Una Historia del Libro Judío - Índice e Introducción

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Descripción

UNA HISTORIA DEL LIBRO JUDÍO La cultura judía argentina a través de sus editores, libreros, traductores, imprentas y bibliotecas

alejandro dujovne

grupo editorial siglo veintiuno siglo xxi editores, méxico 248, ROMERO DE TERREROS 04310 MÉXICO, D.F. www.sigloxxieditores.com.mx

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Dujovne, Alejandro Una historia del libro judío: La cultura judía argentina a través de sus editores, libreros, traductores, imprentas y bibliotecas.- 1ª ed.Buenos Aires: Siglo Veintiuno Editores, 2014. 304 p.; 21x14 cm.- (colección Metamorfosis // dirigida por Carlos Altamirano) ISBN 978-987-629-436-2 1. Historia del Libro. 2. Judaísmo. CDD 296 © 2014, Siglo Veintiuno Editores Argentina S.A. Diseño de cubierta: Peter Tjebbes ISBN 978-987-629-436-2 Impreso en Altuna Impresores // Doblas 1968, Buenos Aires en el mes de agosto de 2014 Hecho el depósito que marca la ley 11.723 Impreso en Argentina // Made in Argentina

Índice

Introducción 11 1. Historia y geografía transnacional del libro judío 33 2. El libro ídish en Buenos Aires 65 3. “Los libros que no deben faltar en ningún hogar judío”. La traducción como política cultural, 1919-1938 121 4. “Un acto de afirmación judía”. La edición en castellano entre 1938 y 1974: sionismo, cultura y religión 159 5. De la trayectoria al catálogo. El caso de Editorial Israel 201 6. Geografía urbana y palabra impresa. Librerías, bibliotecas e imprentas judías de Buenos Aires 237 7. La cultura judía porteña de posguerra bajo el prisma del Mes del Libro Judío, 1947-1973 261 Conclusiones 281 Bibliografía 291

Introducción

Como un caracol con sus antenas alerta ante la amenaza, el judío ha llevado la casa del texto a sus espaldas. ¿Qué otro domicilio le ha sido permitido? george steiner, “El texto, tierra de nuestro hogar”, 1991 (en Pasión Intacta, 1997) Hebe Goldenhersch me preguntó si tenía unos minutos, si podía mostrarme algo. Asentí. No imaginé en ese momento, ni a lo largo del año que siguió, que el pedido personal que me iba a formular guardaba un problema cautivante, que hice mío. Un problema que, como intentaré demostrar en este libro, recorre los sustratos del judaísmo moderno y atraviesa como pocos la historia judía argentina. Era julio de 2004, y la entrevista a Hebe, una destacada profesora de Economía de la universidad, cerraba mi trabajo de campo.1 Se trataba del último encuentro antes de sentarme a escribir sobre el club judío de izquierda de Córdoba, que investigaba en ese entonces. ¿Acaso podía negarle esos minutos frente a la

1  Hebe Goldenhersch falleció el 28 de diciembre de 2012 a los 70 años. Era doctora en Ciencias Económicas por la Universidad Nacional de Córdoba (UNC). En 1976 fue cesanteada de su cargo docente por la dictadura militar, puesto al cual se reincorporaría en 1983 con la vuelta de la democracia. Fue decana de la Facultad de Ciencias Económicas durante tres períodos, entre 1995 y 2003. Entre 2007 y 2010 se de­sempeñó como secretaria de Asuntos Académicos del rectorado de la UNC, y desde 2010 hasta su fallecimiento fue vicerrectora. Era una firme candidata a suceder a la entonces rectora en las elecciones universitarias de inicios de 2013.

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generosa paciencia con que había respondido cada una de mis preguntas, que la llevaban con insistencia hacia su pasado de activismo juvenil? Me guió a la habitación contigua, donde estaba su biblioteca, y me señaló tres cajas: “Necesito que me hagas un favor, que veas a quién puedo donar esos libros”. Sacamos uno cualquiera y lo hojeamos. Mi intuición me decía que aquellas letras hebreas eran en realidad ídish, pero no podía asegurarlo. Sin embargo, Hebe lo confirmó antes de que yo pudiera hacer la pregunta. Luego sacamos otro, y otro más, y así hasta que la pila de viejos libros comenzó a tambalearse. Mientras me indicaba título y autor de cada volumen (más tarde aprendí no sólo algo de la lengua, sino que prácticamente todos los volúmenes en ídish tienen los nombres de la obra y del escritor en la contratapa interior en el idioma del país en que fueron publicados), me explicaba que esos libros, todos de tapa dura y excelente calidad, habían pertenecido a su madre, que había fallecido recientemente. Le aseguré que haría lo posible por entregarlos a una biblioteca que los valorase y supiese conservarlos. El compromiso asumido resultó más difícil de lo esperado. En efecto, podía entregarlos a alguna de las pocas bibliotecas judías que aún funcionaban en la ciudad de Córdoba, pero –al igual que muchos libros en esa lengua– tal vez quedarían olvidados, sin que alguien llegara a solicitarlos. Esta dificultad para encontrar un espacio adecuado para esa treintena de libros, que llevó a que permanecieran en casa de mis padres más de la cuenta, me remitía una y otra vez a la imagen de la biblioteca del club que visitaba todos los lunes como parte de mi trabajo de campo. Las reuniones de Comisión Directiva en las que participaba como observador se realizaban en la biblioteca de la institución. Sus altos y delicados anaqueles de madera, que, según me indicaban, databan de las primeras décadas del siglo XX, se asemejaban más a refinadas sepulturas de libros que a bibliotecas habitualmente consultadas. El polvo acumulado por años y cierto de­sorden situaban a esos centenares de obras y a esos magníficos muebles en un pasado de gloria irremediablemente perdido: ya en ese entonces muy pocas personas podían descifrar el ídish.

