UNA APROXIMACIÓN A LAS POLÍTICAS DE GESTIÓN DE LA DIVERSIDAD CULTURAL

July 17, 2017 | Autor: Fatima Cisneros | Categoría: Liberalism, Charles Taylor, Cultural Diversity, Will Kymlicka, Nancy Fraser, Comunitarismo
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UNA APROXIMACIÓN A LAS POLÍTICAS DE GESTIÓN DE LA DIVERSIDAD CULTURAL

FÁTIMA CISNEROS ÁVILA

Sumario: I. Introducción. II. Cuestiones controvertidas en la gestión de la diversidad cultural. II.1. Rasgos culturales: Entre el “yo social” y el “yo desvinculado”. II.2. Los destinatarios de las políticas de gestión de la diversidad. II.3. La variable redistribución o reconocimiento. III. Un catálogo de políticas de gestión de la diversidad cultural: En algún lugar entre el liberalismo y el comunitarismo. III.1. Planteamientos liberales y comunitaristas: Posturas opuestas ante el reto de la diversidad. III.2. Los otros caminos en la gestión de la diversidad cultural. IV. Epílogo. V. Referencias bibliográficas.

I. Introducción

L

a diversidad cultural, como característica inherente de toda sociedad, ha planteado y sigue planteando un reto para aquellos que afrontan la labor de gestionar las relaciones entre los grupos que configuran sociedades

heterogéneas. La complejidad de esta tarea no se presenta simplemente en la consecución de resultados satisfactorios que hagan que las relaciones entre mayorías y minorías, entre unos grupos étnicos y otros o entre inmigrantes y sociedades de acogida, se desarrollen sin perjuicio de ninguno de los grupos, sino que la dificultad se manifiesta en el punto inicial del planteamiento del problema. No es pacífica la cuestión de qué se entiende por sociedad multicultural o qué identificamos como grupo minoritario, del mismo modo que tampoco hay acuerdo sobre cuáles deben ser los principios que inspiren la estructura sobre la que se asiente el armazón de la diversidad cultural. Tampoco encontramos una respuesta clara cuando nos preguntamos por los límites a la hora de tolerar prácticas de otras concepciones culturales que puedan chocar de manera directa con los valores que inspiran la nuestra.

Los obstáculos que plantea esta labor se vuelven más complejos si se tiene en cuenta que las sociedades son organismos que van evolucionando1 y que cada una, además, está integrada y configurada de manera diferente, con grupos con demandas y reivindicaciones que van modificándose conforme se van alcanzado unas y desechando otras. Los aspectos aquí planteados configuran el reto de la diversidad cultural, que, en palabras de Marcos, “nos lleva a reflexionar sobre el modelo tanto teórico como jurídico-político, que pueda hacer convivir pacíficamente a los distintos grupos” (2008: 55). Las múltiples facetas de las que se compone el reto de la diversidad cultural parecen tener su reflejo en las respuestas que se han dado a los interrogantes planteados. Un primer acercamiento a las políticas de gestión de la diversidad cultural ya nos muestra un panorama de soluciones dispares, cada una con una base teórica diferente y con soluciones también divergentes. El debate sobre cómo abordar las reivindicaciones de las minorías ha trascendido ya de la tradicional división entre las posiciones liberales y comunitaristas, y cada vez más surgen propuestas que tratan de solventar las deficiencias que los anteriores modelos han ido mostrando. También se ha sometido a revisión el binomio formado por la reivindicación de reconocimiento y la demanda de redistribución de los bienes materiales, apareciendo propuestas por parte de la teoría que abogan por una solución que atenúe las fronteras entre uno y otro modelo y logre articular una respuesta que integre “los ideales igualitarios del paradigma de la redistribución

con

aquellos

que

sean

auténticamente

emancipatorios

del

reconocimiento” (Fraser, 1997: 272). Ante tan complejo problema, este trabajo pretende hacer un breve recorrido por las principales respuestas que se han dado desde la teoría a las reivindicaciones de los grupos que componen el entramado multicultural, es decir, aquellos que, por presentar rasgos identitarios divergentes del grupo dominante, se han visto desprovistos de sus derechos hasta el punto de que incluso se les ha exigido en determinadas ocasiones que se despojen de las características que los definen como colectivo.

1

En mayo de 2012, por primera vez en la historia de Estados Unidos, la mayoría de los niños y niñas menores de un año eran hijos de grupos minoritarios, que representan el 37% de la población (El Mundo, 17 de mayo, 2012).

II. Algunas cuestiones controvertidas en la gestión de la diversidad cultural Las políticas de gestión de la diversidad cultural persiguen, al menos en apariencia, el objetivo común de acomodar las particularidades dentro de una sociedad en la que conviven multitud de grupos con rasgos y tradiciones culturales diferentes. Pero no todas las respuestas a esta necesidad de articulación parten de los mismos presupuestos ni dotan de las mismas características a los grupos minoritarios. Al contrario, las propuestas para una gestión satisfactoria de la diversidad cultural se distinguen por sus puntos de partida sumamente divergentes y por su visión sobre cuestiones tan relevantes como el papel de la comunidad en la configuración de la identidad del individuo, o la valoración de la cultura y su presencia en la esfera pública. Otro de los obstáculos que los teóricos de la diversidad cultural deben salvar al elaborar sus propuestas, es la propia definición de grupo o comunidad cultural. Aunque es una realidad palpable el hecho de que las sociedades están compuestas por grupos que funcionan como organismos con sus propias reglas y conforme a unas pautas diferenciadas, no siempre se está de acuerdo en las características que deben tener esos organismos culturales, ni cuáles serán merecedores de las ventajas que la clasificación como tales les aporte. Las cuestiones controvertidas a la hora de emprender toda tarea relacionada con la gestión de la diversidad cultural, van más allá de los dos extremos aquí expuestos. Sin embargo estos dos elementos se podrían considerar como las piezas angulares a la hora de dar una solución a los dilemas que suscita este fenómeno social. Planteados en términos de interrogantes, podríamos preguntarnos: ¿Deben tener las particularidades culturales un protagonismo especial en la ordenación de la vida pública? Y, en ese caso, ¿qué particularidades o que pautas definirán a los grupos receptores de las políticas de gestión de la diversidad? Los intentos de dar respuesta a estas cuestiones por parte de las teorías tradicionales como el liberalismo o el comunitarismo, lejos de aclararlas, muchas veces han provocado ramificaciones, dando lugar a nuevos y cada vez más complejos interrogantes. Veamos algunos aspectos concretos de este dilema. II.1 Rasgos culturales: entre el” yo social” y el “yo desvinculado” La primera de las cuestiones controvertidas a la hora de gestionar la diversidad cultural lleva a preguntarse cuál es el papel que las particularidades de cada grupo o cada cultura juega en la configuración del individuo, y si estas deben extender su protagonismo más allá de la esfera privada del sujeto.

