Traducción de parte de Minima Etnographica de Michael D. Jackson

May 20, 2017 | Autor: Guadalupe Barua | Categoría: Translation, Embodied Intersubjectivity, Michael D. Jackson
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Descripción

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En Australia central a los dingos y a los perros se les asignan "nombres de piel" [así se designan vernáculamente a los clanes, dentro del sistema de parentesco N. de T.] y se los asimila al mundo humano. En el Tiempo del Sueño, afirman los Yallaling «los dingos y los humanos eran uno» (Rose 1992, 47). «Antepasados y contemporáneos, se cree que los dingos están todavía muy cerca de los humanos: son lo que seríamos si no fuéramos lo que somos».
Como Fred Myers sostiene en su excelente ensayo sobre los Pintubi, la tensión entre la relación
(walytja connota la "identidad compartida", los "parientes" y el "yo") y la diferencia (manuka connota al "ajeno" y a los "otros") «define el dilema básico que viven los Pintupi» (Myers 1986, 109-11,160 - 61).
Los teóricos sociales como Wagner, Bourdieu, Giddens, y Sahlins han expresado una insatisfacción similar hacia las nociones reificadas de la cultura, de la historia y de la tradición. De ahí, la noción de Wagner de la «invención de la cultura» (1980), la noción de la formulación de estrategias de Bourdieu (1977), el concepto de Giddens de «estructuración» (1979), y la observación de Sahlins de que los significados culturales existentes pueden ser continuamente re-evaluados, reautorizados y transformados según intereses cambiantes e imperativos (1985).

El análisis incisivo de Webb Keane sobre las prácticas de representación entre los Anakalang (de la isla de Sumba, Indonesia) demuestra con claridad que el lenguaje, los signos y los símbolos no son meras formas de auto-expresión o formas de objetivación auto-alienantes, sino que se hallan implicados de modo vital en el campo de la vida intersubjetiva (1997,67,92). En una postura similar, Elizabeth Povinelli muestra cómo, para los aborígenes de Belyuen (Península de Cox, Territorio del norte de Australia), la labor de caza impregna al territorio de habladurías (mal) y de sudor (wenterre). Así el lenguaje y el trabajo «causan» de modo recíproco que el territorio «piense» sobre sus ocupantes, penetre en sus cuerpos y en sus oídos, y anime su conciencia (1993, 152).

Por ejemplo, las díadas arquetípicamente próximas como madre e hijo, marido y mujer, hermano y hermana, hermano y hermano, y padre e hijo, definen en todas partes la base ontológica para el funcionamiento de la imaginación cultural, como entre los Tallensi donde «los ancestros son proyecciones de los padres» (Fortes 1949, 176), o entre los Iatmul donde «cada objeto y cada persona tiene un hermano, donde los nombres poli-silábicos se disponen en pares, y en cada
par, un nombre es el hermano mayor del otro» (Bateson 1958, 243).
Papousek 1995,58-81; Trevarthen y Hubley 1978, 212-26. Tan de repente se puebla esta fase, con gestos y movimientos que involucran al niño con otros, que Henri Wallon se refiere a ella como una «sociabilidad incontinente» (Wallon 1949, citado en Merleau-Ponty 1964,141). Es sólo en torno a los tres años que esta «sociabilidad sincrética» se transforma: «el niño deja de prestar su cuerpo e incluso sus pensamientos a los demás (...) se detiene confundido ante la situación o el rol en el que puede encontrarse comprometido. Adopta una perspectiva o punto de vista propios, o más bien entiende que, independientemente de la diversidad de situaciones o roles, él es alguien por encima y más allá de las diferentes situaciones y roles» (Merleau-Ponty 1964, 151-52).

(Lacan 1966; Schutz 1967, 1970, 1973; Winnicott, 1974; Bowlby, 1971; Mead 1934; Esterson,
1972; Laing 1965). Además, se podría suponer que las relaciones sintácticas, lógicas, matemáticas y políticas entre el sujeto y el objeto se hallan también anunciadas en la experiencia por las interacciones recíprocas, encarnadas, de ambos en la vida intersubjetiva. Sin embargo, tal punto de vista que los modelos primordiales de sociabilidad sustentan las operaciones mentales parecería contradecirse en el caso del autismo y de los idiots savants donde el genio para recordar y para hacer cálculos numéricos está acompañado de una ausencia notable de destreza social, de una falta de empatía (Luria 1968). Pero ¿no será que en tales personas las relaciones sociales se han introyectado tan profundamente que las operaciones intrapsíquicas eclipsan y suplantan a las extrapsíquicas? Y en el mismo sentido, ¿no podría argumentarse que las computadoras no son mentes en cuanto son incapaces de exteriorizar a través de un cuerpo las intenciones empáticas que se basan en la propia auto-comprensión corporal?
El relato magistral de Webb Keane sobre la noción Anakalang de dewa demuestra muy bien que las connotaciones de la intersubjetividad de la palabra también implican un sentido de identidad subjetiva. «Dewa no es sólo un principio de vida, sino también la base de la relación innata de las personas con los objetos, de las interacciones exitosas y, se podría decir, de su habilidad carismática para atraer o bien movilizar a los otros. …Onvlee [1957]... interpreta el término como 'aquello en un hombre que lo hace ser lo que es,… su carácter y en un grado importante, también su destino prefijado' y aquello que diferencia a una persona de las demás». Esta última observación es notablemente perspicaz, en cuanto dewa parece caracterizar la conjunción entre las circunstancias materiales, la trayectoria de vida de los hombres y mujeres a través del tiempo, y los rasgos distintivos de sus identidades (Keane 1997, 202). El término maorí mana conlleva una gama similar de significados: a través de una forma de autoridad y poder, heredada y de origen divino, que significa rangatiratanga (alto rango), también es una cualidad carismática que aumenta y disminuye de acuerdo a la naturaleza de las interacciones de un hombre con los demás (Marsden 1975:193-194; Mahuika 1975:89-90).
Por «capacidad negativa» John Keats refería a la capacidad de «ser en medio de las incertidumbres, de los misterios, de las dudas, sin llegar a la irritación después del hecho y la razón» (Keats 1958, 193); ver Jackson 1989, 15-16, Stoller 1989, 144-45; 1992, 212; Desjarlais 1992, 34.
Me hago eco del contraste de Sartre (1956) entre el ser-en-soi y el ser-pour - soi, que a su vez
se hace eco de la distinción de Heidegger entre meros objetos (vorhanden) a los que el interés humano o la acción no les han dado ningún significado, y los objetos que han sido elegidos y cargados con significado, a la luz de los diseños y de los deseos humanos (zuhanden).


La raíz sta aparece en numerosas palabras de origen Indo-Europeo para referir al Ser social, físico y conceptual, por ejemplo, en inglés: standing, understanding, status, estate, institution, constitution, statute, etc. (ver Strauss 1966, 143).
Un padre, en cualquier lugar, puede dar cuenta de la necesidad de los niños para decidir las cosas por sí mismos, para ordenar su propio universo, para jugar con las posibilidades del mundo en el que se encuentran. Este imperativo ontológico de "auto-coherencia", "auto-agencia", "auto afectividad" y "auto-historia", que constituye el sentido de un "yo nuclear" es evidente desde la primera infancia (Stern 1985).

John Rawls utiliza el principio de reparación como la base de una teoría de la justicia social, la idea es «corregir el sesgo de las contingencias en dirección de la igualdad» (Rawls 1971, 100-101).


Entre los Mande, kan designa tanto al lenguaje como a la garganta. Las palabras se dicen y se sienten como emergiendo desde el cuerpo. Son parte de la subjetividad encarnada de una persona.

Este tema existencial encuentra una expresión reciente en el «humanismo crítico» de Todorov quien observa, no sin ironía, que la única generalización que parece ser válida para todos los seres humanos de todos los tiempos, es que comparten «una habilidad para rechazar (...) las determinaciones» y liberarse de las condiciones apremiantes que rigen sus vidas. «Mi entorno, sin duda, me induce a reproducir las conductas que éste valora; pero la posibilidad de liberarse de estos comportamientos existe también, y ésto es esencial » (1993, 390).
Me refiero a las nociones que pertenecen a las tradiciones europeas, románticas y heroicas, de un ego trascendental que se reafirma o lucha contra las limitaciones de la sociedad, de la historia o de la biología –la «voluntad de poder» de Nietzsche, el concepto de Erich Fromm del «hombre para sí mismo»(1949), la «psicología de la voluntad» de Otto Rank (1936), la «epigénesis de la identidad» de Erik Erikson (1968), el «proyecto edípico» de Norman Brown (1959), o «la motivación autónoma» de Dorothy Lee (1976).
29 de julio de 1996: A Freya, mi hija de dieciocho meses, le encanta hacer rodar su cochecito en vez de pasearse en él. Ayer su madre le compró un cochecito de juguete. Freya lleva su Eeyore por el parque y por la habitación del motel, y no permite ninguna interferencia nuestra, celosa de su autonomía y dominio, decidida a hacer por sí misma lo que por tanto tiempo habíamos hecho por ella, a asumir el dominio activo de una situación que hasta ahora había vivido de modo pasivo. Marzo, 1997: ahora con dos años, la autoafirmación de Freya es aún más notable. «No, yo hago, papá» es su máxima constante, excepto cuando ella decide que su madre o su padre tomen la iniciativa, como a la hora de acostarse, con los cuentos. Entonces la directiva es: «Léemelo papá»


En su argumento a favor de acercarse al espacio y a la cultura nacional que reconoce la poética social, así como a las formas categóricas de la identidad, Michael Herzfeld habla del campo intersubjetivo de la sociabilidad cotidiana como de una «intimidad cultural» (1997).
Merleau-Ponty 1962, 139; cf. Benveniste 1971, 224. La noción de Merleau-Ponty sobre el cuerpo-sujeto es paralela a la de Benveniste sobre el sujeto-hablante que tiene un sentido del yo sólo en relación con el otro a quien se dirige. Esta complementariedad entre Yo-Tú es la condición tanto del diálogo como de la personalidad (Benveniste 1971, 224-25). La noción de Merleau Ponty de la experiencia del diálogo como el «terreno común» entre yo y otro (1962, 354) también puede compararse con el concepto de «imaginación dialógica» de Bakhtin (Holquist 1981) y la noción de Sartre de la lengua como una especie de materialidad que circula, análoga al dinero, en cuanto lleva mis proyectos hacia otro, y trae los proyectos de los otros hacia mí (Sartre 1982, 98).
Malinowski 1974, 107. La distinción trobriandesa entre kukwanebu ("cuentos"), por una parte, libwogwo ("leyendas") y liliu ("mitos sagrados") por la otra, corresponde a la distinción de los Kuranko entre tilei ("cuentos") y kuma kore ("habla venerable"); estos últimos son antinómicos y fomentan la communitas, los anteriores tienden a disolver el estatus, la edad y las divisiones de género (Jackson 1982a, 7)
La parataxis significa colocar proposiciones una después de la otra sin indicar las relaciones de coordinación o subordinación entre ellas. Adorno comenta: «de mi teorema de que no hay primeros principios filosóficos, se deduce que no se puede construir un argumento continuo con los pasos habituales, sino que hay que ensamblar un todo a partir de una serie de complejos parciales cuyas constelaciones no secuenciales (lógicas) producen la idea» (citado en Rose 1978, 13).














N. de. T: Greene en su primer viaje a Sierra Leona y Liberia califica a África como una tierra dulce, aún no contaminada por la civilización: "… (en) sus terrores así como su placidez, su fuerza así como su dulzura, sentimos más violentamente la compasión por lo que hemos hecho con nosotros mismos." (Viaje sin mapas Ed. Troquel. Bs As. 1956; 278)
Asentados en el noreste de la actual Sierra Leona a principios del siglo XVII, durante los tiempos de guerra y de agitación política en la región de Sankaran en Alta Guinea, los orígenes de los clanes Kuranko son tan diversos como confusos (algunos eran cazadores, algunos guerreros, algunos cantantes de alabanzas, bardos, y genealogistas; algunos musulmanes, algunos paganos acérrimos refugiados de las guerras santas islámicas). También debería tenerse en cuenta que hasta hace cien años los Kuranko padecían las terribles incursiones del señor de la guerra Samori Turé, del Imperio Maninka, cuyos jinetes armados (sofas) todavía se invocan como sinónimo de terror. Durante su viaje a través del país entre 1895-1896, el explorador inglés J.K .Trotter informó: «Casi ninguna aldea escapaba a la destrucción; se escondían entre los matorrales y regresaban cuando el país quedaba libre de esa amenaza» (Trotter 1898)
Del mismo modo, esposos y esposas evitan comer el tótem de su conyugue. Ello aleja la posibilidad de que una mujer embarazada pueda perjudicar a su hijo al comer el tótem de su marido; pero la racionalización habitual de los Kuranko es que la evitación es una señal de respeto: uno no debería incorporar o apropiarse (comer o casarse) de lo que se considera como pariente y de la misma clase. Por ello, el incesto se compara a menudo con comer al propio tótem; también entre los vecinos cercanos, que son como parientes, no se comen los tótems respectivos.
3 Con esta disposición, los Mende del sur de Sierra Leona adoptaron las poderosas medicinas korte (kuete) de los Kuranko. (Harris y Sawyerr 1968, 82)

Nombre maorí para Nueva Zelanda: «Tierra de la nube blanca» (N de T. )
Consideremos por ejemplo el modo en que Desmond trasladó la carga de sus preocupaciones, mitologizando y ennobleciendo a su padre de modo retrospectivo a fin de desplazar sus resentimientos a las personas que él llamó «basura negra» y «basura blanca».

El significado original de aphienai es «soltar» o «liberar» más que perdonar (Arendt 1958, 240).

personaje que sigue en importancia al protagonista (N.de T.)
Minima Ethnographica: La intersubjetividad y el proyecto antropológico

Michael D. Jackson

Traducción: Guadalupe Barúa


TESINA
Instituto Superior Lenguas Vivas
Diciembre de 2014
DNI12676879



Para Francine, Heidi, Joshua, Freya.
Sin ellos, nada.






Ningún hombre 
es una isla; no está completo en sí mismo,
cada hombre es una pieza
del continente,
una parte del todo;
Si un pequeño trozo fuera barrido por
el mar,
Europa menguaría 
como si fuera un promontorio;
o la casa de uno de tus amigos, o la tuya propia.
Ninguna persona es una isla;
la muerte de cualquiera me disminuye,
porque me encuentro unido a toda la humanidad; por eso,
jamás preguntes por quién doblan las campanas,
Doblan por ti.

John Donne, Meditación XVII,
Devociones para ocasiones emergentes, 1624 (fragmento)










INDICE
AGRADECIMIENTOS
PREÁMBULO
Uno y Muchos
El giro Intersubjetivo
Siete tipos de Ambigüedad Intersubjetiva
Vita Activa
Balance/Control
Historias de Vida
Itinerario de una Idea
Jugando con la Realidad
Escribir sobre la Intersubjetividad


R E G R E S O S
Líneas Fronterizas

La distancia se presta al encantamiento

AQUÍ Y AHORA
Una isla en el arroyo


BIBLIOGRAFÍA

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AGRADECIMIENTOS


Paul Rabinow habla de la amistad (philia) como «de un lugar privilegiado para el pensamiento» (1996:13-14), y cita la Ética a Nicómaco de Artistóteles cuando éste afirma que la amistad es esencial para tener una buena vida (eudaimonia), social e intelectual. «Porque, con amigos, los hombres se hallan mejor dispuestos para pensar y actuar». Escribir es siempre una tarea ardua y solitaria. Pero durante el tiempo que he trabajado en este libro, tanto en los Estados Unidos como en Australia, mi vida se ha colmado con el placer de la amistad, de la familia y de la compañía intelectual. Me hallo especialmente en deuda con los siguientes amigos, estudiantes y colegas que han influido tanto en el modo en que este proyecto ha concluido: Francine Lorimer, Robert Orsi, Richard Wilk, Anne Pyburn, Keith Ridler, Judith Loveridge, Shawn Lindsay, Kassim Kone, Steven Feld, Paul Stoller, Sonia da Silva, Franca Tamisari, Michael Nihill, Asaa Persson, Lowell Lewis, Niko Besnier, Wojciech Dabrowski, Kathy Golski, Ghassan Rage, Alan Rumsey, Francesca Merlan, Jadran Mimica, y T. David Brent. También quisiera agradecer al Colegio de Artes y Ciencias de la Universidad de Indiana, que generosamente financió mi trabajo de campo en la Australia aborigen entre 1989 y 1994.





PREÁMBULO


Uno y Muchos



Comienzo a mitad de un viaje, salgo del camino para poder escuchar lo que Zack Jakamarra dice, y tomo notas. Nos hallamos justo al norte de Warlarla en Australia central. Zack señala una colina cónica conocida como Ngardarri hacia el oeste, a través de la planicie cubierta de hierbas spinifex (Triodia species). La colina representa para los aborígenes el cabello recogido, o bien el tocado ceremonial de un héroe ancestral. Entonces Zack señala con la barbilla una banda de tierra roja entre la vegetación de eucaliptos azules (mallee) debajo del acantilado sobre el que nos encontramos. Me cuenta que dos perros que viajaban desde Ngarnka que se encuentra más allá de Ngardarri acamparon aquí en el Tiempo del Sueño. Incluso hoy se puede hallar agua en este sitio.

En Ngarnka, el perro macho había secuestrado a la esposa de otro perro. Acampó en Warlarla, "cantó" niebla y humo para confundir a sus perseguidores. Por la mañana los fugitivos se dirigieron al oeste bordeando el curso de un río seco, deteniéndose cerca de Warlarla donde el perro macho excavó un agujero en el suelo y defecó. Desde allí a Yurlpawarnu la pareja caminó sobre matas de hierba spinifex con el propósito de no dejar huellas.

Tras cruzar el desierto de Tanami, llegaron a Alekarenge (literalmente, "perteneciente a los perros") donde se encontraron con «muchos, muchos otros perros» de Kayeteje, Warrumungu, y de otras áreas tribales. Allí, según Joe Jangala, que "posee" el malikijarra (el mito de los "dos perros"), «se establecieron y vivieron con todos los demás». (Jangala 1994, 135).

Como la mayoría de los mitos, la narrativa de los Warlpiri es alegórica. Sus rasgos superficiales encubren sus profundidades ocultas. Aunque se sitúe en el pasado y se relate en tiempo pretérito, el significado del mito se consuma en el presente. Aunque la historia trate sobre dos perros, se trata en realidad de seres humanos. Y su identidad nace de la diferencia. Señala Joe Jangala al final de su versión de la narración: «En el principio fueron todos perros, no sólo uno, sino muchos. Como demuestra esta historia, es así como llegaron a ser una sola familia, un solo pueblo» (Jangala 1994, 135).

Al ir más allá de las fronteras del mundo Warlpiri, el mito abre una discusión sobre la relación entre Uno y Muchos. Es al atraerlas hacia nuestro mundo cuando esas sociedades plurales nacen a menudo a la tragedia y a la pérdida, con gente expulsada de la zona habitada por sus propios y obligada a construir un modus vivendi con los extraños; se nos recuerda que los mundos tribales no son más insulares que los nuestros. Los caminos del Tiempo del Sueño que atraviesan el centro de Australia son "sistemas abiertos" que cruzan las fronteras lingüísticas y ecológicas (Berndt 1969, 6; Myers 1986, 166-67; Rose 1992, 52-56). Las redadas y los secuestros fueron alguna vez tan comunes como los matrimonios entre grupos. Las puntas de lanzas, el tabaco silvestre y las herramientas, se negociaban muy lejos del hogar. La ceremonia y la lengua se han difundido siempre a través de las líneas tribales (Meggitt 1966, 22-37). El mito de los dos perros transmite un poco esa sensación de un humo extraño que se ve en el horizonte, donde el propio mundo de uno implica siempre al mundo de los otros. Termina en un lugar donde tres áreas tribales diferentes convergen; la narrativa encierra la noción de que el yo sólo tiene entidad en relación con los otros, y que todos los humanos, aunque no sean exactamente lo mismo, tienden a compartir diferencias similares. Sin embargo, más consonante con el argumento de este libro, es el modo en que esta narrativa, como todas las narrativas, alegoriza cuestiones abstractas como dramas intersubjetivos.

CÓMO LO PARTICULAR se relaciona con lo universal es uno de los dilemas más ubicuos y persistentes de la vida humana. La pregunta se presenta de diversos modos, en contextos sociales diferentes y en distintos dominios discursivos. Así, el interés de las Upanishads en la explicación y en la mediación del vínculo entre lo uno y lo múltiple; la preocupación judeocristiana por reconciliar los caminos de Dios y los del hombre; la fascinación medieval sobre las correspondencias entre el microcosmos y el macrocosmos, y el problema filosófico de combinar las perspectivas de una persona en particular sobre su propio mundo, con una visión objetiva del mundo en su totalidad que trascienda cualquier punto de vista particular (Nagel 1986:3), son todos, en cierto sentido, refracciones de la misma idea. Y todos tienen un aire de familia con respecto a una serie de cuestionamientos propios de la antropología crítica: ¿Cómo se entrecruzan los mundos locales y los globales? ¿Cómo pueden los estudios etnográficos de sociedades singulares habilitarnos para afirmar algo sobre la condición humana? ¿Cómo la experiencia vivida de los individuos se conecta a las realidades posibles de la tradición, de la historia, de la cultura y de la biología de las especies que rebasan la vida de cualquier persona?

