Transformaciones del vínculo social. Una reflexión sobre los procesos de la modernidad

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Descripción

1 publicado en G. Franco Rubio y M.A. Pérez Samper (eds.), Herederas de Clío. Mujeres que han impulsado la Historia, Madrid, Mergablum, 2014, pp. 277-296.

Transformaciones del vínculo social. Una reflexión sobre los procesos de la modernidad.1 José María Imízcoz Beunza (Universidad del País Vasco)

Retomo una idea esbozada en un viejo texto de 1996, sobre “Comunidad, red social y élites”, para reflexionar sobre las transformaciones del vínculo social que se produjeron en el mundo occidental con los procesos de cambio de la “modernidad”, un termino ambiguo y difuso que, sin embargo, puede servirnos para designar de forma genérica los procesos que llevaron de las sociedades tradicionales del antiguo régimen a “la sociedad de los individuos” contemporánea. Sociólogos del siglo XIX, observando los cambios sociales que se estaban produciendo entonces en Europa, conceptualizaron este proceso de cambio como el paso de la “comunidad” a la “sociedad”2. Esto es, la formación de una sociedad de individuos a partir de una sociedad orgánica, definida en términos de “comunidad” y articulada básicamente por lazos de sangre, de linaje y de señorío, por vínculos comunitarios y corporativos, en que el individuo no era autónomo, sino que se hallaba inserto desde el nacimiento en unas formas de organización colectivas y jerárquicas que condicionaban fuertemente su condición social3. Estos vínculos comportaban reglas de funcionamiento y obligaciones más o menos imperativas, suponían subordinación a una autoridad, dependencia personal, y reclamaban, en principio, una acción solidaria en el campo social4. Desde el punto de vista que queremos plantear, se trata del proceso de cambio de una sociedad en que los vínculos tradicionales que la ordenaban –religiosos, domésticos, patriarcales, corporativos, comunitarios, señoriales- se desagregan y emerge de forma decisiva el individuo autónomo como valor y fundamento del nuevo orden social y político, y, con él, con sus acciones e interacciones, nuevas formas de organización sociales, políticas, económicas.

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Proyecto de investigación I+D+i del Gobierno de España, HAR2010-21325-C05-02, sobre “Las élites de la modernidad: Familias, redes y cambio social, de las comunidades tradicionales a la revolución liberal, 1600-1850”, en el marco del Proyecto coordinado HAR2010-21325-C05 del MICINN, 20112013. 2 Ferdinand Tönnies, Communauté et société. Catégories fondamentales de la sociologie pure. Paris, PUF, 1944. 3 José María Imízcoz Beunza, “Comunidad, red social y élites. Un análisis de la vertebración social en el Antiguo Régimen”, en J.M. Imízcoz Beunza (dir.), Elites, poder y red social. Las élites del País Vasco y Navarra en la Edad Moderna. Bilbao. Universidad del País Vasco, 1996, pp.13-50; “El entramado social y político”, en A. Floristán (coord.), Historia de España en la Edad Moderna. Barcelona. Ariel, 2004, pp. 53-77. 4 François-Xavier Guerra, Le Mexique, de 1'Ancien Régime à la Révolution. París. L'HarmattanPublications de la Sorbonne, 1985.

2 Los vínculos del antiguo régimen desaparecieron, o se transformaron profundamente, al cabo de un intenso proceso de cambio, marcado por una serie de revoluciones, religiosa, política, industrial, societaria y cultural. Con esta evolución –o revolución- el orden social deja de ser algo dado por la tradición y legitimado por ella para devenir algo “problemático”, un orden que debe ser pensado y debatido. Esto conllevó el desarrollo de nuevas teorías sociales para intentar re/construir el orden social. Cuándo se deshacen o devalúan los vínculos que mantenían tradicionalmente el orden comunitario, ¿cómo hacer que los hombres vivan juntos en paz y armonía? A ello se dieron tres grandes respuestas. En primer lugar, el individualismo liberal. Las diferentes corrientes del liberalismo tienen en común, en su base, la idea del individuo como valor y medida. Hay una correlación entre el liberalismo político (los individuos como base de la legitimidad política, la voluntad general de Rousseau) y el liberalismo económico (la sociedad como un conjunto de individuos que persiguen libremente su interés personal legítimo) En el pensamiento político liberal el orden y el bien público se garantizan mediante la acción del Estado y la unidad vertebradora es la de la nación política, entendida como conjunto de individuos –llamados “ciudadanos”que son iguales ante unas mismas leyes. Con las revoluciones liberales, el Estado legislador y la Nación como comunidad política abrogan el conjunto de poderes señoriales y de comunidades políticas corporativas que organizaban a las sociedades en el antiguo régimen. En este proceso se desarrollaron, por otro lado, teorías marcadas por el sentimiento de pérdida de los vínculos y valores comunitarios, que había que recomponer. Esta idea dio lugar a diferentes corrientes. Por un lado, estuvo en la base de un pensamiento tradicionalista con múltiples variantes. Por ejemplo, los nacionalismos étnicos en toda Europa. Por otro, indujo a la búsqueda de nuevas formas de cohesión social. Por ejemplo, las ideas de Durkheim sobre la refundación del vínculo social a través de los ritos sagrados colectivos, ya fuesen los ritos propiamente religiosos (amenazados por el retroceso de la religión), o los nuevos ritos de la “religión secular” en torno a la idea de Nación y todo su imaginario colectivo como elemento cohesionador. La tercera vía capital fue el pensamiento socialista y la idea de Marx de transformar, mediante la acción revolucionaria, el orden de dominación burgués para establecer una sociedad sin clases en que la armonía fuera, al fin, posible. En otros trabajos hemos propuesto una tipología de los principales vínculos que articulaban el entramado social y político del antiguo régimen. Ahora nos gustaría esbozar una primera reflexión informal sobre la desagregación y recomposición de dichos vínculos. Y hacerlo no desde el presentismo de los valores contemporáneos, sino desde las realidades y valores que se perdieron en este proceso. La tarea no es fácil. Para entender las sociedades del pasado deberíamos cambiar una a una todas nuestras categorías mentales5. Esto supone deconstruir las categorías que, desde el siglo XIX, han ido dando forma al objeto y han modelado sustancialmente nuestra forma de entenderlo. Entre los factores de cambio hay algunos que me parecen especialmente importantes para explicar la desagregación de los vínculos tradicionales heredados de la Edad Media y para producir la emergencia, a la postre, de los valores individuales y de una “sociedad de los individuos” con nuevas formas de articulación social, política y económica. Unos han sido observados tradicionalmente por la historiografía, otros 5