Sobre esta cuestión, la posición liberal mantiene una actitud de recelo ante el protagonismo de la cultura en la concepción de la vida pública, defendiendo que el Estado debe ser neutral ante las manifestaciones del pluralismo cultural. Así, todos los aspectos vinculados a la cultura deberían quedar relegados al ámbito privado del individuo2. Para las posiciones liberales, las diferencias culturales entre grupos quedan salvaguardadas por el “reconocimiento y la protección de los mismos derechos civiles y políticos a todos los individuos” (Ruiz, 2005: 44), descartando por lo tanto el reconocimiento de derechos especiales en función de las características culturales de cada colectivo. Otras voces mantienen que es inevitable la presencia de la cultura, en mayor o menor medida, en la definición de la esfera pública, como hace por ejemplo Will Kymlicka. La elaboración de este autor tiene el mérito de acercar la postura liberal3 a las reivindicaciones realizadas por los grupos con particularidades culturales; afirma que “los liberales únicamente pueden aprobar los derechos de las minorías en la medida en que estos sean consistentes con el respeto a la libertad o la autonomía de los individuos” (Kymlicka, 1996a: 111). Kymlicka considera que una de las bases principales del liberalismo es que da a los individuos la posibilidad de elegir una concepción de la vida buena, posibilidad que requiere de dos condiciones para su pleno desarrollo. Por un lado, es necesario que el individuo pueda dirigir su vida conforme a su propia concepción de lo que da valor a la vida buena, y, por otro, este primer requisito debe complementarse con la posibilidad de revisar las propias concepciones de la vida buena y de abandonarlas o suscribirlas conforme a esa revisión (Kymlicka, 1996a: 119). Para que estas condiciones puedan desarrollarse de manera plena es necesario que el sujeto

2

Destacados representantes de esta posición son Rawls (1996) y Dworkin (1993). Para una mayor profundización sobre la neutralidad estatal en la postura liberal, vide Kernohan (1998). 3

Muchas voces han identificado los planteamientos de Kymlicka con los del comunitarismo o los del multiculturalismo, e incluso se le ha definido como un representante destacado de alguna de estas corrientes. Sin embargo, un análisis en profundidad de la propuesta de Kymlicka revela que su elaboración está apegada a los principios más característicos del liberalismo. Kymlicka aborda la cuestión de la diversidad cultural partiendo de un concepto restringido de grupo cultural. Esto lo aleja de la visión comunitarista según la cual todos los grupos culturales merecen el reconocimiento de sus particularidades con independencia de cuáles sean los rasgos que los definen como colectivo. Del mismo modo hay que desvincularlo de los planteamientos multiculturalistas que valoran por igual a todas las culturas, ya que, para éste autor solo aquellas que respeten los principios liberales serán merecedoras de reconocimiento. La vulneración de las bases del liberalismo supondrá para Kymlicka un límite a la concesión de derechos a las minorías. Estas y otras razones acercan a Kymlicka a una postura liberal que, en algunos aspectos, se muestra favorable al otorgamiento de derechos especiales de grupo. En esta línea vide Parekh (2005: 156) y Soriano (2004: 35).

tenga acceso a lo que Kymlicka denomina “cultura societal”4, en la que contará con diversas opciones de vida buena. Por lo tanto, las especificidades de esas “culturas societales” deberán ser preservadas en la medida en que dotan al sujeto de un adecuado contexto de elección. Como se ve, aunque la construcción de este autor logra dar cabida a las reivindicaciones de las minorías desde presupuestos liberales, lo hace desde una visión en cierto sentido restringida, ya que la definición de “cultura societal” conlleva que solo colectivos como los grupos nacionales con sustento institucional y los inmigrantes legales y luego naturalizados sean los principales destinatarios de la protección otorgada a las especificidades culturales. Este hecho implica que enseguida surja la cuestión de qué ocurre con los casos intermedios5, como los inmigrantes ilegales, los grupos étnicos minoritarios, las mujeres o los homosexuales, que parecen no poder reclamar derechos adicionales para preservar sus especificidades culturales (vide Gianni, 2001: 36). Desde una perspectiva diferente, otros autores consideran que la comunidad y los rasgos culturales presentes en ella juegan un papel fundamental en la definición de la identidad del individuo y en la configuración de su modelo de vida. La teoría que ha venido a aglutinar este planteamiento es el comunitarismo, que saca de la esfera privada las particularidades culturales para hacerlas visibles en el ámbito público, adoptando un planteamiento hegeliano en función del cual el sujeto requiere para su completa realización integrarse dentro de su comunidad6. A diferencia de las posiciones liberales, el comunitarismo asume la vinculación directa entre individuo y comunidad y descarta la posibilidad de que aquel tome de manera autónoma cualquier decisión sobre la configuración de su identidad. Este planteamiento se encuentra en la base de las elaboraciones de Charles Taylor, para algunos el mayor representante del comunitarismo, al que se le debe una de las elaboraciones más importantes para esta teoría: la categoría del yo social frente al yo desvinculado, propio del planteamiento liberal. 4

El autor define la “cultura societal” como el conjunto de instituciones que abarcan tanto la vida pública como la privada, provistas de una lengua común que se ha desarrollado históricamente a lo largo del tiempo en un territorio dado y que proporciona a las personas una amplia gama de opciones respecto a cómo encauzar sus vidas (Kymlicka, 2003: 78). 5

Kymlicka reconoce que existen casos de grupos etnoculturales, como los inmigrantes ilegales, que no encajan en la categoría de minoría nacional o de inmigrante legal y luego naturalizado, pero “justifica” esta omisión alegando que estas dos categorías constituyen los tipos de pluralismo etnocultural más comunes en las democracias occidentales (2003: 83). 6

Vide, v.gr., Velasco (1999: 60) y Villavicencio (2009: 43).

Con el concepto del yo social, Taylor no hace sino poner de relieve que los seres humanos no son elementos atomizados totalmente independientes del contexto en el que se desarrollan, sino que estos elaboran su identidad de forma dialógica con los demás. Así, según establece este autor, “el que yo descubra mi propia identidad no significa que la haya elaborado en el aislamiento, sino que la he negociado por medio del diálogo, en parte abierto, en parte interno, con los demás” (Taylor, 1993: 55). En síntesis, el centro del debate se puede situar en la oposición entre liberales y comunitaristas. Para los primeros, las particularidades culturales deben quedar relegadas al ámbito privado del individuo, de manera tal que el Estado ha de adoptar una postura neutral ante cualquier manifestación cultural. Por el contrario, los comunitaristas destacan el papel fundamental de la comunidad y sus rasgos culturales en la definición y construcción del individuo. II.2 Los destinatarios de las políticas de gestión de la diversidad El segundo conjunto de cuestiones controvertidas en la gestión de la diversidad cultural engloba todos los aspectos relacionados con la definición y conceptualización del grupo cultural. Estas consideraciones son relevantes a la hora de determinar qué colectivo es merecedor de que se atienda a sus particularidades y que, consecuentemente, se le legitime para poder exigir reconocimiento y protección, ya sea por medio de derechos colectivos o mediante otros mecanismos, según la posición de salida en la que nos situemos. La tarea de concretar qué es un grupo cultural no se limita a la descripción de una realidad más o menos acotada, sino que es un proceso con implicaciones relevantes que conlleva incluso la imposibilidad de determinados grupos de acceder a los “privilegios” que se les pueda otorgar. Del mismo modo que existen diferentes posturas sobre el protagonismo que deben tener las particularidades culturales en la organización de la vida pública, también encontramos voces dispares a la hora de definir qué es un grupo o colectivo cultural, oscilando entre aquellos que dan una visión más restringida, en la que el grupo o comunidad responde a unas características tasadas, y otras posturas que usan una fórmula abierta para construir el concepto. Entre quienes se adentran en la labor de definir qué es una comunidad cultural tiene especial interés la propuesta de Bhikhu Parekh, quien parece que diferencia la comunidad lingüística, religiosa y política de la comunidad cultural; establece que “cuando hablamos de una comunidad cultural (…) nos referimos a una comunidad que