Argumento en este libro que estas formas abstractas de encuadrar la investigación en torno a la dialéctica entre los mundos locales y globales, o entre lo particular y lo universal, requiere de la deconstrucción existencial-fenomenológica. Esto implica la recuperación de lo que Milan Kundera ha llamado la "terra incognita de lo cotidiano" (1988, 5), donde las relaciones no son nada si no son sociales. Por ello, este trabajo es un intento por llevar adelante las implicaciones existenciales-fenomenológicas de la concepción de la antropología de Lévi-Strauss como «una teoría general sobre las relaciones» (1963, 95). Para este fin, el Ser es concebido después de Heidegger (1962) y de Merleau-Ponty (1968), como Ser-en-el-mundo, como-el-dominio- del- inter-és (inter-existencia) y la inter-corporeidad que se hallan entre las personas: un campo de inter-experiencia, inter-acción, e inter- locución. Analíticamente, la inter-existencia tiene prioridad sobre la esencia individual. La relación es anterior a lo relacionado (relata).

Aquí son necesarias dos advertencias. Como observa Heidegger (1962, 92, 170), surge un problema al interpretar el Dasein como el ser de la conectividad (betweenness), ya que al privilegiar la relación sobre lo relacionado nos arriesgamos a subestimar la realidad fenoménica de las "entidades" individuales. No obstante, la epojé fenomenológica nos permite dejar de lado las cuestiones sobre el estatus ontológico de los diversos modos humanos de comprender y experimentar el Dasein idiosincrático, cultural o cósmico con el fin de explorar las consecuencias en la conducta de estos modos de entendimiento. Mi priorización de lo social está ligada, entonces, más que nada a un interés pragmático en la corrección de los sesgos hacia el subjetivismo y hacia el objetivismo en la antropología a fin de demostrar la importancia de la intersubjetividad para el análisis etnográfico. Pero, así como debemos ser cuidadosos de no pasar por alto la importancia de la subjetividad en la tradición romántica del siglo XIX como una suerte de experiencia intuitiva, solipsista, o introspectiva de la experiencia (Dewey 1958, 11; Jackson 1996, 1, 24), no debemos malinterpretar la intersubjetividad como sinónimo de la experiencia compartida, la comprensión empática o el sentimiento de compañerismo. Para mis propósitos, la intersubjetividad abarca a las fuerzas centrípetas y centrifugas, así como a los extremos constructivos y destructivos, sin parcialidad alguna. Entre los Jelgobe Fulani, por ejemplo, societas se «traduce con exactitud mediante el sustantivo Fula, gondol, que significa, literalmente, «el hecho de estar juntos», «la vida en común» (Riesman 1977, 162). Pero, como con los Kuranko, el ideal y su negación se implican mutuamente: «La vecindad no es dulce» (siginyorgoye rna di), dicen los Kuranko. Gondal Hoyaa, afirman los Jelgobe: «la vida en común no es fácil» (Riesman 1977, 175). También se podría considerar la forma en que, a lo largo de Melanesia, la comida se ha hecho «la medida de todas las cosas», incluyendo tanto a los modos que sostienen la vida como a las formas agonísticas del intercambio, de la amistad y del antagonismo (Young 1971). La misma ambigüedad aparece entre los Warlpiri y los Pintupi: la donación implica idealmente la paridad, debe ser "nivelada" o moverse "cuadro por cuadro" (Jackson 1995, 149; Myers 1986, 170). Pero el mismo principio es válido tanto para dar vida como para quitarla, como forma retributiva o de venganza. La compasión y el conflicto son, entonces, polos complementarios de la intersubjetividad: la primera afirma la identidad, la segunda confirma la diferencia. Por ello la violencia, aunque a menudo es detestable para la sensibilidad burguesa europea, debe integrarse al análisis antropológico como una modalidad distintivamente humana de la intersubjetividad, en vez de descartarla como una aberración primitiva o patológica (ver Elias 1994, 157).

La cuestión de la relación entre los dominios particulares y universales, por lo tanto, se disuelve en una serie de preguntas acerca del toma y daca de la vida intersubjetiva en todas sus formas y mediaciones físicas y metafísicas, conscientes e inconscientes, pasivas y activas, amables y distantes, serias y lúdicas, diádicas y colectivas, simétricas y asimétricas, inclusivas y exclusivas, empáticas y antagónicas que prefiguran y configuran formas más discursivas y categóricas de relación. El círculo hermenéutico de Dilthey (1976, 259-62) en el que el todo y las partes se conciben como interdependientes se construye así como una dialéctica social.


EN ESTE LIBRO exploro la dialéctica de lo particular y de lo universal tal como aparece en la vida interpersonal de los pueblos entre quienes he realizado trabajo de campo: los Kuranko del noreste de Sierra Leona (1969-1970, 1972, 1979, 1985), los Warlpiri de Australia central (1989, 1990, 1991), y los Kuku-Yalanji del sureste del Cabo York, Australia (1993-94, 1997). Mi objetivo es mostrar que las formas en que los Kuranko despliegan la antinomia simbólica entre la aldea y los matorrales; en que los Warlpiri marcan la relación entre el la persona actual y la del Tiempo del Sueño, y el modo en que los Kuku-Yalanji manejan las relaciones entre prójimos y extraños, son diferentes formas vernáculas de negociar la misma relación de incertidumbre entre las modalidades particulares y universales de la identidad social. Como tales, pueden ser colocadas en pie de igualdad en el discurso antropológico tradicional sobre la diferencia y la identidad.

En la exploración de estos contextos sociales, le asigno prioridad al mundo de la vida (Lebens-welt) sobre la cosmovisión (Weltanschauung); y le doy más peso a las formas en que la relación entre "uno y muchos" surge en la práctica de la vida cotidiana, por sobre el modo en que han sido tratadas filosóficamente. La experiencia de campo me ha enseñado que las nociones de humanidad compartida, de la igualdad humana, y de los derechos humanos, siempre se enfrentan a las exigencias micro-políticas de la identidad étnica, familiar y personal, y que la dialéctica entre los marcos de referencia particulares y universales termina disolviéndose con frecuencia en un diálogo problemático entre el microcosmos privilegiado de los antropólogos y los pueblos del Tercer Mundo, cuyas voces, luchas y reclamos determinan con mucha mayor urgencia las condiciones que definen nuestro futuro global. La dimensión reflexiva de este trabajo atestigua sobre los modos en que la propia comprensión etnográfica de los otros nunca es neutral o descomprometida, sino negociada y testeada en un campo de relaciones interpersonales ambiguo y estresante en una sociedad que no nos es familiar. Como señalé en 1977, ninguna síntesis interpretativa que uno presente es el producto de un diálogo: una «alegoría apenas disimulada del contacto cultural mediada por las relaciones personales» (Jackson 1977, xiii; cf. Riesman 1977, 1-2). Por consiguiente, este libro examina críticamente el papel de la antropología con la amplitud de criterios propia de la tradición humanista liberal, y concluye con una serie de reflexiones sobre la vocación del intelectual de fines del siglo XX.


El giro Intersubjetivo

La historia de la antropología desde Lévi-Strauss hasta nuestros días ha comprendido una serie de deconstrucciones de la subjetividad. Para Lévi-Strauss lo subjetivo era sinónimo de la interioridad y del afecto, y debió ceder terreno a los modelos formales de la mente si quería entender la lógica estructural que subyacía a la realidad social. Foucault, en una famosa imagen, disolvió lo subjetivo en la unidad apremiante del discurso: un rostro dibujado en la arena y borrado por el mar. Bourdieu diluyó la subjetividad en el habitus, y Geertz concibió a la subjetividad como inaccesible, excepto cuando puede expresarse en las redes de significados compartidos y en los símbolos culturales. No obstante, en los últimos años, la subjetividad no ha sido tanto negada o disuelta como re-situada. Conforme a este «giro intersubjetivo» (Joas 1993, 250) la individualidad se entiende como una noción bipolar que surge y es modelada por las formas siempre cambiantes de la interacción social encarnada y del diálogo (Goffman 1967, 1971; Bakhtin1981; Graumann 1995; Tedlock y Mannheim 1995). En consecuencia, lo que comúnmente llamamos la "subjetividad" o selfhood son sólo momentos aislados, detenidos artificialmente en el flujo de la vida «interindividual» (cf. Sartre 1982,99; Crapanzano 1984,4). Haciéndome eco de la teoría cuántica, la partición del sujeto-objeto es una reliquia de nuestros actos intervencionistas de medición de la realidad. De hecho, los egos ya no poseen mayor existencia individual que los átomos o las moléculas.

Relacionado genealógicamente con el concepto de la dialógica de Buber, la fenomenología social de Schutz, el pragmatismo de William James, John Dewey, y George Herbert Mead, y el pensamiento existencial-fenomenológico; el foco de la intersubjetividad es el interjuego entre el sujeto y el objeto, el ego y el alter. Los seres singulares son al mismo tiempo parte de una comunidad, únicos pero también muchos, no son sólo islas sino parte del todo.

Al hacer hincapié en que la realidad es relacional no tengo intención alguna de hacer desaparecer la noción del yo como agente intencional. En efecto, comparto la visión de William James de que «la fons et origo de cualquier realidad, desde un punto de vista absoluto o práctico es (…) subjetiva, es el 'nosotros mismos'» (James 1950, 2:296-97). Sin embargo, se debe tener cuidado de no confundir la subjetividad, o la conciencia, con un sujeto particular o ego. La conciencia humana nunca es isomorfa con las cosas con las que se relaciona, con los objetos que hace suyos, o la conciencia de sí que construye. La conciencia es el estado natural de la existencia humana. Pero las nociones de sujeto y objeto, alter y ego, no están dadas sino que son construidas. Pueden, por tanto, ser colocadas entre paréntesis, remodeladas y desarmadas. Esta es la razón por la que la subjetividad no implica universalmente una noción de sujeto, o de selfhood, como algo encerrado en la piel, una mónada sin fisuras que posea unidad conceptual y continuidad. De hecho, tal concepción del yo es antropológicamente atípica, y en aquellas sociedades donde se fomenta y se fetichiza dicha concepción, se paga un alto precio. Porque al denegar o retirar la intersubjetividad de las relaciones humanas, a favor de lo material y las cosas naturales en nombre de la racionalidad científica, se corre el riesgo de desechar esas correspondencias antropomórficas que permiten a las personas, en momentos de crisis, cruzar entre los mundos humanos y extrahumanos; y por lo tanto sentir que pueden, si no en la realidad con la imaginación, controlar el universo como una extensión particular de su subjetividad, tanto como las herramientas nos permiten manipular la materia como una extensión de nuestro propio cuerpo (Jackson 1989, cap. 9).

La noción de intersubjetividad es útil de tres modos. En primer lugar, muestra resonancia con la forma en que muchos pueblos no occidentales tienden a enfatizar la identidad como «algo que surge recíprocamente», como relacional y variable en vez de asignar la supremacía ontológica a las personas individuales o a los objetos que se hallan implicados en cualquier tipo de nexo intersubjetivo. Según el proverbio Mande, el dios Ala ma ko kelen da no creó nada de a uno (sólo pares relacionados: hombre-mujer, noche-día, vida-muerte, etc.) Este mismo principio podría explicar por qué la intersubjetividad ha sido central en la filosofía japonesa, en especial en la escuela Budista de Kioto, basada en la obra de Nishida Kitaro (Odin 1996), así como en algunas escuelas de la filosofía india (Chattopadhyana, Embree, y Mohanty 1992). En segundo lugar, la noción de intersubjetividad nos ayuda a dilucidar una característica crítica del pensamiento preliterario, a saber, el modo en que tiende a interpretar los procesos como extra-psíquicos cuando nosotros los comprendemos como intra-psíquicos. El inconsciente, por ejemplo, al que remitimos hacia los más profundos recovecos de la psique y del pasado, es más probable que en una sociedad preliteraria sea nombrado como lo desconocido, y situado en las márgenes oscuras del espacio social contemporáneo (Foucault 1970, 326). Por tanto, los aborígenes interpretan la historia como un eterno presente, y a los territorios ancestrales se los dota con la misma fuerza vital que el yo y el alma tienen para nosotros. El mismo principio es igual de verdadero para la afectividad y la ética. En las sociedades preliterarias las emociones no son tanto expresiones espontáneas de la sensibilidad interior, sino que son cultivadas como imperativos propios del contexto cultural de la vida intersubjetiva, y la "conciencia" es más probable que se articule como una función de las relaciones interpersonales perturbadoras (la vergüenza) que como una crisis de un principio moral personal (la culpa). Asimismo, los fenómenos que calificamos como mecanismos de defensa intra-psíquicos tales como la represión y el desplazamiento es factible que en las sociedades preliterarias se los enfrente mediante estrategias de evitación o con la búsqueda de chivos expiatorios. Por último, la noción de la intersubjetividad nos ayuda a discernir la relación entre dos sentidos, diferentes pero vitalmente conectados, del término "sujeto": el primero refiere a la persona empírica, dotada de conciencia y voluntad; el segundo, a generalidades abstractas como "sociedad", "clase", "género", "nación", "estructura", "historia", "cultura" y "tradición" que son materias de nuestro pensamiento pero que no poseen vida en sí mismos. En otras palabras, la dialéctica del sujeto y del objeto implica una relación recíproca y analógica, no sólo entre personas singulares (lo que Schelling denomina «egoities»), sino entre las personas y un mundo de ideas, atributos, y cosas que se tienen en común, sin que ninguna persona posea el control completo sobre ellos, o la última palabra sobre su significado. Por ejemplo, el término "subject" tiene dos sentidos: como "sujeto" y como "tema". En el segundo sentido, no denota a ninguna persona en particular, sino más bien a un campo de la conciencia o a un conjunto de supuestos, como en «el tema de mi investigación» o «el de nuestra conversación». No obstante, como señala Adorno, la noción de sujeto como una «proposición lógica», o como «la conciencia en general» siempre esconde un «recuerdo» del sujeto como una persona particular encarnada. A menos que la presencia vital de los sujetos individuales se haga manifiesta en nuestro discurso, argumenta Adorno, la noción abstracta de "sujeto" pierde todo significado. Ambos «se necesitan recíprocamente» (Adorno 1978,498). Por ello, sería imposible comprender el significado de la lucha por la independencia de una nación si se careciera de la referencia del significado de "independencia" en la vida personal e interpersonal.

Con respecto a este tema, el enfoque de Sartre es esclarecedor. Todo individuo escribe, universaliza y objetiva a su época. Pero el yo singular no puede ser reducido a esta otredad, pues cada persona no sólo la internaliza y articula, también la supera y altera sutilmente en todo lo que hace o piensa. Aunque el sujeto individual contenga y compendie los atributos generales de su cultura, clase, género e historia, su vida no se limita a otorgarle a estas cosas una forma objetiva ya que, al volverlos sujetos de su propia voluntad, los elige (Sartre 1968, 97-100; 1981; ix-x; 1982, 97-98). Cada persona es a la vez un sujeto para sí –un quién y un objeto para otros un qué . Y aunque los individuos hablen, actúen y trabajen para pertenecer al mundo de los otros, al mismo tiempo se esfuerzan por experimentarse a sí mismos como creadores de mundos.

Siete tipos de Ambigüedad Intersubjetiva

La intersubjetividad se halla inmersa en la paradoja y en la ambigüedad. En primer lugar, se trata de un espacio de interacción constructivo, destructivo y reconstructivo. Cuando Mauss invocó al espíritu Maorí (hau) del don, a fin de dilucidar su carácter triplemente reciprocitario (1954, 8-12), pasó por alto el hecho de que el término maorí para la reciprocidad en verdad un palíndromo: utu– refiere tanto a la entrega de regalos que sustenta la amistad y refuerza las alianzas, como a los actos violentos de la incautación, la venganza y la recuperación que ocurren cuando una parte niega o disminuye la integridad (mana) del otro. La intersubjetividad se mueve continuamente entre los polos positivos y negativos. En segundo lugar, debe señalarse que, en cualquier encuentro humano, los elementos idiosincráticos, ideacionales, e impersonales se mezclan y fusionan. Debido a que "el Ser" nunca se limita al ser humano, el campo de la intersubjetividad abarca a las personas, a los antepasados, a los espíritus, a las representaciones colectivas, y a los objetos materiales (Luckmann 1970; Jackson, 1982a, 17). Dentro de este campo, los objetos tienden a cargarse de significados subjetivos y de destinos sociales (Mauss 1954, 10; Appadurai 1986), y los seres humanos se convierten tanto en sujetos para sí mismos como en objetos para los demás. En tercer lugar, como observó Hegel, no importa cuán grande sea la desigualdad social entre yo y el otro, cada uno es existencialmente dependiente y está comprometido con el otro; el sometimiento al amo y la negación del esclavo se anulan por su necesidad mutua de reconocimiento (Hegel 1971, 170-75). En cuarto lugar, aunque la estructura elemental de la intersubjetividad es diádica, la díada «contiene el esquema, germen, y material de innumerables formas más complejas» (Simmel 1950, 122). Así, la díada se halla mediada con frecuencia por algo que está afuera de ella y que le es ajena: un tercer término, una idea compartida o una meta común (Simmel 1950, cap. 4; Sartre 1982, 109-21). En quinto lugar, la intersubjetividad se forma tanto en las disposiciones asumidas, inconscientes, habituales, como en las intenciones conscientes y en las visiones del mundo (Reynolds 1976; Freeman 1983). Estos elementos ni se hallan bien integrados neuro-fisiológicamente ni son consonantes. De este modo, es posible que el miedo, o el pánico, (que son expresiones instintivas del cerebro límbico) puedan dejar a una persona sin habla, pero esa misma persona puede simular fácilmente el pánico o declararse temeroso cuando no lo está (la capacidad de mentir o de negar la realidad es una función cortical que evolucionó, comparativamente, de modo reciente). En sexto lugar, la intersubjetividad refleja la inestabilidad de la conciencia humana, el modo en que nuestro discernimiento oscila continuamente entre un sentido del yo ontológicamente seguro, replegado, sustantivo y una sensación inestable; a veces nos completamos al estar con otro, pero otras nos sentimos abrumados y absorbidos por él (James 1950, cap. 10). La misma oscilación se produce en la conciencia somática: a veces uno experimenta al propio cuerpo como un objeto inerte y ajeno; en otras ocasiones nuestro cuerpo se halla en perfecta armonía con nuestra voluntad. Nuestra conciencia fluctúa entre extremos extáticos e introvertidos; pasamos de tener una certeza de nosotros mismos como completamente encarnados a la sensación, igualmente certera, de hallarnos desencarnados, de ser pura mente (Leder 1990). Si se utiliza un modelo de gestalt, se podría decir que el yo se destaca momentáneamente en un contexto de alteridad, sólo para convertirse a su turno en el fondo de "lo otro". En todas partes, el yo es recíproco con los otros, tanto en el comportamiento como en la experiencia. Poseemos tantos yoes como haya otros que nos reconozcan y lleven nuestra imagen en sus mentes, nos piensen. (James 1950, 294). El yo es tan multiforme como los objetos, y todo lo que consideremos como propio, así como nuestra certeza ontológica, dependen de estas cosas. Sin un sentido de solidaridad con los demás, no se encontraría ningún significado en uno mismo. Como corolario, la relación binaria del Yo-Tú, al igual que la identidad del yo, implica invariablemente pluralidades siempre cambiantes y combinaciones de personas. Estos agrupamientos implican a menudo la superposición, así como marcos contrapuestos de referencia social como «nosotros» contra «ellos» , que en la práctica generan una ambigüedad considerable. (Sartre 1982, 118-21; Jackson 1977, 71-73).

Por último, la ambigüedad intersubjetiva también puede explorarse como un problema de conocimiento. Merleau-Ponty se pregunta: «¿Cómo la palabra "Yo" se puede poner en plural? ¿Cómo una idea general sobre el yo puede formarse? ¿Cómo puedo hablar de un yo que no sea el mío? ¿Cómo puedo saber que hay otros yoes? ¿Cómo puede la conciencia, que por naturaleza es auto-conocimiento y que está en el modo del "Yo", comprender el modo del "Tú" y, a través de ello, el mundo de lo "Uno"?» (1962, 348; cf. Merleau-Ponty 1964, 114).

Esto, en pocas palabras, es uno de los dilemas centrales de la convivencia humana: "Yo" y "Tú" son similares pero se hallan separados; son uno, pero no todavía lo mismo. Esta contradicción aparente de la coexistencia ha llevado a algunos fenomenólogos a preguntarse: ¿Cómo se puede conocer la experiencia interior del Otro como él o ella la experimenta? ¿Sobre qué bases puede la empatía, la transferencia, o la analogía sellar la brecha entre tú y yo?

La opinión científica se halla dividida sobre la cuestión de si la auto-conciencia, o la habilidad recíproca para comprender a otro como a uno mismo, está presente en los primates no humanos (Byrne 1995; Povinelli y Eddy 1996). Pero no hay duda de que dicho espejo cognitivo se desarrolla en los niños alrededor de los dos años, antes del advenimiento del «habla sinpráxica» (Luria y Yodovich 1971, 50). Thomas Luckmann observa que el aprendizaje de una lengua «presupone y, en cierto sentido, 'repite' las idealizaciones y los procesos del 'espejarse' intersubjetivo, que presupone la constitución de la lengua» (1972, 488). El lenguaje «surge de la experiencia social» (Hanks 1990, 44); extiende y aumenta los modos de interacción y de inter-experiencia social que ya están en marcha (Edwards 1978, 451).

Alfred Schutz ha concebido a la comprensión empática como un producto de «la actitud natural del sentido común en la vida cotidiana» (Schutz 1973, 11). Las diferencias entre los individuos se superan, escribe, mediante «representaciones simbólicas significativas» (Schutz 1967, 100). Esto implica, observa, «dos idealizaciones básicas». La primera es «la capacidad de intercambiar diferentes puntos de vista», la segunda es «el acuerdo sobre lo que es relevante», es decir que, a efectos prácticos, las personas dan por sentado que tienen mucho en común a pesar de sus diferencias biográficas (Schutz 1973, 10-13; 312-16).

