Una aproximación al debate sobre las virtudes políticas de la deliberación

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Descripción

Una aproximación al debate sobre las virtudes políticas de la deliberación Carlos Rico Motos Universidad Autónoma de Madrid [email protected] Los defensores de la democracia deliberativa afirman que su modelo ofrece un tratamiento del desacuerdo moral más legítimo que el planteado por las concepciones agregativas de la democracia. Sin embargo, la legitimidad del modelo deliberativo necesita ser complementada en términos de utilidad instrumental, esto es, en lo que respecta a la calidad de los resultados obtenidos mediante una deliberación en condiciones adecuadas. En este sentido, el interés sobre la materia se ha trasladado hacia las virtudes políticas del modelo deliberativo en relación a los problemas de la representación liberal. Tales virtudes pueden ser agrupadas en dos tipos de efectos: efectos epistémicos y efectos psicológicos de la deliberación. Es en este punto en el que la teoría deliberativa debe entrar de lleno en el debate con sus críticos, ofreciendo respuestas que conduzcan a una institucionalización eficiente de sus postulados.

CARLOS RICO MOTOS es miembro del Centro de Teoría Política de la Universidad Autónoma de Madrid, donde prepara una tesis doctoral sobre democracia deliberativa bajo la dirección de Elena García Guitián. Participa en el proyecto “La calidad de la deliberación pública en las democracias contemporáneas”, financiado por el Ministerio de Educación. Ha sido visiting scholar en las universidades de Nueva York y Stanford.

Palabras clave: representación política, democracia deliberativa, juicio político, sociedad civil.

RASGOS DEFINITORIOS DE LA DEMOCRACIA DELIBERATIVA La concepción deliberativa de la democracia ha sido ampliamente desarrollada hasta ocupar un lugar central en la teoría política contemporánea1. Buena parte de los elementos normativos del modelo deliberativo encuentran su punto de referencia en The Theory of Communicative Action desarrollada por Jürgen Habermas (1984). En esta construcción filosófica, Habermas elabora una visión comunicativa de la

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Bessete (1980) es el primer autor que introduce el término “democracia deliberativa”. A partir de ese momento, los años ochenta y noventa del pasado siglo suponen un “giro deliberativo” en la teoría política (Dryzek, 2000). La teoría deliberativa se nutre entonces de las aportaciones de autores de referencia como Manin (1987), Cohen (1989a), Fishkin (1991), Rawls (1996), Habermas (1994; 1998), Benhabib (1996), Bohman (1996), Gutmann y Thompson (1996), Elster (1998), Macedo (1999), etc. Una vez superada la etapa de desarrollo normativo, una segunda fase se abre a finales de los noventa para centrarse en la aplicabilidad práctica del ideal deliberativo a las instituciones de la democracia liberal.

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racionalidad como alternativa a la concepción meramente instrumental de la misma en la teoría weberiana (Habermas, 1984: 284-286). La democracia deliberativa se basa en el ideal abstracto de una comunidad autoorganizada de individuos libres e iguales que coordinan sus asuntos colectivos a través de una razón común (Cohen, 1999: 396). La deliberación, en términos generales, es el debate dirigido a producir opiniones razonables y bien informadas en el cual los participantes están abiertos a revisar sus preferencias a la luz de la discusión, nueva información y aseveraciones hechas por los demás participantes (Chambers, 2003: 309). La legitimidad de las normas vendría de que los posibles afectados por ellas hayan podido acordarlas comunicativamente como participantes en un discurso racional (Habermas, 1998: 91-94). En el intercambio público de argumentos, los ciudadanos se ven requeridos a defender sus posiciones en términos que los demás pueden aceptar como razones válidas, con lo que se reducen las inclinaciones al comportamiento estratégico (Cohen, 1989a: 20; , 1999: 408). Desde este punto de vista, el fundamento de la decisión democrática no reside tanto en su adopción por una mayoría legítima como en que es el resultado de un proceso de razonamiento en el que todas las posiciones, incluidas las minoritarias, han podido participar en libertad e igualdad2 (Manin, 1987). “When properly conducted, democratic politics involves public deliberation focused on the common good, requires some form of manifest equaly among citizens, and shapes the identity and interests of citizens in ways that contribute to the formation of a public conception of the common good” (Cohen, 1989a: 19).

Deliberar es considerar atenta y detenidamente los argumentos a favor y en contra de una decisión, las alternativas existentes y las posibles consecuencias antes de adoptarla. El elemento clave de la deliberación es su tendencia al juicio imparcial sobre la base del mejor argumento, lo cual hace que sus decisiones superen las limitaciones de la negociación instrumental y los intereses egoístas a corto plazo, gozando de alta legitimidad democrática. Para ello, el proceso deliberativo debe 2

Una cosa es dar igual consideración a los individuos mediante un voto igual en la toma de decisiones y otra cosa es dar igual oportunidad para participar con razones y argumentos en la deliberación colectiva previa a la decisión. La concepción agregativa de la democracia no está necesariamente centrada en el bien común ni es transformadora de las preferencias porque no pone el énfasis en la comprensión esclarecida de los propios intereses. En este sentido, Hoffman señala que un modelo estrictamente económico de racionalidad es relativista porque no cuestiona la sabiduría de los fines que se persiguen sino tan sólo la eficiencia o propiedad de los medios elegidos (Hoffman, 1998: 465). Sin embargo, el razonamiento político no sólo implica cálculos de medios sino también la consideración reflexiva sobre cómo hemos adquirido nuestras preferencias y su compatibilidad con consideraciones normativas más amplias con las que debemos contar dada la naturaleza inherentemente cooperativa de la dimensión política (Jorba, 2008: 46). Por ello, los procedimientos agregativos, por sí solos, carecen de los “recursos morales” necesarios para generar y mantener la legitimidad de las decisiones ante asuntos conflictivos (Knight yJohnson, 1994: 278-281).