Louis Dumont, Homo hierarchicus. Le système des castes et ses implications. Paris, Gallimard,1979; Ensayos sobre el individualismo. Madrid. Alianza, 1987.

3 corresponden a percepciones más recientes. Para simplificar, los he dividido en factores políticos, económicos y socio-culturales. 1. Transformaciones del vínculo político. En la sociedad del antiguo régimen, los individuos se hallaban sujetos bajo una autoridad legítima, dada principalmente por tres vínculos de jerarquía estrechamente unidos, Dios, el pater familias, el señor. En una sociedad esencialmente religiosa, el orden del mundo era un orden creado por Dios quien, en su infinita bondad, había impreso sus leyes de forma indeleble en la naturaleza, había revelado sus designios a los hombres a través de las Sagradas Escrituras, había establecido a su Iglesia para interpretarlos y enseñarlos, y era la fuente de toda autoridad humana (“Omnia potestas a Deo”, San Pablo), con el deber de proteger a su pueblo (“Omnia potestas a Deo per populum”, Tomás de Aquino), manteniéndolo en paz y en armonía mediante el “buen gobierno”. Esto es, el poder político era de matriz religiosa6, estaba al servicio de un orden que venía dado, ante todo, por las leyes de Dios (derecho natural y derecho divino revelado) y que era “leído”, interpretado y enseñado por su Iglesia7, maestra y tribunal de la “opinión pública”, avant la lettre, que juzgaba la legitimidad o desviación del ejercicio del poder. Estos no eran principios de una tratadística desconectada de la vida real. En la práctica, los españoles pensaban a través de la Iglesia, de sus conceptos, discursos y praxis: a través de la predicación, la confesión y la dirección espiritual, a través de la educación de los hijos de las élites en los colegios religiosos y de la formación de los cuadros de gobierno de la monarquía, básicamente por eclesiásticos, en las universidades8. Mientras la comunidad política y la comunidad religiosa coincidieron, no hubo fracturas insalvables. Sin embargo, la fractura protestante y las “guerras de religión”, entre el siglo XVI y la primera mitad del XVII, produjeron la disociación del vínculo político y del vínculo religioso. Paul Hazard habló de ello en la crisis de la conciencia europea9. Tras terribles convulsiones, el reconocimiento de la libertad de conciencia religiosa fue un primer paso decisivo en el avance de los valores individuales con respecto al orden divino, al menos en la Europa del Norte. A la postre, la religión pasó a ser un asunto privado, el hombre se liberó de la dependencia de la disciplina eclesiástica y la legitimidad confesional se sustrajo a la autoridad política. También en la Edad Moderna, la filosofía racionalista, desde el “cogito ergo sum” de Descartes hasta el “sapere aude” de Kant, sitúa a la razón individual como centro y medida de las cosas, y este movimiento culmina, social y políticamente, en los círculos ilustrados de las Luces, para los que el individuo se tiene que guiar libremente por su propia razón. Por otro lado, las interminables luchas fratricidas de las guerras de religión, o de las guerras civiles y religiosas de la revolución puritana inglesa10 y de la Fronda, llevaron a reflexionar sobre el desorden imperante y el modo de asegurar la armonía. Se 6

Bartolomé Clavero, Antidora. Antropología Católica de la Economía Moderna. Milán. Giuffre Editore, 1991. 7 Carlos Garriga, “Orden jurídico y poder político en el Antiguo Régimen”, Istor, nº16 (2004), vol.IV, Historia y derecho, historia del derecho, pp.1-21. 8 Jean-Pierre Dedieu, Après le roi. Essai sur l’effondrement de la monarchie espagnole. Madrid. Casa de Velázquez, 2010. 9 Paul Hazard, La crisis de la conciencia europea (1680-1715). Madrid. Alianza, 1988. 10 Xavier Gil Pujol, Tiempo de política. Perspectivas historiográficas sobre la Europa moderna. Barcelona. Universitat de Barcelona, 2006.