Pero el misterio de cómo uno puede conocer a otro no es siempre una cuestión epistemológica o cognitiva. La alteridad, como la mismidad, es inicialmente un resultado o un producto del compromiso intersubjetivo, no una propiedad dada de la existencia (Husserl 1970, 120-23). Como Merleau-Ponty demostró con posterioridad, la intersubjetividad no es simplemente una dialéctica de intenciones conceptuales; se vive como una inter-corporeidad y, a través de los cinco sentidos, como una intrerocepción [como el surgimiento de una conciencia corporal] (Merleau-Ponty 1964, 114-15, 121; 1968). Los psicólogos han demostrado que la intersubjetividad está presente en una forma primaria, proto-lingüística, entre el séptimo y noveno mes de vida de un niño (Stern 1985, 124-37), cuando el vínculo madre-hijo está mediado por diferentes modos de sincronización del comportamiento y de sintonía afectiva, incluyendo el olfato, el tacto, la mirada, la empatía hacia sus risas y lágrimas, al acunarlo, en los abrazos arrulladores, en los juegos interactivos, y en los intercambios rítmicos de arrumacos. Aún cuando la intersubjetividad adquiera sus atavíos culturales específicos, éstos no son a menudo una cuestión de aprendizaje social consciente sino procesos inconscientes miméticos y contra-miméticos, de los juegos imitativos y de la praktognosia (Mauss 1973, Merleau-Ponty, 1962; Jackson 1983; 1995, 118; Fiske 1995).

Es más, existen numerosos contextos en todas las sociedades donde se alienta la participación por sobre el aislamiento. Más que destacarse de modo autoconsciente entre la multitud, o de la trascendencia del propio punto de vista, se trata de tener bajo control las disposiciones y creencias personales para poder adquirir la capacidad de trabajar y convivir con los demás de un modo práctico y eficaz. Así, los Kuranko se hallan mucho menos inclinados a formular la pregunta conceptual: «¿Qué hay en la mente de mi vecino?», que a llevar a la práctica la sabiduría social (hankili) y a cultivar la co-presencia: «saludarse», «sentarse juntos», «trabajar juntos» y «moverse como una unidad» (1982a Jackson, 30; 1995, 165). En Papúa, Nueva Guinea, el término wantok ["one-talk": la misma forma de hablar] sugiere esta noción consensuada del parentesco (Lederman 1986, 27). La lengua articula las relaciones sociales más que lo que transmite información e ideas. Y la "agencia" [la capacidad de actuar] no depende tanto de la libre expresión como del autocontrol ligado a la habilidad de fomentar el beneficio mutuo dentro de un campo amplio de relaciones sociales y extra-sociales. En dicho mundo, el civismo, la etiqueta y las emociones se hallan menos relacionados con una disposición interior que con el desempeño interactivo, donde el "nosotros" sustituye al "yo" discursivo (cf. Lutz 1988, 86-98).

La Etnografía corrobora la comprensión de la sociabilidad de Merleau-Ponty. Entendemos a otros, observa, no a través de la cognición o de la interpretación intelectual, sino mediante «un reconocimiento a ciegas» de los gestos recíprocos, de las metáforas comunes, de las imágenes paralelas y de las intenciones compartidas (1962, 185-86). Antes que nada, somos seres sociales encarnados. «Lo social ya está allí cuando conocemos o juzgamos, existe en las sombras, como una convocatoria» escribe (362). Detrás de nuestras palabras y acciones, observa en una frase de singular belleza, se encuentra «la región donde [la sociabilidad] se está gestando» (1965, 222).

Las reglas de reciprocidad e intercambio surgen de estos modelos innatos de lazos empáticos, de interacción sincrónica y espejante de los mundos interpersonales íntimos. Las perturbaciones en el ámbito de las relaciones interpersonales registrarán contradicciones culturales, así como aparecerán tensiones y rigideces en el campo de la intersubjetividad corporal. Tales interconexiones entre los dominios culturales, corporales e interpersonales hallan su expresión en las metáforas básicas de una cultura, y revelan al etnógrafo los puntos en los que los hábitos, modismos y estratagemas de la vida intersubjetiva son introyectados como defensas intrapsíquicas, y proyectados como defensas transpersonales que rigen lo que puede y no puede ser dicho y hecho en el ámbito del grupo como un todo. «Las metáforas ontológicas» nos permiten también abordar el tema de la poética de la intersubjetividad (Lakoff y Johnson 1980, 25-32). Con esto quiero decir que, en cada cultura, las imágenes clave de la presencia ontológica le ofrecen al antropólogo visiones sobre el funcionamiento de la experiencia intersubjetiva mientras que, al mismo tiempo, le proveen de los datos para el análisis transcultural de las invariantes. Por lo tanto, las connotaciones del mana en la Polinesia, de dewa en la isla de Sumba, de miran entre los Kuranko, y del honor en las sociedades circun-mediterráneas sugieren que, a pesar de las variaciones culturales, las sensaciones corpóreas similares de amplio rango «sustancialidad» (cf. Laing 1965, 41-42), «peso» (cf. Riesman 1977, 185), «ubicación» (Straus 1966, 143), «voz» (Keane 1997, 202-3), «contención» (Jackson 1982, 22; Riesman 1977, 226), y la contundencia carismática constituyen en todas partes nuestro sentido de la existencia y de la autonomía. Metáforas comparables sugieren la pérdida de la presencia: caer, flotar, ir a la deriva, encogerse, sentirse desarraigado, vacío, sin conexión con la tierra, petrificado, abrumado, o reducido a una cosa inerte (ver Binswanger 1963, 223; Laing 1960,43-49).

DESDE QUE LA INTERSUBJETIVIDAD es ineludiblemente ambigua, una antropología que haga de ella su foco, renuncia a la búsqueda del conocimiento ahistórico y determinado; y describe en su lugar el campo de fuerzas de la interacción humana donde las necesidades en pugna, los modos de conciencia y los valores, se están ajustando siempre unos a los otros, sin ningún tipo de resolución final. Por ello, se debe incorporar una capacidad negativa en nuestros modos de pensamiento.

En consecuencia, llegaremos a conclusiones que son más paradójicas que finales, como el hecho de que los lazos de parentesco cercano subsumen de modo inevitable la hostilidad y la amistad, la rivalidad y la solidaridad (Fortes 1969, 237; Freeman; 1973). O que el proyecto edípico, según el cual cada persona asume la responsabilidad por sí misma, implica el repudio ritual de los lazos más fuertes de obligación y de crianza que definen el ethos de la familia de origen. Cada apego humano lleva el germen de su propia negación.

Hacia el final de su vida, Merleau-Ponty habló de un silencio que no era «lo contrario del lenguaje», sino algo que «envuelve el discurso de un modo nuevo» (1968, 179). En el pensamiento Bamana dicho punto de vista se desarrolla de modo compulsivo. Los aforismos imponen el silencio, incluso el habla sin el cual la sociabilidad es impensable es visto a veces como enemigo de la sociedad: el habla construye la aldea, el silencio regenera el mundo; el habla dispersa, el silencio genera la totalidad; el habla quema la boca, el silencio la cura (Zahan 1979, 117-18). La visión de los BaMbuti es similar: la quietud equivale a la cooperación social y a la armonía ecológica mientras que el ruido destruye a ambas (véase el comentario incisivo de Feld [1996, 2-3] en el relato de Colin Turnbull [1965] sobre el silencio, el canto y el ruido en la cosmología BaMbuti).

En este punto, la antropología filosófica y la sabiduría proverbial se unen:

«Estudiar la vía del Buda es estudiar al ser, y estudiar al ser es olvidarse del yo, y olvidarse del yo es ser iluminado por los demás» (Dogen, fundador de la secta Soto del Budismo Zen).

Tat tvam asi («Tú eres eso»); (Chandogya Upanishad VI 13.3).

Je est un autre (Rimbaud).

ۡ Ã sé do; â tótó (Beng, Costa de Marfil: «Todos somos uno, todos somos diferentes»; Gottlieb 1992, 14).

Wanggany ga dharrwa; rrambangi ga ga:na; galki ga barrkuwatj (Yolngu, Tierra de Arnhem, Australia: «Uno y muchos, juntos y solos, o cercanos y lejanos»; Tamisari 1997).

No existe ventaja sin limitaciones.
No existen ganancias sin dar.
No existe autorrealización sin auto-sacrificio.

Otra vez, una de las ironías más sorprendentes es que, mientras no existan leyes universales humanas que puedan establecerse sobre bases objetivas, persiste el hecho de que ninguna experiencia particular y limitada del mundo tiene la fuerza de una verdad universal. Aunque muchas tradiciones religiosas afirman que lo universal se revela en lo particular «un Mundo en un Grano de Arena», según los Cantos de Inocencia de William Blake; «mundos incontables en cada mota de polvo», según el budismo Mahayana, «por un terrón de arcilla se conoce todo lo que está hecho de arcilla» , según el Chandogya Upanishad es, tal vez, más exacto afirmar que cuanto más implicados estamos con lo que está al alcance de la mano, el mundo entero se experimenta como contenido en dicho microcosmos.

Y esto también es una paradoja de la existencia humana: que uno pueda estar en el mundo sólo si siente que el propio mundo es, en algún sentido significativo, también el mundo. En otras palabras, es irrelevante si la unidad psíquica de la humanidad está probada científicamente o si es aceptada por razones ideológicas, ya que constituye un imperativo existencial. La semejanza humana consiste en todas partes en diferencias similares. Hannah Arendt señala: «la pluralidad es la condición para la acción humana» porque, aunque todos somos humanos, «nadie es nunca el mismo que cualquier otra persona que haya vivido, vive o vivirá» (1958, 8).

En tal noción de lo singular-universal se basa la posibilidad práctica de cruzar las fronteras culturales, y de hacer trabajo de campo antropológico. En su ensayo sobre la inconstancia de nuestras acciones, Montaigne señaló: «Todos estamos entrampados entre pliegues y parches de una contextura tan amorfa y diversa que cada lugar y cada momento juegan su parte. Y existe tanta diferencia entre nosotros y nuestro Yo, como entre nuestro Yo y lo Otro» (1948, 298, énfasis añadido). Es decir, siempre hay algún aspecto de uno mismo, muy bien escondido que se corresponde, aunque sea de modo oblicuo, con las creencias y comportamientos que vemos en los demás. Por lo tanto, en lo metodológico, partimos desde lo latente en uno mismo hacia lo manifiesto en el otro, y desde lo manifiesto en uno mismo a lo latente en el otro, en una serie compleja de ensayos de reconocimiento. De modo discursivo, este proceso supone la unidad psíquica de la humanidad. Devereux observa: «Si como antropólogos pudiéramos elaborar una lista completa de todos los tipos conocidos de comportamiento cultural, dicha lista se superpondría, punto por punto, con una lista completa similar de impulsos, deseos, fantasías, etc., obtenida por el psicoanálisis en un entorno clínico» (1978, 63-64; cf. 1976, 83). Lo que denominamos "cultura", por lo tanto, es simplemente el repertorio de patrones psíquicos y de posibilidades que, por lo general, han sido implementados, destacados, o a los que se les ha dado legitimidad en un lugar en particular y en un punto determinado en el tiempo. Pero la cultura humana, como la conciencia misma, descansa en un sombrío y evanescente témpano de hielo azul; y esta masa subliminal, habitual, reprimida, inexpresada y silenciosa, modela y vuelve a modelar, estabiliza y desestabiliza las formas superficiales visibles. Y así como las formas culturales se pierden continuamente en este enorme e invisible océano subyacente de posibilidad, también se realimentan continuamente en el campo visible de la intersubjetividad.

Vita Activa

El campo de la intersubjetividad debería entenderse como un campo de fuerzas cargado de energía e impulsado por la necesidad.

En la visión de Marx sobre la condición humana, el trabajo activo, con propósito (praxis), es visto como esta fuerza impulsora. El trabajo produce y reproduce tanto a las individualidades como a las sociedades (Marx y Engels 1947, 14-19). Pero el trabajo es siempre un modo de mantener juntos al cuerpo con el alma. No sólo provee el sustento de las personas, crea formas de sociabilidad y nos da un sentido vital de lo que significa coexistir y cooperar con otros. En consecuencia, el trabajo humano no sólo genera y regenera al ser orgánico y social; es el medio por el cual los seres humanos crean y recrean la experiencia intersubjetiva que define el sentido primario de quiénes son. R. D. Laing denomina a este sentido de integridad existencial «confianza ontológica» (1965, cap. 3). Esto implica que los seres humanos necesitan pertenecer y participar de manera efectiva en el mundo de los otros, teniendo algo que decir, alguna voz, algún sentido que los haga diferentes del grupo con el cual se identifican, pero sin obstruir o negar las necesidades comparables de los otros. La lucha por este equilibrio entre el ser-para- uno mismo y el ser-para- los otros es la conditio per quam de la existencia social Cuando este equilibrio se pierde irremediablemente, y tanto el yo como el otro se reducen a la condición de objetos mutuamente ajenos, podemos hablar entonces de patologías de pérdida.

Existencialmente, la pérdida es verse reducido a no ser nada. Pero como mostró Sartre (1956) el Ser y el no-Ser nunca son «abstracciones vacías»; como posibilidades «rondan» toda relación social como emociones de atracción o de repulsión, o de buena y mala fe. Pongo el énfasis en el ser que elige; la nada es, en consecuencia, el ser despojado de toda elección. Más precisamente, la nada no es tanto una ausencia de sentido, una falta metafísica, un vacío intelectual o el sentimiento de sentirse insignificante; la nada surge de la imposibilidad de actuar. Es el resultado de haber sido reducido a la pasividad, de no ser capaz de hacer o decir algo que tenga algún efecto sobre los demás, o de poder cambiar en algún sentido lo que las cosas son. Una de mis tareas en este trabajo es dilucidar esta dialéctica entre lo dado y la elección, la acción y la inacción, la existencia y la no existencia, en diferentes culturas. Así, para el Kuranko, no tener parientes, hijos, o no tener a quien cuidar, equivale a la muerte. Entre los Warlpiri, "ser" es estar sentado (nyinami), por lo que carecer de territorio es no pertenecer, es hallarse privado de la base ontológica del ser humano (Jackson 1995; cf. Myers 1986, 48). Para los Maoríes de Nueva Zelanda, ser es «estar parado en presencia» y la identidad deriva del lugar donde uno tiene derecho a pararse (Turangawaewae). En estos modos, aunque el Ser y la Nada impregnen la conciencia humana, el movimiento entre ambos polos encuentra diferentes expresiones mundanas, afectivas y metafóricas en distintas sociedades humanas.


Balance/Control

Normalmente, la enfermedad nunca es sólo una pérdida o una alteración de una función. Oliver Sacks señala que «siempre existe una reacción por parte del organismo o del individuo afectado para restaurar o reemplazar, a fin de compensar y preservar su identidad» (1986, 4). Este mismo principio de renovación –mediante el cual se reparan las lesiones y se compensan las pérdidas mediante nuevos crecimientos se obtiene en la vida social. Pero nunca se restringe sólo a los individuos cuya identidad está en juego, sino a la totalidad de las relaciones entre las personas, así como a las relaciones entre las personas y las cosas que poseen un valor último para ellas. Por lo tanto, la pérdida de la propia lengua, de la tierra, de los medios de vida, de las pertenencias personales; o el menosprecio y la humillación por parte de aquellos con los que se identifican más estrechamente, se experimentan de inmediato como ataques a la propia persona.

Cada encuentro humano implica un riesgo ontológico. Pero desde un punto de vista existencial, lo que está en cuestión no es tanto la integridad del yo, sino un equilibrio entre el mundo que consideramos propio y aquel que se estima como no-propio, o ajeno. Lograr este balance es una cuestión de control. Y es el esfuerzo por alcanzar este control el que impulsa la vida intersubjetiva.

Ninguna persona está completamente abierta o completamente cerrada a los demás. A veces nos experimentamos como sustanciales, como una unidad estable demarcada por su piel; otras, parecemos trascender nuestro propio cuerpo y salirnos de los límites, sintiéndonos etéreos, o fusionándonos con el cuerpo de nuestra propia familia o comunidad, sin que exista otra realidad. Drew Leder, quien advierte que la conciencia es una modalidad viviente del ser encarnado, habla de los extremos extáticos y recesivos de la conciencia corporal: un deslizamiento perpetuo entre la desaparición y la aparición, la ausencia y la presencia, la profundidad visceral y superficialidad de la piel (Leder 1990). William James señaló en sus Principios de Psicología que estos modos de experiencia se ontologizan a menudo de modo erróneo como teorías en conflicto sobre el yo (la visión sustancialista de Platón y de Aristóteles, la visión trascendentalista de Kant y la asociacionista de Hume), pero lo que en realidad importa son las condiciones existenciales bajo las cuales estas modulaciones estratégicas de la autoconciencia, este movimiento perpetuo entre los momentos intransitivos y transitivos, se produce (James 1950, 371).

Lo que es cierto en el plano subjetivo es válido, mutatis mutandis, en el plano intersubjetivo. Los límites se trazan sólo para ser transgredidos. Pero cualquier transgresión precipita una crisis de control. Es decir, tanto en el ámbito de las relaciones interpersonales como en el de las relaciones inter-grupales, la cuestión crítica es siempre si una persona tiene el control del cambio y de la oscilación entre su propio mundo particular y el mundo considerado como no-yo, como otro.

Esta noción de control combina significados cibernéticos y existenciales del término (Wiener 1948). Utilizo la palabra "control" como sinónimo de «trazar un curso entre». La palabra connota el gobierno y el ajuste entre yo y el otro en lugar del mantenimiento sobre una línea fija, la imposición de la voluntad personal, o el establecimiento de un orden rígido. Como tal, implica tanto la auto-reflexión como el diálogo. Es una cuestión de balance, de un equilibrio dinámico. Pero por "balance" no me refiero a un equilibrio estático, armónico u homeostático. Quiero dar a entender una dialéctica continua donde las personas compiten y desarrollan estrategias para evitar la anulación, así como para sentir que están rigiendo su propio destino. Michel Serres acuña el término homeorrhesis para este tipo de remolinos turbulentos donde las contracorrientes y los intercambios continuos impiden la fijeza absoluta y el reposo (Serres 1983, 74). Si el yo y el otro estuvieran tan polarizados y alejados que se diera una ruptura completa del diálogo entre ellos como en las estructuras de dominio / sumisión absolutas el perdedor existencial puede recurrir a medidas de neutralización extremas para acabar con la paralización, para hacer algo positivo con su pérdida y revitalizar el sistema social. Se advierte ésto en el trabajo de los héroes burladores (tricksters) de las mitologías, en la inversión de los roles rituales, en el carnaval, y en la rebelión.

«Estar en el Infierno es hallarse a la deriva, (...) estar en el Cielo es poder orientarse» escribió George Bernard Shaw. Pero la necesidad imperiosa de la autodeterminación o de la autodefinición siempre debe ajustarse a las necesidades equivalentes de los otros. El pensamiento Navajo captura muy bien esta conexión íntima entre el control subjetivo y el intersubjetivo: si ha de haber un equilibrio o una «armonía social» (hozho) en el mundo, «la gente debe ser capaz de crear primero hozho en sus mentes» (Witherspoon 1977, 180). Esto implica una complementariedad entre una quietud controlada y la actividad creadora (195-96). Entre los Yolmo Sherpas del Himalaya nepalí un balance crítico similar entre la vida social y la vida somática depende de que cada individuo sea capaz de controlar y coordinar su cuerpo-corazón-mente en el contexto de las relaciones sociales (Desjarlais 1992, 72-77).

Existencialmente, entonces, el equilibrio depende de encontrar un balance entre las necesidades compensatorias del yo y del otro. En la experiencia, ello se siente a veces como una lucha entre el espíritu que se centra vitalmente en el yo y la materia, que es la fuerza inerte del mundo exterior. Pero cada concepto de la sociedad humana, como "destino", "historia", "evolución", "Dios", "azar" e incluso "el clima", implica fuerzas ajenas que no se pueden comprender plenamente y sobre las cuales no se puede esperar ejercer casi ningún control efectivo. Estas fuerzas ocurren; están en la naturaleza de las cosas. A pesar de ello, los seres humanos las contrarrestan y las transforman por medio de su imaginación y de su voluntad para que, en toda sociedad, sea posible esbozar un dominio de la acción y de la comprensión donde la gente pueda esperar poder entender, manipular y dominar su propio destino. Este es el microcosmos en el que exigimos el derecho a que se escuche nuestra voz, en el que se espera que nuestros actos tengan algún efecto, y en el cual nos esforzamos por ampliar nuestro entendimiento práctico.

Ambos dominios nunca son discretos. Se superponen. Se invaden mutuamente. Podrían ser descriptos como el mundo del destino y el de la libertad, el mundo de la naturaleza y el de la cultura, el mundo de los dioses y el mundo de los esfuerzos humanos, el dominio público de la polis y el dominio privado del ciudadano. Moviéndose entre estos dominios, jugando unos contra otros, negociando la frontera conflictiva que los separa entre el mundo que uno reclama para sí y el mundo donde uno renuncia a sus derechos y se pierde en la alteridad constituye la dinámica central de la acción humana.

En otro lugar he argumentado que lograr un equilibrio entre tales extremos constituye, en todas las sociedades, la experiencia de estar a gusto en el mundo (Jackson 1995, 123-24). Es decir, la sociabilidad no se logra ni mediante una abnegación masoquista, de reclusión o de fatalismo, ni en el exceso totalitario, la histeria o la megalomanía, sino en un ajuste cibernético incesante entre las necesidades y los intereses en pugna. Así, la lucha entre distintos grupos aborígenes por sus títulos territoriales y las afirmaciones contrarias sobre los derechos del Estado o del "interés nacional" no son más que ejemplos de un problema universal que es a la vez ético y político (Jackson 1995). ¿Tiene una mujer el derecho de abortar a un feto, o este derecho recae en el Estado o la Iglesia? ¿Tengo derecho a quitarme mi propia vida, o ello es derecho exclusivo del Estado? ¿Dónde termina mi libertad y dónde las demandas de lo colectivo tienen precedencia?