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celebrarse bajo una serie de condiciones que aseguren la igualdad y libertad de todos los participantes. Como el propio Habermas reconoce, se trata de exigencias ideales, esto es, principios normativos que deben servir de guía para acercar la deliberación pública lo más posible a una “situación ideal de diálogo” (Habermas, 1998: 401-402). Así, la igualdad y libertad de los ciudadanos establece un requisito de publicidad e inclusión en la deliberación. En buena parte, la legitimidad del modelo deliberativo reside en su capacidad para incorporar la diversidad de perspectivas existentes en la sociedad, de modo que la reciprocidad se vea reflejada en el igual derecho de todos los afectados por una decisión a participar libremente en el debate público introduciendo sus razones, necesidades, valores e intereses (Knight y Johnson, 1994: 285-286; Young, 1999; Smith, 2000: 31; Máiz, 2006: 34). Cada participante debe tener la misma posibilidad de ser escuchado, introducir temas, propuestas y enfoques, así como criticar las propuestas de sus interlocutores. Ese derecho debe abarcar también la posibilidad de argumentar en torno a las reglas que rigen el procedimiento de discusión y el modo en que se aplican (Benhabib, 1996: 70). Frente a la privacidad del razonamiento en el modelo liberal clásico, el modelo deliberativo traslada al espacio público la justificación de las posiciones individuales, de manera que todos los ciudadanos puedan juzgar los argumentos expuestos. Esto constituye un “uso público de la razón”: las razones expresadas deben ser convincentes y asumibles por todos en ausencia de restricciones en la comunicación (Bohman, 1996: 39). Finalmente, el ideal deliberativo exige que el criterio regulador de la discusión sea la lógica del mejor argumento expuesto. Así, simetría y reciprocidad son condiciones destinadas a asegurar el no sometimiento de los participantes en la deliberación más que a la “coerción sin coerciones del mejor argumento” (Habermas, 1998: 382). El “poder interno” de ese tipo de argumento reside en su capacidad para ofrecer la solución óptima en términos de excelencia técnica y corrección moral, superando al resto de los argumentos planteados (Pellizzoni, 2001: 62). Una vez conseguidas las condiciones ideales de diálogo en el espacio público, la racionalidad comunicativa debe abrirse paso para conducir la deliberación hacia decisiones que expresen intereses generalizables y capaces de resistir el juicio crítico de todos los participantes. Así, el racionalismo del modelo deliberativo asume la capacidad de la política para transformar el conflicto inicial mediante el replanteamiento de las preferencias de los individuos a la luz del interés público manifestado en la deliberación (Cohen, 1989a: 19; Smith y Wales, 2000; Neblo, 2005: 174).

VIRTUDES POLÍTICAS DE LA DELIBERACIÓN 3

Los defensores de la democracia deliberativa afirman que su modelo resulta superior a las concepciones agregativas de la democracia a la hora de abordar el conflicto político. Ello por cuanto que afronta el desacuerdo moral desde una posición más respetuosa con la consideración de los individuos como seres autónomos, libres e iguales. Sin embargo, la legitimidad moral de la democracia deliberativa debe compatibilizarse con la atribución de un valor instrumental según el cual la deliberación es deseable por la calidad de sus resultados (Christiano, 1997: 274-275; Elster, 1997: 26). Así, buena parte del interés contemporáneo sobre la materia se ha trasladado desde la fundamentación filosófica hacia las virtudes políticas del modelo deliberativo en relación a los problemas de la representación liberal. En líneas generales, tales virtudes pueden ser agrupadas en dos tipos de efectos: efectos epistémicos y efectos psicológicos. Efectos epistémicos de la deliberación La atribución de un valor epistémico al procedimiento deliberativo de decisión significa asumir que su resultado es deseable no sólo por haber tenido en cuenta consideraciones de equidad sino también porque ha incluido elementos cognitivos para alcanzar el mejor entendimiento de las cuestiones planteadas 3 (Nino, 1996: 129; Christiano, 1997: 258; Bohman, 2006: 176). Desde este punto de vista, la deliberación es un mecanismo orientado al discernimiento de la verdad (Habermas, 2006: 18) que tiende a producir decisiones más informadas tras eliminar sesgos que distorsionan la correcta comprensión de los problemas planteados. Las virtudes epistémicas del modelo deliberativo pueden aliviar el problema de la ignorancia política. Dado que las sociedades modernas exigen altos niveles de información y competencia política, la democracia sólo tiene sentido si quienes tienen que controlar a las élites tienen la capacidad cognitiva para hacerlo. En este punto, a diferencia de las alternativas antielitistas, la deliberación pública trata de reducir las asimetrías cognitivas acercando el juicio del ciudadano medio al juicio de los expertos. Al introducir todas las perspectivas en el debate, los procesos deliberativos incrementan la información disponible (Benhabib, 1996: 72; Fearon, 1998: 45) aportando información privada de los individuos, información sobre la intensidad de las preferencias de los interlocutores, información sobre datos empíricos relevantes, 3