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Durante el largo tiempo en que permanecieron en mi poder, y en la medida en que esta lengua adquiría cada vez mayor peso en la investigación que estaba haciendo, mi curiosidad por estos libros no dejaba de aumentar. Ayudado por un diccionario, con creciente frecuencia abría las cajas para repasar algunos datos básicos: lugar y año de publicación, título, autor, nombre de la editorial, nombre de la imprenta e índice. Las observaciones comenzaron a ofrecer un panorama de la biblioteca de la madre de Hebe, esa mujer judía que había nacido en Buenos Aires pero que, siendo muy joven, se había trasladado al pueblo serrano de Mina Clavero donde residía su prometido y donde vivió casi toda su vida. Los libros habían sido publicados en Vilna (actual Vilnius), Varsovia, Nueva York y Buenos Aires entre las décadas de 1930 y 1960. Había novelas, cuentos y ensayos de crítica literaria con un marcado tinte político. Los escritores eran nombres clásicos a los que alguna vez había accedido en sus versiones castellanas, como Sholem Aleijem e Itzak Leibush Peretz. Entretanto, los interrogantes comenzaban a acumularse: ¿qué sensibilidades e intereses movieron a esta mujer y a su esposo a elegir estas obras? ¿Qué significaban estos libros para esta pareja? ¿Acaso les permitieron prolongar en el tiempo y la distancia sus sentimientos de comunidad y reafirmar su identificación con la cultura judía? Y si había sido así, ¿de qué clase de identidad se trataba? ¿Qué universos políticos y culturales se escondían detrás de esos volúmenes? Por otro lado, ¿cómo llegaron esos libros al país?, es decir, ¿qué instancias, canales y actores mediaron para que viajaran de lugares tan lejanos a aquella pequeña ciudad de las sierras donde, según mi entrevistada, sólo vivía otra familia judía además de la suya? Estas y otras preguntas, que se multiplicaban mientras recorría esas viejas páginas, no parecían tener una respuesta evidente. Así, sin buscarlo, estos libros, que durante muchas décadas funcionaron como un puente entre esta pareja de Mina Clavero y la cultura judía de aquellas grandes ciudades a muchos kilómetros de distancia, fueron el origen de esta obra. Desde Mahoma, quien definió a los hebreos y cristianos como “pueblos del libro”, hasta George Steiner, quien rememora las pa-

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labras de Heinrich Heine cuando señala que la Torá es la “patria portátil” del pueblo judío, se ha sostenido la existencia de una relación estrecha de los judíos con “El” Libro y, por extensión, con “los” libros. ¿Qué revela la recurrencia de esa imagen en el tiempo? ¿Es posible hablar de un vínculo especial entre los judíos y los libros? Y, si así fuese, ¿qué nos dice acerca de la cultura judía en general, y de la judía argentina en especial? En cualquiera de los casos, no es cuestión de aceptar la caracterización de Mahoma ni sus variaciones como un atributo esencial del judaísmo, sino de tomar esta representación y su persistencia como posible punto de partida para indagar las manifestaciones históricas del víncu­lo entre la cultura judía y los libros. El judaísmo antiguo asignó un carácter revelado a la Torá, el conjunto de textos que relata su historia como pueblo y su inescindible víncu­lo con Dios, e imponía normas que regulaban la vida individual y colectiva. Más tarde, el judaísmo rabínico, la principal corriente del judaísmo posterior a la destrucción del Segundo Templo de Jerusalén (año 70 de la era común, EC), redactó a lo largo de varios siglos (III-VI EC) una colección de libros, que conocemos como Talmud (“Enseñanza” en hebreo), que reunía la tradición oral de interpretaciones bíblicas, sistematizaba el corpus legal y funcionaba como marco de sentido para interpretar el pasado y el presente de los judíos en la diáspora. En torno a estos textos se desplegaron rituales, tradiciones y prácticas singulares de estudio. Durante el sitio de Jerusalén que de­sembocó en la ya mencionada destrucción del Segundo Templo, el sabio Yohanan Ben Zakai logró escapar y pactó con los romanos la posibilidad de hacer del cercano pueblo de Yavne un nuevo centro para el estudio y el culto. Con esta decisión rompió el monopolio del Templo de Jerusalén como único ámbito del culto y de la enseñanza, e inauguró una relación distinta de los judíos con el espacio y con el saber: el víncu­lo que conjugaba la práctica del culto y el estudio de los textos sagrados con la geografía de Jerusalén y con la espacialidad del Templo, que había organizado la vida judía hasta ese momento, se veía reemplazado en ese momento por un lazo únicamente simbólico. Tal vez sin saberlo, Yohanan Ben Zakai estableció de

