Tráfico caravanero, arriería y trajines en Atacama colonial. Síntesis y discusiones sobre un proceso de adaptación andina. En Temporalidad, interacción y dinamismo cultural. La búsqueda del hombre. Homenaje al Dr. Lautaro Núñez Atencio, pp. 289-321. Universidad Católica del Norte, 2011

September 15, 2017 | Autor: C. Sanhueza Tohá | Categoría: Atacama Desert, Tráfico caravanero, Arriería Colonial
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(Trabajo publicado en Temporalidad, interacción y dinamismo cultural. La búsqueda del hombre. Homenaje al Dr. Lautaro Núñez Atencio; A. Hubert, J.A. González y M. Pereira, (Eds.), pp. 289-321. Ediciones Universitarias, Universidad Católica del Norte).

TRÁFICO CARAVANERO, ARRIERÍA Y TRAJINES EN ATACAMA COLONIAL. SÍNTESIS Y DISCUSIONES SOBRE UN PROCESO DE ADAPTACIÓN ANDINA1

Cecilia Sanhueza Tohá2 INTRODUCCIÓN

Desde tiempos prehispánicos de larga data, la región de Atacama (interior de la actual II Región de Antofagasta) estuvo vinculada cultural, social y económicamente a un espacio mayor al que abarcan sus actuales límites. Para comprender con mayor perspectiva el contexto y los procesos históricos de la región es preciso situarla en un área más amplia de interacción, el área andina Circumpuneña. Ésta se extiende, aproximadamente, desde el sur del salar de Uyuni hasta los límites meridionales de la puna de Atacama, incluyendo el altiplano de Lípez y puna de Jujuy y las vertientes oriental y occidental de la cordillera de los Andes. Las tierras bajas occidentales de este largo macizo puneño, que abarcan los oasis y quebradas piemontanas y la costa del Pacífico, se caracterizan por sus condiciones extremadamente áridas. Sin embargo, los bordes orientales o quebradas y valles del noroeste argentino y del sudeste de Bolivia, presentan condiciones notablemente más fértiles. A pesar de estas importantes diferencias regionales, los estudios arqueológicos y etnohistóricos demuestran que las poblaciones circumpuneñas desarrollaron diferentes patrones de complementariedad, combinando la explotación de recursos diversos y distantes con un activo tráfico caravanero de intercambio a través de un extenso territorio (Núñez y Dillehay 1979; Aldunate y Castro 1981; Tarragó 1984; Martínez 1998; Sanhueza 1991 y 1992; Berenguer 2004; Pimentel 2008). A lo largo de la historia prehispánica, la circulación de productos o bienes de consumo y de materias primas fue dibujando y 1

Esta es una versión ampliada y actualizada del artículo “Estrategias readaptativas en Atacama: la arriería mulera colonial”, publicado en 1992 en Etnicidad, Economía y Simbolismo en los Andes, S. Arce, R. Barragán, L. Escobari y X. Medinacelli (Eds.), pp. 363-385. Hisbol-IFEA-SBH, La Paz.HISBOL-IFEA-SBH, La Paz. 2 Instituto de Investigaciones Arqueológicas y Museo R. P. Gustavo Le Paige s. j., Universidad Católica del Norte. Calle Gustavo Le Paige 380, San Pedro de Atacama, II Región, Chile. Email: [email protected]

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redibujando en la cartografía macro regional un conjunto de circuitos y de rutas de desplazamiento según las necesidades, conflictos sociales e influencias políticas que vivieron las poblaciones del área (Núñez y Dillehay 1979; Nielsen et al. 2006). A partir de mediados del siglo XVI, se inició un proceso de profundos cambios. La imposición de nuevas formas de dominación colonial generó un conjunto de readecuaciones territoriales, productivas, tecnológicas y culturales. La investigación etnohistórica regional ha dado cuenta con bastante profundidad de los procesos de rupturas, rearticulaciones y continuidades que estos cambios provocaron en la movilidad e interacción de las poblaciones circumpuneñas en general y de Atacama en particular (Hidalgo 2004; Martínez 1998; Platt 1987; Sanhueza 1991 y 1992; Sanhueza y Gundermann 2007, entre otros). En efecto, con el régimen colonial se inicia una paulatina reorganización de los espacios económicos y productivos y, en consecuencia, de los espacios o territorios políticoadministrativos. Se comienza a imponer una nueva racionalidad económica sustentada en el modelo mercantil europeo, en el que la minería adquiere un rol preponderante. Por esto, los principales centros de explotación minera, ubicados en la región altiplánica o Alto Perú, se convirtieron en los polos articuladores del espacio productivo y comercial colonial. Los nacientes centros urbanos de Potosí, La Plata y Chuquisaca, aglutinaron una creciente población europea e indígena, cuya demanda de productos e insumos fue absorbiendo progresivamente la circulación de bienes y recursos, configurando nuevos circuitos de movilidad y de tráfico a larga distancia (Assadourian 1982). Esta reorganización del espacio productivo determinó también una organización política y territorial coherente con sus necesidades. La cabeza administrativa, la Audiencia de Charcas, se radicó en la ciudad de La Plata y bajo su jurisdicción -en lo que respecta a la región circumpuneña- se crearon los corregimientos de Tarapacá, Atacama, Lípez, Chichas y Tucumán (Martínez 1998). El corregimiento de Atacama se dividió en dos doctrinas. Atacama la Alta, cuya cabecera San Pedro de Atacama, comprendía la cuenca del salar de Atacama y sus oasis circundantes. Al oriente del salar incluía los anexos de Toconao, Socaire y Peine, y en el siglo XVIII, se incorporaron los asentamientos puneños de Susques e Incahuasi. Atacama la Baja con capital doctrinaria en San Francisco de Chiuchiu comprendía las localidades de Chiuchiu y Calama en el curso medio del río Loa, y los pueblos de Ayquina y Caspana, a mayor altura. A partir del siglo XVIII, se agregó a su jurisdicción el enclave y pueblo minero de Conchi. En la costa, el anexo parroquial y puerto de Cobija perteneció a Atacama la Baja desde los inicios del período colonial y jugó un rol importante como el principal enclave productivo y portuario del litoral del corregimiento (Hidalgo 2004; Martínez 1998). (Figura 1)

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TRÁFICO CARAVANERO EN TIEMPOS COLONIALES. NUEVAS RUTAS Y ANTIGUAS PRÁCTICAS Durante la segunda mitad del siglo XVI comenzó a implementarse, no sin dificultades, el tributo y la encomienda en Atacama. En esta región, los intereses españoles se concentraron en la explotación marina y en la incipiente actividad portuaria de Cobija. La institución de la encomienda proporcionaba la mano de obra para la producción y el transporte de pescado seco o “charqueado”, que se comercializaba principalmente en los centros urbanos y mineros de Lípez, Porco, Potosí y Chuquisaca. Este tráfico, realizado por los indígenas con grandes recuas de “carneros” o llamas, se convirtió en la principal actividad mercantil de la población tributaria de los inicios de la colonia y en un lucrativo negocio para los encomenderos y autoridades españolas (Vásquez de Espinoza 1948: 617-618; Martínez 1985; Sanhueza 1992). Pero también una proporción de la producción local de los atacameños se integró a los nuevos circuitos combinando y complementando sus tradicionales itinerarios de tráfico caravanero con la creciente demanda española e indígena de los mercados mineros. Hacia fines del siglo XVI, los tributarios de Atacama acudían regularmente a Potosí, Porco e incluso a la ciudad de La Plata, donde complementaban las obligaciones con su encomendero, con sus propios “tratos” particulares, comercializando e intercambiando sus productos (Sanhueza 1992). Entre ellos, el pescado y otros recursos marinos tenían especial importancia puesto que existía una amplia variedad de especies, las que eran sometidas a un proceso de “secado” al sol (o “charqueado”) y “salado”, facilitando su conservación y transporte. Los habitantes de los oasis del desierto adquirían estos productos por la explotación directa o por el intercambio con las poblaciones costeras. El “charquesillo” había sido objeto de un importante tráfico local y hacia las tierras altiplánicas desde períodos prehispánicos tempranos y, durante todo el período colonial, el aumento en su demanda estimuló una explotación y tráfico a mayor escala (Núñez y Dillehay 1979; Sanhueza 1991). En este contexto, la arriería indígena colonial se desarrolló rapidamente en el corregimiento. De hecho, parte de los nuevos circuitos involucraban regiones y grupos tradicionalmente vinculados a los habitantes de Atacama. La ruta a Potosí atravesaba la puna de Lípez permitiendo a los caravaneros abastecerse e intercambiar sus productos reeditando las redes de relaciones sociales y económicas preexistentes. En Atacama, a pesar de las transformaciones que comenzaban a producirse y de las presiones y abusos de corregidores y encomenderos, el tráfico caravanero continuaba desenvolviéndose complementando las transacciones mercantiles con otras prácticas andinas de intercambio (Sanhueza 1991, 1992; Martínez 1998). La ruta de la costa a Potosí

