Tradición y modernidad en el aprendizaje de los oficios de cocina en Puebla de los Ángeles.

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Descripción

CUALLI 2013

Tradición y modernidad en el aprendizaje de los oficios de cocina en Puebla de los Ángeles

María de Lourdes Herrera Feria Benemérita Universidad Autónoma de Puebla

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Summary Food preparation is a task that by custom and tradition is played by the females in societies of all ages and is, undoubtedly, a responsibility that requires skills usually acquired in the family. With the modernization of society and the predominance that hygienic ideas achieved in the last third of the nineteenth century in Mexico, work related with the learning of the kitchen appeared on school grounds of social welfare institutions responsible for training the abandoned or orphaned girls and even young women who could not learn the craft the traditional way. Taking as reference the documentary of Public Welfare of the State of Puebla, this paper presents the historical and social context in which it appears the cooking workshop at the School of Arts and Crafts of the State of Puebla, the way they organized teaching trades of the kitchen and the impact they had on the knowledge of math, chemistry, and physics, in the daily work in the early twentieth century. Resumen La preparación de los alimentos, es una tarea que por costumbre y tradición desempeña el género femenino en las sociedades de todas las épocas y constituye, sin lugar a dudas, una responsabilidad que exige habilidades generalmente adquiridas en el seno familiar. Con la modernización de la sociedad y el predominio que lograron las ideas higienistas en el último tercio del siglo XIX mexicano, las labores relacionadas con el aprendizaje de los oficios de cocina aparecieron en los recintos escolares de los establecimientos de asistencia social encargados de formar a las niñas huérfanas y abandonadas o, incluso, a mujeres jóvenes que no podían aprender el oficio de manera tradicional. Teniendo como referencia el fondo documental de la Beneficencia Pública del Estado de Puebla, en este trabajo se presenta el contexto histórico y social en el que aparece el Taller de Cocina de la Escuela de Artes y Oficios del Estado de Puebla, la forma cómo se organizó la enseñanza de los oficios de cocina y el impacto que tuvieron los conocimientos de aritmética, química y física en este quehacer cotidiano en los primeros años del siglo XX.

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El estudio de las formas que adopta la alimentación humana ha pasado por diversas etapas y ha sido abordado por diferentes disciplinas científicas. Sin embargo, la historia le concedió poca atención a pesar de que era un tópico obligado en la literatura de viajes y en la narrativa testimonial desde épocas muy tempranas, a ello contribuyó, sin duda, el hecho de que en el siglo XIX el campo de la historia se avino a documentar, principalmente, las cuestiones políticas por lo que el tema fue puesto al margen. La historia de la alimentación humana se convirtió en objeto de estudio de periodistas y otros especialistas de la literatura gastronómica y sólo a partir de los años sesenta y setenta del siglo XX empezó a ser considerada como parte de la historia del cuerpo o de la historia de la civilización material. (Flandrin 7-30) En una útil revisión historiográfica, Pérez Samper apunta que, contra lo que pudiera parecer, el interés en este tema no es una aportación reciente de la llamada nueva historia pues, de alguna manera, siempre estuvo presente, pero no deja de reconocer que gracias a las iniciativas de Lucien Febvre y de Marc Bloch, retomadas rigurosamente por Fernand Braudel y la Escuela de los Annales después de la segunda guerra mundial, en Francia, nació la moderna historia de la alimentación (105-162). Actualmente se entiende la historia de la alimentación en su sentido más amplio, abarcando desde lo estrictamente material hasta lo puramente cultural. La adopción de una perspectiva sociocultural que pondera la selección de alimentos y condimentos, su preparación, su presentación y los modales ante la mesa permite una mayor comprensión sobre creencias médicas y religiosas, sobre la estética y, de un modo más general, sobre la cultura y la estructura de las diferentes sociedades que, así, se ven reflejadas en las formas de alimentación. Fenómeno humano completo, la alimentación atañe tanto a la cultura como a la

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naturaleza, y tanto al espíritu como al cuerpo. La historia de la alimentación no es, pues, sólo un capítulo de la historia del cuerpo o de la historia de la cultura material, sino que forma parte también de la historia del arte, de la historia de las ciencias, de la historia religiosa, de la historia económica, social y política, etc. (Flandrin). Las numerosas investigaciones y detalladas descripciones sobre las formas de la alimentación humana no sólo revelan las relaciones entre el hombre y su medio ambiente sino que, también, brindan indicios sobre la diversidad cultural a través del tiempo en diferentes medios geográficos. Desde que el género humano domesticó el fuego, dejó de recoger lo que le brindaba la naturaleza y empezó a acumular tradiciones y costumbres para transformar vegetales y animales, éstas incluyeron normas que relacionaron los modos de preparación y de consumo, normas que también fueron determinadas por aspectos fisiológicos de los diferentes grupos humanos y por los recursos de su medio ambiente. El estudio y la reflexión sobre la adopción y sucesión de procedimientos para la transformación de los productos de la naturaleza en alimentos sirve, entonces, para comprender las estructuras sociales y los sistemas de representación colectivos a través del tiempo y el espacio. La preparación de elementos vegetales, animales y minerales para el consumo humano, básicamente, se puede agrupar en dos modos de acción sobre la materia: en primer lugar, las operaciones mecánicas que actúan sobre las características físicas de los ingredientes, tales como el fraccionamiento, la molienda y el corte, y en segundo lugar, las operaciones destinadas a transformar los productos mediante el control de procesos bioquímicos, entre los que destacan la fermentación, el ahumado, el tostado, la maceración en diversos medios, el salado, el secado, la condimentación y la cocción

