Un campo de batalla sin sangre. La heroicidad vicaria de Eduardo Blanco

October 3, 2017 | Autor: Raquel Rivas Rojas | Categoría: 19th Century literature, Venezuelan culture, Venezuelan literature
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Descripción

Un campo de batalla sin sangre. La heroicidad vicaria de Eduardo Blanco Raquel Rivas Rojas Universidad Simón Bolívar, Caracas

[Publicado originalmente en British Journal of Hispanic Studies. Special Issue: “Beyond the Nation: New Direction in the Study of Nineteenth-Century Latin America”, Edited by Elisa Sampson Vera Tudela. Vol 84, No 1, (2007), pp 5965. ]

‘Se es capaz de toda gloria que se canta bien. Se tendría en sus estribos Eduardo Blanco sobre el caballo de Bolívar’. Estas y otras elogiosas frases mereció de parte de José Martí la primera entrega de Venezuela heroica (1881)1. Si es cierto que una gloria bien cantada permite la transmutación en héroe del cantor de la gesta, sin duda Eduardo Blanco es el mejor ejemplo en la historia venezolana de tal impostura. Su trayectoria intelectual podría ser leída como un paradigma de las operaciones que realizaron los letrados criollos del siglo XIX, en su afán de acumular un capital simbólico rentable en tiempos de escasez e inestabilidades varias. Casi hasta el momento de su muerte, Blanco fue ovacionado como un héroe en vida, por haber logrado la hazaña vicaria de revivir la gesta emancipadora para unas generaciones cuyos conflictos –menos gallardos– habían desembocado en la tenaz lucha sin cuartel de la Guerra Federal y en sus posteriores humillaciones y traiciones. En medio del clima de componenda, adulación y aclamación que caracterizó la vida intelectual del fin de siglo en Venezuela, el uso del saber histórico para legitimar la trayectoria y el peso específico del sector letrado no era una rareza, pero nadie como Eduardo Blanco supo extraer mejores beneficios de tal estrategia.

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Todas las citas de la novela se harán por Blanco 2000.

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Quisiera aproximarme al tema del saber histórico y la función del intelectual en el siglo XIX a partir del caso específico de Eduardo Blanco y, muy particularmente, de dos escenas. Una que abre la trayectoria del letrado y constituye la condición de posibilidad de lo que llamaré la ‘función encantatoria’ del intelectual que organiza la memoria colectiva en clave de folletín, desde una escena fundacional que lo convierte en narrador testigo. La otra escena es el cierre de esa trayectoria en medio de la aclamación pública y la consagración definitiva. Había nacido Blanco en 1839, en el seno de una de las familias de más alto abolengo en una Caracas que apenas acababa de salir de las guerras de independencia. Siguió el camino de las armas –como muchos de sus contemporáneos– y a los veinte años era nada menos que edecán de José Antonio Páez, héroe de la Independencia junto con Bolívar, pero convertido ya en el patriarca supremo de la República de Venezuela, independizada de la Gran Colombia desde 1830. Para el momento en que Blanco se encuentra cumpliendo funciones de edecán de Páez, una guerra de catastróficas dimensiones se ha desatado en Venezuela: la Guerra Larga, como se conoce también a la Guerra Federal que se desarrolló en gran parte del territorio nacional entre 1859 y 1863. La guerra civil implicó la derrota de las fuerzas conservadoras lideradas por Páez. Pero esta derrota pasó por una serie de fallidos intentos de negociación entre federales y conservadores. En uno de esos momentos de negociación entre Páez y Falcón –el líder de los federales– se cuenta que Páez, frente al Campo de Carabobo, reconstruyó ante un auditorio entusiasta las peripecias de la batalla que sellaría la independencia venezolana. Ante la vivacidad y emoción producidas por el relato, se dice que Falcón le comentó a Eduardo Blanco –quien estaba en el grupo de oficiales que acompañaba al viejo caudillo–: es ‘la Ilíada, contada por el mismo Aquiles’ (p 8). Esta anécdota ha sido repetida en numerosas oportunidades y su fuente original parece ser Santiago Key-Ayala, quien fue amigo y subalterno de Blanco y se encargó de defender la obra del Homero venezolano de sus muchos detractores.