4 formularon entonces dos salidas “modernas” que, a pesar de sus contrastes, tenían en común pensar la sociedad en términos de individuos, no de corporaciones capaces de asegurar por sí mismas la armonía. Para Hobbes y, siguiendo sus pasos, Bossuet, la sociedad era un conjunto de individuos en lucha perpetua entre sí, de modo que la única manera de mantener el orden era un poder fuerte, el Leviathan, el soberano absoluto. La alternativa de Locke conserva la idea tradicional de monarquía contractual, pero defiende la comunidad política como un conjunto de individuos que fundan el pacto social no en la tradición, sino en el acuerdo de voluntades libres, depositadas en instituciones parlamentarias, defendidas de la tentación absolutista por contrapesos y separación de poderes. Un siglo más tarde, Rousseau traducirá esta idea en el principio que funda la democracia contemporánea: la expresión efectiva del conjunto de las voluntades individuales como fuente de todo gobierno legítimo. La monarquía tradicional era de naturaleza pactista, se apoyaba en un vínculo contractual entre el rey y el reino, y, en la jurisdicción señorial, entre el señor y las comunidades de sus estados. Este orden corporativo estaba compuesto de una gran variedad de cuerpos políticos (reinos, ciudades, pueblos, iglesias, estamentos, corporaciones laborales, casas…), cada uno de los cuales estaba dotado de su propia constitución y derecho, de modo que el orden político venía dado, además de por las leyes de Dios, por la tradición, verdadero “soberano” de aquella sociedad 11 . Este derecho era indisponible, estaba por encima de las autoridades y obligaba a estas de modo imperativo. El poder político estaba al servicio de la tradición y gobernar era, ante todo, “iurisdictio”, “decir el derecho”, esto es, aplicar estos derechos indisponibles para dar a cada uno lo que le correspondía en justicia12. Los agentes típicos de la monarquía jurisdiccional reflejan este orden político. Para gobernar en justicia, el rey –o los señores en sus estados- debían juzgar rodeados de magistrados, conocedores de los diferentes derechos, que, en caso de concurrencia, ayudaban a arbitrar entre ellos. En la España de los Austrias, este sistema se materializó en el gobierno mediante consejos, chancillerías, audiencias y corregimientos. En la práctica, el rey disponía de pocos agentes y su poder efectivo se apoyaba en un flujo de intercambios continuado con las élites de los cuerpos políticos, en que estas recibían cargos, honores, pensiones, rentas, privilegios, a cambio de una lealtad y servicio que debían de asegurar el gobierno de los territorios y la recaudación de los impuestos reales. Desde este punto de vista, el poder del rey se reforzó considerablemente a lo largo de la Edad Moderna, a medida que el monarca se fue convirtiendo en el principal proveedor de recursos para las élites de los reinos. En este proceso, la corona fue ganando centralidad socio-política : las relaciones en el ámbito local o comarcal, centrales todavía a finales de la Edad Media para la obtención de estatus, fueron perdiendo importancia a favor del vínculo personal con el rey, a medida que este se convertía en la principal garantía de la obtención y conservación del estatus social13. En la práctica, a medida que la red clientelar de la corona se extiende a todos los sectores de la sociedad española, los cuerpos políticos perdieron autonomía y dependieron más estrechamente del rey: la aristocracia14, las repúblicas urbanas15, la Iglesia16, la propia administración real y los intelectuales17 11

François-Xavier Guerra, Modernidad e Independencias. Ensayos sobre las revoluciones hispánicas. Madrid. Mapfre, 1992, cap. 2 12 Carlos Garriga, “Orden jurídico y poder político, op.cit. 13 Jean-Pierre Dedieu, Après le roi… op.cit., cap.1 14 Bartolomé Yun Casalilla, La gestión del poder. Corona y economías aristocráticas en Castilla (siglos XVI-XVIII). Madrid. Akal, 2002; Christian Windler, Élites locales, señores, reformistas. Redes clientelares y Monarquía hacia finales del Antiguo Régimen, Sevilla, 1997.

5 El orden político cambia radicalmente entre 1750 y 1850. El cambio empieza en el siglo XVIII, con la configuración progresiva de un gobierno ejecutivo caracterizado por la voluntad creciente de reformas, y culmina con la revolución política liberal, en la primera mitad del siglo XIX, que instaura definitivamente al Estado como ente legislador, creador del derecho, desligado del deber de obediencia respecto a la tradición y respecto a la ley de Dios. Esta revolución política conllevó así mismo un cambio de los titulares de la autoridad. Desde la Edad Media, la “monarquía de las familias” se había formado por agregación, a través de mecanismos familiares, y la autoridad legítima estaba vinculada a los linajes de los “señores naturales”, la familia real y las familias de la aristocracia. Estos linajes principales, cabezas de las comunidades, vinculaban no solamente las propiedades, sino los derechos jurisdiccionales sobre tierras y vasallos. Con la revolución política liberal se produjo la transferencia radical de la autoridad pública de manos de estos señores particulares al Estado (1811-1837). Estamos trabajando con la hipótesis de que la revolución liberal tiene sus raíces en la “dinámica estatal” que se inició en el siglo XVIII, especialmente en la marginación de la aristocracia y la elevación al gobierno de la monarquía de nuevos cuadros políticos, más dependientes del rey, en la marginación del gobierno polisinodial de letrados a favor del gobierno ministerial, y en la formación de una administración funcionarial18 cuyos administradores se encuentran entre si y se forjan en otras prácticas políticas y culturales, de corte ejecutivo, reformista e ilustrado. En el mismo movimiento, se produce el paso de las comunidades políticas particulares a la Nación como única comunidad política plena y completa. Los vínculos de pertenencia jurídica del individuo a una comunidad vecinal, corporación, señorío o estamento son transferidos a un vínculo de pertenencia a una misma comunidad política, fuente de los derechos y los deberes del ciudadano. Esto supone un Estado legislativo con unas mismas leyes, como principio de igualdad política, y la abrogación correspondiente de las leyes particulares o “privilegios” (“privata lex”), aunque el débil estado español decimonónico no consiguiera imponer este proyecto plenamente19. Pero, ¿dónde surgieron y cómo se difundieron las nuevas ideas sobre el vínculo social y político? Ciertamente, algunas de ellas habían estado en la cabeza de ciertos filósofos, pero ¿cómo bajaron a la calle, cómo devinieron una exigencia de determinados sectores “políticos”? La historiografía reciente ha situado el origen de la formación del nuevo imaginario político de la revolución liberal en los encuentros y experiencias que se produjeron en las nuevas formas de sociabilidad ilustradas que se extienden en Europa en la segunda mitad del siglo XVIII. En Francia y en otros países se ha observado cómo, en aquella centuria, las élites cultas de las ciudades pasan de las formas asociativas tradicionales, básicamente las cofradías religiosas, a las nuevas formas de asociación ilustradas: salones, tertulias, sociedades económicas, academias, logias masónicas, clubs patrióticos…20 Las formas 15

