Un intelectual católico y el misterio de la violencia: René Girard, In memoriam

Share Embed


Descripción

1

Prodavinci

Un intelectual católico y el misterio de la violencia: René Girard, In memoriam; por Nelson Tepedino Material cedido a Prodavinci · Thursday, November 12th, 2015

Si lo religioso es la verdad, “sirve” más allá de todo servicio. Si el cristianismo es falso, lo que hacemos no tiene ningún interés. René Girard Ha muerto René Girard. El miércoles cuatro de noviembre de 2015, en su casa de Stanford, en paz y a sus 91 años. Poco conocido en Venezuela, Girard fue un pensador muy difícil de clasificar, poseedor de un talante leonardesco y con una pretensión de sistema y universalidad que podría parecer más bien anacrónica en nuestros tiempos de “pensamiento débil”, fragmentario y “deconstructivo”. Historiador de formación, Girard fue sobre todo un antropólogo cultural, un crítico literario y yo no dudaría en llamarlo uno de los filósofos más importantes de nuestro tiempo. Pero, en última instancia, fue quizás el más formidable y original apologista contemporáneo del cristianismo, justamente en una época que está empeñada en expulsarlo a las tinieblas exteriores de la religión laicista dominante en el Occidente. Encarnó también una figura cada vez más rara: la del intelectual católico laico que ejerce su labor no Prodavinci

-1/8-

12.11.2015

2

confinado en los límites de la institución eclesiástica, sino en el campo abierto de la academia secular y, por extensión, del ágora pública. Se clasifique dentro del género que se quiera, sus hipótesis tienen relevancia prácticamente para todas las llamadas “ciencias humanas”, así como también para la filosofía y la teología. Nació en Aviñón el día de Navidad de 1923. Estudió Historia Medieval en París entre 1943 y 1947, pero realizó su fulgurante carrera intelectual en algunas de las más prestigiosas universidades de los Estados Unidos: Duke, Johns Hopkins y Stanford, entre otras. Es uno de los “Inmortales” de la Academia Francesa y Caballero de la Legión de Honor, entre otros muchos reconocimientos y premios de diversa naturaleza. Su obra es vasta. Algunos de sus libros más relevantes: Mentira romántica y verdad novelesca (1961), La violencia y lo sagrado (1972), Cuando empiecen a suceder estas cosas (1978), El chivo expiatorio (1982), Shakespeare: los fuegos de la envidia (1990), Veo a Satán caer como el relámpago (1999) y, más recientemente, Clausewitz en los extremos (2007). A esto hay que sumarle un extenso corpus de entrevistas publicadas como libros a lo largo de las últimas décadas. Personalmente, creo que las dos obras que mejor sintetizan su pensamiento y que constituyen una buena puerta de entrada para el lector interesado son Cuando empiecen a suceder estas cosas y, sobre todo, Veo a Satán caer como el relámpago. No deja de ser paradójico —cuando no sintomático—, que la obra de Girard sea poco conocida y estudiada en Venezuela: toda su reflexión gira en torno a desentrañar el misterio de la violencia humana. Para quién esté familiarizado con el pensamiento girardiano, nuestro país debería aparecer como un verdadero laboratorio para sus teorías: puede leerse la historia de las últimas décadas como una progresiva y aparentemente indetenible escalada de la violencia. Lejos de los usuales enfoques sociológicos, estadísticos y psicologizantes que se expresan una y otra vez en las universidades, institutos de investigación, organizaciones no-gubernamentales y medios de comunicación, Girard se aproximó a la violencia no como un problema “social” entre otros, sino como el problema más radical del hombre, en el que se juega su propia existencia. Descubrió que, más allá y por debajo de las miles de “causas” ocasionales de todo tipo que sirven para explicar las infinitas manifestaciones de nuestra proteica violencia, ésta encuentra su origen más profundo en una distorsión fundamental del deseo ontológico que nos urge a constituirnos a partir de nuestra radical indigencia. Esto significa que la violencia no se «resuelve» como un «problema» más: sólo puede «solucionarse» si fuese posible enderezar la condición humana desde su raíz. Esto es, si el deseo humano pudiese ser redimido. Esa constatación es la que hizo que Girard —quien retornó al catolicismo a sus treinta y cinco años— termine sugiriendo en sus obras que, en definitiva, el problema del hombre sólo se comprende y se resuelve en clave religiosa. Porque, además, Girard ve en la religión el origen de la cultura, el primer germen a partir del cual se despliega todo su imponente edificio. En su teoría, la religión es el primer contenedor de la violencia que surge inexorablemente del distorsionado deseo humano. Y será también la religión —pero cuidado: no cualquier religión— la que hace posible la esperanza de poder superar la larvada violencia de nuestra condición. En sus estudios en el vastísimo campo de la mitología, la literatura y la historia, Girard encontró que existía un tipo particular de obras literarias que tenían un elemento en común y que aparecía ausente o escamoteado en otras. Ese misterioso elemento era Prodavinci

