Tradición clásica y filosofía moderna. El juego de influencias

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Tradición clásica y filosofía moderna El juego de las influencias

Consejo Asesor ∙ Colección Ciencia y Tecnología: Luis Quevedo, Érica Hynes, Mónica Osella, Adrián Bonivardi, Gustavo Menéndez, José Luis Volpogni

Tradición clásica y filosofía moderna. El juego de las influencias / Fernando Bahr ...et ál.; edición literaria a cargo de Fernando Bahr 1a ed. - Santa Fe: Universidad Nacional del Litoral, 2012. 168 pp; 25x17 cm (Ciencia y Tecnología) ISBN 978-987-657-619-2 1. Filosofía Moderna. I. Bahr, Fernando II. Bahr, Fernando, ed. lit. III. Título. CDD 190



Coordinación editorial: Ivana Tosti Corrección: Francisco Vitar Diagramación de interiores: Alina Hill Diseño de tapa: © Fernando Bahr, 2012.

© Secretaría de Extensión, Universidad Nacional del Litoral, Santa Fe, Argentina, 2012. Queda hecho el depósito que marca la Ley 11 723. Reservados todos los derechos. 9 de Julio 3563 (3000) Santa Fe, Argentina Telefax: (0342) 4571194 [email protected] www.unl.edu.ar/editorial

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Tradición clásica y filosofía moderna El juego de las influencias

Fernando Bahr (compilador)

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Introducción Fernando Bahr

Una de las críticas más frecuentes a la Ilustración del siglo XVIII ha sido desde sus orígenes —y lo es todavía— la falta de sentido histórico; dicho de otra manera, la incapacidad para pensar lo diferente como diferente sin anularlo o menospreciarlo en nombre de las creencias dominantes en la Europa occidental de ese momento. Así, por ejemplo, Johann Gottfried Herder (1744–1803), sugería irónicamente que algunos hombres alemanes de letras concebían el mundo a partir de las noticias del Hamburgischer Korrespondent y que tal hábito los llevaba a creer “que el gusto habitual es el único posible y tan necesario que no puede ni siquiera imaginarse algo diferente”.1 Según Herder, el orgullo y la ignorancia estaban en la raíz de este prejuicio; para tales hombres, dice, “su época es la mejor porque viven en ella y porque otros tiempos no tienen el honor de que los conozcan”.2 Les recomendaba en consecuencia que, si querían descifrar la realidad y comprenderse a sí mismos, incorporaran al léxico y al pensamiento la noción de cambio: “La forma de la tierra, su superficie, su condición ha cambiado. De la misma manera que las familias y los seres humanos individuales cambian, también han cambiado las razas, la manera de pensar, las formas de gobierno, el gusto de las naciones”.3 Los argumentos de Herder, y de críticos actuales de la Ilustración como Alasdair McIntyre,4 son fuertes. En buena medida son también justos, aun cuando, tanto en el siglo XVIII como en el siglo XXI, suelen hacerse desde una posición política no siempre explícita en la cual la defensa de las particu-

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laridades de la historia va acompañada de cierto conservadurismo que concibe a la Ilustración como un paso poco menos que fatal para la humanidad. En todo caso, dejando por un momento de lado su pertinencia y validez, sirven para orientarnos en un problema que atraviesa toda la Filosofía Moderna y no sólo el siglo XVIII: el de la tensión entre las pretensiones universales de la razón y la contingente pertenencia a un país, a un siglo, a un idioma y a un conjunto amplio pero determinado de valores y creencias. Tal es el tema que, desde una perspectiva conscientemente acotada, nos proponemos tratar en el presente volumen. Nuestro propósito, en efecto, es estudiar la relación de algunas figuras importantes de la Modernidad con el pensamiento clásico grecorromano. Más específicamente, nos interesa indagar en las fuentes clásicas de la Filosofía Moderna intentando descubrir qué pensadores antiguos leyeron algunos autores de los siglos XVI, XVII y XVIII, y qué huellas podrían haber dejado tales lecturas en sus escritos. El sentido último de la tarea no es meramente erudito, sino filosófico. Entendemos que trazar algunas líneas que podrían vincular, por ejemplo, a Descartes o a Hume con los textos presocráticos o las escuelas helenísticas, además de ayudarnos a identificar posibles fuentes de conceptos o información, sirve no sólo para comprender lo que Descartes o Hume pensaban y dejaron escrito, sino también para esclarecer algunas cuestiones a las que quisieron dar respuesta, e, incluso, para señalar ciertos malentendidos en virtud de los cuales tales respuestas no fueron satisfactorias en su tiempo o no son satisfactorias hoy en día. Sin embargo, la tarea que encaramos presenta ciertos inconvenientes precisamente en virtud de lo expuesto al comienzo. La línea central de la Filosofía Moderna, que discurre de Descartes a Kant, se comprendió a sí misma como un producto puro de la razón, y por ello universal. En esa pureza de origen encontraba la garantía de su independencia frente a la empiria histórica y sus prejuicios particularistas, ya sean los del humanismo renacentista (Descartes o Malebranche), ya los del protorromanticismo (Kant y sus discípulos). Es cierto que la reacción cartesiana frente a la tradición y los saberes de la memoria es más ferviente que la exhibida por Kant; sin embargo, también este último indagó en las posibilidades de una historia a priori y mostró su desacuerdo con aquellos hombres que perseguían la experiencia en busca de lo que ésta por definición no podía dar: necesidad. En cualquier caso, ambos, pero asimismo Spinoza, Leibniz, Hobbes, Locke y acaso Hume, concibieron sus teorías como productos del contacto directo con lo real. Desde sus perspectivas, no hablaban ni escribían en un lenguaje particular cargado de tiempo y de interpretaciones, escribían y hablaban con el lenguaje universal de la razón. Tampoco suponían estar vertiendo vino nuevo en odres viejos al dotar de un fundamento racional la obligación de no mentir, de respetar las promesas, de no matar; legislaban

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para todo hombre posible y en base a lo que en todo hombre posible imperaba o debía imperar: las pasiones, el conatus o la ley moral. Debilitada entonces la posibilidad de una confesión en primera persona de ese vínculo con la tradición, y atendiendo a la misma concepción del saber filosófico sustentada por los autores canónicos de la Modernidad, nos quedan sin embargo otros tres caminos: a) explorar los márgenes de la historia y recuperar las voces que, menos enfáticas a la hora de defender su originalidad o la pureza de sus sistemas, sí reconocieron las deudas con el pasado e incluso entendieron el ejercicio de pensar como un diálogo con las escuelas antiguas; b) indagar en autores que explícitamente recuperaron el pasado como momentos imprescindibles para comprender su propia doctrina, la cual no sería sino la última etapa, conclusiva, de una serie de problemas que encontraron su origen en los momentos iniciales de la historia filosófica occidental; c) volver a situarse frente a los textos filosóficos modernos para preguntarse si algunos de sus conceptos más discutidos o difíciles no se aclaran al ser reinterpretados desde sus raíces (etimológicas y filosóficas) grecolatinas. El primer camino, que podríamos llamar de “reconocimiento explícito”, ha sido tomado por tres trabajos que integran el presente volumen: los de Manuel Tizziani, Fernando Bahr y Esteban Ponce. Tizziani, en “El último Sócrates de Montaigne”, interpreta algunos de los últimos ensayos de Michel de Montaigne (1533–1592) a partir de lo que el propio Montaigne manifiesta como un diálogo con el maestro de Platón, diálogo a partir del cual los Ensayos procuran reconstruir una doctrina moral elemental en la que sencillez de costumbres y sabiduría se reúnen y mutuamente se exigen. Bahr también se ocupa de cuestiones morales y, más específicamente, de la asumida influencia del epicureísmo en el pensamiento de Pierre Bayle (1647–1706), un autor por otra parte tradicionalmente vinculado a los ejercicios escépticos; su “Pierre Bayle y el epicureísmo” abre de esta manera una nueva posibilidad de interpretación, o por lo menos recuerda que está abierta. Ponce, finalmente, enfatiza el valor del eclecticismo en Denis Diderot (1713–1784), valor que en la actualidad muy rara vez se reconoce, y el peso que dentro de ese “sistema ecléctico” tuvieron las conjeturas materialistas de Epicuro y Lucrecio; tomando a Diderot como ejemplo, pues, su trabajo muestra muy bien que la originalidad filosófica no está reñida con la reinterpretación ni exige que la razón trabaje exclusivamente sobre sí misma. El segundo camino, que podríamos llamar de “integración a la verdad”, es el elegido, a partir de autores muy diferentes y por tanto desde perspectivas muy distintas, por Brenda Basílico y Ricardo Cattaneo. Basílico se ocupa de analizar el modo como Henri Estienne (1528–1598) primer traductor al latín de los Bosquejos pirrónicos de Sexto Empírico (siglos II–III d. C.), concibe la relación entre la destrucción escéptica del saber dogmático y el acceso puro a