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La segunada escena es la apoteosis de Eduardo Blanco, el 28 de julio de 1911. En el Teatro Municipal de Caracas se reuniría, en esa fecha, la crema y nata de la sociedad caraqueña para rendir homenaje al autor de Venezuela heroica. Blanco tiene en aquel momento setenta y dos años. Sólo seis meses le restan de vida. Y ahí está, recibiendo el homenaje de todo un país que –en un gesto que consagra su heroicidad vicaria– literalmente lo corona de laureles. Entre una escena y otra ha transcurrido medio siglo pero, sobre todo, ha tenido lugar una transformación en la función del intelectual conservador que ha pasado de hombre de armas a hombre de pluma. De soldado en batallas perdidas a escritor de victorias sobrehumanas. En este tránsito, las guerras de independencia han sido consolidadas como un lugar de memoria, un topos inevitable en cualquier discurso identitario que pretenda cautivar las audiencias ávidas de heroismos. Es un proceso anunciado por el mismo Eduardo Blanco, quien inicia su narración épica con estas frases: Hay lugares marcados por acontecimientos de tanta trascendencia, que no es posible, so pena de comprobar el más refinado estoicismo, o la más crasa ignorancia, pasar por ellos con indiferencia. (p 23) En el caso de Eduardo Blanco, este lugar de memoria ha sido construido desde una escena fundacional que legitima los arreglos políticos posteriores a la Guerra Federal. La escena de Aquiles contando la Ilíada produce un lugar de enunciación que obtura la función mediadora del narrador. Homero es también un héroe. Y es allí donde se instala la función de este intelectual que emerge de la derrota militar para ganar batallas virtuales en la memoria de todo un pueblo. Eduardo Blanco es el representante de una élite urbana, heredera directa, social y culturalmente, de los libertadores. Blanco pertenece a esa generación que vive el momento de la brutal Guerra Federal guiada por los héroes de guerras más afortunadas. De este momento dice Key-Ayala que se trata de una:

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Época a la vez caballeresca y brutal, de grandezas y miserias, de construcción y regresión, línea de contacto entre dos sociedades perfectamente definidas, una que se va y una que adviene. La generación que hizo la independencia entrega directamente, sin intermediarios, a la generación que llega, sus recuerdos idealizados por la distancia. La juventud junta en una sola imagen la pintura real de la guerra que presencia y en que es actora, con la pintura idealizada de la guerra de sus padres. Mezcla de realidad y fantasía, de verismo y entusiasmo lírico, ella engendrará a ‘Venezuela Heroica’! (Key–Ayala 1954: 189, énfasis mío) Tal vez se ha hecho poco énfasis en esta observación casi anecdótica de Key-Ayala. Sin embargo, aquí se condensa todo el proyecto de la élite conservadora vencida en el campo de batalla de la Guerra Federal. Un proyecto que podría resumirse en la consigna: «A falta de obra magna: narración magna». Asumir la función de contar la historia de la gesta de la independencia forma parte de la serie de operaciones de recolocación que llevaría a cabo la élite conservadora en busca de reconstruir su función social después de la derrota que implicó la Guerra Federal. La fábula de identidad que se cuenta a través de la gesta emancipadora en el siglo XIX está destinada a legitimar el consenso ‘ilustrado’ de las clases dirigentes de la postguerra federal y le garantiza al letrado una heroicidad vicaria que anula el enfrentamiento, la división y la dispersión. Se trata de un consenso ‘ilustrado’ porque se basa en el poder de la palabra escrita y en una evidente función didáctica. El proyecto estético de Blanco condensa los valores residuales de una intelectualidad conservadora que sobrevivió el cataclismo de la Guerra Federal ―la guerra civil más sangrienta de la historia patria― y, ante los hechos cumplidos del cambio social inevitable, se parapetó en una noción principista de la sociedad: Ordenar ―a través de la palabra― el caos posterior a la Independencia y a la Guerra Federal se convirtió en la misión ineludible del intelectual conservador. Su valor fundamental consistió en cultivar un discurso productor de un efecto de ‘clarividencia’ que le permitía distinguir lo ‘verdadero’ de lo ‘falso’ (Silva Beauregard 1995: 411-425). Sobre esta capacidad iluminadora y desenmascaradora, el letrado conservador construyó un lugar de enunciación que tenía como principio generador básico la borradura de sus mismos fundamentos y fuentes de información. El saber del Homero que cuenta la gesta mítica del nacimiento de la 4