-2/8-

12.11.2015

3

una sencilla pero poderosa visión del hombre como un ser esencialmente deseante. Y lo que desea ante todo es apropiarse de un ser que no le viene dado y que tiene que cobrarlo de alguna manera a la realidad. Como no sabe lo que tiene que desear para lograrse, no le queda otro remedio que fijarse en los otros que lo preceden, para saber qué es lo que hay que desear para llegar a ser tan plenos como, en su indigencia, le parecen los demás. Tiene, pues, que imitar el deseo de los otros, que son sus modelos, para poder comenzar a llenar su vacío ontológico. Así, aprendemos a ser imitando a los otros. Por eso, el deseo que funda nuestra condición humana es un deseo mimético. Esta es la piedra de toque de la teoría mimética de Girard, su gran aporte a la comprensión de nuestra propia naturaleza y que ha hecho que lo llamen el “Darwin de las ciencias humanas”.

Pues bien: este deseo mimético es esencialmente inestable y peligroso. Así como es el único camino para construirnos, lleva en sí mismo los gérmenes de nuestra aniquilación. Porque la verdadera razón para que algo nos parezca deseable es, sencillamente, que alguien lo desee antes que nosotros. Ese «algo» puede ser un objeto, pero en realidad lo que está detrás de los objetos es el ser del otro. Las cosas no son así sino símbolos de la pretendida plenitud ontológica que parecen poseer nuestros «modelos» y de la que estamos desesperadamente sedientos. Basta que los objetos del deseo sean escasos, o que el modelo de nuestro anhelo se sienta de alguna manera amenazado en su ser por nuestra pretensión de emularlo, para que el deseo mimético se cargue de una intensa rivalidad que, de ir escalando, puede degenerar en violencia. Así, Girard ve que el deseo ontológico humano es intrínsecamente mimético y genera un intenso campo magnético de rivalidad, envidia y resentimiento. Es esta rivalidad inherente al deseo mimético lo que está en la raíz de la violencia —de todas las violencias—, y no una pretendida “agresividad” residual que brotara de nuestra “naturaleza animal” y que tuviésemos que controlar con la racionalidad, como equivocadamente suele suponerse. Si esta rivalidad se saliese de control, podría derivar en una situación de violencia Prodavinci