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la verdad cristiana; su objetivo último, sin embargo, es otro: proponer, desde la misma tríada dogmatismo–escepticismo–fe, una interpretación de las extensas y por momentos enigmáticas obras de Marin Mersenne (1588–1648), figura clave del pensamiento del siglo XVII eclipsada en los manuales de historia de la filosofía por su cercanía con Descartes. Ricardo Cattaneo, por su parte, destaca y estudia el interés de G. W. F. Hegel (1770–1831) tanto por el escepticismo antiguo como por los argumentos escépticos que, después y a raíz de la filosofía de Kant, fueron desarrollados principalmente por Gottlob Ernst Schulze (1761–1833). Tanto el escepticismo de Sexto como el de Schulze, empero, de manera comparable a lo que sucedía anteriormente con Estienne, Hervet y Mersenne, cobran su más profunda importancia para Hegel en tanto se integran como punto de partida de la dialéctica, es decir, como parte del movimiento de la totalidad de las figuras que procura exponer el sistema científico de la verdad. El tercer camino, finalmente, se pone a prueba en los trabajos de Gerardo Medina, Manuel Berrón y Lisandro Aguirre. Podríamos denominarlo “camino de la influencia oculta”, pues los tres indagan la posibilidad de que la recuperación de conceptos, discusiones y enseñanzas grecorromanas ayuden a entender el pensamiento de algunos filósofos modernos, incluso en el caso de que tales filósofos no hayan reconocido ese influjo o, aun reconociéndolo, lo hayan interpretado de manera equivocada. Medina lo hace respecto del concepto de “pensar” (cogito) en Descartes (1596–1650), para muchos el término fundador de la Filosofía Moderna. Tomando como punto de referencia y oposición la lectura de John Cottingham, uno de los principales especialistas en Descartes de nuestro tiempo, Medina muestra cómo la crítica al carácter “intelectualista” de la filosofía cartesiana se debilita notablemente en tanto concibamos el cogito no como lo hicieron la mayoría de los intérpretes a partir del siglo XVIII sino a la manera de los filósofos antiguos (Parménides, Heráclito, Platón y San Agustín), manera que podría estar presente en el mismo Descartes. Berrón, por su parte, reconstruye los principales argumentos de la discusión entre plenistas (como Aristóteles) y atomistas (como Epicuro o Lucrecio) en la Antigüedad. Los primeros negaron las posibilidad del vacío, los segundos la afirmaron; unos y otros, sin embargo, adelantaron una polémica que en el siglo XVII enfrentó al epicúreo Gassendi (1592–1655) con el plenista, aunque rotundamente antiaristotélico, Descartes. El ensayo de Berrón busca ayudar a entender mejor este momento que marcó de manera profunda la filosofía natural de la Modernidad: relee los textos antiguos para comprender mejor a los filósofos modernos; lo mismo hace Lisandro Aguirre en relación con David Hume (1711–1776), un autor que de manera explícita utilizó el término “escéptico” para caracterizar su filosofía, pero que, al mismo tiempo, buscó distanciarse de sus antecesores griegos en tanto pensaba que el “exagerado”

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escepticismo antiguo suponía una actitud incompatible con la vida. Aguirre muestra que en esta interpretación de Hume se esconde un malentendido y que, disipado el mismo, Hume podría ser considerado con justicia un discípulo fiel, aunque inconsciente, de Sexto Empírico. Volviendo al punto desde el cual empezamos nuestra introducción, los autores de los trabajos que se incluyen en este libro compartimos la convicción de que las críticas a la Filosofía Moderna, bastante frecuentes en los foros académicos de nuestro tiempo, suelen apoyarse en una lectura sesgada y parcial. Nos interesa, en tal sentido, devolverle a ese período que se extiende entre el último cuarto del siglo XVI y el primer cuarto del siglo XIX su amplitud, su riqueza y su complejidad: recuperar los vínculos con el pensamiento antiguo, sean explícitos o implícitos, puede ser un paso importante en dicha tarea.

Notas 1

J. G. Herder, “On the change of taste”, en Philo-

sophical Writings, translated and edited by E. N. Forster, Cambridge, Cambridge University Press, 2002, p. 255. 2

Ídem.

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Ibidem.

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Cfr., por ejemplo, su estudio Tras la virtud, Barcelo-

na, Crítica, 1987, especialmente caps. 4 y 5.

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Primera Parte Reconocimiento explícito

1. El último Sócrates de Montaigne1 Manuel Tizziani

Sócrates era un hombre; y no quería ser ni parecer otra cosa. Montaigne, Ensayos

El objetivo de este trabajo, producto final de una investigación más amplia que llevó por nombre “Montaigne en cuerpo y alma. La sabiduría antigua y la constitución de la subjetividad”, es ilustrar el modo como Michel de Montaigne busca apropiarse de las enseñanzas de Sócrates. Para ello, nos abocaremos a reconstruir la particular imagen del filósofo ateniense que Montaigne presenta en los capítulos finales de sus Ensayos, teniendo como meta general ilustrar cómo esas reflexiones parecen haber dejado una impronta en la propia identidad del ensayista y cómo ese Sócrates parece haberse convertido en una guía según la cual el último Montaigne pretendió conducir los momentos finales de su vida. En el apartado que sigue, antes de centrarnos en la etapa socrática, haremos una breve caracterización general del ondulante pensamiento de Montaigne. Una vez trazado ese marco presentaremos, por un lado, la última imagen de este Sócrates que, en tanto modelo antiguo, encarna la sencillez del hombre no desnaturalizado; y por otro, en el apartado 2.2, a partir de la reconstrucción de una “ética de mínimos”, intentaremos mostrar cómo la figura representada por el filósofo ateniense parece haber dejado una marca en el pensamiento y en el propio yo de Montaigne.

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1. Montaigne polifacético Los resultados de todas las escuelas y de todas sus experiencias nos corresponden como legítima propiedad. No tendremos escrúpulos en adoptar una fórmula estoica so pretexto de que con anterioridad hayamos sacado provecho de fórmulas epicúreas. Nietzsche, Escritos Póstumos

Montaigne tiene muchas caras. Su pensamiento es zigzagueante y su propio ser está en permanente mutación, en perpetuo cambio. Él mismo nos lo aclara, al hablarnos de sí: “b| No puedo fijar mi objeto. Anda confuso y vacilante debido a una embriaguez natural. Lo atrapo en este momento, tal y como es en el instante en el que me ocupo de él. No pinto el ser, pinto el tránsito… Hay que acomodar mi historia al momento” (Montaigne, 2007:1201–1202).2 Así, quien quiera dar una interpretación coherente y acabada de todo el pensamiento de Montaigne deberá, si es que se puede, superar esta barrera. Aquí, lejos de eso, nos proponemos acomodar nuestra historia al último de los momentos de la vida y del pensamiento de nuestro ensayista. Un momento que, creemos, está signado fuertemente por la figura de Sócrates, o, a decir verdad, por una particular reconstrucción de la figura del filósofo ateniense. Volviendo sobre nuestros pasos, y para dar un marco general a la interpretación que aquí nos proponemos realizar, podríamos conjeturar que aun en los perpetuos cambios que afectan a las reflexiones de Montaigne, y en los diversos caminos que transita a lo largo de sus Ensayos, buscando un modelo de vida según el cual regir su propia existencia, se puede encontrar un patrón común. Si bien el ensayista no mantiene consigo mismo una relación uniforme a lo largo de su existencia, persiste un elemento constante por medio del cual podemos entender la reflexión filosófica y el modo de vida de Montaigne: nos referimos a la relación con los pensadores y filósofos de la antigüedad. Criado en medio de estos clásicos del pensamiento occidental, romano por herencia, nuestro ensayista se esforzará a lo largo de su vida por mantener un patrón de conducta antiguo, un patrón de conducta perteneciente por origen a estos otros héroes de virtud.3 Y en ese mismo esfuerzo por mantenerse ligado a los preceptos de la antigüedad buscará el auxilio de distintas máximas (pertenecientes a las más diversas escuelas), con el fin de sobrellevar los diferentes momentos de su vida. Al igual que lo afirmara Nietzsche en el pasaje que hemos utilizado como acápite de este apartado, Montaigne sabe que todos esos preceptos de virtud le pertenecen, en tanto ser humano, por legítima herencia; y no tiene ningún reparo en utilizar con el mismo provecho las enseñanzas del epicureísmo que las del estoicismo.

