Un mundo de objetos: La arqueología de la belleza / A World of Objects. The Archaeology of Beauty

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Descripción

Un mundo de objetos: la arqueología de la bellleza Diana Rodríguez Pérez

CARC-The Beazley Archive, Universidad de Oxford

En la pág. anterior: Detalle de una copa ática de figuras rojas atribuida al pintor de Antifón. Ca. 490 a.C. Nueva York, Museo Metropolitano 96.18.67. Purchase by subscription, 1896. © The Metropolitan Museum of Art. Open Access for Scholarly Content Artwork. www.metmuseum.org.

En las líneas que siguen vamos a realizar un recorrido por el catálogo de objetos relacionados con la belleza, tanto femenina como masculina, en la Atenas del siglo V a.C. Como guías en este recorrido contaremos con el valioso testimonio que nos ofrecen las imágenes pintadas en las cerámicas así como con los objetos en sí que proporciona la arqueología, principalmente el registro funerario. El enfoque es múltiple y plural: nos detendremos tanto en la representación del objeto en cuestión en la iconografía vascular y su relación con otros instrumentos de la belleza, como en el propio objeto en cuanto artefacto arqueológico y en la iconografía que, a su vez, se eligió para ornarlo. En este ejercicio es importante no perder de vista la especificidad y lógica interna de cada tipo de fuente y, en particular, las múltiples peculiaridades del lenguaje iconográfico en uso en la pintura de vasos. Las imágenes de los vasos griegos no deben entenderse como meras reproducciones fotográficas del día a día de los griegos si no más bien como construcciones culturales que expresan unos valores y actitudes determinados, imágenes selectivas y manipuladas que ponen en juego su propio lenguaje para reflejar valores sociales y creencias y, como tales, ofrecen una visión interesada de la realidad que poco tiene que ver con la objetividad y la representación fotográfica de momentos concretos de las vidas de los atenienses. Ser conscientes de ello nos ayudará a evitar, en la manera de lo posible, la tentación de realizar extrapolaciones directas en-

tre las imágenes y el registro arqueológico, así como entender mejor las discrepancias existentes entre los discursos ofrecidos por ambos tipos de fuentes. Objetos de la mujer Las imágenes de mujeres bellas o mujeres embelleciéndose se concentran en un número de escenas a las que se ha agrupado bajo la denominación común de «escenas de la vida cotidiana» y, en particular, en las llamadas «escenas de tocador», en las que aparecen las mujeres inmersas en una serie de tareas propias de su género, mirándose en el espejo, peinándose, enjoyándose, etc. (eg. BAPDN 1460, 8737, 11923, 202984, 9029244, 275416, 250057, 24003, 213649). Estas imágenes ofrecen un buen punto de entrada en el tema. Comienzan a aparecer en el periodo de las figuras rojas tempranas (ca. 520 a.C.), con representaciones sencillas de mujeres bañándose o vistiéndose. A partir de mediados del siglo V a.C., estas imágenes se van estandarizando y se repiten las escenas en las que la mujer, sentada o de pie, recibe objetos relacionados con su embellecimiento (fig.1). Aparecen especialmente a partir del año 440 a.C. en vasos relacionados con el ajuar nupcial que no se exportan fuera de Atenas, como píxides, lécitos, lutróforos, lebetas nupciales o hidrias, y en la mayoría de ocasiones representan escenas nupciales, como el baño nupcial, la anakalypteria o desvelamiento de la novia, los regalos de boda (epaulia), etc. Con el devenir de los años las imágenes pasan de representar a una mujer más o menos in-

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dividualizada y entran en un ámbito más abstracto; los erotes hacen su aparición en las escenas en ese momento. Finalmente, el tema de la mujer rodeada de sus objetos de belleza característicos y flanqueada por Eros se convierte en tema común de la decoración de las tapas de lecánides durante el siglo IV a.C. En las escenas de tocador, las mujeres aparecen rodeadas de un catálogo de objetos que permanece bastante estable con el paso del tiempo. Estos objetos se representan de diversas maneras, bien como delimitadores espaciales y/o conceptuales en el campo de la imagen, como atributos de las mujeres,

