Tras las Huellas de Los Pasos Perdidos
Descripción
Tras las Huellas de Los Pasos Perdidos Literatura Latinoamericana II Prof. Jorge Luis Arcos Licenciatura en Letras UNRN
Natalia A. Accossano Pérez 21 de Junio de 2014
Tras las Huellas … How canst thou hear Who knowest not the language of the dead? Shelley, Prometheus Unbound, 1820
En el centro del viaje está la Muerte. En la Odisea mueren todos los compañeros de Ulises, a los que no pudo traer de vuelta, ya que habían probado la carne prohibida del sol Hiperión. Llenas de muerte están las crónicas de los Naufragios de Alvar Núñez, muertes terribles: ahogados, despedazados o comidos, como los compañeros de Ulises. En Los Pasos Perdidos está la muerte del patriarca, con su funeral griego lleno de gritos de mujeres mortificadas, y está la muerte terrible de Fray Pedro, flechado como San Sebastián, abierto el pecho y echado al río, la muerte del hombre que sale al encuentro del destino. Pero no son esas muertes menores, sin demasiado sentido, las que importan. En el centro del viaje está la Muerte primera, primordial significante, irguiéndose como un peñón negro y afilado en medio del río (el peñón del Preludio de Wordsworth, que está ahí para marcar su destino de poeta). Es la Muerte que mira Ulises directamente a los ojos, en su descenso a los Infiernos, tras haber sacrificado animales y hecho abluciones y haber alejado al alma de su propia madre de la sangre derramada; Ulises mira a la Muerte en los ojos ciegos de Tiresias, que le revela su destino de héroe. Nada dice el viejo Homero, pero tal vez en esos ojos vio el astuto Ulises Laertiada, el de los muchos trucos, el fin de sus días, caído de los bordes del mundo queriendo navegar más lejos que ninguno. Es la Muerte a la que enfrenta el viejo Wotan (el Odín de los nórdicos) en el principio de sus días, cuando emprende su viaje de iniciación, el viaje vertical, a través del fresno sagrado que une los nueve mundos. Dice la leyenda que, llegado a la última rama, Wotan tuvo que colgar de ella hasta la Muerte y, habiéndola vencido, volver de entre las almas como un dios, terminar el descenso y beber de la fuente en que se hunden las raíces del fresno, dejando un ojo a cambio del don de la poesía. Es la Muerte a la que se enfrenta Alvar Núñez Cabeza de Vaca, en ese cuerpo muerto tendido a su lado, esa alma muerta que trae de vuelta con una calabaza mágica, soplos y Padrenuestros, para embestirse con el nombre de Físico, chamán: mago, médico, poeta y músico, que dobla las reglas de la naturaleza y viaja entre los mundos. Es la Muerte a la que mira Orfeo, también poeta y músico, en su amada perdida y enfrenta a sus dioses y conmueve a sus dioses, aunque falla en su última prueba y no puede hacerla dar el paso atrás. En el centro del viaje del protagonista de Los Pasos Perdidos también está la Muerte primera, primordial significante, ¿Qué es lo que despierta? Pero he aquí que todos echan a correr. Detrás de mí, bajo un amasijo de hojas colgadas de ramas que sirven de techo, acaban de tender el cuerpo hinchado y negro de un cazador mordido por un crótalo. Fray Pedro dice que ha muerto hace varias horas. Sin embargo, el Hechicero comienza a sacudir una calabaza llena de gravilla —único instrumento que conoce esta gente— para tratar de ahuyentar a los mandatarios de la Muerte. Hay un silencio ritual, preparador del ensalmo, que lleva la expectación de los que esperan a su colmo. Y en la gran selva que se llena de espantos nocturnos, surge la Palabra. Una palabra que es ya más que palabra. Una palabra que imita la voz de quien dice, y también la que se atribuye al espíritu que posee el cadáver. Una sale de la garganta del ensalmador; la otra, de su vientre. Una es grave y confusa como un subterráneo hervor de lava; la otra, de timbre mediano, es colérica y destemplada. Se alternan. Se responden. Una increpa cuando la otra gime; la del vientre se hace sarcasmo cuando la que surge del gaznate parece apremiar. Hay como portamentos guturales, prolongados en aullidos; sílabas que, de pronto, se repiten mucho, llegando a crear un ritmo; hay trinos de súbito cortados por cuatro notas que son el embrión de una melodía. Pero luego es el vibrar de la lengua entre los labios, el ronquido hacia adentro, el jadeo a contratiempo sobre la maraca. Es algo situado mucho más allá del lenguaje, y que, sin embargo, está muy lejos aún del canto. Algo que ignora la vocalización, pero es ya algo más que palabra. A poco de prolongarse, resulta horrible, pavorosa, esa grita sobre el cadáver rodeado de perros mudos. Ahora, el Hechicero se le encara, vocifera, golpea con los talones en el suelo, en lo más desgarrado de un furor