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Ahora bien, antes de pasar a desarrollar el contenido del presente trabajo, y antes de hacer patente nuestra propia perspectiva acerca del último momento de esta historia, creemos conveniente repasar de modo muy breve lo que importantes intérpretes del pensamiento y de la vida de Montaigne han dicho respecto de su presunta evolución. En tal sentido, hemos de destacar dos posiciones diferentes, contrapuestas. De un lado hallamos a Pierre Villey, quien publicó a principios del siglo pasado un pormenorizado y ya clásico estudio en dos volúmenes titulado Les sources et évolution des Essais de Montaigne (París, 1908). En el primer volumen, Villey estableció minuciosamente las deudas del ensayista con sus predecesores y las fuentes a partir de las cuales Montaigne había gestado paso a paso su propio pensamiento; en el segundo, intentó determinar, para muchos con éxito, los períodos que habían atravesado o la evolución que habían experimentado los Ensayos. A partir de su análisis, Villey arribó a la conclusión de que Montaigne había transitado sucesiva y más o menos firmemente por tres senderos: en su juventud, y muy probablemente bajo la influencia de su gran amigo Étienne de la Boétie, adhirió a las enseñanzas de Séneca y de los estoicos, teniendo como gran punto de referencia a uno de los principales representantes de aquella escuela: Catón el Joven; en una segunda instancia, y luego de haber tomado contacto con las enseñanzas de Pirrón de Elis a partir de la lectura de los Esbozos pirrónicos de Sexto Empírico, Montaigne hubo de experimentar una crise pyrrhonienne a mediados de la década de 1570, cuya consecuencia más admirable se encuentra en la “Apología de Ramón Sibiuda” (II, 12); por último, y quizás producto de una lectura más asidua y detenida tanto del poema De rerum natura de Lucrecio como de algunas de las cartas de Epicuro, hacia el final de su vida Montaigne se habría acercado al epicureísmo, adhiriendo fundamentalmente a su concepción del placer. Del otro lado, encontramos a algunos pensadores más contemporáneos como Jean Starobinski4 o Antoine Compagnon, quienes, a partir de sus propias interpretaciones, han puesto en entredicho aquella concepción demasiado ordenada y escolar de Montaigne que nos presenta Villey.5 Para ellos, el pensamiento del ensayista no es en absoluto un pensamiento estático o unidireccional; sino que, por el contrario, lleva un andar zigzagueante que se encuentra perpetuamente en movimiento y fluctuación entre estas tres escuelas. Así lo dice Compagnon en su introducción a la última edición española de los Ensayos: “La rueda del estoicismo, del escepticismo y del epicureísmo se repetía por doquier y siempre en los Ensayos, sin importar el tema tocado: éste era el ‘movimiento’ perpetuo en el que Starobinski insistía” (Montaigne, 2007:XXIII).6 Ahora bien, dejando de lado estas disputas que contribuyen a sostener también nuestra tesis de que Montaigne se halla en permanente relación con los pensadores de la antigüedad clásica, en el presente trabajo nos abocaremos,

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simplemente, a reconstruir la posición que Montaigne deja traslucir en sus últimos Ensayos. Alejándonos un poco de la interpretación de un Montaigne estrictamente epicúreo, nos esforzaremos en mostrar cómo, a partir de una fuerte revalorización de la sencillez y de la austeridad de vida del hombre natural, Montaigne recuperará —o creará él mismo— una particular imagen de Sócrates. Un Sócrates que lejos de presentarse como un modelo de sabio celestial,7 se presenta como un hombre corriente que ha sabido como casi ningún otro “conducir la vida humana con arreglo a su condición natural”, y “gozar lealmente de su propio ser”.

2. Montaigne socrático b| Y la virtud de Alejandro me parece expresar mucho menos vigor en su escenario que la de Sócrates en este ejercicio bajo y oscuro. No me cuesta nada imaginar a Sócrates en el lugar de Alejandro; a Alejandro en el de Sócrates, no puedo. Si alguien preguntara a aquél qué sabe hacer, le respondería: subyugar el mundo; si alguien se lo preguntara a éste, le diría: conducir la vida humana con arreglo a su condición natural —una ciencia mucho más general, más importante, y más legítima. Montaigne, Ensayos

El capítulo 36 del libro II de los Ensayos se titula “Los hombres más excelentes”. En él, Montaigne se propone destacar, al igual que lo había hecho previamente con el género femenino en “Tres buenas mujeres” (II, 35), a aquellos varones que a lo largo de la historia sobresalieron por encima de todos los demás, posicionándolos en una suerte de podio. Allí, el ensayista reconoce como los tres más excelsos representantes del género masculino a Homero, quien hizo nacer a la poesía de manera perfecta y cumplida; a Alejandro Magno, quien a los treinta y tres años fue el señor de todo el mundo habitable; y a Epaminondas, general tebano que no dio, a juicio de Montaigne, menos pruebas de su virtud y de su valentía que Julio César o que el mismo Alejandro, y que sumó a esa bravura un comportamiento y una conciencia moral incorruptible. Este último es presentado como un hombre público, que en su modo de ser: a| no cede a filósofo alguno, ni siquiera a Sócrates. b| En él la inocencia es una cualidad propia, dominante, constante, uniforme, incorruptible. (…) Sólo en éste hay una virtud y capacidad plenas e iguales en todo que, en ninguna de las obligaciones humanas, deja nada que desear de suyo, sea en las tareas públicas, sea en las privadas, sea en las pacíficas, sea en las militares, sea en vivir, sea en morir de manera grande y gloriosa. (Montaigne, 2007:1131–1132) 16

En consonancia con esta elogiosa descripción, y a partir de la comparación que el mismo Montaigne establece entre aquel ilustre general tebano y el filósofo más importante entre todos los griegos, podríamos afirmar que en los dos últimos capítulos de los Ensayos, titulados “La Fisonomía” (III, 12) y “La Experiencia” (III, 13), el enaltecimiento de esa misma inocencia y ese respeto por las obligaciones humanas que encarna Epaminondas serán reconducidas hacia un elogio de la figura de Sócrates. En tal sentido, más allá de catalogar a Epaminondas como el hombre más excelente de todos, podríamos juzgar que Sócrates, aquel filósofo cuya única enseñanza fue la profesión de la ignorancia, es el hombre con el cual nuestro ensayista se sentirá más identificado y respecto del cual intentará gestar su propia identidad y regir su comportamiento en los últimos años de su vida.

2.1. Un nuevo modelo b| No nos faltarán buenos profesores, interpretes de la simplicidad natural. Sócrates será uno de ellos. Montaigne, Ensayos

Montaigne comienza el capítulo “La Fisonomía” (II, 12) atacando, como en muchas ocasiones anteriores, la sofisticación que a sus ojos caracteriza a la cultura francesa tardo–renacentista.8 Una vez más, el ensayista denigra a su propio tiempo en favor de otro diferente, de una alteridad representada, ahora, por Sócrates. Allí, muestra cómo, a su juicio, aquellos discursos socráticos tan pertinentes y útiles para los hombres de la antigüedad griega resultan obsoletos para conducir hacia la virtud a los hombres de la Francia del siglo XVI. Asegura, además, que ese desacople no se debe a que las enseñanzas del filósofo griego sean falsas; sino, más bien, a que el artificio de los franceses les impide sacar provecho de tan jugosos preceptos. Nosotros, afirma el ensayista en referencia a sus contemporáneos: “b| Sólo advertimos las gracias que son agudas, huecas e hinchadas de artificio. Las que se deslizan bajo la naturalidad tienden a escapar a una mirada grosera como la nuestra. Su belleza es delicada y oculta; se requiere una mirada limpia y muy purgada para descubrir esa luz secreta” (Montaigne:1546). Los hombres tardo–renacentistas parecen convertirse, a ojos de Montaigne, en seres que se regocijan en la artificialidad propia de la cultura, y desdeñan, por demasiado burda y como cosa despreciable, la simpleza de la naturalidad.9 En tal sentido, nuestro autor considera que los hombres del XVI han perdido la capacidad de apreciar los discursos del maestro de Platón, discursos que no se caracterizan por ser alegatos sofísticos plagados de figuras retóricas, sino

