Un siglo de comunismo: idea, doctrina y práctica

May 24, 2017 | Autor: Enrique Moradiellos | Categoría: Lenin, Comunismo, Marxismo
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Descripción

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Un siglo de comunismo: idea, doctrina y práctica

LA TRAYECTORIA DEL COMUNISMO ARRANCA CON LAS DOCTRINAS IGUALITARISTAS DE FINALES DEL XVIII, SE CONSOLIDA CON LAS APORTACIONES TEÓRICAS DE KARL MARX Y TRIUNFA CON LA REVOLUCIÓN RUSA DE LENIN, DE LA QUE AHORA SE CUMPLE UN SIGLO.

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l término “comunismo” es un vocablo con partida de nacimiento europea y contemporánea puesto que sólo se registra a partir del primer tercio del siglo XIX, cuando los intensos procesos revolucionarios socio-económicos iniciados en 1789 ya habían destruido el Antiguo Régimen y consolidado las modernas sociedades liberal-burguesas y en vías de industrialización. De hecho, la palabra aparece en Francia hacia 1830 para definir a los seguidores de François Babeuf (1760-1797), político jacobino radicalizado que lideró la fracasada “Conspiración de los Iguales” y fue ejecutado poco antes de que Napoleón asumiera el poder en Francia. Como reflejo de la influencia del pensamiento revolucionario francés, el vocablo se difundió por todo el continente con suma rapidez. En Gran Bretaña, por ejemplo, lo introdujo John Barmby en 1841 al fundar la London Communist Propaganda Society. Significativamente, ese origen y difusión son análogos a lo sucedido con la palabra “socialismo”, cuyas primeras referencias son de 1833-1834 y aparecen simultáneamente en Francia y Gran Bretaña con similar campo semántico (oposición al egoísmo “individualista” y preocupación por la “cuestión social” en las ciudades industriales: pobreza extendida, trabajo infantil, hacinamiento insalubre…).

UN IDEAL MORAL Desde su aparición, el vocablo “comunismo” ha tenido una larga trayectoria histórica con algunas variaciones en su contenido significativo que cabe subrayar para evitar malentendidos. En efecto, registra en poco menos de 200 años de vida tres grandes sentidos surgidos consecutivamente y que, en gran medida, permanecen vigentes. En primer lugar, en su origen, denotaba un ideal moral: la búsqueda de la pacífica comunidad de vidas y haciendas supuestamente perdida por un progreso histórico repleto de injusticias. Poco después, en 1848, de la mano del pensador alemán Karl Marx (1818-1883), pasó a definir una doctrina filosófica basaba en el análisis de la economía capitalista y generadora de un programa de acción sociopolítica. Finalmente, a partir de 1917 y con el político ruso Vladímir

Un grupo de bolcheviques, en las calles de Petrogrado (hoy San Petesburgo) en el periodo revolucionario en 1917.

Por ENRIQUE MORADIELLOS Catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad de Extremadura, es un experto en el siglo XX y cuenta con una amplia obra publicada, entre la que destacan biografías de Francisco Franco y Juan Negrín. Su último libro aparecido es Historia mínima de la guerra civil española (Turner, 2016).

De la mano de Marx, el comunismo pasó a definir una doctrina filosófica basada en el análisis del capitalismo y en generar un programa de acción

Illich Ulianov, alias Lenin (1870-1924), identificó una práctica de gobierno del Estado de estructura monopartidista, sesgo dictatorial y orientado a la supresión de la propiedad privada y las clases sociales. La primera acepción del vocablo estaba vinculada a un ideal muy antiguo que propugnaba la transformación de la sociedad para limpiar sus defectos y restaurar la armonía entre el individuo y la comunidad. Por eso apenas se diferenciaba de los “socialismos”, “anarquismos” y demás movimientos análogos que surgieron al compás de las grandes revoluciones liberales y de los procesos industrializadores de finales del siglo XVIII y principios del siglo XIX. Todos eran además versiones renovadas de los movimientos igualitaristas que se habían registrado en la historia desde el principio. Ello incluye a los modelos utópicos de reestructuración social y a las tendencias radicales democráticas de época greco-romana: tanto la sociedad de “hermanos todos” sólo diferenciados por sus