Estas situaciones implican una ética y una teoría de la justicia. El supuesto de que en todas partes la gente busca ajustar su mundo al mundo más amplio implica que la justicia como equidad constituye en todo lugar la capacidad de tener un cierto sentido de control sobre la propia vida, de experimentar un reparto justo de las fuerzas y de las cosas entre el mundo particular que considero mío y el mundo más amplio que asocio con los demás.

En lugar de ver lo particular y lo universal como estáticos, predefinidos, y opuestos, los considero como los términos de una dialéctica que no admite una resolución final. Como ya he señalado, esta dialéctica abarca muchas refracciones de la experiencia fundamental de que somos al mismo tiempo parte de lo singular, de lo particular, y del mundo finito, pero que también estamos inmersos en un mundo más amplio cuyos horizontes son efectivamente infinitos. Mi tesis radica en que el control sobre la relación y el equilibrio entre estos mundos es una preocupación central de la humanidad.

Control, derecho y poder, en el sentido en que estoy usando estos términos aquí, son asuntos de dominio existencial antes que cuestiones de ventaja económica o política.

En sus primeros trabajos sobre las relaciones de poder, Foucault observó que poseemos «sólo dos modelos disponibles ante nosotros: en primer lugar, el modelo ofrecido por la ley (el poder como derecho, proscripción, institución); en segundo lugar, el modelo basado en la guerra y en la estrategia en términos de relaciones de fuerza» (en Lévy 1995, 372). Posteriormente, sin embargo, la concepción del poder de Foucault sufre un cambio abismal. La pregunta de Sartre que había postergado ¿Cómo se ejerce el poder intersubjetivamente? se convierte ahora en el centro de su pensamiento. Al hablar de este «desplazamiento teórico» desde las instituciones como hospitales, asilos y prisiones hacia el campo del sujeto, Foucault advirtió la necesidad de buscar «las formas y modalidades de la relación por las cuales el individuo se constituye y se reconoce a sí mismo qua sujeto» (1990, 6). En otro lado, admite que le había dado demasiada importancia a las «técnicas de dominación», y que su interés radicaba ahora en aquellas «técnicas del yo» que «les permitan a los individuos efectuar un cierto número de operaciones sobre sus propios cuerpos, sobre sus almas, sobre sus propios pensamientos, sobre sus conductas; y esto de un modo que los transforme, modifique, o que los haga actuar con un cierto estado de perfección, de felicidad, de pureza, de poder sobrenatural, y así sucesivamente» (Foucault, 1980, citado en Miller 1993, 321-22).

Mi argumento es que el poder debe entenderse primero en este sentido existencial de investirnos de poder, y que debemos alejarnos de la preocupación por el control político y por el control sobre los recursos y el capital, a fin de entender el modus vivendi por el que se lucha en todos los contextos del esfuerzo humano imaginario o material sobre todo, de un equilibrio entre lo dado y lo que se elige, de modo que una persona llegue a experimentar al mundo como un sujeto y no sólo como un predicado contingente.

En este sentido, se podría decir que es un intento de deconstrucción, o simplemente de evitar categorías tales como "política", "historia", "economía", "derecho", "religión", e incluso "cultura", al asumir que la experiencia vivida siempre desborda y confunde las palabras con las que tratamos de captarla o analizarla. Se alía a la lucha revolucionaria de los oprimidos, pero no en un sentido crudamente ideológico. Declararse en contra del lenguaje circunscripto es tomar partido por el mundo de los fenómenos de la experiencia inmediata, por las relaciones interpersonales y por los eventos vividos. Es dar testimonio de la riqueza de la vida, incluso en las situaciones desesperadas y más afectadas por la pobreza. Destacamos la experiencia de tener el control, en vez de asumir que el control debe ser definido primero de modo objetivo como una cuestión de imponer la riqueza, de poseer poder, o de manipular el destino de los propios compañeros humanos.

Con este fin suprimo, o al menos pongo entre paréntesis, cualquier distinción a priori entre el control real y el imaginario, o entre el dominio científico y el mágico. Tal procedimiento nos permite explorar, por ejemplo, las ansiedades seculares contemporáneas por la pérdida de control sobre la propia vida que encuentra su expresión en la ansiedad por la pérdida del empleo, por la mirada invasiva, por la contaminación de enfermedades, por los ataques terroristas, por el abuso, por la pérdida de potencia y del control, o por el secuestro por extraterrestres del mismo modo en que William James exploró las variedades de la experiencia religiosa.

«El control es una obsesión de los noventa», escribe Kathy Bail (1997, 38), recordándonos las posibilidades del dominio indirecto con el que los medios de comunicación nos cautivan: las fantasías del control de automóviles a alta velocidad, los modos de lidiar con el envejecimiento, la sexualidad, las dietas, los presupuestos, y la conciencia. Pero el control del equilibrio entre el yo y el no-yo es un imperativo que excede a la posmodernidad. Y no en todas partes este control consiste en algún tipo de dominio burdo del propio mundo; en cambio, puede privilegiar la docilidad y abnegación.

Gillian Rose ha señalado hace poco este punto con gran pasión. Siendo una enferma terminal, señala cómo a menudo se puede obtener el control entregándolo:

El término "control" en este contexto posee dos significados distintos, ambos cruciales. En primer lugar, como era de esperarse, significa la prioridad y habilidad de lograr, no por la fuerza, la conformidad de otros, determinar lo que otros piensan o hacen. En el segundo, un sentido más esquivo adquiere un significado que puede salvarme la vida y que, una vez logrado, puede inducir a la renuncia del "control" en el primer sentido; aquí el "control" significa que cuando ocurre algo desafortunado, algún trauma o daño, ya sea infligido por las acciones u omisiones de otras personas, o por alguna fuerza cósmica, una logra convertir al evento inicialmente no deseado en nuestra propia ocupación interior. Trabajas para adoptar a la niña más carente de amor, a la más triste o agresiva como tuya, e impides que se convierta en un monstruo vengativo que constantemente te desea enferma. En la mala salud, como en el amor infeliz, este es el trabajo más arduo: requiere que la contengas antes de que te desborde (1995, 97-98).


Historias de Vida

Que Gillian Rose haya recurrido a las historias como una forma de trabajar sobre su crisis lo dice todo. Frente a la muerte, ciertos conocimientos y la tecnología médica pueden ser menos útiles que los recursos mágicos o de ficción.

Desde que Freud desarrollara la técnica psicoanalítica de la transferencia, en la que el analizado le otorga autoridad al analista para que sondee en su inconsciente recuperando recuerdos reprimidos y articulándolos como historias la llamada curación por la palabra ha sido reconocida como una técnica terapéutica poderosa. Ella nos ayuda a tomar conciencia de las palabras como nuestros primeros objetos, pero de aquellos que dan forma a la subjetividad humana con mayor profundidad que otros, ya que, como señala Lacan, su génesis y florecimiento se halla dentro del cuerpo subjetivo.

Pero la narración está motivada más que por una compulsión a confesar (Reik 1966), o por una necesidad de auto-expresión. Las historias de vida surgen en el curso de vida intersubjetiva, y la intersubjetividad es un lugar de voluntades e intenciones en conflicto. En consecuencia, las historias de vida que las personas aportan a una relación se transforman en el curso de esa relación. La autoría, por lo tanto, en un sentido muy real, no pertenece a los individuos autónomos sino a la dinámica de la intersubjetividad, en que las iniciativas (individuales) a menudo se ven frustradas y su deseo transformado. Sin embargo, a diferencia de los objetos materiales, que también se producen en el curso de la interacción humana, las historias siempre transmiten este doble carácter del sujeto humano como actor y como víctima (Arendt 1958, 184).

Las experiencias traumáticas desafían nuestras expectativas cotidianas y desestabilizan nuestros modos habituales de comprensión. Al hacernos dudar de la verdad de lo que creemos saber y de la eficacia de lo que habitualmente hacemos, las experiencias sin precedentes conllevan una crisis de control. Nos sentimos arrojados, confundidos. Nuestro mundo comienza a desmoronarse. Sin embargo, en todas las sociedades humanas, relatar la propia experiencia en presencia de los demás es un modo de volver a imaginar nuestra situación y de recuperar el dominio sobre ella. Las historias les permiten a las personas renegociar de modo retrospectivo su relación con los demás, para recuperar el sentido de sí mismos y la voz que les fue quitada momentáneamente. Esto se advierte de modo dramático en nuestro mundo durante los juicios criminales debido al impacto que tienen las declaraciones sobre la víctima al escuchar las sentencias. Al expresar públicamente su dolor y enojo, las familias dolientes reclaman algún reconocimiento general de la humanidad que el asesinato o la violación de su ser querido les quitó.
Tales transformaciones pueden ser efímeras o mágicas, pero al relatar una versión reconfigurada pero simbólicamente coherente de un evento, llegamos a sentir que el verdadero significado de algo que sucedió y nos sobrepasó está al alcance, en parte, de nuestra propia visión y capacidad de actuar. De este modo, la narrativa hace posible una reinvención de la identidad. Como Karen Blixen señaló: «Todos los dolores pueden ser tolerados si se los puede ubicar en un relato o contar una historia sobre ellos» (citado en Arendt 1958, 175). En la misma línea, Anatole Broyard ha escrito recientemente sobre el modo en que él utiliza la narrativa y la metáfora para hacer frente a la muerte. Las historias, acota, son formas instintivas mediante las cuales intentamos confinar una catástrofe, para rescatarnos a nosotros mismos de lo desconocido, para poner «bajo control» una experiencia abrumadora e incomprensible (Broyard 1992, 19-21).

El mismo principio es válido para el ritual. En los ritos de iniciación masculina en el mundo entero, el pasaje desde el nacimiento hasta la muerte se representa hacia atrás. Cuando los neófitos se sacrifican simbólicamente para renacer, el curso natural de los eventos da paso a una secuencia culturalmente elaborada, al crear la ilusión de que los hombres poseen el dominio sobre la vida y la muerte. Esta participación imaginativa en el nacimiento del niño implica que los hombres poseen el poder de las mujeres para procrear e influir en el destino de sus hijos. Sean cuales fueren las razones psicológicas y sociales que están detrás de esta estratagema, posee el efecto de hacer que los hombres se imaginen a sí mismos como generadores de vida, la medida de todas las cosas (Jackson 1977, 202-4; Thomas 1973,407-8; Jackson 1995, 147). En los funerales tiene lugar un ritual de pasaje similar de la pasividad a la actividad: al recrear, recordar y relatar la vida de un ser querido, los vivientes logran simultáneamente transformar a los muertos en un tipo ideal –un antepasado, un ser ejemplar- y experimentar en sí mismos la capacidad de continuar con sus vidas.

Objetivamente, las historias y los escenarios rituales rara vez nos dicen lo que realmente ocurrió. Cuentan una verdad que permite a las personas vivir en el aquí y ahora con lo que les sucedió en el pasado. En este sentido, los escenarios son mentiras convenientes; priorizan la necesidad existencial de remasterizar la experiencia [la cual se actualiza y se transforma en el aquí y ahora, al volver a ser relatada] más que la necesidad epistemológica de preservar un registro exacto de la misma.


Itinerario de una Idea

El tren se detiene. Miro a gente en una calle de la ciudad, ocupada en sus negocios, en apariencia ajenos unos a los otros, criaturas de la costumbre y de la herencia. Desde esta posición se ven idénticos en su comportamiento, en sus atuendos, y en sus expresiones. Podría estar mirando a las hormigas que reparan con laboriosidad una colmena. O a una serie de objetos desparramados sin significado intrínseco, que no crean nada importante mientras van y vienen, atrapados por completo en la situación en la que se encuentran. «Los seres humanos, orientados hacia afuera, como las estaciones, moviéndose tomados de la mano de un modo complejo: pisando lentamente, metódicamente, a veces un poco torpes (…) incapaces de controlar la melodía, incapaces, tal vez, de controlar los pasos de la danza» (Powell 1951, 2).

Sin embargo, sé que las personas en la calle se ven a sí mismas como epicentros de mundos conscientes, autores de aquellos propósitos que se mueven más rápido de lo que es evidente en la conducta. Esquemas, fantasías, angustias, fragmentos de información, recuerdos y preocupaciones constituyen para cada persona un microcosmos único y parcialmente simulado que yo sólo puedo adivinar. Criaturas de la historia y del hábito, seguramente, pero en su experiencia del mundo en el que recorren sus caminos con fe ciega, cada uno de ellos se torna singular y significativo. Cada uno tiene sus amigos y familias para quienes el mundo sería menos sin ellos. Cada uno tiene una historia que contar. No es, por lo tanto, lo que hacen en apariencia lo que define completamente su humanidad –en ese caso sólo bastaría con una descripción científica de su naturaleza , sino lo que experimentan virtualmente en el curso de sus vidas reales.

VISTA DESDE EL ESPACIO, la Tierra ahonda nuestro sentido de lo infinito y de lo desconocido. Pero observados desde lejos, los seres humanos se ven empequeñecidos, porque a diferencia del planeta son conscientes de su propia existencia, y esta conciencia rara vez refleja con exactitud las realidades biogenéticas y ambientales que modelan sus vidas. Por esta razón, una visión lejana no nos brinda ninguna comprensión sobre la realidad humana a menos que se complemente y se compare con una visión desde adentro. Reconocer este interjuego entre las fuerzas que son relevantes para nosotros, y los proyectos por los que volvemos a imaginar y a trabajar sobre esas fuerzas, convierte a cualquier descripción de la realidad humana tanto en una cuestión de ciencia como de arte.

Aunque somos mayormente criaturas de hábito y herederos de un pasado cultural y biogenético sobre el cual no poseemos ningún control, nuestro imaginario y nuestra vida consciente ordinaria sobrevuela estos hechos brutos de la existencia. Aunque comprendamos, por ejemplo, que en última instancia no poseemos mayor significado que los miles de millones de otros seres humanos que han vivido sus breves vidas sobre la Tierra, que han reproducido su especie, que han muerto y que han sido olvidados; nuestro deseo de tener hijos, de criarlos bien, y de encontrar satisfacción para nosotros mismos, prácticamente no ha sido afectado por este conocimiento. Guiamos nuestras vidas de acuerdo a una planificación racional tanto como por ciertas ilusiones que son necesarias. De diversos modos nuestras vidas contradicen este hecho. Ciertamente, casi todas las vidas se viven contradiciendo las condiciones que subyacen a su posibilidad. Vivimos a contrapelo de lo habitual. Buscamos que lo dado e inevitable parezca elegido y original. La conciencia humana es un campo de energía que se orienta a elevarnos por sobre lo meramente material y a dotarlo de nuestra intencionalidad, tal como en el mito de los nativos norteamericanos donde, alguna vez, la figura mítica del buceador desenterró el lodo de las profundidades oscuras del océano primordial para dar forma a una isla inhabitable a la luz del día.

EN 1969-70, MI PRIMER PERIODO de trabajo de campo en Sierra Leona, me sorprendieron las formas en que, cada tanto, los Kuranko mezclaban, daban vuelta y jugaban con el orden ideal de su mundo social sólo para restablecerlo, reafirmarlo y consolidarlo. Este proceso vital de negar para luego reconfigurar el status quo era demasiado evidente en las ocasiones rituales cuando una fractura, o una crisis, perturbaba o suspendía el orden normal de las cosas; entonces se consultaba a los adivinos, se ofrecían sacrificios, se buscaban medicinas, comenzaban las iniciaciones o se enterraba a los muertos. Pero era igualmente evidente en los hechos triviales y en las conversaciones cotidianas como, por ejemplo, una polémica pretenciosa sobre el origen de una palabra, un desacuerdo sobre el precio de la novia, un altercado doméstico, o una controversia sobre el límite entre dos granjas. Los Kuranko entraban en dicha dialéctica con una energía que me pareció desconcertante y sin lógica alguna hasta que comprendí que estaba presenciando una especie de teatro informal donde la gente daba forma a sus vidas, no mediante una conformidad servil a la costumbre, sino a través de un compromiso activo, de negociación y de lucha.

Contra la ortodoxia estructural-funcionalista predominante que analizaba cómo se lidiaba con la desviación y se corregía el desorden, intenté comprender la antinomia en términos existenciales: como un aspecto imperativo del ser social. Me parecía que la negación, la resistencia y la alteridad eran tan fundamentales para la existencia humana como el orden, la seguridad y la rutina. Al mismo tiempo, quería trabajar con las ideas indígenas del mundo Mande, como la noción Bamana de que la sociabilidad nace de una conciliación, o de un equilibrio, entre las energías "salvajes" simbolizadas por la figura mítica del Nyalé y las restricciones normativas representadas por Ndomadyiri (Zahan 1974,3-5); o la noción Kuranko de que debe existir algún tipo de complementariedad entre lo secular y los poderes "salvajes" (Jackson 1982a, 10) ; o, finalmente, la dialéctica Dogon entre Yourougou, el zorro pálido, que es la extravagancia, el desorden y la verdad oracular, y Nommo, que es la razón y el orden (Calame-Griaule 1965).

Donde el estructural-funcionalismo tendía a cosificar el orden social, buscando en él la causa última y la culminación de la existencia humana, yo quería saber algo, tan directamente como fuera posible, de las experiencias de los individuos que, de hecho, constituían este orden. Como lo veía, la fuerza motora de cualquier campo social era la inteligencia vital y la energía de los individuos que actúan solos o en conjunto. Los momentos antinómicos tales como la inversión ritual de los roles, las narrativa sobre las inversiones y transformaciones, el disenso doméstico, la delincuencia juvenil, la experiencia extática, y los encuentros con los genios djinn constituían modos paradigmáticos en que las personas desafiaban el círculo normativo de la vida en la aldea con el objeto de recuperarlo y reconstruirlo de modo que tuvieran la sensación de haberlo elegido, y así tener la conciencia y el control sobre él.

La vida social humana era, pues, una dialéctica entre lo dado y la elección, un movimiento continuo entre mundo exterior fáctico, modelado por los antepasados en una época anterior, y ese mismo mundo recreado, vuelto a trabajar y reconstruido por los vivientes a la luz de los imperativos que incluían el respeto por el pasado, tanto como las exigencias cambiantes del presente. Aún si la sociedad Kuranko desde la perspectiva de un dios se mantuvo inalterada generación tras generación, ello se debió al propósito de los vivos que lo decidieron así. Sin embargo, incluso en este caso, paradójicamente, el mundo ancestral debió ser negado por los vivos para poder ser afirmado.

El marxismo existencial de Sartre me proporcionó el marco interpretativo que necesitaba. De acuerdo con el método progresivo-regresivo de Sartre, uno debería tener como objetivo describir tanto los factores sociales e históricos preexistentes que constituyen cualquier situación humana (lo práctico-inerte) como las formas en que la acción humana proyectiva, imaginativa, intencional (praxis) conserva y va más allá de estas condiciones previas. Aunque el mundo que uno hereda se experimente inicialmente como inerte y objetivo, un mundo completo en sí mismo, construido por elecciones anteriores y faits accompli; este mundo se reconstituye continuamente a través del trabajo y de la imaginación humana, por lo que la sensación de ser meramente un «individuo accidental» da lugar al sentimiento de que podemos cambiar la situación del mundo en que nacimos a la conciencia. Porque uno no preserva simplemente el mundo al que es arrojado; una vida humana es, en términos de Sartre, «dialécticamente irreductible».

Así nos encontramos con un mundo fetichizado, producto de actividades anteriores, del trabajo de otros, el resultado de designios inescrutables. Este mundo dado parece contar con vida propia, y nosotros parecemos habitar bajo su sombra. Sin embargo, sin nuestro consentimiento y trabajo este mundo, sedimentado por los actos de nuestros ancestros y sus conclusiones precedentes, no podría prevalecer. Su perpetuación no es una cuestión de inercia, sino de la actividad vital de los vivientes que, en la cautivante frase de Marx, fuerzan a las heladas circunstancias a bailar cuando les cantan sus propias melodías (citado en Fromm 1973, 83).

Dostoievski imaginó esta dialéctica como un modo de probarse a sí mismo continuamente, incluso con terquedad, que uno es una persona y no una tecla de un piano (1961, 115) . Para Sartre el nudo crítico de la existencia humana es que «no somos trozos de arcilla, y que no es importante lo que los demás hagan con nosotros, sino que somos lo que hacemos con lo que hicieron de nosotros» (1963, 49). Nikos Kazantzakis señaló que «decir 'sí' a la necesidad, y cambiar lo inevitable en algo hecho por propia voluntad (...) es tal vez la única forma humana de liberación. Una manera deplorable, pero no existe otra» (1961,274). Norman Brown, al invocar el principio de Spinoza de causa sui y el de Sartre de être-en-soi-pour-soi reconstruyó el complejo de Edipo como «el proyecto edípico»: un proceso continuo de auto-realización en el que una persona pasa de ser un objeto pasivo del destino, un apéndice de los demás, un juguete del mundo, al dominio activo y responsable del mundo social (Brown 1959, 118; Becker 1975, 35-36).

Pero es la forma en que vivimos la relación entre el mundo en el que nacemos y el mundo que tenemos para hacer la que define el campo de la antropología existencial. En otras palabras, la antropología existencial debe tener el cuidado de desvincular su proyecto de otros que, aunque semejantes, le otorgan un énfasis excesivo a la individualidad autónoma y a la auto-realización e ignoran el ambiente cultural particular en el que tales imperativos existenciales se desenvuelven. La cuestión crítica es la intersubjetividad y la inter-experiencia, las formas en que el yo emerge y se negocia en un campo de relaciones interpersonales, como un modo de estar en el mundo.