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que por el contrario denotan una extrema naturalidad, el habla del hombre común:10 “b| Sócrates mueve su alma con un movimiento natural y común. Así habla un campesino, así habla una mujer. c| Nunca tiene en la boca otra cosa que cocheros, carpinteros, zapateros y albañiles” (Montaigne:1546).11 Sus coetáneos, en cambio, dice el ensayista, habituados a evaluar las cosas por su apariencia y por su belleza externa, estiman las riquezas de un hombre cuando hace ostentación de ella; deshonran así a aquellos que se conducen en la vida de un modo natural, simple y sin esa vacua presunción que, paradójicamente, sólo conduce a la infelicidad de estar sometido a todos los deseos artificiales —es decir, ni naturales ni necesarios— de una desvariada imaginación.12 “b| Nuestro mundo sólo está habituado a la pompa. Los hombres no se llenan sino de viento, y rebotan como pelotas. Éste [Sócrates] no se propone vanas fantasías. Su fin fue brindarnos cosas y preceptos que de manera real y más cercana sirvan a la vida: servare modum, finemque tenere, naturamque sequi” (Montaigne:1546–1547).13 Nada de viento hay en las palabras de Sócrates. Al igual que los discursos de Séneca y Plutarco, ellos “a| enseñan la crema de la filosofía, y la exponen de manera simple y pertinente” (Montaigne:593–594). Ellos, diría Montaigne, están llenos de sustancia, de máximas que buscan conducir a los sujetos a adquirir un particular modo de vida y un determinado modo de ser. Si siguen sus preceptos, su propio yo se verá transmutado y performado a partir del discurso. Imitando su ejemplo, haciéndose a su imagen y semejanza, lo hombres lograrán vivir tal cual allí él lo prescribe, es decir, tal cual lo dicta la madre naturaleza. A diferencia de Catón el Joven, quien posee “b| un aire tenso, muy por encima del común” (Montaigne:1547), que se ha elevado más allá de las posibilidades de ser seguido e imitado por el resto de los fluctuantes e inconstantes mortales, Sócrates “b| no ascendió a ningún sitio, sino que más bien descendió y regreso a su punto original y natural” (Montaigne: ídem). A través de un conocimiento exhaustivo de sí mismo logró comprender que el camino de la sabiduría no consistía más que en la comprobación de la “ignorancia doctoral”.14 De ese modo, pudo identificarse sin problemas con un campesino, un artesano o un zapatero y conducir su vida con arreglo a su natural condición. Continuando esta dicotomía, Montaigne afirma: “b| En las heroicas hazañas de su vida, y en su muerte, [a Catón] le percibimos siempre muy encumbrado. Éste [Sócrates] vuelve al suelo, y con unos andares tranquilos y comunes trata las cuestiones más útiles; y avanza, frente a la muerte y a los contratiempos más espinosos que puedan presentarse, con el paso de la vida humana” (Montaigne: ibídem. El subrayado es nuestro). Es Sócrates, y no Catón, “b| el hombre más digno de ser conocido y de ser presentado al mundo como ejemplo” (Montaigne: ibídem). Es él quien

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conduce su vida con arreglo a la condición humana. Él es quien debe ser seguido e imitado. Es su ejemplo el que los sujetos deben reactualizar en sí mismos. De acuerdo con este nuevo modelo, parece decirnos Montaigne, cada ser humano debe intentar constituir su propio yo, su propia identidad, y regir su vida humana de modo tal que se ajuste a su ser natural. Debe, además, agradecer a Sócrates, no sólo por haber hecho descender la sabiduría del cielo para restituirla al hombre, en donde “c| radica su tarea más justa y más laboriosa” (Montaigne:1548), sino también por haberle mostrado a los presuntuosos seres humanos cuáles son los verdaderos límites de su condición15 y cuán poca es la ciencia que se necesita para vivir en conformidad con uno mismo. “b| No necesitamos mucha ciencia para vivir a nuestras anchas. Y Sócrates nos enseña que reside en nosotros, y la manera de descubrirla y de ayudarse con ella. Toda capacidad que poseemos más allá de la natural es poco menos que vana y superflua” (Montaigne:1549). Sócrates, divulgador máximo del dictum délfico “Conócete a ti mismo”, es quien ha puesto al hombre frente a sí mismo, quien le ha mostrado el camino hacia la verdadera sabiduría y hacia la tranquilidad de espíritu. Conociéndose a sí mismo, parece afirmar ahora Montaigne, el hombre entenderá que todo lo que necesita para enfrentar con entereza los infortunios de su vida se encuentra en su interior: “b| Recógete; encontrarás en ti mismo los argumentos de la naturaleza contra la muerte, verdaderos y los más apropiados para utilizarlos en los casos de necesidad. Son los que hacen morir al campesino, y a pueblos enteros, con la entereza de un filósofo” (Montaigne:1549–1550).16 La escalofriante escena de la peste negra que asola por esa época a toda Europa y en particular a Francia, le muestra a Montaigne, en la experiencia, eso mismo que él predica. Miles y miles de personas, de la condición —supuestamente— más baja, toman aquel infortunio con la mayor tranquilidad anímica imaginable. Son ellos, al igual que Sócrates, los que enseñan en la práctica aquello que los filósofos predican en sus libros sin poder llevar a cabo antes de realizar una larga meditación preparatoria.17 Es a ellos, afirma Montaigne, a quienes se debe mirar, a quienes se debe imitar a la hora de enfrentar la muerte: b| ¿Para qué nos armamos con estos esfuerzos de la ciencia? Miremos al suelo, a la pobre gente que vemos esparcida por él, con la cabeza inclinada hacia el trabajo, que no conocen ni a Aristóteles ni a Catón, ni ejemplo ni precepto alguno. De ellos extrae la naturaleza todos los días actos de firmeza y de resistencia más puros y más vigorosos que los que estudiamos con tanto esmero en la escuela. (Montaigne:1552)18

Durante más de seis meses Montaigne se ve obligado a vagar junto a su familia por diversos parajes de la campiña francesa, intentando escapar de una terrible epidemia que entre fines del año 1585 y principios de 1586 arrasó toda

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la zona de Aquitania. Durante ese andar errante, el ensayista tuvo la posibilidad de reforzar su confianza —casi ciega— en la naturaleza, al ver con sus propios ojos cómo ella, con dulce mano, guiaba a todos esos infortunados campesinos y hombres ignorantes hacia una muerte tranquila y sosegada, dotándolos de todo lo necesario para enfrentar aquella supuesta tragedia como un suceso simple e inevitable de la vida humana: b| Ahora bien, entonces ¿qué ejemplo de resolución no vimos en la simplicidad de todo ese pueblo? En general, todo el mundo renunciaba a preocuparse por la vida (…) pues todos sin distinción se preparaban para la muerte y la esperaban aquella noche, o al día siguiente. (…) b| En suma, la experiencia puso de inmediato a una nación entera en un grado que no cede en dureza a ninguna resolución estudiada y deliberada. (Montaigne:1565–1566)19

El hombre ha abandonado la naturaleza, se ha erigido en su juez y ha intentado ponerse por encima de las indicaciones que ella le prescribía. Lo único que ha logrado es el desvarío de sus deseos naturales y una multiplicidad de deseos fantásticos y desmesurados. Pero, como Montaigne observa en la experiencia, no todos han abandonado la sabiduría natural; su marca se halla aún indeleble en aquellos que, como Sócrates, supieron reconducirse nuevamente hacia su sitio original y primero, o en aquellos que nunca lo abandonaron en absoluto. b| Hemos abandonado la naturaleza y pretendemos enseñarle su lección, a ella que nos conducía con tanta dicha y seguridad. Y mientras tanto, las trazas de su instrucción, y lo poco de su imagen, que gracias al beneficio de la ignorancia, resta impreso en la vida de la muchedumbre rústica de los hombres sin educación, la ciencia se ve obligada todos los días a pedirlo prestado, para que sirva a sus discípulos como modelo de firmeza, de inocencia y de tranquilidad. (Montaigne:1566)

La vanidad de los seres humanos, esa cualidad tan propia, es la que los conduce hacia la desnaturalización. El camino que toman es, entonces, el de la sofisticación, que al cubrir de miles de falsos preceptos los signos de la naturaleza, una y uniforme,20 los lleva a perder su huella y a fluctuar entre miles de infortunios sin poder encontrar un sendero seguro por el cual conducirse. c| Los filósofos, con gran razón, nos remiten a las reglas de la naturaleza, pero éstas nada tienen que ver con tan sublime conocimiento. Las falsifican, y nos presentan su semblante pintado con colores demasiado subidos y sofisticados, de donde surgen tantos retratos diferentes de un objeto tan uniforme. Así como nos ha provisto pies para andar, también nos ha brindado prudencia para guiarnos en la vida. (Montaigne:1603)