Procedimentalismo y valor epistémico son compatibles en tanto que la corrección o bondad de un resultado depende, parcialmente, del valor epistémico del proceso que lo produjo (Estlund, 1997: 174). En este sentido, la “situación ideal de diálogo” o “la posición original” funcionarían como una construcción contrafáctica que proporciona un criterio de juicio sustantivo con el que evaluar el resultado del proceso real (Estlund, 1997: 180).

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información sobre la viabilidad de las posiciones mantenidas, información sobre otros enfoques alternativos de la cuestión, etc. En este sentido, Bohman (2006, 2007) señala que las exigencias deliberativas de inclusión y publicidad refuerzan el “valor epistémico de la diversidad”. En la medida en que la deliberación pública incluye diversas perspectivas con sus respectivas prácticas de búsqueda, será más probable evitar

los

errores

cognitivos

y los

sesgos

que aparecen

en situaciones

de

homogeneidad en las que sólo hay una única perspectiva o marco interpretativo (Bohman, 2007: 349). Ello suaviza el impacto de la racionalidad limitada que está detrás de algunos conflictos morales y políticos (Fearon, 1998: 45; Gutmann y Thompson, 2004: 10-12). Al haber sido testados desde diferentes puntos de vista, los resultados de la deliberación serán más sólidos (Bohman, 2006: 188). La exposición a la crítica pública es la mejor forma de mostrar si una idea está suficientemente fundamentada (Mill, 1997: 77-85), lo cual puede llevar a revisar la pertinencia de las propias posiciones ante el problema planteado “Reasonableness is hence a two-way street: the reasonable citizen is able and willing to offer justifications for her views and actions, but is also prepared to consider alternate views, respond to criticism, answer objections, and, if necessary, revise or abandon her views. In short, reasonable citizens do not only believe and act for reasons, they aspire to believe and act according to the best reasons; consequently, they recognize their own fallibility in weighing reasons and hence engage in public deliberation in part for the sake of improving their views” (Talisse, 2005: 427-428).

¿Pero que se entiende por mejores decisiones? La teoría deliberativa considera que se trata de decisiones fruto de a) una mayor información y b) un mejor enfoque moral de los problemas planteados. Como se ha señalado, las condiciones del proceso deliberativo sacan a la luz información necesaria para adoptar una decisión consciente que de otro modo podría quedar excluida de la reflexión. Pero además, a diferencia de lo que sucede con la simple agregación de preferencias, el proceso deliberativo tiene un efecto moralizante en tanto que obliga a los participantes a plantear la conveniencia de sus argumentos desde una “mentalidad ampliada” (Benhabib, 1996: 72). El requerimiento de justificar las propias posiciones mediante razones aceptables por otros ciudadanos obliga a eliminar argumentos inmorales, egoístas o meramente estratégicos o, al menos, a presentarlos mediante razones que apelen al bien común (Cohen, 1998: 199-201; Elster, 1998: 104; Smith y Wales, 2000: 53; Herreros, 2007: 478). Los principios de justicia del proceso deliberativo obligan a discutir las distintas posiciones y alternativas desde una óptica asumible por todos los afectados

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(racionalidad comunicativa), lo cual mitiga las diferencias estructurales de poder y descarta la negociación estratégica como principal forma de decisión. La exigencia de una comunicación no distorsionada permite romper con la asimetría de los participantes en la misma. La dinámica de debate inclusivo en el espacio público abre cauces de información horizontal entre todos los participantes, es decir, democratiza la información disponible. Esto supone una mejora fundamental con respecto a la información unidireccional y verticalmente administrada desde las élites. En este sentido, el modelo deliberativo crea un contexto comunicativo más propicio para la comprensión ilustrada. Al mismo tiempo, abrir la deliberación al conjunto de la sociedad dificulta la monopolización de la agenda política por las élites, especialmente en lo relativo al orden y contenido de los temas a tratar. Efectos psicológicos de la deliberación Junto con los beneficios epistémicos señalados, la teoría deliberativa pronostica una serie de virtudes psicológicas de la interacción política en un marco como el establecido por su modelo democrático. La deliberación colectiva conduce a una mayor autopercepción del individuo como ciudadano inserto en una estructura de cooperación social. En este sentido, refuerza entre los participantes sentimientos proclives a la civilidad y al mutuo respeto, contribuyendo a la “mentalidad ampliada” necesaria para reevaluar las posiciones particulares atendiendo a consideraciones de interés general (Macedo, 1999: 9-10). A su vez, la legitimidad del proceso deliberativo facilitaría la aceptación de sus decisiones. Por último, la experiencia obtenida mediante la participación en dicho proceso contribuiría a mejorar las habilidades intelectuales de los individuos y, consecuentemente, su competencia política (Fearon, 1998: 45). Así se espera que, en las circunstancias adecuadas, la deliberación tienda a promover la tolerancia, el entendimiento entre grupos y a incentivar una actitud de espíritu público (Chambers, 2003: 318). Para la teoría deliberativa, una cultura democrática fuerte solo puede arraigar en la conciencia de los ciudadanos desde la empatía, la educación cívica y la cohesión social que se desprenden de los valores y prácticas cooperativas desarrolladas en los procesos de deliberación pública (Barber, 1984; Cooke, 2000; Smith y Wales, 2000). En este sentido, la deliberación contribuiría a generar un sentimiento de comunidad política. La alta legitimidad moral del modelo deliberativo también juega a favor de la eficacia de sus resultados. El desacuerdo posterior a la deliberación es superior al

