Una doble y única lectura de “Una doble y única mujer” de Pablo Palacio

July 24, 2017 | Autor: Michael Handelsman | Categoría: Literatura Ecuatoriana, Pablo Palacio
Share Embed


Descripción

Una doble y única lectura de “Una doble y única mujer” de Pablo Palacio 1

Introducción De lo mucho que se ha escrito de la obra narrativa de Pablo Palacio (1906-1947), parece haber un consenso general sobre este narrador ecuatoriano y su proyecto de desacreditar la realidad. Tales críticos como Carrión, Adoum, Donoso Pareja, Robles, Rufinelli, Ubidia, Corral y Fernández, por ejemplo, comparten la idea de que Palacio “se había propuesto desechar los valores dominantes en la sociedad ecuatoriana de los años 20 y 30, por considerarlos en franca contradicción con las formas del ser nacional. . . . [Palacio] adopta una perspectiva crítica ante el mundo que lo rodea, con intenciones de rechazar todo aquello que considera despreciable en su medio. . . .[Y] su narrativa pretende expresar el ‘descrédito de la realidad’” (Fernández 219). 2 A diferencia de sus contemporáneos que definieron esa realidad primordialmente en términos de la vida del campo para así dar forma al realismo social ecuatoriano, Palacio se dirigió a la ciudad y, como Donoso Pareja ha señalado, fue “el único de los narradores de esa época que asume su condición de pequeño burgués intelectual, y es esa la primera realidad que tiene que desacreditar, enfrentándola” (Los grandes de la década del 30, 32-33). Lejos de pretender reivindicar y resaltar los derechos de grupos sociales subordinados, ora por su origen étnico, ora por su clase social, Palacio prefirió poner en tela de juicio el concepto mismo del realismo y la función de la literatura que prevalecían en el Ecuador durante su época. Es decir, mientras que sus contemporáneos más destacados de la literatura nacional (e.g., Icaza, Gallegos 1

Este ensayo se publicó originalmente en Kipus, 11 (primer semestre, 2000), 69-80. El interés crítico que se ha dedicado a la obra de Pablo Palacio desde hace unas décadas tanto en el Ecuador como en otros países parecía haber llegado a su expresión más completa cuando María del Carmen Fernández publicó en 1991 su El realismo abierto de Pablo Palacio: En la encrucijada de los 30. Fernández recogió muchas de las ideas críticas dispersas que se habían planteado anteriormente, completándolas con una investigación exhaustiva de documentos desconocidos y algunas reflexiones frescas que han logrado iluminar toda una época sociohistórica en que Palacio participó como innovador de las letras nacionales y latinoamericanas. 2

2

Lara, Aguilera Malta, Pareja Diezcanseco) terminaron mistificando a sus personajes dentro de un discurso de protesta social, Palacio optó por desmitificar y desmantelar toda una sociedad urbana que él consideraba huera, falsa e injusta. Por eso, se ha insistido que el proyecto palaciano . . . estaba empeñado en negar el valor de una producción artística nacional que, pretendiendo copiar la realidad, ocultaba la vacuidad del ambiente y adjudicaba a los personajes unas vivencias y una personalidad que no les correspondían. No sería, pues, por ignorancia o por descuido por lo que Palacio había decidido insistir en los aspectos “vulgares” de la realidad, sino porque con ello lanzaba a la cultura oficial una provocación que evidenciaba la falta de correspondencia entre las manifestaciones literarias importadas al uso y unos personajes nacionales que distaban de encajar en ellas. (Fernández 174). Además de ese descrédito de la realidad que los críticos han resaltado como característica fundamental en la obra de Palacio, se ha destacado también su modernidad. Aunque no es nuestro propósito aquí entrar en mayores detalles sobre los diversos elementos que califican a Palacio como escritor moderno, ni tampoco deseamos matizar en esta oportunidad definiciones sobre la modernidad, vale recordar que Palacio “aboga por una ciudad moderna y por un hombre nuevo que no se identifique ya con la ideología feudalizante, con los engañosos símbolos religiosos y espirituales que no le permiten reconocer sus miserias y lo mantienen en conformidad con ella” (Fernández 234). También, hace falta tomar en cuenta su modo de narrar. Al invertir y subvertir cánones tanto sociales como literarios, Palacio fue uno de los primeros narradores de América Latina que cultivó lo que Donoso Pareja ha llamado “el realismo abierto”.

3

Es decir, un realismo abierto a múltiples interpretaciones ya que el mundo palaciano ha sido el producto de un discurso hondamente metafórico. Como es de suponer, el carácter metafórico de la obra de Palacio requiere a un lector, también, moderno. Es así que Donoso Pareja ha constatado que “su vía comunicativa es la connotación, haciendo que el lector entre a cumplir su función narrativa dentro del signo literario, es decir, la de completador de su dimensión significativa; más precisamente: su función de narratario” (Nuevo realismo ecuatoriano: La novela después del 30, 14). De hecho, este aspecto connotativo ha permitido en no poca medida que desde los años 20 y 30 la narrativa palaciana continúe evolucionando y adquiriendo nuevos sentidos. No estará de más citar una vez más a Donoso Pareja quien ha recalcado: Que el tiempo y ese alguien que no siguió siendo el mismo después de la lectura, no las promociones inmediatistas, son los que permiten que los textos verdaderos viajen a través del tiempo y el espacio, sigan viviendo renovados cada vez por las lecturas sucesivas, por los cambios que también se producen en ese narratario que lo enriquece a partir de la riqueza que la propia escritura proyecta y, con los lectores, expande. (Recopilación de textos sobre Pablo Palacio, 27) Nuestra lectura de “La doble y única mujer”—uno de los cuentos que forma parte de Un hombre muerto a puntapiés que Palacio había publicado en 1927—, se inserta precisamente dentro de esta dinámica que invita al lector a asumir un papel creativo y activo “a través del tiempo y espacio”. En efecto, la “doble y única lectura” anunciada en el título del análisis que aquí ofrecemos es doblemente doble. Por una parte, presentaremos dos lecturas complementarias: una feminista y otra en que exploraremos posibles contenidos relacionados

4

con el homosexualismo. Por otra parte, trabajaremos simultáneamente en dos tiempos y dos espacios, que también consideramos complementarios. Es decir, este análisis se moverá entre el tiempo y el espacio de la escritura de 1927 y el tiempo y el espacio de nuestra lectura de 1994. Hemos de insistir que la complementariedad entre el feminismo y el homosexualismo junto con la complementariedad que existe entre la escritura de Palacio y una lectura actual produce una coherencia dentro de una multiplicidad de perspectivas y contextos supuestamente distintos y contradictorios. Mientras ciertos grupos de los diferentes feminismos del mundo entero han denunciado las injusticias socioeconómicas inherentes a las relaciones tradicionales entre hombres y mujeres, por ejemplo, se ha despertado paralelamente en algunos sectores del mundo un cuestionamiento del heterosexualismo como única forma legítima de vivir. Aunque parezca una perogrullada, vale recordar que esta misma interacción espontánea de intereses también se vislumbra de una manera parecida al nivel de la escritura y lectura de un texto. Enfoques y planteamientos críticos posteriores y muy distantes de la escritura original pueden crear relaciones inesperadamente estrechas entre el autor y sus lectores nuevos que para las generaciones anteriores habrían sido inaccesibles. 3 Esta misma complementariedad y coherencia se patentizan en nuestro análisis de “La doble y única mujer”. Partimos de la idea de que al referirse a una “única mujer” se está destacando sobre todo la unidad del personaje fragmentado y múltiple y no sólo su singularidad o aislamiento social. Como se verá a continuación, el personaje doble con todas sus contradicciones es un ser completo y total que nos 3

Este concepto tiene su base teórica en las ideas de Iser quien ha observado: “If interpretation has set itself the task of conveying the meaning of a literary text, obviously the text itself cannot have already formulated that meaning. How can the meaning possibly be experienced if—as is always assumed by the classical norm of interpretation—it is already there merely waiting for a referential exposition? As meaning arises out of the process of actualization, the interpreter should perhaps pay more attention to the process than to the product. His object should therefore be, not to explain a work, but to reveal the conditions that bring about its various possible effects. If he clarifies the potential of a text, he will no longer fall into the fatal trap of trying to impose one meaning on his reader, as if that were the right, or at least the best, interpretation” (The Act of Reading: A Theory of Aesthetic Response, 18).