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que los sostienen casi como extensiones de su propio cuerpo formando imágenes emblemáticas, o como regalo que reciben de otra mujer —u hombre, en ocasiones— o de una esclava. Los objetos que acompañan a las mujeres en la pintura de vasos no son inocentes y su elección es motivada; se utilizan de manera selectiva en función de las significaciones que implican como referencias visuales a conceptos más que a «cosas». Transmiten valores y cualidades, están relacionados con una serie de virtudes que se estimaban deseables en la mujer ateniense ideal: la fertilidad, el recato, la laboriosidad y en última instancia,

Fig. 2. Lécito ático de figuras rojas del pintor de Zannoni. Ca. 460 a.C. Museo Británico, Londres © The Trustees of the British Museum.

Fig. 1. Hidria ática de figuras rojas de la clase de Londres E195. Ca. 450 a.C. Museo Británico, Londres. © The Trustees of the British Museum.

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todos ellos remiten a la noción de belleza que hace equivaler belleza y bien, adecuación para un fin concreto, en este caso, el matrimonio. En Atenas, la belleza de la mujer se refiere, sobre todo, a la de la parthenos, la mujer casadera, joven, virgen; es una belleza erótica y está relacionada con el fin legítimo de todo matrimonio: engendrar un hijo —varón—. La belleza incita el deseo y sin este, el matrimonio corre el riesgo de no ser fecundo. La novia modelo encarna los ideales a los que debe aspirar toda mujer: virginidad, belleza, nubilidad. Es el ejemplo de la mujer bella por antonomasia.

El espejo es uno de los objetos que de manera más universal se relaciona con la belleza y coquetería femenina y es uno de los que más frecuentemente acompaña a las mujeres en las escenas de la vida cotidiana. Estas los sujetan, los contemplan o los reciben de otras mujeres y, en ocasiones, de un hombre (eg. BAPDN 203180, 204037, 204114, 205106, 205338). Las representaciones del espejo en la cerámica ocupan poco más de un siglo, el V a.C., normalmente como «atrezzo» en las escenas de tocador. Dentro de la serie de signos iconográficos que delimitan y definen el espacio femenino, el espejo adquiere una función principal. En la Grecia clásica se conocían tres tipos de espejos: de mano, de pie y de caja, pero solo el de mano se representó en las artes visuales. Se figura este en las manos de las mujeres casi como una extensión de su cuerpo, como un miembro más, necesario para la plena identificación de género (fig.2). Y es que solo las mujeres sujetan este objeto, son muy raras las ocasiones en que los espejos aparecen en manos masculinas y en estos casos es porque el hombre se lo está ofreciendo a la mujer en el contexto del cortejo amoroso. El espejo en manos de la mujer denota erotismo, pero a diferencia de la estrígila en manos femeninas, este erotismo es discreto, nunca —o casi nunca— provocación sexual. La arqueología ha sacado a la luz múltiples espejos, algunos de ellos acompañados de epigramas votivos a una divinidad, frecuentemente Afrodita, aunque también se dedicaban espejos a Atenea, Hera, Artemis, Perséfone e Ilitía. Como en muchas otras ocasiones, escasea la información acerca del contexto de muchos de ellos, si bien la gran parte parece proceder de tumbas, no exclusivamente femeninas, donde aparecen con otros objetos relacionados con la belleza, como estrígilas, o de santuarios, depositados en forma de ofrenda a una divinidad. Los contextos funerarios más habituales son del siglo IV a.C. y sobre todo, del periodo helenístico. Generalmente se percibe en el registro arqueológico la consideración del espejo como un bien preciado, de lujo, un símbolo de estatus ya que, en muchas ocasiones, es el único componente del ajuar realizado en metal. Este estatus está detrás de las imitaciones de espejos en cerámica, en particular en el caso de los espejos de caja y en miniatura, entre los que destacan los recuperados en el santuario de Braurón, en el Ática, consagrados a Artemis por las jóvenes vírgenes atenienses antes de su boda (en los inventarios del templo se habla de 119 espejos). El material base de los espejos griegos es el bronce, en distintas aleaciones según la época. Los ejemplos de plata y oro

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Fig. 4. Dos lecánides y una píxide con diversos productos cosméticos. Museo del Cerámico, Atenas.