imprecatorio que es ya la verdad profunda de toda tragedia —intento primordial de lucha contra las potencias de aniquilamiento que se atraviesan en los cálculos del hombre—. Trato de mantenerme fuera de esto, de guardar distancias. Y, sin embargo, no puedo sustraerme a la horrenda fascinación que esta ceremonia ejerce sobre mí... Ante la terquedad de la Muerte, que se niega a soltar su presa, la Palabra, de pronto, se ablanda y descorazona. En boca del Hechicero, del órfico ensalmador, estertora y cae, convulsivamente, el Treno — pues esto y no otra cosa es un treno—, dejándome deslumbrado por la revelación de que acabo de asistir al Nacimiento de la Música. (Carpentier, 2010: 238239)
Vargas Llosa, en sus notas sobre lo real maravilloso en El reino de este mundo, sostiene que la forma de crear historias de Carpentier consiste en tomas los hechos históricos objetivos, reales, y someterlos a una deconstrucción, a una destrucción más bien, para volver a crearlos a partir de estrategias narrativas que los presentan como parte del mundo del mito y la leyenda, el mundo del tiempo detenido, el mundo fuera de este mundo. La originalidad y genialidad de Carpentier, según Vargas Llosa, es que no hace de este mundo un lugar mágicomaravilloso, sino que siempre permanece enganchado, aunque sea con las uñas, a una realidad como la nuestra: la magia actúa de fondo, con sutileza, dejando a los creyentes que la crean y a los escépticos que no, dejando la duda. Los recursos narrativos que, siguiendo a Vargas Llosa, utiliza el novelista para la creación de El reino de este mundo serían: un tiempo de narración lentísimo, casi detenido, donde los hechos presentados son como pinturas y el paso de una a otra no es un transcurrir, porque el tiempo entre ellas está cortado; un estratégico uso de las mayúsculas, para dar resonancia a nombres que no deberían tenerla y generar así una suerte de aura religiosa, que va “erigiendo una dimensión espiritual o mágica en la realidad ficticia (…) Esas estratégicas mayúsculas van sembrando la realidad ficticia de misterio, revelando que ella está hecha, también, de un nivel sagrado al que sólo se accede a través de la fe y las prácticas mágicas.” (Vargas Llosa, 2000: 3). Otro recurso es dotar de animación a lo inanimado, pero no convirtiéndolo en objetos mágicos, sino elidiendo a sujeto actante, dejándolo entre las líneas. Finalmente, el último recurso es un narrador que se sitúa muy cerca, casi identificándose, con personajes que creen (en la magia, en lo maravilloso), pero siempre manteniendo una mínima distancia, la distancia que delimita lo real. Lo real maravilloso se configura en Los Pasos Perdidos, necesariamente, de otro modo y es que pertenece a un género diferente: no es historia sino crónica, una Crónica de Indias. Creo, como Vargas Llosa, que Carpentier crea en Los Pasos Perdidos un mundo del mito y la leyenda, pero de forma diferente. El viaje y su relato son también parte de lo mítico, los hay de diversas formas: el viaje de ida, que es el viaje de iniciación; la búsqueda, que persigue un fin y por eso el viaje no es un fin en sí mismo, sino un obstáculo; y el viaje de vuelta, el viaje al hogar, la vuelta a la matriz, a la semilla. Muchos relatos de viajes son los tres al mismo tiempo y se confunden: la búsqueda de algo no del todo real conlleva una iniciación y la vuelta es un viaje hacia un hogar que ya no es el mismo, que ya no existe. Éste es el tipo de relato de Los Pasos Perdidos. Creo que la clave de lectura, o al menos una clave de lectura, se encuentra en la propia prosa carpenteriana; que como el innominado protagonista juega a estar en una expedición de conquista, en busca de la ciudad de Manoa, del Dorado, su relato tiene la forma de otra Crónica de Indias; que la Odisea que viaja a su lado, en el atado de un griego buscador de diamantes, que primero se la recita y luego se la obsequia, es la llave del mundo mítico que atraviesan. Carpentier habla de una afacia, de una falta de palabras para hablar de las maravillas y los misterios del Nuevo Mundo, habla de lo barroco y lo real maravilloso como el nuevo lenguaje para hablar de “nuestra América mestiza”; pero antes que él, los españoles medievales (con