república no tiene orígenes: sus fuentes son las palabras mismas de los héroes: la Ilíada contada por el mismo Aquiles. Pero ninguna fábula identitaria –ningún discurso consensual– se logra sin hacer uso de matrices discursivas en las que el gran público pueda reconocerse. De ahí que Venezuela heroica sea, ante todo, un folletín. La Nación, en este giro cultural de la heroicidad vicaria, se convierte en el territorio de la emoción y el suspenso, los movimientos vertiginosos de la lanza y la espada, el caballo al galope y la estocada certera, los sublimes heroísmos y las más acendradas villanías. Uno de los primeros en poner de relieve este aspecto de Venezuela heroica fue nada menos que José Martí, el líder independentista cubano, quien en un temprano gesto consagratorio de la narración hiperbólica de Blanco elabora una breve reseña para saludar la primera entrega del relato, que consistía sólo en las primeras cinco batallas. Esta reseña ha precedido desde entonces todas las ediciones del texto, aunque éste se amplió a once batallas posteriormente. En esta reseña Martí sostiene: Cuando se deja este libro de la mano, parece que se ha ganado una batalla. Se está a lo menos dispuesto a ganarla: –y a perdonar después a los vencidos. [...] Es un viaje al Olimpo, del que se vuelve fuerte para las lides de la tierra, templado en altos yunques, hecho a dioses. Sirve a los hombres quien así les habla. [...] Todo palpita en Venezuela heroica, todo inflama, se desborda, se rompe en chispas, humea, relampaguea. Es como una tempestad de gloria: luego de ella, queda la tierra cubierta de polvo de oro. Es un ir y venir de caballos, un tremolar de banderas, un resplandor de arneses, un lucir de colores, un golpear de batallas, un morir sonriendo, que ni vileza ni quejumbre caben, luego de leer el libro fulgurante. Y parece (...) un campo de batalla en que no hay sangre: ¿cómo ha hecho este historiador para ser fiel sin ser frío, y pintar el horror sin ser horrible? ¿Y no hay que admirar tanto las hazañas que inspiran, como el corazón que se enciende en ellas y las canta? Se es capaz de toda gloria que se canta bien. Se tendría en sus estribos Eduardo Blanco sobre el caballo de Bolívar. (Blanco 1977: 13-14, énfasis mío) La nación recobrada como campo de batalla sin sangre ―como ficción― es un escenario de acción y aventuras: en pocas palabras, un folletín. La emoción y el placer de la intriga son las respuestas básicas que el ciudadano lector debe

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experimentar ante esta escenificación del momento glorioso fundacional. Sentimientos feminizantes que obligan a un heroísmo vicario, muy alejado del desideratum androcéntrico imaginado por Martí. El ciudadano lector que disfruta las batallas folletinescas de Blanco no salta de la página al campo de batalla. Este lector fruitivo, muy por el contrario, se arrellana más en su sillón y se prepara a contemplar ―fascinado― la batalla siguiente. A este lector fascinado corresponde una ‘fascinante’ voz que narra. Si Blanco puede ―como afirma Martí― sostenerse bien sobre los estribos del caballo de los libertadores, sin duda se debe a su capacidad de silenciar las fuentes, los orígenes de su relato. Todo sucede como si la función mediadora del narrador no existiera. En Venezuela heroica los verbos están con frecuencia en presente, las acciones ocurren en el mismo instante en que se las lee. El uso de la primera persona del plural posibilita un espacio de identificación en que las fronteras –mejor dicho, las trincheras– definen claramente el territorio dividido entre ‘nosotros’ y ‘los otros’. ‘Nosotros’ somos –en esta historia– los héroes, predestinados por la providencia a la victoria final, porque nos guía un semi-dios infalible: Bolívar. Los ‘otros’ están claramente delimitados. En esta escena, por ejemplo, su líder es Boves y su presencia en la narración de Blanco tiene toda la fuerza de un cataclismo de la naturaleza: Aquella falange desordenada; aquel tropel de bestias y de hombres feroces; aquel híbrido hacinamiento de razas en el más alto grado de barbarie, esclavos sumisos a la vez que verdugos implacables; aquel ejército, en fin, fantástico y grotesco por la singularidad del equipo en que predominaba el desnudo, ponía espanto e inspiraba horror. (...) Veíanse, en la revuelta confusión de los desordenados escuadrones, hombres tostados por el sol y apenas cubiertos con un calzón de lienzo arrollado hasta el muslo; fisonomías ceñudas, pies descalzos, talones armados de acicates de hierro que destilan sangre; cabezas erizadas de greñas que se mezclan a flotantes divisas; sillas de pieles sin adobar; fustes de madera llenos de nudos y correas, o simplemente el terso lomo del animal bravío que completa a aquellos centauros de las pampas; potros indómitos que arrojan resoplidos y bufan como toros salvajes; caballos águilas, que saltan, relinchan y se encabritan al estridor de las cornetas; jinetes funámbulos, que

