Un románico de vidrio y luz: Ricardo de Orueta, tras la cámara

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LA ESCULTURA CASTELLANA AL COMENZAR EL SIGLO

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Un románico de vidrio y luz: Ricardo de Orueta, tras la cámara CELIA GUILARTE CALDERÓN DE LA BARCA Museo Nacional de Escultura

Cuesta creer que algo tan cotidiano y tan público como es la placa que recuerda la fundación del Museo Nacional de Escultura oculte una de las grandes historias personales de la cultura española del primer tercio del siglo XX. La recuperación del hombre que siempre estuvo allí, homenajeado en aquella placa, era tan sólo cuestión de tiempo: su rastro llevaba a los principales escenarios intelectuales y políticos de la España de la Edad de Plata, cuando éstos se dieron por última vez la mano; y sus cartas, su archivo fotográfico, sus declaraciones, manuscritos y estudios, y hasta el color de sus ojos, al que Juan Ramón Jiménez dedicó unas líneas, han ayudado a reconstruir la vida de quien fue Ricardo de Orueta. Orueta nace en Málaga, en el seno de una familia de la burguesía local que le educa en los principios del institucionismo. La fotografía y la escultura forman parte de su infancia, en el álbum familiar y en el deseo paterno de que Ricardo fuera escultor. Ambas disciplinas finalmente se darán el relevo, y a sus años de formación en París le sucederán los años de investigación en el Centro de Estudios Históricos, donde creará un gran corpus fotográfico en torno a la escultura. Hacia el final de su vida, movido por una incombustible energía intelectual, emprende lo que denomina bosquejo histórico de la escultura española, un proyecto largamente acariciado desde los años 20. Se trataba de un compendio concebido sin rigideces académicas que le desviaran de su principal objetivo: sentar definitivamente las bases de la investigación sobre la escultura española. Esta voluntad de ceder el testigo motiva un cambio de escala en sus últimos trabajos1, que irán de la monografía al enciclopedismo, entendido éste como la topografía de una identidad colectiva, mucho más profunda que un simple atlas o catálogo. Sin embargo, las dificultades derivadas del estallido de la guerra mutilaron la posibilidad de escribir un gran corpus de la escultura, y sólo pudo terminar el primer volumen dedicado a los siglos XI y XII. En el prólogo de la obra, Orueta expresaba así sus inquietudes: «Así y todo, solamente ellas y el entusiasmo que siempre he sentido por nuestras artes y por mi fe en el trabajo, son los que me han decidido a comenzar este bosquejo histórico, ya en los finales de mi vida, con la esperanza, no de verlo terminado, sino de vencer gran parte o muchas de las dificultades, por no atreverme a pensar que todas»2. ¿Qué tipo de dificultades podían imponerse a quien se sabía el

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románico de memoria3, a quien edificó un sistema administrativo de protección del patrimonio en sólo unos años? Probablemente aquellas que escapaban a su control, desde las más básicas, como la carestía de papel provocada por la guerra, a las más trascendentes, como su propia edad4. La conjunción de ambas dejó su trabajo manuscrito, así como «muchas y muy hermosas esculturas escondidas en lugares apartados» huérfanas de su mirada.

SU LIBRO

«LA ESCULTURA ESPAÑOLA DE LOS SIGLOS XI Y XII»