mentalidades medievales) lanzados a la Mar Océano tuvieron el mismo problema que resolver ¿No hablaba Colón de sirenas, de cíclopes, de hombres con hocico de perro en el camino al reino del Gran Kan? En la película Cabeza de Vaca de Nicolás Echevarría, Alvar Núñez, en pleno delirio místico ocasionado por prácticas chamanísticas, recita fragmentos de novelas de caballería y romances. Esto no aparece en ninguna parte de los Naufragios, que, destinados al emperador Carlos V, son una escritura llena de agujeros, donde las ausencias de años enteros hablan más que los hechos escritos, pero es un detalle sumamente significativo. Hasta Alvar Núñez, cuya caminata de años y años a través del continente norteamericano lo llevó a una comprensión singular y profunda de sus paisajes, sus criaturas y sus culturas, tuvo que recurrir al lenguaje de su literatura madre para hablar de lo maravilloso y desconocido. Por eso, es posible que el protagonista sin nombre, para hablar de su viaje hacia adelante en el espacio, hacia atrás en el tiempo, recurriera a la literatura que lo acompaña durante toda su vida: el Prometeo de Shelley, Sísifo cargando su peña cuesta arriba, las constelacionespresagios pintadas en la pared de Mouche (la Hidra, Sagitario, la Nave Argos y la Cabellera de Berenice), los anhelos de Medea y Antígona de su esposa Ruth, la Odisea... Una posible lectura del mundo mítico de Los Pasos Perdidos, podría ser (¿por qué no?) la mitología griega. El Tiempo Detenido El tiempo estaba detenido allí [...], desposeído de todo sentido ontológico para el hombre de Occidente [...] No era el tiempo que miden nuestros relojes, ni nuestros calendarios. Era el tiempo de la Gran Sabana. El tiempo de la tierra en los días del Génesis. Carpentier, 1976
Un aspecto fundamental de la creación del Los Pasos Perdidos es el tiempo y veremos cómo la forma de la novela y el tratamiento de la temporalidad identifican al innominado con un cronistanarrador del siglo XVI, con Alvar Núñez Cabeza de Vaca. No hay dudas de que, frente a Los Pasos Perdidos, nos encontramos con diferentes formas de concebir y de narrar el tiempo. Lo explica su propio protagonista, al contar que él, músico de oficio y por tanto artífice de las medidas de tiempo, hombre de una ciudad europea y por tanto perseguido por las medidas del tiempo, olvidó dar cuerda a su reloj ni bien inició su viaje en la selva. El tiempo en la América Profunda se mide en luces o sombras, soles y lunas, hambre y frío, frutos y lluvia; de esto mismo habla Alvar Núñez, cuando, ya perdida la noción del tiempo, se orienta por épocas de tunas o de venados. Esto aparece explicado explícitamente dentro de la narración del protagonista y, por tanto, me interesa especialmente otra cosa. La novela se encuentra dividida en partes y capítulos, los capítulos se corresponden con estadios del viaje: la partida, la capital latinoamericana, el viaje hasta el último poblado, el viaje dentro de la selva, las Grandes Mesetas, la vuelta. Las partes agrupadas en los capítulos se corresponden con entradas en una suerte de diario de viaje y tienen fechas. De esta forma, si bien el tiempo de lo narrado es cambiante y subjetivo y puede transcurrir muy rápidamente en una vertiginosa sucesión de hechos (especialmente en las primeras y últimas partes, cuando se encuentra en Europa) o estar completamente detenido en la descripción de un paisaje ajeno al paso de los siglos, el tiempo de los calendarios avanza inalterable. Esta temporalidad de la novela, con el tiempo subjetivo de las vivencias contenido, recortado y organizado dentro el transcurrir del tiempo medido por los calendarios, es propia de las crónicas de viaje; también Alvar Núñez, ya en España,