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este modo las condiciones para la continuidad del judaísmo. De allí en más, el lugar de residencia de los judíos en su dispersión, cualquiera fuese este, pasaba a ser en potencia un sitio de formación y práctica religiosa. Así, el Libro adquirió un papel central en la supervivencia del judaísmo en la diáspora, al actuar como el centro de referencia que sostenía la unidad del pueblo judío en el tiempo y el espacio. Se convirtió en su “patria portátil”. La ausencia de poder político (que trajo aparejada la pérdida de un territorio propio) reforzó la importancia de la Torá y del Talmud como principios de autoridad. El estudio, la erudición y la sagacidad en la interpretación se convirtieron en rasgos muy valorados y en fundamentos sociales de poder de rabinos y eruditos. Precisamente estas capas letradas, mediante las prácticas de estudio e interpretación de estos libros, de­sarrollaron redes de comunicación que sostuvieron la unidad en la dispersión. Con el ingreso de los judíos a la modernidad europea, que tuvo lugar entre los siglos XVIII y XIX, la relación con los libros, ya en sentido amplio, adquirió modalidades y significados nuevos. Esta etapa se inició con la ruptura de la hegemonía del gueto y la comunidad tradicional judía, más el socavamiento de la autoridad religiosa, resultantes tanto de las presiones externas como de la voluntad de apertura hacia los cambios culturales y políticos del entorno que propiciaba la Ilustración. Uno de los aspectos más importantes de este proceso fue la irrupción del intelectual secular, una nueva clase de hombre letrado que alcanzó un fuerte ascendiente social a partir de otros principios de saber con los cuales disputó a la autoridad religiosa tradicional el control sobre los significados de lo judío. El conocimiento religioso fue releído en otra clave o directamente impugnado por la introducción y apropiación de saberes filosóficos, científicos o políticos. Pese a esto, el quiebre del dominio religioso no supuso la disolución de los significados y prácticas en torno a la palabra escrita que portaba la tradición judía. El sociólogo Victor Karady (2000) explica que el intenso estudio de los textos religiosos que se exigía a los varones judíos durante el Medioevo los obligó a tener un muy temprano y alto grado de alfabetización y que, debido a la elevada proporción de tiempo que ocupaba en la vida de los hom-

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bres, ese mismo estudio forjó un “ideal intelectualista”, que habría contribuido a que la cultura judía concediera un alto estatus social a los portadores de un saber letrado luego de derrumbadas las barreras del gueto y de la comunidad tradicional. Este ideal y esta herencia cultural encontrarán luego una nueva expresión en el proceso de integración que parecían prometer los Estados y las sociedades modernas. Karady señala que el choque con los prejuicios antisemitas llevó a los judíos a desplegar prácticas compensatorias asociadas a esta disposición cultural, para así superar las barreras sociales impuestas por las sociedades circundantes: fuerte inversión en el estudio, mayores esfuerzos para distinguirse en sus profesiones, alta propensión a la búsqueda y creación de espacios sociales, culturales y políticos no clausurados, etc. De este modo, no fue casual que una parte fundamental de las disputas culturales y políticas que marcaron el tránsito hacia el judaísmo moderno se dirimieran en el ámbito de la palabra impresa. Animada por distintas convicciones, la edición fue uno de los escenarios privilegiados de confrontación de las posiciones que pugnaban por imponer la definición última de “lo judío”. En dicho sentido, la experiencia judía moderna es inseparable del libro y, por lo tanto, impensable por fuera del universo social de escritores, lectores, imprenteros, editores, viajantes, libreros, traductores, y de las geografías de producción y circulación de lo impreso que le dieron vida. Con el arribo a las principales ciudades de América Latina de judíos provenientes de Europa, desde fines del siglo XIX en adelante ese proceso también encontró expresión en esta parte del mundo. Especialmente en Buenos Aires, donde se arraigó la colectividad judía más numerosa e influyente de la región. Las políticas estatales argentinas respecto de los inmigrantes y las minorías, el carácter mayoritario y hegemónico del catolicismo, las tradiciones políticas existentes, el idioma, la distancia con los principales centros judíos, etc., otorgaron al caso argentino un cariz único dentro de la experiencia de “modernización” del conjunto de la diáspora judía. Y, al igual que en los grandes centros judíos europeos y norteamericanos, el libro ocupó un lugar clave

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en el de­sarrollo de su vida cultural y en su proceso de integración al país. La inmigración judía a gran escala a la Argentina tuvo su punto de partida en 1889 y puede dividirse en tres grandes oleadas. La primera, que se produjo entre 1889 y 1914, estuvo formada en su mayor parte por judíos de habla ídish del Imperio Ruso y, en un número menor, por migrantes de habla alemana y húngara de Europa central y sefaradíes de lengua árabe de Medio Oriente y del norte de África. Parte importante de quienes arribaron desde el confín occidental del Imperio Ruso (de las actuales Rumania, Ucrania, parte de Polonia, Lituania y sur de Rusia), escapando de la combinación de pobreza y violencia, lo hicieron por intermedio de la Asociación de Colonización Judía (Jewish Colonization Association, JCA), organización filantrópica que promovía la colonización agraria en el país. Entre 1918 y 1933 ingresó una segunda oleada, formada esta vez en su mayoría por inmigrantes procedentes de Polonia, y en menor escala de Hungría, Checoslovaquia, Marruecos y Siria. A partir de 1933, otro frente de violencia, esta vez bajo el signo de la esvástica, originó la tercera corriente. Desde ese año hasta inicios de la década de 1950, llegaron judíos provenientes de Alemania, Europa oriental e Italia.2 No existen cifras precisas acerca de la evolución de la presencia judía en el país; sólo contamos con datos aproximados. En 1895 vivían alrededor de 7500 judíos entre inmigrantes y nacidos en la Argentina, la mayor parte en las colonias agrícolas de Entre Ríos.3 Hacia 1909 la cifra se elevó a 50 000, y de ellos más de un tercio residía en Buenos Aires; y para los años 1920, 1930 y 1936 las estimaciones sugieren, respectivamente, 120 000, 200 000 y 230 000 personas (Sofer, 1982). Si en 1909 poco más de la mitad de la

2  De los 225 000 judíos que llegaron a la República Argentina desde fines de la década de 1880 hasta 1940 aproximadamente, la mitad lo hizo antes de 1914 (Feierstein, 1999). 3  El trabajo en curso del sociólogo Yaacov Rubel (inédito) muestra los sesgos en la medición de este año inicial a partir de un minucioso análisis de las fichas llenadas por las censistas, sesgos que nos llevan a dudar de la precisión de estas cifras.