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en sus diferentes formas. El escenario en el que tienen lugar estas operaciones, se constituyó en un espacio autónomo, la cocina, ya sea que se sitúe en el interior o en el exterior de la casa, está destinada exclusivamente a la preparación de alimentos y accesoriamente a su consumo. Lugar de creatividad, centro de reunión familiar y de comunicación, mostrador de abundancia o delator de miseria, la cocina es el espacio natural del sujeto que realiza la transformación entre lo crudo y lo cocido, entre el alimento natural y la comida elaborada. Sitio de regalo para los comensales, es por excelencia un puesto de trabajo, en el que se ubican los utensilios correspondientes a actividades específicas. En ese espacio, brindando un orden y un sentido se localiza también la actuación de quien ejerce los oficios de la cocina, constituidos por las mil y una maneras de preparar los alimentos para hacerlos consumibles bajo una etiqueta de carácter cultural: cocina de ricos o de pobres, cocina ritual, cocina de temporada, cocina de fiesta o cotidiana, cocina regional, cocina exótica. Variantes posibles gracias a una rutina que esencialmente es asumida por mujeres, ya que, por lo general, ellas han sido quienes ponen mente, corazón y muy a menudo arte, para aprovechar los innumerables procedimientos resultantes de la historia de las invenciones humanas, de las adaptaciones y de las más diversas influencias culturales para ejercer el oficio de cocinar. Entre las posibles vías de acceso al fenómeno de la alimentación humana, aquí hemos optado por la exploración de la evolución de los instrumentos, los procedimientos y los conocimientos necesarios para la preparación de los alimentos en un espacio geográfico bien delimitado, tomando como base la información contenida en los documentos de la Escuela de Artes y Oficios, reunidos en el Grupo Documental

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Beneficencia Pública y resguardados en el Archivo General del Estado de Puebla. La tradición culinaria en México La riqueza y variedad de los ingredientes empleados en la elaboración los alimentos que se consumen en la sociedad mexicana son el resultado de una larga tradición, cuyas raíces se remontan a tiempos prehispánicos. Con la llegada de los españoles, los hábitos alimenticios cambiaron considerablemente, pues tanto los conquistadores como los indígenas fueron probando ingredientes que les eran desconocidos: cereales, legumbres, especies, frutas, carnes, bebidas y aceites; nuevos utensilios y métodos de preparación se introdujeron del Caribe, Europa y Asia, y fue entonces cuando aparecieron las combinaciones de texturas, sabores y olores que caracterizan a la cocina mexicana. El empleo del maíz, el frijol y el chile caracterizaron la alimentación humana en Mesoamérica, cuando parte de ese territorio empezó a diferenciarse culturalmente del resto del continente. La dieta de estos primeros habitantes incluía pequeños animales de caza, especialmente venados, conejos y berrendos, y sólo de manera excepcional mamuts. La variedad de vegetales que consumían se amplió al aguacate, el mezquite, el amaranto y a otras variedades de chile. El inicio de la agricultura y la aparición de la cerámica permitieron una dieta más rica. Siglos más tarde, cuando en Mesoamérica se desarrollaron las grandes culturas, entre los años 100 y 1521 d. C., la dieta se enriqueció aún más, como lo atestiguan los hallazgos arqueológicos y las obras escritas en tiempos coloniales. Sahagún da cuenta de múltiples formas de tamales, tortillas, bebidas y guisados que se aderezaban con diversas clases de chiles, entre otros, la “cazuela de gallina”, hecha con “chile bermejo y con tomates y pepitas calabaza molidas, que se llama ahora este

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manjar pipián”. Pero quizá una de las descripciones más expresivas sea la que hace Bernal Díaz del Castillo de los alimentos que se le preparaban a Moctezuma: eran más de trescientos platillos guisados de treinta maneras distintas, e incluían guajolotes, faisanes, perdices, codornices, patos, venados, jabalís, liebres, conejos e insectos, todo en pequeñas porciones. Son muy pocas las referencias sobre la manera como los españoles preparaban los alimentos en estos primeros tiempos de la conquista. Por el “Libro de los guisados y manjares del cocinero real Ruperto de Nola”, −uno de los primeros libros de cocina escritos en Europa alrededor de 1477, cuya primera edición en catalán apareció en 1520 y su primera traducción al castellano en Toledo en 1525− se sabe, por ejemplo, cómo se debían preparar los instrumentos de cocina, cómo se debía servir la mesa de acuerdo a la dignidad de los comensales, cómo se debía proceder en el corte de las carnes para su beneficio y aprovechamiento, o cómo elaborar salsas, aderezos y potajes; en él encontramos la referencia a un “plato compuesto de pechugas de gallina cocidas, deshechas y mezcladas al fuego con leche, azúcar y harina de trigo, tal vez almidón y aún almendras” (160). En las cocinas familiares novohispanas se combinaron los productos de ultramar con los regionales, y las nuevas recetas se transmitieron principalmente por tradición oral. Esta relativa escasez de material impreso no significa fatalmente una pobreza de recetas, sino, tal vez, el analfabetismo de quienes cocinaban. Los testimonios escritos son pocos y recogen las experiencias quienes cocinaban para sí mismas y estaban en posesión de la escritura, principalmente las mujeres recluidas en los conventos que, además, tenían en sus habilidades culinarias la posibilidad de solventar sus problemas económicos mediante la decorosa venta de comida y de