se basa en una cultura compartida al margen de la forma en que haya surgido esta y del resto de elementos que puedan tener en común” (Parekh, 2005: 234). La diferenciación que establece el autor entre comunidades unidas por la lengua, la religión o el tipo de organización política y las comunidades culturales deja entrever el carácter más amplio de las segundas. Así, las comunidades culturales pueden ser de diversos tipos, sin que necesariamente deba existir de base, por ejemplo, una religión o etnia común. De hecho, aunque Parekh concede a la etnia un papel definitorio de algunas comunidades culturales, descarta que sea esencial, ya que puede darse el supuesto de que un grupo cultural haya perdido su base étnica y viceversa. Para este autor la comunidad tiene dos dimensiones, una cultural y otra comunal7, sin que ambas deban coexistir necesariamente. En su opinión, puede existir una comunidad cultural que haya perdido su vínculo comunitario, como sucede con los inmigrantes, que, una vez perdido el vínculo con la base institucional de su comunidad de origen, mantienen el nexo con su cultura. Y, al revés, sostiene el autor que hay casos en los que, existiendo el vínculo con la comunidad, no se comparte, sin embargo, la cultura predominante en ella. En esas circunstancias, aun manteniéndose la identificación con la organización institucional, se reclama cierta capacidad de esta para contemplar otras culturas distintas que la integran. Como se ve, el concepto de comunidad cultural elaborado por Parekh no es un concepto rígido, que restrinja su alcance a aquellas comunidades que comparten una religión, etnia, base territorial, etc., sino que, aun faltando alguno de estos elementos, es posible hablar también de esta categoría sociológica. Este concepto flexible tiene la ventaja de facilitar que un mayor número de comunidades culturales sean acreedoras de las medidas adoptadas para dar respuesta a situaciones de discriminación de unos grupos frente a otros. Iris Marion Young, otra teórica de la problemática de la diversidad cultural, se adentra también, al hilo de su estudio sobre la opresión, en la complicada labor de definir el concepto de grupo social, con vistas a determinar precisamente cuáles son blanco de subordinación. Para esta autora, el concepto de grupo social, más que estar caracterizado por la unión de sus miembros bajo unas notas comunes, se definirá por el sentimiento de identificación de sus integrantes con una cierta categoría social. El grupo social para Young es un colectivo de personas que se diferencia de al menos otro grupo 7

La dimensión cultural está referida al contenido en tanto que cultura concreta, mientras que la dimensión comunal se refiere a la base comunitaria en forma de grupo específico de hombres y mujeres, que son los que comparten esa cultura (Parekh, 2005: 235).

a través de formas culturales, prácticas o modos de vida (Young, 2000: 77). Sus miembros, según este concepto, tendrán afinidades específicas por sus experiencias o formas de vida similares, lo cual los llevará, en palabras de la autora, a asociarse entre sí más que con aquellas otras personas que no se identifican con el grupo o que lo hacen de otro modo (2000: 77). La clave en el concepto de grupo de Young es la existencia de un sentimiento de identificación entre sus miembros, por lo que no contempla los grupos sociales simplemente como un agregado de individuos con rasgos compartidos, sino que es necesario algo más, un vínculo tal que un miembro sea capaz de verse en el resto y al mismo tiempo diferenciarse de los integrantes de otros colectivos. El grupo será el que en parte imprima la identidad al individuo, de manera que, como sostiene Young, “el sujeto es un producto de procesos sociales, no su origen” (2000: 81). Vuelve con ello a la visión ya mencionada del yo social que define a los individuos en función de su contexto. Young elabora un concepto flexible de grupo, que permite que colectivos como las mujeres, los homosexuales o los discapacitados puedan contemplarse como una clase específica de colectividad. En la construcción de Young, características como la religión, la nacionalidad o la lengua se unen a otras como la edad, el género o la clase, de manera que todas ellas por igual son capaces de generar un sentido de identidad (Young, 2000: 79). Las dos posturas hasta ahora expuestas trazan un concepto flexible de grupo o comunidad cultural que dejan un amplio margen a la hora de aplicar las normas jurídicas o las medidas políticas creadas para atender a sus reivindicaciones. Sin embargo, no todos los teóricos de la diversidad cultural parten de concepciones tan amplias. Otros autores han optado por elaborar la definición de grupo en torno a criterios tasados, de modo tal que solo los colectivos que reúnan determinadas características serán considerados como auténticos grupos culturales. Como ya se ha advertido, la adopción de una u otra perspectiva tiene importantes consecuencias en relación con el reconocimiento posterior de derechos, de manera que, si se parte de un concepto flexible, el margen para el reconocimiento de derechos específicos de los grupos será mayor. Por el contrario, si se toma como referencia una concepción rígida, solo aquellos grupos que “encajen” en dicho concepto podrán ser beneficiarios de la concesión de derechos específicos. Entre los autores que han optado por esta segunda vía, encontramos al ya mencionado Will Kymlicka, al que se le atribuye el acercamiento de la postura liberal a

los derechos específicos de grupo. No obstante, este acercamiento se realiza desde una visión “parcial” del multiculturalismo, en la que se prioriza la atención de unos grupos sobre otros (vide Pérez, 2007: 63). Para Kymlicka, la diversidad cultural existe dentro de un Estado cuando sus miembros pertenecen a naciones diferentes (Estado multinacional) o cuando han emigrado de diversas naciones (Estado poliétnico), siempre y cuando ello suponga un aspecto importante de la identidad personal y la vida política (1996b: 36). Partiendo de esta concepción de la diversidad cultural, Kymlicka construye el concepto de grupo cultural sobre el paradigma de las minorías nacionales y de los grupos étnicos. Si bien el autor reconoce un tercer grupo en los denominados “nuevos movimientos sociales”, integrado por asociaciones y movimientos de gays mujeres, pobres y discapacitados (1996a: 37), y admite que constituyen en cierto sentido culturas separadas (idem), no los considera como auténticos grupos culturales ni como fuentes de diversidad cultural. Esta visión restringida de los grupos culturales influye de forma decisiva en el tipo de derechos culturales que reconoce Kymlicka, limitados a las reivindicaciones propias de los grupos nacionales y, en su caso, de los étnicos. Sin duda, el principal punto de referencia de Kymlicka es la minoría nacional, que él mismo define como “una comunidad histórica más o menos completa institucionalmente, que ocupa un determinado territorio o patria y comparte una lengua y una cultura distintas” (1996b: 21). De esta manera, el autor identifica la idea de minoría nacional con la de pueblo o cultura, y reduce el número de comunidades que pueden ostentar ese apelativo solo a aquellas que cuenten con elementos como una estructura institucional, una lengua compartida y una base territorial. Las minorías nacionales integradas dentro de un Estado tenderán a querer asegurar el desarrollo de su cultura y los intereses de sus gentes, por lo que reivindicarán más autonomía política y jurisdicción territorial. Para atender a estas reivindicaciones, Kymlicka contempla la concesión de derechos de autogobierno a las minorías nacionales (1996a: 47) por medio de los cuales se satisfarán las necesidades de autonomía de esos colectivos. Junto a las minorías nacionales, nuestro autor reconoce un segundo tipo de grupo cultural en el integrado por los inmigrantes voluntarios, los denominados grupos étnicos. A diferencia de las minorías nacionales, los grupos étnicos no constituyen una cultura con base institucional ni ocupan un territorio definido, sino que su particularidad

radica únicamente en el hecho de que tienen una cultura distinta a la del país de acogida. Como establece el propio Kymlicka, “sus diferencias se manifiestan fundamentalmente en su vida familiar y en sus asociaciones voluntarias, sin que sea incompatible con su integración institucional. Estos grupos participan en las instituciones públicas de la(s) cultura(s) dominante(s) y hablan la(s) lengua(s) dominante(s)” (1996b: 21).

Las reivindicaciones de los grupos étnicos no estarán dirigidas, por tanto, a erigirse como una comunidad autogobernada, sino a asegurar la posibilidad de expresión de su identidad y a evitar que la cultura dominante adopte frente a ellos una actitud discriminatoria. Frente a estas reivindicaciones, Kymlicka contempla el otorgamiento de derechos poliétnicos, cuya finalidad “no es el autogobierno, sino fomentar la integración en el conjunto de la sociedad” (1996a: 53). Por último, aunque Kymlicka no considera los nuevos movimientos sociales como fuentes de diversidad cultural, sí que reconoce la necesidad de atender a las necesidades particulares de estos grupos, en tanto que considera como un fenómeno generalizado que los grupos históricamente desfavorecidos han sufrido un déficit de representación (Kymlicka, 1996a: 53). Con la finalidad de reducir ese déficit, prevé la concesión de derechos especiales de representación, “medidas temporales en el tránsito hacia una sociedad en la que ya no exista la necesidad de representación especial” (Kymlicka, 1996a: 54). Como se ve, el concepto o los conceptos de grupo elaborados por este autor conllevan el establecimiento de distintos niveles de reconocimiento en función de las características de cada minoría. Toda esta casuística demuestra una vez más la complejidad del reto de la gestión de la diversidad cultural, en el que la diversidad se alimenta de distintas fuentes, ya sean minorías étnicas, nacionales o religiosas, por lo que se hace necesario como paso previo definir cuáles de estos grupos serán acreedores de medidas para eliminar las posibles vulneraciones de sus derechos como colectivo. En los modelos aquí expuestos encontramos diferentes opciones para dar respuesta a esta cuestión; desde aquellas posturas que de manera amplia incluyen dentro de la definición tanto a grupos con una religión o nacionalidad común como a colectivos con rasgos compartidos que son objeto de discriminación –los homosexuales, las mujeres o los discapacitados–, modulando las respuestas de justicia social conforme a las necesidades de cada uno, hasta las posiciones que optan por delimitar de manera más rígida el concepto de grupo