5

obliga a descubrirlo en medio de los signos externos engañosos que parecen resaltar su supuesta condición de monstruo o aberración social. No ha de ser una mera casualidad que se lea repetidamente en el cuento que “existe dentro de este cuerpo doble . . . una perfecta unicidad . . .”(45). De manera que, nuestras dos lecturas complementarias apuntan a un mismo fin—al examinar la medida en que esta doble mujer es una, pretendemos demostrar que la aparente anormalidad del personaje del cuento es normal (i.e., legítima y natural) ante toda una tradición de modelos sociales supuestamente normales que, en el fondo, son realmente anormales (i.e., arbitrarios y falsos) y los que Palacio había rechazado precisamente por ser caricaturas incompletas y simplistas (o sea, carentes de unicidad). Al respecto, Carrión ya había revelado gran intuición en su ensayo sobre Palacio publicado en 1930 (Mapa de América) al observar: “Nos da una sensación de anormalidad NORMAL” (en Cinco estudios y dieciséis notas sobre Pablo Palacio, 43). Contextos críticos de “La doble y única mujer” Ya hemos indicado arriba que “La doble y única mujer” es uno de los cuentos incitantes del submundo de Un hombre muerto a puntapiés. Esta colección de cuentos sacudió a los lectores del Ecuador por haberlos acercado a tipos sociales que muchos hubieran preferido dejar tapados. De hecho, todavía en 1958 se insistía que Pablo Palacio publica un libro de cuentos tremendos, ninguno de los cuales, por esfuerzos que se haga, nos deja ver nada que sea propio de nuestro país. Subjetividad pura . . . no hay en él un solo personaje que nos infunda el orgullo de la dignidad humana. . . . [Palacio] no hace sino trasplantar a nuestra literatura ideas y conceptos que no coinciden con

6

nuestra verdad nacional y la obligación de ponerse a tono con las necesidades de la patria y la humanidad. (Edmundo Ribadeneira, Cinco estudios y dieciséis notas sobre Pablo Palacio, 81) Con el tiempo, sin embargo, muchos lectores comenzaron a sentirse atraídos por ese mundo palaciano, casi siempre poniendo de relieve su singularidad. Abdón Ubidia ha comentado, por ejemplo, que “Palacio nos entrega . . . un conjunto de seres que pueden ser agrupados bajo un denominador común: la singularidad. Todos son singulares, y a causa de ello sufren el acoso cruel y despiadado de quienes les rodean. Allí encontramos al homosexual, al demente, al impotente, al sifilítico, y en . . . ‘La doble y única mujer’, a un ‘ser único’ que no tiene cabida en el reino de los humanos, y que es una extraña simbiosis de dos mujeres cuyos intereses siempre son contrapuestos” (28). Aunque la naturaleza enigmática de “La doble y única mujer” ha provocado muchos comentarios, éstos rara vez se han expresado en términos que no hayan sido generales e imprecisos acerca de la ya mencionada singularidad cuyo origen surge de la marginalidad social del personaje central del cuento. Ruffinelli muestra esta tendencia al observar que “el personaje cuenta su vida singular, la condición de ser dos mujeres en una. El relato admite la lectura fantástica (basada en un fenómeno real: los hermanos siameses) pero también admite la lectura metafórica en cuanto esta ‘doble y única mujer’ constituye una excepción, la categoría de lo diferente, y en ese sentido alude a la voluntad del escritor por escapar de la uniformación burguesa y acogerse a la diferencia del excéntrico, del único, del singular” (en Donoso Pareja, Recopilación de textos sobre Pablo Palacio, 148). Ubidia ha sido uno de los pocos lectores de “La doble y única mujer” que ha tratado de dilucidad con cierta precisión un posible significado del cuento más sugerente que los de

7

costumbre. Combinando la biografía de Palacio con su mundo narrativo, Ubidia ha visto en el personaje doble, cuya voz narrativa hace una distinción entre su Yo-primera y su Yo-segunda, una especie de lucha psicológica entre Palacio y su madre que lo había abandonado a una temprana edad. Recordemos someramente que el cuento trata de una figura con dos cuerpos conectados en la columna vertebral: “Tengo dos cabezas, cuatro brazos, cuatro senos, cuatro piernas, y me han dicho que mis columnas vertebrales, dos hasta la altura de los omóplatos, se unen allí para seguir—robustecida—hasta la región coxígea” (43). Aunque se ven dos cuerpos y se podría asumir que existen dos seres independientes, toda la narración viene de Yo-primera quien explica que había vencido a su Yo-segunda “produciéndose entre nosotras, desde mi triunfo, una superioridad inequívoca de mi parte primera sobre mi segunda y formándose la unidad” . . . (44). En efecto, el cuento traza la lucha entre las dos mujeres que, según Yo-primera, es una sola. El análisis de Ubidia, sin embargo, ha dejado a un lado la insistencia del personaje en su unicidad y se ha concentrado más bien “en la relación de Yo-primera y Yo-segunda” donde “hemos de ver el especial conflicto del joven Palacio con su madre. Yo-segunda será pues esa madre ‘pecadora’ y silenciosa que él arrastra como un fardo, y que mira en dirección opuesta como negándolo siempre” (32). Pese a este esfuerzo loable por interpretar el texto de Palacio con la precisión ya señalada, y aunque los aspectos biográficos de Palacio pueden ser útiles en un trabajo crítico, para los propósitos de este estudio, no deseamos detenernos en el plano biográfico. Es decir, si bien es cierto que el haber sido un hijo ilegítimo junto con el abandono materno y, más tarde, su eventual destrucción por haber contraído la sífilis, contribuyeron al desdén que Palacio sentía hacia algunos valores canónicos propios de esa burguesía falsa e hipócrita que tantas veces

8

denunció en su obra, lo primordial que hemos de destacar, y lo que constituye nuestro punto de partida crítico en este análisis, es que la frustración, la amargura y la enajenación tan patentes en la narrativa palaciana son metáforas (y no referencias autobiográficas, propiamente) empleadas para subvertir todo un sistema social que encubre y tergiversa la naturaleza múltiple y contradictoria de la vida humana. La supuesta anormalidad, marginalidad o singularidad de sus personajes pueden interpretarse no solamente como un esfuerzo por desacreditar sino, también, como un esfuerzo por buscar y legitimar alternativas nuevas en lo que respecta a las relaciones tradicionales entre hombres y mujeres por un lado, y el heterosexualismo por el otro. Es fundamental recordar que la supuesta anormalidad o perversidad de los personajes de Palacio no son casos aislados producidos en un vacío biológico o psicológico deformado. El contexto es sociohistórico y, por lo tanto, lo anormal revierte a una sociedad conceptualizada arbitrariamente sobre modelos sociales incompletos e imposibles en muchos casos. Por lo tanto, en su mundo narrativo, Palacio arremetió contra la arbitrariedad, la injusticia y la naturaleza destructiva de la familia tradicional y el amor heterosexual como únicas posibilidades mediante las cuales la persona podría realizarse. 4 El descrédito palaciano tantas veces destacado por los lectores se debe en gran parte, entonces, a la insinuación de que existen (o deben existir) otros comportamientos y maneras de vivir que se encuentran todavía aplastados y negados por los sectores hegemónicos de la sociedad ecuatoriana. Comenzando con la caracterización de la mujer en Palacio, se vislumbra un proceso de desmitificación dentro de la frustración y angustia de los personajes masculinos que insisten en 4

La observación de Ruffinelli sobre el cuento palaciano titulado “El antropófago” es pertinente aquí. “No se trata de leerlo desde el punto de vista del realismo. Lo que él cuestiona es la justicia represora, aquella justicia cuya función consiste en limitar los impulsos, los instintos, la libertad del ciudadano. . . . Más aún: si para expresar esta protesta ante la realidad ha debido utilizar figurativamente un caso ‘límite’—el del antropófago—es muy probable que de paso esté atacando un mito burgués (la paternidad), una sensibilidad burguesa (la correspondiente al ethos, familiar), una serie de valores de clase, en suma” (en Donoso Pareja, Recopilación de textos sobre Pablo Palacio, 147).

9

encontrar un ideal femenino ausente. Palacio desconfiaba del mito de la maternidad como un sine qua non y parece haber comprendido su artificialidad. En términos más generales, vale recordar que “la imaginación masculina inicialmente seleccionó y abstrajo la maternidad para hacer de ella la esencia exclusiva de su identidad. El signo madre, entonces, la mutiló y la fijó en una fertilidad que hizo de ella una Mujer-Matriz” (Guerra-Cunningham 6). Por otra parte, parece que toda la obra de Palacio apunta hacia la noción de que “women have always been personae, characters, literary creations, both inside and outside of fiction, continually fantasized, fabricated, and counterfeited. We have alternatively believed them to be a great deal more or considerably less than what they are” (Magnarelli 15). En efecto, lo que suele llamarse “mujer” es sobre todo una invención del hombre que para Palacio y sus personajes ficticios solamente les ha causado dolor y sufrimiento. María del Carmen Fernández ha comentado la relación que existe entre la esterilidad de la vida de los personajes de Palacio y la ausencia del amor. Casi todos, “desencantados ante una realidad monótona, estéril y con dudosas perspectivas de transformación política, intentan deshacerse de su soledad por medio de la comunicación que supone una relación amorosa” (264). Puesto que los conceptos que los personajes manejan acerca de la mujer ideal y las relaciones entre hombres y mujeres se fundamentan en distorsiones y falsedades, el fracaso es inevitable en cuanto a esa búsqueda de la comunicación. Por un lado, los personajes como el Teniente de la novela, Débora (1927), se pierden en la inactividad mientras esperan encontrar a la mujer reivindicadora que no existe fuera de la imaginación. Por otro lado, y esto es lo que más interesa poner de relieve en nuestro estudio, de este fracaso surge una frustración que conduce a diversos hombres a comportamientos sádicos y misóginos respecto a su manera de tratar a las mujeres del mundo palaciano. Al referirse al cuento titulado, “Una mujer y luego