Ian A.A. Thompson, “Patronato real e integración política en las ciudades castellanas bajo los Austrias”, en José Ignacio Fortea Pérez (ed.), Imágenes de la diversidad. El mundo urbano en la corona de Castilla (siglos XVI-XVIII). Santander. Universidad de Cantabria, 1997, pp. 475-496. 16 Andoni Artola, De Madrid a Roma. La fidelidad del episcopado en España (1760-1833). Gijón. Trea, 2013. 17 Jean-Pierre Dedieu, Après le roi, op.cit. 18 Juan Luis Castellano, María Victoria López-Cordón y Jean Pierre Dedieu (eds.): La pluma, la mitra y la espada. Estudios de historia institucional en la Edad Moderna. Madrid. Marcial Pons, 2000. 19 José Álvarez Junco, Mater Dolorosa. La idea de España en el siglo XIX. Madrid. Taurus, 2001. 20 Maurice Agulhon, Pénitents et Francs-Maçons dans l'Ancienne Provence. Paris. Fayard, 1968 ; Daniel Roche, Le Siècle des Lumières en province. Académies el Académiciens provinciaux, 1680-1789. Paris-

6 de asociación tradicionales eran corporativas. Venían dadas por la pertenencia a una corporación (gremio, universidad, consulado de comerciantes…) y por la afinidad devocional. Las cofradías piadosas estaban adscritas a una parroquia o convento y se hallaban bajo la tutela de los obispos. Las nuevas formas de asociación ilustradas, al contrario, son asociaciones que se construyen mediante la adhesión libre y revocable de cada individuo. Sus prácticas societarias son muy diferentes de las tradicionales. Son “sociedades de opinión” en que individuos guiados por su razón se reúnen para opinar, reflexionan y debaten sobre el bien público y votan sus resoluciones. Sería en estas prácticas societarias donde nacería y se difundiría un nuevo imaginario de lo que debía ser la sociedad y el gobierno de los hombres. En estas sociedades se empezaría a pensar el conjunto de la sociedad en los mismos términos: como un conjunto de individuos libres cuya voluntad general, suma de voluntades individuales, debía ser el principio de todo gobierno legítimo y de todo “contrato social”21. En un principio, estas sociedades ilustradas se limitaban a los círculos estrechos de determinadas élites cultas, entre las que parecen estar especialmente presentes, en el caso de España, los administradores reformistas del Estado borbónico22. Pronto, estas sociedades salen de las casas particulares a lugares más abiertos, como tabernas, fondas y cafés, que sirvieron de punto de encuentro entre las élites ilustradas y algunos sectores mercantiles y artesanos de las ciudades. Sus propuestas exigen la presentación y discusión pública de ideas y programas. Con ello se crea el primer “espacio público”, que se amplía y difunde a través de diversos medios. La proliferación de medios de comunicación, especialmente de la prensa, conectó a los ciudadanos “conscientes” con los líderes de la opinión. En este proceso nacería la “política moderna”, la lucha de partidos políticos para construir una opinión, para conquistar el gobierno y aplicar unos programas. En España, tras un periodo de represión con el objeto de evitar el contagio revolucionario, la situación entre 1808 y 1812 fue especialmente propicia para la difusión de las nuevas ideas23. Desde esta perspectiva, en los entornos socio-culturales impregnados por los nuevos valores se pasa a ver los vínculos de la sociedad tradicional como una servidumbre y sus legitimidades como una tiranía. Llegados al gobierno, los hombres que lideran este movimiento desmantelan las bases políticas del Antiguo Régimen. Abrogan las constituciones territoriales, corporativas y estamentales –las “leyes particulares” o “privilegios” (“privata lex”)- y establecen una misma ley para el total de la Nación. Sustituyen las diferencias legales estamentales y corporativas por la igualdad jurídica de los ciudadanos ante una misma ley. Abrogan la jurisdicción señorial, que incorporan al Estado. Se suprimen o reducen los privilegios nobiliarios y eclesiásticos. Se suprime la propiedad vinculada a favor de la propiedad privada. Se abolen los mayorazgos. Se desamortizan los bienes eclesiásticos. Se da igualdad jurídica a los municipios, terminando con la jurisdicción de las ciudades sobre su tierra. Se La Haya. Mouton, 1978 ; Ran Halévi, Aux origines de la sociabilité démocratique. Les loges maçonniques au XVIIIe siècle. Paris. Armand Colin, 1984. 21 Augustin Cochin, Les sociétés de pensée et la démocratie moderne. Paris. Copernic, 1978 ; François Furet, Penser la Révolution française. Paris, Gallimard, 1978 22 Gloria A. Franco Rubio, “El ejercicio del poder en la España del siglo XVIII. Entre las prácticas culturales y las prácticas políticas”, en María Victoria López-Cordón y Jean-Philippe Luís (Coord.), La naissance de la politique moderne en Espagne. Madrid. Mélanges de la Casa de Velázquez, Nouvelle série, 35 (1), 2005, pp.51-77; José María Imízcoz y Álvaro Chaparro, “Los orígenes sociales de los ilustrados vascos”, en J. Astigarraga, M.V. López-Cordón y J.M. Urkia (eds.), Ilustración, ilustraciones, Donostia-San Sebastián, RSBAP, 2009, vol. II, pp. 993-1027. 23 François-Xavier Guerra, Modernidad e Independencias… op.cit., caps. 3 y 4.

