Una entrevista imaginaria con García Márquez

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Descripción

UNA ENTREVISTA IMAGINARIA CON GARCÍA MÁRQUEZ

Hace poco usted dijo que los narradores deberían poner una bibliografía al final de sus obras, como los ensayistas, es decir que la literatura se hace sobre todo a partir de la literatura y cualquier libro se basa en otros libros. Me imagino que los suyos no son la excepción... No, desde luego... Yo escribí, por ejemplo, “El mar del tiempo perdido” a partir de un cuento de James Thurber, “El unicornio en el jardín”. Al principio de este relato un hombre despierta a su mujer para decirle que acaba de ver un unicornio en el jardín, pero ella no le hace caso y sigue durmiendo. Es una escena misógina, se ha dicho, porque las mujeres aparecen como seres prosaicos: lo fantástico no les interesa, tampoco la poesía. Al final de mi cuento yo reescribí esta escena, pues Esteban le quiere contar a su mujer todo lo que ha visto bajo el mar, cuando se sumergió con el gringo, pero ella le dice: “Ya vas a empezar otra vez con tus cosas” y se da la vuelta en la cama y sigue durmiendo. Se me ha acusado de misoginia por haber escrito esta escena. Yo reconozco que las mujeres me parecen muchas veces más prácticas que los hombres. En Colombia los hombres dejaban a sus familias y se iban a la guerra, mientras que las mujeres se quedaban en su casa con los hijos y se ocupaban de todo. . .

También se ha dicho que “Un señor muy viejo con unas alas enormes” se basa en “El ángel caído”, un cuento de Amado Nervo Es cierto. Yo reescribí deliberadamente el cuento de Amado Nervo. A mí nunca me gustó y por eso me puse a escribir mi propia versión. Parece una parodia, porque las correspondencias son bastante obvias. En ambos relatos, los ángeles caen del cielo y aterrizan muy mal; el de Nervo se lastima un ala y yace despatarrado y sangrante, mientras que al mío lo encuentran boca abajo y aleteando en un lodazal; ambos tienen problemas para comunicarse con la gente, pues el de Nervo habla el idioma de los ángeles que sólo algunos niños comprenden, y el mío casi no habla nunca y cuando habla, tampoco se le entiende. Al final, ambos vuelven a volar y se van, después de haber pasado una temporada con una familia del pueblo. Hay otras semejanzas, pero las diferencias me parecen mucho más importantes. El ángel de Nervo es joven y hermoso e inspira compasión al principio y luego simpatía, en tanto que el mío es viejo, y Pelayo y su mujer lo echan a un gallinero; es cierto que no lo matan a palos, como aconsejaba una vecina, pero tampoco se muestran muy amables o compasivos con él; el de Nervo andaba tranquilamente por toda la casa, y al mío en cambio lo echaban a escobazos de la sala o de la cocina; en el cuento de Nervo, los niños que encuentran al ángel lo protegen y, por ejemplo, le ponen sandalias para que no se lastime los pies, mientras que en mi cuento el hijo de Pelayo lo somete a todo tipo de vejaciones; además, los vecinos lo tratan como a un animal de circo, los enfermos le arrancan plumas para frotarse con ellas e incluso el padre Gonzaga lo mira con desconfianza porque no sabe latín y no se parece mucho a los ángeles que ha visto en algunos cuadros. No es extraño por eso que el ángel de Nervo se lleve a los pequeños cuando vuelve a volar y que incluso regresa por su madre, mientras que el mío se va solo. Otra diferencia importante es que el ángel de Nervo no llama la atención en el pueblo,

mientras que el mío se convierte en una atracción que Pelayo aprovecha para enriquecerse. Cuando el primero camina por el pueblo con un niño, nadie les presta atención, salvo otros niños y un poeta, que los mira pensativamente; los otros no son capaces de percibir esas cosas. Amado Nervo opone la manera de percibir de los niños y los poetas a la del resto de la gente, pero en mi cuento no hay esta distinción... “Blacamán el bueno, vendedor de milagros” está hecho del mismo modo que este cuento, pues para empezar tiene muchos elementos de la novela picaresca: está escrito en primera persona, pues el mismo Blacamán cuenta sus andanzas y desventuras, como el Lazarillo y Pablos, digamos. Todos estos personajes vagan por sus países, padecen hambres –un tema fundamental–, se meten en líos y son persegui- dos; para sobrevivir, aprenden, sobre todo de sus amos, todo tipo de triquiñuelas y embustes; además, hay en sus relatos un característico humor negro y una visión de la sociedad bastante negativa –el populacho es crédulo y supersticioso, los malhechores y bribones abundan, la corrupción prospera– incluso la manera velada en que algunos pícaros denigran a sus padres se encuentra en este cuento, donde Blacamán el bueno asegura que era el único huérfano de padre y madre al que todavía no se le había muerto el papá, y éste se deshace de él a cambio de unas monedas y una baraja para pronosticar adulterios, lo que da a entender que tenía dudas acerca de la autenticidad de su descendencia y que seguramente era un padre postizo, como el de Pablos. Hay algunas diferencias con la picaresca, desde luego, pues el Lazarillo y Pablos cambian varias veces de amo, en tanto que Blacamán sólo tiene uno, y en consecuencia, en vez de una estructura episódica y abierta, su relato es redondo y cerrado, lo que no es sino una manera de decir que en lugar de una novela escribió un cuento. Por último, el pícaro triunfa, mientras que este final quedaba excluido en otra época por el supuesto propósito moralizador del género. En realidad, lo que yo hice es recrear el primer episodio del Lazarillo. Tanto Blacamán (el malo) como el ciego son