10

pollo frito” (1929), por ejemplo, Humberto E. Robles ha puntualizado con mucha razón que “No hay un sentimiento de bondad ni caridad. Se censuran las debilidades humanas con la crueldad y el desprecio mordaz del amargado, con el desvarío del delirante que anda en caza de algo que apacigüe su descompostura y redima su desarraigo espiritual” (Pablo Palacio: el anhelo insatisfecho”, 152). Frente al mito falso y ausente de la mujer ideal, Palacio demuestra que en vez de modificar conceptos viejos, el hombre termina castigando a la mujer por no ser lo que él quiere que sea. La crueldad a que Robles se ha referido al comentar “Una mujer y luego pollo frito”, es el resultado de una lucha en que el personaje hace todo lo posible para dominar a una mujer recién conocida que ni siquiera le gustaba a él: “la mujer de quien voy a hablar hacía una facha ridícula con sus pies demasiado largos . . .” (210). Al mismo tiempo, este personaje confiesa que está “luchando siempre con todo ahinco, a brazo partido para dominarla, porque no era mía” (222). Dominar por dominar es su obsesión. De ahí que se lee: “Tenía firme voluntad de emporcarla. Quería un plan sistematizado, recto, orgullosamente hecho, a fin de estirarme sobre ella y hacer mío un rincón de su recuerdo” (217). Recordando la naturaleza connotativa de la obra palaciana ya señalada por Donoso Pareja, no es difícil asociar esta lucha del hombre del cuento con la del hombre en general, que ha insistido en encerrar física y conceptualmente a la mujer en un ente imaginario, arbitrario y parcial. En no poca medida, la innovación de Palacio es haber definido el fracaso del hombre en términos del abismo que existe entre la mujer como un concepto mistificado y la mujer como un ser humano ignorado y olvidado: “Pero su cuerpo estaba lejano de mí y toda tentativa era ya un imposible” (223). La imposibilidad y al distancia mentadas en esta última cita parecen referirse tanto al concepto como al verdadero ser humano. Por ser una invención basada más en la fantasía que en la realidad, encontrar a la mujer-concepto será siempre imposible; el haber

11

maltratado a la verdadera mujer por no ser como el concepto, ha producido el distanciamiento entre el hombre y la mujer. En ambos casos, el resultado final ha sido “la soledad y la incomunicación del individuo” (Fernández 271). De modo que, a diferencia de otros escritores, en su obra de ficción Palacio era profundamente sensible frente a la problematicidad de la mujer. El vacío que él logró superar como narrador se patentiza en una observación hecha por Magnarelli acerca de aquellos escritores que han deformado al personaje femenino en la literatura: “since the female being with whom he comes into contact in the world is neither totally prostituted nor totally a Madonna figure . . . he never manages to comprehend the total woman, the female who is a mixture (as is all humanity). Since he lacks this knowledge, his text truly cannot focus on anything but his imagined projection of one pole or the other . . .” (188). Esta ignorancia es precisamente la que caracteriza a los personajes de Palacio y la que éste denuncia a través de toda su obra. Primera lectura Sin duda alguna, “La doble y única mujer” es uno de los textos en que Palacio mejor aprehende la naturaleza compleja y múltiple de la mujer. Desmitificada como madre santa y fuerza reivindicadora del hombre, Palacio examina a la mujer como producto y víctima de los mismos valores canónicos propios de una sociedad burguesa que ya había postrado al hombre, y la que Palacio no dejó nunca de combatir. Pero, si bien es cierto que la angustia e inoperancia de los personajes masculinos de Palacio generalmente se deben a su insistencia en quedarse dentro de las mitologías falsas, la protagonista de este cuento lucha por comprenderse como una nueva mujer que tiene que crear su propio modelo social y, así, convertirse en dueña de su propia imagen. Su novedad se vislumbra desde el primer instante del cuento cuando ella advierte: “(Ha sido preciso que me adapte a una serie de expresiones difíciles que sólo puedo emplear yo, en mi

12

caso particular. Son necesarias para explicar mis actitudes intelectuales y mis conformaciones naturales, que se presentan de manera extraordinaria, excepcionalmente, al revés de lo que sucede en la mayoría de los ‘animales que ríen’)” (43). La necesidad de adaptarse a expresiones difíciles que sólo pueden ser articuladas por ella parece sugerir una ruptura con viejos patrones conceptuales por un lado, y una plena conciencia de lo arduo que es crear un nuevo discurso propio de su condición particular, por otro lado. Esta mujer nueva es tan extrema en la sociedad ecuatoriana de 1927 que Palacio la presenta como monstruo. Pero su monstruosidad sólo existe en la medida en que se insiste en comprender todo según una óptica y un discurso tradicionales. Por eso, la narradora anota que su manera de pensar y de vivir es diferente a la de los demás. Mediante la ironía típica de Palacio, se entiende que los demás son los verdaderos “animales” (es decir, los raros o los monstruos) ya que ellos son incapaces de aceptar diferentes comportamientos mientras que “ríen” y se burlan de éstos, revelando su insensibilidad y crueldad. De igual manera, y tomando en cuenta lo que Palacio pensaba de las normas sociales imperantes de su época, se patentiza un doble sentido dentro de la actitud aparentemente humilde y modesta de la narradora cuando ella pide disculpas por su discurso y comportamiento raros. (Aquí me permito . . . pedir perdón por todas las incorrecciones que cometeré. Incorrecciones que elevo a la consideración de los gramáticos con el objeto de que se sirvan modificar, para los posibles casos en que pueda repetirse el fenómeno, la muletilla de los pronombres personales, la conjugación de los verbos, los adjetivos posesivos y demostrativos, etc., todo en su parte pertinente. Creo que no está demás, asimismo, hacer extensiva esta petición a los moralistas, en el sentido de que se molesten

13

alargando un poquito su moral y que me cubran y que me perdonen por el cúmulo de inconveniencias atadas naturalmente a ciertos procedimientos que traen consigo las posiciones características que ocupo entre los seres único). (43-44) La petición de la narradora implica mucho más que la tolerancia y comprensión, sin embargo. Se entiende que ella vive en una sociedad cerrada e incapaz de aceptarla puesto que tal aceptación legitimaría otras alternativas en cuanto al vivir y el pensar de la sociedad ecuatoriana. El abismo entre los dos extremos (i.e., la mujer “monstruo” y el orden oficial) sale a flor de piel al leer: Verdaderamente, no sé cómo explicar . . . todo lo relacionado con mi psicología o mi metafísica, aunque esta palabra creo ha sido suprimida completamente, por ahora, del lenguaje filosófico. Esta dificultad, que de seguro no será allanada por nadie, sé que me va a traer el calificativo de desequilibrada porque a pesar de la distancia domina todavía la ingenua filosofía cartesiana, que pretende que para escuchar la verdad basta poner atención a las ideas claras que cada uno tiene dentro de sí, según más o menos lo explica cierto caballero francés; pero como me importa poco la opinión errada de los demás, tengo que decir lo que comprendo y lo que no comprendo de mí misma. (47) Ya lejos de cualquier actitud humilde, la narradora da rienda suelta a su rebeldía, poniendo de relieve su rechazo de todo un sistema filosófico superficial que no puede aprehender la realidad más allá de sus dualismos artificiales y simplistas. Por eso la narradora ha insistido continuamente en su unicidad y totalidad como persona, aclarando

14

perfectamente mi empecinamiento en designarme siempre de la manera en que vengo haciéndolo: yo, y que desbaratará completamente la clasificación de los teratólogos, que han nominado a casos semejantes como monstruos dobles, y que se empecinan, a su vez, en hablar de éstos como si en cada caso fueran dos seres distintos, en plural, ellos. Los teratólogos sólo han atendido a la parte visible que origina una separación orgánica, aunque en verdad los puntos de contacto son infinitos; y no sólo de contacto, puesto que existen órganos indivisibles que sirven a la vez para la vida de la comunidad aparentemente establecida. (44-45) De manera que, el cometido de la narradora está claro. Ella misma tiene que apropiarse del lenguaje para inventar nuevos sistemas discursivos y filosóficos mediante los cuales ella pueda reconocerse y hacerse reconocer. En lo que se refiere a la mujer propiamente, la construcción de una metáfora de la “diferencia” con base en un cuerpo humano aparentemente deformado ha sido un acierto de Palacio. Según la tradición patriarcal, la mujer debería realizarse sobre todo como madre, o cuando menos, como receptora sexual. Es así que se ha constatado: The human body is not just a physical phenomenon in the natural world; it is one of the most heavily burdened bearers of meaning in culture, and one of its richest sources of meaning derives from its gendered character. The meaning of the body-gendered-female is tied to an ideological structure of heterosexuality—women’s bodies ‘mean’ in relation to men’s needs: nurturance, sex, physical care, a repository

15

for human physicality when what men value is intellectual or spiritual (Kaminsky 98). De modo que, una mujer siamesa no ha de entenderse solamente como una aberración, como un signo general de la marginalidad o lo grotesco, sino que también hace falta examinarla en el contexto de su especificidad como mujer. La concepción que ofrece Palacio en “La doble y única mujer” constituye un rechazo tajante de la mujer como “cuerpo”, como un objeto sexual cuyo único destino ha sido el de complacer al hombre. De acuerdo con su capacidad de adelantarse a sus contemporáneos en lo que respecta a su comprensión de la literatura como artificio lingüístico y el lugar que éste había de ocupar dentro de los proyectos sociopolíticos de la época en que él escribió, el retrato de la mujer que se encuentra en la obra palaciana y, sobre todo en “La doble y única mujer”, es un indicio más del vanguardismo amplio de Palacio. Atento a su entorno social, sería difícil que Palacio no reflexionara sobre la presencia de una mujer “nueva” ecuatoriana cuyas aspiraciones no se encajaran dentro de los moldes sociales tradicionales. Con más de treinta años desde la Revolución Liberal Ecuatoriana (1895) que por primera vez les abrió nuevos horizontes educativos a muchas mujeres (especialmente de la clase media), Palacio escribió “La doble y única mujer” precisamente cuando un número creciente de mujeres “intelectuales” había comenzado a hacer sentir su presencia en el país. 5 La lucha de estas mujeres tranquilamente podrían haberle servido a Palacio como trasfondo sociocultural. La existencia esquizofrénica de ellas (i.e., mujeres jaladas entre obligaciones tradicionales y ambiciones modernas) no parece estar muy lejos de la de ese monstruo siamés del cuento que se está analizando aquí. Realizarse con todo su potencial 5

Zoila Ugarte Landívar y Aurora Estrada y Ayala son apenas dos ejemplos de este cambio paulatino que muchos han preferido mantener al margen del vivir nacional.