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congraciarse con las autoridades civiles y eclesiásticas, agasajándolas con los productos de su ingenio. Dentro del territorio de la Nueva España, el recetario de cocina más antiguo del que se tiene noticia es el que Sor Juana Inés de la Cruz elaboró para su hermana, copiando las recetas del convento de San Jerónimo. Contiene 37 fórmulas, de las cuales 27 corresponden a platillos dulces, que fueron la especialidad de los conventos femeninos. Las recetas son prácticamente imposibles de seguir, debido a que muchos de los ingredientes los anotó en función de la cantidad que se podía obtener por determinado precio. En ellas destaca el uso abundante de yemas de huevo, pues se dice que éstas les quedaban a las monjas después de que los doradores aprovechaban las claras para adherir las hojas de oro a los retablos de madera. También se advierte la preferencia por las nueces, piñones, pasitas y mieles de tradición árabe. En este primer libro de cocina ya se perfilaban muchos de los gustos culinarios mexicanos. En el siglo XVIII, asociados al arte barroco, surgieron muchos platillos que se consideran nacionales, entre ellos el pipián de almendras que se hacía en el convento de Santa Catalina. En los conventos femeninos de Puebla, Querétaro, Oaxaca, Chiapas, Michoacán, la ciudad de México y Nueva Galicia, se inventaron dulces, postres, guisados y bebidas que enriquecieron la gastronomía mexicana: alfeñiques, caramelos, conservas, ates, turrones, empanadas, yemas reales, rompopes, camotes, quesadillas, chalupas, sopes, pambazos, pipianes, y especialmente los chiles en nogada y los moles. Al consumarse la Independencia, llegaron a México personas de diversas partes del mundo con sus propios hábitos alimenticios. Norteamericanos, ingleses,

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chinos, alemanes, pero, sin género de duda, los franceses lograron la mayor influencia, pues durante más de un siglo, tanto las maneras de conducirse en la mesa, como las viandas y las bebidas de ese origen tuvieron gran aceptación entre las clases dirigentes, las cuales, como una reacción contra la herencia hispánica, se afrancesaron. La alimentación de la gente del pueblo, sin embargo, no variaba sustancialmente: atoles de maíz, frijoles, habas, tamales, envueltos, chalupas, quesadillas, albóndigas, moles, chiles al natural o rellenos, moronga y menudo se hicieron presentes en la mesa de los más humildes. Pero no sólo se percibe y se registra la preparación de los alimentos comunes y corrientes, sobre todo se destaca la preparación de aquellos de manufactura más compleja y delicada que convierten el simple acto de comer en un placer, como refiere un testigo de mediados del siglo XIX: “Los dulceros sobresalen por sus golosinas y pasteles, los cuales son artículos muy solicitados en las mesas españolas. Se me dijo que en el banquete de la coronación del Emperador (refiriéndose a Agustín de Iturbide) fueron servidos como postres más de quinientas clases de dulces” (Bullock 1983). Muchos de los utensilios de cocina prehispánicos se siguieron empleando, entre ellos el comal, las cazuelas y las ollas de barro, al tiempo que se incorporaban diversos utensilios torneados y vidriados conforme a las técnicas europeas y otros más, de metal, que se introdujeron, tales como los cuchillos, hachas y almireces, sustituyendo antiguas tradiciones lapidarias. El pueblo en general comía en trastos convencionales hechos de barro, al igual que algunos religiosos, pero algunas familias pudientes contaban con servicios de mesa chinos y otras piezas de cerámica de Leeds.

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La cocina poblana Desde su fundación, en 1531, la ciudad de Puebla se caracterizó por ser un dinámico centro urbano y una importante plaza comercial. Situada entre la ciudad de México y el puerto de Veracruz, se benefició del tránsito de personas y mercancías y se convirtió en la capital provincial de un vasto y rico territorio en el altiplano central de México, que se distinguía por la variedad de productos naturales; su clima, tan diverso como sus grupos étnicos interactuaban en entornos heterogéneos: la mixteca, la huasteca, la sierra poblana y los amplios valles en los que se cultivaban y producían los elementos básicos de la alimentación ancestral de los pueblos indígenas, el maíz, y la bebida tradicional, el pulque. A esos elementos tradicionales se agregaron ingredientes y productos europeos, algunos de los cuales rápidamente se aclimataron al suelo poblano, y de su combinación resultó una interminable cantidad de platillos que han otorgado a la tradición gastronómica poblana su sello inconfundible. Resultado de la fusión de las cocinas prehispánica y española, la gastronomía poblana devino mestiza, sus sabores eclécticos mezclan lo dulce, lo salado y lo picante y la utilización de muchos ingredientes −pero en pocas cantidades− en la preparación de una gran variedad de guisos, tortillas, chiles rellenos, sopas y postres. La cotidianidad alimenticia poblana fue capturada en los relatos de viajeros, de paso por la ciudad de Puebla, quienes, a veces, la describen con imágenes de momentos ya idos: del siglo XVII nos refieren que la “ciudad de los Ángeles es abundante, barata, regalada y de mucho trato, cógese en un distrito cantidad de trigo dos veces al año, uno de temporal y otro de regadío y abundancia de maíz del que se hace el pan ordinario de los indios y todos lo comen en aquella tierra por ser de mucho sustento y regalo, pues por él dejan de comer el pan bueno de trigo. El modo de beneficiarlo es cociendo el maíz con ceniza con que se ablanda y despide el hollejo y luego lo lavan con agua limpia y clara y si lo hacen de regalo lo despuntan y luego en sus metates que son los molinos que tienen para molerlo, que son en los que hacen el chocolate, lo