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desacuerdo

pre-deliberativo

en

tanto

que

ha

depurado

posiciones

erróneas,

irracionales o egoístamente sesgadas, acomodando moralmente a las partes hacia el mutuo respeto. Así, la agregación de preferencias posterior a la deliberación resulta más legítima para todos los participantes en el proceso (Cohen, 1989a: 33). Esa mayor legitimidad conlleva una mejor disposición de los destinatarios de aceptar las decisiones resultantes, con lo que su expectativa de eficacia aumenta. Por otra parte, la deliberación conlleva un “efecto educativo”, entendido como mejora de las capacidades intelectuales y morales de los ciudadanos a través de la experiencia adquirida mediante la participación en la discusión pública. El intercambio público de razones no sólo sirve para aumentar la información de los individuos sino también

para

desarrollar

sus

habilidades

críticas

(Talisse,

2005:

438).

Este

planteamiento matiza la premisa del individuo como agente dotado de una absoluta racionalidad autónoma, al entender que esa racionalidad no puede desplegarse en toda su plenitud sin la participación en el debate público con el resto de la sociedad4. Las investigaciones empíricas sobre la importancia del capital social en el buen funcionamiento de los sistemas democráticos confirman algunos de los efectos psicológicos apuntados (Norris, 1999; Della Porta, 2000: 225; Newton y Norris, 2000: 72; Putnam, 2000; Putnam, Pharr et al., 2000: 26; Milner, 2002). Así, Putnam afirma que en comunidades ricas en capital social, las normas cívicas sostienen un sentido amplio de auto-interés y una confianza firme en la reciprocidad. Por el contrario, cuando el capital social decae, el sentido de auto-interés se restringe al egoísmo a corto plazo, lo cual fomenta el “free-riding” y el abandono de los deberes cívicos que hacen que la democracia pueda funcionar. Por otra parte, cuando los niveles de solidaridad y confianza social son altos, los colectivos son más eficientes (Putnam, 2000: 348-349). También Norris (1999) incide en la cuestión al señalar que la legitimidad de las instituciones políticas promueve la disposición al cumplimiento voluntario de la ley así como un efectivo proceso de policy-making. Del mismo modo, cuando las redes sociales y las organizaciones cívicas de base son fuertes y extensas, las comunidades políticas afrontan mejor las crisis inesperadas (Putnam, 2000: 349). Ello por cuanto que esas comunidades poseen hábitos emocionales que favorecen y estimulan la confianza social, la tolerancia y el compromiso cívico, es decir, las condiciones culturales que favorecen la democracia (Norris, 1999: 266).

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Por ello, la democracia deliberativa conecta con el autodesarrollo moral de los ciudadanos a través de la práctica y el aprendizaje de los errores cometidos en el ejercicio de la autonomía política (Dahl, 1993: 100);(Macedo, 1999: 9-10). Este argumento constituye una razón de peso frente a las críticas elitistas a la democracia.

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El efecto conjunto de las virtudes epistémicas y psicológicas de la deliberación sería la posibilidad de transformar las preferencias predeterminadas de los individuos hacia planteamientos más informados y conscientes, de más calidad y orientados hacia el interés común. En este sentido, dicha transformación se produciría tanto a nivel racional como a nivel moral y cívico. “El proceso deliberativo tiende a estructurar las preferencias individuales, a fomentar la tolerancia y la aceptación del otro ampliando los propios puntos de vista, a hacer más racionales, informadas y justas las decisiones colectivas bajo condiciones de información costosa y racionalidad limitada y, finalmente a crear una ciudadanía comprometida con la democracia” (Jorba, 2008: 71).

Como resultado final, en comparación con el modelo liberal clásico, el modelo deliberativo aumenta la interconexión entre sociedad y poder institucionalizado, incentiva una comunicación no distorsionada en la esfera pública, incrementa el juicio político de la ciudadanía, refuerza el respeto mutuo y exige más racionalidad discursiva en la acción política. Frente al individuo que determina sus fines al margen del contacto con los demás y luego los agrega en forma de voto, la propuesta deliberativa concibe el proceso político como un ejercicio de formación de la voluntad colectiva a través de la comunicación pública orientada al entendimiento. Más que una simple coordinación de intereses predeterminados, la lógica del autogobierno es una lógica de cooperación social (Habermas, 1998: 347).