Fig. 3. Espejo ático de cariátide. Ca. 510 a.C. Procedente de Sounion. Museo Británico, Londres. © The Trustees of the British Museum.

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son escasos. El espejo en sí suele recibir decoración; en el caso del espejo de mano y el de pie, generalmente el mango se trabaja aparte, a menudo en forma de cuerpo humano femenino —espejos de cariátides (fig.3)— y el disco se decora alrededor con diversos motivos vegetales y florales, o animales más o menos fabulosos. De gran interés es una variedad que aparece a finales del siglo V y del cual contamos con un ejemplo en esta exposición: el espejo de caja, en forma de polvera, con un fondo y una tapadera articulados por una bisagra. En el interior puede contener un disco plano reflectante aunque generalmente el fondo más cóncavo hacía de espejo. Desde el punto de vista antropológico se ha relacionado este tipo, así como el resto de «cajitas» habituales en el espacio femenino con el propio estatus (al menos, teórico) de la mujer como encerrada en un espacio,

rodeada de un mundo de cajas cerradas que guardan secretos, dentro del espacio también cerrado del gineceo y que se relaciona, en última instancia, con la imagen de la mujer-caja, la mujer como vaso contenedor, cuya mejor expresión es la mujer embarazada. Así, la imagen de la mujer queda encerrada en el espejo, dormida dentro de la cajita. Entre los varios tipos de contenedores de pequeño tamaño, cajas, cofres, joyeros, etc. habituales en el tocador de la mujer destacan dos tipos principales: las píxides y las lecánides (fig.4). Ambos se utilizaban para contener productos cosméticos, ungüentos y diversas baratijas. Si bien los píxides aparecen en Atenas sobre el año 600 a.C. no será hasta el siglo V a.C. cuando se popularice la forma. Especialmente abundante es un subtipo denominado «píxide polvera» (tipo B), que consta

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de una tapa que se desliza sobre el cuerpo del recipiente cubriéndolo por completo y que descansa sobre una moldura proyectada en la parte inferior del mismo, de manera muy similar a las polveras modernas (fig.5). Píxides y lecánides se figuran habitualmente en escenas de embellecimiento de la novia o en escenas de la denominada epaulia, la presentación de regalos a los novios el día posterior a las nupcias. En el registro arqueológico son comunes en santuarios relacionados con los momentos de tránsito en la vida de las mujeres, como el santuario de Nymphe, en la vertiente sur de la Acrópolis, y en tumbas. Estos objetos suelen recibir una decoración figurada alusiva a su uso (fig.5), produciéndose así un dialogo interesante entre objeto y decoración, aunque también son habituales los ejemplares más modestos decorados con

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barniz negro. En contextos lujosos pueden aparecer estas cajitas elaboradas en piedra, habitualmente alabastro o mármol. En el cementerio del Cerámico, en Atenas, se han recuperado varias de estas cajas con cosméticos (fig.4). Un ejemplo importante es la tumba 64 de la denominada «Eckterrase», perteneciente, probablemente, al actor Macareo. Se trata de un enterramiento en sarcófago con un ajuar considerablemente rico consistente en una píxide de mármol del tipo C que contenía en su interior dos conchas de molusco y una píxide corintia en miniatura con tabletas blancas y rojas (polvo de cinabrio); dos lecánides corintias con asa que contenían tabletas de psimythion; una píxide-polvera con polvo rosa en su interior; tres alabastrones de mármol; cuatro de alabastro; un espejo de bronce y objetos de marfil, entre otros. Ejemplares similares

Fig. 5. Píxide polvera del pintor de las ofrendas (splanchnopt Painter). Ca. 460 a.C. Museo Británico, Londres. © The Trustees of the British Museum