Jugando con la Realidad


El imperativo existencial para ejercer una elección y controlar nuestras vidas se basa en el juego. Si la vida se concibiera como un juego, entonces oscilaría entre una adhesión servil a las reglas y el deseo de jugar libremente con ellas. El juego nos permite renegociar lo dado, experimentar con alternativas, imaginar cómo las cosas podrían ser de otro modo, y así podríamos resolver de forma oblicua y poco natural lo que no puede resolverse directamente en el mundo "real". Lo que llamamos "libertad" se basa en nuestra habilidad para contradecir e inventar, en revertir con nuestras acciones y con nuestra imaginación las situaciones que parecen circunscribirnos, gobernarnos, y definirnos.

Filogenéticamente, la elección es una expresión de la neotenia. Como ha argumentado Géza Róheim, ésta es la prolongación del período de dependencia juvenil en el desarrollo de los primates superiores, que les permite el tiempo y el espacio para el juego (1971). La cultura es el resultado de esta libertad para jugar con nuevas posibilidades, para explorar nuevas estrategias de interacción, para experimentar con la conciencia, y para variar los puntos de vista. Cualquier padre podría dar fe de cuán imperiosa es la necesidad de un niño para jugar con una situación dada como una forma de decidir las cosas por sí mismo. La sensibilidad moral de un niño y el sentido de bienestar se hallan condicionados por la sensación de estar a cargo del mundo y de poseer un espacio en miniatura donde él (o ella) decida el orden de las cosas y defina las reglas del juego. Este imperativo del juego constituye la base del imperativo existencial: hacer las cosas según el propio tiempo y modo, pensar el mundo como algo que uno crea, así como un lugar donde uno no es meramente una criatura.

Elegir nuestras vidas, o imaginar que las elegimos, es un aspecto tan imperativo de nuestra humanidad que, aún frente a la pérdida absoluta de la libertad actuaremos a menudo como si la situación estuviera en nuestras manos, como si nuestras acciones pudieran cambiarla, como si fuera posible pensar nuestro camino libre de las cadenas que nos atan. Aunque estemos en desacuerdo con la noción de Sartre de que renunciar a la elección es en sí mismo un acto de elección, la idea no es sólo de Sartre, en cuanto dicha elección se realiza en un sinnúmero de situaciones humanas, donde la gente asume la responsabilidad de cosas que se hallan, estrictamente hablando, fuera de su posibilidad de elección. Por ejemplo, en los distritos de Sierra Leona donde se encuentran los diamantes, los Kuranko son conocidos por asumir de modo ingenuo que cometieron robos que no cometieron. Prefieren dejar el tema solucionado en vez de una crisis sin resolver. Y las personas en duelo a veces imaginan que no hicieron lo suficiente por su ser querido, y que les fallaron de algún modo, como si al pensar en retrospectiva hubieran tenido elección en un asunto sobre el que no tenían ningún control, y se restituyeran a sí mismos la capacidad de actuar como si murieran con la persona que les daba sentido a sus vidas. George Devereux habla de cómo los seres humanos tratan de forma anticipativa el «trauma de la falta de respuesta por parte de la materia» al entrar en relaciones con el mundo no humano como si éste tuviera conciencia y voluntad (1967, 32-34). Pero la misma estratagema antropomórfica se obtiene dentro del mundo humano cuando se es reducido a la condición de objeto, o cuando se entra en pánico al encontrarse con otro que no puede responder (el muerto, el sordo o el que se halla en estado inconsciente, catatónico o comatoso), la persona actúa como si la agencia y la conciencia estuvieran todavía presentes de algún modo. Existe algo intolerable en las situaciones en que se nos roba el poder de actuar, de hablar, de conocer, de elegir y de influir. Por lo que nos imaginamos capaces de escoger, y nos laceramos con la culpa por haber elegido mal o por haber perdido nuestra oportunidad. Aún en las situaciones más desesperadas, humillantes, abrumadoras, la gente busca de modo imperioso retomar el control, con el objeto de reafirmar el derecho a gobernar sus vidas, a intervenir en su destino.

La teoría de los juegos es esencial para comprender estas estratagemas existenciales. Pero mientras la mayoría de los teóricos sobre el juego enfatizan, ya sea su valor adaptativo en la evolución de la cultura, o su efectividad para la resolución de problemas en el aprendizaje social, prefiero hacer hincapié en las modos en que el dominio del juego ayuda a las personas a recuperar el sentido del control en aquellas situaciones que los abruman, confunden, o disminuyen.

La maestría en el juego, señala Jerome Bruner, es una «forma especial de violar la estabilidad» (1976, 31). Existencialmente, este modo de jugar, mayormente imaginario o mágico, nos permite juguetear con la posibilidad de reconstruir, de volver a ser los artífices y de revertir aquellas situaciones en las que nos hallamos confundidos y sin libertad. Es una manera de actuar que, sin cambiar la situación objetiva (como se ve desde el exterior), transforma nuestra experiencia de la situación.

Uno de los ejemplos más paradigmáticos de este dominio del juego se halla en Más allá del principio del placer de Freud. Aquí Freud describe cómo un niño de un año y medio pudo manipular los objetos a su alcance a fin de tener dominio sobre la desaparición y reaparición de su madre (1957, 18: 1416). Al lanzar un juguete fuera de su cuna y declararlo desaparecido (fort), y luego traerlo de nuevo con una exultante "ahí" (da), el niño objetivaba con éxito su angustia emocional. En palabras de Freud, el juego «se relacionaba con el mayor logro cultural del niño: su renuncia a la satisfacción instintiva (…) al haber permitido que su madre se fuera sin haber protestado, se compensaba a sí mismo por así decirlo mediante su puesta en escena de la desaparición y reaparición de los objetos a su alcance» (16). La cuestión existencial es, sin embargo, como sugiere el mismo Freud, que el niño logró, a través del dominio de su juego improvisado, la transición de una situación pasiva (donde era sobrepasado por la experiencia) a un papel activo «al tener dominio sobre él».


En El Pensamiento Salvaje, Lévi-Strauss ofrece una visión similar sobre el poder del juego. Al hablar de las obras de arte, Lévi-Strauss se pregunta: «¿Cuál es la virtud de la reducción a escala del tamaño o del número de propiedades?» Luego advierte que esta tendencia evidente en todas las formas del arte y de la magia a miniaturizar, simplificar, y rearmar, está impulsada por el deseo de hacer que el objeto real sea menos formidable, y de este modo controlable: «Al ser disminuido cuantitativamente, nos parece que se ha simplificado cualitativamente. De modo más preciso, esta transposición cuantitativa amplía y diversifica nuestro poder sobre un homólogo de la cosa: a través de él, ésta última puede ser tomada, sopesada en la mano y aprehendida de una sola mirada». Lévi-Strauss no se limita a señalar la conexión entre el juego y la magia; también arroja luz sobre el modo en que el control existencial implica una reducción de la escala del mundo a la escala del ser. Lo universal, por tanto, se vuelve particular y se halla dentro del ámbito y alcance del individuo: «la muñeca de la niña ya no es una adversaria, una rival, o siquiera una interlocutora; en ella y por ella la persona se convierte en un sujeto» (Lévi-Strauss 1966, 23).

En el juego, las relaciones intersubjetivas se remodelan como relaciones sujeto-objeto. Jugamos y nos relacionamos con objetos que representan a los demás. Winnicott los llamó «objetos transicionales», porque nos permiten distanciarnos de las relaciones interpersonales que se han vuelto desconcertantes y que nos provocan ansiedad. Como «correlatos objetivos» de estas relaciones nos proporcionan simulacros que podemos manipular con el fin de recuperar algún grado de autonomía. La anécdota de Freud del niño que arrastra de nuevo el juguete hacia su cuna es consonante con el relato clínico de Winnicott sobre un muchacho preocupado por las cuerdas (1974, 18-23). En ambos casos, la cuerda simboliza la relación y comunicación del niño con su madre; jugar con la cuerda era una estratagema para recuperar el control sobre una relación que se había vuelto tensa y confusa.

Dado que una perspectiva existencial-fenomenológica se resiste a medir la experiencia según un estándar externo, o a trazar una línea entre el dominio real e imaginario, lo que más le importa son las consecuencias sociales y experienciales de este tipo de comportamiento. Si nuestro criterio de verdad es pragmático, y refleja la consumación de un objetivo común, como la resistencia al dolor o el cumplimiento de una expectativa, entonces el resultado de cualquier creencia o acción es un momento más verdadero que las situaciones y estados de la mente que lo preceden. Es en este sentido que la acción artística, ritual y religiosa puede situarse a la par de las estrategias científicas. Los modelos y metáforas con los que un científico da sentido a un embrollo de datos reduciéndolos a principios generativos o a reglas determinadas son, cualquiera sea su verificabilidad última, medios para ordenar y ser creador de su mundo. Definir y redefinir tales mundos como "estructura" e "historia" como si fueran isomorfos con el mundo, nos provee de una comprensión ilusoria de la realidad que ha sido, de hecho, reemplazada por el lenguaje. Al igual que los modelos, la jerga evoca un orden momentáneo y reconfortante fuera del flujo de la experiencia, que parece subordinar a un mundo material refractario a la hegemonía de la razón. Como tal, nos proporciona una manera de preservar una sensación de dominio sobre un mundo que nos controla, de recuperar o de renegociar un equilibrio entre lo que podemos y no podemos controlar.





Escribir sobre la Intersubjetividad

¿Cómo se podrían explicar mejor las conexiones entre la dialéctica del sujeto y del objeto en la vida íntima y familiar y la dialéctica política, sintáctica, lógica, del sujeto-objeto?

Siguiendo a Merleau-Ponty, sostengo que la mediación entre el yo singular y universal, se logra a través del cuerpo y del diálogo (1962, parte 2: 4). Pero aunque la subjetividad esté encarnada, sea sentida, actuada y tenga su voz propia, ni el cuerpo ni el lenguaje deben ser vistos como objetos o instrumentos tomados por el sujeto quien, por así decirlo, concibe una intención antes de actuar sobre ella.

Esta «reciprocidad consumada» que se expresa en lo gestual, afectivo y en la intersubjetividad dialógica nos lleva, inevitablemente, a la experiencia de contar historias, a hacer música, y a bailar (Blacking 1973; Feld 1982; Lange 1975). Las historias, en palabras de M. de Certeau, son «prácticas espaciales». Llevan en su interior recordatorios fantasmales de nuestros viajes cotidianos, hacia adelante y hacia atrás, en nuestros ambientes construidos. Ellas transmiten con palabras un sentido del cuerpo-sujeto que ocupa, habita, y se mueve a través del espacio, transformándolo así en lugares imbuidos de un significado particular y de una presencia específica (de Certeau 1988, 118; Tuan 1977).

Las historias de vida son el tejido conectivo de la vida social, y cuestionan muchas de las distinciones categoriales que los antropólogos construyen por razones puramente instrumentales para sistematizar su experiencia de campo, para identificarse profesionalmente, y para promover la idea de que mientras el mundo no pueda sujetarse al orden administrativo, puede al menos ser domesticado y subyugado a través de la lógica, de la teoría y del argot académico. En consecuencia, este libro puede leerse como una autobiografía: como una sucesión de intentos para integrar perspectivas particulares y universales mediante la yuxtaposición de los estilos de escritura del ensayista y del narrador. Asimismo, utilizo las historias de vida para contrarrestar la proclividad de la antropología a reducir la diferencia y la contingencia con el fin de promover una autoridad ilusoria.

En el curso de un trabajo de campo, el etnógrafo escucha y graba muchas historias. De modo convencional, uno convierte estas historias, o fragmentos de historias, en ensayos antropológicos, disertaciones y monografías. Es un hábito académico que se remonta a principios del siglo XVII, cuando el auge de la ciencia implicaba una «disociación de las sensibilidades», donde la autoridad pasó del testimonio directo y la experiencia inmediata a las formas abstractas e imperiosamente panópticas de la práctica discursiva. En el gran diccionario del Dr. Johnson, un ensayo se definía como «una pieza irregularmente indigesta» (cf. La definición Bacon sobre el ensayo como una «meditación dispersa»), pero en poco tiempo se convirtió en un vehículo para sistematizar y comunicar los resultados de la experimentación científica, «un tratado final» (SOED: Shorter Oxford English Dictionary).

Walter Benjamin se lamentaba de que vivamos en un mundo en el que, en términos generales, la literatura ensayística tiene más peso que la competencia narrativa: «Cada vez con menos frecuencia nos encontramos con personas con la capacidad de contar un cuento correctamente. Cada vez más a menudo sentimos vergüenza cuando se expresa el deseo de escuchar uno. Es como si algo que parecía inalienable en nosotros, la más segura de nuestras posesiones, nos hubiera sido robada: la habilidad de intercambiar experiencias» (1968, 83).

Para recuperar la narrativa es necesario retrotraerse al momento de la historia en que la experiencia directa constituía una forma de lo verdadero, cuando la sabiduría y el conocimiento no se habían separado, y las historias eran la forma más frecuente de comunicar y compartir los azares de la vida. Y, sin embargo, como nos recuerda Foucault, el ensayo alguna vez poseyó esta misma función: como una evaluación o un experimento en que la identidad del autor era juzgada, probada y puesta en riesgo. Foucault celebra este modo de escritura ensayística como un tipo de ordalía (épreuve) que transfigura al yo en el juego de la verdad. En lugar de una apropiación, arrogación, o conquista, que simplifica para comunicar, asume la forma de una ascesis, «de un ejercicio sobre uno mismo en la actividad del pensamiento» (Foucault, 1990, 9). También Adorno celebra al ensayo como un antídoto contra el hábito filosófico de buscar sólo lo universal y perdurable, que esquiva lo inconcluso, tentativo, disgresivo y de final abierto. El ensayo, señala, puede ser un puente entre la ciencia y el arte, al mismo tiempo una crítica implícita del sistema, y un testimonio del valor de la experiencia y de la ironía en un mundo cautivado por el pensamiento categórico (1991, 6-10). En este sentido, el ensayo se fusiona con la narración de cuentos que, señala Hannah Arendt, «revela el significado sin cometer el error de definirlo» (1973, 107). El narrador de cuentos da testimonio de la vida tal como es vivida, en lugar de tratar de ir más allá de la situación particular de la que tiene experiencia directa para decir algo con autoridad acerca de la naturaleza del mundo. Las historias dan testimonio de la búsqueda de algún tipo de fe provisional o de sabiduría que hará a la vida tolerable, más que a nuestra necesidad de trascender a partir de un conjunto de conocimientos que ostensiblemente sean válidos para todas las personas en todos los tiempos. Así, las historias nos ayudan a reconciliarnos con cómo son las cosas, más que mostrarnos los modos en que el mundo podría ser cambiado.

Pero la diferencia más rotunda entre la historia de vida y el tratado científico no es epistemológica sino social. Malinowski fue quizás el primer etnógrafo en explorar una distinción casi universal entre las «historias» que funcionan como «herramientas para la convivencia» (Illich, 1973) y los «mitos y leyendas» que abren «perspectivas históricas», divisiones sociales legítimas, y son consideradas como venerables, sagradas, y verdaderas. Los «mitos fundadores» de Malinowski se parecen a la sistematización y a la autoridad del discurso científico. Mientras que el lugar de las historias es íntimo e inmediato, y evoca recuerdos de infancia y de la familia cercana, o de cobertizos llenos de gente en una aldea africana donde los ni os y adultos se sientan fascinados a escuchar los cuentos de los genios djinn y de los héroes burladores, la literatura ensayística implica el aislamiento y la distinción. Esto se debe a que la autoridad del ensayo científico no surge de una communis sententia a la que se llegó a través de experiencias compartidas de la vida cotidiana, sino de un conocimiento exclusivo que define el ámbito de una clase profesional y privilegiada (Lyotard 1984, 25). Siempre arcano, siempre formulado en un lenguaje cabalístico, siempre para preservar a una elite, el conocimiento ensayístico divide implícitamente a los que se hallan en el conocimiento y a los que están en la oscuridad.

En momentos en que la división entre los "tienes-no tienes" se está ampliando, y cuando los etnógrafos están luchando con el problema de cómo articular su comprensión sobre otras culturas de modo que se haga justicia con las personas que realmente viven en esas culturas, el retorno a la narrativa es un acto político (cf. Abu-Lughod 1993, 16-19). No sólo implica una crítica de la metafísica y de la trascendencia, sino que intenta socavar las convenciones discursivas que promueven la jerarquía y la división.

Michel de Certeau observa que el ensayo científico es a la narrativa como el mapa topográfico a un viaje. Entre los siglos XV y XVII, los mapas se fueron vaciando de las imágenes pictóricas –monstruos marinos, barcos, querubines, plantas, ciudades y animales imaginarios que poblaban los espacios de los mapas medievales. A medida que la cartografía iba reemplazando a estos íconos y leyendas con datos científicos abstractos, la experiencia narrativa del mapa como un territorio a través del cual se viajaba realmente, se perdió. Los mapas dejaron de ser lugares de actividad sensible y de viajes humanos; se disociaron de la práctica, del cuerpo, y se volvieron estáticos. Pero, observa de Certeau, las narraciones y los viajes constituyen un modo de discurso contestatario y un modo de representación que sobrevive al distanciamiento geométrico: «Lo que el mapa separa, lo atraviesan las historias» (1988, 129).


LA ANTROPOLOGÍA HA PROPENDIDO SIEMPRE al tipo de abstracciones y reificaciones que puedan definir y justificar su identidad como una ciencia social. Los términos tales como "sociedad", "habitus" y "cultura" pueden oscurecer con demasiada facilidad los mundos vividos que se supone deben comprender, y debemos recordarnos continuamente que la vida social se vive en la interfase del yo y el otro más allá del hecho de que los objetos materiales, anónimos y conceptuales, se han sedimentado allí. Si no deseamos eclipsar a los mundos vitales, interpersonales e intersubjetivos, a los que ingresamos y donde luchamos para entenderlos como etnógrafos, debemos resistir a la fetichización de los vocabularios que hemos ido creando para definir nuestros objetivos, explicar nuestros métodos, y teorizar nuestros hallazgos. Así como cualquier persona es tan múltiple y variada como las relaciones en las que participa, así la realidad humana es mucho más relacional, variada e interconectada que lo que implican los conceptos acotados, atomistas, como "nación", "sociedad" o "cultura" (Wolf 1982,3). Evitar confundir la propia experiencia del mundo con las palabras que uno utiliza para nombrarla y contenerla es, por supuesto, la idea central de la crítica de Adorno sobre la identidad-pensamiento (cf. Sartre 1964, 170). De ahí el título de este libro, que evoca a Minima Moralia de Adorno (a la vez, una alusión suya a la Magna Moralia de Aristóteles y a Más allá del bien y del mal de Nietzsche). Pero mis alusiones a Adorno y a Sartre también están destinadas a justificar un estilo paratáctico y tentativo que busca lograr un acercamiento entre el ensayo y la historia. Al igual que las historias son, tradicionalmente al menos, modelos del minimalismo (una estética de la simplicidad) y de la parsimonia, así una síntesis de la etnografía ensayística y narrativa podría ayudar a aligerar a los textos antropológicos del peso de la información que, por regla general han cargado, en su intento por lograr lo que Clifford Geertz llama «el poder auténtico de la sustancialidad del hecho» (1988, 3). Recontando con detalles la verdad vivida de un evento se podría expresarla con menos datos y con menos jerga que el tratado científico; lo que se sacrificaría en imponencia y autoridad se recuperaría en inmediatez, economía y arte. La minimalización del hecho etnográfico no es, por lo tanto, la evidencia de un desencanto con lo empírico, sino más bien un intento de radicalizar el empirismo, haciendo hincapié en la verosimilitud y en la contingencia por sobre el sistema y la estructura.





















R E G R E S O S




Líneas Fronterizas



Mientras escribo ésto, a mediados de 1996, Sierra Leona se halla en la agonía de la guerra civil. Los años de golpes de Estado, de corrupción y desgobierno han llevado al país al borde de la anarquía. La economía está paralizada. Las violaciones a los Derechos Humanos, las emboscadas, los bombardeos y el vandalismo son demasiado habituales. Las matanzas indiscriminadas se llevan hasta cien vidas por día. Casi la mitad de la población de Sierra Leona está compuesta actualmente por refugiados.

No he vuelto en diez años al país que Graham Greene ha llamado "sweet soup land", ni he escuchado de mis amigos Kuranko en mucho tiempo. Koinadugu se ha convertido en un corazón de las tinieblas.

Bajo tales circunstancias, podría parecer un abuso flagrante del presente etnográfico escribir como si nada hubiera cambiado desde la última vez que visité Sierra Leona. Al carecer de un conocimiento directo del mundo social que me cautivó por veinticinco años, podría parecer una parodia que yo presuma de escribir sobre ese mundo ahora, una insinuación de que la etnografía podría estar divorciada del tiempo.

Lo hago por dos razones. En primer lugar, los Kuranko hace largo tiempo que han conocido las vicisitudes y la violencia de la historia, y es importante mostrar cómo la cultura y la historia se entrecruzan . En segundo lugar, lograr un equilibrio entre el cierre y la apertura hacia el mundo exterior ha sido desde siempre una dimensión imperativa de la vida social de los Kuranko. En el discurso de los Kuranko siempre ha estado presente la cuestión de cómo se puede ir más allá de lo particular, de la seguridad local de la propia aldea y del cacicazgo, sin perder la autonomía y la identidad en el dominio comparativamente ilimitado, peligroso, del mundo exterior.

En una sociedad dominada por el parentesco y los lazos de afinidad esta pregunta tiene lugar en una frontera ambigua entre la comunidad local y el mundo de los extraños y de los enemigos. En el imaginario cultural, es la frontera entre la aldea y la "páramo". Es la tierra de nadie que los griegos identificaron con Hermes, con los cruces de caminos y de fronteras; con los mensajes contradictorios, con el tráfico clandestino, con las argucias, y el robo.