PROBLEMAS TEÓRICOS La centralidad de las propuestas deliberativas ha estimulado un profundo debate en la teoría política contemporánea. Por una parte, la teoría deliberativa debe responder a una serie de objeciones formuladas contra su ideal normativo, las cuales vienen a poner en duda la propia deseabilidad del modelo. Por otra parte, debe mostrar viabilidad para conducir a una institucionalización eficiente. A continuación se exponen las principales críticas teóricas al modelo deliberativo apuntando posibles respuestas.

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Críticas respecto a la inclusión e igualdad en la deliberación Un primer conjunto de críticas es el que denuncia la incapacidad del modelo deliberativo para hacer valer su exigencia normativa de inclusión. La deliberación bajo condiciones de desigualdad estructural contribuye a legitimar las injusticias y limitaciones preexistentes ya que no permite incluir todas las perspectivas en el debate o, si las incluye formalmente, no les atribuye influencia real dadas las desventajas culturales e intelectuales existentes entre los participantes. La desigual distribución de recursos económicos limita el carácter democrático del sistema político al erosionar el igual acceso de los ciudadanos a la arena pública (Cohen, 1989b: 29; Held, 1991: 342). Además de la igualdad declarativa o formal, la democracia deliberativa exige una redistribución de los recursos y capacidades para conseguir una “igual oportunidad de influencia política” en el resultado de la deliberación 5 (Knight y Johnson, 1997: 293). En este sentido, el carácter crítico de la teoría deliberativa evidencia los obstáculos que, en la práctica, erosionan las condiciones de igualdad que sus principios defienden (Gutmann y Thompson, 2004: 48). De esta forma, la democracia deliberativa asume implícitamente la necesidad de resolver progresivamente las situaciones de desigualdad económica, educativa, de acceso a bienes y servicios, etc. De hecho, la discusión sobre la manera de eliminar tales desigualdades debe llevarse a cabo deliberativamente, con lo que nada impide que la misma se extienda al contenido de la agenda política y a la estructura institucional que determina las alternativas disponibles. Sin embargo, aún asegurando esa igual distribución de oportunidades, algunos autores denuncian que la propia lógica de la deliberación continúa reproduciendo desigualdades culturales y sociales. Aquí, la denominada “teoría de la diferencia” viene a plantear una crítica de fondo a la coherencia del modelo deliberativo respecto a sus objetivos democráticos6. Para estos autores, la opción por la deliberación como 5

Frente las dificultades conceptuales que implica la igualdad de capacidades, la igualdad de oportunidades permite medir los recursos deliberativos puestos a disposición de los individuos. El “principio de oportunidad básica” implica un nivel adecuado de bienes que suponen oportunidades fundamentales para cada ciudadano, tales como sanidad, educación, seguridad, renta y trabajo (Gutmann y Thompson, 1996: 273-274). Estas oportunidades permiten a los ciudadanos vivir vidas decentes, disfrutar de oportunidades no-básicas y ejercer sus obligaciones como miembros de una democracia. Así, la obligación del gobierno es establecer políticas públicas que proporcionen las condiciones en las que los ciudadanos puedan tomar el control de sus vidas (Gutmann y Thompson, 1996: 285). 6

Los teóricos de la diferencia se centran en el reconocimiento de la legitimidad de las perspectivas particulares de segmentos de la población históricamente oprimidos. Estos autores rechazan la premisa del modelo deliberativo respecto a una unidad básica de valores compartidos que permiten trascender las divisiones entre los participantes en la comunicación pública. Según Young (1996: 126), dicha apelación al entendimiento compartido privilegia unas concepciones del bien común que excluyen las perspectivas

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juicio

de

razón

universal,

abstracto,

con

discursos

formales,

generales

y

desapasionados no deja de imponer un modelo hegemónico de comunicación que privilegia a los grupos culturales dominantes, al facilitarles la imposición de sus paradigmas, discriminando las formas de comunicación de otros colectivos (Fraser, 1992: 119-121; Young, 1996: 123-125). No existiría una razón universal, sino una pluralidad de razones que hablan diferentes lenguajes (Pellizzoni, 2001: 65). En esta línea, varios teóricos de la diferencia coinciden en la necesidad de ofrecer otras formas de comunicación política alternativas a la estricta argumentación racional (Young, 1996: 129-132; Sanders, 1997: 370-373; Johnson, 1998: 166; Kohn, 2000: 425). Esas alternativas abarcarían fórmulas de cortesía destinadas a establecer confianza o respeto preliminar, la retórica como expresión de emociones y lenguaje figurativo, el empleo del humor y la ironía o la narración de historias y testimonios individuales. El fin último sería garantizar la inclusión en la comunicación pública de perspectivas habitualmente subordinadas (género, raza, etc). La respuesta pasa por fijar la argumentación racional como un elemento insustituible en el proceso deliberativo, dado que constituye una garantía de comunicación equitativa en la esfera pública. Las teorías de la diferencia olvidan que todas las formas de comunicación pueden ser susceptibles de manipulación y resultar coercitivas cuando las competencias comunicativas de los individuos no están igualadas. Sin embargo, a diferencia del testimonio o la retórica, la argumentación es capaz de exponer esos fallos por sí misma, por lo que adquiere un estatus de especial prominencia respecto a esas otras formas de comunicación (Dryzek, 2000: 70-71). Desde este punto de vista, las formas de comunicación emocionales, narrativas o testimoniales serían compatibles con la deliberación siempre que el empleo de tales recursos constituya un primer paso para reflexionar y trascender desde lo particular hacia argumentos con un cierto grado de generalidad (Gutmann y Thompson, 1996: 137; Dryzek, 2000: 68; , 2005: 224). Dichas formas pueden jugar un papel relevante en la comunicación informal en la esfera pública pero no pueden constituir el lenguaje institucionalizado que apela a razones públicamente compartidas (Benhabib, 1996: 83).