7 desmantela la economía corporativa, estableciendo libertad para cultivar, arrendar y comercializar productos, así como libertad para fundar fábricas y ejercer oficios sin trabas gremiales. Socialmente, este proceso fue lento, largo y desigual. Hubo amplios sectores sociales que permanecieron al margen o se opusieron radicalmente a él. De ahí las contrarrevoluciones populares que acompañaron a la revolución, como la Vendée o la Chouannerie, en Francia, el carlismo, en España, el movimiento Cristero en México, etc. Por otra parte, incluso cuando el nuevo modelo político se impusiera institucionalmente, se observan distancias considerables entre el “deber ser” y el “ser” efectivo. Un ejemplo, en las sociedades agrarias mediterráneas, como España e Italia, es el desfase entre el sistema político institucional (el Estado, la Constitución, la igualdad ante la ley) y el vigor tardío de viejas articulaciones sociales como el clientelismo y el caciquismo. 2. Transformaciones del vínculo económico. Las observaciones más cercanas a nosotros en el tiempo fueron las de los sociólogos del siglo XIX. Estos percibían los grandes cambios sociales de su época, el auge del capitalismo, la revolución industrial y la formación de la sociedad burguesa, y, a la hora de explicar las transformaciones de los vínculos sociales, privilegiaron los factores económicos. De ahí, estos factores saltaron a la primera historia social, que fue principalmente una historia socio-económica, y dominaron los modelos de explicación del cambio histórico desarrollados por la historiografía del siglo XX. La crítica de la deriva teleológica y determinista de ciertas modelos tachados de “economicistas” no debería llevar, sin embargo, a olvidar los importantes avances de esta historiografía. El desarrollo de las ciudades desde la Edad Media ha sido considerado por los historiadores como un fermento de disolución de los vínculos feudales, al configurar un espacio jurídico protegido de la dominación señorial, y, por lo tanto, de mayor autonomía para los individuos. También, las grandes ciudades han sido vistas como un espacio social más plural, más conectado también con el exterior, en que el individuo podía encontrar una mayor autonomía personal, al poder relacionarse de forma más libre y más abierta, con respecto a los entornos más densos, y menos libres, por tanto, de las comunidades más reducidas de las pequeñas ciudades y de las aldeas. Este último punto ha sido criticado, y quizás fuera solo verdad hasta cierto punto, en la medida en que las ciudades eran, a su vez, agregados de corporaciones (gremios, parroquias, vecindades, cofradías…) que configuraban otros tantos entornos densos en los que se insertaban los individuos. En relación con las ciudades, el comercio. Según F. Tönnies, las relaciones mercantiles, al ser relaciones contractuales entre individuos, habrían sido el principal disolvente de los vínculos tradicionales (de sangre, comunitarios y feudales) y habrían inspirado las relaciones contractuales que caracterizan a las relaciones entre individuos en las sociedades contemporáneas24. El argumento se puede sostener, aunque en las sociedades tradicionales los comerciantes estuvieran también insertos en un sistema de obligaciones y de contrapartidas que era necesario respetar para mantener el crédito y la confianza. Esta atribución de virtualidad al comercio ha tenido un gran desarrollo en la historiografía, sobre todo modernista, al menos hasta tiempos recientes, al considerar a la “burguesía mercantil” como el principal agente de cambio social y político, desde 24

Ferdinand Tönnies, Communauté et société…, op.cit.

8 finales de la Edad Media hasta la “revolución burguesa”. Hoy en día este argumento parece haberse eclipsado, con los cambios de prioridades historiográficas, aunque no creo que haya que olvidarlo, sino más bien relativizarlo, o redimensionarlo, entre la pluralidad de factores “no-económicos” que ha explorado la historiografía más reciente. La capacidad disolvente del dinero fue relativa. La historiografía modernista ha integrado el poder del dinero como un importante factor de cambio de las jerarquías de la sociedad aristocrática, pero siempre de forma matizada. La riqueza obtenida en el comercio facilitó el ascenso social, incluso la elevación política a través de la venalidad de cargos25, pero no destruyó el sistema jerárquico. Más bien, lo alimentó y renovó con sangre nueva, desde abajo. Durante todo el antiguo régimen, la aspiración de los burgueses más ricos fue ascender a la nobleza, vivir noblemente y ser admitidos como tales en los círculos sociales de la aristocracia. También, el dinero del comercio penetró en determinados sectores artesanales de ciertas regiones europeas, facilitando así el desarrollo de una economía fabril al margen de los entramados gremiales corporativos. Sin embargo, los efectos de este fenómeno parecen todavía reducidos a finales del siglo XVIII, si los comparamos con el conjunto de la actividad artesanal. Ahora sabemos que, en contra de lo que se creyó durante un tiempo, los grandes comerciantes no formaban una clase separada y opuesta a la nobleza, sino que obtenían sus beneficios del orden social vigente sin necesidad de transformarlo. El aumento de sus fortunas se hallaba estrechamente vinculado a las de la nobleza, el clero y la corona y, entre otras actividades lucrativas, eran arrendatarios de las rentas reales, señoriales y eclesiásticas, actuaban como intermediarios entre los estamentos privilegiados y el campesinado en la percepción de rentas señoriales, aprovisionaban a la nobleza, principal consumidora, actuaban como prestamistas de las grandes casas nobiliarias y de la corona, que fue una fuente decisiva de su ascenso a la élite nobiliaria26. El conformismo político de esta burguesía nos ha llevado a buscar a los actores del cambio político –primero del reformismo dieciochista y luego de la revolución liberal- en los sectores sociales que parecen manifestar mayor modernidad política desde el siglo XVIII: los sectores de la administración, el ejército y las finanzas del Estado que propulsaron más activamente la doble modernidad convergente del reformismo borbónico y de las sociedades ilustradas27, unos sectores de los que los notables que llevaron a cabo la revolución política liberal, en la primera mitad del siglo XIX, parecen ser los herederos directos28. Esta es, al menos, la hipótesis con la que estamos trabajando. La casa y familia era la unidad política originaria, la institución básica en que se hallaban organizados los hombres y las mujeres, bajo la autoridad del “pater familias”, el centro de la producción, el trabajo y el consumo de la industria, la agricultura y el comercio, en que los empleados y criados vivían y trabajaban en la casa de su señor y