16

implicaba la necesidad de ampliarle a la mujer el espacio de su participación en la sociedad. Sin renunciar necesariamente a su rol tradicional femenino, la nueva mujer buscaba su complemento intelectual en sí misma, y no en el hombre. Curiosamente, pasaron cincuenta años desde la publicación de “La doble y única mujer” hasta cuando Luce Irigaray, una de las figuras máximas del pensamiento francés acerca de la situación de la mujer, planteó en 1977 lo que Palacio ya había captado con hondura y claridad. But to what reality would woman correspond, independently of her reproductive function? It seems that two possible roles are available to her, roles that are occasionally or frequently contradictory. Woman could be man’s equal. In this case she would enjoy, in a more or less near future, the same economic, social, political rights as men. She would be a potential man. But on the exchange market—especially, or exemplarily, the market of sexual exchange—woman would also have to preserve and maintain what is called femininity. The value of a woman would accrue to her from her maternal role, and, in addition, from her “femininity”. But in fact that “femininity” is a role, an image, a value, imposed upon women by male systems of representation. In this masquerade of femininity, the woman loses herself, by playing on her femininity. The fact remains that this masquerade requires an effort on her part for which she is not compensated. Unless her pleasure comes simply from being chosen as an object of consumption or of desire by masculine “subjects”. And, moreover, how can she do otherwise without being “out of circulation”? (84)

17

Junto con una inquietud por descubrir y desarmar los convencionalismos falsos e inventados que le han negado a la mujer su multiplicidad, surge en Palacio una inquietud por examinar los efectos psicológicos y emocionales producidos cuando la mujer no reconoce esa multiplicidad. Desde otro tiempo y otro contexto social, Luce Irigaray de nuevo nos ayuda a aprehender mejor el proyecto palaciano tan patente en “La doble y única mujer”. Según ella ha señalado: We haven’t been taught, nor allowed, to express multiplicity. To do that is to speak improperly. Of course, we might—we were supposed to?—exhibit one “truth” while sensing, withholding, muffling another. Truth’s other side—its complement? its remainder? —stayed hidden. Secret. Inside and outside, we were not supposed to be the same. That doesn’t suit their desires. Veiling and unveiling: isn’t that what interests them? . . . Always repeating the same operation, every time. On every woman. You/I become two, then, for their pleasure. But thus divided in two, one outside, the other inside, you no longer embrace yourself, or me. Outside, you try to conform to an alien other. Exiled from yourself, you fuse with everything you meet. You imitate whatever comes close . . . In your eagerness to find yourself again, you move indefinitely far from yourself. From me. (210) En efecto, toda la lucha de la narradora de “La doble y única mujer” se define en términos de aquella multiplicidad que todavía ella no comprende por completo y que, a la vez, la sociedad sigue catalogando terminantemente como un fenómeno anormal propio de algún monstruo. De

18

una manera u otra, cada explicación y cada evocación que hace la narradora de su vida (i.e., los orígenes, los deseos, las inquietudes) tienen como propósito reconciliarse con su naturaleza múltiple y contradictoria que, pese a todo y a todos, no deja de ser orgánica. Su tragedia, sin embargo, es que ella no vive en un mundo con suficientes modelos sociales que la ayuden a comprenderse del todo. Por lo tanto, se desgasta paulatinamente. Su espíritu enérgico y vital se pierde en una soledad y abandono absolutos donde la duda la hunde en un estado de angustia y desesperanza. Según confiesa: “Esta dualidad y esta unicidad al fin van a matarme” (54). Para precisar mejor la medida en que este cuento y su protagonista con sus dos cabezas constituyen una metáfora de aquella lucha interior que pretende afirmar y validar una nueva identidad femenina que todavía es conflictiva para la narradora misma del cuento, convendría mirar detalladamente las claves que Palacio ha dejado a disposición de sus lectores. Volvemos a señalar que la doble y única mujer es dos (la tradicional y la moderna) y, al mismo tiempo, es una (una combinación de esas dos). La combinación de seres femeninos dispares se caracteriza por una tensión constante. Al constatar que “Yo-primera soy menor que yo-segunda” (43), la narradora está reconociendo que la nueva mujer, la moderna, la que ha nacido en la Revolución Liberal Ecuatoriana de fines del siglo diecinueve, es menor que la mujer tradicional, la que parece haberse conformado con un papel eminentemente “femenino” y materno propio de épocas anteriores. Después de una confrontación inicial de voluntades opuestas, yo-primera logró imponerse debido a su superioridad física. Según su explicación, “yo-segunda soy evidentemente más débil, de cara y cuerpo más delgados, por ciertas manifestaciones que no declararé por delicadeza, inherentes al sexo” (44). Luego, aclara que “surgió en mi primer cerebro el mandato ‘Ir adelante’; ‘Ir adelante’ se perfiló claro también en mi segundo cerebro y las partes correspondientes de mi cuerpo obedecieron a la sugestión cerebral que tentaba un

19

desprendimiento, una separación de miembros. Este intento fue anulado por la superioridad física de yo-primera sobre yo-segunda y originó el aspecto analizado. He aquí la verdadera razón que apoya mi unicidad” (45). Las referencias a la superioridad física de yo-primera como contraste a la fragilidad de yo-segunda pueden sugerir que yo-primera ha abandonado un estilo de vida anclado primordialmente en el boudoir. Esa nueva mujer emprende más posibilidades de acción en la sociedad y, puesto que su carácter y disposición enérgicos podrían confundirse con cualidades supuestamente masculinas, Palacio la concibe en términos de una presencia física más robusta que la del estereotipo tradicional. La dominación física, sin embargo, no concluye el conflicto interno de la narradora. Palacio se muestra atento a los vaivenes emocionales e intelectuales que caracterizan cualquier proyecto que implique nuevos comportamientos. Por lo tanto, la narradora reconoce que, a pesar de su unicidad, ella sigue sintiendo pulsiones que emanan de su parte tradicional. En vez de crear a una nueva mujer idealizada—un nuevo mito para reemplazar a otro más viejo, pero igualmente falso e inefectivo—, Palacio pretende incursionar en un mundo donde la nueva mujer es un ser compuesto de múltiples contradicciones en busca de un equilibrio psicológico siempre tenue e inestable debido a su novedad y a una permanente condición protéica. Según confiesa la narradora: Ya he dicho que mis pensamientos generales y voliciones aparecen simultáneamente en mis dos partes; . . . . Pero en ciertos casos, especialmente cuando se trata de recuerdos, mis cerebros ejercen funciones independientes, la mayor parte alternativas, y que siempre están determinadas, para la intensidad de aquéllos, por la prioridad en la recepción de la imágenes. En ocasiones estoy meditando acerca de tal o cual punto y llega un momento

20

en que me urge un recuerdo, que seguramente, un rincón oscuro en nuestras evocaciones es lo que más martiriza nuestra vida intelectiva, y, sin haber evocado mi desequilibrio, sólo por mi detenimiento vacilante en la asociación de ideas que sigo, mi boca posterior contesta en alta voz, iluminando la oscuridad repentina. (46) No obstante las tensiones entre yo-primera y yo-segunda que a menudo desconciertan a la narradora, Palacio parece insinuar que el ser moderno—representado aquí por una nueva mujer—tendrá que aprender a reconciliar sus contradicciones y no esperar eliminarlas. De hecho, la habilidad de convivir con las contradicciones conduce a una mayor comprensión (y tolerancia) de la vida. Por eso, la narradora comenta su capacidad de ver todo con más amplitud. De manera que, al revés de lo que considero que sucede con los demás hombres, siempre tengo yo una comprensión, una recepción doble de los objetos. . . . Si se trata de un paisaje, lo miro sin moverme, de uno y otro lado, obteniendo así la más completa recepción de él, en todos los aspectos. Yo no sé lo que sería de mí de estar constituida como la mayoría de los hombres; creo que me volvería loca, porque cuando cierro los ojos de yo-segunda o los de yo-primera, tengo la sensación de que la parte del paisaje que no veo se mueve, salta, se viene contra mí y espero que al abrir los ojos lo encontraré totalmente cambiado. (46) Básicamente, hasta aquí Palacio ha dedicado su cuento a una serie de reflexiones y especulaciones acerca de la doble y única mujer como una representación de una deseada multiplicidad complementaria cuya unicidad ha surgido de sus diferencias inherentes. A partir

21

de esta introducción, el autor advierte que “Ahora es necesario que apresure un poco . . . yendo a los hechos y dejando el especular para más tarde” (47). Con el contexto conceptual bien establecido, ya se puede interpretar los hechos anunciados en la cita anterior para, así, ubicar a la protagonista en un plano ampliamente simbólico. Una nueva mujer y la modernidad frente a todo un sistema feudal y patriarcal constituye la encrucijada a la que Palacio se dirige en “La doble y única mujer”. La novedad de la narradora tiene sus orígenes desde la concepción misma. Hija de padres ricos y nobles, ella explica que su madre “era muy dada a lecturas perniciosas y generalmente novelescas” (47) y, poco después de su concepción, su padre tuvo que ausentarse dejando a la madre “sola y aburrida” (48). En seguida, un amigo médico del padre “entabló estrechas relaciones con mi madre, claro que de honrada amistad” (47-48), y la distrajo “con unos cuentos extraños que . . . impresionaron la maternidad de mi madre. A los cuentos añádase el examen de unas cuantas estampas que el médico la llevaba; de esas peligrosas estampas que dibujan algunos señores en estos últimos tiempos, dislocadas, absurdas, y que . . . sirven para impresionar a las sencillas señoras que creen que existen en realidad mujeres como las dibujadas, con todo su desequilibrio de músculos, estrabismo de ojos y más locuras” (48). En medio de estas influencias nocivas, la madre “llegó a creer tanto en la existencia de individuos extraños que poco a poco llegó a figurarse un fenómeno del que soy retrato, con el que se entretenía a veces, mirándolo, y se horrorizaba las más” (48). El resultado de todo fueron innumerables sufrimientos de la madre que tuvo que rendir cuentas al médico, al comisario y al obispo “quien naturalmente necesitaba conocer los antecedentes del suceso para poder darle la absolución” (48). Luego, al nacer la narradora, ésta menciona que “apenas me vieron, horrorizados, el médico y el ayudante, se lo contaron a mi padre, y éste, encolerizado, la insultó y la pegó, tal vez