hizo el esfuerzo de contener, recortar y organizar en el tiempo medido por los meses y los años, las vivencias acontecidas dentro del tiempo natural y subjetivo del desierto. Diez años en apenas más de cien páginas hablan de una suerte de fracaso. Pero hay algo todavía más interesante que identifica a los dos cronistas, a los dos viajeros: ambos escribieron sus relatos una vez hubieron regresado, mirando hacia atrás sobre todo lo acontecido, atando cabos, explicando, añorando. Esto se encuentra especialmente claro en un fragmento al inicio de la historia: Y me había librado ya de quienes regresaban de los estadios mimando deportes en la discusión, cuando unas gotas frías rozaron el dorso de mis manos. Al cabo de un tiempo cuya medida escapa, ahora, a mis nociones —por una aparente brevedad de transcurso en un proceso de dilatación y recurrencia que entonces me hubiera sido insospechable—, recuerdo esas gotas cayendo sobre mi piel en deleitosos alfilerazos, como si hubiesen sido la advertencia primera —ininteligible para mí, entonces— del encuentro. Encuentro trivial, en cierto modo, como son, aparentemente todos los encuentros cuyo verdadero significado sólo se revelará más tarde, en el tejido de sus implicaciones... Debemos buscar el comienzo de todo, de seguro, en la nube que reventó en lluvia aquella tarde, con tan inesperada violencia que sus truenos parecían truenos de otra latitud. (Carpentier, 2010: 22)
Al narrar la historia retrospectivamente, el narrador no puede evitar darle un sentido intrínseco, buscar las causas de las consecuencias, explicar los hechos que ahora, ya más sabio por la experiencia vivida, cree entender. En el fragmento citado, el narrador protagonista encuentra el comienzo de todo en esa nube que reventó en lluvia sobre él, funcionando como una suerte de presagio que él no puede entender en ese momento. Al final de la historia, cuando las entradas del diario alcanzan el presente, el narrador cuenta: Contemplo la Danza de los Abetos, buscando en el movimiento de sus agujas algún signo propiciatorio. Y a tanto llega mi imposibilidad de pensar en nada que no sea mi regreso a lo que allá me espera, que veo, cada mañana, presagios en las primeras cosas que me salen al paso: la araña es de mal agüero, como la piel de serpiente expuesta en una vitrina; pero el perro que se me acerca y deja acariciar es excelente. Leo los horóscopos de la prensa. Busco augurios en todo. (Carpentier, 2010: 331)
Éste es el nivel de síntesis temporal presente en la novela, el tiempo que es más que una sucesión de pasadopresentefuturo porque es el tiempo cíclico: las culturas precolombinas concebían el tiempo como un círculo, todo lo que iba a suceder había sucedido ya de alguna forma y se sintetizaba en el presente en la forma del presagio, como explica Octavio Paz, “el futuro está en el pasado y ambos en el presente” (Paz, 1974: 79). Dejé para finalizar este apartado sobre el tiempo el viaje a la semilla, es decir, la reversión histórica que el protagonista contempla a medida que recorre su camino: es un viaje hacia adelante en el espacio y hacia atrás en las edades del hombre, y uso el verbo “contemplar” porque, justamente, este retroceso de la época histórica nada tiene que ver con el tiempo sino con el espacio. El protagonista, puesto a sí mismo en el rol del conquistador, emprende un viaje en el que contempla como a medida que avanza hacia la selva, la naturaleza le gana espacios al hombre, que retrocede en esta lucha hasta los estadíos más primitivos de su historia. A partir de la capital sumida en una guerra de guerrillas, llevada a cabo en sus mismas calles, que recuerda al protagonista la Guerra de las Barricadas del siglo XIX, el narrador emprende el camino a través de poblados cada vez más primitivos a los que, en su rol de conquistador y haciendo uso de las sugestivas mayúsculas de las que hablaba Vargas Llosa, va dando nombre: el Valle de las Llamas, las Tierras del Caballo, las Tierras del Perro, la Ciudad del Ladrido y las Tierras del Ave. Los cuatro tiempos confluyen en la novela: el ciclo y los presagios del mundo mítico, el tiempo subjetivo de las vivencias y el tiempo espacial (paisajístico, casi) del retroceso histórico, los tres subsumidos, recortados y organizados dentro del avance inexorable de los días y los meses, con todas sus injusticias al
verdadero relato, pero que, finalmente, es tiempo propio de la crónica de viajes. La Diosa Triple A l l saints revile her, and all sober men Ruled by the G o d A p o l l o ' s golden mean— In scorn of which I sailed to find her In distant regions likeliest to hold her W h o m I desired above all things to k n o w , Sister of the mirage and echo. Robert Graves, The White Goddess, 1948