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a los del Cerámico se han encontrado también en tumbas de Eretria, Corinto o Ritsona (Beocia). Gracias a estas y otras cajitas recuperadas por la arqueología, junto con comentarios sobre el tema en las fuentes literarias, se ha podido reconstruir la historia de los cosméticos en Grecia. La imagen buscada por las griegas era una imagen natural no recargada que básicamente se traducía en una cara pálida con labios y mejillas en tonos rojos y sombras de ojos a base de carboncillo u hollín solo o mezclado con aceite de oliva. Existía la costumbre de conectar ambas cejas y de utilizar polvos —y también vinagre— para aclarar el tono del pelo. En cuanto a los labios y las mejillas, bastaba con un toque de pigmento rojo, generalmente óxido de hierro o arcillas ocres, pero también sustancias más naturales, como algas y moras machacadas. El aceite de oliva y la miel se usaban como mascarillas faciales o lociones para darle a la piel un acabado más jugoso y luminoso. Uno de los productos cosméticos más utilizados en Grecia entre las mujeres de clase alta eran los polvos blancos faciales del tipo de los encontrados dentro de las lecánides del Cerámico (fig.4). Su uso estaba destinado a conseguir una complexión más clara y uniforme en la cara y con mucha mayor durabilidad que el polvo de tiza, también usado en la época. Estos polvos blancos faciales no eran otra cosa que albayalde, blanco de plomo, un pigmento altamente tóxico también conocido como psimythion por los griegos y cerusa por los romanos —también denominado “blanco de España”— que sin duda debió contribuir a acortar sustancialmente las vidas de sus usuarios. El plomo es un metal pesado neurotóxico que, tras su absorción por el organismo, ocasiona daños neurológicos irreversibles en el cerebro. La exposición al plomo acaba provocando un envenenamiento denominado «saturnismo» o «plumbosis» que es fácil de detectar con una simple radiografía ósea que permita observar uno de los signos primarios de la intoxicación por este metal: las bandas metafisiarias muy densas. Junto con las píxides y lecánides como contenedores de productos cosméticos, entre otros, se encuentra una forma cerámica de mayor importancia aún: el alabastrón, un recipiente estrecho y alargado con fondo redondeado y cuello estrecho utilizado como contenedor de aceites y perfumes preciosos (fig.6). No es una forma exclusiva de las mujeres —en el registro funerario aparece casi de manera aleatoria en tumbas de ambos sexos—, pero sí es el tipo cerámico más representado en relación con ellas. En el lenguaje visual de la pintura de va-

Fig. 6. Alabastrón ático de figuras rojas. Ca. 480 a.C. Museo Británico, Londres. © The Trustees of the British Museum.

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sos no se asocia a otro género que no sea el femenino, con muy contadas excepciones. En los casos en los que las mujeres sostienen dos objetos en ambiente doméstico, uno de ellos, casi invariablemente, es el alabastrón, mientras que el segundo suele ser el exaleiptro/plemócoe, o el huso. De igual modo, ningún otro objeto se representa con tanta asiduidad pareado con la cesta de la lana, el cálato (eg. BAPDN 678, 7704, 9031312, 9024360, 275332, 216620). Los orígenes de la forma cerámica se remontan a Egipto; el primer alfarero que lo introdujo en Atenas fue Amasis, hacia el año 540 a.C. Su producción se desarrolla hasta el año 450 a.C. y decae a partir de entonces. No obstante, se continuaron fabricando alabastrones en piedra, alabastro y vidrio hasta el fin de la Antigüedad. Este recipiente posee una forma muy específica perfectamente adaptada a su contenido: perfume puro. Su cuello estrecho, como el del lécito y el aríbalo, evita la evaporación de la sustancia y lo distingue de otras formas destinadas, posiblemente, a recibir aceites perfumados más baratos o diluidos, como el exaleiptro. En cuanto a la diferencia de contenido entre el lécito y el alabastron, el primero se relaciona casi siempre con el aceite y raramente con el perfume mientras que el segundo contendría exclusivamente perfume no diluido. Además de la iconografía, las fuentes literarias también proporcionan información sobre el contenido del alabastrón: perfume, aceite de nardo, de canela e incluso de mejorana. Es el contenido del vaso lo que marca su relación exclusiva con las mujeres —jóvenes— en el lenguaje visual, pues son ellas quienes hacen uso del perfume para incitar el deseo en el hombre. Es, en consecuencia, el regalo perfecto de un hombre a una mujer, el símbolo por excelencia del deseo amoroso, y por ello, en ocasiones, los hombres sujetan este objeto en presencia de la mujer. Así pues, el alabastrón, es uno de los objetos que se representa con más asiduidad en las escenas de mujeres, ya sea suspendido en el campo de la imagen o en sus manos (fig.6). Su mera presencia reenvía al mundo femenino del mismo modo que la presencia del aríbalo (ver más abajo) nos conduce al ambiente masculino y cívico de la palestra. Los modos de representación son variados: en ocasiones se presenta el alabastrón en uso, como en un cierto numero de escenas que muestran a la mujer en el acto de perfumarse (eg. BAPDN 213649, 217212) o en las escenas de venta de perfume, de las que se conservan solamente dos ejemplos (BAPDN 206905, 202574); en ocasiones, se representa suspendido en el campo de la imagen, otorgando connotaciones eróticas a la escena. El propio objeto suele