22

con la misma justicia, más o menos, que la que asiste a algunos maridos que maltratan a sus mujeres porque les dieron una hija en vez de un varón como querían” (48). Aunque la narradora ha ofrecido este esquema de detalles para aclarar “el misterio de mi origen” (47), tal aclaración termina despertando más inquietudes y sospechas que respuestas concretas. Debido a su naturaleza parcial e incompleta, la información sobre los orígenes conduce al lector a una serie de especulaciones como respuesta a las indirectas e insinuaciones planteadas por Palacio. Concretamente, el lector se ha de preguntar si el padre se había ausentado ya sabiendo o no del estado de la esposa. Si no lo sabía, la amistad del amigo médico que Palacio asegura era “de honrada amistad”, junto a la afición de la esposa por las “lecturas perniciosas” y, luego, las “peligrosas estampas” tan ávidamente examinadas, sugieren una historia sospechosamente distinta a la de una esposa correcta e inocente según los paradigmas sociales tradicionales. En efecto, sale a flor de piel un cuadro en que se vislumbran un posible adulterio y la fascinación por el amor erótico (si no pornográfico) más bien identificados con mujeres de burdel y no con las de una hogar honrado. Los sufrimientos de la madre han de ser la consecuencia del qué dirán y de una profunda crisis de culpabilidad que la llevó a imaginarse “un fenómeno del que soy retrato”. La ambigüedad intencional de Palacio nos obliga a considerar los posibles significados de “un fenómeno” y su relación con la narradora. Toda la descripción anterior de la monstruosidad de ésta ahora puede explicarse en términos simbólicos de un(os) comportamiento(s) femenino(s) descarrilado(s) del sistema patriarcal oficial. Por ser su retrato, es posible que la narradora haya recogido el ejemplo materno en cuanto a su conflictividad sugiriendo nuevas actitudes sobre dichos comportamientos femeninos.

23

El rechazo del padre (el baluarte patriarcal) al ver a la narradora recién nacida junto con la furia que lo llevó a pegar e insultar a la esposa/madre también se presta a diversas interpretaciones. Si ha habido dudas acerca de la paternidad debido a la combinación de detalles como la ausencia del esposo, la referencia ambigua al momento preciso de la concepción, la estrecha amistad que existió entre la esposa y el amigo médico y las actividades de esto dos, no es ilógico suponer que la reacción violenta se provocó porque la narradora recién nacida tenía un aire parecido al amigo médico. Sea como fuera, volvemos a definir la monstruosidad como una manifestación metafórica de una conducta deleznable según la sociedad dominante. No está de más recordar que la ruptura final entre el padre y la narradora ocurre cuando ésta ofende al padre delante de unos amigos (el comportamiento como problema, de nuevo). La reacción del padre es contundente: “Tendremos que mandar a esta pobre niña al Hospicio; yo desconfío de que esté bien de la cabeza” (49). Curiosamente, durante toda esta discusión sobre el origen de la narradora, en ningún momento se hace referencia a alguna deformidad física, propiamente. Con estos antecedentes, Palacio lleva al lector a otro momento de su cuento. Después de encerrar a su hija en el dormitorio para aislarla y esconderla de los demás (¿estará escondiendo el símbolo de su vergüenza como esposo engañado?), el padre finalmente se suicida, y con este evento (la muerte del patriarca), la narradora gana su libertad y comienza una vida independiente al cumplir los veintiún años. Al entrar en su propio apartamento, la narradora abre esta etapa de su historia puntualizando: “Mi instalación fue de las más difíciles” (50). Las dificultades se deben aparentemente a su estado físico doble, ya que hace falta conseguir muebles que la(s) puedan acomodar. Necesito una cantidad enorme de muebles especiales. Pero de todo lo que tengo, lo que más me impresiona son las sillas, que tienen algo

24

de inerte y de humano, anchas, sin respaldo porque soy respaldo de mí misma, y que deben servir por uno y otro lado. Me impresionan porque yo formo parte del objeto “silla” cuando está vacía, cuando no estoy en ella, nadie que la vea puede formarse una idea perfecta del mueblecito aquél, ancho, alargado, con brazos opuestos, y que parece que le faltara algo. Ese algo soy yo que, al sentarme, lleno un vacío que la idea “silla” tal como está formada vulgarmente había motivado en “mi silla”: el respaldo, que se lo he puesto yo y que no podía tenerlo antes porque precisamente, casi siempre, la condición esencial para que un mueble mío sea mueble en el cerebro de los demás, es que forme yo parte de ese objeto que me sirve y que no puede tener en ningún momento vida íntegra e independiente. (51) En el contexto del mundo narrativo palaciano—con todos sus elementos connotativos y sugerentes—, la lectura de lo que se acaba de reproducir se abre a una reflexión que aborda mucho más que una mera descripción de los muebles raros. Palacio está jugando con la noción misma del espacio físico y cómo éste determina actitudes y comportamientos en la sociedad. Por eso, la narradora hace una distinción entre la idea tradicional de “silla” y “mi silla”. Las tensiones que marcan esta distinción conceptual sugieren la necesidad de crear nuevos espacios en que la mujer puede trascender los límites tradicionales en que se había encerrado. Huelga recordar que la narradora ya se había liberado de un encierro (el padre la había encerrado en su dormitorio); por lo tanto, el interés en conseguir un nuevo espacio con los accesorios adecuados por su nueva funcionalidad indica que la verdadera libertad va más allá de un sencillo cambio de espacios similares e implica un esfuerzo creativo. Al dejar su casa paterna, la doble y única

25

mujer asume la responsabilidad de definir y de crear las nuevas condiciones y el nuevo medio ambiente físico que ella necesita para vivir plenamente. Desgraciadamente, la sociedad en que vive la narradora (que es el espacio mayor) termina anulando el nuevo espacio creado por la narradora y, a la vez, la destierra a la soledad y a la marginalidad. Sin encontrar modelos sociales capaces de preparar a la sociedad para que la acepte a ella y a su espacio con toda su singularidad, la narradora reconoce su dilema: La diversidad de mis muebles es causa del gran dolor que siento al no poder ir de visita. Sólo tengo una amiga que por tenerme con ella algunas veces ha mandado a confeccionar una de mis sillas. Mas, prefiriendo estar sola, se me ve por allá rara vez. No puedo soportar continuamente la situación absurda en que debo colocarme, siempre en medio de los visitantes, para que la visita sea de yo-entera. Los otros, para comprender la forma exacta de mi presencia en una reunión, de sentarme como todos, deberían asistir a una de perfil y pensar en la curiosidad molestosa de los contertulios. (51) La diversidad de sus muebles la define como una curiosidad social molestosa que requiere nuevas condiciones y que los demás todavía no desean aceptar. Bajo tales circunstancias, Palacio señala que la suerte de su protagonista está claramente echada. Mientras que los demás se niegan a comprenderla más allá de las apariencias externas, ella tendrá que seguir sufriendo su imagen excéntrica. En efecto, toda su lucha se ha producido por la necesidad de sacar a luz su mundo interior (es decir, su esencia humana distinta y nueva) que la sociedad dominante ha querido restarle.

26

La contradicción entre la imagen que ella tiene de sí misma y la que la sociedad insiste en imponerle llega a su punto culminante cuando ella se enamora de “un caballero alto y bien formado” (52). De buenas a primeras, la narradora constata: “Este caballero debía ser motivo de la más aguda de mis crisis” (52). Con el amor intenso, se exacerba el conflicto entre el yoprimera y el yo-segunda. Puesto que nunca “habría desesperado de encontrar un buen partido” (50), siempre existía la esperanza de conocer a alguien que la aceptara como una mujer completa. Ante la ausencia de modelos sociales que la pudieran orientar, sin embargo, el equilibrio interior que se había establecido—aunque frágil y tenue—se hace trizas. Cada yo de la doble y única mujer (la tradicional y la moderna) se lanza al ataque: “La lucha que se entabló entre mí es con facilidad imaginable. El mismo deseo de verlo y hablar con él era sentido por ambas partes, y como esto no era posible, según las alternativas, la una tenía celos de la otra” (52). El inconformismo de la narradora hasta ahora tan manifiesto en su manera libre e independiente de actuar y de pensar se había nutrido de su fuerza de voluntad. No había vacilado nunca en forjar nuevos caminos para ella misma ni en correr riesgos de ser rechazada por la sociedad en general. Pero el amor sí dependía de la aceptación y de las concesiones. Por lo tanto, la rebeldía de la narradora tenía que atenuarse siempre que se conformara con un amor tradicional. Intuitivamente, la narradora comprendió las consecuencias de ceder a su parte emotiva, a su yo-segunda tradicionalísima. Asumir un rol de enamorada en tales condiciones hubiera constituido su propia negación como mujer multifacética y nueva. Según su propio razonamiento: Se me ocurrió que alguna vez podía llegar a la satisfacción de mi deseo. Esta sola enunciación da una idea clara de los razonamientos que me