cultural, priorizando unos sobre otros y estableciendo diferentes niveles de reconocimiento de derechos a los mismos. II.3 La tensión entre la redistribución y el reconocimiento Tan importante como la clásica distinción entre comunitaristas y liberales, es la diferenciación entre los paradigmas de la redistribución y del reconocimiento. Estos dos modelos representan dos maneras de concebir la justicia social, y, aunque ambos tratan de articular una respuesta a la problemática de la desigualdad, lo hacen desde presupuestos muy diferentes. El paradigma de la redistribución, tradicionalmente situado cerca del modelo liberal (vide Fraser y Honneth 2006: 19), parte de una visión restringida de la justicia social, que define como la distribución moralmente correcta de beneficios y cargas entre los ciudadanos (vide Young, 2000: 32). Esta visión de la justicia parte de un concepto de la sociedad como una suma de sujetos individuales, en la que las relaciones entre los individuos y entre los grupos sociales quedan en un segundo plano. Las definiciones de justicia y sociedad que toma como referencia el paradigma de la redistribución tienen como consecuencia que solo se admita como fuente de desigualdad el inadecuado reparto de los beneficios y cargas dentro de una sociedad, lo cual deja fuera aspectos como la cohesión social o las necesidades de reconocimiento. Como mantiene Young, el paradigma de la redistribución “asume implícitamente el atomismo social, en la medida en que no hay relación interna entre las personas en sociedad, que sea relevante para las consideraciones de justicia” (2000: 36). En contraposición a este punto de vista encontramos el paradigma del reconocimiento, cercano a los planteamientos de la teoría comunitarista (vide Fraser y Honneth 2006: 20). Este modelo se aleja de la visión atomista del individuo mantenida por el liberalismo y por el ideal de la redistribución, y toma en consideración el carácter social del sujeto. Conforme a este paradigma, la justicia social no se sustenta simplemente en una adecuada redistribución de los bienes, sino que se deben tener en cuenta los rasgos de la identidad de los individuos y de los colectivos que integran las sociedades. Los rasgos identitarios de los grupos sociales pueden generar desigualdades y situaciones de discriminación, por lo que el paradigma del reconocimiento reclama una “acomodación de las identidades” (Pérez de la Fuente, 2007: 142), de manera que no se produzca desigualdad o discriminación por la pertenencia a un grupo o cultura concreta.

Las distintas concepciones de la justicia social que mantienen uno y otro modelo han dado lugar a un amplio debate sobre cuál de ellos es el más adecuado para dar solución a las situaciones de desigualdad derivadas de la diversidad cultural. Así, son muchas las voces que se han posicionado junto a uno u otro paradigma, e incluso no faltan aquellos que abogan por una conjunción, de ambos de manera que se puedan aunar los beneficios de los dos modelos. Este es el caso de Nancy Fraser y Axel Honenth, que protagonizan un interesante debate, del que pueden extraerse conclusiones de interés para nuestro estudio, en torno al carácter primordial del reconocimiento o de la redistribución en la neutralización de las injusticias. Empecemos por la postura defendida por A. Honneth, que, ante el binomio redistribución-reconocimiento, parece posicionarse de manera más cercana a este último punto de vista. Consciente de que en los problemas vinculados a la justicia social se entrecruzan reivindicaciones materiales y culturales, este autor propone unir ambos aspectos (Fraser y Honneth 2006: 91). El modelo elaborado por A. Honneth parte de la tesis de que los problemas de desigual reparto de bienes y de desigualdad social de los grupos minoritarios tienen su base común en una estructura de reconocimiento deficiente. Un reconocimiento inadecuado de las particularidades culturales y de las necesidades de las minorías, dice nuestro autor, tiene un reflejo inmediato en una estructura defectuosa de redistribución de bienes dentro de la sociedad. Por eso sostiene que “las injusticias distributivas deben entenderse como la expresión institucional de la falta de respeto social o, mejor dicho, de unas relaciones injustificadas de reconocimiento” (Fraser y Honneth, 2006: 92). Así, la importancia del reconocimiento de las particularidades culturales se extenderá más allá de la formación de la identidad del individuo libre de discriminación o subordinación, y abarcará también los aspectos materiales de su existencia. En este sentido, se podría decir que el reconocimiento articula la “lógica moral” en torno a la cual se desarrolla el sistema normativo de la sociedad (vide Farfán, 1997: 207) dentro del que tienen lugar tanto las relaciones sociales como las materiales. En síntesis, la postura de este autor pone de manifiesto que la importancia de la cultura va más allá de las relaciones sociales y que su influencia no se restringe a un único tipo de conflicto social (Fraser y Honneth, 2006: 125). La cultura marca todos los

aspectos del desarrollo del sujeto, material y social, y por lo tanto solo el paradigma del reconocimiento aportará la solución adecuada a la problemática de la injusticia social8. La vinculación indisoluble entre injusticias materiales e injusticias sociales constituye una diferencia entre las postura de Honneth y la de Fraser, la otra autora que centrará la atención en este apartado. Los planteamientos de Fraser sobre la redistribución y el reconocimiento se inician resaltando la tradicional distinción entre dos tipos amplios de injusticia, la injusticia socioeconómica y la injusticia cultural o simbólica. El primer tipo de injusticia se caracteriza por estar arraigada en la estructura político-económica de la sociedad (Fraser, 1997: 21), y abarca aquellos supuestos en los que las desigualdades tienen un sustento material, de desigual reparto de los recursos de una sociedad, lo que incluye la marginación económica, la explotación o la diferenciación de clases. Las soluciones a la problemática planteada por este primer grupo de casos deberán tener también un cariz socioeconómico, añade la autora, lo que se logrará mediante la estrategia de la redistribución que satisface las exigencias de eliminación de aquella estructura económica que perpetúa la diferenciación de los grupos. La segunda categoría de injusticia es la denominada cultural o simbólica, que contempla todos aquellos supuestos en los que la injusticia se encuentra enraizada en patrones sociales de representación, interpretación y comunicación (Fraser y Honneth, 2006: 22); sirven como ejemplos la dominación cultural y la invisibilización por medio del no reconocimiento. Del mismo modo que el paradigma de la redistribución parece concebido para neutralizar los problemas de la injusticia socioeconómica, el paradigma del reconocimiento, dice nuestra autora, se ajusta a las necesidades de la injusticia cultural. Este modelo aporta soluciones que implican revalorizar las culturas devaluadas o incluso la transformación de los patrones culturales con la finalidad de mitigar la exclusión de determinados grupos. Con todo, Fraser advierte pronto de que esta distinción entre dos tipos de injusticia, a pesar de su aparente claridad, no se produce de manera tan nítida en la realidad; en ella, ambos se confunden y alimentan mutuamente. Precisamente por eso opta Fraser por igualar en un mismo peldaño los paradigmas del reconocimiento y de la redistribución, por entender que es imposible prescindir de alguno de ellos, ya que de ninguna manera actúan en compartimentos separados. Según las propias palabras de la autora, a menudo

8

Para una profundización en la postura de este autor, vide Honneth (1997).

«se asume que la política de redistribución se centra exclusivamente en las injusticias de clase, mientras que las “políticas de identidad” se centran en las injusticias de género, sexualidad y “raza”. Esta perspectiva es errónea y engañosa» (1996: 20).