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decorarse con imágenes relativas al mundo femenino principalmente, tales como el trabajo de la lana, escenas de tocador, encuentros entre hombres y mujeres –con distintas connotaciones— (fig.6); escenas rituales e, incluso, representaciones del mundo masculino, como escenas de palestra o de guerreros en las que se pone en valor la belleza de los jóvenes atletas. Finalmente, también se eligen temas exóticos, amazonas, negros, ménades y sátiros, en alusión, posiblemente, al exotismo del contenido y la geografía originaria de las especias necesarias para la elaboración del perfume. El alabastrón no es un vaso cerámico que se exportara con asiduidad. La mayor parte de ejemplares que han llegado a nosotros proceden de la Grecia continental, sobre todo del Ática. No obstante, en ocasiones alcanzaron lugares más distantes, como Ampurias, Selinunte u otros asentamientos del Mediterráneo, aunque de manera episódica. El alabastrón, especialmente de piedra, aparece frecuentemente como parte del ajuar funerario de las tumbas atenienses—masculinas y femeninas— de la época clásica y principios del helenismo. Muchos de ellos, de manera similar a lo que ocurre con los lécitos, adquieren una función más simbólica que práctica en los contextos funerarios y es posible que se depositaran vacíos en la tumba; el vaso vacío funcionaría así como símbolo de una ofrenda de perfume y de lujo. El recurso al símbolo es especialmente útil, en particular, si tenemos en cuenta el elevado precio del perfume y el escaso uso que le iba a dar el difunto. También se encuentran alabastrones en santuarios femeninos del Ática, muchos de ellos ya mencionados en las líneas anteriores, como la Acrópolis de Atenas, el santuario de Artemis en Braurón, el heroón de Ifigenia en Braurón o el santuario de Deméter y Coré en Eleusis. El olor del ciudadano y el cuidado del cuerpo Al igual que en el caso de la mujer, el hombre ateniense también contaba con una serie de objetos muy propios de su género y especialmente relacionados con el cuidado de su cuerpo, ese cuerpo atlético, trabajado y bello que es el leit-motif de la presente exposición. Entre ellos, se destacan principalmente dos: el aríbalo y la estrígila, a los que se une la esponja para formar lo que se denomina comúnmente el «kit» del atleta (fig.7). El aríbalo es un vaso pequeño de origen corintio con cuello estrecho y boca ancha con una o dos asas (figs 7 y 8). Es una forma cerámica considerada tradicionalmente el vaso masculino por excelencia, aunque quizá deba matizarse este aspec-

Fig. 7. Aríbalo ático de barniz negro y estrígila. Ca. 510 a.C. Metropolitan Museum, Nueva York. Rogers Fund, 1906. © The Metropolitan Museum of Art. Open Access for Scholarly Content Artwork. www.metmuseum.org.

to por cuanto el aríbalo no sería tanto el vaso de los hombres, como el vaso que se podía llevar al exterior con uno mismo. La movilidad es característica del modo de vida del hombre, del ciudadano que pasa su vida en el exterior preocupándose por los asuntos de la polis. Esto explica también la forma típica del vaso, sin pie, ni punto de apoyo en el que reposar. Y explica su presencia, y no la del alabastrón, en algunas escenas de mujeres bañándose en la fuente (en el exterior). El aríbalo estaba destinado a recibir el aceite que se utilizaba en la palestra y con el que los jóvenes ungían y limpiaban su cuerpo antes y después de ejercitarse. Se ha planteado la posibilidad de que su contenido fuera un aceite perfumado, pero parece más probable que se tratara de aceite de oliva puro, con su olor peculiar distintivo de virilidad, el mismo que usaba la diosa

Fig. 8. Aríbalo ático de figuras rojas firmado por el alfarero Nearco. Ca. 570 a.C. Metropolitan Museum, Nueva York. Colección Cesnola, adquisición por permuta, 1926. © The Metropolitan Museum of Art. Open Access for Scholarly Content Artwork. www.metmuseum.org.