27

haría. ¿Quién yo debía satisfacer mi deseo, o mejor su parte de mi deseo? ¿En qué forma podía ocurrírseme su satisfacción? ¿En qué posición quedaría mi otra parte ardiente? ¿Qué haría esa parte, olvidada, congestionada por el mismo ataque de pasión, sentido con la misma intensidad, y con el vago estremecimiento de lo satisfecho en medio de lo enorme insatisfecho? Tal vez se entablaría una lucha, como en los comienzos de mi lucha, como en los comienzos de mi vida. Y vencería yo-primera como más fuerte, pero al mismo tiempo me vencería a mí misma. Sería sólo un triunfo de prioridad, acompañado por aquella tortura. (53) Todavía en la época en que Palacio escribió este cuento, una doble y única mujer no podía haber encontrado fácilmente una relación íntima con suficiente tolerancia para que siguiera creciendo de múltiples maneras. Ya hemos comentado—y ha de ser más que una mera casualidad—que el mundo del amor heterosexual en la obra palaciana se caracteriza por innumerables elementos sádicos y misóginos. Por consiguiente, y de una manera muy parecida al comportamiento y a la lucha de tales escritoras contemporáneas de Palacio como Alfonsina Storni, Delmira Agustini y Teresa de la Parra, la doble y única mujer siguió firme en su propósito de no transigir y de ser fiel a sus propios valores y deseos. En efecto, al reconocer que el enamorado no tenía la necesaria amplitud de criterios para aceptarla como ella era, la narradora puntualizó: “Y no sólo debía meditar en eso, sino también en la probable actitud de él frente a mí, en mi lucha. Primero, ¿era posible para él sentir deseo de satisfacer mi deseo? Segundo, ¿esperaría que una de mis partes se brindase, o tendría determinada inclinación, que haría inútil la guerra de mis yos?” (53). Su conclusión ante estas interrogaciones ha sido

28

contundente. “Mi amor era imposible . . . . ¡Si se pudiera querer a dos!” (53). Y, luego: “no volví a verlo. . . . Como él tampoco ha hecho por verme, he pensado después que todas mis inquietudes eran fantasías inútiles. Yo partía del hecho de que él me quisiera, y esto, en mis circunstancias parece un poco absurdo. Nadie puede quererme, porque me han obligado a cargar con éste mi fardo . . . mi duplicación” (53). El precio de su firmeza y constancia ha sido la soledad absoluta y, finalmente, la muerte. Derrumbada por una infección fatal (una enfermedad venérea), se acaba la vida de esta luchadora que no se cansó nunca de afirmar su derecho a ser diferente. Mientras que otros personajes de la obra palaciana han permitido que su desilusión con la vida los condujera a la inactividad y a la abulia, esta doble y única mujer se distingue porque se ha atrevido a forjar nuevos modelos de comportamiento. Tradicional y moderna, a la vez, esta creación de Palacio pone de manifiesto todos los obstáculos y desafíos tanto internos como externos que son inherentes a cualquier proyecto de transformación que apunte hacia una nueva sociedad más justa y más humana que la de siempre. Puesto que gran parte de toda la mitología tradicional burguesa se encuentra arraigada en conceptos falsos de la mujer, no parece casual que en este cuento Palacio haya articulado su cuestionamiento mediante una mujer incomprendida. En conclusión, recordemos que nunca hay respuestas fáciles en Palacio; siempre insistió en bucear dentro de las ambigüedades de la vida. La resolución definitiva de los problemas de identidad de la narradora destacados en “La doble y única mujer”, por ejemplo, todavía está por definirse precisamente porque Palacio parece haber comprendido que para el Ecuador de 1927 la verdadera mujer conscientemente múltiple y compleja aún era un fenómeno nuevo al margen del orden oficial. Segunda lectura

29

Como señalamos al iniciar este estudio, poner en tela de juicio el concepto imperante de la mujer implica—por lo menos, potencialmente—un cuestionamiento acerca de la legitimidad absoluta de la heterosexualidad como única forma de experimentar el amor y las relaciones sexuales. Ya se sabe que el tema del homosexualismo aparece a menudo en la obra palaciana. De hecho, el cuento titular de la colección en que se publicó “La doble y única mujer” (Un hombre muerto a puntapiés) es sobre un homosexual muerto a puntapiés. La violencia de que ese personaje es víctima, junto con una aparente aceptación del incidente implícita en la indiferencia de la sociedad, resaltan de nuevo la arbitrariedad y la injusticia inherentes al pensamiento oficial burgués de la época. Recordemos con Robles que “sí es lícito insistir en que Palacio no ignoraba la consigna que estaba en el aire: hacer tabla rasa de reglas y costumbres, emancipar el espíritu del hombre” (147). Por otra parte, también conviene tener presente lo que Donoso Pareja había puntualizado al referirse a Débora y a Un hombre muerto a puntapiés: “los bloques sémicos se repiten con insistencia enfrentando la normalidad, o supuesta normalidad, con la anormalidad, la oscuridad con la luz, la lucidez con la locura, siempre en los términos de que cualquiera de los puntos en oposición puede ser su contrario . . .” (Los grandes de la década del 30, 197). Volviendo a “La doble y única mujer”, el complemento de nuestra primera lectura arranca de la tendencia de la narradora a compararse siempre y exclusivamente con otros hombres. Según se lee, por ejemplo: “al revés de lo que considero que sucede con los demás hombres, siempre tengo yo una comprensión, una recepción doble de los objetos” (46); “Yo no sé lo que sería de mí de estar constituida como la mayoría de los hombres; creo que me volvería loca . . .” (46); “La posibilidad a que me refiero sólo tiene que ver con los casos en que se trate de sensaciones y recuerdos, en los que experimento una especie de separación de mí misma,

30

comparable con la de aquellos hombres que pueden conversar y escribir a la vez cosas distintas” (47). Aunque se podría interpretar estas referencias al hombre en el sentido genérico de la humanidad, nos parece rarísimo que una mujer nueva e iconoclasta como es la narradora no exprese nunca su singularidad y su diferencia en comparación con otras mujeres. Debido a esta inquietud, quisiéramos sugerir que “La doble y única mujer” podría tratarse de un homosexual que acepta su sexualidad híbrida y que ha asumido la persona de su ser femenino. De una manera parecida a la caracterización de una mujer nueva supuestamente monstruo y marginada, Palacio recoge el tema del homosexual y subvierte las nociones oficiales de la normalidad al poner de relieve esa humanidad interior del personaje que la sociedad hegemónica ha insistido en negar. David William Foster ha observado: Within a Romantic aesthetic that defies fossilized cultural codes, the hunchback, the outcast, the alleged monster, and the marginal individual judged to be subhuman are shown to be bearers of a greater humanity than their persecutors, and the ideology of that aesthetic is found to the present day whenever we would seek to vindicate individuals subjected to the ostracism of social codes that glorify Us as defined by the imperative to discriminate against the Other or Outsider. Certainly, the latter dynamic is at work in the denunciation of alternate sexual identities . . . . (48) En efecto, el deseo de “emancipar el espíritu del hombre” destacado por Robles y ya citado arriba, la insistencia de enfrentar la supuesta normalidad con la anormalidad que Donoso Pareja ha comentado y la afirmación de la humanidad de aquellos marginados considerados monstruos por la sociedad a que Foster se ha referido, constituyen las piedras angulares del

31

proyecto palaciano y, en no poca medida, adquieren su sentido más profundo cuando se lee la narrativa de Palacio como una denuncia constante contra una cultura tradicionalmente heterosexual, sexista y homofóbica. La naturaleza polisémica de “La doble y única mujer” se patentiza ampliamente cuando uno se da cuenta de que los mismos fundamentos empleados en nuestra lectura feminista del cuento también sirven para destacar el lugar que el homosexual ocupaba en la misma sociedad ecuatoriana de 1927. Por consiguiente, dentro de nuestra doble lectura, puede ser que el monstruo siamés sugiera la imagen de un ser hermafrodita; es decir, un individuo con la genitalia de los dos sexos. En gran parte, su lucha se perfila como la búsqueda de una reconciliación (la unicidad) con su doble condición (física y psicológica) de hombre y mujer. Por eso, leemos que yo-primera es la parte menor que logra dominar a su yo-segunda y, así, termina unificando su estado aparentemente fragmentado. En lo que se refiere al homosexualismo, el dominio de yoprimera se establece en la medida en que tiene conciencia de su condición híbrida. Al mismo tiempo, el razonamiento de la narradora anuncia una nueva concepción acerca de la sexualidad que hoy día se identifica como gay en vez de homosexual, propiamente. Esta distinción reconoce que mientras “homosexual” denota a menudo un estado principalmente biológico—y anormal según las sociedades heterosexuales dominantes—, gay implica una toma de conciencia libre que afirma su propia legitimidad como manera alternativa de vivir. Es precisamente esta actitud afirmativa que emerge cuando la narradora del cuento reconoce que “al revés de lo que considero que sucede con los demás hombres, siempre tengo yo una comprensión, una recepción doble de los objetos” (46). De acuerdo a nuestra lectura, la narradora está resaltando aquí cierta superioridad inherente a su perspectiva más completa y global que la de los demás. De hecho,