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población judía residía en la capital argentina y en las provincias agrícolas de Buenos Aires, Santa Fe, Entre Ríos, Córdoba y La Pampa, en 1934 la ciudad de Buenos Aires por sí sola reunía ya igual proporción (cerca del 52%). A los nuevos migrantes que arribaban directamente a la capital se sumaban los colonos descontentos y los jóvenes que llegaban con el mandato de cambiar “el arado por el diploma universitario” (Shatzky, 1952: 16). Con el correr de las décadas, el proceso de concentración en la capital y sus alrededores se acentuó hasta llegar a representar en 1960 alrededor del 80% del total (Avni, “Comunidad Judía en la Argentina”, 1970, cit. en Feierstein, 1999: 122). La primera concentración residencial judía de Buenos Aires, previa al inicio de la inmigración masiva, se situaba alrededor de la Plaza Lavalle, en el área céntrica de la ciudad. Este núcleo atrajo hacia dicha zona a los inmigrantes de Europa oriental que llegaron a finales del siglo XIX y principios del XX. Pero eso duró poco tiempo. El aumento del valor del área, y por tanto de los alquileres, reorientó a los recién llegados hacia otros barrios más accesibles, en especial a la zona de Once, que no estaba muy lejos de allí. Entre 1900 y 1930 ese barrio concentró gradualmente a los inmigrantes de Europa oriental y a un creciente número de instituciones comunitarias, para así convertirse en sinónimo de la presencia judía: según señalaba Enrique González Tuñón (1926), a la altura de Once la calle Lavalle “es un retazo de Judea en Buenos Aires, donde un porteño es forastero”. En la tercera década del siglo comenzaron a crecer la población y el número de instituciones judías en Villa Crespo, un barrio no muy alejado de Once en dirección noroeste.4 En 1936 cerca de 30 000 judíos vivían allí, lo que equivalía a alrededor del 25% del

4  De acuerdo con Francis Korn (1974: 168), hacia 1923 la colectividad israelita mostraba una propensión a la formación de asociaciones bastante más alta que el resto de los grupos nacionales, sobre todo en la categoría “culturales, sociales y deportivas”. El contraste con grupos más grandes es elocuente. Mientras la colectividad judía contaba con aproximadamente veinte asociaciones “culturales, sociales y deportivas” y diez de “socorros mutuos y beneficencia”, la italiana tenía trece en la primera clasificación y once en la segunda, y veinte en una

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total de la población israelita de Buenos Aires (Sofer, 1982: 79). Durante el período 1936-1947 se consolidó la presencia judía en esos dos barrios, a la vez que se producía un lento movimiento hacia otras zonas de la ciudad. Pese a la afirmación de la presencia judía en Villa Crespo, la geografía de Once continuó albergando las principales instituciones comunitarias. Si bien distó de ser un proceso homogéneo, en términos generales se podrían distinguir cuatro momentos en la inserción socioeconómica de los judíos en el país (Feierstein, 1999: 131132). Entre 1889 y 1910 predominó la actividad agrícola, y, en la ciudad de Buenos Aires, el trabajo manual. Desde el inicio de la segunda década del siglo XX hasta comienzos de la cuarta se verifica una fuerte presencia en los sectores secundario (artesanos primero, más tarde operarios industriales o pequeños propietarios de empresas textiles) y terciario (comercio) de la economía. Dentro de este último reviste gran importancia la figura del cuéntenik, vendedor ambulante a plazos (el término es ídish). La tercera etapa, entre 1945 y comienzos de la década de 1960, está marcada por la concentración en actividades comerciales, la estabilidad en las industriales, y un significativo crecimiento en las categorías profesionales, gerenciales y empresariales. El último período, entre inicios de los años sesenta y los noventa, muestra una consolidación dentro del sector profesional y directivo, por un lado, y en las actividades comerciales y de pequeños negocios, por otro. Este proceso de ascenso socioeconómico tuvo su correlato en la creación y afianzamiento de algunas instituciones y el declive de otras cuyas funciones estaban ligadas a las necesidades sociales y laborales de un momento muy incipiente de la colectividad. De forma paralela a estos procesos, se desplegó una intensa actividad editorial. El sector de la colectividad judía que dominó la publicación y circulación de libros fue el ashkenazi, es decir, el formado por los inmigrantes de Europa central y oriental y sus

categoría sin especificar, mientras que la española poseía seis en la primera y quince en la segunda.

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descendientes.5 Si bien el peso demográfico de esta fracción –alrededor del 80% del total de los inmigrantes judíos– es de por sí un dato importante, no supuso sólo una cuestión cuantitativa: tuvo una presencia más visible y dinámica en el espacio público judío por medio de la fundación de las principales instituciones comunitarias, de partidos políticos, entidades culturales, publicaciones periódicas, etc. Y también fue la más proclive a la actividad editorial. Mientras el mundo sefaradí tendió a concentrar su interés en los libros de orientación religiosa, el ashkenazi creó un espacio de la palabra impresa muy activo y diversificado en términos políticos y culturales: confirió a la producción y circulación de periódicos y libros un papel fundamental en la edificación de la vida judía en la Argentina y en la creación de sentimientos de comunidad. Como ya se mencionó, desde los momentos fundacionales de la vida colectiva, ashkenazis y sefaradíes dieron forma a ámbitos sociales y culturales diferenciados. Sin embargo, esto no significó que no existieran espacios y prácticas comunes, especialmente en las generaciones posteriores a la inmigración, cuando los contrastes culturales perdieron fuerza. Esta obra trata sobre el mundo del libro judío de Buenos Aires desde sus primeros ensayos editoriales, a fines de la década de 1910, hasta el momento de declive de su apogeo de posguerra, entre la segunda mitad de la década de 1960 y la de 1970. Al reponer este mundo que en nuestros días apenas es recordado en fragmentos inconexos, este libro estudia una parte sustantiva de la vida cultural judía de Buenos Aires, tornando visible un universo formado por editores, intelectuales, traductores, imprenteros, mecenas, asociaciones culturales, partidos políticos, entre otros actores e instituciones. Esta obra también explora las condiciones