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muelen muy bien y hacen tortillas y allí junto tienen lumbre, y sobre ella tienen puestos sus comales o callanas que son a modo de unas cazuelas sin vidrio, las cuales sirven de hornos donde se cuecen y calientes, las ponen en la mesa que es muy sana comida de mucho sustento y regalo,” (Vázquez de Espinosa 1944). Otro informante más, un médico austriaco llegado con la vorágine de la intervención francesa, da cuenta de la tiranía que impone la rutina diaria del vivir en la ciudad. “La vida en Puebla comienza a las 6 de la mañana; de las 11 a las 3 de la tarde todo parece muerto; duermen desde el Arzobispo hasta el más despreocupado muchacho. El almuerzo es a las 10 de la mañana y en las tardes entre 5 y 6 se come, no se acostumbra la cena. (...) El real es 1¹/8 del peso, igual a 18 cruceros. El desayuno cuesta 4 reales, la comida 5 a 6, y las 2 comidas juntas cuestan por abono mensual 20 pesos; (...) una piña grande 1 real, las naranjas casi no cuestan nada; una botella de vino, que es bastante malo, 1 peso; 1 botella de cerveza de 1 a 2 reales (no hay bebidas finas); la carne de ternera no se puede conseguir, tampoco el pescado, el pan es malo, las verduras, especialmente los ejotes, son muy buenas, la carne de res es buena y barata ... ” (Schmidtlein 41). De las cocinas de los conventos femeninos emergió una de las comidas más representativas de la cocina poblana, el mole poblano, una espesa salsa picante de origen colonial. Se dice que fue inventada en el convento de Santa Rosa, de ahí tal vez su esencia barroca. El singular platillo es elaborado con más de dos docenas de ingredientes, como la carne de pavo o pollo, chocolates, varias clases de chiles, tortillas, almendras, cacahuate, frutas secas y semillas, por citar solo algunos. Otra receta típica son los chiles en nogada, los cuales están rellenos con carne, cubiertos con una salsa blanca de nueces y sazonados con semillas de granada. Es un bocado bastante patriótico, porque lleva los tres colores de la bandera mexicana: verde por el chile, blanco por la salsa de nuez y rojo por la granada. La lista de delicias tradicionales incluye a las chalupas, tortillas de maíz fritas en abundante manteca de cerdo; se bañan con salsa verde o roja y se acompañan con pollo deshilachado y queso rallado. Otro plato típico de la cocina poblana es la tinga, espléndida salsa preparada con carne de cerdo, pollo y trozos de longaniza; los

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ingredientes se fríen y se mezclan con salsa de jitomate, chile chipotle y se aromatiza con hierbas de olor; se sirve con tortillas tostadas y en algunas casas se acostumbra acompañar el platillo con queso fresco y aguacate. También son recomendables los molotes, la versión poblana de las quesadillas, pero con la diferencia que aquí se rellenan con sesos, papas, flor de calabaza o huitlacoche. Las provocaciones gastronómicas de Puebla parecen ser infinitas. Siempre hay opción de probar algo nuevo, distinto, junto a los guisos y antojitos, los dulces son otros de los bastiones de la gastronomía del estado. Elaborados con semillas, frutas, leche y miel, varias de estas delicias fueron creadas por las manos celestiales de las monjas de los conventos coloniales (siglos XVI y XVII). Destacan los camotes poblanos (puré de este tubérculo mezclado con ralladuras de coco, piña, naranja u otra fruta fresca); las yemas reales (yemas en almíbar y cocidas en baño María); los dulces de almendras (bolas horneadas de pasta de almendra y huevo), y los jamoncillos de leche, las mechitas de ángel, las tortitas de Santa Clara, las rosquitas de almendra, entre otros. En lo concerniente a las bebidas, en Puebla destacan los licores a base de frutas como el acachul (frutilla silvestre y alcohol); el chumiate (a base de capulín u otra fruta) y el zacualpan, (caña de azúcar destilada y fermentada). Potajes emblemáticos que surgieron en los fogones de los conventos poblanos y en las cocinas de las casas de los mestizos y criollos que imaginaron y crearon nuevos métodos en la preparación de alimentos y, también, diversos utensilios, como ollas de barro, metates y cucharas de madera, distintas a las del resto del país, pues los objetos de barro, madera, la cerámica de Talavera, enriquecieron la estética de las cocinas de esta región y le otorgaron un sabor característico a la comida. En los conventos y en las casas, las mujeres poblanas juntaron productos nativos −el maíz, los chiles, los frijoles, los jitomates y la carne del pavo– con ingredientes foráneos como el pollo, el cerdo, el queso, el trigo, el aceite de oliva y las cebollas, entre otros, para "inventar" los platillos que construyeron la tradición culinaria de Puebla. La preparación de los alimentos, tarea que por costumbre y tradición