Buscando las huellas en la mitología griega, como la literatura madre en la que el protagonista busca el lenguaje para su obra, nos encontramos con que su destino se encuentra marcado por tres mujeres. Ni el número ni el género carecen de un sentido profundo en los mitos helenos: tres mujeres son las Moiras que tejen el destino de los hombres, tres las Grayas que custodian las puertas del Infierno, tres las Cárites (BellezaNaturalezaCreatividad) y tres las Furias, que castigan a los hombres. Tres mujeres y una son la Hécate, la diosa triple, MadreBrujaDoncella. A lo largo de su viaje, el protagonista se encuentra también con tres mujeres, cuyo simbolismo y significación en el relato me gustaría desarrollar. En el principio está Ruth, la esposa, pero sobre ella me dentendré más adelante, en segundo lugar, está Mouche, la amante. Ella está ahí en representación de la juventud, el júbilo, el desenfado, la ignorancia lúdica y fácil y la sexualidad; todo en torno a ella se relaciona con lo sexual, con la carnalidad sin compromiso y sin amor. Su profesión es la astrología y no es casual, porque en la antigüedad helénica era una profesión relacionada con la ciencia, con el destino y la profecía, pero en la actualidad (y la historia transcurre en la actualidad) Mouche es sólo una vendedora de ilusiones, una traficante de patrañas. Sin embargo, Mouche “era de las que pasaban de fingir a creer en lo fingido” (Carpentier, 2010: 102) y, en su ignorancia y juventud, ella es la primera en creer en sí misma y en su oficio de augur: después de todo, ella es la que ve en primer lugar el presagio del viaje escrito en las constelaciones pintadas en la pared (Sagitario, el Navío Argos, la Cabellera de Berenice) y es por ella por quien el innominado lo emprende. Ella es también la primera abandonada, dejada atrás antes de entrar en la selva, y su venganza es la que inicia la caída en desgracia del protagonista; así como también, el encuentro sexual final entre ambos, sella el fin de una etapa: ya no puede caer más abajo y emprende de nuevo el camino. El siguiente es el último párrafo antes de que el carente de nombre vuelva a la selva: Al cabo de algunos minutos supe del agobio y la decepción de quienes vuelven a una carne ya sin sorpresas, luego de una separación que pudo ser definitiva, cuando nada une ya al ser que esa carne envuelve. Me hallé triste, enojado conmigo mismo, más solo que antes, al lado de un cuerpo que volvía a mirar con desprecio. Cualquier prostituta hallada en el bar, poseída después de pago, hubiera sido preferible a esto. Por la puerta abierta veía las pinturas del salón de consultas. «Este viaje estaba escrito en la pared», había dicho Mouche, la víspera de nuestra partida, dando un sentido agorero a la presencia del Sagitario, el Navío Argos y la Cabellera de Berenice, en el conjunto de la decoración, personificándose ella misma en la tercera figura. Ahora, el sentido agorero de todo aquello —en caso de que lo tuviera— cobraba una sorprendente claridad en mi espíritu: (…) Me vestí rápidamente, sin responder a las preguntas de Mouche, y huí de la casa sabiendo que jamás regresaría a ella. (Carpentier, 2010: 334335)
La tercera mujer es Rosario, la mujer americana, hija de muchas razas, y ella es, sin dudas, la madre: porque con ella habla en español (la lengua materna) y vive en América (la tierra materna), porque en su abrazo busca calor y se esconde del miedo y porque es ella a la elige como madre de su hijo. Su profesión es
Mujer, y nada más que eso. Durante el funeral del padre de ella, la busca en la cocina, donde se encontraba preparando café y la describe de este modo: Mientras Rosario hablaba, me iba acercando a ella, atraído por una suerte de calor que se desprendía de su cuerpo y alcanzaba mi piel a través de la ropa. Estaba adosada a una enorme tinaja puesta en el suelo, con los codos apoyados en los bordes, de tal modo que la comba del barro arqueaba su cintura hacia mí. El fuego de los fogones le daba de frente, moviendo remotas luces en sus ojos sombríos. Avergonzándome de mí mismo, sentí que la deseaba con un ansia olvidada desde la adolescencia. No sé si en mí se tejía el abominable juego, asunto de tantas fábulas, que nos hace apetecer la carne viva en la vecindad de la carne que no tornará a vivir, pero tan afanosa debió ser la mirada que la desnudó de sus lutos, que Rosario puso la tinaja por el medio, dándole vuelta con sesgado paso, como quien se estrecha al brocal de un pozo, y apoyó sus codos en el borde, nuevamente, pero de frente a mí, mirándome desde la otra orilla de un hoyo negro, lleno de agua, que daba un eco de nave de catedral a nuestras voces. (Carpentier, 2010: 172173)