charlatanes que se aprovechan de la credulidad de la gente y sobre todo de las mujeres. El ciego sabía oraciones para mujeres malcasadas, para que sus maridos las quisieran bien, para las que no parían, para las que estaban embarazadas, y a éstas les pronosticaban si tendrían niño o niña; por su parte, Blacamán el malo era un curandero de feria que vendía, entre otras cosas, unas gotas que las mujeres supersticiosas les echaban a sus maridos holandeses en la comida, para que se volvieran católicos. Además, tanto Blacamán como el ciego maltratan a sus aprendices, que llegan por eso a odiarlos y al final se vengan de ellos. El ciego le pide a Lázaro que se acerque a un monumento para escuchar un ruido interno y, cuando éste obedece, lo empuja, golpeándole la cabeza contra el pedestal; tiempo después, el muchacho decide desquitarse; pone al ciego frente a un pilar y le dice que salte para salvar un caño; el viejo sigue sus instrucciones y se rompe la cabeza. También en mi cuento hay una venganza, porque Blacamán el malo echa en un pozo a su aprendiz y sólo le da de comer para que no se muera de hambre y siga sufriendo; éste sepulta a su amo cuando muere, pero lo resucita en la tumba para hacerlo sufrir. Por eso una amiga mía piensa que su cuento es una versión de “El barril de amontillado”, de Poe. Tu amiga es muy perspicaz, pues en ambos cuentos el narrador es una persona que se ha vengado de otra y que disfruta plenamente de la venganza, que por cierto se lleva a cabo del mismo modo, pues las víctimas se encuentran al final enterradas vivas. Hay otras semejanzas, pues tanto Montresor como Blacamán el bueno disimulan sus intenciones; el primero insiste en que de ningún modo le dio motivo a Fortunato para que sospechara de su buena voluntad hacia él, y Blacamán menciona en algún momento su cara de bobo, que, luego, deducimos, lo ayudó a engañar a su amo. La víctima cae fatalmente en la trampa que se le ha preparado.

Montresor aprovecha que Fortunato por el Carnaval se encuentra tomado. Sabe que se creía un connaisseur, y le pide su opinión sobre un barril de amontillado; insinúa que puede consultar a un rival de su víctima y en esa forma lo atrae a las catacumbas de su palacio, donde tenía todo preparado para emparedarlo. Por su parte, Blacamán el malo se ganaba la vida con un acto de resurrección, pues tenía una víbora supuestamente venenosa que lo mordía, él caía al suelo retorciéndose y cuando parecía que ya se iba a morir, tomaba un antídoto y se recuperaba; por eso era de esperarse que aprovechara el poder adquirido por su ayudante de resucitar animales y personas para perfeccionar su número. Se envenena en público y muere, confiado en que su ayudante lo hará volver a la vida, pero éste sólo lo revive después de enterrarlo en un mausoleo blindado. Hay varias diferencias también, pues en el cuento de Poe no se les da importancia a los antecedentes de la venganza y en el mío se les dedica bastante espacio; Montresor no aclara en qué forma lo ofendió Fortunato, mientras que Blacamán el bueno describe los tormentos a que lo sometió Blacamán el malo, primero al buscar aplicaciones prácticas para la electricidad del sufrimiento, pues había inventado una máquina de coser que funcionaba conectada con unas ventosas a la parte del cuerpo en que se tuviera un dolor, y luego porque lo acusaba de haberle traído mala suerte. Además, Montresor menciona desde el comienzo que ha decidido vengarse de Fortunato, mientras que Blacamán el bueno no revela sus intenciones, sino cuando ya se ha vengado. Tal vez la principal diferencia radica en que “El barril de amontillado” es un relato de horror, en tanto que “Blacamán el bueno, vendedor de milagros” más bien resulta divertido. En fin, su cuento es a la vez una versión del de Poe y del primer episodio del Lazarillo... Sí, pero mi cuento se distingue de esos relatos por lo fantástico, que consiste sobre todo en el poder adquirido por el narrador de resucitar a los muertos y de sanar a los enfer-