Por lo tanto, la propuesta de Fraser pasa por la integración del paradigma de la redistribución y del reconocimiento en un único modelo de justicia, ya que ninguno de manera separada logrará acomodar las necesidades del otro9. Volviendo a nuestro debate inicial, puede verse cómo tanto Honneth como Fraser, aunque de manera distinta, tratan de trazar un vínculo entre redistribución y reconocimiento. El primero, afirmando que los problemas de redistribución obedecen a una fallida estructura de reconocimiento, siendo este el aspecto primordial que se ha de fomentar dentro de una sociedad, mientras que Fraser defiende la necesidad de que los dos paradigmas se unan en un único modelo de justicia, en el que ni uno ni otro deberían tener todo el protagonismo. Frente a estos dos planteamientos, que tienen en cuenta de una manera u otra el paradigma redistributivo, encontramos otras posturas cuya pretensión es poner de manifiesto los efectos perniciosos de ese modelo en cuanto a alcanzar la justicia social. Dentro de estas posturas críticas merece referencia especial, aunque sea brevemente, la posición de Iris Marion Young. Según esta autora, el paradigma distributivo, en el que la justicia social se define como la distribución moralmente correcta de beneficios y cargas sociales entre los miembros de la sociedad, se encuentra con dos problemas importantes, que hacen que su efectividad a la hora de resolver los problemas de injusticia social se reduzca (2000: 33). El primero de ellos es que se parte de un planteamiento que presupone y oculta el contexto institucional que determina la distribución de los bienes y, muchas veces, seguramente es “culpable” del modo más o menos justo en que esta distribución tiene lugar. La segunda objeción realizada al modelo de redistribución por parte de Young pone la nota de atención en el objeto mismo de la redistribución. Para la consecución de la justicia social, el paradigma distributivo se preocupa de realizar un reparto igualitario de bienes, tanto de cosas y otros bienes materiales, como de los bienes inmateriales, como derechos u oportunidades. Sin embargo, dice la autora, aplicar la lógica distributiva de bienes materiales a bienes inmateriales conlleva unos efectos negativos que tergiversa (Young, 2000: 45-55) estos últimos. Los derechos u oportunidades no 9

A esta conclusión llega también Mª Luisa Femenías, que no concibe la justicia distributiva y el reconocimiento como inconciliables, sino que sostiene que deben mantenerse en equilibrio reflexivo constante (2011: 107).

pueden cosificarse y concebirse de la misma manera que las cosas materiales. El valor de los derechos no reside simplemente en tenerlos o no, sino que también juega un papel importante el modo en que se adquieren o las circunstancias que hacen que unos sujetos tenga más derechos u oportunidades que otros. Preocuparse simplemente de quién ostenta una mayor cantidad de derechos, sin indagar en la estructura institucional que provoca esa situación, desvía la atención de un aspecto importante para la justicia social: la preocupación por lograr una estructura social que elimine el desigual acceso a los derechos, concluye Young. Hasta aquí algunas de las consideraciones sobre cómo se han resuelto las ecuaciones formadas por la redistribución, el reconocimiento, la justicia social y la diversidad cultural, ecuaciones que según se ha podido comprobar tienen múltiples soluciones, y, lo que complica aún más el panorama, difícilmente se puede determinar cuál es la más adecuada. III. Un catálogo de políticas de gestión de la diversidad cultural: En algún lugar entre el liberalismo y el comunitarismo Para hacer un resumen de las posturas adoptadas a la hora de abordar los problemas de la diversidad es imprescindible preguntarse por aquellos puntos conflictivos que, por su relevancia marcan la orientación de las políticas de gestión de la multiculturalidad. Algunos aspectos han sido tratados en el apartado anterior; pero los planteamientos sobre cómo atender a las reivindicaciones de los colectivos minoritarios hunden sus raíces en otros muchos temas profundos y polémicos. Llegan a alcanzar a la propia configuración del Estado democrático y a su mecanismo de toma de decisiones, sobre el que se debate la inclusión de las voces de las minorías, así como su participación en el proceso10. Sin ánimo de exhaustividad, la exposición realizada más arriba sobre algunas cuestiones controvertidas en la gestión de la diversidad sirve para reflejar la complejidad de la tarea, demostrando cómo cada decisión sobre uno de esos aspectos nos sitúa ante un modelo distinto. En lo que sigue se pretende centrar la atención en las más destacadas propuestas de gestión de la diversidad cultural, con la finalidad de 10

Habermas desarrolla el concepto de “política deliberativa”, a medio camino entre la concepción liberal y la republicana; la voluntad común se configura por medio de un diálogo basado, no solo en el intercambio de distintos puntos de vista, sino en el acuerdo de intereses y compromisos. El modo deliberativo de toma de decisiones conducirá a resultados racionales o equitativos, según este autor (1999).

resumir sus rasgos principales y facilitar la comprensión de conceptos como liberalismo, multiculturalismo o interculturalismo. Debo advertir que en los estrechos márgenes de este trabajo, la pretensión de trazar un mapa conceptual de los modelos de tratamiento de las minorías es meramente aclaratoria, sin que sea posible en este contexto decantarse por uno u otro, ya que, como apunta Javier de Lucas, tal vez “no resulte posible ofrecer una teoría general, ni siquiera un repertorio de recetas que valgan para todos los casos: si algo enseña también la historia es la diversidad de contextos y de tipología, de problemas –necesidades, demandas– y de respuestas en torno a las minorías” (2001a: 112).

III.1 Planteamientos liberales y comunitaristas: Posturas opuestas ante el reto de la diversidad Inevitablemente, los puntos de referencia en el mapa conceptual de las políticas de gestión de la diversidad cultural serán el liberalismo y el comunitarismo. Ambos constituyen los puntos cardinales que han guiado a aquellos que se han lanzado al reto de la diversidad con el propósito de encontrar un modelo de sociedad capaz de atender a las reivindicaciones de los grupos cuyas características distintivas los han llevado a permanecer en un silencio obligado. Pero, a pesar de que las principales coordenadas del mapa sean liberalismo y comunitarismo, como en toda travesía, las posibilidades de avanzar no están representadas únicamente por estos dos caminos, sino que existen rutas alternativas entre ambos. Como punto de partida tomaremos el liberalismo, cuyos planteamientos respecto de la diversidad giran en torno a dos ideas fundamentales: la primacía y suficiencia de los derechos individuales frente a los derechos colectivos, y la exigencia de neutralidad estatal en el tratamiento de las particularidades culturales (Velasco, 2000: 204). Observar la diversidad cultural desde el prisma liberal no conlleva la concesión de derechos especiales a los grupos, ni la toma de decisiones políticas para fomentar o proteger las particularidades de determinados sectores de la población, sino, que tal y como se ha apuntado, la posición puramente liberal considera que esta diversidad está convenientemente protegida cuando todos los sujetos tienen garantizado el pleno disfrute del catálogo de derechos individuales. Para los liberales, tal garantía blinda la cualidad fundamental de su planteamiento base: la autonomía del sujeto. Solo así se asegura que este pueda llevar a cabo su propio ideal de vida buena, cuyas particularidades culturales quedarán invisibilizadas por el manto del reconocimiento universal de los derechos.