Así, sentada con una tinaja de barro a modo de vientre, con los codos apoyados sobre los bordes y el fuego los fogones iluminándola de frente,“moviendo remotas luces en sus ojos sombríos”, Rosario no es sino la Gran Madre. La madre de todos (también del dios macho), la tierra inmensamente fecunda y generosa; ésa es Rosario, y sin embargo, él también la abandona. La deja atrás en la ciudad oculta en la selva donde pudiera haber sido feliz, con la promesa de volver y la obra de su vida en sus manos. Pero ella no es Penélope, como dice Yannes, el minero griego; ella no es Penélope, no hay entre ellos el secreto de un tálamo nupcial que los una, ni la sangre en común de un hijo que salga a buscarlo. Ella no es Penélope. Finalmente tenemos a Ruth, cuya ausencia comienza la historia y su venganza la termina. Ella es la Furia, identificada con la Hidra (serpiente de muchas cabezas) de las constelaciones pintadas, es la que encarna la justicia y el destino trágico del protagonista. Su ausencia lo empuja a las calles donde encuentra al curador del museo, que es quien lo embarca en su viaje; y es una corazonada suya, su anhelo, la que pone en marcha los aviones que llegan a la ciudad oculta con las promesas que lo llevan de regreso a Europa. Su profesión es actriz de teatro, profesión que en la Atenas de Pericles era la de representar el poder del destino sobre los hombres, los castigos de la transgresión. La abandona a costa de perder tiempo, muchísimo tiempo, en el que queda varado en la ciudad que lo aprisiona, que lo tortura, y le quita su posibilidad de volver al lugar que tanto desea, a la mujer que tanto ama. Entonces una gran trágica se alzó ante mí. No podría recordar lo que me dijo durante la media hora en que la habitación fue su escenario. Lo que más me impresionó fueron los gestos: los gestos de sus brazos delgados, que iban del cuerpo inmóvil al semblante de yeso, apoyando las palabras con patética justeza. Sospecho ahora que todas las inhibiciones dramáticas de Ruth, su atadura de años a un mismo papel, sus deseos, siempre aplazados, de lacerarse en escena, viviendo el dolor y la furia de Medea, hallaron de pronto, un alivio en aquel monólogo que ascendía al paroxismo... Pero de pronto, sus brazos cayeron, bajó la voz al registro grave, y mi esposa fue la Ley. Su idioma se hizo idioma de tribunales, de abogados, de fiscales. Helada y dura, inmovilizada en una actitud acusadora, atiesada por la negrura del vestido que había dejado de modelarla, me advirtió que tenía los medios de tenerme atado por largo tiempo, que llevaría el divorcio por los caminos más enredados y sinuosos, que me confundiría con los lazos legales más pérfidos, con las tramitaciones más embrolladas, para impedir el regreso a donde vivía la que designaba ahora con el término ridiculizante de Tu Átala. Parecía una estatua majestuosa, apenas femenina, plantada sobre la alfombra verde como un Poder inexorable, como una encarnación de la Justicia. (Carpentier, 2010: 319320)
Entremundos Se encuentra, pues, este personaje en una curiosa “tierra de nadie” entre el mundo de los seres de carne y hueso y el de las puras creaciones míticas, situación esta que, si bien para nosotros puede resultar sorprendente no lo era tanto para los griegos antiguos, para quienes los límites entre el mito y la realidad no estaban trazados con la misma nitidez con que hoy lo están. Alberto Bernabé, Orfeo y la Tradición Órfiaca, 2008
En Los Pasos Perdidos nos encontramos con un personaje que se pone a sí mismo (en algo que define