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La ensenada de Cobija reunía las condiciones adecuadas para la concentración de actividades de pesca y para el futuro impulso de un puerto. Fue el punto de partida de la ruta principal de comunicación hacia el interior del corregimiento y hacia el altiplano. Como la mayoría de los enclaves costeros ubicados al sur de la desembocadura del río Loa, contaba con escasas vertientes de agua dulce, lo que dificultaba la presencia de una población demográficamente significativa (Aldunate et al. 2008). Así también las condiciones de la ruta que unía Cobija con las riveras del río Loa eran particularmente precarias. El trayecto inicial y más duro abarcaba más de 20 leguas (es decir entre 80 y 90 km) prácticamente sin recursos, cuyos principales hitos eran las localidades de Colupo y Miscanti, provistos de agua de mala calidad y prácticamente sin forraje. Se alcanzaba luego el oasis de Chacance y la localidad de Guacate en el curso del Loa, hasta Calama, con buenos pastos aunque de agua salobre. El siguiente hito era Chiuchiu, importante punto de abastecimiento por sus recursos agrícolas y la calidad de sus aguas. Por esta razón se conectaban allí diferentes rutas. Desde este punto, los principales hitos de la ruta eran Santa Bárbara, Polapi (Ascotán), Tapaquilcha (donde comenzaba la jurisdicción de Lípez), Viscachillas, Alota, Río Grande (en las cercanías de San Cristóbal de Lípez), Amachuma, Agua de Castilla, Porco y Potosí (Figura 2). En las referencias coloniales sobre las tierras altas de esta ruta se destacan también las condiciones extremadamente hostiles y los “grandes despoblados” que presentaba el recorrido, puesto que atravesaba una cordillera de clima muy riguroso y frecuentemente desprovista de agua y leña. Según distintas fuentes, el trayecto en su totalidad podía abarcar más de 150 leguas (sobre 500 km) (Cañete y Domínguez ([1791] 1974; Sanhueza 1991). Las condiciones de esta travesía determinaron también las técnicas o prácticas del desplazamiento, que debieron adaptarse al contexto colonial y a sus exigencias. Por ejemplo, hacia fines del siglo XVI el encomendero de Atacama, Juan Velázquez Altamirano, mantenía una red de explotación y comercialización de pescado seco, para lo cual había distribuido a su familia en Cobija (organizando la extracción y procesamiento del pescado) y en Chiuchiu, donde se almacenaba para luego ser enviado a Potosí. Los indígenas de Atacama realizaban el transporte entre el litoral y los oasis del río Loa, como también el viaje hacia el altiplano. Este último se hacía con caravanas de llamas por la mencionada ruta a través de Lípez. Sin embargo, el trayecto más duro, entre Cobija y el Loa se podía hacer (o se hacía con frecuencia) a pie, como lo señalan testimonios de 1591, que declaran que el encomendero sacaba el pescado “a cuestas” de los indios para almacenarlo en los pueblos del interior (Martínez 1985: 169-170). Si bien es posible acceder a tierras bajas y calientes con ganado camélido -y así lo ha demostrado la arqueología (Núñez 1976; Núñez y Dillehay 1979)- las costas al sur de la desembocadura del Loa, salvo excepciones, no parecen haber permitido un acceso regular de las poblaciones del interior con sus animales de carga. Probablemente, en estos casos el viaje con llamas se realizaba en momentos muy específicos como los llamados “tiempos de

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lomas”, que eran aquellos períodos en que producto de la garúa, brotaban pastos tiernos en los cerros del litoral desértico (Murra 1975: 119; Cajías 1975: 66-67). Aunque las características de la ruta a Cobija no hacían imposible el tráfico con camélidos, el recorrido debió haber presentado fuertes dificultades y altos costos para el ganado. Como se ha dicho, desde Chacance (el último punto del Loa antes de la travesía hacia el litoral), se debía recorrer una distancia superior a los 80 km con bajos recursos de agua. Incluso en los siglos posteriores, cuando este trayecto se hacía exclusivamente con mulas, frecuentemente se viajaba de noche para sortear las altísimas temperaturas (Arze, J.A. [1786], en Hidalgo 1983: 141). Por estas razones, y no obstante que haya sido sumamente exigente, el desplazamiento sin animales de carga parece haber sido una práctica utilizada desde tiempos prehispánicos, como lo han corroborado recientes investigaciones realizadas en la pampa interior de Tocopilla. Estas prácticas podrían estar dando cuenta de algún tipo de segmentación del tráfico a larga distancia en circuitos más discretos, correspondientes a una circulación interzonal y que no necesariamente se regía por el manejo de animales de carga característico de las tierras altas (Cases et al. 2008; Pimentel et al. 2011). Es probable, entonces que, eventualmente, se hicieran estos trayectos sin animales al menos por aquellas rutas que presentaban mayor dificultad. Posiblemente los atacameños accedían sólo estacional o esporádicamente a la ensenada de Cobija con caravanas de llamas, cuando se daban las condiciones para permanecer con las recuas algunos días. Sin embargo, a partir del siglo XVI la presión mercantil colonial que imponía la lógica de la rentabilidad del negocio del pescado obligó a las poblaciones del interior a efectuar en forma mucho más regular este recorrido.

LA INTRODUCCIÓN DE GANADO MULAR EN ATACAMA. UNA POLÍTICA COLONIAL RENTABLE En definitiva, durante el siglo XVI el tráfico desde el interior de Atacama hacia el altiplano se realizó utilizando el camélido como medio de carga. Esto implicaba una relativa continuidad en los patrones y en las tecnologías tradicionales de la movilidad caravanera en cuanto a la organización y a los tiempos que requerían los desplazamientos, a la selección de los derroteros y sus recursos, y a la interacción social que facilitaba estos circuitos. Sin embargo, a partir de la primera mitad del siglo XVII, comenzó a introducirse el ganado mular al corregimiento de Atacama y la arriería con mulas fue paulatinamente transformándose en una actividad característica de la región, cuya importancia perduró hasta las primeras décadas del siglo XX (Sanhueza 1991). Nuestra intención aquí es abordar el problema desde una perspectiva específica que pretende visualizar el proceso a través del cual una sociedad agroganadera –como