El método del historiador conocedor Quien acuda a este libro esperando hallar en él un manual al uso de la escultura medieval española, se sentirá frustrado, porque eso es pedirle poco a un texto histórico y a un autor como Ricardo de Orueta. Este libro encuentra su virtud en su caducidad, que lo libera de la tiranía del dato y ofrece otra manera de entender el arte, más evocadora, menos pura; exenta de toda domesticación académica. Porque, a pesar del tono positivista que se impone progresivamente en la historiografía de la época, hasta la crítica más objetiva fue con frecuencia cubierta por una máscara literaria heredada del método filológico anterior. Metodología y profesión se están conformando y retroalimentando en la España de comienzos de siglo XX, en una simbiosis que tiene sus antecedentes más inmediatos en Inglaterra o Francia. Y al igual que sucedió en el país vecino, la alianza entre historiadores y políticos (cuando no fueron lo mismo, como en el caso de Orueta) sirvió para consolidar el modelo republicano, aglutinando las clases sociales a través del conocimiento y la divulgación de la historia nacional. La mayor consecuencia que ello tuvo sobre la incipiente disciplina fue lo que Raymond Willliams bautizó como tradición selectiva, ya que los historiadores tendían a escoger y legitimar tan sólo ciertas formas del pasado, acordes con su empeño de regeneración del país. Así, para Orueta, el pasado tenía la forma del Cristo de Carrizo, la arqueta de San Millán o los capiteles de Silos, obras que atravesaban todas las temporalidades porque contenían el «alma de la raza» y eran capaces «de expresar, expresar mucho con la mayor fuerza posible, pero por esto mismo, de un modo muy simple». Orueta plantea así un pasado temporalmente impuro, manipulado, construido sobre una serie de artefactos de españolidad que no se limitan exclusivamente al Siglo de Oro, tal y como se ha dicho, sino que afloran en cualquier época: «Se destacan en ella [la escultura española] ciertos caracteres o notas que permanecen siempre, a través del vaivén evolutivo de adelantos y retrocesos que las influencias extranjeras hicieron experimentar a la emoción española a lo largo de los tiempos». Y, en este discurso, son pocos los elegidos: algunos tienen nombre como Alonso Berruguete o el maestro Mateo y otros no, como un «escultor animalista del siglo XIV»5.

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Si regresamos a la época en que fue escrito este libro, comprobaremos que propone un interesante ejercicio de arqueología de la Historia del Arte, como testigo de excepción de la complicada relación que mantenían ambas disciplinas a comienzos del siglo XX. Arte y Arqueología pertenecían a secciones diferenciadas dentro de la institución de referencia, el Centro de Estudios Históricos, y mientras Gómez-Moreno dirigía desde 1910 la parte dedicada a la Arqueología y el Arte Medieval Español, la sección dirigida por Elías Tormo a partir de 1913 se centraba en el Arte Escultórico y Pictórico de España en la Baja Edad Media y el Renacimiento. Esta artificiosa división permite entender el reto que supuso, para quien no era arqueólogo, adentrarse en un terreno de dominio arqueológico6. En tal situación, la postura de Orueta pasará por recopilar las teorías de los grandes nombres en la historia del románico, como Porter, Mâle, Gómez-Moreno, Gaillard, Goldschmidt, Focillon o Puig i Cadafalch, por citar algunos, y aceptarlas o confrontarlas con sus propios argumentos: «Es lástima que no estén conformes todos los arqueólogos en fijarle fecha […] pues sería una prueba de la aparición de influencias bizantinas en nuestro arte, con anterioridad al reinado de Atanagildo». Orueta no era arqueólogo ni escultor, pero su empatía con el oficio, derivada de sus años de formación en París, es lo que otorga valor a este texto por encima de todo. No haciendo escultura con las manos, sino con sus obras7, metiéndose en la piel de un maestro medieval, juzga el mérito artístico en función de la técnica, una carencia muy acusada en los manuales de arte, más pendientes de los resultados que de los procesos. Así, por ejemplo, al comparar dos capiteles, utiliza la manera de trabajar la eboraria como patrón de medida del mérito artístico que los separa: «en los tiempos que le siguen, los escultores no se acuerdan ya de la eboraria y practican el oficio verdadero del escultor, el modelado, las figuras exentas, el sentido de la masa; y la composición, para que cause el efecto que causa, de solidez, finura y gracia, necesita la técnica eboraria del siglo XI… Éste ya es un verdadero escultor, que siente las tres dimensiones y trabaja no con planos, sino con volúmenes». Ricardo de Orueta es un historiador conocedor8, a la manera de aquellos Cavascaselle, Morelli o, incluso, Arthur Kingsley Porter. Este tipo de historiador es también escritor o artista, y trabaja sobre la observación y la intuición para estudiar y clasificar las obras de arte. Frente a él se sitúa el futuro historiador científico, abnegado y casi artesano, que despreciará cualquier síntoma irracional y espontáneo del arte que no esté cimentado sobre unas sólidas fuentes escritas. Orueta, en cambio, renuncia a la asepsia, y no puede evitar encarnarse en cada párrafo: «En ningún otro monumento románico se siente uno tan feliz, sólo con mirar, como en Silos. Esto no es cristiano, ni mahometano, ni de ningún país, más que andaluz, porque está infiltrada en esas piedras el alma de Andalucía. Ya sé yo que esto es una impresión personalísima y que éste no es el mejor criterio para juzgar un arte relativamente antiguo, que requiere otro más arqueológico. Lo he dicho más arriba y ahora insisto en ello, pero téngase en cuenta que no lo expongo como argumento objetivo sino como impresión exclusivamente mía, sin pretensiones de prueba».