de los grupos culturales menos privilegiados. Al estar basados en marcos conceptuales que pasan por neutros o universales, esos discursos hegemónicos dejan de ser vistos como producto de una cosmovisión social y cultural dominante, con lo que escapan a la crítica deliberativa (Young, 2001: 685688).

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Problemas de ignorancia y costes de información La teoría deliberativa plantea la publicidad e inclusión en el debate público como alternativa a los problemas de ignorancia política en las democracias contemporáneas. Sin embargo, este tipo de respuesta se centra en una mayor oferta de información sin resolver el problema planteado por Downs (1973: cap. 13): la inexistencia de incentivos racionales para que los individuos empleen buena parte de su tiempo y atención en adquirir costosa información sobre temas políticos que ven lejanos a sus intereses inmediatos. Por si sola, una mayor oferta de información política no significa un mayor interés en su adquisición por parte de los individuos. En esta línea, algunas críticas señalan que la teoría deliberativa no explica cómo la participación de ciudadanos carentes de la información necesaria va a conseguir decisiones de mayor calidad (Somin, 1998: 440-442; Weinshall, 2003: 53). El problema de base que la ignorancia política plantea a las propuestas deliberativas es el siguiente: si 1) la democracia deliberativa requiere una importante información de los ciudadanos respecto a datos concernientes a cuestiones políticas complejas y la realidad es que 2) los ciudadanos son en general altamente ignorantes sobre hechos políticos básicos, entonces 3) la democracia deliberativa es un ideal impracticable (Talisse, 2004: 457). Los partidarios de la deliberación olvidan a menudo que buena parte del debate público no versa sobre fines normativos sino sobre medios, es decir, sobre la relación causal entre una determinada política y los resultados deseados (Przeworski, 1998: 144).

Y,

en

este

punto,

la

deliberación

sobre

“razones

técnicas”

implica

necesariamente el reconocimiento de una desigualdad, bien sea de información disponible, bien sea de capacidad para razonar y procesar tal información (Przeworski, 1998: 145). Como la información disponible resulta ser en muchos casos una cuestión de especialización y tiempo empleado para su adquisición, el problema se plantea en un contexto de conflicto de intereses en el que se puede emplear la ventaja informativa para dominar a otros. En tanto que los individuos tienen poca información sobre las creencias de los demás, sólo se pueden comunicar mediante los mass media y el acceso a los mismos está regulado por el dinero y la educación, las posibilidades para coordinar creencias están desigualmente repartidas (Przeworski, 1998: 153154). En este sentido, la comunicación pública no es un sistema neutral. Los déficits de información del ciudadano medio permiten que las élites políticas, mediáticas o corporativas empleen el sistema de comunicación para modificar endógenamente las

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preferencias de los ciudadanos (Stokes, 1998: 128). Las posibilidades para ello son amplias e incluyen la manipulación de las creencias causales en la opinión pública y la implantación de marcos cognitivos que sesgan el debate o hacen creer que la opinión pública quiere mayoritariamente algo que en realidad no quiere. Para ello aprovechan la disposición de los electores a seguir la opinión de terceros “expertos” en materias en las que su compromiso e información es escaso (Stokes, 1998: 132). Si el modelo deliberativo no consigue paliar en la práctica la ignorancia política del ciudadano medio, todo su entramado normativo queda en entredicho. La escasez de tiempo, la división del trabajo y la especialización en la distribución de información son hechos sociales que provocan asimetrías inevitables. Sin embargo, en tanto que el conocimiento es un recurso susceptible de ser compartido en la esfera pública, la desigual distribución de información puede ser compensada (Bohman, 1997: 342). Ello por cuanto que, en un contexto de complejidad social, igualdad no significa necesariamente igualdad de interés, experiencia o especialización para participar en las decisiones cotidianas, sino que los “argumentos de autoridad” puedan ser cuestionados y precisen justificación (Knight y Johnson, 1997: 289). La autoridad cognitiva de los expertos no implica un abandono del juicio sino una suspensión limitada del mismo a favor de la confianza que se instaura en un contexto de crítica pública como el permitido por la democracia deliberativa (Warren, 1996: 55-57). Desde esta perspectiva, en el modelo deliberativo, la autoridad de los especialistas es siempre susceptible de contestación pública tanto por otros expertos como por otros individuos o colectivos. Aquí, la función de los grupos de presión y la sociedad civil como público atento es fundamental (Dryzek, 2000). En la medida en que la esfera pública sea capaz de proporcionar un mínimo nivel de información y capacidades deliberativas, las desigualdades provocadas por la complejidad social y la especialización pueden verse mitigadas. Para ello, los grupos deben construir redes públicas que les concedan poder de acción colectiva (Bohman, 1996: 133). Estas redes constituyen una arena pública que permite la entrada de nuevas cuestiones en la esfera general, así como la vigilancia de formas de dominio que tratan de fijar subrepticiamente la agenda o el marco de la deliberación. De esta forma, los grupos en inferioridad de condiciones para competir con el discurso dominante pueden reagruparse en una multiplicidad de esferas públicas parciales que tienen un papel de “contrapúblicos subalternos”, esto es, grupos capaces de reflexionar internamente para elaborar un mensaje alternativo al hegemónico (Fraser, 1992: 123). Junto a ello, cambios institucionales en las campañas, el sistema de medios, etc, pueden también contribuir a abrir la esfera pública, aumentando las