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Esta última frase expresa con claridad la posición del ensayista, por medio de la cual manifiesta una confianza absoluta en los dones que la naturaleza ha dado al hombre. Ella no es una “madrastra injustísima” que lo ha dejado huérfano y desnudo frente a los infortunios de su condición;21 sino que, por el contrario, le ha brindado los elementos necesarios para sobrellevar no sólo su vida sino también su muerte. Es de creer, parafraseando a Montaigne, que del mismo modo en que lo ha provisto de los medios materiales para caminar por el mundo, lo ha provisto de las condiciones anímicas necesarias para poder conducirse sin mayores sobresaltos en medio de los accidentes que lo aquejan; es decir, de la misma manera en que “c| nos ha dado pies para andar, nos ha brindado prudencia para guiarnos en la vida”. Sólo se trata de escucharla; y para ello, es necesario acallar el vocerío de preceptos artificiales provistos por los supuestos sabios —entre los que puede contarse a los estoicos— para dejarse llevar naturalmente, casi instintivamente, como lo hacen los animales.22 Debemos, dice Montaigne, hacer escuela de la necedad; imitar aquellos que se conducen con suma calma hacia la muerte y que materializan, desconociéndolos, los preceptos supremos que la ciencia nos promete vanamente. Sócrates, o la particular imagen que Montaigne se ha forjado de Sócrates, es el modelo antiguo en el cual nuestro ensayista ve plasmada de manera total esa misma enseñanza. A él es a quien todos los hombres deben imitar, a quien deben parecerse si desean conducirse en la vida de manera ordenada y humana, si quieren ser realmente hombres. Montaigne nos propone hacernos discípulos de Sócrates y seguir su ejemplo: “b| No nos faltarán profesores, intérpretes de la simplicidad natural. Sócrates será uno de ellos” (Montaigne:1571). En “b| hablar y [en] vivir como Sócrates. Ahí reside el grado supremo de perfección y de dificultad; el arte nada puede añadir” (Montaigne:1575). Ser como él, seguir su natural camino, aprender de sus preceptos, llevarlos a la práctica, incorporarlos a nuestra propia subjetividad constituyéndonos en base de esas mismas máximas. Ser, decir, hacer: tres dimensiones inescindibles que llevan a Montaigne a convertirse en el adepto principal de esta doctrina que él reconoce en —o atribuye a— Sócrates: esa doctrina que a partir del autoconocimiento y de la profesión de la propia ignorancia, conduce a despojarse de todos las falsificaciones y tergiversaciones del vanidoso conocimiento humano y reconduce hacia el camino que la naturaleza ha trazado universalmente a sus vástagos, mostrándoles cuáles son las leyes de acuerdo con las cuales deben regirse. En definitiva, se trata de seguir esa misma ley que nace “c| en nosotros de sus propias raíces, por la semilla de la razón universal impresa en todo hombre no desnaturalizado” (Montaigne:1552).

21

2.2. Una nueva ética de mínimos Platón alega con frecuencia este gran precepto: “Haz lo tuyo y conócete a ti mismo”. Cada uno de estos dos elementos implica en general el conjunto de nuestro deber, e implica también a su compañero. Montaigne, Ensayos

El capítulo 30 del libro I de los Ensayos se titula “Los Caníbales”, y está, como afirma Jesús Navarro, “consagrado por completo a atacar el prejuicio etnocéntrico, que nos obliga a denunciar toda forma cultural diferente de la propia como bárbara y salvaje” (Navarro Reyes, 2005:212). A lo largo de él, Montaigne se dedica a realizar una reivindicación de la pureza natural del caníbal por contraposición a la artificialidad que reina en el mundo europeo. Los nativos del Brasil son hombres simples, que rigen su vida conforme a los preceptos que prescribe la madre naturaleza. Su ética, su sistema normativo, es tan parca y sencilla como lo es su propia existencia. Montaigne relata, retomando la Histoire… de Jean de Léry,23 cómo uno de los ancianos del pueblo, cada mañana, antes de comenzar con las tareas diarias, da un paseo por todo el asentamiento nativo repitiendo una y otra vez la misma frase, exhortando a los jóvenes de la comunidad con dos máximas: “a| Valor contra los enemigos y amistad hacia sus esposas” (Monteigne:283).24 Eso es todo, a esos dos simples pero ineludibles artículos se reduce toda la prescripción de su ética de mínimos. Todo lo demás está ya dispuesto por la naturaleza. Hemos traído a colación esta breve apreciación acerca de los caníbales, pues, como veremos en el transcurso de este apartado, trazando un paralelo con aquella primera ética mínima, el sistema moral socrático también podría ser reducido —a ojos de Montaigne— a un conjunto sumamente reducido de preceptos a partir de los cuales debe regirse la conducta humana. Podemos adelantar que, a partir de allí, lo que nos proponemos es poner de manifiesto cómo de la misma manera que los caníbales dejaron una fuerte impronta en la identidad del propio Montaigne, traducida en una fascinación casi irreflexiva por esa alteridad, esta particular figura de Sócrates, concebida ahora como el paradigma de esta nueva virtud natural, será el modelo a imitar. Esta nueva ética de mínimos, la socrática, es expresada, al igual que la de los caníbales, en dos máximas: “Haz lo tuyo” y “Conócete a ti mismo”. Son esas dos reglas básicas las que regirán la ética que se presenta en el último tramo de los Ensayos: c| Platón alega con frecuencia este gran precepto: “Haz lo tuyo y conócete a ti mismo”. Cada uno de estos dos elementos implica en general el conjunto de nuestro deber, e implica también a su compañero.25 b| Las disposiciones menos rígidas o más naturales

22

del alma son las más hermosas; las mejores ocupaciones, las menos esforzadas. ¡Dios mío, qué buen servicio rinde la sabiduría a aquellos cuyos deseos somete a su capacidad! No hay ciencia más útil. “Según se pueda” era el estribillo y la frase favorita de Sócrates, frase de gran sustancia. (Montaigne:1224)26

Se trata de no intentar ir más allá de lo que se puede, de no intentar ser ni un ángel ni Catón.27 Se trata, lisa y llanamente, de intentar ser un hombre, como Sócrates: “c| Sócrates era un hombre; y no quería ser ni parecer otra cosa” (Montaigne:1333). Montaigne desea seguir esas enseñanzas, quiere ser un hombre, un hombre vivo que, del mismo modo que Pirrón,28 pueda disfrutar recta y ordenadamente de todos los placeres del cuerpo y del alma; un hombre que, como tal, no niegue ninguna de esas dos partes fundamentales que lo constituyen, y cuya separación, como bien lo entendieron los epicúreos, no es sino el fin de nuestro ser: la muerte.29 Sócrates quiso ser un hombre, y para ello decidió seguir el precepto délfico de conocerse a sí mismo, logrando de ese modo entender la condición humana y los límites naturales de dicha forma de ser. Montaigne desea seguir esos pasos, ese mismo camino: conocerse a sí mismo y perfilar sus límites, no desestimando ni su cuerpo ni su alma, entendiendo que ambos componentes forman su yo y que la negación de uno de ellos implica la negación de una parte de sí mismo, de su propia identidad. Alcanzar dicha comprensión y vivir en conformidad con ella es la tarea fundamental a la que se ve abocado hacia el final de su libro y de su vida: “b| Nada es tan hermoso y legítimo como hacer bien de hombre, y tal como es debido. No hay ciencia tan ardua como saber vivir bien esta vida. Y de nuestras enfermedades, la más salvaje es despreciar nuestro ser” (Montaigne:1659). A Montaigne, como acertadamente ha afirmado Craig Brush: “Cualquier sabiduría que intente ser puramente espiritual y descuide el lado físico del hombre le parece ‘inhumana’” (Brush, 1966:156). Nada es más perverso que intentar ir más allá de los límites que la naturaleza ha fijado a los hombres, introduciendo parámetros externos de comportamiento y produciendo una continua insatisfacción respecto de nuestra propia condición.30 Montaigne se aleja de toda supuesta sabiduría que, como la estoica, intenta hacernos rechazar la corporalidad como indigna de nuestro cuidado, subordinándola por completo al dominio del alma. “b| Yo, que no me muevo sino a ras de tierra, detesto la inhumana sabiduría que nos quiere volver desdeñosos y hostiles hacia el cuidado del cuerpo. Me parece tan injusto acoger de mala gana los placeres naturales como tomárselos demasiado a pecho (…). No debemos seguirlos ni evitarlos; debemos aceptarlos” (Montaigne:1653). Es inhumana esa sabiduría que piensa al hombre despojado de su corporalidad, que pretende hacerlo santo no convirtiéndolo sino en una bestia. Para

23

Montaigne, ese modelo de hombre que rechaza el camino que la naturaleza le ha trazado y se forja un nuevo ser gracias a los desvaríos de su descarriada imaginación, se ve aquejado por un número infinito de nuevas pasiones y nuevos deseos que lo conducen, de modo casi irremediable, a sufrir incontables infortunios.31 Así, con tono bajo y mesurado, casi a modo de confesión, Montaigne nos hace partícipes de sus últimas apreciaciones en torno a esta cuestión: c| Entre nosotros, son cosas que siempre he visto en singular acuerdo: las opiniones supracelestes y el comportamiento subterráneo. (…) b| Pretenden salirse de sí mismos y escapar al hombre. Es una locura: en vez de transformarse en ángeles, se transforman en bestias, en vez de elevarse se despeñan. c| Me espantan los humores trascendentes, tanto como los sitios altos e inaccesibles. (Montaigne:1667)

Según los dichos de Montaigne, los humanos, vanidosos seres, quieren salirse fuera de sí mismos, vivir conforme a otra naturaleza y no a la suya propia. Muchos filósofos, afirma el ensayista, nos piden que sigamos su camino y nos lo pintan falsamente como un sendero escabroso, casi inaccesible. Por el contrario, Sócrates es quien nos ha mostrado qué significa ser un hombre. A través del camino del autoconocimiento ha ejemplificado como nadie cuáles son los límites de la condición humana y cuál es el sendero que el hombre sensato debe seguir si pretende representar bien su papel. “Haz lo tuyo y conócete a ti mismo”, con esas dos máximas entrelazadas ha mostrado al hombre cómo debe actuar, como deber ser él mismo. b| Es una perfección absoluta, y como divina, saber gozar lealmente del propio ser. Perseguimos otras condiciones porque no entendemos el uso de las nuestras, y salimos fuera de nosotros porque no sabemos qué hay adentro. c| Con todo, podemos muy bien montarnos sobre zancos, pues aun sobre zancos hemos de andar con nuestras piernas. Y en el más elevado trono del mundo, estamos sentados sobre nuestro propio culo. b| Las vidas más hermosas son, a mi juicio, aquellas que se acomodan al modelo común c| y humano, con orden, pero b| sin milagro, sin extravagancia. (Montaigne:1668. El subrayado es nuestro)

