Un comentario acerca de “Manifiesto para Cyborgs: Ciencia, Tecnología y feminismo socialista a finales del siglo XX” escrito por Donna Haraway (1991).

June 29, 2017 | Autor: J. González Pérez | Categoría: Gender Studies, Cyborg Theory, Feminist Theory, Feminism, Donna Haraway, Teoría de género y feminismo
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Descripción

Feminismo y Construcción de la Identidad de Género (URJC) Un comentario acerca de “Manifiesto para Cyborgs: Ciencia, Tecnología y feminismo socialista a finales del siglo XX” escrito por Donna Haraway (1991). Asignatura: Feminismo y Construcción de la Identidad de Género Posgrado: Estudios Interdisciplinares de Género. (URJC) Profesora: Sonia Núñez Puente Fecha de entrega: 02/12/2011 Nota: 9´0 (sobresaliente) Lanzado en 1985, “Manifiesto para cyborgs: ciencia, tecnología y feminismo socialista a finales del siglo XX” reconoce como propia la historia de los movimientos emancipatorios de la comunidad negra, de las mujeres o de las personas LGTBI. Su publicación tiene lugar en el contexto estadounidense marcado por la pandemia del SIDA, el gobierno liberal conservador de Reagan y la guerra fría, pero también en plena crisis identitaria del movimiento y la teoría feminista mainstreaming. Sobre esto último, el paroxismo parece ser la consecuencia de una obsesiva búsqueda de la pureza del sujeto de la política feminista. Si las mujeres blancas de clase media o, por el contrario, las obreras negras lesbianas son quienes debían ocupar el protagonismo del feminismo, resultaba un debate naif para Haraway pues pensaba que no existía una esencia universal que diera sentido a una identidad común. No existía telos alguno, por lo que la metáfora del cyborg se le antojaba interesante como sujeto político por excelencia: “A pesar de que los bailan juntos el baile en espiral, prefiero ser un cyborg que una diosa” (Haraway, 1991: 311). Un cyborg sería algo así como un ente mitad máquina mitad ser vivo, que refleja las divisiones ficticias entre el ser humano y la tecnología o el mundo animal: “lo hijos ilegítimos del militarismo y del capitalismo patriarcal” (1991:256). Vinculado al orden capitalista y patriarcal que se pretendía combatir, paradójicamente resultaba excepcional en términos políticos al existir la posibilidad de desviarle de su cometido original: “los bastardos son a menudo infieles a sus orígenes. Sus padres, después de todo, no son esenciales”. Su impureza ontológica permite ir más allá de la pretensión de una identidad plena, “verdadera” y natural. Para ella, la condición impura, manchada, no es un obstáculo para la transformación perseguida, sino más bien una oportunidad sobre todo para articular las luchas feministas y ecologistas, entre otras. “Las identidades parecen contradictorias, parecidas y estratégicas (…) No existe nada en el hecho de ser mujer que una de manera natural a las mujeres” (1991: 264). Esta afirmación aleja a Haraway de toda concepción biologicista o determinista de la identidad y de “las mujeres”, pues no considera necesario asentarse en dichas posiciones para que la acción política sea posible. Es más, no sólo no es indispensable sino que le parece un retroceso desmedido ya que si radicalizamos las posiciones esencialistas rechazadas podemos terminar naturalizando las desigualdades de género que las feministas combaten desde la Ilustración. Luego, el rechazo a la asociación de lo femenino con la naturaleza, tan común en el feminismo cultural, también se encuentra en su propuesta sin que ello implique un nuevo antropocentrismo. No existe nada solamente natural como tampoco únicamente “tecnológico” –cultural, digamos- sino que ese compuesto es la realidad humana misma. Si la naturaleza ocupa algún lugar significativo en su política, no es otro que el asociado al ecologismo.