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Francisco Andújar Castillo (ed.): El poder del dinero. Ventas de cargos y honores en el Antiguo Régimen. Madrid. Biblioteca Nueva, 2011. 26 Alberto Marcos Martín, España en los siglos XVI, XVII y XVIII. Economía y Sociedad. Barcelona. Crítica, 2000, pp. 58-61. 27 José María Imízcoz Beunza, “Las redes de la monarquía: familia y redes sociales en la construcción de España”, en F. Chacón y J. Bestard (dirs.), Familias. Historia de la sociedad española (de final de la Edad Media a nuestros días). Madrid. Cátedra, 2011, pp. 393-444. 28 Jesús Cruz, Los notables de Madrid. Las bases sociales de la Revolución liberal española. Madrid. Alianza, 2000

9 patrón29. La casa y familia era el núcleo del orden doméstico, corporativo y vecinal. Este orden parece contradicho por la movilidad y desorden de una población flotante de jóvenes huérfanos y expósitos en las grandes urbes, de migrantes del campo a las ciudades, de buscones errantes, de aventureros y soldados de fortuna, de mendigos y vagabundos. Sin embargo, esta población flotante alimentaba, más allá de las apariencias inmediatas, el orden establecido. La tendencia nidífuga de los sectores más pobres proveía en mano de obra a las casas más acomodadas de la nobleza, el comercio, el artesanado y la labranza, esto es, el basamento de la comunidad vecinal y gremial que se reproducía con mayor estabilidad. El reparto muy desigual de la propiedad garantizaba la herencia y la reproducción de las familias más establecidas, atraía hacia ellas mano de obra abundante y barata, y las prestigiaba socialmente con su función de encuadramiento de los subalternos. Paradójicamente, también aseguraba la supervivencia de los elementos populares que escapaban del hambre entrando a su servicio. El destino de los mendigos y vagabundos, que vivían y morían al margen de esta cobertura social, era la contra-imagen que reforzaba constantemente la fortuna de los que se hallaban integrados en el orden doméstico y corporativo. La ruptura progresiva del vínculo de esta “economía doméstica” tradicional fue muy tardía y muy desigual según las regiones. El paso de la “economía doméstica” a la economía industrial y capitalista conllevó la separación del lugar de residencia –el hogar- del lugar de trabajo –la fábrica-, y el “capital” del “trabajo”. Esta revolución tuvo grandes consecuencias para el cambio de los vínculos sociales a gran escala. En el taller pre-industrial, el patrón y los oficiales formaban parte de una misma “casa y familia” y estaban vinculados recíprocamente por “obligaciones mutuas vinculantes” que obligaban a cada parte y sustentaban relaciones personales muy intensas, aunque, por supuesto, muy variables, entre el amor y el odio, la cooperación y el conflicto. En la fábrica o la empresa moderna, el lazo personal es sustituido –en gran medida, también según el tamaño- por una relación monetaria. En paralelo, este fenómeno se acompañó de una segregación física creciente entre patronos y obreros. E.P. Thompson mostró, en la formación de la clase obrera en Gran Bretaña, algunos de estos elementos en la separación de barrios burgueses y suburbios obreros, en la formación de sociabilidades separadas y excluyentes, en numerosas prácticas de distinción y de segregación. Los intereses antagónicos favorecieron luchas comunes: experiencias compartidas y conflictos en que los asalariados se encuentran entre sí, tejen lazos de solidaridad horizontal, toman conciencia de su identidad y de sus intereses de clase y, finalmente, organizan sus propias instituciones, sindicales, informativas y políticas30. Al mismo tiempo, se extiende una economía monetaria que tiende a sustituir las “obligaciones mutuas” o reciprocidades tradicionales por “relaciones monetarias”31. El dinero del salario relaciona al trabajador con el patrón y, en este sentido, forma parte de una relación de dependencia, pero también le da autonomía. El dinero permite obtener bienes y servicios de forma autónoma, liberado del sistema tradicional del “servicio personal” y del juego de “favores y contrapartidas” propio de las sociedades clientelares, un sistema de mayores dependencias personales. Este fenómeno fue mucho 29

Otto Brunner, "La "casa grande" y la "Oeconomica" de la vieja Europa", en Nuevos caminos de la historia social y constitucional. Buenos Aires, 1976, pp. 87-123; Estructura interna de Occidente. Madrid. Alianza, 1991 30 Edward P. Thompson, La formación histórica de la clase obrera. Inglaterra: 1780-1832, Barcelona, Laia, 1977. 31 Georges Simmel, El individuo y la libertad. Ensayos de crítica de la cultura. Barcelona. Península, 2001.