Entre los Kuranko, las narrativas de viajes de ida y vuelta a través de esta frontera incierta sirven para traer a la discusión las preguntas sobre la sociabilidad y la intersubjetividad. En este punto, poseen un interés particular para mí, un conjunto de narraciones que explican los orígenes de los tótems clánicos y las relaciones de bromeo entre clanes.

EN CIERTO SENTIDO, EL CLAN es el parentesco ampliado a la enésima potencia. El clan comienza donde la genealogía se va extinguiendo paulatinamente. Los clanes se definen a través de lazos ficticios y de eventos míticos. Y aunque el idioma del parentesco, idealmente, mantiene su valor en este nivel, y compartir el clan le da supuestamente a uno el derecho a reclamar hospitalidad y ayuda fuera del propio mundo familiar y social, un clan es, sencillamente, «muchos» (sie), y uno no puede esperar que tales reclamos se satisfagan invariablemente.

Esta ambigüedad corresponde a la esencia. Al ser actuada en los mitos de los clanes, dirige la atención hacia los modos en que puede ser cruzada la frontera entre los parientes y los no parientes. Y, al explicar con detalle los orígenes de los íconos totémicos, y de las modalidades de la alianza y de la reciprocidad que empañan las distinciones nominales entre diferentes clanes, estos mitos sugieren cómo hacer un puente entre lo particular y lo universal.

Aquí uno de esos mitos, relatado por Fina Kamara, de Kabala:

Cuando usted está en un lugar lejano, donde no hay pueblos o alimentos... usted escucha de repente un sonido. Usted va al lugar de donde viene y encuentra algo que comer. Pero es algo como un arbusto y usted le teme. Pero él no le hace daño. Entonces lo come. Después regresa a su aldea y explica a su clan lo que pasó: cómo perdió su camino en la selva, que no tenía alimentos, que oyó un sonido, que fue a ver y descubrió ésto y aquello en los matorrales. . . cómo eso le ayudó a encontrar comida y a sobrevivir hasta volver a la aldea. Luego usted declara que ningún miembro de su clan debe volver a comer a esa criatura de nuevo, o dañarla de algún modo. Se convierte en su tótem (tane). Es su pariente (nakelinyorgonu). Usted le dice a su compañero de clan (sanakuie) con quien mantiene relaciones de bromeo: «Esa criatura que me salvó la vida es mi pariente». Así comenzó el totemismo.

Lo que es notable en todas esas narraciones Kuranko es que la criatura que salva la vida del ancestro del clan es un absoluto extraño. De este modo, el vínculo de parentesco se afirma a partir de un gesto gratuito, más que en un acto obligatorio. Puesto que tales lazos libremente elegidos son definitorios de la amistad más que del parentesco, uno llega a la conclusión de que, idealmente, el parentesco sería un modo de generosidad, basado en la magnanimidad en lugar del mandato. En otras palabras, en lugar de evocar el vínculo entre madre e hijo (nakelinyorgonu, «parentesco», significa literalmente «la relación-con- la-madre-de uno»), o la intimidad del fuego del hogar y de la choza (dembaiye), como lo hacen normalmente los Kuranko, los mitos del clan definen lo bueno en términos de la generosidad, de la empatía y de la apertura que, idealmente, dan forma a las relaciones entre amigos cercanos.

Al asociar las cualidades morales de morgoye (la personalidad) a un animal con el que no existe una relación previa o positiva, ¿implican los mitos clánicos que los lazos dados de parentesco dependen para su existencia de los vínculos elegidos de la amistad? ¿Sugieren los mitos que el círculo relativamente cerrado del parentesco debe abrirse al mundo exterior si va a perdurar?

La narrativa de Fina Kamara continúa:

Los Kuyaté (un clan) no comen al lagarto monitor. Su ancestro fue a un lugar lejano. No había agua allí. Tuvo sed. Casi murió. Entonces se encontró con un árbol enorme, y en el tronco del árbol quedaba un poco de agua de lluvia. El lagarto monitor también estaba allí. El antepasado de los Kuyaté se sentó bajo el árbol. El lagarto subió al tronco del árbol, siguió trepando y sacudió su cola. El agua salpicó al hombre. El antepasado del Kuyaté se dio cuenta de que había agua allí. Subió y bebió. Dijo: « ¡Ah, el lagarto monitor ha salvado mi vida!». Cuando regresó a su aldea le contó a su clan sobre el incidente. Dijo: «Ustedes me ven aquí ahora gracias a ese lagarto monitor.» Desde entonces, el lagarto monitor ha sido el tótem de los Kuyaté. Si algún Kuyaté lo comiera, su cuerpo quedaría todo marcado y desfigurado como el cuerpo del lagarto. Sus compañeros de broma tendrían que encontrar las medicinas para curarlo.

La mayoría de los mitos de los clanes comienzan con una explicación de cómo un animal en particular se convirtió en el tótem del clan, y se continúa con un relato de cómo otros clanes se convirtieron en aliados, o se incorporaron como compañeros de bromeo o como cónyuges. Del mismo modo que el vínculo entre un clan y su tótem se expresa en términos corporales (comerse al tótem de uno provoca una desfiguración de la piel que imita las marcas del cuerpo del animal totémico), compartir un tótem con otro clan se ve a menudo como una forma de corporeidad común Así, en el mito que explica el origen del parentesco de bromeo (sanakuiye) entre los clanes Kargbo y Sisé, se nos dice que cuando los ancestros del clan inmigraron desde el corazón Mande, Mansa Kama (el antepasado de los Kargbo) y Bakunko Sisé (el antepasado de los Sisé) llegaron a un gran río. Allí Bakunko se transformó en un cocodrilo (su tótem del clan) y transportó a Mansa Kama través del río. Pero Mansa Kama estaba hambriento luego de cruzar el río, y Bakunko se cortó la pantorrilla de su pierna, la asó y se la dio de comer a su compañero. Para reafirmar su amistad a perpetuidad, Mansa Kama dijo que el cocodrilo sería a partir de entonces el tótem de los Kargbo también.

Otras narrativas sobre los clanes despliegan diversas estratagemas que trascienden las diferencias y fusionan la identidad. A continuación, lo narrado por Keti Ferenke Koroma, de Kondembaia, explica la relación de bromeo entre los clanes Koroma y Kalamé:

Nosotros, los Koroma, los Dabu, los Fofona y los Kalamé, todos somos sanakuie. Todos somos una sola persona (morgo keli). Pero los que están por encima de todos son los Kalamé. Si usted ve que los hombres y las mujeres Kalamé no se sientan en nuestra estera, y que no nos sentamos en las de ellos, y que no nos casamos entre nosotros, es a causa de lo ocurrido en las terribles guerras que libramos. Nuestro antepasado, Fakoli Koroma, estaba guerreando. Había librado muchas batallas. Mientras luchaba lejos, su esposa concibió un hijo. Él repudió a su mujer, y ella se fue con un hombre Kalamé y dio a luz a una niña. Ese hombre era el ancestro del Kalamé, y en esos tiempos no tenía su propia esposa. Luego del nacimiento de su hija, los Koroma entregaron a la niña a los Kalamé. Más tarde, la mujer dio a luz a un varón. Entonces el antepasado de los Koroma dijo: «Esa muchacha que se le dio a los Kalamé es mi hija, por lo tanto, cualquiera que respete a los Koroma también debe respetar los Kalamé». Entonces ellos dijeron: «Koroma, los Kalamé son su tótem. Todos ustedes son parientes».

En otra narración, relatada por Kenya Fina Kamara, de Kondembaia, se explican las relaciones de bromeo entre el clan Yaran y el clan gobernante Kamara:

La esposa del primer Yaran y la esposa del primer Kamara dieron a luz a sus hijos en la misma casa al mismo tiempo: un niño y una niña. Un día, cuando las madres estaban lejos, hubo un incendio en la casa. Un perro recogió a los dos niños, los sacó de la casa y los colocó debajo de un banano. Cuando las madres regresaron a la casa comenzaron a llorar. Creyeron que sus hijos habían muerto quemados. Mientras lloraban, el perro corría alrededor del banano. Entonces dijo un hombre: «Eh, amigas, mejor vayan a ver lo que hay debajo del banano». Ellas fueron y encontraron a sus hijos allí, pero las madres no podían distinguir entre ellos. Decidieron que como los dos niños eran indistinguibles, cada madre podría tomar a cualquiera de ellos. Es por eso que ahora no nos casamos entre nosotros, por esa confusión. Todos somos hermanos y hermanas. Eso es lo que nuestros antepasados nos dijeron.


Los mitos de los clanes Kuranko tienden a eclipsar las diferencias nominales entre clanes al evocar imágenes de cuerpos y de sangre entremezcladas, líneas de descendencia cruzadas, filiaciones confusas, y apariencias casi idénticas (Jackson1982a). Pero esta fusión de identidades nunca se consuma del todo. Aunque los informantes señalen a los clanes ligados a los sanaku como «una misma persona», « un pariente», «como afines», o como «amigos cercanos», la palabra "sanaku" connota la duplicación o la duplicidad, y es esta mezcla ambigua de la identidad y de la diferencia la que da lugar a las relaciones de bromeo. Unidos a un nivel (como resultado de los eventos que, en efecto, anulan o enmascaran sus diferencias) no obstante, siguen estando divididos por el nombre, el estatus y, a veces, por la prohibición de los inter-matrimonios. Tal vez la analogía más exacta de los sanakuiye-tolon sería la de los hermanos sucesivos, donde se reconoce la diferencia de estatus entre los mayores y los menores, pero al mismo tiempo se la desdibuja. En palabras de un informante, sanakuiye es «cuando dos clanes se originaron a partir de dos hermanos que nacieron uno detrás del otro». A veces se traza una analogía entre los sanakuiye y la relación entre medio-hermanos, quienes comparten la misma sangre («el mismo padre»), pero que tienen diferentes madres. Es como si no se pudiera tomar seriamente la fusión mítica de las identidades, por lo que el vínculo sanaku se representa bajo las formas del abuso permitido y de la denigración mutua, lo que socava drásticamente las distinciones de estatus.

Como al dar un regalo:

Un hombre le entrega a su compañero de clan un puñado de piedras y un perro sin dueño, y le dice: «Toma este árbol kola y esta vaca como nuestra contribución al precio de la novia».

En una ceremonia de imposición del nombre a un bebé:

« ¡Ah, otro esclavo en la familia!»

Después de una iniciación:

Un bromista se acerca a uno de los padres del neófito con un bulto de harapos sucios y dice:

«Traje esta túnica de hombría para que se ponga su hijo».

En un funeral:

Un bromista entra en la casa del difunto y ata las manos, los pies y el cuerpo del cadáver con una cuerda. «Eh, no puedes enterrarlo, él es mi esclavo».

También en un funeral:

«Deja de llorar. Vamos a traerlo de vuelta a la vida».

Quizás el ideal de la identidad fusionada y de la humanidad común sólo pueda realizarse de modo imperfecto en cuanto depende de cualidades tales como la buena voluntad, la magnanimidad y el altruismo que no es posible forzar u ordenar. Es la misma razón por la que el orden social no puede basarse en los vínculos elegidos libremente de la amistad, o el matrimonio no puede fundarse únicamente en el amor.

Y, sin embargo, en las imágenes totémicas, en los tótems compartidos, y en los vínculos de los sanakuiye, los Kuranko afirman una concepción de la persona moral (morgoye) que trasciende el dominio prescriptivo del parentesco cercano y se extiende para hacer posible la sociabilidad con un mundo más amplio. En la medida en que el mundo exterior es visto como un matorral, el escenario mítico implica el viaje de los ancestros al "páramo" e identifica las virtudes de la persona con las de los animales. Así, la universalización totémica, mediante la extensión de la humanidad a ciertos animales, podría decirse que constituye un modelo para trascender las fronteras étnicas. En palabras de Lévi-Strauss, las clasificaciones totémicas y las correspondencias clánicas en el oeste de Sudán impiden, de hecho, el cierre de cada grupo, y promueven «algo así como una idea de una humanidad sin fronteras» (Lévi-Strauss 1966, 166).

Pero esta lectura humanista debe ser atemperada por el reconocimiento de que la amplitud de fronteras y la apertura del corazón están condicionadas por la paz y la prosperidad relativas. Debido a sus recuerdos amargos de la invasión, a las disputas fronterizas y al dominio colonial, no es de extrañar que los Kuranko desconfíen de los extraños, que busquen atenerse a sus propios criterios, y se preocupen por marcar los perímetros de sus cuerpos, casas, aldeas y jefaturas con encantamientos de protección. El vínculo entre el animal totémico y el antepasado, así como el vínculo entre los clanes ligados sanaku, está plagado de ambivalencia. El otro a quien uno le debe la vida, o con quien alguna vez su identidad se fundió, permanece siendo otro. La misma libertad de elección que alguna vez unió a la gente en la amistad, o el parentesco, puede ser utilizada para separarlos. Si los mitos de los clanes Kuranko tienen algún valor perdurable, éste no reside en su poder para prescribir una unidad permanente entre propios y ajenos, sino en su poder para mantener un sentido irónico de que la distinción y la separación pueden ser tan perjudiciales a largo plazo para la propia supervivencia social como la incorporación absoluta y la fusión del yo con el ser del otro.

En cierto sentido, esta abstención ambivalente –que refiere a las imágenes narrativas que yuxtaponen de modo estrecho la igualdad y la diferencia se basa en el problema del matrimonio. Mientras que la unión del hombre y de la mujer es una metáfora universal de la convergencia y de la integración, la resistencia del yo al no-yo «no se siente en ninguna parte más profundamente que aquí» (Simmel 1950, 128). Con seguridad, el matrimonio es el puente entre el propio mundo natal y la res publica el cuerpo político y, como ha señalado Martin Buber, el reconocimiento humano más rotundo de lo que significa entrar en una relación con otro, y de ser responsable por esa otra persona: una afirmación sobre «el hecho de que el otro es (...) que no puedo compartir legítimamente con el Ser Presente sin compartir con el ser del otro» (Buber 1961, 83). Pero la misma densidad, necesidad e intimidad de esta relación la transforma en un lugar donde el equilibrio entre yo y el otro, la fusión y la separación, es lo más difícil de mantener. Para los Kuranko es el linaje del marido y el de la familia de la esposa los que definen estos dos polos contrastados de la identidad. Si el matrimonio trasciende la diferencia entre los anteriormente extranjeros, y confirma la afinidad en la alianza y el intercambio, los afines (los vinculados por matrimonio) siguen dependiendo, no obstante, de las relaciones interpersonales entre hermano-hermana, y marido-mujer. No importa cuán imperativos e impuestos sean los lazos jurídicos de la afinidad, siempre están expuestos a los antojos del afecto personal y del deseo. Mientras que el amor, la tolerancia y el respeto fortalecen los lazos de afinidad; la infidelidad, el capricho y el engaño pueden destruirlos.

«Todas las discordias de este mundo se pueden resolver, excepto las provocadas por las mujeres», dice el adagio de los Kuranko.

Una joven novia, legalmente incorporada por entero a la casa de su marido, se nutre de lazos emocionales con su propia familia y amigas que a menudo son vistas como perjudiciales para su rol de esposa sumisa y de madre cariñosa. Entre los Kuranko, como en muchas otras sociedades, la joven esposa, dividida en sus lealtades y atrapada entre los imperativos de la estructura y el sentimiento, se vuelve a menudo el foco de las ansiedades masculinas sobre el control de la frontera entre su propio mundo y la peligrosidad del mundo exterior (cf. Strathern 1972, 182-84). Pero si muchos Kuranko están preocupados por cómo asegurarse de que las mujeres obedezcan sus mandatos, muchas jóvenes Kuranko se hallan igualmente angustiadas por cómo escapar de las exigencias onerosas y restrictivas puestas en ellas. Keti Ferenke Koroma lo expresó así: «Cuando las mujeres consideran el hecho de que nos aburren y aún así pagamos por ellas el precio de novia y las hacemos nuestras esposas, se enojan». Sinkari Yegbe, de Kamadugu, nos confirmó inmediatamente este punto de vista. A muchas mujeres no les gusta estar en deuda con los hombres, sólo porque el precio de novia ha cambiado de manos. Los malestares domésticos y el engaño a sus maridos, nos confió ella, «son modos de obtener lo que se les ha quitado».

La relación jerárquica entre subordinadores y subordinados encuentra su expresión más problemática en la vida conyugal. Sujeta a las limitaciones formales del matrimonio, y convertida en un objeto de intercambio, una joven esposa puede, al mismo tiempo, crear vínculos clandestinos, afirmar su derecho a hacer demandas sobre su hermano (cuyo matrimonio estuvo condicionado por la dote que el matrimonio de ella le dio a su familia), y se regocija en su habilidad para controlar e influir en el destino de sus hijos. Es por esto que los hombres a menudo estereotipan a las mujeres como seductoras y difamadoras que envenenan las buenas relaciones entre los hombres y, que en el pasado, utilizaron sus artimañas para traicionar a sus maridos con hombres enemigos (Jackson 1977, 87-91). «Musu kai i gbundu lon» («Nunca deje que las mujeres conozcan sus secretos»), dicen los hombres Kuranko, lo que implica que las medicinas mágicas con los que se salvaguardan contra las influencias nefastas del exterior son secretos que es mejor no compartir con la esposa.

La lucha individual de una mujer Kuranko por encontrar el camino entre ser reducida a la condición de un objeto y de ser un sujeto para sí misma, es uno de los leitmotivs recurrentes en el pensamiento Kuranko. Si bien es cierto, parafraseando a Marilyn Strathern, que las mujeres son más conectivas que los hombres, dicha conectividad plantea cuestiones críticas concernientes al control existencial del tráfico de personas y de cosas a través de las fronteras, así como a la dialéctica de la estructura y el sentimiento, que encuentra su expresión metafórica en el problema de cómo negociar y manipular la difícil relación entre el propio mundo insular y el amplio mundo que lo trasciende.



La distancia se presta al encantamiento



La sociedad somos nosotros mismos, y no un tipo de ámbito extranjero al que nos acercamos desde otro lugar, o al que trascendemos al hacerlo nuestro. No existimos fuera de la sociedad más de lo que ella existe fuera de nosotros. Somos sociales en el mismo sentido en que somos cuerpos. Incluso antes de reconocernos como seres encarnados socialmente, escribe Merleau-Ponty, lo social «existe oscuramente (...) como una convocatoria». Ya está «ahí» (Merleau-Ponty 1962, 362).

De ahí surge una paradoja existencial. Yo, cuyo sentido de mí mismo, mi identidad y mis necesidades están tan bien definidas, sólo siento que existo en virtud de la existencia de los demás. «Yo» es correlativo a «Tú». Nuestra relación nos define; somos porque ella es. Es más, yo mismo y lo más inmediato para mí, mi pariente, mi clase dependen de personas y cosas que no son inmediatas no-yo, no-mi clase . El bienestar de los que nos consideramos como uno, depende de algún tipo de acercamiento hacia aquellos a quienes consideramos como otro, incluso como nuestra negación. «La esposa se elige de entre las hijas de los extraños», dicen los Sukuma-Nyamwezi de Tanzania occidental (Brandström 1990, 179). «Nos casamos con las personas contra las que luchamos», señalan los Mae Enga de las tierras altas del oeste de Papúa, Nueva Guinea (Meggitt 1964, 218).

Los que pueden hacerme mayor daño son las mismas personas que me pueden hacer el mayor bien. Al mismo tiempo, las cosas de mayor poder y valor siempre se encuentran más allá de mi comprensión, más allá de mi círculo. Trabajar sobre un modus vivendi con el otro, quien puede volverse una amenaza potencial para nuestra vida y nuestra subsistencia para convertirlo en una bendición, es uno de los imperativos sociales más básicos. Es la pre-condición para el intercambio que, como Lévi-Strauss ha mostrado con tanta contundencia, se encuentra en el corazón mismo de sociabilidad humana.

Esta es la razón, para los Kuranko, de que la aldea deba abrirse continuamente al "páramo". Así como los cazadores se adentran en los matorrales durante la noche, enfrentando peligros reales e imaginarios en su búsqueda de alimentos, los horticultores talan la selva para sembrar el grano que es el sostén de la vida, y las mujeres son traídas desde afuera para integrarse al linaje. Es más, el comercio con el mundo exterior es tan imperativo ahora como lo ha sido siempre. A pesar de su aislamiento en las tierras altas de Guinea occidental, los Kuranko siempre han estado involucrados en las redes de comercio y en los bloques políticos que se extendían a lo largo de una amplia zona al oeste de Sudán. Cuando Alexander Gordon Laing, el explorador inglés, atravesó el país Kuranko en 1825, se lo invitó a colaborar «para abrir un buen camino hacia el mar» a fin de que los Kuranko pudieran intercambiar la madera roja del Baphia nitida, del árbol kola o la resina fósil (ámbar), y el arroz por la sal. En las aldeas Kuranko, los extraños siempre han llegado como comerciantes. El ganado para el sacrificio se adquiere de los Fulani, pastores itinerantes y, además del impacto visible del Islam en la cosmovisión Kuranko, es claro que en el ritual Kuranko vernáculo la adquisición de los fetiches de protección y de medicinas mágicas de las zonas vecinas siempre ha sido parte integrante de las estrategias defensivas y del intercambio entre tribus. De hecho, esta tensión entre la unidad y la división, la identidad y la diferencia, se expresa en el término que los propios Kuranko utilizan para su región étnica: ferensola (literalmente, «el pueblo de los gemelos»).