En este pasaje queda plasmada con claridad la importancia del dictum délfico, pues, es únicamente a partir del autoconocimiento que el hombre logrará entender qué es lo que lleva dentro, y evitará verse envuelto en una búsqueda sin rumbo y sin final.32 Se trata de acomodar nuestra vida al modelo común, humano. Y a ojos del último Montaigne, el modelo de hombre, aquel que se ha conducido sin milagro ni extravagancia a través de una vida ordenada es Sócrates.33 Es a él a quien debemos imitar, es ese camino el que debemos seguir, es en él en quien debemos convertirnos. 24

Así, a modo de conclusión, podríamos decir, con Jean Lacouture que “esta desconcertante imagen de Sócrates” que nos propone Montaigne no refleja tanto al verdadero filósofo ateniense como al propio ensayista. 34 Se trata, quizás, más de un lugar de encuentro entre aquellas enseñanzas socráticas y la necesidad del perigordino por adoptar un nuevo modelo —clásico— a imitar que de una reproducción fiel de aquellas doctrinas antiguas.35 Se trata, pues, de un encuentro cercano que transmuta a nuestro ensayista, y que lo conduce no sólo a intentar ser un discípulo de aquel hombre, sino además, a imitar su propia manera de existir, su propio modo de relación consigo mismo y con la filosofía, entendida al modo antiguo: como un modo de vida inescindiblemente ligado a un determinado discurso. Siguiendo esta interpretación, podríamos afirmar que todo el último capítulo de la obra, en el que podemos encontrar al Montaigne más maduro de todos los Ensayos, es, al menos en una parte sustancial, una renovada Apología de Sócrates; pero no una apología teórica que meramente se plasma como un rescate de las ideas y enseñanzas de aquel filósofo, sino una apología que intenta llevar a la práctica efectiva todas esas enseñanzas, imitarlas, hacerlas propias, revivirlas. En tal sentido, como señala Craig Brush, podemos aseverar que “su héroe de juventud, Catón de Utica, es substituido por un nuevo ideal de perfección humana, Sócrates, cuyos preceptos ‘Conócete a ti mismo’ y ‘De acuerdo a tu capacidad’ devienen centrales en el arte de vida natural” (Brush, 1966:36). En este último momento de reflexión —y de acción— podemos considerar cómo aquel héroe de juventud que tanto influyó en la vida de nuestro ensayista y en la de su íntimo amigo Étienne de la Boétie, es reemplazado por un nuevo ideal de sabiduría, por un nuevo modelo moral a seguir, por un nuevo hombre al cual imitar, en base del cual gestar su propia identidad y regir su propia vida. Luego de este análisis, se nos hace difícil negar que el ensayista se ve profundamente marcado, en sí mismo, por estas enseñanzas, por la imitación de ese otro; de ese otro que no quiso ser más que un hombre y que supo acomodar todas sus acciones a la inconstante y variable condición humana; de ese otro que se presentó —tal cual afirma Celso Azar Filho— como la solución encarnada a todas las búsquedas finales en las que se vio embarcado el propio Montaigne.36

25

Notas 1

Debo el título de este trabajo al artículo de Móni-

habría cumplido un rol fundamental a lo largo de

ca Cabrera “El último Sócrates de Foucault” (en

todos los Ensayos.

Abraham, 2003). A ella, entonces, el debido re-

Ricardo Sáenz Hayes, en otro sentido, catalogó

conocimiento.

de estéril y bizantina toda esta discusión, en tan-

Citamos los Ensayos de acuerdo con la traduc-

to Montaigne habría sido a su juicio la expresión

ción realizada y editada por Jordi Bayod Brau. Con-

más clara de un pensador ecléctico. Así afirmó:

signamos en números romanos cada uno de los

“Sí, la evolución en el pensamiento de Montaig-

libros y en numeración arábiga el capítulo; las le-

ne no se le oculta al lector escrupuloso de los En-

tras que preceden al texto (a, b, c) corresponden

sayos. Mas no huye enteramente de los estados

a cada una de las ediciones originales de la obra,

anteriores; ni quema las naves, ni se aleja de los

a saber: a|1580, b|1588 y c|1595.

lugares que una vez frecuentó. Gusta de perma-

2

Como él mismo lo afirma: “b| la escuela anti-

necer en los aledaños de las fuentes que un día

gua, escuela a la que me atengo mucho más que

no lejano le saciaron la sed. Conserva los mejores

a la moderna: c| sus virtudes me parecen más

trofeos que les ha ido despojando a los maestros

grandes, sus vicios menores” (2007:1265).

de filosofía. De Zenón guarda la entereza ante la

3

4

Cfr. Montaigne en mouvement (Starobinski,

1993).

muerte. De Aristipo, el placer. De Epicuro, la dicha. De Sócrates, el precioso don de conocerse

“Gracias a la evolución que Pierre Villey había

a sí mismo para cimentar acopio de experiencia.

discernido en su pensamiento: del estoicismo al

Por eso creo que la polémica destinada a demos-

escepticismo y al epicureísmo (…) se le reducía

trar que fue más estoico que epicúreo, o más epi-

al orden y a la cordura, se le volvía inofensivo y

cúreo que estoico, es estéril. Lo fue todo a la vez

disponible para los niños de la escuela.” (Montai-

y nunca dejó de ser una y otra cosa de modo ab-

gne, 2007:XI)

soluto. En el último recodo, registrado en el libro

5

Lejos de compartir estas posiciones, Donald Fra-

tercero, Montaigne es la encarnación más acaba-

me, biógrafo de Montaigne y traductor de los En-

da del ecléctico” (Sáenz Hayes, 1939:262). Casi

sayos al inglés, sostuvo en su trabajo Montaigne’s

en el mismo tono, Maturin Dreano sostuvo: “Mon-

discovery of man, que el ensayista había poseído

taigne no ha opuesto el epicureísmo al estoicis-

siempre un temperamento escéptico, un carácter

mo. La enseñanza de las dos escuelas le parece

mental que le habría impedido a lo largo de toda

igualmente recomendable. Completa la una a la

su obra y de toda su vida alejarse demasiado de

otra. No le sería suficiente el poder soportar los

la mesura que enseñaban los escritos pirrónicos.

males, quiere también gozar de la vida” (Maturin

En el mismo sentido, Craig Brush, en la primera

Dreano, 1967:63).

parte de su trabajo titulado Montaigne and Bay-

7

le, dedicó todos sus esfuerzos a rastrear los argu-

“Así pues, [Montaigne] admiraba a Sócrates, no

mentos escépticos tanto en ensayos tempranos

—como había sucedido en épocas anteriores— en

anteriores a la “Apología de Ramón Sibiuda” (II,

tanto fuente de sabiduría celestial, sino como mo-

12), como en capítulos de la última época. Con

delo de vida terrenal” (Bouwsma, 2001:74).

ello pretendió mostrar que más allá de cualquier

8

evolución y de cualquier ruptura, el escepticismo

que podríamos traer a colación para fundamentar

6

26

Como bien ha afirmado William Bouwsma:

Muchos son los pasajes de la obra del ensayista

nuestra afirmación; sin embargo, creemos que una

de Sócrates. En efecto, más allá de que el ensayis-

de las más sagaces críticas que Montaigne erige

ta haya consultado a diversos autores antiguos que

a la sofisticación de su época se encuentra con-

refieren directamente al maestro de Platón, quien

densada en el capítulo 24 del libro I, titulado “La

presenta a Sócrates como un filósofo más cerca-

Pedantería”. Allí, nuestro autor no ahorra esfuer-

no al hombre vulgar es Jenofonte. Particularmen-

zos para poner en ridículo a estos pedantes que

te en los primeros siete capítulos del libro III de su

materializan una virtud vaciada de contenido, de

Recuerdos de Sócrates, Jenofonte nos representa

estos filósofos de la palabra que utilizan las eleva-

a Sócrates hablando con pintores, artesanos y za-

das máximas de virtud antigua para enmascararse

pateros acerca de sus oficios corrientes.

y ocultar tras de ella su incompetencia e inoperan-

12

cia. Son ellos, los eruditos, los que en definitiva

ñala: “a| Los deseos son o naturales y necesarios,

muestran que es posible poseer muchísimo cono-

como el beber y el comer, o naturales e innecesa-

cimiento sin alcanzar jamás la sabiduría.