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podríamos definir a la población de Atacama- asume tempranamente no sólo la actividad arriera mercantil, sino que va incorporando a su economía y a su tecnología el ganado mular hasta el punto de desplazar –al parecer en forma relativamente rápida- al camélido como animal de carga.3 Este cambio nos parece significativo puesto que involucra una serie de factores vinculados a la organización social y productiva de la población local que, en alguna medida, debió repercutir en readecuaciones económicas, tecnológicas y sociales. Es importante considerar, en primer lugar, las motivaciones que llevaron a los españoles a impulsar la arriería con mulas en Atacama. La introducción de este ganado respondió a una política implementada por el sistema hispano-colonial destinada a reemplazar -allí donde fuera posible- al ganado autóctono por animales domésticos de origen europeo. En el caso del mular esto correspondía no sólo a una necesidad de mayor “eficiencia” en la circulación de bienes, sino que además, apoyado en un discurso “civilizador” y en instituciones político-económicas coloniales, era un negocio rentable para los productores ganaderos españoles y para los corregidores u otros funcionarios. En Atacama las mulas fueron incorporándose paulatinamente producto de la iniciativa de las autoridades españolas locales, incluso las eclesiásticas. En la primera mitad del siglo XVII, el cura doctrinero de Atacama la Baja, Francisco de Otal, fomentó –al parecer por primera vez en la región- la compra de mulas entre los indígenas. Como se señalaba en su Probanza de Méritos en 1644, Otal había promovido y facilitado la adquisición de ganado a los arrieros de la provincia. Esto era considerado un empuje a la “civilización” y a mejores condiciones de vida para los indígenas: “… antiguamente eran paupérrimos sustentándose sólo con algarrobos sin comer carne, de presente los dichos indios tienen mulas, puercos y ovejas y tratan en trajines y fletes para Potossi con que pagan sus tasas y se visten y tratan como hombres de razón…” (AGI Charcas, Leg. 92 , año 1644, f. 57v). Para comprar las mulas los arrieros debían endeudarse con el sacerdote, que hacía de fiador, y la forma de pago consistía en la realización de fletes de mercaderías, especialmente pescado, pertenecientes a la parroquia: “que el dicho cura no deue nada a los dichos sus yndios antes ellos le estan deuiendo muchas cantidades de pesos que les ha prestado y fiado para comprar mulas e pagar sus tassas” (AGI Charcas Legajo 92, 1644, f. 57v). 3

Me refiero fundamentalmente a los desplazamientos a grandes distancias, y sobre todo a aquellos dirigidos a los centros urbanos y mineros coloniales. El camélido continuó siendo un elemento importante dentro de la economía de las comunidades indígenas del norte andino chileno (Gundermann 1984, 1998). Aunque la información colonial a partir del siglo XVII prácticamente no menciona la utilización de la llama como animal de carga en Atacama, este proceso de cambio debió ser mucho menos abrupto de lo que reflejan las fuentes. La carencia de información al respecto se debe, principalmente a que la documentación suele ignorar aquellas actividades que no guardan relación directa con los intereses económicos españoles. De manera que, cuando hablamos de “reemplazo” de la llama, nos referimos específicamente al tráfico mercantil.

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A su vez, el párroco de Chiuchiu adquiría el pescado en calidad de limosna y su transporte y comercialización permitían obtener ingresos para esa doctrina: “...me hago cargo de treinta y dos arrobas de congrio de la Iglesia de Cobixa, que dieron los pescadores de limosna, que sacados fletes, arpillera y pellejos, alcabala, bodegaje y laboraje del agente, habiéndose vendido, por estar dañado a tres pesos y medio, quedaron libres sesenta y nueve pesos” (LVO, año 1674, f. 55v, en Casassas 1974). El flete del pescado, efectuado por los arrieros de Atacama, se dirigía principalmente a los mercados del altiplano, pero también una parte de este cotizado producto se destinaba al abastecimiento de las autoridades eclesiásticas del Arzobispado de La Plata (AGI Charcas, legajo 92, año 1644, fs. 55v, 57v). Los arrieros de Atacama también realizaban viajes hacia el reino de Chile, desde donde se traían mulas por la ruta del Gran Despoblado de Atacama, lo que significaba un costoso recorrido y pérdidas de animales: “Tienen que recorrer una larga ruta de 3, 4, y hasta 500 leguas, casi sin pastizales y lo hacen de esta manera. Apenas reunen una cantidad apreciable, cargan una mulas con pastos y preservan las especies mejores. A medida que avanzan van sacrificando las malas que llevan la carga para salvar la otra mitad” (Bauver [1706-1707], en Pernoud 1960: 18). Como se dijo, para pagar la adquisición de las acémilas los indígenas debían realizar fletes de mercaderías pertenecientes al cura párroco, no sólo hacia el altiplano sino también a los valles de Chile, como testificaba un arriero de Atacama: “...las mulas que los que venían de chile nos bedían [vendían] a los principios cuando estabamos pobres y [el párroco] salía por fiador y las pagaua y nosotros al padre en fletes que nos da de su pescado y acarreo a chilu [sic] para que viniesen aqui con los cordobanes de Chile que aqui se los llevarian a Potosi y con esto han venido muchos nabios y nos an valido los fletes mas de veinte mill pessos” (AGI Charcas Legajo 92, 1644, f. 57v). Desde Chile llegaban por mar a Cobija mercaderías como los cordobanes y los atacameños hacían las veces de intermediarios en el trayecto de estos productos a Potosí. Junto con pagar la compra de ganado, los fletes y trajines permitían a los arrieros percibir un salario para pagar el tributo (Sanhueza 1991). Sin embargo, si bien fue la Iglesia la que parece haber iniciado estas prácticas en la región, fueron principalmente los corregidores quienes administraron el comercio y suministro de este ganado a los indígenas durante el siglo XVII y sobre todo en el XVIII. Efectivamente,

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el tráfico y venta de mulas llegó a convertirse en una importante fuente de ingresos. De allí que estos funcionarios fueran los principales interesados en impulsar no solo la actividad arriera, sino la utilización de ese animal de carga (ANB T e I Ec, 1677, n° 26, f. 141). El control sobre el abastecimiento de mulas fue convirtiéndose, en la práctica, en un privilegio exclusivo de los corregidores. Incluso, cuando la demanda local era menor a lo esperado, se recurría a otros mercados. Por ejemplo, en 1668, el corregidor de Atacama envió a vender a la jurisdicción de Arica 200 mulas luego de haberlas mantenido un año pastando en Atacama la Baja (ANB Exp. Coloniales, E n° 1784, f. 249). En los inicios del siglo XVIII, el control de los corregidores sobre el abastecimiento de mulas era prácticamente absoluto: “Únicamente los gobernadores del Perú [Atacama] envían a buscar mulas a Chile, han prohibido el comercio a los demás. Hacen con ello grandes ganancias pues las venden caros… Esta es una de las entradas de los gobernadores además del impuesto de tributación que cobran por los indios” (Bauver [1706-1707], en Pernoud 1960: 18). Esta situación de facto fue posteriormente oficializada por la legislación colonial con los “repartos de mercaderías” que constituyeron una atribución de los corregidores que les otorgaba el derecho de ser los únicos proveedores de determinados productos (manufacturas, materias primas y ganado) en sus jurisdicciones. El sistema de repartos permitía crear y fomentar nuevas necesidades de consumo entre los indígenas, además de obligarlos en muchos casos, a comprar a precios absurdos productos innecesarios o especies tradicionales -como la coca o la ropa de la tierra- que ellos podían producir por sus propios medios o adquirir por intercambio en otras regiones. Este monopolio institucionalizado se sustentaba en el endeudamiento a largo plazo, cuyo pago se realizaba durante el periodo de ejercicio del cargo. A pesar de los abusos y las quejas, la Corona no podía permitirse suprimir esta práctica porque constituía una pieza importante del engranaje colonial. El comercio permitía a los corregidores aumentar sus ingresos y paliar así un salario que era considerado como insuficiente para sus expectativas y que, por lo tanto, podía amenazar la recepción de los tributos en las cajas reales (Hidalgo 1982: 195-197; Sanhueza 1991). En 1751, una Real Cédula ordenó la fijación de aranceles diferenciados según las características de cada provincia, estableciendo los precios y cantidades máximas de venta de estas mercancías. Se justificaba allí la necesidad de este sistema de “créditos” puesto que sin él los indígenas no podrían adquirir los productos, a la vez que se señalaba la inmejorable posición de los corregidores para llevarlo a efecto sin riesgo de perder su inversión. Se valoraba, por último, los beneficios que para la Real hacienda traía el consecuente ingreso por concepto de alcabalas y la seguridad del pago puntual del tributo recaudado por los corregidores (Hidalgo 1982, 2004). En 1753 se determinó el arancel correspondiente a la provincia de Atacama, estableciéndose los productos permitidos con sus cantidades y precios. En éste, las mulas eran la mercancía que aportaba mayores ganancias. Con un máximo de 500 cabezas, el