como un “juego pueril sacado de las maravillosas historias narradas junto al fuego por Montsalvatje” (Carpentier, 2010: 205)) en el rol de conquistador, de viajero en busca del Dorado, y que escribe un diario de viajes en el que recorre un río que lo remonta cada vez más atrás en los estadíos de la historia del hombre, instalados en tierras a las que va dando nuevos nombres, hasta llegar a las Grandes Mesetas, las Tierras del Génesis. En este viaje, como ocurre muchas veces en las Crónicas de Indias, la naturaleza fabulosa y las criaturas fabulosas que la pueblan no pueden ser descritas con el lenguaje habitual de sus “descubridores”, que deben recurrir al lenguaje de la literatura y el mito, en un intento de alcanzar a poseer en la palabra eso que se les escapa, el misterio, lo que se esconde. La naturaleza descrita de forma barroca en Los Pasos Perdidos, esa Naturaleza que aplasta al hombre, lo reduce a su condición más primaria, más frágil, efímera y diminuta, se vuelve cada vez más la presencia omnipotente de la Gran Madre. Tal como comenta Vargas Llosa, sin perder el asidero en una realidad como la nuestra, el mundo creado en Los Pasos Perdidos adquiere la profundidad maravillosa del mito, del mundo donde los poderes de la Naturaleza no retrocedieron ante el hombre. La Naturaleza, la Gran Madre, pone al innominado frente a dos pruebas antes de poder llegar a las Tierras del Génesis: la primera fueron los horrores de la noche en la selva profunda, la segunda, la tormenta en el río. Una vez superadas, el protagonista llega a ese otro mundo, el poblado edénico fundado fuera del tiempo de allá, oculto de la codicia del hombre. En Santa Mónica de los Venados (el nombre de la ciudad) él es feliz, compartiendo una vida sencilla con Rosario, y sin embargo, algo que se despierta en su interior lo inquieta: Rosario abre la puerta y la luz del día me sorprende en deleitosa reflexión. Aún no vuelvo de mi asombro: el Treno estaba dentro de mí, pero fue resembrada su semilla y empezó a crecer en la noche del Paleolítico, allá, más abajo, en las orillas del río poblado de monstruos, cuando escuché cómo aullaba el hechicero sobre un cadáver ennegrecido por la ponzoña de un crótalo, a dos pasos de una zahurda donde estaban los cautivos postrados sobre sus excrementos y orines. Esa noche me fue dada una gran lección por los hombres a quienes no quise considerar como hombres; por aquellos mismos que me hicieran ufanarme de mi superioridad, y que, a su vez, se creían superiores a los dos ancianos babeantes que roían huesos dejados por los perros. Ante la visión de un auténtico treno, renació en mí la idea del Treno, con su enunciado de la palabracélula, su exorcismo verbal que se transformaba en música al necesitar más de una entonación vocal, más de una nota, para alcanzar su forma —forma que era, en ese caso, la reclamada por su función mágica, y que, por la alternación de dos voces, de dos maneras de gruñir, era, en sí, un embrión de Sonata —. Yo, el músico que contemplaba la escena, estaba añadiendo el resto: oscuramente intuía lo que había ya de futuro en ello y lo que aún le faltaba. Cobraba conciencia de la música transcurrida y de la no transcurrida... (Carpentier, 2010: 278)
En el centro del viaje está la Muerte. Y en esa Muerte, enfrentada por un chamán muy parecido a Cabeza de Vaca, el sinnombre despierta a la magia de la música primera, la música que habla con la lengua de los muertos. Para los antiguos griegos música y palabra estaban siempre juntas en la poesía. El poeta era el que poseía la magia de conmover a los hombres, de generarles pensamientos y emociones profundas, a través de la lógica del lenguaje articulado y los aspectos irracionales, maravillosos, incomprensibles de la música. “El dominio de ambos recursos combinados, el lenguaje y la música, supone un extraordinario poder y Orfeo es la personificación de ese poder.” (Bernabé, 2008: 29) Orfeo podría ser el nombre mítico del protagonista de Los Pasos Perdidos, como Cabeza de Vaca el nombre de cronistaconquistador, ya que, como con el segundo, lo unen al primero una curiosa cantidad de similitudes. Orfeo fue un músico extranjero que traía su poesía de una Tracia lejana, era un poeta errante, un
viajero; su poder mayor, sin embargo, venía de la facultad de conmover a aves, fieras, aguas, árboles y hasta las mismas piedras, porque Orfeo conocía el lenguaje secreto de la Naturaleza. Llego a preguntarme a veces si las formas superiores de la emoción estética no consistirán, simplemente, en un supremo entendimiento de lo creado. Un día, los hombres descubrirán un alfabeto en los ojos de las calcedonias, en los pardos terciopelos de la falena, y entonces se sabrá con asombro que cada caracol manchado era, desde siempre, un poema. (Carpentier, 2010: 272)