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Lo anterior conduce al manejo de una concepción del sujeto que no sea “pre-existente” sino el resultado único y particular de múltiples tecnologías y discursos. Las entidades cobran sentido en la interacción con otras, generando una inevitable hibridación. Entonces, las disputas entre las feministas en torno al “sujeto mujer” capaz de representar a todas las mujeres de forma universal han perdido todo el sentido. Tocaría aceptar la irremediable contingencia de la política feminista que nunca daría por sentado que existe una forma única de “ser mujer” en el mundo, sino múltiples expresiones de género siempre contaminadas por otros ejes de poder, como la clase y la raza (Trujillo, 2011). Igualmente, los sujetos no tendrían existencia previa a la lucha política pues son efecto de esta, por lo que cierra el debate sobre si estas o aquellas en la medida en que serán unas u otras, un “nosotras” con un contenido u otro, en función de los objetivos políticos marcados, en ningún caso–por ninguna fuerza teleológica-. La subjetividad de las mujeres, y de todas las personas en general, admitiría siempre un “conocimiento situado” que rompe con la terquedad de las “voces propias” como “verdades finales” ya que, también desde una posición antiesencialista obviamente, cargar con determinadas opresiones no habilita a nadie para dar cuenta de la realidad de forma definitiva y exclusiva, como si las lesbianas no pudieran hablar de las trabajadoras sexuales y viceversa. Si somos coherentes con la posición anti-esencialista, todo tratamiento del sujeto y de la identidad conllevará ciertas formas y grados de nominalismo. Este constructivismo parece, hasta cierto punto, una respuesta al callejón sin salida de quienes preparaban una revolución “femenina” como vía para la liberación de las mujeres – en realidad, de la represión de lo femenino por parte de lo masculino- pero también de quiénes negaban cualquier identidad estratégica agarrándose a una extrema contingencia constitutiva y permitiendo relativismos varios. Si desbordamos el marco del Manifiesto, comprobamos que Haraway no se encuentra sola en sus planteamientos, aunque sí en sus particularidades tan sui géneris. Sin ir más lejos, Judith Butler (2006:320) también se muestra bastante crítica ante el fundamentalismo identitario, afirmando que el cuestionamiento ya conocido no significa que tengamos que deshacernos de la identidad por completo. En “La cuestión de la transformación social”, Butler recupera las propuestas de Gloria Anzaldúa, quien plantea que la identidad no se encuentra atravesada únicamente por el género sino que, la sexualidad, clase social y etnia constituyen su subjetividad desde el momento en que esos ejes de poder mantienen relaciones recíprocas. Claro que la identidad es importante para la acción política pero asumir este axioma no supone negar su lado más coercitivo: tienen un sentido ambivalente, las necesitamos para ser posibles pero, a la vez, limitan un tanto nuestras vidas que siempre desbordaran sus fronteras (Butler, 2001). De la premisa anterior se deriva la exigencia de muchas feministas, compartida por supuesto por Donna Haraway, en torno a las coaliciones políticas que vayan más allá de las identidades per se para garantizar una mayor inclusión y un mejor tratamiento de las múltiples, heterogéneas y singulares subjetividades femeninas. Estas conexiones ocurren en la línea del deseo que tiene Haraway de que su cyborg conecte: “Los cyborgs no son reverentes, no recuerdan el cosmos, desconfían del holismo, pero necesitan conectar: parecen tener un sentido natural de la asociación en frentes para la acción política” (1991:269). Esa intención es perfecta para afrontar el impasse que supuso abandonar un “nosotras” monolítico y cuasi que pre-existente – si es que alguna vez fue algo más que una ficción- para aceptar la fragmentación de ese “nosotras mujeres”. Los procesos de “articulación” o “conexión” que darían lugar a esas identidades contingentes y estratégicas, a mi juicio, parece que se encuentran en deuda con la política gramsciana, ya que Chantal Mouffe y Ernesto Laclau (1987) situados con sus más y con sus menos en este posestructuralismo, utilizan en sus obras la “articulación” para explicar la formación de identidades políticas: “práctica que establece una relación tal entre elementos, que la identidad de estos resulta modificada como resultado de esa práctica”(147). Las diferencias, con estas prácticas, no se suprimen sino que sufren un proceso que, más que conectar, se modifican unas a otras, lo que en la práctica significa que el “nosotras” de las mujeres obreras debe ser el resultado de la articulación con las mujeres negras, pues la defensa de los intereses de estas últimas no puede realizarse de manera efectiva si se omite la posición de clase que también ocupan las mujeres.