Pero la necesidad de los lazos con el mundo exterior no es simplemente económica. El poder secular (la jefatura) se ha esforzado siempre por encontrar un equilibrio entre los poderes "salvajes" de los genios djinn y los líderes de los cultos que los pueden conjurar y controlar. De manera similar, los ancianos deben recurrir a las energías potencialmente ofensivas de los jóvenes, y los hombres deben casarse con mujeres de las que temen que puedan dañar la integridad del mismo grupo al que, idealmente, deberían traer la vida.

La vitalidad siempre existe más allá. En el borde. En el lugar más alejado de donde estoy. Aunque la espesura está llena de peligros, también es la fuente de la vida regenerativa. Así, entre los Macha Oromo, la virilidad es exógena. «Matar a los 'ajenos' y traer a casa sus genitales como trofeos, o atravesar a grandes animales con la jabalina como al búfalo y llevarse a casa la cola y otros despojos como un trofeo, faacaa, puede ser visto como la conquista de la fertilidad masculina a partir de lo «extraño indómito» que se trae a casa. Tales hazañas 'generan la virilidad que es la condición para el matrimonio'» (Hultin 1990,155). Entre los Sukuma-Nyamwezi de Tanzania occidental el "páramo" es el lugar de las brujas y de los hechiceros que pueden destruir mhola (el orden social), «pero es también el lugar de donde proviene la esposa que procreará al niño, y el rey dador de lluvia; y es también el lugar donde los hombres, afectados por el desastre de nzala, hambruna, van a buscar nuevas fuentes de alimento» (Brandström 1990, 178).

Curiosamente también, lo más distante puede articular mejor el ideal más alto. Si los dioses han de poseer un poder real e inspirar respecto, deben ser ociosos una vez que han dejado el mundo humano. La familiaridad es incompatible con la autoridad. El caso de los Sukuma-Nyamwezi es otra vez esclarecedor: «La figura del rey dador de lluvia, y la de la esposa procreadora, extraen simbólicamente su poder regenerativo de su relación metonímica con el "páramo" y con el mundo de los extraños» (Brandström 1990,181). Liberados de las trampas y de las ambigüedades del mundo de la vida inmediata, los mundos remotos e imaginarios pueden prometer posibilidades que no podrían realizarse en carne y hueso, en el aquí y ahora. Así, entre los Kuranko, las criaturas totémicas simbolizan los axiomas del parentesco y de los principios morales.

Pero existe una trampa. Cuanto mayor es la distancia entre los humanos y los dioses, más problemática se vuelve la comunicación entre ellos. En la práctica, por lo tanto, existe a menudo una especie de contrapunto y una tensión entre la comunicación sacerdotal (en donde los sacerdotes mantienen a los hombres comunes a distancia de sus dioses o reyes divinos) y la comunicación mística (donde es posible la unión directa, no regulada, espontánea entre mortales e inmortales).

Así como los dioses y los ancestros son focos de sentimientos ambivalentes (que provocan la ansiedad si se vuelven demasiado distantes o demasiado familiares), ocurre lo mismo con los lugares exóticos y lejanos. Para Europa insular, el mar y los viajes por mar fueron durante siglos las metáforas predominantes para esta hambre de auto-realización y de riquezas que se encuentran más allá (Blumenberg 1997). Y al igual que EI Dorado y Shangrilá en Occidente, uno oye rumores entre los Kuranko sobre una ciudad fabulosa en alguna parte de las brumosas sabanas al noreste, conocida como Musudugu pueblo de las mujeres , donde no existen los hombres, y donde estas mujeres se hallan en posesión de las medicinas Kuranko más poderosas y de los instrumentos de hechicería, y donde se puede alcanzar una gran riqueza (1982a Jackson, 199). A la vez alcanzable y más allá de su alcance, este cuasi-mítica Musudugu trae a la mente la paradoja de todo poder: debe ser teóricamente accesible pero al mismo tiempo tan escaso que se vuelva casi imposible de lograr. Consideremos a los Azande, por ejemplo, cuyo más poderoso oráculo (la enredadera benge) se originó fuera de Zandelandia y, en la época en que Evans-Pritchard vivió entre ellos, debían buscarla en arduos viajes de doscientos kilómetros, sujetos a tabúes estrictos y a controles fronterizos, hacia el río Bomokandi en el Congo Belga. Cuando se les preguntó por qué no cultivaban la enredadera venenosa en su propio país y así se ahorraban el trabajo de recolectarla bajo condiciones tan peligrosas y difíciles, los informantes Zande expresaron su desaprobación, alegando que un pariente moriría si ésto se hiciera.
«Podemos suponer», observó Evans-Pritchard, «que la potencia mística del veneno deriva en parte de su escasez y de los sufrimientos a los que deben someterse para conseguirlo» (1937, 271). Pero el poder de lo que es extraño radica en su alteridad esencial, no simplemente en su escasez. Como en la filosofía medieval, alteritas connota no sólo la alteridad, sino la posibilidad de su trascendencia. Aquello que está demasiado lejos de mi alcance y control es lo que me plantea la mayor amenaza existencial. Pero al volver a esa cosa extraña algo mío, al asimilarla a mí mismo, al incorporarla dentro de mi ser, al traerla bajo mi control, desarmo su amenaza.3 Y aún más notable, la sangre existencial, el sudor y las lágrimas que se desprenden durante la domesticación terminan por imbuir al objeto. De esta manera su poder objetiva mi poder sobre lo Otro. Lo que antes era extraño ahora me aumenta más que disminuirme.

Pero aún resta otro aspecto más sobre esta fascinación de la alteridad. Es como si toda sociedad, al igual que todo individuo, fuera incapaz de mantener su existencia como un ente aislado, nunca puede estar completo en sí mismo. Al igual que con el símbolo clásico, los seres humanos se ven obligados a recuperar el aspecto de ellos mismos que se ha perdido, eclipsado, excluido o negado en la formación de su personalidad modal, normativa o cultural. Pero este otro ocluido se construye normalmente como algo hostil al orden social, una fuente de poder antisocial o salvaje, y al mismo tiempo un medio de recuperar la autonomía personal y la integridad perdidas. En síntesis, se interpreta simultáneamente como una fuente de energía constructiva y destructiva.

No veo ninguna diferencia entre la preferencia Zande por el veneno oracular sobre el oráculo de las termitas (el oráculo menos potente que utilizaban antes de que adquirieran el benge) y la pasión de los conocedores occidentales por el arte tribal que, en su exotismo espurio, ofrece a su dueño una descarga indirecta de la energía libidinosa y del poder desenfrenado que, se cree, los primitivos poseen naturalmente. O, para el caso, la atracción de Occidente por Oriente como un lugar de especias, de espiritualidad y de inspiración. La ironía es que mientras los ricos europeos buscan la vitalidad primigenia de África, o la espiritualidad profunda de Oriente, estas culturas buscan a menudo la riqueza material de Europa. El comercio de objetos de arte primitivo, la música indígena, oriental, sacra y exótica puede, a pesar de sus aspectos de explotación y apropiación mercenarios, trabajar para satisfacer el deseo de ambas culturas de poseer lo que es poderoso en virtud de su alteridad radical.

Esa fuerza vital que está fuera de nuestro alcance y que debe buscarse viajando lejos de donde uno se halla más protegido, siempre está cargada de ambivalencia. La máscara africana por la que un coleccionista europeo paga tan caro se venera por su poder exótico pero, al mismo tiempo, se menosprecia como evidencia de una sensibilidad salvaje. La riqueza que busca un aldeano que migra a Occidente es tanto una bendición como una maldición, porque su repentina fortuna lo convierte en un objeto de envidia y de brujería; o la victima de reclamos y de expectativas imposibles de satisfacer al volver a casa. Así, los Luo hablan de gueth makech («dinero amargo») que abarca los golpes de suerte malogrados, los premios de la lotería, las recompensas por actos mercenarios, el dinero robado, y las ganancias por la venta de la tierra, oro, tabaco y cannabis (al hacer hincapié en que estos ingresos favorecen a una persona en detrimento de otras). La amargura y el contagio de las ganancias mal habidas se adhieren a la persona que se beneficia con ellas (Shipton 1989, 28).

La ambivalencia que impregna lo exótico no es nada nuevo para los Kuranko. Puede observarse tanto en la narrativa como en la iniciación. Un neófito debe arriesgarse entre los matorrales y hacer frente a las fuerzas que amenazan su vida para convertirse en un ser humano completo. Un héroe debe arriesgar su vida en la "páramo" a fin de conseguir los objetos poderosos de los que depende la vida de la comunidad. Esta ambigüedad también impregna a todo el circuito de intercambio de regalos, en tanto los objetos que alguien busca en el resto del mundo permiten la vida, pero también pueden minar su fuerza en la misma medida en que pueden aumentarla.

Entre los Zande, los príncipes sospechaban de los regalos que llegaban de provincias distantes, temiendo que pudieran ser instrumentos de hechicería (Evans-Pritchard 1937, 399) .El don (regalo) como señaló Marcel Mauss, es también la palabra para veneno en muchas lenguas indoeuropeas (1954, 62, 127).















AQUÍ Y AHORA


Una isla en el arroyo



Desmond se me acercó un día fuera de la tienda de la misión donde yo esperaba a mi familia que estaba terminando de hacer las compras. Un hombre enjuto y curtido, con los pies descalzos y un impermeable de plástico barato. Parte aborigen, llamaba la atención la falta de todos sus dedos de la mano derecha. Supuse que tendría unos sesenta años, su cabello era tan gris y descuidado como el mío. Quería saber si podría llevarlo a Cooktown en algún momento. Vivía en una isla en el río. Conocía a Fred. Cada vez que iba a Cooktown, se mostraba agradecido de que lo acercara.

Hablaba con un estilo afectado, como si conociera los modos de expresarse de los blancos de clase media, y hubiera estado practicando para pedir favores.

Cuando fui a Cooktown un par de días más tarde, Desmond vino con nosotros. Mi hija Heidi conducía. Mi pequeño hijo, Joshua, se sentó entre nosotros en el asiento delantero. Pero fue Desmond el que habló todo el camino inclinándose hacia adelante desde la parte posterior del vehículo, todo el trayecto desde la estación remota hasta Black Mountain.

Provenía de Toowoomba, su padre era aborigen y su madre no. Cuando aún era un niño, su madre lo desterró de la casa por agredir a su hermano mayor. Desde entonces, durante años, vivió con distintas familias adoptivas. Por ello, su vida adulta consistía en una letanía de episodios fuertemente desconectados, ocurridos en diferentes lugares, por lo que era difícil de creer que todo eso que contaba le había sucedido a la misma persona. Había operado una grúa en la zona ribereña de Sídney durante varios años. Estuvo casado durante una década en la que vivió cerca de Centennial Park. Pero sus hijos lo defraudaron. «Los busqué una vez, pero no pienso mucho en ellos, y seguí adelante». Pasó dos años como monje budista en Tailandia (como prueba, recitó de un tirón las cinco Nobles Verdades en lengua Pali). Luego estudió psicología una temporada en la universidad, a lo que siguieron cinco años en los que cuidó de su padre enfermo en Tennant Creek, en el Territorio del Norte, hasta que el viejo murió en brazos de su hijo. Desmond se esforzó por impresionar a Heidi y a mí con su piedad filial. Aunque había sido abandonado cuando niño, se aseguró de que siempre hubiera cerveza en la heladera de su padre, 500 $ (dólares australianos) en el primer cajón de su mesa y paquetes de cigarrillos.

Llegó al Bosque de Daintree con los Verdes para protestar por la construcción de una carretera a través la selva tropical. Pero cuando se enteró de que los aborígenes locales en realidad deseaban el camino, cambió de opinión. Vivió en Wujal Wujal por un tiempo, luego se trasladó a su isla en el río. «No debo nada y no tengo nada», dijo. Y como para subrayar ésto nos habló de una novia alemana que tuvo alguna vez:

―Era muy hermosa. Un día le pregunté si era feliz. Me contestó que estaba satisfecha. Así que le dije que se fuera y que encontrara a alguien que la hiciera feliz. Me equivoqué. No me di cuenta entonces de que la satisfacción trasciende la felicidad.

Al final de un día muy largo ayudé a Desmond a cargar sus suministros y plántulas de coco por el camino hasta el río. La marea estaba baja, y como él vadeó el río hasta su isla, sin que lo molestaran los cocodrilos, nos gritó para invitarnos a que lo fuéramos a visitar durante el fin de semana.

Ese domingo, Francine, Heidi, Joshua, y yo nos paramos en la orilla del río frente a su isla:
—¡Barco a la vista, Desmond!

Joshua se hizo eco de mis palabras.

La voz de Desmond se oyó desde los arboles de Maleleuca (M. quinquenervia) y de los matorrales.

―¿Es a Joshua a quien oigo?

Empujó su bote de aluminio hasta el agua, se paró tambaleándose en la popa y, con una larga caña verde de bambú impulsó de a poco el bote hacia nosotros.

En la isla lo seguimos a través de la sombra de los árboles mientras hablaba de las gallinetas de matorral a las que había escuchado «riéndose y gorjeando en la noche florida» y al árbol que había caído en la tormenta reciente.

―Lo escuché también, partiéndose y cayendo hace un par de noches. ¿Y cómo pueden sobrevivir allí? (se refería a la misión). Yo no podría vivir con todo ese griterío. Se mueren por tener una identidad. Harían cualquier cosa para que los notaran.

―¿Ellos? ―pregunté.

Ignoró la pregunta y se explayó sobre la importancia de la iniciación para el desarrollo de una persona, sobre cómo la iniciación terminaba con los rasgos y comportamientos infantiles: como las rabietas, la búsqueda de atención, y los gritos.

―Uno aprende a expresarse como un adulto. Aprende a bailar. A realizar la ceremonia. Mandando, no exigiendo atención. Aprendiendo a utilizar tu inteligencia, ejercitando tu autocontrol. Disciplina, moderación. De eso se trataba la ley. Pero aquí son basura negra, así como ustedes tienen su basura blanca.

Yo estaba sorprendido por su voz hiriente, por su irascibilidad repentina. Pero estuve de acuerdo con lo que dijo acerca de la iniciación, de la necesidad de alejarse del hogar a fin de confrontar con el mundo más amplio.

―¡Confrontar no! replicó con enojo . Así habla el hombre blanco. La aboriginalidad no se trata de la identidad. ¡Sino de ésto!

Señaló con su barbilla los árboles de los alrededores.

―Todo esto, a nuestro alrededor. Siendo Uno con esto.

Lo escuché como lo había hecho en el camino a Cooktown. Su pastiche de etnografía, psicología y Budismo. Sus opiniones tan vehementes y rotundas como un ultimátum.

―Te voy a contar sobre el Tiempo de los Sueños. De mi Sueño. Yo no tengo un Sueño. No es algo que está allí afuera. ¡Está todo aquí! ―Apoyó su puño contra su pecho―. No soy el soñador, soy el soñado.

En ese momento estábamos sentados en el césped cerca de su choza. Francine estaba preocupada por Joshua. Lo escuchaba con toda paciencia mientras Desmond continuaba sobre cuán idílico era todo en "su" isla.

―Mira ―dijo, señalando el pastizal que crecía a lo largo de la orilla―. Dejé esos grandes mechones de pasto de guinea para que arrojen sombras a la noche. Ellos son gente. Ellos me juzgan. Si hago todo bien aquí, ellos me aprueban. Si no, ellos te lo dicen.

Sentí su soledad. Su necesidad desesperada de ser considerado como un sabio en armonía con el mundo.

Cuando Desmond comenzó a enrollar un cigarrillo de su paquete de tabaco Drum, Heidi le preguntó si prefería uno artesanal.

―Sí. Me encantaría.

Heidi le arrojó al suelo su atado de Winfields azules y un encendedor.
Desmond tuvo que inclinarse para recogerlos. Era como si fuera ésta la señal que estaba esperando.

―¡No me arrojes cosas! ―espetó―. ¡No me trates como a un perro! No me hagas agacharme para tomarlos. Si querías dármelos tendrías que haberte levantado y dármelos en la mano, y yo los hubiera recibido contento. En Tailandia te matarían por semejante grosería.

Heidi se quedó atónita. No dijo nada. Yo estaba a punto de levantarme e irme.

―¿Saben lo que le dije a esa gente en la misión? ―Desmond preguntó de repente―. Yo les dije, nómbrenme a algún blanco que haya hecho algo alguna vez por ustedes.

―Nosotros somos blancos, le dije.

―Bueno, quizás tengas razón, no sé. Podrían tener un motivo oculto para estar aquí, no sé.

Hizo una pausa, y luego puso la palma de su mano hacia abajo con fuerza sobre estiércol de caballo, como para ilustrar su argumento.

―¿Ven esto? ―dijo, dividiendo la bosta seca en cuatro partes antes de separarla suavemente con su mano sin dedos―. Placas tectónicas, ¿no? Los blancos dicen que cada raza surgió de semillas separadas. Dinosaurios. Árboles. Gente. ¡Pero nosotros no migramos aquí! ¡No vinimos desde África! ¡Nacimos con esta tierra! ¡Fuimos sembrados aquí desde el comienzo! ¡No vinimos de otro lugar como ustedes!


LA CONCEPCIÓN DE DESMOND de pertenecer a la tierra que expresó de diversos modos como una especie de unión umbilical, como una manifestación del Tiempo del Sueño, y como una clase de panteísmo budista por estos días impregna el discurso de los pueblos indígenas de las antípodas.

En Aotearoa/Nueva Zelanda, los intelectuales y activistas Maoríes lo creen hasta el punto de que son tangata whenua (gente de la tierra), mientras que otros migrantes son invasores e intrusos que han impuesto su estilo de vida sobre la cultura indígena, por la fuerza y mediante el fraude. Su afinidad espiritual y su identificación con la tierra les otorgan legitimidad para afirmar que su asentamiento previo les garantiza derechos primarios. El argumento se apoya con frecuencia en una serie de antinomias raciales y culturales que tienen repercusiones legales, morales, políticas y religiosas laberínticas. Así, la diferencia entre el blanco y el negro se asimila a la diferencia entre anterior y posterior, sagrado y profano, espiritual y material, communitas y egoísmo, correcto e incorrecto, profundo y superficial, y así sucesivamente.

En términos generales, cuanto más marginal una persona se siente, más probable es que él o ella se sientan atraídos por este tipo de discurso esencialista y fundacional de la identidad, de auto-definición, y de pertenencia transpersonal. La inseguridad ontológica y la debilidad política promueven la búsqueda de una categoría invencible –una cultura arquetípica, una nación, un padre o un cosmos a la que se puedan asimilar, en la que puedan renacer, a la que pueden afirmar que pertenecen de manera inequívoca. Los pueblos marginados, como las personas huérfanas o no amadas, tienden a recurrir a este tipo de refugios categóricos e iconicidades ideológicas (cf. Herzfeld 1997, 57-73, 139). De hecho, el pensamiento sobre la identidad se convierte en un modus vivendi, y así, en las antípodas, los leitmotivs esencialistas como «aboriginalidad» y «Maoritanga» les brindan a los individuos atribulados, un sentimiento (aunque espurio, completamente imperativo) de cuerpo y de solidaridad que refuerza y aumenta su frágil y confuso sentido de sí mismos.

Pero mientras que la exageración icónica posee innegablemente un valor estratégico para los pueblos marginados, es un grave error que los antropólogos intenten imitar el lenguaje de los oprimidos basándose en la suposición de que ésto de alguna manera va a compensar las pérdidas que los pueblos colonizados han sufrido a manos europeas. No sólo es tal empatía falsa ya que pocos antropólogos están todo el tiempo compartiendo las situaciones extremas y marginales que encuentran en las sociedades del Tercer Mundo– sino que niega la responsabilidad del antropólogo para trabajar desde dentro de su propia situación para crear una mayor equidad y justicia social.

Liisa Malkki ha argumentado recientemente que, habiendo recurrido a una retórica esencialista de la diferencia y la distinción, los historiadores europeos, los antropólogos y los administradores coloniales en África central han cosificado y promulgado inadvertidamente un lenguaje divisivo del fundamentalismo étnico y una seudo-especiación que contribuyó a la tragedia de Ruanda en la década de 1990 (1995, 14). Podría decirse, por lo tanto, que la justificación y la integridad de la antropología deberían consistir en su capacidad para utilizar perspectivas historicistas e interculturales para criticar este tipo de pensamiento identitario que reduce la multiplicidad de voces humanas a una sola voz, y la ambigüedad de los significados a una sola significación. Sería fundamental para este proyecto que se reconociera la relación íntima entre el lenguaje y el territorio, entre la voz y la pertenencia.

La conquista y la colonización han implicado en todas partes el despojo de las dos cosas más importantes para los medios de vida y la integridad de los pueblos indígenas: la tierra y el lenguaje. No fue casual que el colonizador tratara de robar la voz de los colonizados, al mismo tiempo que enajenaba sus tierras. Dado que, en las sociedades indígenas como en las sociedades clásicas, el logos (el habla) era el aliento de vida, y la palabra era la carne (ver Onians 1951, 67-69), la derogación de las lenguas nativas negó la existencia misma de los nativos. En términos de los Lakota, si se "deshecha" el propio idioma, uno mismo se extingue (Momoday 1996,382). En pocas palabras, la negación del habla vernácula sirvió para paralizar un modo de intersubjetividad que enlazaba al mismo tiempo las relaciones entre yo y el otro; la comunidad y su territorio de pertenencia. Asimismo, al verse obligados a recurrir a la lengua del opresor y usurpador, los nativos perdieron su orientación en el nuevo mundo que se vieron obligados a adoptar: vacilantes en su inteligencia, inciertos en sus relaciones con sus antepasados, deteniendo con sombras a un otro invasivo.