5  Ashkenaz es un topónimo bíblico que fue utilizado con cierta libertad durante la diáspora judía europea para de­signar al área de cultura germánica. En consecuencia, los judíos provenientes de esa región, y que en un momento dieron forma a un sistema de pautas culturales diferenciadas y a una lengua, el ídish, fueron denominados “ashkenazis”.

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sociales que definieron los modos de recepción y circulación local de las ideas producidas en los principales centros de la cultura judía, así como los cambios en las maneras en que esta comunidad se vinculó con ellos, y su lugar cuando los centros europeos desaparecieron. Desde un punto de vista más general, este libro vuelve sobre un tema central en la historia de la modernidad judía: la tensión entre la búsqueda de continuidad de la cultura judía y las políticas de homogeneización social y cultural características de la etapa de afirmación de los Estados-nación. Como veremos a lo largo del libro, la producción y circulación de libros en ídish y hebreo, y de “temas de interés judío” en castellano, fueron una de las acciones emprendidas por una porción de la elite intelectual para adecuar parte sustancial de los esquemas culturales del judaísmo argentino a los parámetros ideológicos dominantes en el país y presentarse ante los no judíos, en especial los círculos letrados, en pos de integrarse a la nación y garantizar la continuidad de su propia cultura. Tres motivos justifican aventurarse en el estudio de la cultura judía argentina del siglo XX a través del libro y la edición. En primer lugar, los judíos argentinos produjeron y consumieron un extraordinario volumen de material impreso, entre el cual los libros, publicados en el país o importados, ocuparon una porción importante. Esta producción se diferenció en mayor o menor medida del resto de las publicaciones periódicas y libros de la Argentina en función de la lengua, en los casos del ídish y el hebreo, y de los temas tratados, en el del castellano. Si se tienen en cuenta las dimensiones de la colectividad judía, el volumen y la extensión temporal de la oferta impresa se destacaron frente a lo realizado por otras colectividades más numerosas, como la italiana o la española (Korn, 1974). En segundo lugar, el arco de esas publicaciones periódicas y los libros abarca una notable diversidad de posiciones culturales y tendencias ideológicas, que funciona como una puerta desde la cual adentrarse en el heterogéneo y conflictivo escenario político y cultural judío. Por último, desde los temas y autores publicados, pasando por el origen de los recursos económicos y las instituciones que los respaldaban, hasta sus modos de circulación, la edición judía de Buenos Aires estaba

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altamente integrada a una extensa geografía transnacional que le daba un cariz singular dentro de la producción y circulación editorial argentina. Consideramos “libro judío” a toda obra publicada por un sello especializado en temas judíos en un sentido amplio, lo que incluye tanto obras en castellano como en ídish y hebreo. Como veremos, el idioma utilizado es un dato esencial, tanto por el público potencial al que se apuntaba como por los modos y geografías de circulación transnacional. Por “libro judío” también entendemos toda obra en castellano que, en razón de su temática o de su autor, fue considerada por los escritores, periodistas y activistas políticos y culturales judíos como tal, más allá de la editorial que lo hubiese publicado, y así ingresó al repertorio cultural de esta comunidad. El período comienza en 1919, con la primera traducción al castellano y publicación en forma de libro de un texto en lengua ídish, y se extiende hasta mediados de la década de 1970, momento en que se hace patente el progresivo declive de esos proyectos editoriales. El período comprendido, extenso en términos historiográficos, resulta indispensable para advertir las tendencias y transformaciones en la producción y circulación de libros, cuestiones que de otro modo pasarían desapercibidas. Como es sabido, durante este período hubo grandes cambios mundiales y nacionales, que afectaron de manera decisiva la trayectoria de la edición judía. Trataremos esos procesos y hechos cuando el tema lo requiera. Esta obra se inscribe en el campo de estudios del libro y la edición y, dentro de este, en la senda trazada por autores como Don MacKenzie, Roger Chartier, Robert Darnton, Pierre Bourdieu, Patricia Willson y Gustavo Sorá. Frente al abordaje clásico de los libros emprendido por la bibliografía y la teoría literaria, que apuntaba a de­sentrañar el sentido último de los textos a partir de la intencionalidad del autor, de ciertas reglas formales o del funcionamiento del lenguaje, para estos autores el análisis de los libros y de los significados que portan supone restituirlos al entramado y a la dinámica social que los produjeron. En otras palabras, entre el momento en que el escritor redacta el texto hasta que, con-

