa en el estupor y el intento de

captura de ese instante irrepetible, que únicamente puede ser plasmado en su carácter fragmentario y elíptico, aunque pródigo en referencias. En estas escenas se produce un salto de lo cronológico a lo kairológico, el tiempo perdido deja paso a la ocasión sentida como inexplicable. En efecto, la luz produce en su advenimiento sensaciones al yo poético muy similares a las que se experimentan en la vivencia de lo sagrado, tal como estudia Rudolf Otto en su tratado Das Heilige: sentimientos de estupor, energía, majestad, superabundancia, ebriedad y arrebato 5. En la morfología de la luz encontramos elementos constantes, las imágenes luminosas aparecen agrupadas principalmente en torno a tres núcleos semánticos: el de la potencia, el esplendor; la luz oblicua y el brillo en lo extinto. En primer lugar, frecuentemente se presenta como sol o luz en plenitud: ‘cegadora’, ‘tiránica’ o ‘fresca’, ‘excesiva’, ‘bruñida’, ‘imposible’, ‘victoriosa’, ‘vivísima’, ‘terrible’. En los versos iniciales del poema “Reconstrucción del laberinto” el poeta se declara esclavo de esta luz que le ciega. En otros es testigo ciego o mudo de los acontecimientos, una luz que “no sigue la historia de los hombres” (Núñez 1995: 320) y sigue apareciendo sobre una ciudad que no la merece. A diferencia de los otros elementos naturales, la luz no es susceptible de resultar profanada por las actividades industriales o inmobiliarias 6. En segundo lugar, otra de las variantes la constituye el motivo de la luz oblicua, difuminada o desvanecida: las luces del alba y de la víspera. Luces especiales que permiten que se revelen realidades escondidas. La tercera constante es la aparición del motivo de la luz en lo extinto, lo moribundo o lo doliente, en diversos motivos, desde los juegos de luces en la chistera del historiador muerto junto al río en los que se recrea la mirada del poeta, hasta el rayo de luz que se infiltra en las ruinas de palacios y templos entregados al abandono, o la imagen de la Casa Lys orientada al poniente como una llamarada decadente de terrible hermosura. Es la luz en la sazón, en la que lo casi extinto se confunde con lo

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Para un análisis más detallado sobre el enfrentamiento simbólico entre sacralidad y profanación en la ciudad, consultar: González Gil, Isabel (2009): “En la ciudad perdida: la paradoja del espacio en la poesía de Aníbal Núñez”. En: Ángulo Recto. Revista de estudios sobre la ciudad como espacio plural, vol. 1, núm. 1. 6 Con la excepción del poema “Itsasoaren heriotza” donde la luz aparece “envenenada”, lo que constituye una extrañeza semántica respecto de la dinámica habitual de aparición de la imagen.

culminado, que retiene la simpatía de Núñez por todo aquello echado a perder 7 o imposible, como se observa en el poema que recrea el cuadro “Concierto” de Gerard Terborch: “Solo de un terciopelo tan ajado,/ a punto de extinguirse con sus brillos,/ puede salir tal luz” (Núñez 1995: 201). El dolor que inflige la luz se asocia al del conocimiento y al de la palabra poética. Si las luces y los soles en su caída aumentan su belleza, y la “carne por los extremos lacerada/ en la laceración se vuelve joya” (Núñez 1995: 343), el sufrimiento, “la herida”, la quemadura abierta por el conocimiento se redime en la visión: “Lo que deslumbra hiere y sin embargo/ es la herida quien presta su sangre y su dolor/ a la visión más alta” (Núñez 1995: 386). Su “alto concepto de la luz” (Núñez 1995: 385) surge de este deslumbramiento, de la superabundancia de luz en su contrario: “todos los arcángeles/ un exceso de brillo en todo lo sórdido” (Núñez 1995: 225). Aunque uno de los rasgos consustanciales al imaginario luminoso es su alternancia o contraposición con el nocturno o tenebroso, en la obra de Núñez se incide por el contrario en la coincidentia oppositorum, utilizando antinomias habituales en la imaginería mística, como la sombra luminosa que se da en el espacio de la ruina, los “oblicuos rayos de claridad y sombra” (Núñez 1995: 390) que nutren la visión de Núñez, o el uso de oxímoron: “la luz azul, terrible, mansa” (Núñez 1995: 315) En la obra de Aníbal Núñez, la luz funciona como principio activo, en cuanto que su aparición es susceptible de modificar la circunstancia espacio-temporal del entorno. Podemos verlo en la imagen del sol poniente como un ojo dominante y vigilante en las alturas en “Arcángel de la paz”, de su temprano 29 poemas, como un incensario al que se atribuye la capacidad de ralentizar los pasos. La luz del amanecer tiene efectos sinestésicos: “La luz hecha ya día/ hecha ruido de cántaras de leche” (Núñez 1995: 33) en una escena típica de baño de luz en la que se produce la confluencia entre el presente y el pasado, de un hombre que va al trabajo en bicicleta mientras su mujer le espera en el hogar