-3/8-

12.11.2015

4

incontrolada que contagiara a toda una comunidad, hasta el punto de ponerla en riesgo de aniquilarse a sí misma. En los inicios del tiempo humano, eso fue justamente lo que sucedió y de ello dan testimonio unánime todos los mitos: al principio era siempre el caos. Los mitos, según Girard, también codifican cómo se llegaron a resolver estas recurrentes crisis miméticas: a través de un mecanismo —también violento— que él ha dado en llamar el mecanismo del chivo expiatorio. Cuando la violencia mimética se ha desbordado sin control al interno de una comunidad, todo el mundo entra en un proceso de indiferenciación cada vez más radical. Los «objetos del deseo» por los que se inició la rivalidad pierden importancia y todos los sujetos se focalizan en los otros en tanto que adversarios a ser eliminados. Todos terminan siendo perfectamente iguales: rivales mutuos. Siempre hay alguien, sin embargo, que se queda fuera del conflicto. Por cualquier razón. Eso lo hace sencillamente, diferente. Puede ser un extranjero, un lisiado, o un portador de cualquier mínima singularidad que lo hace resaltar en medio de la indiferenciación violenta en la que se encuentra sumidos todos y que, a su vez, todos perciben como una suerte de «peste» que amenaza con destruirlos, sin que puedan darse cuenta, ni remotamente, que los culpables son ellos mismos. Pero al surgir este personaje discordante en el horizonte, que no está enzarzado en el festín homicida, es inevitable que la atención de todos se pose sobre él y, de alguna forma, se perciba su diferencia como la clave de su culpabilidad en la ruina de la comunidad. Así que, de pronto, todos focalizan y redirigen su violencia, concentrándola y descargándola, sobre él. La comunidad desgarrada encuentra una nueva unanimidad en el linchamiento de esta víctima inocente, poniéndose así fin al conflicto y reconstituyéndose en torno a su cadáver. La turba asesina, que es completamente ciega ante su propia culpabilidad, percibirá al chivo expiatorio como ambivalente: por un lado, tiene el poder de destruir la comunidad. Por el otro, tiene también el poder de reconstituirla y recrearla. Esta ambigüedad es fundamental: la víctima es vista como un dios que tiene el poder de dar y quitar la vida, de crear y destruir el mundo. El chivo expiatorio es así divinizado y la comunidad tratará de emular ritualmente este linchamiento fundador a través del sacrificio, para conjurar el caos y evitar así su futuro resurgimiento. Así nace la primera institución de la cultura: la religión —basada en el sacrificio humano— y las primeras prohibiciones. De ella surgirán las primeras jerarquías y de la indiferenciación caótica de la crisis mimética se irá pasando a una compleja diferenciación de la sociedad que no tiene otro fin que servir de contenedor a la violencia larvada de nuestro deseo mimético. Esto significa que toda la cultura humana está construida sobre el linchamiento fundador de una víctima inocente. El mecanismo del chivo expiatorio fue, hasta determinado momento histórico, la única posibilidad realmente efectiva para contener las crisis recurrentes de las sociedades que se hunden en la violencia sin control. El único dispositivo que parecía funcionar para garantizar la paz. Una paz violenta, pero paz al fin. De allí la recurrencia de los sacrificios humanos o animales en las religiones arcaicas. Pero para que funcione es absolutamente necesario que nadie se percate de que la víctima es inocente. Los mitos cumplen el importante papel de, por un lado, recordarle a la comunidad el peligro siempre latente en sus entrañas, la peste que la amenaza siempre con la destrucción, y cuál fue la clave de su salvación, justificando el sacrificio de las víctimas propiciatorias. Pero, por el otro, debe cuidadosamente ocultar —hoy diríamos que ideológicamente— la verdad. Es decir, el hecho de que la Prodavinci

-4/8-

12.11.2015

5

víctima era inocente y que, por lo tanto, la paz en la que vive tiene sus pies de barro sumergidos en la sangre y la mentira.

Este es el núcleo de la teoría mimética. Uno de los méritos humanos más notables de Girard es que no se atribuye esta teoría a su propia genialidad. No es una cosa que él mismo se haya excogitado o que sea fruto de una muy moderna “originalidad creativa”, atribuible a su propia subjetividad. Girard dijo siempre que, más bien, había dado con ella, porque simplemente su verdad le salió al encuentro. Primero, como ya dije, en ciertas —y solo ciertas— obras de la literatura: Shakespeare, Cervantes, Dostoievski y Proust, entre otros (muy pocos) autores. En segundo lugar, pero no por ello menos importante, encontró que la antropología bíblica coincide con esta visión del hombre. Sólo que en la Biblia judeocristiana el mimetismo del deseo y el mecanismo del chivo expiatorio no aparecen, como en la mitología universal, escamoteados y ocultos, sino, por el contrario, revelados. La Biblia es leída por Girard como el documento de un milenario y progresivo proceso de develación de la verdad que los mitos y las religiones sacrificiales arcaicas sistemáticamente ocultan: la inocencia de las víctimas sacrificiales. Si los mitos están narrados desde la perspectiva de los linchadores, la Biblia judeocristiana está escrita desde la perspectiva de las víctimas, denunciando así la mentira del mito, el larvado pecado de la cultura humana y haciendo brillar la verdad de la historia. Este proceso encuentra su culmen en los Evangelios, que muestran a un Dios que se encarna en una víctima inocente y que desbarata de tal forma el mecanismo del chivo expiatorio que éste queda completamente inservible: Cristo revela tan palmariamente la mentira del mecanismo victimario que ya no podemos recurrir a él en buena conciencia para refundar nuestras sociedades cada vez que sean sacudidas por recurrentes crisis miméticas. A partir del Calvario y la tumba vacía, ya no podemos creer ingenua e impunemente en la necesidad de sacrificar víctimas inocentes para sostener las instituciones de la Prodavinci