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El arte románico. Entre una verdad americana y una verdad francesa El final de la I Guerra Mundial trasladará la contienda a la historiografía, y Europa se disputará el honor perdido o reforzado en el campo de batalla en torno al arte románico. Convertido en una cuestión nacional, el arte europeo medieval será genuinamente alemán, italiano, francés… o no será. En este escenario, España pierde el pulso en la reivindicación de su producción románica, que ya había sido difundida medio siglo antes como una extensión de la grandeur francesa. Orueta da cuenta de esta situación en una extensa réplica al historiador Georges Gaillard contenida en su libro, donde protesta por la manipulación de quienes se negaban a colaborar de manera objetiva y cordial: «Lamento tan sólo que algunos investigadores franceses, por desgracia bastantes, cuando se ocupan de nuestro país, lo hagan con ese mismo lenguaje altanero y desdeñoso para nuestros hombres, nuestra historia y nuestros monumentos». El cambio de sentido en la historiografía del arte románico se produce a partir de los estudios del americano Arthur Kingsley Porter, que desde la distancia, concebía Europa como una agrupación de pequeños países, con una escala de sus entidades nacionales artísticas muy diferente a la que éstos tenían de sí mismos. Su teoría propone una especie de historia líquida que discurre por las rutas de peregrinación, y que da lugar a «oasis artísticos en mitad de zonas desérticas». España se verá beneficiada de esta verdad americana, puesto que el esplendor artístico medieval a ambos lados de los Pirineos ya no era francés ni español, sino arte de las peregrinaciones. A partir de aquí, Orueta utilizará las teorías de Porter como arma arrojadiza contra las frecuentes salidas de tono de los historiadores franceses, mientras éste librará su propia batalla con uno de los principales representantes de la verdad francesa, Émile Mâle9. Porter había sido asimilado a la causa española al tiempo que se dejaba cautivar por ésta. Sus continuos viajes por España responden a dos motivos, el trabajo de campo a pie de monumento, un patrón de conducta entre los investigadores de la época, así como la adquisición de obras para el Fogg Art Museum de la Universidad de Harvard10. Tales circunstancias motivaron el contacto de Porter con Orueta, bien en un posible encuentro en el Centro de Estudios Históricos a comienzos de los años 20, en el que mediaría Gómez-Moreno, o más tarde, en 1932, a raíz de la devolución de la tapa del sepulcro de Sahagún por parte del Fogg al gobierno español, que había empezado a tomar medidas contra la sangría patrimonial, con Orueta al frente de la Dirección General de Bellas Artes. El hecho de que este suceso esté recogido en el libro de Orueta corrobora que esta parte fue escrita en sus últimos años, cuando Porter ya había fallecido. Finalmente, si nos dejamos llevar por nuestras impresiones personalísimas, a la manera de Orueta, podemos intuirle en las palabras del arqueólogo americano, no sólo cuando elogia la calidad de la investigación española en su Centro de Estudios Históricos de Madrid, «que podría competir con todo lo demás que yo conozco», sino

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sobre todo cuando en 1925 escribe: «A los investigadores de aquí, como ya sabes, les duele ver su arte exportado a América; ellos me han tratado con una amabilidad tan extraordinaria, que no puedo aprovecharme de los privilegios excepcionales que me han concedido, llevándome sus más preciados objetos»11.