rios, como las relaciones con las hembras, o ni na-

Retomando la distinción epicúrea, Montaigne se-

“b| ¿Acaso la naturalidad no es, a nuestro enten-

turales ni necesarios. Casi todos los humanos son

der, hermana de la simpleza y característica digna

de esta última clase. Son todos superfluos y artifi-

de reproche?” (Montaigne, 2007:1546)

ciales (…). Los deseos impropios, que la ignoran-

9

Para reforzar esta tesis, Montaigne retoma la his-

cia del bien, y una falsa opinión, han deslizado en

toria relatada por Platón en la Apología de Sócrates

nosotros, son tan abundantes que expulsan a casi

acerca del alegato que su maestro profirió ante los

todos los naturales” (Montaigne:686). Cfr. “Carta a

jueces, y destaca, por sobre todas las circunstan-

Meneceo” en Obras (Epicuro, 1994:127–128).

cias particulares, el hecho de que Sócrates, aun sa-

13

biendo que de ese modo se exponía a ser conde-

la mesura, contenerse en el límite, seguir la na-

nado a muerte, haya tenido la valentía y la dignidad

turaleza”. Esta máxima estaba tallada en una de

de realizar su propio descargo rechazando de pla-

las vigas de la biblioteca de la torre del castillo de

no resguardarse tras la artificialidad de la alocución

Montaigne.

que el gran orador Lisias le había preparado para la

14

ocasión. A ojos de Montaigne, ésta es una de las

Ramón Sibiuda” (II, 12), en donde vemos cómo

pruebas más excelsas de la grandeza de Sócrates y

Montaigne retoma esta imagen del Sócrates sabio

de su incorruptible naturalidad: “b| Obró muy sen-

ignorante: “a| El hombre más sabio que jamás ha

satamente, y en consonancia consigo mismo, no

existido, cuando le preguntaron qué sabía, respon-

corrompiendo un tenor de vida incorruptible y una

dió que sabía que nada sabía” (Montaigne:735).

imagen tan santa de la forma humana por prolongar

En el capítulo titulado “Vanas sutilezas” (I, 54),

un año su decrepitud y traicionar la memoria inmor-

Montaigne presenta esta particular tesis acer-

tal de este fin glorioso. Debía su vida no a sí mis-

ca de la existencia de una ignorancia doctoral, la

mo sino al ejemplo del mundo” (Montaigne:1571–

cual no es sino la toma de conciencia por parte

1574. El subrayado es nuestro).

del hombre de lo limitado que es su conocimien-

10

La cita latina pertenece a Lucano: “Observar

Cabe destacar aquí un pasaje de la “Apología de

A partir de esta afirmación podríamos tener un

to: “a| Puede decirse plausiblemente que c| hay

indicio de cuál fue la mayor influencia que Montaig-

una ignorancia rudimentaria, que precede a la

ne recibió al momento de generar su propia imagen

ciencia, y otra doctoral, que sigue a la ciencia: ig-

11

27

norancia que la ciencia produce y engendra, de

lo infortunios: “c| ¿Qué decir si b| la ciencia, in-

igual manera que deshace y destruye la primera”

tentando armarnos con nuevas defensas contra

(Montaigne:451). Al respecto, cfr. Pedro Chamizo

las adversidades naturales, nos ha impreso en

Domínguez, “La presencia de Montaigne en la fi-

la fantasía más su magnitud y gravedad que sus

losofía del siglo XVII” (1988:59–76).

razones y sutilezas para protegernos de ellas?”

15

“b| Le hizo el gran favor a la naturaleza humana

(Montaigne:1550).

de mostrar hasta qué punto llegan sus fuerzas.”

19

(Montaigne:1548)

ocasiones, no sólo se manifiesta a favor del modo

Podemos aquí recordar que Montaigne, en varias

A continuación de este mismo pasaje, Mon-

de vida de las personas supuestamente ignoran-

taigne señala otro alejamiento respecto del estoi-

tes en detrimento de aquellos que parecen deten-

cismo, al realizar una crítica a los argumentos de

tar algún tipo de conocimiento filosófico, sino que

Cicerón en torno a la preparación del sabio para

además expresa su deseo de imitar ese tipo de vida

la muerte: “c| ¿Acaso habría muerto con menos

simple. Al respecto, cabe transcribir un pasaje em-

alegría antes de ver las Tusculanas? Creo que no.

blemático: “b| En estos tiempos he visto a cien ar-

Y, cuando llega el momento crítico, siento que mi

tesanos, a cien labradores, más sabios y más feli-

lengua se ha enriquecido, mi ánimo poco. Éste es

ces que los rectores de la universidad, y a los que

tal y como la naturaleza me lo forjó, y no se escu-

yo preferiría parecerme” (Montaigne:711).

da frente al conflicto sino con una disposición po-

20

pular y común” (Montaigne:1550).

tas argumentaciones y razones, invocadas desde

16

“b| La han sofisticado [a la naturaleza] con tan-

En el marco de este mismo capítulo, Montaigne

fuera, que se ha vuelto variable y particular para

se enfrenta a una de las prácticas estoicas más

cada uno, y ha perdido su propio rostro, constan-

reconocidas y que él mismo parece haber llevado

te y universal. Y debemos buscar su testimonio, no

adelante en su juventud: la praemedidatio malo-

sometido a favor, ni a corrupción ni a diversidad de

rum, la cual consistía, básicamente, en anticipar

opiniones, en los animales.” (Montaigne:1566)

de modo imaginario todos los infortunios que pu-

21

diesen ocurrirnos a fin de fortalecer el ánimo y es-

en este caso, [si nos hubiera abandonado] tendría-

tar preparados por anticipado para poder sobre-

mos toda la razón si la llamáramos madrastra in-

llevarlos con la mayor entereza. El propio ensayis-

justísima. Pero no hay nada de eso; nuestra socie-

ta afirma ahora: “b| ¿Para qué nos sirve el afán

dad no es tan deforme ni tan desordenada. La na-

de anticipar todas las adversidades de la natura-

turaleza ha abrazado a todas sus criaturas; no hay

leza humana, y de prepararnos con tanto ahínco

ninguna a la cual no hay provisto con suma abun-

para el enfrentamiento incluso con aquellas que

dancia de todos los medios necesarios para la con-

acaso no van a afectarnos en absoluto? (...) ¿de

servación de su ser” (Montaigne:660–661).

qué sirve acudir ya a recibir azotes porque puede

22

suceder que la fortuna nos haga sufrir algún día?

“En ocasiones parece que la razón universal pro-

(...) Al contrario, lo más fácil y más natural sería

pugnada por Montaigne está cerca de la noción

librar de ellas [las desgracias] aun el pensamien-

de instinto, pues no parece requerir que la acción

to” (Montaigne:1567).

sea consciente y meditada para que sea racional”

17

18

En un pasaje anterior, Montaigne prefigura esta

Así lo afirma el propio ensayista: “a| En verdad,

Como bien lo ha señalado Jesús Navarro Reyes:

(Navarro Reyes, 2005:107).

misma crítica, al señalar el efecto contraproducen-

23

te de la ciencia respecto a nuestra defensa ante

ge fait en la terre du Brésil, fue junto a Francis-

28

Jean de Léry, autor de la Histoire d’un voya-

co López de Gómara, autor de la Historia gene-

te como un teórico” (Brush, 1966:89. La traduc-

ral de las Indias, una de las fuentes fundamenta-

ción es nuestra).

les de las que se nutrió Montaigne para construir

29

su imagen de la vida y de los hombres que habi-

les piezas esenciales, cuya separación consti-

tan el Nuevo Mundo.

tuye la muerte y la destrucción de nuestro ser.”

24

Unos renglones más abajo, Montaigne, como

“a| (…) estamos forjados de dos principa-

(Montaigne:768. Cfr. Epicuro:124–125)

el anciano caníbal, repite nuevamente esta fra-

30

se: “a| (…) pero toda su ética no consta sino de

ta los deberes que ella misma se había prescri-

“b| La sabiduría humana nunca alcanzó has-

estos dos artículos: determinación en la guerra y

to; y, de haberlos alcanzado, se habría prescrito

afecto a sus mujeres”.

otros más elevados, que continuaría pretendien-

25

Platón, Timeo, 72a; y Cármides, 161b y 164d.

do y buscando. A tal punto nuestra condición es

26

Cfr. Jenofonte, Recuerdos de Sócrates, I, 3, 3;

contraria a la consistencia. c| El hombre se orde-

IV, 3, 16. 27

En el capítulo 2 del libro III, titulado “El arrepen-

na a sí mismo encontrarse necesariamente en falta.” (Montaigne:1477)

tirse”, Montaigne señala claramente esta nueva

31

posición y asegura que el hombre no debe sufrir

ga por opinión y fantasía carece de cuerpo y de

“a| La superioridad que [el hombre] se arro-

o martirizarse a sí mismo por no poder ir más allá

sabor; y si es cierto que únicamente él, entre to-

de los límites que la propia naturaleza le ha fija-

dos los animales, posee tal libertad de imagina-

do. Así dice, al hablar de sí: “b| En cuanto a mí,

ción y tal desorden de pensamientos, que le re-

puedo desear en general ser otro; puedo conde-

presentan lo que es, lo que no es, y lo que quie-

nar mi forma general y disgustarme de ella, y su-

re, lo falso y lo verdadero, es una superioridad que

plicar a Dios por mi completa reforma y por la dis-

se le vende a muy alto precio, y de la que tiene

culpa de mi flaqueza natural. Pero a esto no debo

que enorgullecerse bien poco, pues de ahí nace

llamarlo arrepentimiento, me parece, como tam-

la fuente principal de los males que le oprimen.”

poco a mi desagrado por no ser ni ángel ni Catón.