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tres funciones diseñada por Platón en La República como el aforismo crítico de la soberbia de los ricos de Petronio en El Satiricón (“El sol brilla para todos”). También incluye las variadas doctrinas milenaristas desplegadas por los rebeldes campesinos antifeudales de la Baja Edad Media: “Cuando Adán araba y Eva hilaba, ¿dónde estaban los señores?”, lema de la revuelta inglesa de 1381. Y, por supuesto, incluye igualmente las ideologías revolucionarias que sacudieron la Europa de la Edad Moderna, como fue el caso de los “niveladores” o de los “republicanos” de la revolución inglesa de 1640: “Creo que hasta el hombre más pobre de Inglaterra tiene una vida que vivir, como el más rico. El hombre más pobre de Inglaterra no está sujeto a un gobierno sobre el que no tiene nada que decir”, afirmaba uno de los oficiales del ejército de Cromwell. La doctrina moderna del “comunismo”, su segunda acepción semántica, está ligada a la vida y obra de Karl Marx. Sobre todo al

folleto El manifiesto comunista, publicado en Londres en febrero de 1948 por la llamada Liga de los Comunistas, en plena efervescencia revolucionaria en todo el continente europeo. En el momento de su redacción, Marx ya había formulado las bases filosóficas de lo que denominó “concepción materialista de la historia” o “materialismo histórico”: la economía política (definida por las relaciones de producción y el nivel de las fuerzas productivas) era el fundamento de la sociedad sobre el que se elevaba su “superestructura jurídica y política” y las formas derivadas de “conciencia social”. A su juicio, el desarrollo del capitalismo industrial, promotor de la nueva polarización social entre burgueses (dueños del capital cada vez más ricos) y proletarios (obreros explotados cada vez más míseros), creaba las condiciones para la implantación de un modelo social sin clases mediante la anulación de la propiedad privada y la implantación del mercado planificado por el Estado (fase socialista), antes de lograr el objetivo final de la eliminación del Estado (fase comunista). En ese contexto, basándose en sus estudios descriptivos y analíticos de la dinámica capitalista, Marx formuló su propuesta política voluntarista propia de la lucha de clases. La conocida consigna final del folleto (“¡Proletarios de todos los países, uníos!”) era un llamamiento a la acción revolucionaria internacional de una clase definida en términos económicos, pero aún minoritaria o inexistente como agente sociopolítico activo y efectivo. Era un programa de acción futura más que un diagnóstico presente comprobado. Esa faceta dual (teórico-cientifista o práctico-mesiánica) que se advierte en la obra marxista posibilitó el desarrollo alternativo que hicieron sus seguidores: o acentuar la faceta crítica-descriptiva (el carácter material objetivo de la dialéctica socioeconómica inevitable) o remarcar el carácter activo-volitivo del protagonismo del proletariado (con la lucha de clases como motor de la historia). No cabe olvidar ese dualismo germinal al examinar el despliegue multiforme y heterogéneo de lo que habría de ser el marxismo como ideología y doctrina sociopolítica. Sin olvidar el hecho fundamental de que Marx tuvo más adeptos fideístas que lectores reflexivos. La tercera y decisiva acepción del término “comunismo” lleva la impronta de Lenin, el líder marxista ruso del Partido Bolchevique que dirigió la toma insurreccional del poder durante la Revolución de octubre de 1917, en medio del caos sociopolítico generado por la intervención del imperio de los zares en la

Las tesis de Lenin, marginales en el socialismo europeo, encontraron su oportunidad única después de que la Gran Guerra socavara la estabilidad del zarismo y de la propia sociedad rusa. El colapso imperial en febrero de 1917 generó una situación de “doble poder” en la que el Gobierno provisional de partidos burgueses disputaba la autoridad efectiva con nuevos organismos de representación municipal y comarcal (los soviets o juntas abiertas de obreros, campesinos y soldados). En ese contexto crítico, ante la perspectiva de un nuevo invierno de guerra y hambre, Lenin apostó por una insurrección militar para sustituir al vacilante Gobierno de Kerensky e instaurar “la dictadura del proletariado”. Aunque los bolcheviques eran pocos en Petrogrado (unos 15.000 militantes) y todavía menos en la inmensa Rusia (80.000 para 175 millones de habitantes), consiguió articular un programa que aunaba los deseos básicos de amplios sectores de población: paz (poner fin a la lucha con Alemania), pan (remediar la crisis de abastecimiento alimenticio) y tierra (dar a los campesinos las propiedades del zar, la nobleza y la Iglesia ortodoxa). Y mediante la consigna “¡Todo el poder a los soviets!” también ofreció una alternativa institucional que sustituyera a la desplomada Administración imperial.