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precio por unidad debía ser de 21 pesos (Hidalgo 1982: 197). En la práctica, este arancel, ya elevado, no fue respetado y los precios de las mulas llegaron a alcanzar, como lo denunciaban las autoridades atacameñas, hasta 26 pesos por unidad (ANB T e I E, 1755 n°59 f. 7v.). En 1776, quizás para oficializar nuevamente una situación de facto, el arancel de Atacama fue modificado y el precio del mular se elevó a 25 pesos (Hidalgo 1982: 198). Pero no sólo la comercialización local de la acémila era controlada por los españoles, sino también su producción, crianza y distribución en los diferentes mercados. El auge de la producción mular había comenzado a partir de las primeras décadas del siglo XVII y se convirtió rápidamente en un rubro importante de la economía colonial. El circuito comercial del ganado, dirigido fundamentalmente a los mercados mineros altoperuanos, era manejado por grandes y medianos productores españoles que, asociados en compañías ganaderas, vendían los animales directamente a los compradores o a los intermediarios que los comercializaban, a su vez, en los centros mineros o en las ferias (Assadourian 1982: 4041, 179). En Atacama no había producción mular por lo que el ganado debía adquirirse y ser trasladado desde Chile o del Tucumán.4 En este último, el valle de Salta llegó a convertirse en el más importante centro redistributivo de ganado proveniente de distintos lugares de crianza. La ciudad y su feria anual eran el punto de encuentro de mercaderes y productores, y, entre los principales compradores estaban los corregidores (Concolorcorvo [1766] 1959: 314-315). Un contrato de venta de mulas efectuado entre el comerciante potosino Agustín Gil Caballero y el corregidor de Atacama, Francisco de Argumaniz, en 1773, ilustra el proceso de encarecimiento que sufría el ganado desde los centros de crianza a los de redistribución y de allí a su destino final. Por esa fecha, el precio de una mula en su lugar de origen, por ejemplo, en la provincia de Buenos Aires, era de 12 a 16 reales (1 ½ a 2 pesos). Luego, una vez trasladada a la feria de Salta, su valor oscilaba entre los 8 y los 9 pesos (Concolorcorvo, 1959: 314-315). El comerciante de Potosí mencionado, había comprado 1.002 mulas en esa feria, revendiéndolas al corregidor de Atacama en 14 pesos cada una. Éste, a su vez, las había repartido en el corregimiento entre 21 y 25 pesos (AGNA IX, 32-9-7, n° 286, 1776, f.1). Los costos que involucraba el transporte y la circulación del ganado y, sobre todo, la secuencia de intermediarios que se beneficiaban con las reventas, aumentaban notablemente su precio, perjudicando directamente a los arrieros indígenas, quienes – al menos dentro de los márgenes legales- sólo podían adquirirlo a través del reparto. El 4

Como es sabido, la mula, producto de la cruza de asno y yegua o de burra y caballo, es estéril por su calidad de híbrido. Por tanto, al no poder reproducirse, su demanda en el mercado es constante.

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control de la producción y la circulación de la acémila, permitía a los empresarios españoles manejar un componente clave de la circulación mercantil colonial, que reportaba importantes beneficios económicos y creaba, a la vez, una relación de dependencia de los arrieros respecto de sus proveedores. LOS ARRIEROS ATACAMEÑOS Y LA INCORPORACIÓN DE LA MULA DE CARGA A pesar de todo lo anterior, la arriería mulera llegó a convertirse, efectivamente, en uno de los medios más importantes de inserción de los atacameños en el sistema mercantil colonial. Según la revisita del Duque de La Palata efectuada en Atacama en 1683, la población tributaria -sobre todo aquella de la provincia de Atacama la Baja- dependía mayoritariamente de la arriería: “… mantienense los indios con sus mulas por ser todos arrieros” (AGNA IX, 7 -7- 1, 1683, f.1). De acuerdo a ese informe, ésta era la única actividad que permitía el pago de las tasas tributarias. Aunque podían existir otras alternativas para adquirir circulante o se recurría al pago en especies, la arriería había adquirido un rol protagónico para el cual las mulas se habían vuelto indispensables, como declaraban los propios arrieros al denunciar los abusos de los corregidores en los precios de venta del ganado (ANB T e I E, 1755, n° 59, f.41). Esta dependencia del ganado europeo ¿era una consecuencia “natural” de la política implementada por los españoles? La presión ejercida por el sistema colonial para introducir este ganado fue un hecho común a distintas regiones de los Andes. Sin embargo, no fue siempre asimilada por las poblaciones locales. Muchas veces se pretendía introducir mulas allí donde no se requerían. A modo de ejemplo, según la revisita de La Palata, en algunas provincias como la de Chayanta, los tributarios se quejaban por la compra obligada de mulas a que los sometía el corregidor, siendo que no las utilizaban ni las necesitaban, puesto que sus actividades económicas se centraban fundamentalmente en la agricultura y en la venta de fuerza de trabajo en las haciendas españolas (Sánchez- Albornoz 1978: 132133). En el corregimiento de Lípez, por otra parte, la arriería constituyó una actividad de gran importancia. Sin embargo, el ganado mular no llegó a desplazar ni a adquirir la relevancia del camélido para el transporte de carga. Esto se debía, en buena parte, a condiciones ecológicas. En el altiplano y puna, las mulas no siempre podían competir con las llamas, tanto por un problema de adaptación como de costos. Ciertos trajines vinculados a la minería de altura, producían tales estragos en este ganado que volvían el negocio improductivo (Concolorcorvo 1959:327-328). Por eso, hasta muy avanzado el siglo XVIII, las llamas seguían llevando el peso de esta actividad. En los minerales de Lípez, aunque

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los indígenas poseían ganado mular, fue el camélido el animal utilizado para la baja de los metales y el abastecimiento a las minas de leña, yareta, sal y otros productos e insumos durante todo el período colonial (AGNA XIII, 23-10-2, C P, Varios Padrones 1611-1690, 200 fs.; ver también Gil Montero 2011). Sin embargo, los arrieros de Lípez no sólo se desplazaban a través de la puna. En general, esta población también se caracterizó por su desarrollada capacidad de movilidad. Regularmente realizaban viajes a las tierras bajas de ambas vertientes cordilleranas y tenían los medios para alimentar a grandes masas de ganado, tanto autóctono como europeo (Lozano Machuca [1581] 1885; Cañete y Domínguez [1791] 1974; Bertrand 1885). Incluso durante el siglo XIX, que podríamos considerar como uno de los periodos de mayor auge de la arriería mulera - sobre todo de aquella vinculada a la actividad minera de los desiertos de Tarapacá y de Atacama- los lípes se desplazaban principalmente con su ganado camélido; y las mulas, si bien fueron utilizadas (sobre todo por los arrieros de San Cristóbal), representaban una proporción comparativamente menor. Además, estos caravaneros continuaron siendo importantes proveedores de camélidos a las regiones circundantes, cuya demanda no disminuyó drásticamente. La llama siguió siendo un animal doméstico de gran relevancia y un valioso objeto de intercambio interregional (Platt 1987; Nielsen 1997). En este contexto, podríamos considerar que las estrategias reproductivas “tradicionales” locales eran pertinentes y se adaptaban al escenario colonial. Podemos pensar, entonces, que en los indígenas de Atacama operó una estrategia diferente al decidir innovar en su tecnología ganadera de movilidad, puesto que el nuevo “insumo” o animal de carga efectivamente respondía a sus necesidades –o a las nuevas necesidades originadas por el régimen colonial- y porque tenían los medios para adquirirlo y para mantenerlo a pesar de los costos que implicaba. Las mulas representaban una serie de ventajas para la actividad arriera de Atacama, sobre todo para el tráfico hacia el litoral desértico, especialmente a Cobija. La ruta a este puerto, como se ha descrito anteriormente, presentaba condiciones difíciles para el camélido, adaptado a las tierras altas. Si bien los factores tiempo y distancia no eran determinantes para impedir el acceso de caravanas -dado que las llamas puede recorrer distancias mucho mayores- , si lo era el costo que esto implicaba para los rebaños. El desplazamiento hacia la costa en caravanas de llamas era un hecho frecuente en tiempos prehispánicos, pero para ello se utilizaban otras rutas u otras alternativas de acceso a enclaves costeros más fértiles, aunque algo más distantes, como la desembocadura del Loa (Nuñez y Dillehay 1979: 6869). Sin embargo, la frontera norte colonial de Atacama no incorporó Puerto Loa a su jurisdicción, sino a la de su vecino corregimiento de Tarapacá. Por este motivo, los intereses de los corregidores de Atacama se centraron en Cobija, estableciéndose allí el foco de las operaciones extractivas y portuarias. Estas razones, junto con la presión de la racionalidad mercantil que imponía la lógica de la rapidez y de la rentabilidad, hicieron indispensable este trayecto, y con él, las mulas.