-5/8-

12.11.2015

6

cultura que sirven para canalizar y contener la violencia. Necesitaremos construir otras, basadas no en la mentira del mito, sino en la verdad. Y esto supone la íntima transformación del deseo mimético humano, la posibilidad de su redención, de tal forma que quede limpio de rivalidad y sustituya la lógica de la reciprocidad violenta por la lógica del agape de Cristo, que muere ofreciendo su perdón a sus asesinos. El paradójico resultado de la progresiva universalización de la verdad bíblica a lo largo de los últimos dos mil años es que, por un lado, ha ido fecundando la cultura humana, sembrando en ella la preocupación por las víctimas y por un orden cultural basado en una justicia que, a su vez, esté sustentada en la verdad. Así, lo mejor del Occidente se le debe al judeocristianismo: las instituciones del Estado de Derecho y, sobre todo, los Derechos Humanos. Pero, por otra parte, la condición de posibilidad de este orden verdaderamente no-violento es de una altura ética y espiritual tan alta, tan más allá de lo meramente humano, que se introduce también una inestabilidad muy grande, tan grande, que las fuentes cristianas insisten en esbozar el futuro de la historia humana no como una progresiva evolución hacia un punto omega de plenitud cósmica (pensar eso fue el error de Teilhard de Chardin), sino como un proceso de escalada cada vez mayor de la violencia, en la medida que, por un lado, el mecanismo victimario seguirá funcionando, pero a medias y sin efectividad alguna, y el cristianismo, si es tal, no puede expulsar la violencia con la violencia, sino solo a través de la libre decisión íntima y personal de cada sujeto humano que decida vivir desde la fe y la gracia que ésta ofrece. Histórica e intramundanamente, lo que el cristianismo predice no es la utopía, sino el apocalipsis: la catástrofe definitiva, la última crisis mimética, nuestro mundo consumido por las contradicciones de su propia lógica violenta. Esto lo ha resaltado mucho Girard en sus últimos libros e intervenciones, muy particularmente en Clausewitz en los extremos. Esta apretada síntesis de las líneas maestras del sistema girardiano nos permiten barruntar por qué estamos frente a un pensamiento incómodo para el establishment cultural del Occidente: porque desafía algunos de los elementos centrales de la vulgata moderna y posmoderna y urge a una crítica de los fundamentos filosóficos y antropológicos de nuestra cultura que pocos están dispuestos a llevar adelante, en la medida que pone en duda muchas de las sofísticas modas intelectuales en las que se ha instalado gran parte de la élite académica y cultural que se ha bautizado a sí misma como “progresista” y que se reclama como la auténtica heredera del “espíritu” de mayo del ’68. Si la teoría mimética es cierta, pone en jaque la idea, muy cara para nosotros, de la absoluta originalidad de nuestros deseos y, con ellos, de nuestro «yo»; la idea, sobre todo, de que nuestro ser nos precede, fundándose a sí mismo, y nos es totalmente propio, sin que le deba nada a nadie y que debe y puede desarrollarse autárquicamente, siguiendo, como decía Nietzsche, la sabiduría del instinto y del cuerpo. Pues no: si Girard tiene razón, nuestros deseos —y con ellos nuestro ser— han sido puestos por otros en nosotros y, en realidad, deseamos lo que los otros desean justamente porque los otros lo desean. Un golpe muy duro de tragar para nuestro narcisismo y sus «éticas de la autenticidad». También queda desmentido el «prohibido prohibir»: si el deseo humano no responde a una pretendida sabiduría del instinto, darle rienda suelta no va a garantizar el logro humano, sino la desestructuración de la personalidad y una anarquía social que inevitablemente conducirán a una intensificación de la rivalidad inherente al deseo y, con ella, a una cada vez más creciente violencia social. Girard afirma con ello el valor básico de las instituciones Prodavinci