10 más precoz en las potencias capitalistas del norte de Europa que en las sociedades agrarias mediterráneas. De hecho, como muestra –tardíamente- la historia de la transición española, la formación de amplias clases medias, asalariadas pero con autonomía económica, es el mayor disolvente del viejo clientelismo que había sobrevivido, en forma de caciquismo, en amplios sectores de la sociedad española durante el siglo XIX. En estos cambios, la “casa y familia” pierde sus funciones de centralidad política, económica y social y tiende a devenir “marginal” en las nuevas formas de organización. Desde finales del siglo XVIII y comienzos del XIX, pierde sus funciones políticas a favor del Estado32. En particular, las casas señoriales pierden el señorío jurisdiccional o autoridad pública sobre tierras y vasallos. La casa pierde también sus funciones como centro de producción o de actividades económicas, a favor de industrias, empresas, bancos y otro tipo de sociedades mercantiles. En estos movimientos, la casa y familia queda como el lugar de la “vida privada”, con una separación creciente de lo público y lo privado. En esta evolución, la mujer como “ama de casa”, permanece vinculada al cuidado del hogar y de los hijos menores, mientras que los hombres salen al mundo del trabajo (las fábricas, las empresas), hacen carrera en la administración o en la vida política, y crean y ocupan el espacio público. En la sociedad tradicional, la casa y familia era el lugar central –de la economía, de la pertenencia, del honor, de los valores y de la política, desde la casa del rey hasta el último caserío- y sus cuidadores, el-padre-y-la-madre-de-familia, cada uno en su lugar, recibían de ella funciones sociales prestigiosas, consideración en la comunidad vecinal. Con la pérdida de funciones de la casa, la madre de familia pierde una buena parte de su estatus social, que la mujer no recuperará hasta la revolución femenina del siglo XX. Además, con el retroceso de la religión y los progresos de la ciencia, la madre-defamilia ve devaluadas funciones suyas propias que antaño habían sido prestigiosas, como sus funciones religiosas y rituales, o sus funciones como cuidadora de los miembros del hogar, curadora y conocedora de los remedios naturales. Esta evolución de la economía domestica fue muy desigual. En el mundo rural, especialmente en los espacios más enclavados, el vínculo entre familia, trabajo y producción se mantuvo durante mucho tiempo. 3. Desagregaciones y recomposiciones del vínculo jerárquico He dejado para el final la reflexión más problemática, y quizás más necesaria, sobre el proceso de “distanciamiento” y “debilitamiento” de los lazos verticales entre las élites y el pueblo llano. Que la sociedad del antiguo régimen fuera una sociedad que se pretendía jerárquica pero justa es, sin duda, uno de los aspectos más difíciles de entender para el observador contemporáneo, formateado en los valores de libertad e igualdad legal entre los individuos. Los lazos verticales vertebraban la sociedad jerárquica del antiguo régimen y, sin embargo, han sido muy poco explorados por la historiografía. El proceso de “separación” social del que hemos hablado y la formación de clases en el siglo XIX han hecho que veamos la desigualdad como “separación” y no como “vinculación” de los diferentes. La historiografía ha traducido sistemáticamente la desigualdad en términos de “separación social”. En otro lugar hemos propuesto que, al contrario, la profunda 32

Otto Brunner, "La "casa grande"… op.cit.

11 desigualdad en la distribución de los recursos no daba lugar a clases o grupos separados unos de otros y antagónicos, sino a lazos personales estrechos de jerarquía y dependencia, de protección y de servicio, de autoridad y de subordinación33. La propia desigualdad era la materia prima misma de una intensa economía vertical de intercambios. Tanto de la dominación como de la protección. Así lo muestran las economías domésticas de los talleres artesanos, o las relaciones de domesticidad entre amos y criados, o las relaciones entre señores y vasallos, o las relaciones de patronazgo y clientelismo, a todos los niveles de la escala social. Quizás haya llegado el momento de investigar en serio la observación de Tocqueville, cuando define la sociedad del antiguo régimen como una sociedad jerárquica en la que los hombres formaban “una cadena que remontaba del campesino al rey” y en la que “todos los ciudadanos están en un puesto fijo, unos por encima de otros [de modo que] cada uno de ellos percibe siempre, más alto que él, un hombre cuya protección le es necesaria y, más abajo, descubre otro al cual puede reclamar asistencia”34. Desde luego, estas relaciones verticales entre “desiguales” se caracterizaban por una gran diversidad de experiencias, entre la protección, el servicio y la recompensa, o, al contrario, los abusos, la explotación y la violencia. Sin embargo, la historiografía tradicional las ha visto de forma muy reduccionista. Según las ideologías, se ha enfatizado la dominación y la lucha contra la explotación, o, al contrario, el “consenso” entre élites y pueblo, en una sociedad supuestamente patriarcal35. Para superar estos reduccionismos, es necesario investigar conjuntamente la pluralidad de experiencias de la desigualdad, entre la protección y la explotación, como expresión de una misma estructura. Y, en particular, completar la historiografía sobre la explotación con las experiencias de la economía distributiva de las relaciones de patronazgo y clientelismo. En otros textos he reflexionado sobre la economía moral de estos lazos verticales, sobre el poder efectivo como relación, sobre el buen y el mal gobierno, y no creo que sea necesario volver sobre ello. Sí me parece importante recordar que, en el sistema de valores tradicional del antiguo régimen, el poder es una relación contractual. Reposa sobre “obligaciones mutuas vinculantes” que obligan recíprocamente al superior y al subordinado36 y su cumplimiento o incumplimiento legitima o deslegitima a ambas partes. Este principio se aplicaba a todas las relaciones de autoridad legítima: al rey y al reino, al señor y a sus vasallos, al “pater familias” y a sus domésticos, al maestro de taller y a sus dependientes. El principio último y fundamento de esta economía moral vertical era la religión, la relación entre Dios y el hombre, que funda un orden general de intercambios desiguales de gracia y de correspondencia 37 . Pero la “economía moral” de estas “obligaciones mutuas vinculantes” no es algo que aparezca solamente en los tratados de las élites cultas. La vemos en obra, en todos los estratos sociales, cada vez que las partes de una relación se enfrentan en un juicio, en el cual cada una reclama su derecho y explica “cómo debería ser” su relación mutua, desigual pero hecha de derechos y deberes recíprocos. 33