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ESTRATEGIAS ANDINAS, RENTABILIDAD COLONIAL La venta de fuerza de trabajo (fletes) y la articulación de formastradicionales de intercambio con la comercialización de productos en los mercados, permitía a los arrieros adquirir animales y reunir el dinero necesario para pagar el tributo. De hecho, más allá de las exigencias fiscales, la arriería permitía, al menos a un sector de la población, satisfacer otras necesidades de consumo. Sin embargo, las condiciones salariales eran bastante precarias. A modo de ejemplo, en la segunda mitad del siglo XVIII se recibía entre 1 y 2 pesos por carga, cantidad que no siempre era pagada en dinero (Arze, J. A., en Hidalgo 1983: 142; AGNA IX 32-9-7 n° 286, 1779, f.2 -10). Las distancias a recorrer eran largas. Potosí se encontraba aproximadamente a 600 km, y por las características de la actividad de un arriero –que requerían de determinados períodos de permanencia en los lugares de destino- generalmente no se efectuaba más de un viaje al año (Concolorcorvo 1959: 322). La perdida de animales en la ruta era cosa común, dadas las condiciones climáticas. Ello significaba la pérdida de una inversión elevada para las posibilidades de un arriero, con los consecuentes estragos en la carga. De esa manera, es probable que los salarios que recibían por viaje no siempre cubrieran en su totalidad los costos que éste implicaba. Por otra parte, el monto del tributo anual, era de 10 pesos en Atacama. Por lo tanto, todo indica que no era posible la supervivencia de la arriería asalariada sin su articulación con actividades de intercambio y transacciones independientes. Un buen ejemplo de ello es el tráfico del pescado seco y las formas en que éste era adquirido y luego intercambiado o comercializado. Aunque los españoles controlaban parte de su extracción y circulación, los arrieros de Atacama también “trajinaban” el charquesillo. Como en el siglo XVI, accedían a él a través del intercambio con los pescadores costeros, con los que habían mantenido relaciones económicas desde tiempos prehispánicos. Entre los productos más apetecidos por las poblaciones de la costa, estaban la “ropa de la tierra” (tejidos) y la coca (Bittman 1977: 54-55). Mientras la primera podía ser de origen local, la coca era adquirida por los arrieros en sus centros de cultivo en las regiones cálidas orientales o también en Potosí. En 1787, el intendente de Potosí describía la manera en que los arrieros se proveían del pescado para luego venderlo en el Alto Perú, proporcionándose así una ganancia en dinero o plata: “(Los arrieros de Atacama)… viven dedicados al cambio y rescate del pescado congrio y charquesillo, que regularmente conducen a esta plaza [Potosí], a Chuquisaca y Oruro, para lograr del mayor aumento en su estimación: las primeras manos expendedoras son los indios naturales del puerto de Cobija, con

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quienes tratan los rescatiris5 a cambalache de ropa, coca, y otras menudencias de ningún provecho; por eso no lo tienen, aunque sea penoso y continuo su trabajo, y solo los rescatiris aprovechan del aumento de cuatro pesos en que lo compran a diez en que de ordinario lo venden en las citadas plazas (Del Pino Manrique [1787], en Bertrand 1885: 144-145). El pescado era también un producto altamente cotizado por los españoles, y podía ser intercambiado por otras mercancías, como el ganado, incluso dentro de criterios monetarios de cambio. Como lo expresa esta transacción de mulas por pescado o plata entre un español y un arriero de San Pedro de Atacama: Rodrigo indio del ayllo de Betere debo 80 pesos a Don Mariano Carrizo que me ha suplido mulas y burros a precios de mi satisfacción, que pagare en Incaguasi al termino de 5 meses en pescado o plata a los precios de tres pesos y 4 reales arroba de congrio salado puesto en dicho mineral (AGI Charcas, 529 (3), f.11). 6 A través de la combinación de formas de intercambio interétnico con transacciones mercantiles, y de la capacidad de movilizar productos a distancias tan considerables, los arrieros de Atacama se integraban en el sistema económico colonial. Cabe preguntarse, sin embargo, si esta era una estrategia generalizada en la población de Atacama, y si todos los indígenas tenían los medios para adquirir ganado mular. Ello, a su vez, plantea la posibilidad de que la arriería mulera implicara algún grado de especialización dentro de las comunidades. Para abordar este problema, es necesario considerar algunos aspectos generales de estas sociedades agroganaderas y “caravaneras”, e intentar visualizar si el reemplazo del tráfico llamero por la arriería mulera provocó consecuencias significativas a nivel de la organización socioeconómica de los atacameños.

LA “SUSTITUCIÓN” DE LA LLAMA DE CARGA En las sociedades andinas, el ganado autóctono constituía un bien de primera importancia tanto económica como social. La crianza de llamas no sólo aportaba una fuente directa de alimentación y materia prima, un medio de desplazamiento y un producto trocable por otros; también era un recurso de inserción de la unidad domestica dentro de una estructura social compleja, sustentada en una serie de relaciones de reciprocidad institucionalizada. Las relaciones sociales de producción se fundaban –se fundan- principalmente en el parentesco. De ahí que también fueran los vínculos de parentesco los que aseguraran a 5

Rescatiris: nombre que se daba a los traficantes indígenas que intercambiaban y movilizaban guano y charquesillo. 6

Agradecemos a Jorge Hidalgo por habernos facilitado esta información.

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cada unidad doméstica la adquisición de ganado. La herencia, los regalos asociados a determinados ceremoniales durante la infancia y adolescencia, y, sobre todo, el matrimonio, eran los mecanismos a través de los cuales un individuo accedía no sólo a animales sino también al derecho de usufructuar de los recursos de sus parientes y de la comunidad. Estos derechos implicaban, a su vez, responsabilidades y obligaciones recíprocas con los otros miembros de la comunidad en las distintas labores productivas, incluido el pastoreo. Por todo ello, el ganado camélido representaba mucho más que un bien económico (Flores Ochoa 1977; Murra 1975: 124-126). Al iniciarse el período colonial y prácticamente durante todo el siglo XVI, la llama fue indispensable en la circulación mercantil interregional. En ese contexto, las poblaciones agro ganaderas andinas –en términos generales- pudieron desenvolverse no sólo como mano de obra para los trajines, sino también como proveedoras de la energía animal. La propiedad del ganado, su tecnología y su organización socio-productiva tradicional, podía proporcionales ciertas garantías. Con la introducción del mular, se iniciaba un proceso de mercantilización del “medio de producción” que sustentaba a la actividad arriera y que, en el caso de Atacama, se convertía en una de las principales actividades económicas. Como híbrido, este tipo de ganado no se reproduce, por lo tanto su compra suministraba exclusivamente un instrumento de trabajo que no cumplía con las funciones económicas y sociales complementarias de la llama. Cabe preguntarse si esta disociación arriería - ganado autóctono repercutió en una readecuación de la organización socio productiva familiar y comunitaria. La comunidad y los parientes tenían un rol fundamental en la adquisición y reproducción del ganado camélido de cada unidad doméstica y de la colectividad en su conjunto. El ganado mular, al parecer, se consideraba como una propiedad privada, adquirida de acuerdo a criterios mercantiles. En este caso ¿jugaba la estructura social la función reguladora y redistributiva tradicional? Sabemos, por otra parte, que no todos los atacameños tenían los medios para adquirir acémilas. Aunque en el informe de la revisita de Atacama de 1683 se describía a la arriería mulera como la principal actividad de los tributarios de Atacama la Baja y en menor proporción de los de la provincia Alta, en la revisita de 1752, el corregidor Fernández Valdivieso relativizaba esta situación, señalando que no todos los tributarios podían realizar viajes distantes. En Atacama la Baja, pero sobre todo en la Alta, era preciso aceptar que una parte significativa de ellos pagara su tributo en especies, principalmente trigo (AGNA, IX 7-7-1, CG, 1683-1777, fs. 20-20v, 59). Aunque debemos tener reparos con ciertas versiones oficiales, sobre todo de un corregidor como Valdivieso, cuyos abusos y corrupción dieron origen a más de un pleito por parte de los indígenas (ver Hidalgo 1982), esta información sugiere algunas preguntas. Si en ambas