mos, ya que ni en el cuento de Poe ni en la novela picaresca hay nada de sobrenatural. Lo que yo te quería decir es que la manera en que Blacamán el bueno se vale de ese poder para vengarse de su amo, su estratagema, procede de una de las historias del Popol Vuh. En ese libro se relata cómo los gemelos Hunahpú e Ixbalanqué eliminaron a los señores de Xibalbá, una región subterránea poblada por espíritus malignos, que ha sido comparada con el infierno, pero que en realidad se parece más al Mictlán de los aztecas y al Hades de los griegos. Los mellizos aparecen como unos saltimbanquis que cantaban y bailaban las danzas rituales de los mayas, como el baile del Chitic, que requiere zancos; además, realizaban diversos actos de magia, de los cuales el más espectacular consistía en que uno de ellos mataba al otro y luego lo resucitaba. Los señores de Xibalbá oyen hablar de ellos y los invitan a que actúen en su presencia. Los gemelos cantan y bailan al principio, pero luego proceden a demostrar sus poderes; primero despedazan un perro, pero lo resucitan en seguida lleno de alegría y moviendo la cola; después, hacen lo mismo con un hombre, al que le arrancan el corazón, pero más tarde le devuelven la vida. Los señores de Xibalbá les piden que se sacrifiquen a sí mismos, y ellos acceden. Hunahpú es sacrificado por Ixbalanqué, que primero le corta los brazos y las piernas, luego la cabeza y por último le arranca el corazón, que arroja sobre la hierba; acto seguido, Ixbalanqué le ordena que reviva, y el muerto se recobra. Al final, los señores de Xibalbá se dejan matar, esperando que los gemelos los resuciten... Entonces su cuento es una combinación de elementos del Popol Vuh, “El barril de amontillado” de Poe y el primer episodio del Lazarillo y en general de la picaresca; es decir, que se sitúa dentro de la tradición española, pero asimila, por un lado, la narrativa indígena y, por otro, la literatura moderna. Por supuesto yo no me propuse hacerlo así; por lo menos, no de un modo consciente, no de un modo completamente

consciente. Quisiera que habláramos un poco de Cien años de soledad, si no tiene inconveniente. Hay algunos pasajes que me recuerdan mucho La metamorfosis de Kafka. El protagonista de este relato despierta una mañana y se encuentra convertido en un enorme insecto; esto le preocupa porque en ese estado no podrá realizar un viaje que le habían pedido que hiciera en la empresa donde trabaja; en fin, se ha visto ahí una sátira del sentido del deber de los alemanes, porque ni siquiera en circunstancias excepcionales Samsa deja de pensar como empleado; la reacción de Fernanda ante la ascensión de Remedios es parecida, porque sólo lamenta que se llevara sus sábanas; ambos reaccionan ante lo fantástico como si fuera común. Samsa se comporta como si tuviera un resfriado, y Fernanda como si Remedios simplemente se hubiera fugado. La metamorfosis influyó mucho en mí, porque a medida que leía yo ese libro, me iban dando muchos deseos de escribir. Eso en parte se debe a que me recordaba otros relatos que yo había oído de niño o que había leído, pero que se basan en nuestra literatura oral. Por ejemplo, José Félix Fuenmayor escribió un cuento en el que hay una mujer que se convierte por las noches en una puerca y se mete a comer legumbres en las huertas del pueblo; el poder de esa mujer es muy grande, porque puede cambiar de forma, pero la transformación resulta denigrante y ridícula; además, no le sirve de mucho, porque la mujer vive pobremente y el cambio de cuerpo ni siquiera la protege, ya que primero le dan un machetazo que la deja postrada varios días y luego desaparece y se da a entender que murió en sus correrías. En ese mismo cuento, se menciona otra mujer que se enganchaba un garabato en salva sea la parte y se volvía zorra. Yo creo que hay varios personajes parecidos en Cien años de soledad y en mis cuentos. Son personajes que tienen algo extraordinario, pero que no por eso consiguen rebasar sus limitaciones. El padre Antonio Isabel se podía elevar treinta centímetros del suelo tomándose