32

confiesa: “Yo no sé lo que sería de mí de estar constituida como la mayoría de los hombres; creo que me volvería loca” (46). Implícita en toda esta discusión está un nuevo orden multidimensional que requiere nuevos conceptos. Vale recordar aquí que la narradora había descartado la tradición cartesiana por ser “ingenua filosofía . . . que pretende que para escuchar la verdad basta poner atención a las ideas claras que cada uno tiene dentro de sí” (47). Tales “ideas claras” sencillamente no existían en el mundo interior de la narradora, ni tampoco en el mundo mestizo en que vivió Palacio. Conceptos binarios y dualistas pertenecían a aquellas utopías falsas que Palacio siempre había atacado. Esta misma sensibilidad por las complejidades del mundo moderno se vislumbra en un personaje que ofrece múltiples posibilidades de interpretación (mujer, homosexual, bisexual, travestí). Por lo tanto, al leer que yo-primera había sido la parte menor que había logrado dominar a su yo-segunda, el lector de Palacio no deja de comprender que existe una nueva mentalidad que tiene el valor de responsabilizarse por su propia condición humana y, sobre todo, por su propia valoración como ser humano. Es así que la narradora advierte que busca un nuevo discurso capaz de representar fielmente las correspondencias singulares que vinculan “mis actitudes intelectuales y mis conformaciones naturales, que se presentan de manera extraordinaria, excepcionalmente, al revés de lo que sucede en la mayoría de los ‘animales que ríen’” (43). A pesar de la insistencia general de clasificarla como monstruo o aberración, es de notar que la narradora establece una clara distinción entre sus “conformaciones naturales” (afirmación de su humanidad normal) y la condición de “animales” de aquella mayoría ignorante que sólo sabe reírse ante las complejidades de la naturaleza humana. Al invertir toda una tradición de “normalidad”, Palacio arma a su protagonista con una dosis desbordante de picardía e ironía mientras que ella se dirige a los gramáticos y a los

33

moralistas de la sociedad pidiéndoles suficiente licencia (libertad) para que ella se exprese y se comporte según sus propios códigos. Aunque ella comprende que los mandamases no modificarán sus reglas gramaticales ni alargarán ni “un poquito su moral”, se niega a transigir. Por eso yo-primera logra dominar a yo-segunda; su superioridad radica precisamente en el hecho de tener plena conciencia de quién es según sus propias perspectivas. De manera que toda esa lucha entre yo-primera y yo-segunda puede entenderse como un proceso de autodescubrimiento y autoaceptación en un mundo que relega toda diferencia a la marginalidad y a lo grotesco. Es así que se lee: . . . en el momento en que estaba apta para andar, y que fue precedido por los chispazos cerebrales “andar”, idea nacida en mis dos cabezas, simultáneamente, aunque algo confusa por el desconocimiento práctico del hecho y que tendía sólo a la imitación de un fenómeno percibido en los demás, surgió en mi primer cerebro el mandato “Ir adelante”: “Ir adelante se perfiló claro también en mi segundo cerebro y las partes correspondientes de mi cuerpo obedecieron a la sugestión cerebral que tentaba un desprendimiento, una separación de miembros. Este intento fue anulado por la superioridad física de yo-primera sobre yo-segunda . . . . Desde ese momento yo-primera, como superior, ordenó los actos, que son cumplidos sin réplica por yo-segunda. (45) Todos los ingredientes de una crisis interior se patentizan en este fragmento que se acaba de citar. La referencia a los primeros intentos de “andar” sugieren la etapa inicial de determinar su modo de vivir. Las dos cabezas reflejan dos opciones: conformarse a las presiones sociales y aceptarse como monstruo o atreverse a ser diferente y reconocerse como un ser “normal”. La

34

confusión inicial se debe a la falta de modelos apropiados, “el desconocimiento práctico del hecho”, según la narradora. “Ir adelante” constituye una clarinada de afirmación frente a la tentación de fragmentarse según la precepción enferma de las mayorías. En efecto, el triunfo de yo-primera consolida la unidad y la totalidad humanas de esta doble y única mujer. No estará de más puntualizar aquí que si bien es cierto que muchos acostumbran hablar de los homosexuales y los heterosexuales “as distinct categories of people, each with its sexual essence and personal behavioral characteristics”, es también cierto que “these are not ‘natural’ categories”. De hecho, Freud, especially in the Three Essays on the Theory of Sexuality, and other psychologists have demonstrated that the boundaries between the two groups in our own society are fluid and difficult to define. And, as a result of everyday experience as well as the material collected in surveys like the Kinsey reports, we know that the categories of heterosexuality and homosexuality are by no means coextensive with the activities and personalities of heterosexuals and homosexuals. (Padgug, en Stein, 56-7) En cuanto a una posible superación de las fronteras conceptuales que separan la homosexualidad y la heterosexualidad y el aparente triunfo de yo-primera en “La doble y única mujer”, hemos de recordar que Palacio no se prestaba a construir mundos idealizados; más bien, como ya se ha constatado, él se dedicó a desmantelar las utopías. Por lo tanto, Palacio no tarda en recordar a los lectores que su protagonista no vive en un vacío edénico. Las presiones tradicionales, tanto externas como internas, siguen pesando y abriendo fisuras: “cuando se trata de recuerdos, mis cerebros ejercen funciones independientes, la mayor parte alternativas, y . . .

35

un rincón oscuro en nuestras evocaciones es lo que más martiriza nuestra vida intelectiva . . .” (46). Por otra parte, y a pesar de su rechazo rotundo del pensamiento cartesiano, la narradora reconoce el poder y el dominio vigentes de esta tradición canónica que “me va a traer el calificativo de desequilibrada” (47). Después de un recorrido en que la narradora explica su origen y describe los comienzos de su vida independiente en su propio apartamento (detalles ya analizados en nuestra primera lectura y que son igualmente pertinentes a esta segunda lectura en cuanto a la creación de espacios nuevos donde la otredad pudiera florecer libremente), el peso de las tradiciones de la sociedad oficial se deja sentir con toda su potencia destructiva. El momento crítico surge cuando la protagonista se conoce con aquel “caballero alto y bien formado”, el que “debía ser motivo de la más aguda de mis crisis” (52). Pese a su supuesto homosexualismo (por lo menos, de acuerdo a nuestra segunda lectura del cuento), “y como no soy pesimista”—según había confesado ya la narradora—, “no habría desesperado de encontrar un buen partido” (50). Pero la realidad resultó aplastante mientras que sus dos partes, la femenina y la masculina, comenzaron a disputar los derechos del amor: “La lucha que se entabló entre mí es con facilidad imaginable. El mismo deseo de verlo y hablar con él era sentido por ambas partes, y como esto no era posible, según las alternativas, la una tenía celos de la otra” (52). El choque entre el mundo homosexual y el heterosexual (tanto el psicológico como el social) sencillamente no permitía un verdadero acercamiento y, por consiguiente, la narradora lamenta: “las cosas no pasaron de eso porque no era posible que fueran a más. Mi amor con un hombre se presentaba de una manera especial” (52). Como complemento a aquel homosexual muerto a puntapiés que se había perdido en la indiferencia y la homofobia de su entrono social para, más tarde, ser reconstruido a partir de

36

especulaciones e hipótesis detectivescas del narrador de “Un muerto a puntapiés”, en “La doble y única mujer”, un cuento de la misma colección, Palacio convierte al homosexual en un sujeto cuya humanidad deja de ser un misterio especulativo. Aquí Palacio se revela como pensador de avanzada. Una actitud de compasión y de comprensión desplaza paulatinamente la imagen grotesca en que los demás habían hundido al homosexual. Ya lejos de ser un mero objeto vilipendiado y ridiculizado, el homosexual/narradora se le presenta al lector como un ser que también merece respeto y comprensión. De una manera profundamente sentida, confiesa: Pero el punto máximo de mis pensamientos, a este respecto era el más amargo . . . . ¿Por qué no decirlo? Se me ocurrió que alguna vez podía llegar a la satisfacción de mi deseo. Esta sola enunciación da una idea clara de los razonamientos que me haría. ¿Quién yo debía satisfacer mi deseo, o mejor su parte de mi deseo? ¿En qué posición quedaría mi otra parte ardiente? ¿Qué haría esa parte, olvidada, congestionada por el mismo ataque de pasión, sentido con la misma intensidad, y con el vago estremecimiento de lo satisfecho en medio de lo enorme insatisfecho? Tal vez se entablaría una lucha, como en los comienzos de mi lucha, como en los comienzos de mi vida. Y vencería yo-primera como más fuerte, pero al mismo tiempo me vencería a mí misma. Sería sólo un triunfo de prioridad, acompañado por aquella tortura. (52-53) De modo que, en un mundo cruelmente jerárquico donde todo y todos pertenecen a un bando o a otro (i.e., homosexuales o heterosexuales), este personaje que sueña con la eliminación de las divisiones arbitrarias para, así, lograr un estado único dentro de su diversidad, ya se da cuenta

37

que está al borde de la destrucción: “Nadie puede quererme, porque me han obligado a cargar con éste mi fardo, mi sombra; me han obligado a cargarme mi duplicación” (53). 6 Fuera de un contexto puramente literario, el dilema de la doble y única mujer parece resumirse en aquella afirmación de Freud donde él había señalado en 1905: “We actually describe a sexual activity as perverse if it has given up the aim of reproduction and pursues the attainment of pleasure as an aim independent of it.” Pero, según se ha comentado: “In Freud´s theory the human infant begins life with a sexual disposition which is polymorphously perverse and innately bisexual. It is a precondition for the successful socializing and gendering of the individual—i.e., for the production of the subject within hetero/sexual difference—that the perversions be renounced, typically through repression and /or sublimation” (Dollimore 175). Es precisamente esta represión que el personaje de Palacio combate mientras que se aferra a establecer una armonía dentro de su predisposición bisexual. En un mundo miope cuya mentalidad retrógrada negaba toda posibilidad de acoger las exigencias de la modernidad, la urbanización y el creciente mestizaje cultural del país, no había ningún lugar legítimo para un ser tan distinto como la doble y única mujer. Más que por su estado físico, esta figura palaciana llama la atención por “ver cosas que los hombres sin duda no pueden ver” (53). Palacio parece haber comprendido que la nueva óptica y la nueva manera de ser de su personaje no constituían solamente una amenaza al orden heterosexual. De hecho, la naturaleza misma de la doble y única mujer apuntaba a todo un sistema que era el objeto del

6

La representación del sufrimiento del personaje que hace Palacio aquí coincide con lo que se ha constatado acerca del homosexual y el mundo homofóbico: “. . . vivir con una orientación sexual devaluada condenada, estigmatizada, independientemente de las categorías utilizadas para conceptualizarla, tiene consecuencias funestas para el sujeto. El ser considerado como pecador, criminal o enfermo significa enfrentarse diariamente al rechazo, la burla, el sentido de culpa, el desprecio y hasta a la violencia física . . . . Todo esto tiene grandes implicaciones para la autoestima, la aceptación de la propia sexualidad, las relaciones entre los géneros, y por último, en cómo uno se ubica en los encuentros sociales y sexuales con las personas del mismo sexo o del sexo opuesto” (Ramírez 107).