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provincias del corregimiento sólo una parte de la población tenía mulas y los medios para desplazarse a otras regiones ¿expresa esta situación algún tipo de diferenciación económica entre los atacameños? o ¿se trata de una distribución de las actividades productivas y de algún nivel de especialización al interior de estas comunidades? Si no todos los habitantes del corregimiento tenían la posibilidad de desplazarse para comercializar sus productos (y por tanto acceder a dinero o circulante), es posible que funcionaran mecanismos de reciprocidad entre aquellos que podían producir excedentes (agrícolas u otros) y quienes tenían los medios para transportarlos y comercializarlos en los mercados urbanos y mineros altiplánicos o en las grandes haciendas de los valles transcordilleranos. De hecho, esa fue la función de los “caciques cobradores” que, sobre todo durante la segunda mitad del siglo XVIII, debían comercializar para convertir en dinero las especies tributadas por los atacameños, especialmente los que se encontraban en otras jurisdicciones (Hidalgo 1978). Estos cobradores eran designados por las autoridades españolas y debían entregar una fianza en dinero previa a cada recaudación. Además, tenían que responder por quienes no cumplían con sus tasas. Estas responsabilidades y el necesario y constante desplazamiento que este cargo implicaba, indican que los caciques cobradores gozaban de un poder económico comparativamente mayor de los demás tributario (Hidalgo 1982: 225-226). De hecho, el ejercicio de este cargo se sustentaba en la actividad arriera y en el manejo comercial de las especies tributadas u otras que adquirían en los centros mineros y haciendas españolas (Hidalgo 1978:79). La escasez de numerario fue una situación constante en Atacama colonial. Sin embargo, los arrieros accedían a él permitiendo cubrir el déficit de circulante. En este sentido, éstos, especialmente al ejercer el cargo de cobradores, desempeñaban un rol importante en la reproducción del sistema mercantil –o pseudo mercantil- de la región, contribuyendo, a la vez, a impedir la desintegración de sus comunidades frente a la presión tributaria. Es posible, entonces, que el proceso de mercantilización del tráfico interregional –o de parte de él- y del manejo creciente de ganado mular, se hayan convertido en uno de los factores que produjeron esta evidente diferenciación económica entre los atacameños, aunque no podemos descartar que sus orígenes se remonten a períodos prehispánicos. LA ARRIERÍA Y LAS TRANFORMACIONES EN LA TECNOLOGÍA GANADERA La sustitución de la llama de carga por la mula ¿implicó cambios tecnológicos de importancia? Debemos considerar que la energía animal cumplió un rol fundamental en el desarrollo del tráfico prehispánico. La crianza masiva de la llama y la necesidad de su domesticación para la carga y el desplazamiento, requirieron del desarrollo de una tecnología adecuada a las condiciones de extrema aridez que caracterizan a gran parte de

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este territorio andino. La ganadería era una actividad común no sólo a las poblaciones que ocupaban preferentemente las tierras altas, sino también a aquellas asentadas en ambas vertientes cordilleranas. Las tierras altas de la puna tenían gran relevancia, puesto que, a pesar de sus condiciones climáticas severas articulaban la circulación entre los oasis y valles de ambas vertientes cordilleranas y ofrecían recursos forrajeros permanentes, fundamentales para el ganado y la vida humana (Núñez y Dillehay 1979). En ese contexto, la crianza del camélido en general y la domesticación de la llama para la carga proporcionaba una serie de ventajas para el desplazamiento en los Andes. Su adaptación al medio andino, en ambiente de puna y de pre-puna, le permitía una relativa autonomía, puesto que consume distintos tipos de forraje natural que crecen en lugares aparentemente estériles. Normalmente, un macho adulto tiene una capacidad de carga de 35 a 40 ks y posee la resistencia necesaria para emprender viajes prolongados, caminando un promedio de seis a ocho horas diarias, pudiendo alcanzar unos 25 kilómetros por jornada. Finalmente, una tropa de llamas no precisa de un número elevado de arrieros; una recua de 15 a 20 animales, por ejemplo, puede ser conducida por dos personas sin mayores dificultades (Custred 1974: 276; Palacios 1981: 227). Sin embargo, la preparación de los animales para la carga requería de ciertas especificidades en el proceso de domesticación y de reproducción. La domesticación comenzaba a los dos años de vida, aproximadamente, cuando se sometía a los machos a llevar pesos cada vez mayores y se los acostumbraba a seguir al resto de la tropa. Aunque normalmente el tiempo de vida de una llama puede alcanzar los 20 años, su período productivo es menor y se la sacrificaba antes para aprovechar su carne (Custred 1974: 276; Gundermann 1984: 105-107). Para su reproducción, el camélido doméstico destinado al tráfico dependía de ciertos cuidados básicos. Hasta hace algunas décadas el sistema del “machaje”, era una práctica generalizada que consistía en alimentar y mantener separadamente a machos y hembras, para juntarlos sólo en el período de verano para el apareamiento (Palacios 1981: 230; Gundermann 1984, 1998). Esta separación física de ambos sexos durante el resto del año cumplía una doble función: impedía que los machos perdieran su capacidad reproductiva, a la vez que permitía alimentar y domesticar una gran cantidad de machos cargueros. Esta técnica de reproducción dirigida –que en la actualidad tiende a desaparecer junto con el caravaneo- requería de un doble y simultaneo manejo de pastizales, cuya práctica, dadas las exigencias nutritivas de los animales para el transporte, implicaba una relación “espacioganado” y “calidad de forraje-ganado” muy diferente a la actual (Gundermann 1984: 120). Si consideramos las proporciones numéricas que podían significar estas tropas –en relación a la disponibilidad de forraje en nuestra región, no siempre abundante y sobre disperso-, es muy posible que ello exigiera, además, una inversión de tiempo y mano de obra mucho mayor a lo que hoy representa el pastoreo de llamas en Atacama.