DICTADURA DEL PROLETARIADO

Estatuas de Karl Marx y Friedrich Engels, en un parque de Berlín.

El partido bolchevique fue una fuerza de combate de militantessoldados que asumieron el papel de vanguardia directora de las masas

Primera Guerra Mundial. Fue él quien asumió el vocablo para diferenciarse de los socialistas europeos que habían secundado los llamamientos bélicos de sus respectivos gobiernos. Y fue él quien hizo del “marxismo-leninismo” la ideología inspiradora de una práctica política de poder estatal singular y duradera (74 años hasta su disolución en 1991). La variante leninista del marxismo empezó a cuajar a principios del siglo XX, cuando Lenin planteó la necesidad de organizar un partido clandestino para combatir la autocracia zarista y conquistar el poder en el inmenso y heterogéneo imperio ruso. A diferencia de los partidos socialistas de los Estados liberales occidentales, involucrados en luchas electorales legales, el partido leninista habría de ser una fuerza de combate de selectos militantes/soldados bien formados que asumieran el papel de vanguardia directora de las masas, al modo de un Estado Mayor que comanda tropas obedientes y disciplinadas en lucha mortal contra el enemigo autocrático, capitalista y burgués. Era así una organización jerárquica y paramilitar destinada al asalto del poder político para aplicar un programa basado en “una concepción visionaria de la sociedad moderna que ofrecía a los condenados de la tierra la posibilidad de crear una sociedad basada en la armonía y la igualdad” (David Priestland).

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El 25 de octubre de 1917 (según el calendario ruso: 7 de noviembre en el calendario occidental) las milicias armadas bolcheviques tomaron el casi desguarnecido Palacio de Invierno de Petrogrado. El golpe triunfó en la capital con pasmosa facilidad y mínimas bajas: apenas nueve defensores del gobierno y seis atacantes bolcheviques. Ya en el poder, Lenin no cedió ante los retos ni mostró disposición a negociar con otros grupos. Disolvió la recién elegida Asamblea Constituyente (donde los bolcheviques eran menos de una cuarta parte) y optó por la represión inclemente de todos los opositores. No en vano, careciendo de bases suficientes en las que apoyar su mandato para gobernar toda Rusia, sólo cabía implantar la dictadura monopartidista bajo el rótulo de “dictadura del proletariado”. De este modo, sobre la base de un partido político de estructura jerárquica paramilitar y fanática disciplina ideológica, la toma del poder en octubre de 1917 inauguró una nueva fase en la historia de Rusia. Desde entonces, Lenin y el rebautizado Partido Comunista sentaron las bases institucionales de una dictadura revolucionaria (“El primer Estado de partido único de la historia”, Richard Pipes) que tuvo en los militantes bolcheviques su cantera de mano de obra de combate y de gestión administrativa. Y lo hizo en un contexto de guerra civil a vida o muerte contra diversos grupos de rusos blancos hasta la victoria de 1920. En consonancia con su ideología, el nuevo régimen se hizo cargo de toda la vida organizada del país: nacionalizó la industria, el comercio, el transporte, las instituciones educativas e incluso

inicialmente la propiedad de la tierra. Con el funcionariado estatal (cooptado entre la militancia partidista) reemplazando a los antiguos propietarios, el régimen soviético procedió a construir una sociedad supuestamente gobernada por obreros y campesinos a través de “su” partido-vanguardia y en contra de los sectores burgueses, aristócratas y clérigos ortodoxos. La represión inclemente de toda oposición política, social o ideológica fue desde el principio una seña de identidad. Pero Lenin apreció pronto la creciente burocratización provocada por la fusión entre partido único rígidamente jerarquizado, instituciones del Estado subordinadas y organizaciones sociales instrumentalizadas. Se iba haciendo realidad una sombría profecía formulada años atrás por León Trotsky, su correligionario y estrecho colaborador, al criticar el formato militarizado de la estructura partidista bolchevique: “En primer lugar, la organización del Partido sustituye al Partido considerado como un todo; a continuación, el Comité Central sustituye a la organización para que, por fin, un dictador sustituya al Comité Central”.