38

proyecto palaciano de desacreditar la realidad. Como si Palacio se hubiera adelantado conscientemente a los planteamientos analíticos de Foucault en lo que se refiere a la sexualidad, conviene recordar la medida en que muchos han considerado el homosexualismo como un peligro omnímodo. For was this transformation of sex into discourse not governed by the endeavor to expel from reality the forms of sexuality that were not amenable to the strict economy of reproduction: to say no to unproductive activities, to banish casual pleasures, to reduce or exclude practices whose object was not procreation? . . . All this garrulous attention which has us in a stew over sexuality, is it not motivated by one basic concern: to ensure population, to reproduce labor capacity, to perpetuate the form of social relations: in short, to constitute a sexuality that is economically useful and politically conservative? (Foucault, en Stein 11) Para el Ecuador de 1927, no había ninguna esperanza para la doble y única mujer. Todavía no había suficiente gente capaz de ver más allá de sus “dos cabezas”, más allá de categorías normativas que imposibilitaban cualquier diálogo o apertura en lo se refería a la sexualidad. Sin embargo, llamémosla homosexual o bisexual, hermafrodita o andrógina, esta figura permitió a Palacio deconstruir la mitología heterosexual como única forma legítima de la naturaleza humana. El contrapunto entre la sensibilidad acogedora del personaje y la ignorancia general de la mayoría de los demás servía para invertir y subvertir las nociones tradicionales de normalidad y anormalidad. Según nuestra lectura de “La doble y única mujer”, el tema del homosexualismo constituye una confrontación social que sigue pidiendo justicia. De hecho, el

39

mismo Freud terminó reconociendo que “it is an obvious social injustice that morality should demand of everyone the same conduct of sexual life” (Dollimore 189). Puesto que pocos han querido explorar el homosexualismo fuera de un contexto grotesco, no ha de sorprendernos que el destino de la doble y única mujer haya sido la soledad absoluta y, eventualmente, la muerte también grotesca. Por otra parte, este final parece ser una metáfora más en lo que respecta al destino del cuento mismo. Hasta la fecha, la mayoría de los lectores de Palacio ha visto en “La doble y única mujer” un símbolo de una marginalidad demasiado genérica e imprecisa, lo cual a menudo ha mantenido el cuento al margen de las principales interpretaciones críticas que se han realizado sobre la narrativa palaciana. Igual que el personaje monstruo que llama la atención y es considerado intrigante mientras pocos desean conocerlo a fondo, el cuento es destacado por su simbolismo insinuante mientras pocos han tratado de penetrarlo más allá de sus aspectos más visibles. Conclusión Con nuestra doble y única lectura, hemos pretendido resaltar la naturaleza múltiple y coherente de “La doble y única mujer”. A cada paso, hemos sugerido que no hay fronteras rígidas entre las diversas lecturas de un personaje híbrido que está compuesto de insinuantes diferencias que continuamente se buscan a sí mismas. En cierta medida, nuestras interpretaciones parten de la idea de que este cuento simboliza todo un proceso de reconocimiento y reflexión de un mestizaje que sigue asumiendo nuevas formas inesperadas (y raras, según los que viven dentro de un supuesto orden y unidad propios de una tradición utópicamente unidimensional). Miguel Donoso Parjeja ha puntualizado que Palacio “sabía muy bien que el acto de comunicar es una enunciación, y que el sujeto de la comunicación está constituido por el emisor (el que escribe) y el receptor (el que lee), más el contexto en que se

40

produce este contacto, este esfuerzo comunicativo” (Nuevo realismo ecuatoriano 15). Es precisamente este contexto mestizo que motivó a Palacio a combatir a toda una sociedad represiva que negaba su multiplicidad. Mientras algunos de sus contemporáneos se dedicaron a rescatar y a legitimar las diferencias étnicas y socioeconómicas del Ecuador de 1927, Palacio matizó el problema de la nación mestiza en términos de nuevos comportamientos y actitudes. De hecho, el concepto palaciano del mestizaje parece contener las semillas de una nueva conciencia del mestizaje que no es “simply a doctrine of identity based on cultural bricolage or a form of bric-a-brac subjectivity but a critical practice of cultural negotiation and translation that attempts to transcend the contradictions of Western dualistic thinking” (McLaren 124). Ya hemos señalado en el cuento un enérgico rechazo de la filosofía cartesiana (por lo menos, de parte del personaje principal). La doble y única mujer comprendía que su condición (ex)céntrica exigía un nuevo discurso filosófico que se abriera a una transformación social cimentada en la tolerancia y la justicia. Nuestra lectura ha procurado ubicar “La doble y única mujer” dentro de un proyecto multicultural que apunta a la construcción de lo que se ha llamado border identities. “Border identities are intersubjective spaces of cultural translation— linguistically multvalanced spaces of intercultural dialogue. It is a space where one can find an overlay of codes, a multiplicity of culturally inscribed subject positions, a displacement of normative reference codes, and a polyvalent assemblage of new cultural meanings” (McLaren 121). En efecto, “Border identities constitute a bold infringement on normalcy, a violation of the canons of bourgeois decorum” (McLaren 123). Tal legitimación de lo híbrido, de un mestizaje nacional libre de políticas represivamente homogenizantes y hegemónicas, ha de incluir a un escritor como Pablo Palacio que dedicó su narrativa al “descrédito” de una realidad canónica que negaba sus diferencias y que, por lo tanto, se condenaba a la inautenticidad.

41

Obras citadas

Dollimore, Jonathan. Sexual Discourse. Oxford: Clarendon Press, 1991. Guerra-Cunningham, Lucía. “El personaje literario femenino y otras mutilaciones”, Hispamérica, xv, 43 (1986), 3-19. Donoso Pareja, Miguel. Los grandes de la década del 30. Quito: Editorial El Conejo, 1985. ______. Nuevo realismo ecuatoriano: La novela después del 30. Quito: Editorial El Conejo, 1984. ______. Ed. Recopilación de textos sobre Pablo Palacio. La Habana: Casa de las Américas, 1987. Fernández, María del Carmen. El realismo abierto de Pablo Palacio: En la encrucijada de los 30. Quito: Ediciones Libri Mundi, 1991. Foster, David William. Gay and Lesbian Themes in Latin American Writing. Austin: University of Texas Press, 1991. Irigaray, Luce. This Sex Which Is Not One. Trans. Catherine Porter with Carolyn Burke. Ithaca: Cornell University Press, 1985. Iser, Wolfgang. The Act of Reading: A Theory of Aesthetic Response. Baltimore: The Johns Hopkins University Press, 1978. Kaminsky, Amy K. Reading the Body Politic: Feminist Criticism and Latin American Women Writers. Minneapolis: University of Minnesota Press, 1993. Magnarelli, Sharon. The Lost Rib: Female Characters in the Spanish-American Novel. Lewisburg: Bucknell University Press, 1985.

42

McLaren, Peter. “White Terror and Oppositional Agency: Towards a Critical Multiculturalism”, A Journal of Theory, Culture and Politics, 7 (1993), 98-131. Minogue, Sally. Ed. Problems for Feminist Criticism. London: Routledge, 1990. Palacio, Pablo. Obras completas. Guayaquil: Casa de la Cultura Ecuatoriana, 1976. Ramírez, Rafael L. Dime capitán: Reflexiones sobre la masculinidad. Río Piedras: Ediciones Huracán, 1993. Robles, Humberto. “Pablo Palacio: el anhelo insatisfecho”, Cahiers Du Monde Hispanique et Luso-Bresilien, 34 (1980), 141-56. Stein, Edward. Ed. Forms of Desire: Sexual Orientation and the Social Constructionist Controversy. New York: Routledge, 1990. Ubidia, Abdón. “Una luz lateral sobre Pablo Palacio”, Palabra Suelta, 6 (1989), 26-31. Varios. Cinco estudios y dieciséis notas sobre Pablo Palacio. Guayaquil: Casa de la Cultura Ecuatoriana, 1976. Virgilio, Carmelo y Naomi Linstrom. Eds. Woman as Myth and Metaphor in Latin American Literature. Columbia: University of Missouri Press, 1985.

Lihat lebih banyak...

Comentarios

Copyright © 2017 DATOSPDF Inc.