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posibilidades de que todos los discursos puedan competir con cierta igualdad (Bohman, 1996: 137-140). Así pues, no todas las cuestiones requieren de los mecanismos democráticos que consumen tiempo y atención. El hecho de que los recursos deliberativos sean escasos conduce a concentrarlos en temas especialmente importantes para el individuo, dados sus intereses y ubicación social, dejando las demás áreas para la decisión de las autoridades. Tales autoridades liberan el tiempo del público para obtener información y conocimiento en ese número reducido de asuntos cuya especial importancia y naturaleza conflictiva recomiendan el control democrático (Warren, 1996: 57-58; Somin, 1998: 446; Dryzek, 2000: 174; Warren, 2002: 688; Hutchings, 2003: 131). De esta forma, muchas decisiones pueden ser tomadas siguiendo las rutinas establecidas en los sistemas institucionales de las sociedades complejas (expertos, partidos, mercados, reglas preestablecidas, etc). Ello no es problemático siempre que quepa la posibilidad de, llegado el caso, someter la actuación de esas instituciones al escrutinio democrático. Obstáculos a la racionalidad comunicativa El rasgo definitorio del modelo deliberativo es la sustitución de la acción estratégica por la acción comunicativa. Las exigencias normativas del modelo propician condiciones favorables para que la racionalidad comunicativa se abra paso guiando la deliberación hacia el mejor argumento en términos del interés general de todos los afectados. En este punto, la teoría deliberativa debe hacer frente a un conjunto de críticas que cuestionan la posibilidad de alcanzar dicha racionalidad comunicativa. Por una parte, cuando las posiciones ideológicas de los individuos constituyen una parte esencial de su autoidentidad, se convierten en límites a su racionalidad respecto de cualquier dato o argumento que pueda ponerla en cuestión (Warren, 1993: 222). En principio, la teoría deliberativa confía en el carácter transformador de la comunicación pública para provocar una “auto-reflexión” capaz de eliminar esa disonancia cognitiva, modificando el sectarismo de las posiciones identitarias. Sin embargo, reclamar un consenso comunicativo puede resultar poco realista en casos que implican cosmovisiones profundamente enfrentadas. En estas situaciones, la única solución es que las partes en disputa acepten las premisas del procedimiento deliberativo asumiendo que, en el espacio público, hay maneras de evaluar si un argumento es mejor o peor que otro. En el caso de que el desacuerdo persista, la

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votación posterior a una deliberación en condiciones de libertad, igualdad e inclusión se convierte en un recurso moralmente legítimo para resolver provisionalmente el conflicto planteado (Bohman, 1998; Cohen, 1998: 197; Przeworski, 1998: 142; Gutmann y Thompson, 1999: 267). Por otra parte, la consecución de acuerdos racionales como cierre del proceso deliberativo depende en buena medida de la orientación de los participantes hacia el interés general, lo cual constituye una premisa especialmente discutida. Así, las visiones que enfatizan el componente adversarial o agonístico de la política critican que la perspectiva deliberativa se centre en pretensiones normativas olvidando la estructura actual de los sistemas políticos, configurados en torno a fuertes intereses particulares, presiones de poder, desigualdad, demandas irracionales que rechazan las bondades epistemológicas de la deliberación, etc (Shapiro, 1999: 36). En un contexto de lucha de intereses, el debate público no suele dirigirse a la búsqueda conjunta de la verdad sino a la derrota del adversario (Walzer, 1999: 61). En este punto, la racionalidad comunicativa no explica cómo los individuos van a dejarse guiar por una conciencia moral ampliada renunciando a sus motivaciones cortoplacistas (Munro, 2007: 448). La réplica desde la teoría deliberativa es que la tendencia psicológica a la reciprocidad es un hecho empírico derivado de la capacidad humana para la racionalidad y la empatía. Somos egoístas inteligentes con potencial para la cooperación

si

se

dan

las

circunstancias

adecuadas.