CALEIDOSCOPIO DE IMÁGENES A COMIENZOS DEL SIGLO XX

Topografía de lo español: archivos y ficheros Entre los historiadores del arte en el siglo XX, la práctica de la fotografía estaba completamente generalizada y sincronizada con el positivismo, demostrando ser un instrumento capaz de territorializar y unificar el conocimiento histórico y de dotarlo de autenticidad científica, incluso si dicha unidad era ficticia. Esta relación de la fotografía con la historia recorre un viaje de ida y vuelta que arranca en el siglo anterior, al transformar el patrimonio en documento gráfico, para luego darle la categoría de monumento en los archivos de imágenes extendidos por toda Europa. A la Misión Heliográfica francesa de 1852 le siguió una verdadera explosión en número y escala de proyectos similares. Tal y como ha analizado Elizabeth Edwards12, existieron campañas para mapear cielos, el tiempo meteorológico, las «razas» del Imperio Británico, las antigüedades de la India o los yacimientos arqueológicos de Gran Bretaña, junto a otros archivos destacados por su calidad o incluso su imposibilidad, como el Bildarchiv Foto Marburg o el Instituto Internacional de Fotografía de Bruselas, que pretendía fotografiar «todo lo que existía». El deseo de hacer una fotografía, de documentar un hecho, está directamente relacionado con la aspiración a producir un archivo. Por eso, la labor como fotógrafo e historiador de Orueta es inseparable de su contribución a la sistematización de la fotografía documental: el Fichero de Arte Antiguo. Esta pretensión, cuando en 1931 le encomienda su creación y desarrollo al Centro de Estudios Históricos, no es la única y en ello radica su modernidad: el Fichero legitimaba el valor científico de la fotografía y generaba una impresión tangible del pasado y la necesidad de conservarlo. Puede que éste sea el motivo por el que las imágenes de San Pedro de la Nave, en su ubicación original, o el sepulcro de Sahagún, semienterrado en el suelo (ambas contenidas en este libro), nos siguen emocionando y removiendo. Orueta alimentó el corpus visual de la escultura española durante las tres primeras décadas del siglo XX, con miles de negativos y positivos resultantes de sus viajes y excursiones para ilustrar los Catálogos Monumentales, sus conferencias y el propio Fichero de Arte Antiguo. A pesar de esta contribución de Orueta a la documentación fotográfica de nuestro patrimonio, se ha tendido a realzar la figura de GómezMoreno por su dilatada trayectoria desde su designación en 1900 para elaborar el Catálogo Monumental de España13. La fusión de los fondos de ambos autores se pro-

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dujo con la muerte de Orueta. Posteriormente todas sus fotografías pasaron a formar parte del Archivo Fotográfico del Instituto Diego Velázquez, depositadas por donación de Gómez-Moreno, y actualmente se conservan en el Archivo del Centro de Ciencias Humanas y Sociales. Estos avatares históricos explican algunas de las dificultades en la localización de las imágenes que, sin embargo, Orueta había dejado escrupulosamente seleccionadas para ilustrar este libro. Casualmente en 2014 se ha reivindicado la importante labor de dos fotógrafas americanas coetáneas de Orueta, G. G. King y E. H. Lowber14, que presenta el mismo problema de atribución de un archivo fotográfico con doble autoría.

Escribir con tinta y con luz Ricardo de Orueta no encuentra el ángulo que le permita fotografiar los casi dos metros de largo que mide el sepulcro. El sol hace que el mármol brille incluso semienterrado en el cementerio del monasterio de Sahagún, en ruinas tras la desamortización. «Para el español de la Edad Media, la muerte es algo ultraterreno, mientras que un muerto es algo muy de aquí abajo, el despojo material que indica que terminó esto, lo que no puede pasar a esa otra vida y se queda aquí en la tierra»15. Orueta decide subirse a una vieja silla que le han facilitado en el pueblo. Pero ésta se hunde más de lo debido en la arena y le desequilibra, así que coloca un pequeño trozo de piedra que le devuelve al momento en que mira a través del objetivo de la cámara. El sepulcro no está centrado en la imagen, pero no importa, el encuadre alcanza los relieves que podrá analizar cuando regrese a Madrid; y furtivamente, sus propios zapatos. Imposible evitarlos si quiere mantener el plano picado. Ricardo no está solo, hay más huellas: quisiéramos que fueran las de Kingsley Porter16 y Gómez-Moreno, que tal vez en 1924 observan junto a él los relieves, sin saber que, años más tarde, su venta y devolución volverán a reunir al Fogg Art Museum de Porter y al gobierno español de Orueta, que ya se está bajando de la silla. Fotografiar la escultura permitió a Orueta dar forma al tiempo y al espacio, igual que un artista da forma a la piedra o a la madera. Y sin embargo, por la calidad y la libertad de ejecución, existe un muro de separación entre su fotografía más personal (los retratos que realiza en la Residencia de Estudiantes, por ejemplo) y sus imágenes de monumentos, que ayuda a apreciar el sentido científico de la fotografía documental para un historiador del arte de aquella época. La historia de este tipo de fotografía es la historia de su emancipación del grabado y la estampa. Primero por motivos económicos, como el coste de impresión, y después por la desconfianza en su perdurabilidad, la fotografía se alternó, todavía en los años de Orueta, con los dibujos a mano y los grabados de las obras originales. La utopía de una «biblioteca fotográfica» ya resuena desde el siglo anterior con William Henry Fox Talbot, Herman Grimm o Heinrich Wölfflin, quien formula a finales de siglo las primeras directrices