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hacen prodigios de equilibrio y destreza, armados de largas y agudas lanzas, empavesadas con rojas banderolas. [...] Agregad a todo esto, abigarramiento de colores, diversidad de tipos, formas robustas y bronceadas, escorzos imposibles, ruidos discordantes, tambores que redoblan, clarines que ensordecen, estrepitosa vocería, bruscos movimientos, chasquidos de espadas, pisadas de caballos, relinchos; y la más completa confusión de hirsutas crines, rojas lanzas, bayonetas sin brillo y desgarradas banderolas; y tendréis a la vista el ejército de Boves [...]. (pp 45–46) La fascinante voz que así describe el ejército del enemigo se sostiene en efectos visuales y auditivos que producen una sensación de inmediatez irresistible. Desde aquí se construye una apelación a los sentidos, a las emociones primarias e inmediatas. Una apelación característica de los géneros discursivos de matriz popular que revela la vena híbrida del proyecto de Blanco. Si bien una parte de la historiografía que estudia la labor de los letrados del XIX ha insistido en señalar el carácter disciplinador de las narraciones épicas, esta extensa cita nos permite mostrar estamos ante un proyecto que, aunque en parte se sostiene en una función didáctica conservadora, tiene sin duda un ojo puesto en el público masivo: aspira a conmover, a quedar en la memoria de las multitudes, y utiliza para ello todos los recursos de la literatura masiva del XIX. Recursos que le permiten capitalizar las necesidades de identificación de las masas y constituirse como el narrador sin mediaciones de la gesta heroica. A este lugar de enunciación, que equipara al narrador con una voz plural, con el pueblo que se cuenta a sí mismo sus hazañas, podríamos asignarle una ‘función encantatoria’. En un espacio social en vías de rápida modernización, en el que ya no es posible distinguir a los héroes de los villanos, el letrado que asume la función encantatoria elabora para la comunidad imaginada las fábulas ordenadoras que remiten al ciudadano-lector a un tiempo mítico en que las fronteras estaban claras y las trincheras eran distinguibles. Esta taxonomía ética que permite claramente distinguir a los ‘buenos’ de los ‘malos’ funda las condiciones de posibilidad de lo que podríamos denominar la «Función-Homero»: que sería la capacidad de recoger en un relato de efectos épicos los orígenes de la fábula identitaria nacional. 7

Es decir, la puesta en marcha de un proyecto cultural que implica una forma de ‘reingeniería’ ―como lo llamarían los gerentes contemporáneos― del capital cultural que el letrado había ido perdiendo a lo largo del proceso modernizador que se inicia a mediados del XIX. La ‘Función-Homero’ permite varias operaciones simultáneas: En primer término, rehabilita una forma de ingreso a la república de las letras basada en la mitificación del contacto con las fuentes primeras de la historia: el «yo lo escuché directamente de los labios de los protagonistas» se vuelve un argumento irrefutable. Lo que genera un lugar de enunciación a un tiempo testimonial y didáctico. En una segunda instancia, permite la delimitación de un «lugar de recepción» feminizado/encantado/infantilizado (Hartley 1996: 16) que se caracterizaría por la sentimentalidad y la emotividad. Las batallas que se ofrecen en esta narración parecen responder a uno de los cuadros que el mismo texto plantea, al mostrar los momentos preliminares de la Batalla de Carabobo: Mudos e inmóviles aquellos dos contrarios campamentos (...) se ofrecían a los ojos del pueblo, que extático los contemplaba esperando la decisión de sus destinos... (p 403) El pueblo que contempla «extático» la batalla ficcional, parece ser una representación de ese lector fascinado que describimos antes y que da pie para la tercera operación que este discurso produce y que consiste en la actualización de una forma arcaizante de representar la historia, que enaltece y eleva a un plano mitológico no sólo a la gesta que se representa sino ―fundamentalmente― a la misma voz capaz de producir el encantamiento. No se trata de una empresa altruista, sin embargo. La imagen del soldado que cambia la espada por la pluma –que ha sido construida como la escena legitimadora por excelencia de la generación conservadora post-independentista, emblematizada en el caso de Blanco– revela, en su reverso, la inversión del capital cultural heredado en ‘un campo de batalla sin sangre’, el campo de la construcción