una tacita de chocolate, pero sólo usaba ese poder, bastante modesto, desde luego, para recaudar fondos para la construcción de una iglesia; los gitanos que visitaban Macondo tenían una estera voladora, pero al parecer no se daban cuenta de sus posibilidades, ya que para ellos era una de tantas atracciones de feria, y lo mismo pasa con los contrabandistas holandeses que para burlar a la policía usaban “supositorios de evasión”. En cierta forma, La metamorfosis inaugura un tipo de relato en que lo fantástico no se encuentra al final, sino al principio, en que no es la conclusión sino una premisa, pero esto sólo dentro de la literatura escrita, porque en la oral ya se encontraba. Kafka simplemente lo puso de moda dentro de la literatura escrita. Los críticos que se han ocupado de las fuentes de Cien años de soledad más bien han olvidado el folklore. ¿Recuerda usted algún pasaje relacionado con la literatura oral? Las asociaciones de los críticos son a menudo demasiado librescas. El fortachón José Arcadio Buendía, que tenía tatuada en el miembro una maraña de letreros rojos y azules en diferentes idiomas, ha sido relacionado con algunos personajes de Pantagruel. Por supuesto, yo había leído a Rabelai s, pero antes de eso también había escuchado innumerables historias, como la del marinero que tenía tatuada en el miembro la enigmática palabra “recopla”, cuyo sentido sólo se aclaraba cuando tenía una erección, pues entonces se leía recuerdos de constantinopla. ¿Y el folklore influyó también en la manera de contar y no sólo en lo que a veces cuenta? Desde luego. El episodio de la peste de insomnio no es, por ejemplo, sino un relato mítico. A mí me ha sorprendido siempre que nadie se haya dado cuenta de que, así como la historia de la Torre de Babel explica la diversidad de lenguas, el episodio del insomnio muestra la importancia de la fotografía para la memoria de un pueblo. La epidemia de insomnio es

en realidad de amnesia, porque los enfermos comienzan por olvidar su infancia, luego el nombre y la noción de las cosas y al final no reconocen a nadie y pierden también su propia identidad. Antes de que esta enfermedad aparezca en Macondo, una pareja de indios llega al pueblo huyendo de la plaga que ya había hecho estragos entre su gente, y esto me parece muy significativo, porque en cierta forma los indios han perdido la memoria a consecuencia de la Conquista, ya que los españoles quemaron sus jeroglíficos y así los indios olvidaron las crónicas de sus peregrinaciones y las genealogías de sus reyes. Como se les impuso una religión y una lengua, han acabado perdiendo su identidad. Por otra parte, cuando los habitantes de Macondo comienzan a padecer la enfermedad y a olvidar las cosas, José Arcadio les pone a los objetos etiquetas con sus nombres, y esto también me parece significativo porque antes de la invención de la fotografía la escritura era la única forma de conservar los recuerdos. Además, la peste termina casualmente cuando Melquiades regresa al pueblo para establecer un taller de daguerrotipia. Ya que hablamos de las fuentes de Cien años de soledad, le diré que a mí su novela me recuerda una tira cómica, Li’l Abner, dibujada por Al Capp y que por lo menos en México era conocida como Mamá Cachimba. Para empezar, los personajes de ese cómic viven en un pueblo aislado, como Macondo, y a menudo toman lo increíble como si fuera natural. Además, son muy parecidos a los de su novela, pues Mauricio Babilonia, a quien seguía una nube de mariposas amarillas, se parece a un personaje de Al Capp a quien seguía una nubecita que en ciertas ocasiones se ponía negra, le llovía y hasta le echaba rayos; la sensual, pero harapienta Daisy Mae y la linda Moonbeam McSwine, que comía jabón, pero no se bañaba y vivía con sus puercos, se confunden en Remedios, la bella; incluso me parece que Mamá Cachimba (o Mamie Yokum), pequeña pero dotada de fuerza hercúlea, puede haber sido el modelo de los personajes femeninos de Cien años de soledad que se caracterizan por

su energía... No me había dado cuenta, pero me parece que puede ser; en todo caso, yo leía de vez en cuando la tira cómica de Al Capp y me gustaba mucho; es posible que influyera en mí sin que yo me diera cuenta de ello; el mundo de Al Capp es parecido al de Faulkner. En fin, los lectores de un libro encuentran muchas veces relaciones con otras obras en que el autor no había reparado, pero que son completamente admisibles. Para terminar, quisiera saber si le molesta que lo comparen con Groucho Marx, pues alguien me dijo que hace años a usted le decían así, Groucho Marx. [Como respuesta, García Márquez me hizo un gesto completamente marxista y los fantasmas de Chico y Harpo se materializaron por un momento a su lado].

Publicada en la Revista de la Universidad de México (Junio 1989) y recogida en mi libro Versiones. México: Conaculta, 2000, reeditado por el Instituto Veracruzano de Cultura en 2014.

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