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vertido en libro, llega a manos del lector, tiene lugar una serie de procesos en los que participan distintos actores (editor, eventualmente un traductor, diseñador, imprentero, publicista, etc.), quienes, con mayor o menor conciencia al respecto, modifican los sentidos del texto con su accionar. Desde esta perspectiva, el texto es tan relevante para el estudio del libro como, por ejemplo, el diseño de tapa, el prólogo, el mercado editorial en que circula o la trayectoria del editor. Por otra parte, estos autores comparten el cuestionamiento al excesivo énfasis que se hizo en el estudio cuantitativo que imperó en los primeros tramos de la historia del libro y de la edición. Desde su punto de vista, la cuantificación de la producción editorial, el nivel de alfabetización, los tipos de lectores, su poder adquisitivo, etc., funcionan como base inicial para avanzar hacia otra clase de problemas, como la relación entre lo impreso y las formas de representación social del mundo y las disputas entre distintos grupos en torno a las formas legítimas de clasificación de lo real. De igual manera, el estudio de la función y de los significados atribuidos a la traducción ocupa un lugar clave para abordar la circulación de ideas entre espacios culturales e idiomáticos distintos. La perspectiva sociológica aquí adoptada toma distancia del acercamiento literario, interesado ante todo en la textualidad y sus significados, tanto como del económico, que reduce los libros a mercancías producidas y consumidas conforme a la lógica mercantil (Sapiro y Heilbron, 2007). Siguiendo a Bourdieu (2000b), Gustavo Sorá (2003: 36) sostiene que estudiar la traducción de libros supone comprender los fundamentos sociales de la elección de los textos a ser importados. Es decir, el análisis de los marcos sociales y culturales de producción y recepción, así como los mediadores y los actos de selección, apropiación, transferencia, marcación e imposición de sentidos (¿qué se traduce?, ¿quién traduce?, ¿quién publica?). En la misma dirección, Patricia Willson (2004) propone el análisis de la introducción de obras traducidas al nuevo marco idiomático a partir del “aparato importador”. Esto es, desde la organización en colecciones y la inclusión de prólogos, posfacios, comentarios en las solapas, etc., hasta otros dispositivos paratextuales como reseñas, noticias biográficas o publicidades (Genette, 2001).

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En su clásico Comunidades imaginadas, Benedict Anderson (2000) llamó la atención sobre el rol decisivo de la imprenta y la circulación capitalista de periódicos y libros en el nacimiento y afirmación de las naciones y el nacionalismo. De acuerdo con este autor, la difusión masiva de bienes impresos en una lengua vernácula habría inaugurado (y propiciado) el de­sarrollo de sentimientos y de una conciencia de pertenencia a una comunidad sobre la base de un idioma compartido entre cientos de miles o millones de personas, primero de manera relativamente espontánea y luego como estrategia consciente de las fuerzas políticas y el Estado. A partir de esta tesis, autores como Itamar Even-Zohar (1986, 1996), Anne-Marie Thiesse (2000), Joseph Jurt (2007b) y Pascale Casanova (2001) destacaron la centralidad de la lengua y la literatura en los nacionalismos del siglo XIX y parte del XX. Toda nación que se preciara de tal se identificaba con una lengua que, presentada en términos de “lengua nacional”, vehiculizaba nuevos significados políticos y culturales. Durante el siglo XIX, la aparición de filólogos, gramáticos, lexicógrafos y literatos especializados, la publicación de diccionarios, gramáticas oficiales e historias de las lenguas y las literaturas, emprendidas por instituciones y academias con aval oficial, y el impulso dado a la literatura en estos idiomas fueron parte de los proyectos políticos de valoración y expansión de las lenguas nacionales. A escala internacional, este fenómeno se tradujo en el de­sequilibrio entre lenguas políticamente consagradas por naciones fuertes, lenguas nacionales con menor poderío, y lenguas marginadas o privadas de un respaldo de carácter político-nacional, menospreciadas e incluso reducidas a “dialectos” o “hablas”. Esta serie de entradas teóricas nos permite identificar y comprender aspectos clave del de­sarrollo de la diáspora judía de los siglos XIX y XX. En tanto minoría carente de territorio y poseedora de un puñado de idiomas propios no sostenidos por estructuras estatales (hebreo, ídish y judeoespañol o ladino fueron los principales), los judíos debieron hacer frente a la reorganización política y cultural del mundo en esquemas nacionales que exigían una pertenencia exclusiva y la adopción de las lenguas dominantes en desmedro de las propias. Y lo hicieron elaborando no una, sino muchas

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respuestas –en que la elección de la lengua y el valor atribuido a esta preservaban un lugar primordial–, desde reformas que dieron lugar a nuevas vertientes religiosas hasta variantes singulares del nacionalismo, del liberalismo o del marxismo, entre otras. La historia judía argentina también puede ser abordada desde este punto de vista. En efecto, los modos de participación e integración en la sociedad argentina, los cambios idiomáticos intergeneracionales, las disputas ideológicas en torno al uso de una u otra lengua, así como las maneras en que esto se expresó y se dirimió en el plano editorial pueden interpretarse a partir de dichos procesos generales. En el aún joven pero próspero campo de la historia y la sociología del libro y la edición en la Argentina dos han sido los temas privilegiados: el afianzamiento y modernización del espacio editorial6 y la relación entre proyectos editoriales y público lector.7 Sin embargo, en años recientes se verifica una ampliación temática y, sobre todo, una interesante renovación en los enfoques. Entre otros, hay un mayor interés en los soportes materiales, los actores, los cambios en las lógicas de producción y circulación, y las oposiciones y disputas en el espacio editorial.8 El presente trabajo apunta a fortalecer este campo de estudio en distintos sentidos. En primer lugar, hace foco sobre una minoría que no sólo adjudicó un elevado valor cultural a la palabra impresa, sino que, más aun, vio parte sustantiva de su

6  Un balance general de la historiografía del libro y la edición en la Argentina consta en Sorá (2011). Dos títulos clásicos en este sentido son Buonocore (1974) y Rivera (1998). La compilación dirigida por José Luis de Diego (2006), que recorre más de un siglo de edición en la Argentina (1880-2000), representa un excelente trabajo de sistematización y exposición. Entre otros, cabe mencionar los recientes e importantes aportes de Judith Gociol (2008, 2012) acerca del Centro Editor de América Latina o el sello de la Universidad de Buenos Aires, EUdeBA. 7  Tres textos clave que abordan esta relación son Prieto (2006), Romero (1990) y Sarlo (2011). 8  Traducir el Brasil de Gustavo Sorá (2003), por una parte, y La constelación del Sur de Patricia Willson (2004), por otra, sitúan el problema de la traducción y la edición de libros dentro de las tramas sociales que les dan origen, restituyendo así el complejo juego de agentes, intereses, competencias y operaciones que allí interactúan.