Si en verdad queremos hacer algo (y no sólo hablar de la boca para afuera) por las múltiples voces de la humanidad, sería prudente proceder de lo concreto a lo abstracto en lugar de al revés. En su falta manifiesta de inmediatez, la abstracción ha estado siempre al servicio de la tiranía: arrasando con la diferencia en nombre del orden administrativo (cf. Berger 1985,266-67; Adorno 1973, 20). Es interesante en este sentido lo cautelosos que se muestran tantos pueblos preliterarios en sus opiniones sobre la conversión, sobre cómo la experiencia particular se convierte en verdades generales, y cuán sospechosa les resulta dicha abstracción (Jackson 1995, 165). Ese es justamente el caso de mi experiencia en la Australia aborigen, lo que podría explicar por qué el racismo que, por definición, es una cuestión de generalidades abstractas y monopólicas, es algo de lo que rara vez se podría acusar a los pueblos aborígenes. Así, mientras que muchos blancos en el centro de Australia y en el Cabo York intentaron instruirme con relatos esencialistas y generalizadores sobre los pueblos aborígenes, informándome que «ellos» tenían aversión por pagar las facturas de gasolina y de teléfono, de que a «ellos» no les gustaba el curry caliente, y que si «ellos» consiguieran toda la tierra que reclaman no sabrían cómo cuidarla o qué hacer con ella. Los pueblos aborígenes, por el contrario, suelen utilizar anécdotas concretas para contextualizar y dar sustento a sus puntos de vista. Tomemos la historia de Fred, por ejemplo: un habitante blanco en Wyalla lo acusó de tomar agua de un grifo cerca de la pista de aterrizaje sin permiso. Fred replicó que él no había tomado agua; cualquier persona que lo conocía sabía que nunca tomaría algo sin preguntar.

―Sólo escuché ―me dijo Fred, aunque se sintió insultado. Fiel a su estilo circunspecto, reprimió su cólera―. Pero la próxima vez que vea a ese tipo (añadió) le voy a decir algo. Le voy a decir que a los waybul (los blancos) no les gustaría que los bama (los aborígenes) recuperen su tierra.

Irónicamente, detrás de la mayoría de las generalizaciones, subyacen conflictos personales específicos, reprimidos, no resueltos; y esto es cierto tanto en la vida cotidiana como en la etnografía. Aunque las generalizaciones, como los juicios de valor, pretenden entrever una verdad trascendente intemporal, suelen ser defensas contra la impotencia, formas mágicas de conjurar una ilusión de conocimiento, o estrategias compensatorias para hacer frente a un sentimiento de profunda inadecuación frente a la complejidad y el carácter contradictorio de la experiencia vivida. Aunque es inevitable que mucha gente siempre se caracterizará a sí misma como blanco o negro, colonizador o colonizado, hombre o mujer, opresor o víctima, tradicional o moderno, el objetivo de la antropología es deconstruir esas oposiciones categóricas trayendo a nuestro mundo las distintas razones que se invocan, los diversos usos para las que sirven, y la complejidad de la experiencia vivida que enmascaran.

Sin duda, la historia del encuentro de Occidente con los pueblos no occidentales ha sido, en términos generales, una historia escandalosa de promesas rotas y de mala fe; de saqueo, de robo, de violación, de argucias, y de intolerancia. Pero tales deformaciones y distorsiones en el campo de la intersubjetividad humana se hallan en ciernes en cada encuentro interpersonal donde la presencia del otro es denigrada o negada. La división sujeto-objeto contiene las semillas de la destructividad humana. Sean estos actos racistas o revolucionarios, contra una entidad abstracta como «Negros», «El Gobierno», «El Opresor», o simplemente «Ellos», la persona suele estar tan alienada de la realidad de la existencia intersubjetiva que piensa que nadie saldrá perjudicado por su asalto violento contra el «objeto» de su odio. Si hay niños mutilados y sin vida entre los escombros del edificio público que se ha bombardeado, si un hombre está colgado de un árbol en un camino rural, si una madre es violada y asesinada en el patio de un carnicero; todo lo que él sabe es que su abstracción se ha concretado, que su objetivo se ha cumplido y que su dios se ha apaciguado. Y declarará incluso que no es nada personal.

La lucha contra la abstracción y la reificación es una lucha contra el olvido que constituye el fundamento para la posibilidad de tales actos. Porque sin la división radical entre la persona y el Principio, entre el siendo y el Ser, entre lo local y lo Global, entre la existencia y la Idea, un Yo no podría siquiera imaginar al Otro más que como a sí mismo.

Sin embargo, como Frantz Fanon ha demostrado, en cualquier situación de violencia las ganancias del opresor tienen un precio, ya que al negar la humanidad de los otros violenta su propia humanidad y, a menudo llevará las cicatrices psicológicas de ello durante el tiempo que viva (Fanon 1968). Ello no implica que la humanidad de la víctima no sea la que padezca mayor dolor y sufrimiento. De hecho, cuando se cambia el enfoque desde la esfera macropolítica del nacionalismo militante y se explora la esfera micropolítica de la casa y el hogar – «la política de la familia» de R. D. Laing la relación entre la dominación y la subordinación se vuelve muy compleja. Las luchas populares por la liberación nacional suponen a menudo un aumento de la intolerancia por los reclamos de otras minorías, y las desigualdades de género y la violencia doméstica pueden, de hecho, ser exacerbadas. Es más, como ha mostrado Ranajit Guha, la dominación no es, nunca, simplemente el asunto de una clase que impone por unanimidad su voluntad sobre otra; la colaboración y el consentimiento se hallan tan implicados dialécticamente como la resistencia y la oposición (Guha 1989, 229-32).

Por estas razones me encuentro cada vez menos interesado en catálogos y crónicas de la inhumanidad del hombre; todos somos capaces de actos deshumanizantes. Y a la inversa, me interesan más los relatos específicos de los modos en que se expresa un sentido de humanidad aún en las condiciones más atroces y desmoralizantes. Pienso en un hombre Lakota, que se colmaba de rabia y venganza cuando se acordaba de la historia de persecución y traición a su pueblo. Dispuesto a matar blancos y a ser luego asesinado, descendía una noche solo por una colina, con la estrella de la mañana y una esquirla de luna en el cielo del amanecer, cuando descubrió que quería vivir; por lo que, en lugar de sucumbir a la ira y a la destrucción futura, decidió dedicar todos los días que le quedaban de vida a trabajar por el perdón (de la película documental The West). Y pienso en Wole Soyinka, encarcelado durante la guerra civil de Nigeria; cuando fue finalmente liberado, se afirmó en el amor, y en esa afirmación supo que sus «adversarios habían perdido la batalla». O en Sidney Rittenberg, después de nueve años de confinamiento solitario durante la revolución cultural china, quien declaró que «ellos» habían dibujado un «círculo que me excluía; pero el amor y yo dibujamos un círculo que los incluía a ellos, y ganamos» (de un documental).

Aquello que nos protege de la nada es la constatación de que cuando nuestro poder para actuar sobre el mundo se muestra totalmente ineficaz, uno ya no es un alguien, ha sido reducido a nada. Frente a la pérdida de la capacidad para actuar, todavía se conserva el poder de deshacer, porque la acción nunca es sólo lograr un cambio material en el modo en que las cosas son; implica el trabajo de la imaginación mediante el cual la realidad se re-piensa y se reconstruye sin cesar. Para Hannah Arendt las expresiones cruciales de este poder corrector y redentor del pensamiento son el perdón y la promesa. Perdonar y dar la palabra son maneras de reconocer, en el sentido más generoso imaginable, que el propio destino está en manos de otros; no como un temor por la propia vida, sino como un acto de fe en la posibilidad de que las personas puedan concederse unas a otras la libertad para superar el punto donde sus relaciones se han fragmentado. Perdonar no es necesariamente olvidar, muchos individuos traumatizados se esfuerzan por olvidar lo que no pueden perdonar. Tampoco el foco está puesto en perdonar al opresor; sino en las condiciones en que la propia vida, y las vidas de aquellos con los que estamos más estrechamente vinculados, puedan ser liberadas de las garras del opresor. A diferencia de la venganza, el castigo, o la memoria reprimida, que tienden a recrear y perpetuar la ofensa original, esclavizándonos a ella para siempre, el perdón conserva la memoria de ese ultraje primordial mientras nos libera de él. Es en este sentido que el perdón redime la propia vida y le niega el opresor la facultad de determinarla.

La redención posible en una situación difícil de revertir de ser incapaz de deshacer lo que uno ha hecho a pesar de que uno no sabía, o no podía, darse cuenta de lo que estaba haciendo es la facultad de perdonar. El remedio para la imprevisibilidad, para la incertidumbre caótica del futuro, está contenido en la facultad de hacer y mantener promesas. Las dos facultades van de la mano en la medida en que una de ellas, el perdón, sirve para deshacer las obras del pasado, cuyo «pecados» cuelgan como la espada de Damocles sobre cada nueva generación; y la otra, ajustarse a nuestras promesas, sirve para establecer en medio del océano de incertidumbre, que es el futuro por definición, islas de certezas entre las que no hay continuidad. Dejando de lado la duración de cualquier tipo, las promesas harían posibles las relaciones entre los hombres.

Si no somos perdonados, liberados de las consecuencias de lo que hemos hecho, nuestra capacidad de actuar se confinaría, por así decirlo, a un solo acto del que nunca nos podríamos recuperar; seguiríamos siendo víctimas de sus consecuencias para siempre, como el aprendiz de brujo que carecía de la fórmula mágica para romper el hechizo. Si no estamos ligados al cumplimiento de las promesas, no seríamos capaces de mantener nuestras identidades; estaríamos condenados a vagar sin esperanza y sin rumbo en la oscuridad del corazón solitario de cada hombre, atrapado en sus contradicciones y equivocaciones; una oscuridad que sólo la luz que se arroja sobre la esfera pública mediante la presencia de otros que confirman la identidad entre el que promete y el que cumple podría disipar. Ambas facultades, por lo tanto, dependen de la pluralidad, de la presencia y de la actuación de los demás, porque nadie puede perdonarse a sí mismo y nadie puede sentirse atado a una promesa hecha sólo a sí mismo; perdonar y prometer en soledad o aislamiento carece de realidad y no puede significar más que un rol jugado ante uno mismo (Arendt 1958, 237).

Esta idea de la redención da forma al proyecto de la antropología existencial. En lugar de asumir un punto de vista alejado del mundo en que vivimos, una antropología existencial busca que avancemos hacia una nueva comprensión de nuestras posibilidades de actuar, no sobre sino dentro del mundo. Siempre está en cuestión si la antropología puede ayudarnos a mejorar la forma en que nos relacionamos unos con otros en el mundo real. Aunque la comprensión antropológica siempre será una imagen del mundo «pobre y distorsionada», sus perspectivas descentradas nos ofrecen la posibilidad de sacarnos fuera de nosotros mismos y; al transformar a lo cotidiano en exótico y a lo extraño en familiar, suscita momentos de duda y de reflexión crítica sobre nuestras relaciones con los demás. Escribe Adorno: «Alcanzar estas perspectivas sin veleidad o violencia, sólo en el contacto sentido con sus objetos, es la tarea única del pensamiento» (1974, 247).

En este sentido de redención, lo universal no connota un punto de vista trascendente, sino simplemente la posibilidad perenne de que los seres humanos puedan ir más allá de sus identificaciones locales o particulares hacia horizontes ampliados de compromiso intersubjetivo. Consideremos, por ejemplo, a aquellos a quienes la historia les ha hecho perder su sentido de identidad. En la Gran Bretaña contemporánea, la gente de «raza mixta» (el término mismo es un pleonasmo) se está convirtiendo rápidamente más en la norma que en la excepción. Sebastian Naidoo, cuyo padre es un indio sudafricano y su madre es blanca y británica no es un caso atípico de esta generación exasperada. Frente a los cuestionarios que requieren especificar la identidad étnica, Sebastian a veces marca "indio", a veces "otro", pero en una ocasión: «Sólo garabateé 'humano'. Quería burlarme de sus preguntas y mostrarles cuán arbitrarias eran sus categorías raciales» (Younge 1997,23). El mismo problema de pensar la identidad surge en los matrimonios interculturales. De uno de esos matrimonios entre un rumano judío y una hindú, la esposa comentó: «No veo diferencias culturales; sólo lo veo a él». Otra mujer de origen británico casada con un marido chino nacido en Australia, se expresó en un tono similar: «En la vida cotidiana tendemos a pensar que 'mi perspectiva es mi perspectiva', no tiene nada que ver con la raza o la cultura. Espero que nuestros hijos se interesen por ambas culturas y tomen lo mejor de ambos mundos» (Freeman 1997, 11).

Otra forma de ir más allá en el pensamiento sobre la identidad lo sugiere el novelista Edmund White. En un perceptivo ensayo donde contrasta la experiencia de vivir en los Estados Unidos o en Francia, White observa que, mientras los estadounidenses enfatizan una «política de identidad», poniendo en primer plano sus afiliaciones particulares, sus comunidades locales y sus intereses especiales, los franceses ensalzan las virtudes del centrismo. «En Francia no hay novela judía, novela negra o novela gay; los judíos, los negros y los gays, por supuesto, escriben sobre sus vidas, pero se ofenderían si se los evaluara según su religión, etnia o género» (White 1993, 127). Las observaciones de White son comparables con el relato de James Baldwin de por qué dejó los Estados Unidos y se fue a Francia: «Quería evitar convertirme meramente en un negro, o, meramente en un escritor negro. Quería descubrir de qué manera lo especial de mi experiencia podía conectarme con otras personas en lugar de separarme de ellas» (Baldwin, 1961: 17).

Para un antropólogo confrontado por el lenguaje de la diferencia categórica y de la identidad, tanto en el campo como de vuelta en casa, estos comentarios abren una ventana a lo que Lila Abu-Lughod llama el «humanismo táctico», y Tzvetan Todorov, el «humanismo crítico», donde la preocupación por la condición humana no excluye nuestra pertenencia a cualquier situación histórica o cultural particular. No es que los antropólogos deban renunciar a la tarea tradicional de estudiar mundos locales en detalle y con profundidad; sino que las nociones como "cultura", "género" o "etnicidad" están construidas a partir de los contextos particulares y las formas en que las personas viven su humanidad y no según una esencia irreductible.

A LO LARGO DE ESTE LIBRO me ha parecido prudente evitar la cuestión de cómo se pueden aislar y definir las universales culturales de modo que trasciendan los contextos etnográficos e históricos particulares, en parte debido a que muchos supuestas «universales» tales como el complejo edípico y el tabú del incesto han sido extraídos de sus contextos biogenéticos, culturales, e intersubjetivos y tratados atomísticamente; en parte porque muchas de las llamadas universales demuestran en un examen minucioso que están disfrazando «particularidades locales» (Wiredu 1996, 2). Como señala Bourdieu, invocar lo universal es la estrategia más común para exigir obediencia, demandar respeto y legitimar la propia visión particular del mundo (Bourdieu, 1992a).

Aún así, la pregunta sigue siendo: ¿Es la única verdadera universal humana la necesidad de que existan universales humanas?

En cierto sentido, el problema es cómo entendemos la relación entre nuestras nociones de sujeto como una «idea organizada» cultura, sociedad, biología, historia, y así sucesivamente y del sujeto como una «persona con intencionalidad». ¿Cuál es exactamente la relación entre la interpretación, el raciocinio, la teoría, y la visión del mundo, por un lado; y la experiencia vivida, la existencia, la práctica, y el mundo de la vida, por el otro?

En Allegories of the Wilderness (1982a) he explorado una variedad de dilemas éticos que surgen todos los días en la vida social de los Kuranko: la rivalidad entre medio-hermanos, el divisionismo entre las co-esposas, las luchas de poder entre los jefes y los líderes del culto, y las tensiones entre las generaciones. Aunque estos contextos sociales son típicamente africanos, las crisis y los conflictos que surgen en ellos son reconocibles universalmente. Son el tipo de dilemas que caracterizan la vida intersubjetiva en todas partes.

Las relaciones entre yo y el otro y, por extensión, entre quienes nos consideramos como nosotros, y aquellos a quienes designamos o rechazamos como otros suelen estar contaminadas por la ambigüedad y la paradoja. Ésta es una función a la que me he atrevido a llamar el imperativo existencial, la necesidad de cada ser humano de sentir que él o ella tiene algo que decir sobre su propia vida, que tiene algún lugar para el ejercicio de la elección y el juicio, algún sentido de que, a pesar de la finitud y de la contingencia de la existencia humana, su presencia altera la forma en que el mundo está constituido. Aunque este imperativo pueda ser expresado en términos del grupo íntimo, primario, familiar, con el cual un individuo se identifica; o en términos de una idea abstracta que articula tal identidad -como «nación» o «país» , es una dinámica ineludible de la intersubjetividad. Basta escuchar a cualquier político pronunciarse sobre cualquier asunto internacional para darse cuenta enseguida que las sensibilidades y los juegos del lenguaje de la vida interpersonal proporcionan los modos como pensamos, experimentamos y negociamos las relaciones internacionales.

Aunque utilicemos términos como libertad, dignidad y derechos humanos para darle forma al imperativo existencial, éste se asocia a otros nombres en otras sociedades y encuentra su expresión en el sentido figurado de los mitos y de la sabiduría proverbial. Pero en todas partes la dialéctica incesante de la amistad y de la rivalidad, del amor y el odio, del cierre y la apertura, de la identidad y la diferencia, de la aceptación y la negación, es impulsada por el mismo deseo humano de encontrar algún tipo de equilibrio entre la autonomía y el anonimato. Y esta interacción entre la necesidad de sobresalir y la necesidad de pertenecer gobierna, no sólo las relaciones entre el yo y el otro, sino entre el yo y el símbolo, el sujeto y el objeto, la persona y la cosa.

Levi-Strauss tenía razón: lo universal nunca puede ubicarse en el contenido de las relaciones, porque éste es siempre culturalmente variable e históricamente contingente. Pero localizar lo universal en la estructura de la mente implica un alejamiento excesivo del mundo de la experiencia vivida en el que las contradicciones son rara vez una cuestión de lógica, y donde las antinomias conceptuales son muy a menudo cuestiones de vida o muerte. La estructura debe ser entendida tanto de manera transitiva como intransitiva, como un proceso continuo donde los conceptos, los objetos y las personas están co-implicados. Debe ser abordada de una manera radicalmente empírica, en tanto está mediada por las emociones físicas, los sentidos, los gestos y los instintos; como también por las ideas y los ideales. Presagia un mundo de dilemas y de lucha, donde las resoluciones son siempre provisorias; y la justicia, la equidad y el equilibrio están siempre en duda. En consecuencia, la estructura no se revela ni en los rincones ocultos de la psique ni en el campo transpersonal de la historia y de la cultura, sino en las formas de encuentro, de interacción, de intercambio y de diálogo en la vida cotidiana. Consideremos el campo de las relaciones de parentesco. En tanto que Lévi-Strauss sostenía que el vínculo de parentesco se puede analizar de manera lógica y semántica como un lenguaje (1963,31-54), la estructura de las relaciones elementales de parentesco debe entenderse también existencialmente como una interacción dinámica entre yo y los otros en contextos siempre cambiantes de identificación. Sólo de este modo, el tema del parentesco y el matrimonio alguna vez el campo que ha definido a la antropología social podrá ser rescatado del formalismo que lo ha privado de cualquier referencia a la experiencia humana (cf. Trawick 1990, 118 -54). En lugar de las relaciones lógicas que nacen de las estructuras inconscientes y universales de la Mente, he tratado de hablar de los dilemas existenciales que nacen de las estructuras universales de la sociabilidad vivida. Por lo tanto, la díada de mediación que resulta en la forma triádica del parentesco (madre / padre / niño), al ciclo de desarrollo de tres generaciones (abuelo / padre / nieto), y a las relaciones interpersonales (Yo / Tú / Tercera parte) también rige la triplicación de eventos y personajes en la narrativa (protagonista / antagonista / deuteragonista , la trinidad en la iconografía religiosa, la estructura tripartita de los ritos de pasaje y la separación traumática, así como la forma triádica recurrente de los modelos científicos. Los mundos sintácticos, sociales, emocionales y lógicos siempre se hallan inextricablemente unidos.

Pero la prueba sobre la comprensión antropológica es mundana, no epistemológica. Su verdad reside en su capacidad para ayudarnos a ver que la pluralidad no es perjudicial sino necesaria para nuestra integridad, por lo que nos anima a aceptar y celebrar el carácter contradictorio y variado de la existencia al comprender que cualquier persona encarna el potencial de ser cualquier otra. Como reza el famoso dicho estóico de Terencio, humani nil a me alienum puto: «siendo humano, nada de lo humano me es ajeno».

El debate se basa en una visión del Ser como complejo, ambiguo e indeterminado. Es análogo a la polémica de los ecologistas contra los monocultivos globales genéticamente modificados, y a favor de la biodiversidad autóctona como la única manera efectiva de mantener la vida en la tierra. Y se hace eco del argumento de Michael Oakeshott en su famoso ensayo sobre la conversación. La tarea de la ciencia, escribe, no es librarnos de la polifonía de Babel, sino de dar cabida a las voces dispares, estando en desacuerdo sin ser desagradable, como en una conversación (Oakeshott 1991, 488-89).

Dicho de otro modo, la tarea de la etnografía no es conocer al Otro en ningún sentido final, ni siquiera conocer al yo a través del otro. Tampoco es cambiar la vida de los otros, o incluso criticar la propia cultura. Su justificación y valor yace en su poder para describir en profundidad y detalle la dinámica de la vida intersubjetiva bajo una variedad de condiciones culturales, con la esperanza de que se pueda llegar de este modo a una comprensión de cómo esos raros momentos de indistinción, de eclipse (de las diferencias) se producen cuando «yo y el otro» nos constituimos mediante la mutualidad y la aceptación, en vez de la violencia y el desprecio.

Parado en el camino con el fin de escuchar y tomar notas.










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