Esto hacía que su poder fuera realmente grande y como todo gran poder, en la mitología griega, conllevaba una transgresión. Orfeo es el mediador entre la Naturaleza y el hombre, una suerte de paradigma del poder del arte sobre la Naturaleza, su transgresión fue querer abusar de este poder llevándolo al límite fundamental del hombre, que es la Muerte. El poeta errante entró en el mundo de los muertos, como Wotan, como Ulises, pero no buscando conocimiento sino el amor perdido. Una vez frente a la Muerte primordial y primera, Orfeo usa su música y su poesía para conmoverla, para hacerla dar un paso atrás, pero ésta le pone una última prueba. Nadie sabe por qué Orfeo mirá atrás, qué fue lo que lo hizo darse vuelta. Hay quiénes piensan que los dioses de la Muerte lo engañaron (Platón lo piensa) porque era un hombre débil que no había tenido el valor de morir por amor. Hay otros que pensamos que el amor verdadero de Orfeo era su arte, su poesía, encarnada en Eurídice, y que el destino de todo poeta es buscarla sin poder darle alcance nunca. El protagonista sin nombre de Los Pasos Perdidos también falla en su última prueba, sin saberlo al principio (pero son tres, siempre son tres las pruebas): cae en la trampa que una mujer, la bruja (¿Perséfone infernal?), le envía hasta su ciudad utópica. En las Tierras del Génesis no hay papel y él no puede componer de memoria como los grandes poetas de la antigüedad; el Treno se retuerce en su interior de artista, la necesidad de volver para contar es demasiado fuerte. Me dice que recoja mis cosas para marcharme con ellos sin demora, pues la lluvia amenaza otra vez, y sólo se aguarda a que la bruma suelte el tope de una meseta para arrancar el motor. Hago un gesto de denegación. Pero en ese mismo instante suena dentro de mí, con sonoridad poderosa y festiva, el primer acorde de la orquesta del Treno. Recomienza el drama de la falta de papel para escribir. Y luego viene la idea del libro, la necesidad de algunos libros. Pronto se me hará imperioso el deseo de trabajar sobre el Prometheus Unbound —Ah, me! Alas, pain, pain, ever, for ever! De espaldas a mí habla nuevamente el piloto. Y lo que dice, que siempre es lo mismo, despierta en mí el recuerdo de otros versos del poema: I heard a sound of voices; not the voice which I gave forth. (Carpentier, 2010: 301)
Finalmente, el único tesoro que, como Cabeza de Vaca, traerá consigo de su viaje será su relato, sin siquiera una lección aprendida. Impelido por la vibración poderosa de su música, sube al avión y abandona Santa Mónica de los Venados, la ciudad edénica, y abandona a Rosario, su mujer amada, dejándole en las manos el mismísimo Treno, para siempre. Falló la última prueba, miró atrás, y ya no pudo volver nunca al cálido vientre de la Gran Madre. Porque la Naturaleza sella el camino tras sus espaldas, porque el agua borra sus pasos, porque Rosario no es Penélope (no comparten el secreto de ningún tálamo nupcial) y no lo espera... Ya allá las mujeres tracias se disputarán sus pedazos, quizás quede sólo su cabeza remontando el río, intentando la vuelta. Ya solo quedará como Orfeo (como Alvar Núñez) atrapado entre mundos, desgraciado, incompleto, insatisfecho, quizás encuentre cómo llenar el vacío en el camino nunca acabado de la poesía. “Me doy cuenta ahora que después de haber salido vencedor de la prueba de los terrores nocturnos, de la prueba de la tempestad, fui sometido a la prueba decisiva: la tentación de regresar.” (Carpentier, 2010: 346)
Natalia A. Accossano Pérez
Bibliografía Bernabé, A. “Orfeo, una 'biografía' compleja” en Orfeo y las tradición Órfica (Bernabé, A. y Casadesús, F. coord.), Madrid: Akal, 2008. Carpentier, A. Obras Completas, Vol.8, “Crónicas 1: arte, literatura y política”, México: Siglo XXI, 1985. “Lo barroco y lo real maravilloso” en: Los pasos recobrados. Ensayos de teoría y crítica literaria, Caracas: Biblioteca Ayacucho, 2003. [1953] Los Pasos Perdidos, Barcelona: Losada, 2010. Palermo González, E. “Los pasos perdidos o el camino de la identidad” en Islas, 45(137): 5365; julio septiembre, 2003. Vargas Llosa, M. [2000] “¿Lo real maravilloso o artimañas literarias?” en: Letras Libres, recuperado el 15/07/2012 de http://www.letraslibres.com/revista/convivio/lorealmaravillosooartimanas literarias
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