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A estas técnicas especializadas para el caravaneo, se sumaba el indispensable manejo estacional de pastizales ubicados a distintas alturas, característico del pastoreo andino y, especialmente, del área circumpuneña. En un medio de características tan extremas, la alimentación y reproducción masiva del ganado, dependía de la optimización del manejo de los dispersos y distantes pastos o vegas naturales. Aunque el forraje puneño es permanente, su utilización es estacional, dadas las bajas temperaturas que se registran en invierno. Ello implicaba un desplazamiento transhumántico tierras altas –tierras bajas (puna-oasis transpuneños), de acuerdo a los ciclos calendáricos. El desarrollo de esta movilidad ganadera permitía la combinación del manejo de recursos forrajeros distantes con la circulación y el intercambio de productos. En este sentido, la ganadería se complementaba con la práctica del caravaneo, asegurando, a su vez, la reproducción del ganado (Núñez y Dillehay 1979:4). Por otra parte, la dispersión de los pastos y su uso diferenciado, según los niveles altitudinales, requerían de un sistema de asentamiento que permitiera un cierto grado de flexibilidad. En la actualidad, las comunidades agropastoriles de Atacama se caracterizan por mantener un patrón de doblamiento disperso y complementario, que alterna la residencia en núcleos poblacionales más permanentes con la ocupación temporal de viviendas o estructuras habitacionales llamadas “estancias”, diseminadas en torno a las fuentes de agua y pastos de altura (Aldunate y Castro 1981:40-43). Un aspecto relevante de la tecnología ganadera andina es el manejo colectivo de los recursos naturales. Sin embargo, esto no significa que su utilización fuera indiscriminada. Para las comunidades precordilleranas de Atacama, si bien los pastizales tienen un carácter comunitario, su explotación está supeditada a un “orden” establecido que regula los derechos de acceso. Un grupo familiar o una comunidad determinada no pueden utilizar indistintamente cualquier vega para alimentar su ganado, a la vez que cada nicho forrajero suele estar sectorizado, distribuyéndose en él los espacios a ocupar por cada familia. Por otra parte, existen pastizales que son explotados exclusivamente por los miembros de una comunidad, y otros de carácter intercomunitario, es decir, que se utilizan por más de un pueblo o comunidad (Aldunate y Castro 1981: 40-30; Serracino y Stehberg 1975: 89; Folla 1989). ¿Cómo se distribuían, durante el período prehispánico y colonial, los derechos de uso entre los habitantes de Atacama, sus parcialidades o sus ayllus? Sabemos, en base a información etnohistórica, que en los Andes había también pastizales utilizados en forma multiétnica. Por tanto, más allá de las variables estrictamente locales, existían ciertos principios o acuerdos colectivos que permitían el manejo de determinados nichos forrajeros por más de un grupo étnico (Murra 1975:67)

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A partir de estos antecedentes, es posible problematizar las repercusiones que pudo acarrear la introducción del ganado mular en Atacama desde el punto de vista las transformaciones tecnológicas derivadas, como también de la continuidad o readecuación de patrones ancestrales de manejo de recursos. En primer lugar, la arriería mulera dio inicio a un proceso de desintegración de la estrecha relación que había existido siempre entre el tráfico caravanero interregional y ciertas técnicas pastoriles tradicionales. En la actualidad, una serie de prácticas asociadas al manejo de la llama carguera, ha perdido su razón de ser. Técnicas de selección, domesticación, reproducción masiva, separación de machos y hembra (machaje), y el consecuente y específico manejo del forraje que estas actividades requerían, han desaparecido definitivamente. Gran parte del ganado de sexo masculino se destina a ser castrado y “carneado”, y sólo un pequeño porcentaje se mantiene exclusivamente para la reproducción (Gundermann 1984, 1998). La introducción de la mula también debió incidir en una readaptación de las lógicas y técnicas del desplazamiento. La acémila presentaba notables ventajas comparativas con el camélido en cuanto a capacidad de carga, resistencia a las largas distancias y velocidad, lo que permitió reorganizar el tráfico privilegiando aquellas rutas o derroteros que resultaran más funcionales y expeditos y no siempre coincidentes con las antiguas rutas troperas. Sin embargo, es importante considerar que el ganado mular es más dependiente del hombre que la llama, sobre todo en tierras altas, y requiere más constancia respecto a sus cuidados. Es decir, si su capacidad de carga triplica la de la llama –lo que constituye una de sus principales ventajas respecto a ésta-, su consumo en forraje es dos a tres veces mayor. Este factor es importante si se consideran las condiciones ecológicas de Atacama. Normalmente, la alta demanda alimenticia de la mula se resuelve complementando su consumo de pasto natural con forraje artificial, fundamentalmente alfalfa y, en menor medida, cebada. Por este motivo, la adquisición de este ganado estaba generalmente asociada a la introducción de nuevos cultivos. Esto a su vez, daba origen a un conjunto de transformaciones de las técnicas agrícolas y de las prácticas de manejo de pastizales. Sin embargo, este proceso en Atacama, se dio en una etapa muy tardía, que escapa a nuestro periodo de investigación. Durante el periodo colonial, la alimentación del ganado europeo, en general, se resolvió con los recursos y con las técnicas tradicionales de manejo de pastos.

LOS “PASTOS DEL COMÚN” Y LA SOCIALIZACIÓN DE LOS RECURSOS NATURALES Según nuestros antecedentes, mientras en la vecina región de Tarapacá las primeras chacras de alfalfa fueron relativamente contemporáneas a la llegada del ganado europeo, y se extendieron con profusión durante el siglo XVIII (Villalobos 1979:109), en Atacama, este

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cultivo parece ser bastante más tardío. Sólo hacia 1791 conocemos referencias a la siembra de alfalfa, pero en chacras pertenecientes al corregidor (Cañete y Dominguez 1974: 246). Al parecer, los pastos naturales de los oasis piemontanos y las vegas de altura continuaron siendo la principal fuente de forraje. En los siglos XVII y XVIII, los documentos mencionan constantemente la importancia de los pastos del “común” para la alimentación de las mulas y del ganado en general. La posibilidad de usufructo de sus recursos naturales fue un factor fundamental para el desarrollo de la arriería indígena en Atacama: “Por la proporción con que mantienen sus mulas sin mayor costo a beneficio de un engorde fuerte y substancial que no les falta todo el año en unas famosas ciénagas que tienen en diferentes partes de su provincia, especialmente en el territorio de Calama” (Arze, J. A. en Hidalgo 1983:142). Las referencias documentales a los “pastos del común” indican el reconocimiento de un carácter colectivo y de la ausencia de propiedad privada sobre el forraje natural. Pero estamos todavía lejos de conocer las condiciones específicas de la distribución de los derechos de usufructo. Los arrieros, al parecer, no podían ocupar y mantener sus animales en cualquier vega local. Esto tampoco estaba limitado estrictamente al lugar de nacimiento, como lo manifiesta el caso del arriero Martín Caur, natural del pueblo de Ayquina, quien en 1677 testimoniaba haber recibido el pago que le correspondía por la ocupación que un mulero español había hecho de sus pastos de Chiuchiu. De acuerdo a esa información, el pago por los pastizales utilizados por el español se había repartido entre todos aquellos indígenas que poseían y compartían algún tipo de “derecho” sobre ellos. El arriero citado, siendo natural de Ayquina “poseía” tierras y pastos en Chiuchiu. ¿En base a qué criterios un individuo o unidad familiar podía acceder a recursos no circunscritos a su localidad de origen? Es posible que las alianzas de parentesco, fundamentalmente los matrimonios entre miembros de pueblos o ayllus diferentes, haya sido una estrategia social recurrente para complementar y diversificar el acceso a distintos nichos productivos en la región (Martínez 1998). Otro aspecto a considerar se refiere al manejo de los pastos puneños, a veces muy distantes de los núcleos más poblados. La disgregación y permanencia temporal de arrieros y pastores en las estancias de altura debió ser significativa, puesto que dificultaba el control de las autoridades españolas sobre la población. En 1755, a raíz de un pleito establecido por los indígenas de Atacama la Alta contra su corregidor, se mencionan las actividades ganaderas, mineras, de caza, comercio e intercambio que se desplegaban en esos vastos territorios. Allí se alimentaba estacionalmente no sólo ganado camélido, sino también mular, vacuno y ovino. Por ejemplo, se denunciaba los casos de seis indígenas de Atacama a los que el corregidor había arrebatado u obligado a venderle a bajo precio un total de 29 mulas, 26 vacas, 24 ovejas y 2 caballos que éstos mantenían en sus estancias puneñas