La teoría liberal nace para cimentar el Estado de Derecho con el ánimo de eliminar privilegios y distinciones en el reconocimiento de los derechos de los individuos. Este hecho justifica que en su evolución posterior haya sido reticente a atender a las diferencias a la hora de otorgar o disfrutar de los derechos, lo que se traduce en una desconfianza en la categoría de los derechos colectivos como mecanismo de integración de las minorías. Sin embargo, también hay que anotar que este rechazo se ha ido modulando; poco a poco, ha ido abriéndose al debate de los derechos de grupo, apertura que toma fuerza en los años ochenta con autores como Joseph Raz, pero que no se consolida hasta la obra del ya mencionado Will Kymlicka, al que se le debe la transformación de la “relación de desconfianza del liberalismo respecto de los derechos de grupo en posiciones de acogimiento y justificación” (Sauca, 2010: 89). Otro aspecto que define la posición liberal frente a la diversidad cultural es la neutralidad estatal11, es decir, la exigencia de que el Estado se abstenga de fomentar o promover de alguna manera las particularidades culturales existentes en la sociedad o la pertenencia a alguno de los grupos que la conforman. Nuevamente se adivinan los postulados liberales, en los que la justicia requiere la ausencia de cualquier trato diferenciador y el mantenimiento al margen de las características definitorias del grupo. Herrera Gómez, en un repaso de los postulados rawlsianos sobre este extremo, afirma que, si bien “toda persona abraza convicciones filosóficas, religiosas o morales de carácter global o totalizador, en cuanto individuo público debe ubicar entre paréntesis toda idea sobre el bien y ser independiente de toda pertenencia particular” (2007: 188). Estaríamos, por lo tanto, frente a una suerte de Estado imparcial, que debería haber oído todas las voces sin que ninguna sonara más fuerte que otra. Sin embargo, esta idea de neutralidad que parece ser el paradigma de solución de la teoría liberal a las demandas de la diversidad esconde para muchos un doble fondo, de manera que la deseada imparcialidad del Estado provocaría unos efectos perversos para aquellos colectivos susceptibles de discriminación en un contexto de diversidad. Las críticas dirigidas al ideal de neutralidad podrían ser aglutinadas en dos puntos: por un lado, la imposibilidad de mantenimiento de la imparcialidad, y, por otro, la dudosa objetividad de los principios presentados como neutrales.

11

Para profundizar en el significado de la neutralidad en la posición liberal y en sus principales críticas, vide Pérez de la Fuente (2005: 65-76) y De Julios (1995).

Los planteamientos de Iris M. Young en La justicia y la política de la diferencia prestan atención a los dos aspectos señalados como carencias del modelo de neutralidad estatal defendido por el liberalismo. Esta autora, que en su análisis de la justicia trata de desenmascarar la opresión y la dominación escondida en la estructura institucional y de relaciones de poder, describe la imparcialidad como un ideal. Según sus propias palabras, “el ideal de imparcialidad expresa de hecho una imposibilidad, una ficción. Nadie puede adoptar un punto de vista que sea completamente separado de cualquier contexto o compromisos particulares” (2000: 177).

La racionalidad no podrá, por lo tanto, desprenderse de los ideales, sentimientos y particularidades de la individualidad, por lo que el compromiso de neutralidad, en el sentido de ser capaz de abrazar todas (o ninguna de) las concepciones particulares sin que se privilegie ninguna de ellas, no se verá cumplido. Por eso se hace necesario, concluye Young, alejar la visión del sujeto racional como la de aquel que toma una decisión a modo de monólogo, y abrazar aquella otra visión que acepta la necesidad de escuchar otras voces y de entablar un diálogo que se caracterice por la puesta en común de distintos puntos de vistas y el reconocimiento de las diferencias, en lo que Iris Young ha denominado ética comunicativa (2000: 181). A la imposibilidad de la neutralidad estatal se suma otra objeción realizada por nuestra autora a los planteamientos liberales: lo discutible de la imparcialidad o neutralidad de valores. Con este segundo aspecto se pone de manifiesto cómo la inevitable presencia de valores y opiniones, en definitiva, de una particular concepción de la vida y de la sociedad, conduce a que la pretendida neutralidad no sea más que la proyección de un modelo determinado, es decir, la hegemonía de un sistema de valores, que no siempre es compartido por todos los miembros de la sociedad. Esto implica que en muchas ocasiones se perpetúen situaciones de desigualdad y discriminación hacia los colectivos que no comulgan con aquellos valores hegemónicos. Así, lo que el liberalismo presenta como un modelo neutral, en realidad responde al modelo de la mayoría dominante, que se sintetiza en la conocida fórmula del hombre blanco, anglosajón y heterosexual. De este modo, todo aquello que no encaja en esos patrones es visto como un “otro”, desde una mirada etnocéntrica (Laurenzo, 2009: 1153) que lo minusvalora y sitúa en una posición de inferioridad en la que las particularidades no son solo ignoradas, sino sometidas a un proceso de homogeneización en el que se exige al

diferente que se despoje de todo lo característico y se acomode en el patrón erigido como válido. Estas consideraciones son compartidas por Charles Taylor, que acusa a ese liberalismo de ser “ciego a la diferencia” (Taylor, 1993: 92), de homogeneizar a los diferentes y de juzgar con aire etnocéntrico otras culturas. Como mantiene este autor, la pretendida neutralidad cultural del Estado liberal no existe, sino que es la expresión de una cultura determinada –de la cultura occidental, se podría añadir–, con arreglo a la cual, por ser cultura de referencia, se juzgan las demás, situándose en un escalón de superioridad al que solo podrán subir aquellos credos que superen los umbrales de razonabilidad de los principios de la cultura occidental. El liberalismo ciego a las diferencias, en su máxima representación, ha sido identificado con el ideal de la asimilación, en la medida en que, en un contexto de diversidad cultural, el grupo hegemónico pretende la neutralización de los rasgos culturales de aquellos otros grupos en minoría o de aquellos que tratan de integrarse en la sociedad y de mantener sus propios rasgos culturales. De ahí que, para algunos, el asimilacionismo sea la respuesta a los problemas planteados en la gestión de la diversidad cultural. La asimilación se presenta como un sistema cuyo punto fuerte reside en que las relaciones entre individuos libres e iguales son indiferentes a rasgos como la raza, el sexo, el idioma o la religión (Ruiz, 1994: 290), si bien esa indistinción es realizada de manera intencionada en una dirección, la dirección de la cultura hegemónica, lo que conduce a la minimización de las diferencias y a la invisibilización de los grupos minoritarios sometidos. De esta manera, la neutralidad homogeneizadora se convierte en una fuerza que absorbe a las culturas no mayoritarias, y la universalidad de derechos, en una política de asimilación que acaba por destruir a las minorías (Colwill, 1994). El ideal de la asimilación representa la respuesta más radical a la problemática de la diversidad, de tal modo que, en lugar de enfrentarse al reto que representa la articulación de las diferencias, aboga por la integración en el sentido más negativo del término, sin plantearse cuestiones como el derecho al desarrollo de la propia cultura o la atribución de derechos a los colectivos minoritarios. Para el asimilacionismo no es discutible la prevalencia de los derechos individuales sobre los colectivos, y llegan incluso, como señala Durán en esta obra y en un trabajo anterior (2011: 136), a negarse los colectivos. La exposición del pensamiento puramente liberal ha venido acompañada inevitablemente de la réplica que parte de la doctrina ha realizado a sus principios,

réplica que en buena parte se corresponde con la respuesta comunitarista al reto de la diversidad cultural, hasta tal punto que muchos definen el comunitarismo como un aglutinado de críticas al liberalismo (vide Fondevilla, 2003). La reacción liberal, o la falta de ella, frente a las particularidades culturales suscita una respuesta por parte de aquellos que intuyen la importancia que la comunidad y su configuración tienen para la formación de la identidad del individuo, tal y como se puso de manifiesto anteriormente (vide supra apartados 2.1 y 2.2). Como ya vimos al analizar algunas de las características de la respuesta comunitarista, esta gira en torno a conceptos como el reconocimiento o el principio de la diferencia, a través de los cuales pretende dar voz a las minorías y resaltar sus particularidades. Aunque los planteamientos de la política comunitarista hunden sus raíces muy hondo, aquí nos limitaremos a exponer aquellos extremos que lo caracterizan y distinguen de la posición liberal. Con ese propósito, es interesante abordar el binomio formado por el principio de dignidad universal y el principio de la diferencia, cuyos planteamientos sintetizan uno de los principales desencuentros entre estas dos corrientes. El primero de ellos, el principio de dignidad universal, encaja con los planteamientos de corte liberal, de tal manera que defiende la igualdad fundamental de todos los ciudadanos y el otorgamiento de los mismos títulos y derechos, primando lo común frente a las particularidades (Bonilla y Mejía, 1999: 95). El segundo, el principio de la diferencia, se aleja del ideal de universalidad para poner la nota de atención en lo que hace diferentes a los individuos, y exige que se reconozcan aquellas diferencias que configuran la identidad de los hombres y de los pueblos (Bonilla y Mejía, 1999: 96). La aceptación del principio de la diferencia implica un cambio de postura ante las particularidades de los sujetos. Mientras que con el ideal de dignidad universal la discriminación se evita con la igualdad de derechos para todos los individuos sin que ninguna característica justifique una diferenciación, con el ideal de la diferencia esa aplicación ciega del derecho será considerada precisamente discriminatoria, siendo necesario, por lo tanto, atender a la heterogeneidad para salvar las situaciones de injusticia de un colectivo frente a otro. La referencia a estos dos principios en el contexto de este trabajo no es arbitraria, sino que obedece a la especial atención que se le ha prestado en el debate entre liberales y comunitaristas. Charles Taylor, ya señalado como uno de los representantes del comunitarismo, centra parte de su exposición en su conocida obra El