En

este

sentido,

las

investigaciones en psicología política y sociobiología muestran que, junto con las tendencias egoístas, existen también en los individuos tendencias casi innatas hacia el comportamiento social, por las cuales éstos pueden determinar parte de sus acciones atendiendo a principios morales cooperativos que entienden esenciales para el funcionamiento de la sociedad (Mansbridge, 1990: 142; Miller, 1992: 62). La deliberación pública permite crear esa conciencia de interdependencia, evidenciando que, a largo plazo, el interés particular de cada individuo se encuentra contenido en el funcionamiento equitativo de las instituciones públicas (Hardin, 1989: 119). Ello dependerá en buena medida de la estructura del procedimiento de interacción comunicativa, esto es, de los diseños institucionales y constitucionales de la misma (Elster, 1997: 15-16). Con todo, la crítica agonista invita a analizar el posible acomodo de la negociación estratégica cuando las circunstancias limitan la capacidad de la

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deliberación para producir decisiones7. En conflictos que no se centran en un desacuerdo moral, el bargaining puede ser una opción legítima siempre que los negociadores acepten la reciprocidad como una restricción de su margen de actuación. Así, la negociación puede ser válida en situaciones de desacuerdo empírico en las que no existe una mejor alternativa para satisfacer el principio de reciprocidad (Gutmann y Thompson, 1996: 72). También cuando, aun tratándose de un desacuerdo moral, una de las partes no acepta deliberar y los fallos institucionales sitúan en desventaja a la parte que sí está dispuesta a hacerlo (Gutmann y Thompson, 1996: 73). En estos casos, los procedimientos institucionalizados deben estar diseñados de forma que garanticen la imparcialidad (Dryzek, 2000: 170). Para ello, un criterio de evaluación consiste en comprobar si este tipo de negociaciones resisten el escrutinio público (Jorba, 2008: 50). Excepciones a la deliberación Las excepciones a la deliberación pública tienen que ser justificadas en algún punto mediante un proceso deliberativo (Gutmann y Thompson, 1999: 246; , 2004: 5, 56). Partiendo de ese principio general, existen circunstancias que pueden recomendar evitar la deliberación pública8. Algunos temas moralmente divisivos pueden ser mejor tratados en los tribunales constitucionales dado que constituyen un contexto mas adecuado para un análisis riguroso y desapasionado, circunstancias que pueden no darse en la esfera pública y conducir a un aumento de la polarización. La democracia deliberativa puede aceptar excepciones al principio de publicidad siempre que los motivos para esa excepción sean públicamente discutidos, aprobados por anticipado, se limite el alcance del secreto y se permita su revisión periódica (Gutmann y Thompson, 1996: 104). Uno de estos casos es el de los secretos que sirven para aumentar la eficacia de la deliberación, esto es, necesarios para aislar a los representantes de la presión de la opinión publica a la hora de tomar medidas impopulares o cambiar de postura. La discreción puede estar aquí justificada siempre que exista a) alguna posibilidad de accountability previa o posterior de los ciudadanos

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En principio, la negociación estratégica se presenta como una alternativa a la deliberación, en tanto que considera que las preferencias enfrentadas son predeterminadas, esto es, exógenas a la interacción política. Si los intereses en conflicto no varían con el intercambio de argumentos, lo único que resta es intentar negociar una solución aceptable para todas las partes enfrentadas. En este marco estratégico, el argumento más convincente es aquel que cada una de las partes encuentra más conveniente para sus intereses dada la situación de conflicto (Pellizzoni, 2001: 63). 8

Así, situaciones de desigualdad y falta de reciprocidad en el mundo real pueden justificar métodos no deliberativos con el objetivo último de conseguir un sistema propiamente deliberativo (Gutmann y Thompson, 2004: 51; Talisse, 2005: 439).

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y b) deliberación sobre las razones que justifican la ausencia de publicidad, esto es, la ausencia de deliberación de primer orden (Gutmann y Thompson, 1996: 117).

CONCLUSIÓN La racionalidad comunicativa constituye en principal rasgo definitorio del modelo deliberativo. En las condiciones adecuadas, la deliberación produce decisiones que resisten el juicio crítico de todos los afectados y expresan el interés público. Por una parte, la inclusión de todos los puntos de vista en el debate mejora la calidad de la información y aumenta la diversidad de enfoques, reduciendo las asimetrías de conocimiento entre los participantes en la comunicación pública. Por otra parte, el carácter eminentemente cooperativo de la deliberación refuerza los sentimientos de civilidad y mutuo respeto, contribuyendo a crear la “mentalidad ampliada” necesaria para reevaluar las posiciones particulares desde la óptica del interés general. Así pues, las virtudes políticas de la deliberación se transformarían en decisiones caracterizadas por una mayor calidad técnica y moral. Sin embargo, como hemos visto, existe un amplio debate en torno a la viabilidad del modelo deliberativo. Algunos cuestionamientos, como los relativos a los déficits de inclusión e igualdad o los que aluden a excepciones legítimas a la publicidad en la deliberación pueden ser contestados sin excesivas dificultades. El debate se centra en cuestiones especialmente problemáticas como son la inevitabilidad de ciertas asimetrías informativas y, por ello, de un nivel inevitable de ignorancia estructural en cualquier sistema complejo de organización social, así como la existencia de sectarismos de índole identitaria o ideológica que imposibilitan la buena fe necesaria para dejarse convencer por “la fuerza del mejor argumento”. Las respuestas que la teoría deliberativa ofrece a estas objeciones indican las líneas por las que debe seguir discurriendo la investigación en la materia.

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