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historia dirimirse en este plano. Asimismo, muestra cómo Buenos Aires, además de un poderoso centro editorial de lengua castellana, fue también un importante polo de lengua ídish integrado a una geografía cultural y espacial muy distinta a la hispanoamericana. Por último, los proyectos editoriales que recorreremos en las siguientes páginas cuestionan cierta idea de la integración de los inmigrantes de finales del siglo XIX y primera mitad del XX, como un proceso más o menos lineal cuya única resistencia estaba dada por el tiempo que insumía aprender el castellano. Por intermedio de los libros, aunque no sólo gracias a ellos, un arco de instituciones, grupos e individuos apostó por afirmar y sostener en el tiempo su singularidad cultural, sin por eso dejar de lado o rechazar la búsqueda de integración al país. El otro campo con el que dialoga este libro de manera directa es el de los estudios judíos. Sería equivocado afirmar que la presencia judía en el país pasó de­sapercibida para la investigación académica. Al apreciable número de estudios históricos y de crítica literaria producidos en décadas pasadas, durante los últimos años se incorporó un creciente volumen de tesis y libros que contribuyó a ampliar la agenda de problemas y las perspectivas de análisis. En cierto sentido esta obra participa en esta renovación.9 Así, aborda un tema de­satendido y se propone hacerlo desde un enfoque novedoso para este campo de estudios. Dentro del corpus de investigaciones históricas sobre el judaísmo argentino, la palabra impresa fue considerada antes como fuente que como objeto de análisis.10 Y de entre los actores que conforman el mundo del libro, los escritores e intelectuales despertaron más interés que los editores, traductores u otras figuras todavía menos visibles pero centrales para el de­sarrollo de la cultura judía, como

9  Para un estado actual del campo de los estudios judíos latinoamericanos y de la agenda pendiente de temas, véase la lectura crítica realizada por los historiadores Lesser y Rein (2008). 10  Incluso los estudios dedicados por entero a una publicación periódica en particular la abordan desde su contenido, relegando sus aspectos materiales y sociales a un lugar apenas informativo. Algunos de estos trabajos son Fainstein (1990), Bacci (2004-2005) y Visacovsky (2007).

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los imprenteros, libreros o mecenas. En los pocos trabajos existentes sobre editores, la atención se orientó exclusivamente hacia figuras que se destacaron en el proceso de modernización del campo editorial y literario argentino general (Samuel Glusberg, Jacobo Samet y Manuel Gleizer), dejando de lado a quienes concentraron su actividad en el ámbito específico de la cultura judía.11 Por su parte, la crítica literaria y los estudios culturales han hecho una contribución relevante en el conocimiento e interpretación de la literatura judeoargentina en castellano y en menor medida en ídish. No obstante, en la mayor parte de los casos los aspectos materiales y sociales que enmarcan la producción y apropiación de los libros analizados quedan relegados a un lejano segundo plano. Si bien esta obra se nutre de estos precedentes, propone un acercamiento muy distinto. No sólo atiende a la dimensión material de la cultura judía, también adopta un ángulo desde el cual observar un espacio heterogéneo de actores, instituciones y circuitos, locales y transnacionales, así como principios estructurantes y procesos de largo plazo del mundo judío argentino. Una de las críticas más frecuentes a los estudios judíos apunta a cierta tendencia a construir objetos de investigación apenas conectados con los contextos nacionales en los que esas realidades se insertan. De acuerdo con esta perspectiva, esta propensión llevó, entre otras cosas, a perder de vista problemas y zonas donde los límites entre lo judío y lo no judío resultan menos nítidos, y que, por esa misma razón, son centrales para comprender la complejidad de la historia judía argentina. Además de su pertinencia en términos generales, esta crítica es especialmente relevante aquí, dado que resultaría imposible comprender las preocupaciones, dilemas y tensiones de los intelectuales y activistas que impulsaron las principales iniciativas editoriales sin atender a los contextos históricos en que estos actuaban y los modos en que esos contextos eran interpretados. En este sentido, y en virtud de las limitaciones de extensión propias de

11  Los trabajos mencionados son Lindstrom (1997) y Tarcus (2002). Si bien Manuel Gleizer y Samuel Glusberg tuvieron distintas participaciones en la vida cultural y editorial judía, el foco de los estudios no se hizo especialmente sobre esta dimensión.