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desempeña el género femenino en todas las sociedades de todas las épocas y constituye, sin lugar a dudas, una responsabilidad que exige habilidades generalmente adquiridas en la esfera doméstica. Las mujeres han ocupado la mayor parte de su tiempo preparando los alimentos, limpiando, moliendo, cortando, cociendo y procesando. “No hay pretextos que valgan. De las mujeres depende que se coma en el mundo y esto es un trabajo, no un juego”, decía Clarita Muñoz a sus alumnas (Mastretta 25), y eso es una verdad tan incontrovertible, hasta ahora, que el sentido común la ha ubicado en uno de los tantos rincones invisibles de la cotidianidad, la cocina, el espacio en el que se transforman los productos de la naturaleza mediante procesos mecánicos, físicos y químicos que los atavían para resaltar sus virtudes. En este universo femenino se determina la elección y preparación de los alimentos de acuerdo a las reglas sociales inculcadas por la observación, la costumbre y el aprendizaje y se reproducen las jerarquías. Los fatigosos, por interminables, oficios de la cocina, han sido destinados a las mujeres pertenecientes a los estratos más pobres, quienes además de preparar la comida para su propia familia, debían prepararlos para la ajena bajo las instrucciones de otras mejor posicionadas socialmente, españolas, criollas o mestizas, pues para atender los turnos de comida, diariamente, durante toda su vida, ya como ayudantes o como responsables directas, siempre ejecutantes, las mujeres se han afanado en las tareas de planeación, selección de ingredientes, preparación y presentación de los alimentos, porque llegada la hora no puede servirse en la mesa cualquier cosa, como podría suponerse, sino sólo aquello que regale a los sentidos, como muestra de interés y amor por la familia a la que se pertenece. La preparación de alimentos no se destinó únicamente al núcleo familiar, también ha representado una fuente de ingresos para muchas mujeres, que vieron en la preparación y venta de alimentos un modo honorable de ganarse la vida, como en el caso de los conventos femeninos. El aprendizaje de los oficios de cocina es representativo de las varias habilidades que se adquieren en el seno familiar, reafirmando el espíritu

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exclusivista de quienes cocinando bien sólo iniciaban en su arte a unos cuantos elegidos y esto en forma oral y privada; pero la reivindicación de las labores relacionadas con la cocina llegó a través de manuales de buena crianza, las más de las veces traducción de originales europeos, donde las labores domésticas eran parte de la vida diaria, aún entre la clase media. Por esto, no resulta extraño que se haya convertido en un arte en los recintos conventuales desde la época colonial, ni que las ideas higienistas que predominaron en el último tercio del siglo XIX planeara su enseñanza como un oficio, en los establecimientos de asistencia social encargadas de formar a las niñas huérfanas y abandonadas o incluso a mujeres jóvenes que un destino azaroso exponía al desamparo. El aprendizaje formal de los oficios de cocina en Puebla La formación de las mujeres para el desempeño de sus deberes sociales tradicionalmente tuvo en el ámbito doméstico su escenario, en la práctica su método de aprendizaje y en la transmisión oral su fuente de conocimientos. En el ‘aprender haciendo’, bajo la supervisión del entorno familiar, tomaba conciencia de su rol social; la observación y ejecución de tareas que se iban complejizando a medida que ganaba edad y responsabilidades estructuraba su pensamiento y su concepción de la vida. Esta tradición formativa se inducía a partir de la experiencia cotidiana en un espacio cerrado en donde se confeccionaban los artificios del bienestar y se transmitían los secretos de los oficios mujeriles dentro de la más estricta normatividad.En el período novohispano, las mujeres recibían los mensajes formativos de su familia y de los clérigos o directores espirituales durante los largos años de la adolescencia y la juventud; hablar de educación femenina en la época colonial, según Gonzalbo (339), es tanto como referirse a la vida cotidiana, a las normas de convivencia familiar y a las disposiciones eclesiásticas interpretadas por educadores y confesores que orientaban su formación al entrenamiento para la vida doméstica, pues el hogar era el ámbito propio de la mujer y también su centro de aprendizaje para la vida. Fuera del espacio doméstico, las amigas, colegios y conventos fueron los centros en los que se educaron las niñas novohispanas para complementar los