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De esta simpatía de Núñez da fe el testimonio de Fernando R. de la Flor en “La poética vital de Aníbal Núñez”, donde recuerda la excentricidad anibaliana de crear una exposición con materiales de desecho, que Aníbal celebró en un domicilio de la ciudad a comienzos de los años ochenta acompañado de un marinero llamado Martín y que se denominó “Redención del deterioro”.

inmersa en su vida banal: “Como cuando regresa y ella abre –años atrás- la puerta” (Núñez 1995: 34). Además de como principio activo, la luz actúa también como fuente de revelación en los textos del poeta. En sus advenimientos permite mostrar momentáneamente el laberinto –que no reconstruirlo o remontarlo-, entrever los signos dispersos del tiempo fragmentario, constatar la belleza del acontecimiento o la imposibilidad de su lectura. En la imagen tan señalada por la crítica de la puerta azul en Definición de savia, la visión de este vestigio secular aparece como una constelación de signos indescifrables e intransmisibles que sobrecoge al poeta. Para estos encuentros epifánicos no se halla otra explicación que el advenimiento de la luz, insistiendo en ello reiteradamente: “Quizá porque esta luz difuminada/cambia todo color, lo hace más triste,/ me he fijado en la puerta/ que nunca vi y que tantas veces miré” […] “-¿acaso tuvo/que ver con esa luz desvanecida?-” (Núñez 1995: 155- 156). La luz permite que se revele en el resto olvidado de una puerta la Puerta, que es también la Ruina si concebimos esta como María Zambrano lo hace “ruina es solamente la traza de algo humano vencido”, que sin embargo sale vencedor del paso del tiempo” (Zambrano 2005: 253) Estas escenas que arrebatan al poeta en medio de la ciudad y que aparecen en otros poemarios siempre en la forma de un advenimiento inesperado que crea un ambiente especial e irrepetible donde la cronometría y las leyes temporales son desbordadas constituyen las trazas de una historia o biografía distinta, de acontecimientos no repetibles y señalados (“Advenimiento”, “Bodas”, “Anunciación”) forzosamente elíptica en tanto que constatación de la ausencia y la fractura. Son momentos en los que el Azar triunfa sobre el Logos y quiebra el orden, produciendo singularidades inexplicables: “esta constatación de la belleza/ este baño de luz en que el conocimiento/ como estatua de mármol pasa del frío a la carne” (Núñez 1995: 348), “nunca olvide aquella puerta/ que tal vez vuelva a ver/ y su color que nunca será el mismo” (Núñez 1995: 156), la posibilidad de anuncios proféticos, como el presagio tan virgiliano del nacimiento de una criatura que tendrá la posteridad asegurada; y una consideración otra de la memoria, despierta por el baño de luz “entre las torres/ pasa un torrente rosa de luz fresca,/ río en el que –seguro- me he bañado/ alguna vez los ojos, ya hace muchos años…” (Núñez 1995: 170).

Para terminar, podemos ver cómo la luz, de otro orden distinto al tiempo, se presenta en varios pasajes precisamente como la antítesis de esta realidad propiamente humana: “No como el tiempo que segó la sangre:/ como una luz vivísima que mueve/ la destrucción de todos los horizontes frágiles” (Núñez 1995: 371).

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Secundaria: Castaño, Francisco (2007): “De quien se sabe ajeno a la contienda”. En: Mecánica del vuelo. En torno al poeta Aníbal Núñez. Edición de Miguel Casado. Madrid: Círculo de Bellas Artes, 247-256 Cioran, E.M. (1982): El aciago demiurgo,Madrid: Taurus. Durand, Gilbert (2005): Las estructuras antropológicas del imaginario. Introducción a la arquetipología general.México: Fondo de Cultura Económica. González Gil, Isabel (2009): “En la ciudad perdida: la paradoja del espacio en la poesía de Aníbal Núñez” [En línea]. En: Ángulo Recto. Revista de estudios sobre la ciudad como espacio plural, vol. 1, núm. 1. En: http://www.ucm.es/info/angulo/volumen/Volumen011/textos02.htm. Jullien, François (2001) Du temps. Élements d’une philosophie du vivre. París: Éditions Grasset & Fasquelle. Krishnamurti, J. y Bohm, D. (2005), Le temps aboli. Traducción de Colette Joyeux. Paris : Éditions Alphée. Otto, Rudolf (2005): Lo santo. Lo racional y lo irracional en la idea de Dios. Traducción de Fernando Vela. Madrid: Alianza Editorial. Paz, Octavio (1994): La casa de la presencia. Poesía e historia. México: Fondo de Cultura Económica. Puppo, María Lucía (2006): “De ruinas y cristales: una poética del tiempo en los textos de Aníbal Núñez”, en: Revista de literatura, (enero-junio), vol. LXVIII, nº135, 199-219.

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