STALIN SE IMPONE A TROTSKY El imparable ascenso de los apparatchik (hombres del aparato burocrático partidista) fue consagrado por el nombramiento de Iósif Stalin como secretario general del partido en abril de 1922, cuando empezaba a fallar la frágil salud de Lenin. Falleció después de una larga convalecencia en enero de 1924. Para entonces, el edificio de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) ya estaba en vigor. La lucha por la sucesión se articuló en torno a las figuras de Trotsky y Stalin y acabó con el triunfo del segundo como omnímodo líder carismático en 1927. Ese encumbramiento, acompañado de un culto semireligioso a Lenin (cuyo cadáver fue embalsamado en un mausoleo junto a las murallas del Kremlin), evidenciaba el peso del espíritu de la vieja Rusia en el nuevo régimen, que tenía en Stalin a su nuevo “zar rojo”. Así lo reconoció éste en privado a su anciana madre, una campesina georgiana semianalfabeta que preguntaba por su oficio: “¿Te acuerdas del zar? Pues bien, soy una especie de zar” (Citado por el historiador Simón Sebag Montefiori). El modelo comunista soviético persistiría hasta su desplome en el bienio 1989-1991, víctima de su fracaso económico, deslegitimación social y estancamiento cultural. Pero vivió su edad de oro al compás de la victoria en la Segunda Guerra Mundial y de los procesos de descolonización. No en vano, la primera permitió la imposición de su hegemonía sobre la Europa oriental liberada por el Ejército Rojo, mientras que lo segundo propició el surgimiento de nuevos regímenes hermanos en China (1949) y otros países asiáticos (Vietnam, Corea), africanos (Angola) o incluso americanos (Cuba). Allí siguen hoy los últimos reductos comunistas, con sus variantes específicas y hasta inesperadas (capitalismo de Estado en China y dinastía revolucionaria en Corea).

Comunistas en una manifestación del 14 de abril en Madrid. / FERNANDO JIMÉNEZ BRIZ

De cómo el capitalismo nos vuelve comunistas LA SALVAJE OFENSIVA CAPITALISTA DESENCADENADA TRAS LA CAÍDA DEL MURO DE BERLÍN EN 1989 HA ALUMBRADO UNA RESISTENCIA PARA FRENAR SUS DEVASTADORES EFECTOS. DE ESTE MODO EL COMUNISMO VA CAMINO DE REINVENTARSE.

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ño 2017. Casi 30 años después de la caída del muro de Berlín, un siglo después de la revolución rusa, el comunismo ha desaparecido por completo. El fin de la Historia predicho por Fukuyama se ha hecho realidad. Los últimos partidos comunistas hace tiempo que se disolvieron, sus militantes se apuntaron a ONG y asociaciones de vecinos, y de Marx y el marxismo ya solo se habla (mal) en las facultades de Historia y en los museos. Queda un puñado de comunistas, octogenarios y nostálgicos, pero ante el rechazo generalizado no tienen más argumento para sostener en público su ideología que la “defensa taurina”: como los taurinos cuando mencionan a Hemingway, Lorca y Picasso, los últimos comunistas repasan de memoria la larga lista de intelectuales, poetas y artistas que fueron comunistas en el siglo XX. Pues no, no ha sido así. No se ha cumplido el sueño de los vencedores de la Guerra Fría. Es cierto que los viejos partidos comunistas europeos sobreviven hoy como organizaciones minoritarias, refundadas y renombradas, o disueltas en otros partidos (en el caso del PCE, semioculto bajo la marca IU, que a su vez está ahora semioculta baja la marca Unidos Podemos), y con escaso peso institucional. No están en condiciones de ganar elecciones, ni mucho menos de tomar el Palacio de Invierno.

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Por ISAAC ROSA Escritor y colaborador con diferentes medios, entre ellos tintaLibre. Ha publicado novelas como El vano ayer y Otra maldita novela sobre la Guerra Civil, ambas en el sello Seix Barral. Ha recibido numerosos premios por su labor. Su último libro publicado es la novela gráfica Aquí vivió. Historia de un desahucio (Nube de Tinta, 2016). @_isaacrosa

