UN MUNDO MUY LEJANO A LA VUELTA DE LA ESQUINA

June 7, 2017 | Autor: P. Murrieta Cummings | Categoría: Pobreza
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Descripción

A Sabines, Marcos y Paca de quienes me robé un pedacito de su realidad para escribir este cuento.

UN MUNDO MUY LEJANO A LA VUELTA DE LA ESQUINA Patricia Murrieta Cummings

Había una vez una niña pequeña de largas trenzas y moños de colores....

No era extraño escuchar en las orillas del pueblo, los gritos mañaneros de Don Cresencio, arremedados por el sonido de las hojas secas cuando Paca echaba a correr. El oleaje de las matas al rozar su cuerpo y el estruendo de los pájaros marineros comiendo frutillas, hacían de la finca el lugar favorito de Paca, cuyo encanto se rompía con la aparición de Crescencio y su chicote. Desde que él se fue a vivir a la finca, Paca tuvo que refugiarse en esa tierra olvidada, donde las últimas luces del cielo avanzan su sombra inundándola, cual un agua espesa y oscura. Desde ahí no se perdía la ciudad, podía contemplar el ir y venir de la gente al recoger las migas de pan y la paja que eternamente llevan a sus casas. Dicen que hace tiempo, al llegar los hombres sin oficio, aquellos seres blancos con ojos de vidrio y rostro sin cuerpo, las hicieron irse. Todo se quedó vacío. El silencio invadió la región, acompañado de sombras que no volvieron a aceptar, ni ellos, ni hombres de otra ciudad. Expulsadas y abandonadas su piel se volvió reliquia entre los extraños, una pieza de museo, un objeto que admirar. Sus dioses fueron cambiados por imágenes de seres sin rostro, objetos sin sentido. El Quetzal dejó de cantar, ya no pudieron respirar bajo el agua, o volar. Intentaron caminar sobre la tierra, y ser hombres, no pez ni ave. Los hombres sin rostro se acostumbraron a verlas deambular en las orillas de la ciudad, bebiendo diariamente vida y muerte mezcladas, con las piedras en el pan y un sucio llanto. Las nubes se tornaron obscuras y el cielo perdió su color. Los

aletazos de la lluvia sobre los lomos de figuras ausentes, la oscuridad de las tardes y el grito del silencio inundaron el vacío. Poblaron la selva, los montes. Entre ellos surgieron otros hombres, seres de cara oculta. Llegó la lluvia negra. Se perdió el lugar de la desesperación, de la fatiga, de la alegría. Quedó el cuerpo que duele, la hora de ir al trabajo, el dinero de humo; y lo único que se hizo real: el hambre. Intentaron luchar juntos, pero no entienden las mismas palabras. Se volvieron hormigas en busca de pan; algunas buscando un lugar donde caerse muertas para después servir de comida a los hombres sin rostro o a aquellos de cara negra. Comenzaron a vivir de paso, sólo mirar. Un día se escuchó la primera gota; de ésta le siguió otra, y otra, y otra; el oleaje de la muerte, el grito del vacío, la desesperación y la angustia. La muerte del pueblo, los gritos llenos de sangre, y en el silencio los cuerpos recostados en la acera, las piernas que no pudieron moverse, el llanto que no se oyó. Quedaron en medio de un remolino sacudido de cóleras inútiles, hundido en el barro tan podrido, minuciosamente asesinado. El aire se quedó denso, inmóvil por un instante. Desde entonces, los muertos sólo miran esperando la nada. Los hombres sin rostro y aquellos de caras negras continúan inmersos en el remolino de su cólera -lo digno defienden unos, su riqueza los otros-. Queda el odio, epidemia regada por la sangre de unos cuantos, que alimenta la semilla de la miseria y el hambre. dicen que el árbol dará frutos tarde o temprano, o ¿acaso la lluvia negra continúe siempre en ese lugar? ¿Y Paca?. No la hallé. Muchas vacas yacen muertas. Ella no está ahí. Aún hay sombras en la finca. Pasaran tormentas.

En algún lugar de México, cerca de San Cristóbal de las Casas y de un primero de enero, de quién sabe qué año.

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