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conocimientos y destrezas que se adquirían en el hogar, a estos centros accedieron casi todas las niñas españolas o criollas, pobres o ricas, mientras que las pertenecientes a las castas quedaron con mayor frecuencia al margen de la educación formal que en estos centros pudiera impartirse.A lo largo del siglo XIX, el naciente Estado mexicano considero a la educación como el medio idóneo para formar al nuevo ciudadano, leal y patriota que cimentara su fortaleza. Los diferentes grupos políticos coincidieron en la importancia de la educación para que los habitantes del territorio adquirieran en el espacio escolar, las habilidades y competencias que permitieran su sobrevivencia y desarrollo, pero, sobre todo, el establecimiento de una estructura productiva moderna. En este contexto, la educación formal se concibió como el recurso por excelencia para lograr al ‘ciudadano útil’ que sustentara a la república y esta aspiración alcanzó a incluir a las mujeres. Desde junio de 1825, en Puebla, se había decretado la erección de “una casa pública de hospicio, industria y corrección” pero aunque se preveía un departamento de educación para enseñanza de niños y niñas, la obra se realizó muy lentamente y sus puertas no se abrieron sino hasta 1831 cuando se aprobó su reglamento, en el cual se considera un tercer departamento destinado a la e ducación de enseñanza para niños y para niñas, finalmente el establecimiento abriría sus puertas en marzo de 1832 bajo la advocación de San José y se pusieron en marcha talleres de hilados y tejidos, tal como se había previsto en el reglamento de la institución; a ellos pasaban los ‘hijos de la casa’ una vez que concluían su aprendizaje de las primeras letras, según su inclinación, y aptitud. La asistencia social, tenía en el Hospicio de Pobres, a la institución responsable de asistir y proteger a los niños cuya suerte les había deparado el destino incierto del abandono y la vagancia, y, en la Escuela de Artes y Oficios (fundada en 1886), a la institución encargada de formarlos como ciudadanos honestos y trabajadores, leales al orden establecido, por eso, desde 1888 la escuela recibió en sus aulas y talleres a niños provenientes del Hospicio de Pobres. En 1894, recibió 23 hospicianos, de los cuales 12 eran mujeres, las cuales se inscribieron a los talleres

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de fotografía, litografía y costura. Fue hasta 1895 cuando se abrió el Taller de Cocina, para aquellas niñas y mujeres jóvenes que no podían aprender el oficio, como tradicionalmente se hacía, en el seno familiar. El aprendizaje de los oficios de cocina se programó en dos años en el turno vespertino, pues por la mañana, las alumnas debían tomar las cátedras comunes a todos los oficios, en las que aprendían, entre otras cosas, a leer, escribir y contar, pues el que un gran porcentaje de la población fuera analfabeta explica los afanes formativos del programa de enseñanza. Fundamental para el oficio de cocinar resultó aprender a dominar el sistema legal de pesas y medidas, el cual entró en vigor el 16 de septiembre de 1896, mediante una ley expedida por el Gobierno de la Nación, imponiendo una lógica de medición que permitía elaborar recetas provenientes de contextos ajenos, sin errores de interpretación en las cantidades y para superar la tradición de calcular las proporciones de los ingredientes de las recetas de cocina por su precio, “a un real de leche, doce yemas de huevo ...”. La adopción del sistema métrico decimal marcó un cambio de época con repercusiones en todos los aspectos de la vida y tuvo tales repercusiones que se incluía en manuales de cocina, porque reunía “la claridad apetecida, puede ofrecernos el medio de educar la memoria, acostumbrándonos a la compra de sólidos, de áridos y de líquidos y a su inversión diaria en el hogar por gramos o litros,” (Manual de cocina michoacana 515-545). Además de estos conocimientos generales, para el taller de cocina lo mismo que para la enseñanza del resto de los oficios se planeó la enseñanza puntual de los instrumentos de trabajo; durante el primer año del taller de cocina las alumnas debían aprender: Batería de cocina, nomenclatura de las piezas que la forman y usos a que se destinan. Condiciones que debe llenar un buen brasero. Hornillas, su forma más conveniente. Combustibles, sus diversas clases y usos, manera de conocerlos, medidas y precios. Carnes, semillas, grasas, legumbres, etc., sus diversas clases, pesos y medidas a los que se sujetan en el comercio, precios. Diversas maneras de encender el combustible. Caldos, jugos y sopas. Puchero y sus aplicaciones. Beefsteaks, roastbeef y asados diversos. Caza y pesca, principales animales de una y otra que sirven de alimento. Aves de corral, su crianza y alimentación, diversas maneras de matarlas. Caldos, sopas y asados de aves de corral, de piezas de caza, de peces y mariscos. Ensaladas diversas y legumbres preparadas propias para acompañar los asados. No se apunta método específico de enseñanza del taller, se infiere que se