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para fotografiar objetos de manera científica. Poco a poco se irá imponiendo la retórica de la sustitución de la que habla González Reyero, al permitir la cámara algo parecido a un acceso directo al original ausente. La fotografía se pone al servicio de la construcción del conocimiento, empeñada en facilitar una comprensión pragmática de las imágenes, lo más objetiva posible. En esa vertiente impersonal y mimética, la fotografía encontrará, según Philippe Burty, su debilidad y su fortaleza en estos años. Y, sin embargo, hasta en las fotografías más escrupulosamente científicas es posible reconocer distintos estilos que ponen en evidencia la personalidad del autor que está detrás de la imagen. Emerge así la teoría del ojo disciplinado o la necesidad de que este tipo de fotografía fuera ejercida por arqueólogos o historiadores, planteada por Wölfflin y compartida por otros17 a finales del siglo XIX. La fotografía se convierte en la retina del sabio18 en época de Orueta, y se impone en toda Europa: en Alemania, Richard Hamann19, fundador del Archivo Marburg, utiliza la plasticidad de la luz para modelar sus imágenes de arquitecturas; en América, Massachussetts, Clarence Kennedy comienza a tomar fotografías en los años 20 para impartir sus clases de Historia del Arte, centrándose en los detalles de la escultura para revelar su estructura, su textura, su diseño; otra americana, Georgiana Goddard King recorre el Camino de Santiago planteando un presente arqueológico lo más aséptico posible en sus imágenes de monumentos y paisajes; en España, Juan Cabré es pionero en el uso de la fotografía al servicio de la arqueología y recordado por su perfección técnica al igual que Gómez-Moreno, cuya excelencia en este campo sería resultado del «buen material, excelente objetivo y un fotógrafo que, además de lograr buena técnica, tenía un sentido artístico, heredado del padre pintor, de lo que es el encuadre, punto de vista y perspectiva»20. Y, formando parte de este caldo de cultivo, Ricardo de Orueta manifiesta una idéntica vocación visual en todas sus publicaciones y conferencias, tanto por el repertorio de imágenes que utiliza, como por el estilo descriptivo de sus textos, que requiere una multitud de fotografías que eviten el desajuste entre lo escrito y lo mostrado, al recrear el objeto artístico como si lo tuviera delante (sin duda, tenía delante su fotografía). Con todo, la importancia concedida a la fotografía en este último trabajo destaca por encima del resto y recuerda a los corpora o libros de láminas21 que desde los años 30 invitaban a la identificación, el contraste y la comparación de las piezas22. «No creo que después de ver las figuras y compararlas sea necesario insistir», declarará el historiador, contraponiendo repertorios formales de todo tipo, algunos tan bellos como las aves encerradas en círculos vegetales en una ermita visigoda y en una iglesia copta situada en el otro extremo del mundo. En este último empujón deliberado en la definición de un marco conceptual y visual para la escultura, las imágenes de Orueta se distinguen por su sentido pragmático y resuelto, que arrastra defectos, como reflejos, contraluces, sombras… motivados tal vez por ese afán de fotografiar «muchas y muy hermosas esculturas escondidas en lugares apartados» que difícilmente reunían condiciones para ello23. Desde esta