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(ANB T e I E n° 59, 1755, fs. 33v-60; ver también Hidalgo y Castro 1998). Otro rubro importante desarrollado allí era la caza. Las lanas y cueros de vicuña eran comercializadas por los atacameños con el corregidor de Atacama, pero también en los valles transandinos de Salta. Como consigna esa fuente, varios pobladores de Toconao poseían estancias en las vegas de Olaros, al oeste de Susques, donde además de actividades ganaderas, se explotaban minerales. Las estancias de los atacameños, diseminadas a través de la puna, llegaban incluso a transgredir los límites del corregimiento. Entre las localidades nombradas por los arrieros se encontraba por ejemplo, la de “Antofaxata”, probablemente la actual Antofagasta de la Sierra, y que la sazón sobrepasaba con creces las fronteras coloniales de Atacama (ANB T e I E n° 59, 1755, f. 29v). Pero el espacio productivo ocupado por pastores y arrieros de Atacama, sobrepasaba también las supuestas fronteras étnicas. Durante los siglos XVII y XVIII, tenemos abundantes referencias sobre el desplazamiento de tributarios de Atacama hacia distintas localidades de los corregimientos de Lípez y Tucumán, donde se dedicaban a actividades mineras, agrícolas y ganaderas (Hidalgo 2004; Martínez 1998). En la revisita de Atacama de 1683 se establecía que un alto porcentaje de la población –sobre todo de Atacama la Alta- se encontraba fuera del corregimiento y, aunque en general no se especifica el tipo de actividad que estaban realizando, en tres casos se menciona la ganadería. Dos tributarios se encontraban en Lípez y uno en Tucumán “por la comodidad de los pastos para sus ganados” (AGNA IX, 7-7-1, 1683, f. 22v). Por su parte, la revisita realizada al corregimiento de Lípez, en 1689, describe el mismo sistema de asentamiento disperso en estancias y la utilización de ciertas vegas por forasteros provenientes de diferentes provincias, incluso de Atacama (AGNA XIII, 23-102, 1960, f. 117v). En el corregimiento de Tucumán, en la localidad del río de San Juan –ubicada en la zona fronteriza de este corregimiento con los de Lípez y Chichas-, la revisita de Atacama registra un número muy significativo de tributarios de los oasis del desierto instalados temporalmente allí. Este paraje parece haber sido un verdadero enclave atacameño por su potencial forrajero además de sus otras posibilidades productivas (ANB Exp. Col. E n° 2451, 1683, f. 131). Aunque no podemos determinar con claridad cómo se distribuían en ese espacio los distintos grupos sociales que lo habitaban, al menos podernos afirmar que este asentamiento, ocupado por poblaciones que se reconocían como tributarios de Atacama, se localizaba dentro de un área de interacción multiétnica. Los pastos de Atacama, por otra parte, específicamente de Atacama la Baja, parecen también haber sido explotados, en algunos casos, por grupos provenientes de otras regiones. En los siglos XVII y XVIII, las fuentes parroquiales registran una presencia significativa de forasteros de Lípez y de Tarapacá, quienes se encontraban en forma

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permanente o transitoria en distintas localidades provistas de recursos agroganaderos (Martínez 1998). En este contexto general se insertaba la actividad arriera de los atacameños. Aunque no podemos identificar las modalidades según las cuales se establecían los derechos de uso sobre determinados pastizales, sí podemos constatar que los arrieros funcionaban dentro de una estructura y de acuerdo a pautas sociales y económicas no-mercantiles que podían asegurar la reproducción de esta actividad: el derecho a utilizar los recursos locales “sin costos”, el sistema de manejo estacional de pastos que, a través de toda una infraestructura de estancias permitía la mantención y alimentación de las mulas y del ganado en general, y que por su dispersión facilitaba además el tráfico dentro y fuera de Atacama; por último, la ausencia de fronteras étnicas rígidas que no impedía la explotación de recursos ganaderos en territorios supuestamente pertenecientes a otros grupos. La tecnología ganadera, en este sentido, debe considerarse no sólo desde un punto de vista “material” o técnico, sino también a partir de las relaciones sociales que operaban dentro de ella. La implementación y desarrollo de la arriería indígena colonial, precisa ser profundizada también desde esta perspectiva.

LA INTRODUCCIÓN DE LA ALFALFA EL INICIO DE NUEVOS CAMBIOS Aunque no se enmarca dentro de nuestro período de estudio, consideramos pertinente hacer algunas observaciones respecto a lo que pudo significar, desde el punto de vista tecnológico, económico y social, la posterior introducción de este cultivo en la región. En estrecha relación con la actividad arriera y ganadera en general, la producción del forraje artificial implicaba, en primer lugar, una mayor integración entre las técnicas ganadera y agrícola. Ante la necesidad de movilidad constante a que está sometido el pastoreo andino en general, el cultivo de la alfalfa permitía mantener el ganado durante más tiempo en un lugar determinado e independizarse, en cierta medida, del manejo de pastizales distantes (Gundermann 1984, 1998). Otro factor importante es que la plantación de alfalfares tiende a producir una privatización de la tierra y del forraje. Si las vegas son normalmente de usufructo colectivo, la alfalfa implica la utilización de las chacras familiares o la parcelación de nuevas tierras para su cultivo. En la dé cada del 1830, por ejemplo, el Estado boliviano impulsaba, al parece por primera vez en la provincia, el cultivo intensivo de alfalfares en Calama, Chiuchiu y San Pedro de Atacama, otorgando a los indígenas las semillas y un plazo de ocho meses para sembrarlos y ponerlos bajo tapia. Como precisaba un funcionario de gobierno:

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En Calama hai terrenos para repartir a dies mil pobladores…y no hai mas tapial que uno que he mandado construir yo este año para estimularlos y solamente los indigenas siembran y pircan todos los terrenos que necesitan i hai campos disponibles de terrenos valdíos, les he repartido semilla de alfalfa por estado, en Calama dos fanegas, en Chiuchiu dos, en Atacama otras dos, y todos los hijos del país ban poniendo sus alfalfares (ANB, Ministerio de Hacienda (32) n° 18). La producción de alfalfa fue adquiriendo cada vez más desarrollo por la intensificación de la circulación en torno a la actividad minera regional. A mediados del siglo XIX, la alfalfa, se había convertido en uno de los principales cultivos de la región (Philippi 1860:53). Esto necesariamente debió provocar el reemplazo de ciertos cultivos tradicionales y la irrigación de nuevos terrenos, en detrimento de aquellos y de los pastizales naturales, cambiando definitivamente la fisonomía agrícola de la región.

A MODO DE CONCLUSIÓN La arriería indígena en Atacama surgió y se desarrolló como un medio de inserción en el sistema económico colonial. Por una parte fue una respuesta a la presión española por mercantilizar la producción y circulación local. Su fomento aseguraba la tributación en dinero como también la realización comercial de productos locales controlados por corregidores y encomenderos. La introducción de la mula respondía a los mismos objetivos. Vinculada a la institución de los repartos buscaba crear nuevas necesidades de consumo facilitando su adquisición a través de un “crédito” a plazo. La actividad arriera se convertía, a la vez, en el mecanismo necesario para responder al endeudamiento. Las mulas llegaron a ser una herramienta imprescindible para los arrieros. Sin embargo, su inexistencia anterior no había impedido el acceso de los atacameños a la costa y a regiones muy distantes siguiendo rutas adecuadas a sus necesidades específicas. La nueva organización del espacio productivo, la búsqueda de la eficiencia y la rapidez hicieron de la arriería mulera una actividad necesaria. Sin embargo, los atacameños no sólo lograron adaptarse a los cambios producidos por este proceso, sino que también reformularon sus propias estrategias de subsistencia utilizando las posibilidades que el sistema mercantil ofrecía y reproduciendo los antiguos patrones de tráfico y movilidad. Combinando el intercambio y el comercio los arrieros de Atacama articularon dos racionalidades económicas distintas, jugando un rol importante en la reproducción de sus propias comunidades. El paulatino reemplazo de un medio de producción (la llama), por otro (la mula), produjo consecuencias y cambios significativos. A pesar de ello, las nuevas

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prácticas se integraron, mientras fue posible, a la tecnología tradicional de manejo socializado de los recursos naturales. En este contexto, el área circumpuneña como espacio social continuó funcionando para la población indígena y, desde esa perspectiva, la arriería no fue sino la continuidad de un patrón de movilidad caravanera capaz de articular regiones distantes, ambientes ecológicos diversificados y grupos humanos e identidades sociales diferentes. REFERENCIAS CITADAS

FUENTES INÉDITAS AGI AGI ANB

ANB

ANB

ANB AGNA

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