José María Imízcoz Beunza, “Redes, grupos, clases. Una perspectiva desde el análisis relacional”, en S. Molina Puche y A. Irigoyen López (eds.), Territorios distantes, comportamientos similares. Familias, redes y reproducción social en la Monarquía hispánica (siglos XIV-XIX). Murcia. Editum-Universidad de Murcia, 2009, pp. 45-87. 34 Aléxis de Tocqueville, De la démocratie en Amérique. Paris, 1864 [14e ed.] 35 Edward P. Thompson Tradición, revuelta y consciencia de clase. Barcelona. Crítica, 1984, p.12 36 A.J. Gourevitch, Les catégories de la cultura médiévale. París. Gallimard, 1983, p. 172. 37 Bartolomé Clavero, Antidora… op.cit; Antonio Manuel Hespanha, La gracia del derecho. Economía de la cultura en la Edad Moderna. Madrid. Centro de Estudios Constitucionales, 1993, pp. 151-176.

12 En una sociedad vertebrada principalmente por lazos personales jerárquicos o de autoridad (de familia, iglesia, comunidad vecinal, gremio, señorío, monarquía, etc.), me parece importante considerar todos los movimientos que debiliten de alguna manera el “vínculo jerárquico”. Como hemos señalado, pudo influir en este sentido la pérdida de importancia de las relaciones inmediatas, en el círculo local de la aldea o de la ciudad, para ganar estatus y prestigio, a medida que el rey se convierte progresivamente en el principal distribuidor de recursos y en la condición y garantía del estatus social, tanto para las oligarquías urbanas como para la aristocracia. La atracción de la corte del soberano conllevó cierta separación de los señores de sus dependientes y esto pudo contribuir a debilitar el lazo personal de autoridad y vasallaje. El desarrollo de la corte en las grandes monarquías europeas, como espacio en que los hombres se encuentran entre sí y configuran una “sociedad cortesana”, conllevó, paralelamente, el absentismo de muchos señores. El señor ausente ya no está en medio de sus dependientes –para bien y para mal, como muestra el sire de Gouberville38- y los lazos personales se resienten. El señor sigue reclamando sus rentas y derechos, pero ya no cumple con sus funciones, ya no protege, no administra justicia, no intermedia ni apacigua, no mantiene la amistad con los buenos servidores, no los recompensa personalmente con su conversación o merced. Al mismo tiempo, se multiplican los nuevos señores, mercaderes enriquecidos, administradores del señor ausente39, que son acusados muchas veces de chupar la sangre de las comunidades, sin prestar las contrapartidas de protección que procuraba el buen señor. Una idealización, sin duda, de los “señores naturales”, pero que tuvo consecuencias efectivas para alimentar el descontento y el rechazo40. En cuanto al vínculo cultural y societario entre las élites y el pueblo llano, a lo largo de la Edad moderna se produjo un proceso de “separación” o “segregación” creciente entre una “cultura de las élites” y una “cultura popular”, a partir de la cultura y de las prácticas que compartían a finales de la Edad Media41. Asistiríamos, según Norbert Elias, a un “proceso de civilización” que tiene su origen en “la sociedad cortesana”, en la que se generan pautas de civilización distinguidas, formas selectas de urbanismo y civilidad, que se difunden de forma descendente, hacia las élites urbanas, primero, y luego más ampliamente42. En relación, probablemente, con este fenómeno, se produce en las ciudades una separación creciente de las prácticas de sociabilidad que desgarra el tejido comunitario 43 . La tendencia es pasar de las “prácticas compartidas” –aunque jerarquizadas- que dominaban todavía a finales de la Edad Media y en el siglo XVI, a unas “prácticas separadas” para las élites y para el pueblo llano, una tendencia que culminaría con los círculos de sociabilidad ilustrados creados por las élites cultas en la Europa de las Luces. Las presiones reformistas y civilizadoras de estas élites

38

Madeleine Foisil, Le Sire de Gouberville, un gentilhomme normand au XVI siècle. Paris. Flammarion, 1986. 39 Santiago Aragón, El señor ausente. El señorío nobiliario en la España del Setecientos. La administración del ducado de Feria en el siglo XVIII. Lleida. Editorial Milenio, 2000. 40 James Casey, España en la Edad Moderna. Una historia social. Madrid. Biblioteca Nueva-Universitat de València, 2001. 41 Peter Burke, La cultura popular en la Europa moderna. Madrid. Alianza, 1990., pp. 376-390. 42 Norbert Elias, El proceso de la civilización. Investigaciones sociogenéticas y psicogenéticas. MéxicoMadrid-Buenos Aires. FCE, 1987; La sociedad cortesana. México. F.C.E., 1982 (1969) 43 Roger Chartier y Hugues Neveux, “Dominants et dominés: du partage à l’exclusion”, en Georges Duby (Dir.), Histoire de la France urbaine. Paris. Seuil, 1981, t. II, pp. 180-198.

13 encontraron una resistencia empecinada y crearon una distancia profunda entre la cultura de los patricios y la de los plebeyos44. Este proceso comportaba nuevos elementos de distinción y jerarquización, con los que las “élites civilizadas” se reconocían entre sí, pero también suponía un distanciamiento creciente, una segregación societaria y cultural, entre estas élites y los sectores populares que permanecían enclavados en la cultura y los usos tradicionales, tachados ahora de vulgares. De hecho, en los motines de 1766, se observa, junto a la contestación tradicional de la carestía y la especulación, que atentaban contra la economía moral de la comunidad, el rechazo por la plebe de signos de distinción que ostentaban las élites locales y que simbolizaban la ruptura de las formas, jerárquicas pero inclusivas, que habían compartido tradicionalmente las élites y el pueblo llano.

44

Edward P. Thompson, “Costumbre y cultura”, en Costumbre en común. Barcelona. Crítica, 1995, p.13

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