multiculturalismo y la política del reconocimiento en la caracterización de estos dos principios y en la explicación de las implicaciones que la adhesión a uno u otro tendrían para las distintas culturas. Como se ha expuesto, el ideal de dignidad universal engloba a aquellas posturas que defienden una visión universal y neutral de los derechos y la primacía de los derechos individuales sobre las concesiones a colectivos. Esta definición la atribuye Taylor al liberalismo que él denomina procesal (1993: 91), en el que la sociedad permanece neutral y el Estado no establece distinciones en función de los rasgos culturales. Este aspecto conlleva para Taylor la intolerancia hacia las diferencias y la imposición de una tradición cultural hegemónica y dominante dentro de la sociedad. Precisamente ese punto centra parte de la crítica de Taylor, ya que esa ceguera ante las diferencias no logra eliminar efectivamente las situaciones de discriminación, sino que incluso las perpetúa. De ahí que apele a la necesidad de encontrar el medio adecuado para acomodar las particularidades y atender a las reivindicaciones de los que no se sienten identificados ni incluidos en ese modelo hegemónico y que tampoco desean asimilarse a él, sino que tienen la pretensión de mantener su propia cultura y sus propios rasgos diferenciales. El medio necesario para todo ello podría venir precisamente, según Taylor, de la mano de la política de la diferencia, que es capaz de abrazar en un contexto de diversidad cultural las distintas concepciones de vida. Conforme al principio de la diferencia desarrollado por Taylor, el reconocimiento va más allá de una mera igualdad ideal, y alcanza a las distintas manifestaciones culturales y a los productos de las mismas, sin constreñir a las minorías a introducirse en un molde homogéneo que no les corresponde (1993: 67). El protagonismo del que gozan las reivindicaciones de las culturas particulares en los planteamientos de Taylor ha hecho que se califique a este autor como comunitarista, en tanto en cuanto hace un esfuerzo por alejarse de esa “falsa” neutralidad y por eliminar el poso de discriminación que puede estar presente en la sociedad dominante. Con todo, el autor no utiliza el término comunitarismo, sino que relaciona la política de la diferencia y del reconocimiento con un modelo de sociedad liberal capaz de respetar la diversidad y de lograr un balance entre los derechos individuales y las necesidades de fomentar o proteger las culturas, balance que muchas veces se inclinará a favor de la supervivencia de la cultura (1993: 91). Como se ha señalado, Taylor no se califica a sí mismo como comunitarista, pero en sus planteamientos se adivinan los rasgos definitorios de este

modelo que lo distinguen de la posición liberal12: por un lado, una concepción de la persona como un producto, no solo de la razón individual, sino también de los rasgos de la comunidad en la que se desarrolla, y, por otro, y directamente relacionado con el primero, nuestro autor resalta la importancia del contexto comunitario en la formación de la identidad del sujeto. El tercero de los rasgos, ya comentado aquí, es la eliminación del universalismo como criterio de validez y la atención a las especificidades culturales. III.2 Los otros caminos en la gestión de la diversidad cultural Como se ha mantenido a lo largo de este trabajo, la complejidad de gestionar la diversidad cultural es tal que resulta prácticamente imposible dar una única respuesta a todos los interrogantes que se plantean, ya que, del mismo modo que no hay un único modelo de sociedad multicultural, tampoco hay una única respuesta a la problemática que dicha multiculturalidad suscita. Ya en el apartado anterior se han tratado de reflejar los dos principales caminos por los que han transitado aquellos que han afrontado el reto de la gestión de la diversidad cultural. Sin embargo, las posibilidades no se restringen a esos dos senderos, sino que, como se adelantaba, la teoría ha sido capaz de articular respuestas que de un modo u otro han supuesto un intento por acercar esas dos posturas, sin perjuicio de algunas voces discrepantes que niegan la compatibilidad entre atribución, tutela y justificación de los derechos liberales y de los derechos culturales respectivamente (Comanducci, 1996: 26). Resultaría imposible aglutinar en lo que resta todas las combinaciones que se han propuesto entre los principios de la propuesta liberal y los de la comunitarista. Pero, en un esfuerzo de síntesis, se acudirá a alguna clasificación más general, que permita desmigar los rasgos principales de los caminos intermedios. Sobre la base de los principios liberales o comunitaristas, estas respuestas intermedias han tratado de superar las carencias de los dos modelos clásicos de gestión de la diversidad cultural. Con la intención de ofrecer un panorama general de las principales respuestas alternativas que se han elaborado, se analizarán algunos de lo modelos más significativos. En concreto, se prestará atención a las propuestas del culturalismo liberal13, multiculturalismo14 e 12

Para un estudio en profundidad de los rasgos definitorios del comunitarismo y del liberalismo desde los planteamientos de sus representantes principales, vide Mulhall y Swift (1992). 13

El concepto de culturalismo liberal ha sido tomado de la clasificación realizada por Óscar Pérez de la Fuente de los modelos de gestión de la diversidad cultural. La elaboración de este autor propone aglutinar las respuestas a las necesidades de gestión de la diversidad en torno a tres categorías: el liberalismo

interculturalismo, las cuales han sido foco de una especial atención por parte de la teoría. La propuesta del culturalismo liberal, además del juego de palabras, esconde un planteamiento novedoso en el tratamiento de las particularidades culturales, ya que aboga por el tránsito de un Estado neutral ante las diferencias culturales a uno que las reconozca como una parte fundamental para el desarrollo del sujeto. En palabras de Pérez de la Fuente, se trata de una “posición ecléctica sobre la relevancia moral de la identidad cultural que considera que deben protegerse las diversas identidades nacionales y étnicas garantizando los principios liberales” (2005a: 279). Entre sus rasgos principales destaca su defensa de la importancia del contexto para los seres humanos y a la vez la capacidad de estos para adoptar elecciones autónomas (Pérez de la Fuente 2005a: 283). Este modelo relaciona, por lo tanto, las posturas del yo social y del yo desvinculado, y, partiendo de la autonomía del sujeto como valor primordial, acepta la necesidad de un contexto cultural adecuado que permita al individuo desarrollar esa voluntad con libertad (Toscano, 2007: 186-87). El representante más destacado del culturalismo liberal es Kymlicka, que, en un esfuerzo por acercar los planteamientos liberales a la tesis del yo social, defiende la necesidad de protección de los contextos culturales como un bien fundamental. Según este autor, el contexto cultural constituye el medio en el que tiene lugar el desarrollo de la autonomía del sujeto, y, por lo tanto, hay que asegurar unas condiciones adecuadas de igualdad para que dicho desarrollo se produzca (Kymlicka, 1996a: 151-64). Así, plantea la necesidad de que el Estado reconozca a los grupos culturales como una condición para la libertad individual y para evitar las injusticias sociales (Kymlicka, 1996c: 6). El reconocimiento de las particularidades culturales y la prevención de situaciones de injusticia no irá en contra de los planteamientos liberales, sino que permitirá la realización plena de los

igualitario, el culturalismo liberal y el multiculturalismo. El primero se identifica con las características de las posturas puramente liberales; el segundo, con una postura intermedia de acercamiento entre liberales y comunitaristas; y el tercero, con la posición más favorable al reconocimiento de la diversidad. Para una mayor profundización sobre el contenido y las características de estos modelos, vide Pérez de la Fuente (2005a). 14