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un libro de estas características, optamos por dar mayor o menor relevancia a las referencias y procesos políticos, económicos, sociales y culturales argentinos en función de su pertinencia para el análisis de los problemas específicos, en vez de reponer los contextos generales. Por otra parte, notamos que –a diferencia de la prensa periódica judía, en que los acontecimientos políticos nacionales encuentran una expresión muy visible y cotidiana– en el caso de la producción editorial estos aparecen menos tematizados. Antes que en los textos mismos, el contexto nacional y sus cambios deben indagarse como parte de los factores que condicionaban las posiciones ideológicas que motivaron los distintos proyectos de edición. Esta obra propone una “lectura distante” de un repertorio de libros (Moretti, 2000), una lectura menos preocupada por de­ sentrañar el significado de uno o más títulos a partir de su textualidad, que por indagar, a partir de un conjunto amplio de libros, los mundos sociales y los proyectos políticos y culturales a los que pertenecieron. Con esta finalidad, combina distintas estrategias de análisis: cualitativa y cuantitativa, estructural e histórica, casos y trayectorias. La extensa tarea de relevamiento y sistematización de información de un período de poco más de sesenta años (sellos, títulos publicados, autores, lenguas de origen, traductores, inscripciones políticas, géneros, respaldos financieros, librerías, imprentas, etc.) sobre la que se funda este trabajo busca no sólo permitirnos objetivar el espacio de la edición judía de Buenos Aires, sino también sentar una base firme para explorar los principios que estructuraron la producción editorial y comprender las ideas que guiaban las distintas apuestas editoriales. Las fuentes son muy diversas: catálogos de bibliotecas y de libreros anticuarios, bibliotecas privadas, archivos personales y hemerotecas, memorias y entrevistas. Cada uno de los capítulos que integran este libro propone temas, escalas y aproximaciones que apuntan a ofrecernos en conjunto un análisis abarcativo de los fundamentos sociales de la producción y circulación de libros judíos en Buenos Aires. Pese a haber sido diseñada para la indagación de este objeto en especial, esta propuesta teórico-metodológica pretende ir más allá, para así

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contribuir a la ampliación del horizonte de debates en el campo de estudios sobre el libro y la edición. Los capítulos siguen una secuencia lógica que responde a este propósito, pero preservan suficiente autonomía para ser leídos de manera independiente. El primero traza un panorama sintético de algunos aspectos clave de la historia judía moderna y, en especial, de la edición judía en Europa. Esta entrada no es meramente contextual. Como intentaremos demostrar a lo largo del libro, los principios que organizan la producción y circulación de libros judíos de Buenos Aires no pueden ser comprendidos sino a condición de inscribirlos en una geografía transnacional y en una historia de larga duración. Sobre el trasfondo delineado en el capítulo 1, los tres siguientes reconstruyen la historia de la edición judía en Buenos Aires entre finales de la década de 1910 y mediados de la de 1970. El capítulo 2 estudia el panorama editorial en lengua ídish, prestando particular atención a los efectos del Holocausto en las lógicas de producción y circulación de libros, y en el reposicionamiento de Buenos Aires en la geografía transnacional de la cultura ídish. Los capítulos 3 y 4 centran su atención en los libros judíos en lengua castellana. Mientras el tercero aborda el período de entreguerras examinando las preocupaciones e ideales que animaron los primeros ensayos de traducción, el cuarto describe una etapa marcada por el ascenso del antisemitismo, la guerra mundial, el Holocausto y la creación del Estado de Israel. Esta etapa comienza a finales de la década de 1930 y concluye al promediar la década de 1970, con el ya mencionado declive de los principales proyectos de edición. Entre otros aspectos, los capítulos 2, 3 y 4 analizan los modos en que las iniciativas editoriales de Buenos Aires funcionaron como mediadoras y difusoras de la producción cultural de los centros de los Estados Unidos, Europa o Israel. El capítulo 5 añade un plano más a la comprensión de la formación de repertorios editoriales. En este caso analizamos, a partir la experiencia de una editorial en especial, las formas en que las trayectorias sociales de los editores se plasmaron en sus elecciones de temas, autores y obras, y por lo tanto se materializaron en un proyecto político-cultural. Esta aproximación se propone insertar y destacar el papel decisivo de estos actores en el cuadro más

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extenso de la edición, cuyos planos transnacional y local describimos en los capítulos anteriores. El capítulo 6 vuelve a tomar distancia para así identificar y comprender el papel de otros actores fundamentales del mundo del libro. Este nuevo punto de vista nos permite reinsertar a editores y editoriales dentro de las tramas que posibilitaron la producción y circulación de libros judíos, y descubrir un espacio diferenciado, con sus propios actores y lógicas, dentro del más amplio espectro editorial argentino. Como parte de este análisis, el capítulo inscribe a algunos de estos actores en el plano urbano de la ciudad a fin de visualizar la dimensión espacial del universo del libro y ponderar la importancia de su relación con la producción cultural. Por último, el séptimo capítulo se centra en un evento anual clave para nuestro análisis: el Mes del Libro Judío. Su estudio durante un período de poco más de dos décadas nos permite interrogar la dinámica política y los cambios idiomáticos, así como las controversias en torno a la definición de “libro judío” que caracterizaron la vida de esa colectividad en Buenos Aires durante el cuarto de siglo posterior al Holocausto. Este trabajo toma al libro como vía de acceso a la cultura judía argentina del siglo XX, como un medio para recuperar figuras y mundos culturales perdidos, y resucitar batallas políticas actualmente apenas recordadas pero que a lo largo de décadas apasionaron a muchos y definieron los destinos de la comunidad. Por ese camino nos acercaremos al menos un poco a las sensibilidades e intereses de un universo anónimo de lectores que se alimentaron de temas y autores lejanos e incluso, como los padres de Hebe, en una lengua hoy en día igual de lejana. Además, se ocupa del libro en sí mismo, de la fe depositada en él como emblema y vehícu­lo de valores políticos y culturales, de la creencia en sus páginas como medio inigualable para recrear y afirmar una identidad, y de las prácticas que se desplegaron en torno a él. Como bien apunta Robert Darnton (1992), los libros no se limitan a contar la historia, también la hacen.

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