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perspectiva entendemos mejor la imagen del Cristo de Corullón apoyado en la puerta de la iglesia, buscando la luz que no tenía en el interior del templo románico; admiramos la silla Thonet que asoma detrás de unos marfiles de San Millán de la Cogolla, y recordamos las naturalezas muertas de Daguerre y los calotipos de Talbot en las imágenes de esculturas amontonadas en museos, que a diferencia de lo que ocurre hoy en día, eran lugares idílicos para fotografiar. Estos resquicios de subjetividad se manifiestan también en la tinta del manuscrito de Orueta, donde conviven dos grafías, una redondeada, cuidada, espaciosa, y otra apretada y angulosa, que se cuela en los márgenes, las rectificaciones de última hora y los comentarios añadidos, evidenciando un trabajo desarrollado en distintos tiempos. Su método, en cambio, se mantiene inmutable desde la primera a la última página: separa capítulos, numera, reenumera y dimensiona imágenes en la publicación, elabora listados, índices, bibliografía, notas, todo está escrupulosamente organizado... El resultado es una sinécdoque de Ricardo de Orueta historiador, escultor, fotógrafo: la parte por el todo. Y sin ser su mejor libro, es sin duda el más vivido de todos. NOTAS 1 Las Memorias de la JAE del curso 1924-25 sitúan a Orueta trabajando en dos líneas seriadas, La escultura funeraria y un Manual de Historia de la Escultura española.   2 ORUETA 1939.   3 ARCHIVO JUNTA PARA AMPLIACIÓN DE ESTUDIOS, sección Secretaría, serie Correspondencia General, 168, 23, 6, ORUETA, R. y NAVARRO TOMÁS, T.: Correspondencia de Tomás Navarro Tomás y Ricardo de Orueta para la publicación de un libro de historia de la escultura, Madrid, 18 septiembre de 1937.   4 La cruzada de Ricardo de Orueta en favor de la publicación del libro La escultura española de los siglos XI y XII está recogida en su correspondencia entre 1937 y 1938 con Tomás Navarro Tomás, por entonces secretario de la Junta para Ampliación de Estudios Históricos.   5 ORUETA 1925: 67-72. 6 Prueba de ello son comentarios que se suceden en el libro como el siguiente: «Además de la impresión que causa su obra, que si en la crítica de arte tiene un gran valor, en la arqueología es muy peligrosa, ha labrado varios capiteles».   7 «Mi padre quería que fuese escultor. Yo se lo prometí. Y he cumplido mi palabra. Porque si bien es verdad que no hago escultura con mis manos, la hago con mis obras». ESTÉVEZ-ORTEGA 1931: 20-21. 8 VENTURI 1979.   9 El siguiente escrito que Émile Mâle dirige a Porter evidencia de la cuestión del románico había trascendido de lo artístico a lo político: «Espero que le lleve a modificarlas [sus conclusiones], tras un examen más detenido de nuestros monumentos, porque en esta gran cuestión sobre los orígenes de la escultura moderna, no es necesario que haya una verdad americana y una verdad francesa». MÂLE 1918.   10 BRUSH 2004: 43-53.   11 Carta de Porter a Sachs, director adjunto del Fogg Art Museum, del 25 de diciembre de 1925. Recogida en BRUSH 2004: 53. 12 EDWARDS 2012: 4.   13 «Su nombre en el mundo del estudio llegó a ser una suerte de mito; los más extraños cuentos se cuchicheaban sobre este desmesurado conocimiento, sobre lo que tenía en su colección de fotografías, que nadie había visto». KINGSLEY PORTER 1933-34: 435-443. 14 CAVINESS 2014. 15 ORUETA 1939.   16 KINGSLEY PORTER 1929. El americano publica una fotografía muy parecida a la que describimos de Orueta (véase la cubierta). Todas las fuentes indican que la tapa del sepulcro de Alfonso Ansúrez permaneció en el cementerio de Sahagún hasta 1926, y la prensa recoge la presencia de Kingsley Porter en España en 1924.   17 «Muchos

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de aquellos que cargan con sus cámaras y objetivos hasta algún edificio importante, no saben cuáles son sus principales características, y por ello las pasan por alto; ni tampoco desde qué puntos de vista el arquitecto quiso que su trabajo fuera contemplado, y en consecuencia, no eligen las mejores posiciones para 19 MATYSSEK 2009.   20 GÓMEZ-MOsus cámaras». En PERKINS 2010.   18 BOLAÑOS 2011: 17. RENO 1991.   21 Orueta utilizará esta denominación en el manuscrito del libro para referirse a las imágenes que debían ser incluidas.   22 GONZÁLEZ REYERO 2007: 417-418.   23 El texto está salpicado de comentarios que hacen alusión a las dificultades para acceder a algunas piezas: «Como no me ha sido posible estudiarlo más que desde abajo, con unos prismáticos, no puedo asegurar que sea también de mármol, lo que sería un argumento más y de mucha fuerza, pero sí que me lo ha parecido y no solamente a mí, sino a varias personas, de quienes me hice acompañar».

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UN ROMÁNICO DE VIDRIO Y LUZ

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