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Atenea. La función que desempeñaban algunos olores en la definición de estatus en la Atenas clásica es interesante, pues una frase que Jenofonte pone en boca de Sócrates en el contexto de El Banquete (II, 4) deja ver que no todos los hombres pueden oler a aceite de oliva, solo aquellos que practican deporte, es decir, los hombres libres. El olor del aceite de oliva y su contenedor, el aríbalo, se convierten de este modo en el atributo del ciudadano. Así pues, el ámbito en el que más se representa el aríbalo es la palestra, el mundo del deporte masculino, casi siempre acompañado de los otros dos elementos que componen el llamado «kit» del atleta mencionado con anterioridad: la estrígila y la esponja (fig.9). De hecho, en todos los casos en que conocemos la procedencia de los aríbalos áticos que se conservan hoy en día, estos proceden de ciudades griegas, lugares con palestras en los que se practicaba deporte. En cuanto a la presencia arqueológica del aríbalo es interesante el hecho de que este vaso está prácticamente ausente del registro funerario. Se estima que se han conservado únicamente unos 33 ejemplares áticos de esta forma mientras que las representaciones del mismo en la iconografía alcanzan 760. Esta ausencia, que se puede relacionar con la idea anterior,

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por la cual el aríbalo sería un «vaso para el exterior» mientras que la tumba se concebiría como un entorno «doméstico», se debe también al hecho de que muchos de ellos se fabricaron en cuero y por lo tanto no se conservan. Los temas iconográficos que decoran los pocos ejemplos conservados suelen ser escenas de cortejo homosexual explícito (eg. BAPDN 275181, 205020) acompañadas de los denominados nombres «kalós», que alaban la belleza de jovencitos contemporáneos. Algunos aríbalos plásticos sugieren así mismo la relación de esta forma cerámica y los testículos del hombre (BAPDN 301082). En íntima relación con el aríbalo se encuentra la estrígila, utensilio esencial para la higiene del cuerpo en el ámbito de la palestra. La mayor parte de representaciones de la estrígila en los vasos áticos la ponen en relación con el efebo y con la palestra, al igual que ocurre con sus representaciones en las estelas funerarias. En estas, aríbalo y estrígila son a menudo los únicos atributos que acompañan al difunto, como signos inequívocos alusivos a su estatus: el de efebo, joven perteneciente a la institución de la ephebeia, un mundo que no solo se reducía a los entrenamientos atléticos sino también militares y de escritura, entre otros. Mientras que en la pintura de vasos

Fig. 9. Detalle de una copa ática de figuras rojas atribuida al pintor de Antifón. Ca. 490 a.C. Metropolitan Museum, Nueva York. Adquisición por suscripción, 1896. © The Metropolitan Museum of Art. Open Access for Scholarly Content Artwork. www.metmuseum.org.