De la clasificación propuesta, el término multiculturalismo se ha convertido en uno de los más usados cuando se trata la diversidad cultural; se lo enfrenta a otros como multiculturalidad o interculturalidad. Sin embargo, entrar a definir y distinguir estos términos hubiese acabado con el ánimo esquematizador de este trabajo, por lo que aquí el término multiculturalismo se usará referido al modelo político de gestión de la diversidad. Para un estudio de las diferencias principales entre multiculturalidad, multiculturalismo e interculturalidad, vide Vázquez (2010) y García Castaño et al. (2012)

pilares de esta postura: la libertad, la igualdad y la autonomía de los seres humanos (Pérez de la Fuente, 2005a: 280). Kymlicka destaca la existencia de dos tipos de reivindicaciones por parte de los colectivos en sus esfuerzos por evitar la injusticia y la desigualdad (1996a: 58). Las reivindicaciones dentro del propio grupo y las reivindicaciones externas al grupo. Las primeras van dirigidas a los propios miembros del colectivo, y tienen como finalidad evitar el disenso de sus componentes por medio de lo que Kymlicka denomina restricciones internas (1996c: 30). Estas son rechazadas de plano por el autor por suponer una limitación de la libertad de los propios miembros y porque la protección de un contexto cultural que no permite a sus miembros abandonarlo va en contra de los principios de libertad y autonomía propios del liberalismo. En contraposición con las reivindicaciones internas, menciona el autor las reivindicaciones externas, que son aquellas que el grupo dirige a la sociedad en la que se encuentra englobado (Kymlicka, 1996a: 58). Para que los grupos culturales no se vean directamente afectados por las decisiones políticas o económicas de la sociedad en la que se integran, se articulan las denominadas protecciones externas. Estas tienen como finalidad proteger la existencia y particularidad de los colectivos, limitando el impacto de las decisiones del grupo mayoritario con el que coexisten (Kymlicka, 1996c: 31). Estas restricciones no suponen, por tanto, una reducción de la libertad del sujeto, sino una garantía de que el contexto cultural en el que se desarrolla como individuo tiene las condiciones necesarias de igualdad y ausencia de injusticia. Teniendo esto en cuenta, el culturalismo liberal sostiene que los mecanismos de protección de los grupos culturales no son contradictorios con el respecto de los ideales liberales de libertad y autonomía, sino que, por el contrario, son un requisito imprescindible para la realización de los planteamientos liberales. El segundo modelo de gestión de la diversidad cultural que se presenta como una respuesta alternativa al liberalismo y al comunitarismo es el multiculturalismo. Esta postura, entendida como modelo normativo15, está cercana en algunos de sus planteamientos al ideal comunitarista, en la medida en que se muestra favorable a la protección de las particularidades culturales y valora de manera positiva la diferencia (Pérez de la Fuente, 2005a: 313), pero es conveniente no confundirlos. El 15

Javier de Lucas destaca el doble sentido del término “multiculturalismo”. Por un lado se usa como un término descriptivo del fenómeno de la diversidad cultural, mientras que, por otro, hace referencia a uno de los modelos normativos de gestión de la sociedad multicultural (2001b: 70).

multiculturalismo propone probablemente la política más favorable a la protección y fomento de la diversidad cultural y reconoce tanto el principio de la tolerancia como el principio de la no-discriminación, exigiendo además el reconocimiento de igual estatus entre los grupos culturales (Virolli, 1999: 6). Aunque en sus planteamientos se muestra como la opción óptima para la protección de la diversidad cultural, lo cierto es que muchos han dirigido sus críticas hacia sus principios manteniendo que la defensa radical de las diferencias culturales se traduce en una ausencia de diálogo entre las culturas y en el aislamiento de los distintos grupos. Como sostiene Rafael de Asís, tiende a asociarse “multiculturalismo con relativismo, pero también con objetivismo y antipluralismo. (…) [L]a defensa del multiculturalismo implica considerar que todas las culturas son igualmente valiosas, pero también se afirma que finalmente produce jerarquización entre culturas y que, al justificar el fomento de determinadas prácticas culturales, se sitúa frente al pluralismo” (2009: 48).

Para sus críticos, el multiculturalismo que valora positivamente la diversidad y defiende la igualdad de los valores de cada cultura, tiene efectos negativos para la sociedad, en la medida en que no fomenta el diálogo entre las diferentes culturas existentes en su seno. Incluso se sostiene que una defensa del pluralismo y del igual valor de todas las culturas puede traducirse en el mantenimiento de prácticas que atentan contra los derechos fundamentales o en el mantenimiento de situaciones de discriminación para algunos miembros del grupo cultural, tal y como ocurre en las culturas patriarcales con las mujeres16. La última de las políticas alternativas para la gestión de la diversidad cultural a la que se le prestará atención es la representada por el interculturalismo, modelo que nace también en un intento por superar las carencias manifestadas por las otras propuestas. El interculturalismo se presenta como una postura intermedia entre liberalismo y comunitarismo que se caracteriza por potenciar la aceptación de las diferencias y el diálogo entre las distintas culturas (De Asís, 2009: 48). Esta vía alternativa para solucionar la problemática derivada de la diversidad cultural, concibe el pluralismo como el respeto a la diferencia y como la expresión de la libertad y, aboga por la tolerancia y la negación de una cultura superior (Garrido, 2008: 119). A grandes rasgos, su característica principal es la defensa del diálogo intercultural, de manera que se puedan llegar a acuerdos que permitan solventar las situaciones de conflicto entre las 16

Sobre la relación entre multiculturalismo y feminismo, vide Reitman (2005).

diferentes concepciones culturales. El interculturalismo defiende, por tanto, la posibilidad de realizar un proyecto político de relación entre las diversas culturas (Hernández Reyna, 2007: 435) sobre la base de un conjunto homogéneo de valores que son previamente consensuados y que suponen el mínimo ético sobre el que debe sustentarse el modelo (vide, v.gr., Garrido, 2008: 120). El interculturalismo aporta la perspectiva del diálogo al debate sobre la gestión de la diversidad cultural e invita a la negociación entre las culturas en busca de esos mínimos comunes necesarios para la convivencia. En palabras de Durán, “el interculturalismo tiende puentes de respeto, participación, diálogo y convivencia en el espacio público multicultural del nuestros días”17. IV. Epílogo Las implicaciones de la gestión de la diversidad cultural van más allá de las páginas de este trabajo, pero con él se ha tratado de poner de relieve los principales obstáculos con los que nos enfrentamos al tratar el tema. La elaboración del mapa conceptual de las políticas de gestión de la diversidad, ha propiciado que se caiga seguramente en el pecado de la excesiva simplificación, pero ante un problema de tal complejidad también se hace necesaria una visión esquematizadora que sea capaz de trazar con claridad las necesidades principales y los instrumentos con los que contamos. Como ya se apuntaba, no se perseguía aquí dar una respuesta a cuáles son las coordenadas que deben marcar el camino hacia la gestión satisfactoria de la diversidad, sino solo presentar de manera ordenada y esquemática las principales posiciones adoptadas en la materia. No obstante, aunque no se pueda adivinar el camino más corto y más eficaz a la hora de superar los problemas que presentan las sociedades multiculturales, sí que se puede señalar cuál debe ser el destino deseado. Asumiendo la terminología de Zymunt Bauman, debemos romper con la exclusión de las nuevas “clases peligrosas”, constituidas por los grupos sociales inadecuados para la integración, para los que dicha exclusión no se muestra como pasajera sino como un destino inherente a su existencia (2010: 100).

17

Durán: “Teoría y praxis de los modos de gestión de la diversidad. Abordaje mediático y judicial de los conflictos multiculturales en España”, en esta misma obra.

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