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Haraway no omite críticas a las feministas que insisten en el esencialismo, aunque no se acuñen así. Es el caso de Catherine Mackinnon, cuya teoría sobre la experiencia femenina le parece totalizadora y que borra las diferencias entre mujeres. Mackinnon entiende que las mujeres son un colectivo homogéneo y que la sexualidad heterosexual se encuentra en la raíz de la subordinación. De acuerdo con esto, la prostitución y la pornografía son una de las formas de violencia que más le ocupan – por tanto, la heterosexualidad quedaba bajo sospecha-. Por su parte, Haraway tacha esta posición de excesivamente victimista y denuncia su incapacidad para dar cuenta de las experiencias reales de las mujeres, que se resisten a ser simplificadas de forma tan chapucera (271). A ella se suman otras como Beatriz Preciado, mucho más recientes, para criticar ese puritanismo de las feministas culturales –como Mackinnon, pero también Dworkin o Raymond, entre otras (Osborne, 1993)- que no se plantea ninguna política sexual que vaya más allá de asociar sexualidad con violencia: “uno de los desplazamientos más productivos surgirá precisamente de aquellos ámbitos que se habían pensado hasta ahora como los bajos fondos de la victimización femenina y de los que el feminismo no esperaba o no quería esperar un discurso crítico”. (Preciado, 2007) Preciado, en sus textos, se acompaña de nombres como Scarlot Harlot o Annie Sprinkle para impulsar un tratamiento del trabajo sexual – de la prostitución- y de la pornografía mucho menos victimista que el que nos ofrece Mackinnon. Junto a Preciado aunque no en su misma escuela feminista y filosófica, otras como Carole Vance, Drucilla Cornell y Gayle Rubin, entras muchas más, defienden que la prostitución no es siempre una actividad marcada por la violencia y la coacción y que resulta imprescindible descartar cualquier simplificación de la experiencias de las mujeres del sector. Lo mismo con la pornografía, ya que la censura con la que simpatiza Mackinnon-Dworkin no es valorada por ellas como una buena herramienta para el empoderamiento y la lucha contra la violencia sexista. Volviendo a Preciado, ante la pornografía ella reivindica las representaciones alternativas que pretenden contestar a la pornografía heteronormativa y androcéntrica dominante. Es obvio que en esta propuesta última existe un uso concreto de la tecnología, no para mantener la “dominación informática” sino para todo lo contrario: para el empoderamiento sexual y la subversión de las representaciones hegemónicas. Es este, precisamente, el sentido que le da Haraway a la tecnología, ya que no la considera ni buena ni mala per se sino que el juicio dependerá del uso de la misma. En este sentido, las feministas pro-sex no la utilizan para contaminar los océanos pero tampoco para insistir en las mujeres como víctimas, más bien se la apropian para un manejo más liberador y subversivo, para una tecnopolítica. A manera de resumen, digamos que el cyborg de Haraway no promete ninguna pureza, pues su carácter “manchado” tiene un sentido ontológico. Su metáfora y el alegato en torno a ella nos sugiere descartar cualquier base común política sostenida por una identidad “esencial” o una subjetividad universal femenina, a la vez que aceptar las diferentes posiciones que ocupan las mujeres como resultado del funcionamiento de múltiples ejercicios del poder y en ningún caso como efecto de una naturaleza “femenina” anterior a las estructuras citadas. El “nosotras” propio del movimiento, su identidad, no existiría como entidad previa a la acción política, por lo que mantiene un carácter contingente y discursivo que permite la modificación del contenido del mismo, del significado de la categoría “mujeres”. La naturaleza sería importante pero como lugar a proteger de la dominación capitalista, colonial y patriarcal, más que por una estrecha vinculación con la feminidad. La articulación (o las conexiones) que desea cualquier cyborg, es necesaria para dar respuesta a múltiples antagonismos presentes. Ahora bien, ciertos avances, como los tecnológicos, no tienen por qué ser negativos per se pues si se utilizan para dominar del mismo modo pueden dirigirse hacia fines opuestos. De todo esto, por último, se percibe una práctica y teoría feminista comprometida no solo con los intereses feministas sino con muchas otras luchas necesarias igualmente para revertir la injusta situación que viven las mujeres.

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Bibliografía: Butler, Judith (2005). “Deshacer el género”. Paídos: Madrid. Haraway, Donna (1991). “Ciencia, cyborgs y mujeres: la reinvención de la naturaleza”. Cátedra: Valencia. Mouffe, Chantal. & Laclau, Ernesto. (1987). “Hegemonía y estrategia socialista. Hacia una radicalización de la democracia”. Siglo XXI: Madrid. Preciado, Beatriz (2007). “Mujeres en los márgenes”. El País, 13 de enero de 2007. Osborne,Raquel. (1993). “La construcción sexual de la realidad.” Cátedra: Madrid. Trujillo, Gracia (2011). “La rebelión de las “otras” en el movimiento feminista: la crítica queer”; en Villalba, C. y Álvarez, N. (2011). “Cuerpos politicos y agencia: reflexiones feministas sobre cuerpo, trabajo y colonialidad”. Cicode: Universidad de Granada 163-176

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