-6/8-

12.11.2015

7

sociales que son, ante todo, contenedores de la violencia. Sobre todo, el valor de las instituciones más primarias: las prohibiciones fundamentales. Pero afirma, sobre todo, la necesidad de la ascesis, del trabajo de cada quién sobre sus propios deseos, para poder hacerlos realmente suyos y llegar a ser realmente libre, esto es, señor de sí mismo y no esclavo de las tendencias de nuestro mimetismo inconsciente. Más incómodo aún para nuestro mundo resulta la reivindicación del legado judeocristiano como fundamento de la cultura occidental. Si la tesis girardiana de que la religión surge de la violencia primordial gozó de gran aceptación entre los intelectuales de finales de los sesenta, no sucedió lo mismo cuando afirmó la radical diferencia (incluso la superioridad) del judaísmo y el cristianismo sobre las religiones arcaicas y sacrificiales, que suponía incluso su necesidad histórica para conjurar el fantasma de la violencia. Esto, obviamente, ataca de frente una cierta concepción dominante del laicismo moderno que se concibe a sí mismo, en realidad, como una “religión atea” única y monopólica y no como la debida y sana neutralidad del Estado en materia religiosa. Y, mucho más en el fondo, denuncia también con ello el larvado relativismo cultural y moral que caracteriza a la civilización de principios del siglo XXI y que, según la lógica mimética, podría estarnos conduciendo hacia un proceso que, bajo una visión ideológica y mal perfilada conceptualmente de la “tolerancia” y el “pluralismo”, podría desembocar en una cada vez más acelerada indiferenciación y desinstitucionalización, lo que implica el debilitamiento de los contenedores de la violencia social. Girard advierte que si el Occidente convierte al cristianismo en su nuevo chivo expiatorio y, en por lo tanto, se empeña en expulsarlo para afirmar su identidad radicalmente secularizada, estaría, en realidad, expulsando lo mejor de sí mismo, con consecuencias que pueden resultar incalculables. Este carácter contracultural ha hecho que la recepción del pensamiento girardiano sea, en realidad, todavía modesta, a pesar de todo el reconocimiento público y la atención que ha recibido en los últimos años. No obstante, estoy seguro que este monumental legado intelectual y espiritual comienza apenas su andadura y nos ofrecerá valiosas claves para entender el cada vez más complejo mundo en el que estamos viviendo. En Venezuela, sus intuiciones sobre el carácter rivalístico y violento del deseo mimético, así como su reivindicación antropológica de los procesos de diferenciación e institucionalización para poder contener la violencia deberían llamar la atención de nuestra comunidad intelectual. Deberíamos retirar la mirada de los innumerables chivos expiatorios que buscamos para cargar sobre ellos las culpas de lo que se perfila como el posible fracaso de nuestro proyecto nacional y dirigirla hacia nosotros mismos, hacia nuestro deseo mimético cargado de rivalidades, envidias y resentimientos. Sería un buen comienzo: tratar de entender los mecanismos victimarios que están produciendo en Venezuela desde hace décadas una escalada violenta que no parece tener fin, que se infiltra en todos los ámbitos de nuestra vida, desde la convivencia familiar hasta la más alta política. Girard, pienso yo, nos interesa. René Girard ha vivido una vida lograda, que se prolongará en un legado intelectual que nos dará mucho que pensar y que, de ser así, producirá mucho fruto. Que descanse en la paz verdadera del Cordero que se entregó a sí mismo para que nadie más fuese sacrificado a los dioses falsos y violentos de este mundo que pasa.

Prodavinci

-7/8-

12.11.2015

8

♦ Nelson Tepedino es Profesor Titular del Departamento de Filosofía de la Universidad Simón Bolívar. Desde el año 2011 ha dictado diversos seminarios sobre el pensamiento de René Girard en los programas de Maestría y Doctorado en Filosofía de la Universidad Simón Bolívar.

This entry was posted on Thursday, November 12th, 2015 at 6:00 am and is filed under Actualidad You can follow any responses to this entry through the Comments (RSS) feed. You can leave a response, or trackback from your own site.

Prodavinci

-8/8-

12.11.2015

Lihat lebih banyak...

Comentarios

Copyright © 2017 DATOSPDF Inc.