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la estrígila puede aparecer en algunas ocasiones en manos de las mujeres con el fin de introducir una nota de provocación sexual y seducción en la escena, en particular en vasos simpóticos (copas), el lenguaje visual de las estelas funerarias, un arte público que muestra una iconografía acorde con los valores oficiales de la polis, ofrece una distinción neta entre objetos femeninos y masculinos. Así, nunca en ninguna de las estelas funerarias conservadas aparece la estrígila en manos de la mujer, del mismo modo que nunca aparece el espejo en las manos del hombre. Las estelas funerarias celebran al hombre en cuanto ciudadano y a la mujer como garante de la continuación del oikos en su papel de productora de hijos legítimos. Los contextos funerarios en los que forma parte la estrígila datan del siglo IV a.C. y sobre todo, del periodo helenístico. Como ya ocurría con el espejo, en época helenística también la estrígila aparece de manera generalizada en tumbas de ambos sexos con un significado más relacionado con la idea general de higiene y la importancia creciente del baño en la cultura griega y romana de la época, que con unos ideales cívicos que empezaban a quedarse obsoletos a pesar de que las estelas funerarias siguieran insistiendo en ellos. Los valores convencionales expresados «bajo tierra» entran así en conflicto con los valores cívicos celebrados «a la luz del día», en particular en las estelas funerarias. También se dedicaron estrígilas como ofrendas votivas en distintos santuarios en los que se celebraban competiciones atléticas, como Olimpia, Nemea, Istmia y Delfos. También se documentan en los santuarios de Asclepio en Eleusis y Dodona y en el santuario de Cábiros, en Tebas, e incluso en santuarios del Ática y el Peloponeso con un carácter más femenino, tales como la Acrópolis de Atenas, el santuario de Artemis Brauronia y el Heraion argivo. Espejos, alabastrones, cajitas, aríbalos, estrígilas... Muchos de estos objetos que hemos traído a colación en estas líneas acabaron en las tumbas griegas. Las razones que explican la presencia de todo este «instrumental de la belleza», carente de función práctica en los rituales de la muerte, en esas últimas moradas, son muy variadas. Podemos apuntar varias. Algunos de estos elementos del ajuar podrían haber sido objetos preciados por la mujer, por ejemplo, vasos que recibió como parte del ajuar de bodas o en alguna otra ocasión señalada para ella, o aludir a un estatus que la muerte prematura le privó de conseguir, como en el caso de las mujeres muertas solteras, que en ocasiones recibían «kits» nupciales en la tumba. En últi-

ma instancia, la belleza adquiere su sentido final en la tumba, donde la mujer se convertirá en la novia de Hades, según un idea muy extendida en Grecia. La cámara funeraria se convierte en tálamo nupcial, los dos grandes tránsitos en la vida de la mujer griega, matrimonio y muerte, se hacen equivaler y la mujer se prepara para la muerte del mismo modo que lo hace para su boda (cf. Eurípides, Aclestis 159-175). Este breve recorrido ha dejado asimismo entrever la diferencia que en ocasiones existe entre el mundo normativo de las representaciones y los usos cotidianos de los atenienses. Las representaciones iconográficas parecen construir un orden simbólico que en ocasiones se reduce al mundo de las propias representaciones y que no se traduce de manera estricta en las prácticas cotidianas. Por ejemplo, mientras las imágenes sí ofrecen una distinción neta entre el aríbalo, que pertenece al mundo masculino, y el alabastrón, del mundo femenino, o entre la estrígila como atributo masculino en las estelas funerarias y el espejo como exclusivo de las mujeres, el registro arqueológico muestra que no aparecen aríbalos en las tumbas del siglo V a.C. mientras que los alabastrones, estrígilas y espejos se distribuyen por igual en tumbas de ambos sexos, en particular desde finales del siglo V a.C. La realidad es mucho más fluida de lo que normalmente asume el investigador moderno y aspectos prácticos como, por ejemplo, la disponibilidad de un determinado vaso a la hora del enterramiento debieron jugar también un papel que debemos tener en cuenta a la hora de estudiar e interpretar la distribución de estos objetos en el registro arqueológico. Así pues, los objetos de los que se sirven el hombre y la mujer de la Atenas clásica para «embellecerse» están semánticamente cargados. La mujer bella es joven, recatada, núbil, discreta, es una mujer que no da que hablar, que no tiene nombre, que se encierra en el espacio interior con toda una serie de objetos que se cierran y guardan secretos, que tapan un cuerpo peligroso. Joyas, perfumes, fajas, diademas… La belleza femenina, al menos en Atenas y hasta finales del siglo V a.C., se construye a base de elementos que ocultan su cuerpo. En cambio, el ciudadano griego se desnuda, unge su cuerpo, lo esculpe en la palestra y lo ofrece desnudo a la mirada pública. El cuerpo desnudo, bello, musculoso, viril, verosímil, pero a la vez irreal, acompañado de un reducido número de objetos «parlantes», se convierte el mejor vestido del ciudadano ateniense, aquel en el que desea ser recordado, el «vestido» elegido para presentarse, eternamente en piedra, a las generaciones futuras.

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Un mundo de objetos: la arqueología de la bellleza

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