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seguirá el método general y común a todos los talleres, el cual era: "Los alumnos recibirán la enseñanza práctica de talleres, todos los días útiles de dos a seis de la tarde. Los maestros les enseñarán el nombre, manejo y uso de los útiles propios del taller, a medida que se vayan aplicando; haciendo explicaciones sobre las teorías y principios en que se fundan las operaciones prácticas que ejecuten. Procurarán apartar al alumno de rutinas viciosas, observando en la ejecución de las obras, un orden riguroso y progresivo. (…) Procurarán así mismo, inculcar en sus alumnos los principios de acrisolada honradez y absoluta formalidad. En una palabra: además de la enseñanza práctica del taller que es a su cargo, los maestros tienen la obligación de formar o convertir a sus alumnos, en artesanos honrados, inteligentes y cumplidos"1. De acuerdo con el reglamento, los alumnos debían presentar en los exámenes comunes, una colección de las obras ejecutadas durante el año y exponían los principios y reglas obedecidas en su ejecución. En dichas obras, no tendrán más participación los maestros de taller, que la dirección de ellas. En 1895 se implantó la modalidad de los reconocimientos trimestrales; en marzo, junio y septiembre de ese año, ante un jurado de tres profesoras, durante dos horas, las alumnas del Taller de Cocina debieron preparar sopas, tortas y asados. Concepción Palafox y Paz Palafox fueron las alumnas examinadas1. Las alumnas no son hermanas, más bien parece que el apellido las identifica como huérfanas procedentes del Orfanatorio de San Cristóbal, institución que otorgaba el apellido Palafox a todos aquellos infantes que, expuestos en la vía pública, se registraban como hijos de padres desconocidos pues no son reclamados por sus familiares, ni adoptados por alguna alma caritativa. Para el segundo curso del Taller de Cocina en 1895 se programó el aprendizaje de la elaboración de: Guisados de carnes y legumbres, cocina francesa y mexicana. Repostería, diversas clases de masas y maneras de prepararlas. Pan, pasteles, galletas, etc. Dulces y conservas, mieles. Frutas y manera de escogerlas y de prepararlas para pastas y conservas. Gelatinas, helados y ponches nevados. Galantinas, jamones, salchichas, etc., y demás carnes y preparaciones frías. Manera de conservar legumbres, carnes, grasas, etc. Servicio de mesa, orden en que deben servirse los platillos. El método de enseñanza es el mismo que se apunta para el primer curso y siguiendo el mismo procedimiento se les practicaron tres reconocimientos trimestrales a Adelaida Santos, María Camacho, María Machorro y Guadalupe

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Álvarez1. Para los dos cursos no se localizan datos sobre los exámenes finales que den noticia sobre el tipo de temas examinados. El programa no cambió para los años siguientes, y en los informes mensuales de asistencia, conducta y aprovechamiento, la maestra del taller, Guadalupe Tejeda, siguiendo la costumbre de los maestros de los otros talleres se limita a registrar el aprovechamiento, la conducta y la asistencia de las alumnas, sin abundar en el contenido de los temas explicados, al grado de que en 1905 solo en dos ocasiones apunta de mala manera que las alumnas "quemaron los frijoles". Curiosamente todas las alumnas asisten sin ninguna falta pero su conducta y su aprovechamiento fue calificado de regular1. Los reconocimientos trimestrales, en 1905, siguen con la línea de exigirles la ejecución simultánea del trabajo que el jurado designe, teniendo entendido que el mismo trabajo será ejecutado por todos los alumnos del mismo año. Como puede apreciarse, el taller inicia formalmente con poca demanda por parte de las hospicianas, solo dos alumnas se inscriben en el primer curso. Lo curioso es que exista un segundo curso del taller, con cuatro alumnas inscritas, eso hace sospechar, que a pesar de los registros oficiales, las actividades del taller de cocina empezaron desde antes de 1895, probablemente apremiadas por al régimen de internado de la Escuela de Artes y Oficios y a que en el mismo edificio funcionara también el Hospicio de Pobres, instituciones que demandaban una gran cantidad de manos en la cocina. Pero a partir de 1897, cuando las mujeres son relevadas de la obligación de cursar y aprobar las cátedras relacionadas con una formación académica, las encontraremos asistiendo en el turno matutino y vespertino a todos los talleres destinados a la adquisición de habilidades manuales asociadas a la condición femenina; Corte y Costura, Cestería, Lavado y Planchado y Tejido de Medias. Así, el taller de cocina registra 30 alumnas en 1897, 9 en 1898, 4 en 1899, 12 en 1900, 14 en 1901 y en 1902, 16 en 19041 y 30 en 1905, por ejemplo. Las alumnas estaban inscritas en los diferentes grados del taller y las mismas estaban inscritas, también, en los talleres arriba mencionados, lo que permite deducir que las hospicianas más que alumnas eran las ejecutantes de las labores domésticas de esas instituciones educativas.