Pero también es cierto que el político mejor valorado en España (Alberto Garzón) es comunista (y lo declara sin complejos). Y que el líder del partido que ha liquidado el bipartidismo (Pablo Iglesias) se crió políticamente en las juventudes comunistas. O que la alcaldesa de Madrid (Manuela Carmena) fue durante años militante del PCE. Además, el marxismo ha recobrado vigor en el mundo cultural y universitario; un grupo de renombrados pensadores viene actualizando la idea comunista al siglo XXI; y nuevas formas de activismo ciudadano proponen la noción de “común” como alternativa a la propiedad privada y a la propiedad estatal. No son pocos los autores que en los últimos años advierten una resurrección del comunismo, todavía discreto y hasta taimado. De nuevo el viejo topo que estaría excavando bajo el suelo, pacientemente. El último premio Anagrama de Ensayo, el muy interesante (y discutible) Estudios del malestar, de José Luis Pardo, insiste en esa idea: el comunismo, o más bien la idea comunista, lejos de descomponer su cadáver bajo los escombros del muro de Berlín, regresa bajo la forma de nuevas y nostálgicas “políticas de la autenticidad” que encuentran oídos dispuestos en una ciudadanía decepcionada. ¿Qué falló? ¿Es que no fue suficientemente rotunda la victoria del capitalismo en la Guerra Fría ratificada en la capitulación de

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1989, con todo el simbolismo del muro tumbado a martillazos? ¿Cómo es posible que sobreviva el comunismo tras décadas de anticomunismo feroz, libros negros e insistentes equiparaciones nazismo-comunismo? ¿Es que ya se nos han olvidado Stalin, el Gulag, Mao y los millones de muertos del comunismo (10, 50, 200 millones, según quien eche la cuenta)? ¿No está ahí la infernal Corea del Norte como espantajo? Lo más interesante es que esta resurrección del comunismo entre nosotros es más bien espontánea, natural. No responde a ninguna conspiración ni a una estrategia genial de las organizaciones comunistas (por lo general de capa caída), ni al empeño de la militancia. Más bien es que, casi sin quererlo, nos hemos ido volviendo comunistas. Uno de los lemas más afortunados y recordados del 15-M era ese de “no somos antisistema, el sistema es anti-nosotros”. En efecto, fueron la crisis, la austeridad, la corrupción y los fallos del sistema de representación los que empujaron a muchos ciudadanos a abrazar un “sentido común” que, de repente, los convertía en antisistema. Algo así sucede hoy con el resurgir del comunismo: el rechazo al capitalismo lo alimenta el propio capitalismo. “No somos anticapitalistas, el capitalismo es anti-nosotros”. Y en ese rechazo al capitalismo es donde coge aire el comunismo.

y la que tenemos más a mano, como sistema total frente al capitalismo, sigue siendo el comunismo (si es que se puede hablar de “un comunismo”, pues sus variaciones son infinitas). Que no esté muerto, que no haya quedado para el museo, no quiere decir que esté en condiciones de plantear batalla. Aunque hoy se ha liberado del lastre que suponía el “socialismo real”, todavía le pesa la propaganda anticomunista y, por supuesto, la cercanía del fracaso que supuso su realización práctica en medio planeta. No está en condiciones de levantar la bandera roja y esperar adhesiones en masa. Aunque ya somos capaces de decir “capitalismo” con todas las letras, todavía nos cuesta pronunciar “comunismo”. Así, el comunismo está en fase de reinventarse, encontrar su sitio, actualizar su discurso. Sin soltar el hilo rojo que lo vincula a una lucha de siglos, el comunismo hoy es más una aspiración emancipatoria que un programa para lograr la emancipación; aspiración que hacen suya muchos que quizás nunca se dirían comunistas.