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del relato legítimo de la nacionalidad. Y con él, el territorio hegemónico que en adelante ocupará el letrado que ha asumido la «Función–Homero». En otro lugar he analizado cómo los letrados del XIX venezolano ―y tal vez latinoamericano― lograron construir para sí un lugar central, elaborando fábulas identitarias en las que el poder de la letra se fundaba en la posibilidad misma de definir lo propio (Rivas 2002: 101–128). En sociedades tan heterogéneas como las latinoamericanas ―como sostiene Julio Ramos (Ramos 1989: 19-34)― sólo desde el poder es posible definir los rasgos unificadores de lo que será reconocido como ‘identitario’. En ese campo de poder se coloca el intelectual que asume la función encantatoria de revivir, en clave de folletín, las escenas fundacionales de la Patria que la modernización liberal ha dejado en el olvido. *** Estudiar más a fondo las características fundamentales de esta función encantatoria del relato histórico permitiría poner en evidencia las estrategias de intervención que permitieron a un personaje como Eduardo Blanco llegar al punto de ser literalmente ‘coronado’ como héroe cultural de Venezuela. En este caso concreto, se podría proponer la lectura de la heroicidad desbordante de la gesta de Blanco como reverso de la ‘vileza’ circundante en el momento de su gestación. A partir de este contraste, claramente marcado por una tensión histórica no del todo resuelta, es posible mostrar cómo, parafraseando a Martí, en Venezuela heroica ‘la página última está al lado de la página primera’. Una imagen que nos permite leer el lugar vicario que el letrado construye para sí en el campo de batalla simbólico donde debe librar la batalla de su supervivencia. Una disputa encarnizada en la que, si bien no hay sangre, lo que está en juego es un modo de invertir y redituar en el campo cultural: aquel que transmuta en héroe al cantor de la hazaña. *** Textos citados:

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Blanco, Eduardo, [1881] 2000. Venezuela heroica (Caracas: Eduven, Colección La Palma Viajera). Hartley, John, 1996. Popular Reality. Journalism, Modernity, Popular Culture (London: Arnold). Key-Ayala, Santiago, [1916] 1954. ‘Eduardo Blanco y la génesis de Venezuela heroica’, en Eduardo Blanco, Las noches del panteón. (Caracas: Línea Aeropostal Venezolana) pp 183-203. Martí, José, [1881] 1977. ‘Un juicio de José Martí. Venezuela Heroica’, en Eduardo Blanco, Venezuela heroica. (Caracas: Monte Ávila) pp 13-14. Ramos, Julio, 1989. Desencuentros de la modernidad en América Latina: Literatura y política en el siglo XIX (México: Fondo de Cultura Económica). Rivas Rojas, Raquel, 2002. ‘Del Criollismo al Regionalismo: Enunciación y representación en el siglo XIX venezolano’, Latin American Research Review, 37. 3: 101–128. Silva Beauregard, Paulette, 1995. ‘Dos caras, un retrato y la búsqueda de un nombre. El letrado ante la modernización en Zárate de Eduardo Blanco’, en Eplendores y miserias del siglo XIX. Cultura y sociedad en América Latina, ed. Beatriz González Stephan, Javier Lasarte, Graciela Montaldo y María Julia Daroqui (Caracas: Monte Ávila), pp 411-425.

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