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En la obligatoriedad de cursar los talleres asociados a la condición femenina subyace una razón de orden práctico, el trabajo realizado en estos talleres estaba destinado a atender los requerimientos de servicio de los establecimientos de asistencia social. El Orfanatorio, el Hospicio de Pobres, el Hospital de la Caridad para Niños, el Hospital de San Roque para Mujeres Dementes, e incluso el Hospital de San Pedro exigían de manos hábiles y curiosas, había mucha ropa que lavar, blanquear, planchar y coser y muchas raciones de comida que preparar. De acuerdo a los informes semanales presentados por el taller de 1 cocina , las cocineras para el Hospicio de Pobres: María Salgado, Guadalupe Martínez, Julia Palafox y Delfina Palafox y las ‘oficialas’: Martina Hernández, Francisca Tulae y Josefa Tulae, Catalina Asomoza o Trinidad Aguilar preparaban los alimentos destinados a las mesas del comedor del Hospicio de Pobres y a las del personal y alumnos pensionistas y pensionados de la Escuela de Artes y Oficios, en estos informes se enlistan los menús que prepararon y sirvieron día a día en los turnos de comida y cena, de manera general y para la Escuela de Artes y Oficios. La distinción es importante, pues lo que genéricamente se llamaba comida y cena general era lo que se daba de comer a los asilados en el Hospicio de Pobres y se diferenciaba de lo que se les servía a los alumnos pensionistas y pensionados de la Escuela, una diferencia evidente, es que sólo a los alumnos de Artes y Oficios se les sirve un postre, que no es tanto una apoteosis sino más bien un jalón, que ayuda suavemente a dejar la mesa; por lo demás, el orden de los platos es similar, iniciando con caldos y sopas ambos menús y dejando entrever en los guisados una sutil diferencia a favor de aquellos que pagaban el servicio. Estos informes, nada dicen del genio de las ejecutantes de esas tareas, pero a la vez, nos dicen todo sobre la idea de alimentación asistencial que prevalecía en el momento, a partir de la composición de los menús y de la organización de la faena. Aquí presentamos, como ejemplo, el menú que se preparó y sirvió durante una semana en el Hospicio de Pobres y en la Escuela de Artes y Oficios:

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Fecha

TABLA COMPARATIVA DE LOS MENÚS SEMANALES PREPARADOS EN EL TALLER DE COCINA DE LA ESCUELA DE ARTES Y OFICIOS1 Comida general Cena general Comida para Cena para para asilados del para asilados del pensionistas de la pensionistas de la Hospicio Hospicio Escuela de Artes y Escuela de Artes y Oficios Oficios

2-7/03/1903 Lunes

Caldo Sopa de fideos Asado c/chícharos Frijoles

Revoltijo

2-7/03/1903 Martes

Caldo Sopa de tallarín Mole de chipotle con verduras. frijoles Caldo Sopa de fideo Carne frita y salsa Frijoles

Arvejones

2-7/03/1903 Jueves

Caldo Sopa de arroz Guisado de pan frito Frijoles

Arvejones

2-7/03/1903 Viernes

Caldo Sopa de tallarín Coles guisadas Frijoles

Chilaquiles con longaniza

2-7/03/1903 Sábado

Caldo Sopa de fideo Mole de habas Frijoles

Arvejones

2-7/03/1903 Miércoles

Guisado de papas

Caldo Sopa de fideos Enchiladas Frijoles Arroz con leche Caldo Sopa de tallarín Chiles capones Frijoles Arroz con leche Caldo Sopa de fideo Calabacitas c/adobo Frijoles Arroz con leche Caldo Sopa de arroz Mole con torta de camarón Frijoles Arroz con leche Caldo Sopa de tallarín Mole verde Frijoles Rajadillo de coco Caldo Sopa de fideo Acelgas Frijoles Rajadillo de coco

Asado con papas

Bistecs c/ensalada

Asado con salsa

Guisado

Bistecs

Bistecs de carne molida

No se tienen datos para documentar lo que los internos tomaban como primer alimento o desayuno, pero es notable en el régimen alimenticio la ausencia de productos lácteos y frutas, así como la constante presencia de leguminosas, verduras y en menor medida productos cárnicos. Del mismo modo, la ausencia de datos no permite establecer el tamaño de las porciones y por tanto de su

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contenido energético. Sin duda, la composición del menú dependió, en primer lugar, del monto de los recursos asignados al sostenimiento de los establecimientos de beneficencia y, en segundo lugar, de la disponibilidad de productos en la región. Después de 1903, la tarea de cocinar solo incluye a las alumnas y a las oficialas, desaparecen los nombres de las cocineras. Como nota al margen se agrega la lista de las niñas de la escuela que participaban de la faena y de las tareas cumplidas en la jornada, por ejemplo: “limpiaron el frijol y el arvejón y además ayudaron a hacer el aseo de la cocina”, o, casi al final del curso en octubre de 1903, “hicieron guisados, limpiaron el frijol y la lenteja y ayudaron a hacer el aseo de la cocina.”1 Observaciones finales A pesar del contenido de los programas, el taller de cocina adiestró y entrenó a las mujeres para ejercer el oficio de manera común y corriente, sin exigirles el virtuosismo de la alta cocina y con esto proveyó de mano de obra calificada a los establecimientos de beneficencia, en los que no era necesario ejercer el oficio con arte, pero si con eficacia. A varias de ellas las encontraremos como responsables de los oficios de cocina en el Orfanatorio de San Cristóbal o en los hospitales que dependían administrativamente de la Beneficencia Pública y será mucho después, en la década de los veinte de la siguiente centuria, cuando el contenido programático del taller incluirá la alta repostería, por ejemplo. Las asiladas del Hospicio de Pobres, carentes del entorno familiar en el que tradicionalmente se adquirían las habilidades propias de su sexo, tuvieron en el ámbito de los establecimientos de beneficencia la oportunidad de remontar esa carencia y de retribuir con su personal trabajo los favores dispensados por un estado benefactor, que no perdía de vista la importancia de formar ciudadanas hábiles y honestas, que contribuyeran con su trabajo a la construcción de la nación que los nuevos tiempos exigían.

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