NI EL MERCADO NI EL ESTADO

Fotograma de la

TRAS LA CAÍDA DEL MURO

película alemana Good

Quienes bailaron sobre los cascotes del muro de Berlín pensando que el enemigo quedaba sepultado, comprueban hoy sorprendidos que el viejo topo siguió cavando. El motivo principal es que el muro no cayó (sólo) sobre los militantes comunistas, sino que se desplomó encima de toda la clase trabajadora del Occidente capitalista. No sorprende que sean muchos quienes echan de menos a la Unión Soviética y sus muchos satélites socialistas. En el lado oriental del muro, la Ostalgia ya no es solamente una moda vintage o una afirmación de identidad, sino expresión de la decepción de millones de mujeres y hombres que en los años noventa sufrieron una brutal terapia de choque capitalista. Pero también a este lado del muro, entre quienes vivimos en países capitalistas, crece la convicción de que “contra el comunismo vivíamos mejor”. Al comunismo le debemos más de una estatua en nuestras ciudades, en agradecimiento. Si su historia reciente no la hubieran escrito sus vencedores, saldríamos de la escuela sabiendo que al comunismo le debemos la derrota del nazismo, el apoyo a la República española o la lucha antifranquista sostenida sobre miles de comunistas torturados, encarcelados o asesinados. Pero hay otro motivo de agradecimiento y para echarlo de menos: su condición de amenaza permitió torcer el brazo al capitalismo occidental y lograr el gran pacto social y político de posguerra. Fue la proximidad (y la posibilidad) de la revolución la que allanó el camino para que en Europa occidental se firmase la paz

bye Lenin, dirigida por Wolfgang Becker en 2003.

La amenaza del comunismo permitió torcer el brazo al capitalismo occidental y lograr así el gran pacto político y social de la posguerra

entre capital y trabajo (aparte de las propias necesidades del capitalismo como sociedad de consumo, claro). Tras la Segunda Guerra Mundial se alcanzó un gran acuerdo (en España debió esperar a los años setenta) que alejó a las masas obreras occidentales de la tentación revolucionaria (muy real, ya que en las primeras décadas del siglo XX hubo intentos en todos los países), a cambio del Estado del bienestar y la democracia representativa. Es decir, a cambio de trabajo, prosperidad, derechos sociales, libertades y participación democrática. Todo aquello que hoy está amenazado, respectivamente, por el paro, el empobrecimiento, la desigualdad, el nuevo autoritarismo y la pérdida de soberanía de los parlamentos. Ya en los años ochenta, cuando la apertura soviética desactivó el peligro revolucionario y el consenso político y social en la Europa unificada parecía firme, el neoliberalismo aceleró el paso. Una vez tumbado el muro, despejado el terreno, desbocó su marcha, convirtiéndose otra vez en esa locomotora arrasadora cuyo único freno de emergencia posible era la revolución, en conocida expresión de Benjamin. Una vez sin freno, el tren cogió velocidad, se llevó por delante todo lo que encontraba a su paso, hasta acabar descarrilando en la crisis global y financiera. El escenario resultante ya lo vemos: adiós a los buenos tiempos, hola precariedad e incertidumbre. Es entonces cuando tantos nos volvemos espontáneamente anticapitalistas: si el capitalismo incumple su parte del acuerdo, ¿por qué la otra parte, la clase trabajadora, debería seguir respetando el trato? Queda el terreno abonado para que aparezcan alternativas,

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Ahí está toda esa ebullición en torno a “lo común”, los “bienes comunes”, el “procomún”. El grito que un concejal madrileño usó en su toma de posesión dos años atrás, ¡Omnia sunt communia!, “todo es de todos” (surgido en la revolución campesina del siglo XVI en Alemania) alienta la teorización de lo común y sus muchas manifestaciones, como respuesta a un capitalismo voraz, que amenaza lo público, los derechos sociales, la naturaleza y nuestras vidas, y ante el que urge oponer resistencia. Hay autores que quieren ver en esa idea de “lo común” una continuidad y reactualización de la idea comunista (alejada del “socialismo real”, eso sí): frente a la propiedad privada del capitalismo, y la propiedad pública del socialismo, afirmar lo común, superando la oposición capitalismo-socialismo. Ni el mercado ni el Estado: la comunidad (otra forma de no decir “comunismo”). Pero también es cierto que la idea de “común” es aún muy vaga, y su vinculación al comunismo obliga a saltar limpiamente por encima del pantanoso siglo XX. Quienes hablan de “común” unas veces se refieren a idealizadas formas de “vida en común” precapitalistas, otras a construir una democracia radical mediante el autogobierno, y otras se conforman con un huerto comunitario. El discurso en torno a lo común es además un comodín multiusos, y que según se aplique a los recursos naturales, los medios de producción o la cultura libre, lo mismo sirve para okupar un edificio sin uso que para justificar descargas en Internet; lo mismo para reformular el comunismo en el siglo XXI que para legitimar la cara amable del capitalismo, versión Silicon Valley. El comunismo no está muerto, pero tampoco en condiciones de plantear batalla. Pero mientras el capitalismo siga actuando como una máquina de fabricar anticapitalistas, tendrá el viento a favor.

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