(Montaigne:667)

Mis acciones se ajustan y acomodan a lo que soy,

32

y a mi condición. No puedo hacerlo mejor. Y el ar-

nozca a sí mismo debe tener una gran importancia,

repentimiento no afecta propiamente a las cosas

puesto que el dios de la ciencia y de la luz la hizo

que no están en nuestro poder” (Montaigne:1214–

grabar al frente de su templo, como si abarcara

1215. El subrayado es nuestro).

todo aquello que habría de aconsejarnos. c| Platón

“b| La advertencia de que todo el mundo se co-

“a| [Pirrón] no pretendió convertirse en una

dice también que la prudencia no es otra cosa que

piedra o en un tronco; quiso llegar a ser un hom-

la ejecución de dicho mandato y Sócrates lo de-

bre vivo, reflexivo y razonable, un hombre que

muestra detalladamente.” (Montaigne:1605)

goza de todos los placeres y bienes naturales,

33

que emplea y utiliza todos sus elementos corpo-

que sus rasgos más alejados de lo común real-

rales y espirituales c| de manera ordenada y rec-

mente le son difíciles de entender. Así, afirma por

ta” (Montaigne:742). Brush dice al respecto: “Su

ejemplo: “c| (…) y nada me resulta difícil de di-

imagen de Pirrón como hombre se corresponde

gerir en la vida de Sócrates, sino sus éxtasis y sus

bien estrechamente al ideal del último ensayo, ‘De

demonerías” (Montaigne:1667). Al mismo tiem-

la experiencia’, y muestra su deseo de entender

po, en el capítulo I, 11: “Los Pronósticos”, el en-

al escéptico como un moralista, no simplemen-

sayista nos brinda una interpretación naturalista

28

Montaigne considera tan humano a Sócrates,

29

de este daimon, al entenderlo como un impulso

34

irreflexivo de la voluntad: “b| El demonio de Só-

yos, que inspira y domina; sobre todo en el libro

“Sócrates aparece muy a menudo en los Ensa-

crates era tal vez cierto impulso de la voluntad que

III, pero nunca, quizás, de modo tan impresionan-

se le presentaba sin el consejo de su razón. En

te como en el capítulo 13, donde el autor lo pre-

un alma muy depurada como la suya, y prepara-

senta como la encarnación de esta nueva virtud

da por el continuo ejercicio de la sabiduría y de la

en la que ve la razón de ser del hombre del futu-

virtud, es verosímil que tales inclinaciones, aun-

ro. Esta desconcertante imagen que nos propone

que temerarias e indigestas, fueran importantes y

de un ‘Sócrates guerrero’ revela menos quizás al

dignas de seguirse. Todos experimentamos en no-

maestro de Alcibíades que al propio Montaigne.”

sotros cierta imagen de tales movimientos c| con

(Jean Lacouture, 1999:170–171)

una opinión repentina, intensa y fortuita. Me ata-

35

ñe a mí atribuirles alguna autoridad, a mí que atri-

e Sócrates: ceticismo, conhecimento e virtude”

buyo tan poco a nuestra prudencia. b| Y he teni-

(2002:829–845).

do algunos c| tan débiles en cuanto a razón como

36

violentos en cuanto a persuasión —o en cuanto a

lución encarnada’ para cuestiones centrales de

disuasión, que eran los más habituales en Sócra-

la filosofía ensayística —de ahí su interés—. Só-

tes—, b| a los cuales me dejé arrastrar tan útil

crates personifica una respuesta para los proble-

y felizmente que cabría juzgar que tenían algo de

mas de la sabiduría y de la virtud en los Ensayos.”

inspiración divina” (Montaigne:61–62).

(Azar Filho, 2002:830)

Al respecto, cfr. Celso Azar Filho, “Montaigne

“Sócrates (…) representa una especie de ‘so-

Bibliografía Abraham, T.: El último Foucault, Buenos Aires: Sudamericana, 2003. Azar Filho, C: “Montaigne e Sócrates: ceticismo, conhecimento e virtude”, Revista Portuguesa de Filosofía, Braga, vol. 58, núm. 4, 2002. Bouwsma, W.: El otoño del Renacimiento, Barcelona: Crítica, 2001. Brush, C.: Montaigne and Bayle, Variations on the theme of skepticism, La Haya: Martinus Nijhoff, 1966. Chamizo Domínguez, P.: “La presencia de Montaigne en la filosofía del siglo XVII”, Actas del Simposio “Filosofía y Ciencia en el Renacimiento”, Compostela: Universidad de Santiago de Compostela, 1988. Dreano, M.: Montaigne, Buenos Aires: Columba, 1967. Epicuro: “Carta a Meneceo”, Obras, Barcelona: Altaya, 1994. Frame, D.: Montaigne’s discovery of man, New York: Columbia University Press, 1955.

30

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2. La fuerza del placer. Pierre Bayle y el epicureísmo1 Fernando Bahr

Las observaciones y comentarios sobre el epicureísmo ocupan un lugar destacado en los escritos de Pierre Bayle. Podría decirse incluso que, junto con el escepticismo y el estratonismo,2 la filosofía epicúrea era para Bayle una de las posibilidades teóricas legadas por los antiguos cuya vitalidad se había acrecentado en el siglo XVII, a partir del contacto con la nouvelle philosophie: las obras de Pierre Gassendi, por ejemplo, lo probaban claramente.3 Ahora bien, para nosotros, lectores del siglo XXI, esa reactualización del epicureísmo en la temprana Filosofía Moderna conllevó un notable cambio de acento respecto de sus orígenes griegos. De ser una escuela enfocada principalmente en cuestiones morales (la búsqueda de la tranquilidad de ánimo), el epicureísmo moderno se hizo una hipótesis física (la teoría de los átomos) o una hipótesis gnosceológica que enfatizaba el papel de los sentidos y la imaginación en la construcción del saber. Algo similar le sucedió al escepticismo, que olvidó el milagroso vínculo de la epoché con la ataraxia para permanecer en una pura suspensión de juicio más asociada con la crítica de las creencias filosóficas y populares que con la paz espiritual. Este cambio parece constatarse con cierta facilidad en Bayle. En tal sentido, Gianni Paganini ha observado con razón que no sólo la teoría moral sino también la canónica epicúrea resultan “vistosas ausencias” en la obra más im-

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portante de Bayle, el Dictionnaire historique et critique (1697–1702), donde sobresale, en cambio, “aquel empleo instrumental, y a menudo polémico, del epicureísmo, que será tan común a lo largo de todo el siglo XVIII” (Paganini, 1978:73). Dicho de otra manera, el epicureísmo (lo mismo podría afirmarse, con ciertos matices, del escepticismo y del estratonismo) era para Bayle un arma útil en el combate dialéctico; no una doctrina a defender, sino un conjunto de argumentos y consecuencias cuya fortaleza o debilidad podía enfatizarse de acuerdo a las posiciones que ocupara el adversario. En esa situación estratégica, los puntos más fértiles estaban vinculados al atomismo, por sus principios materialistas, y al ateísmo virtuoso, por la posibilidad de romper los vínculos tradicionales entre religión y moral. Este segundo tema está en directa relación con la cuestión que aquí nos proponemos abordar, pero, en todo caso, sigue siendo cierto que Bayle toma a Epicuro y los epicúreos como ejemplos de lo que le interesa mostrar sin ocuparse explícitamente de organizar la teoría sobre la cual tales ejemplos están apoyados. Ahora bien, la falta de exposición sistemática de la teoría moral epicúrea en los escritos de Bayle no equivale, ni mucho menos, a una completa ausencia. Nuestro propósito en el presente trabajo es, precisamente, mostrar que al reunir las observaciones respecto de esa teoría que Bayle hizo de manera dispersa a lo largo de sus escritos, cobran fuerza algunas ideas que se pierden en tal dispersión. Más aún, pensamos, y nos gustaría defenderlo aquí, que si el ejemplo de la virtud epicúrea resulta atractivo para Bayle, eso se debe a que encuentra en ella una buena respuesta a la pregunta acerca de los verdaderos motivos del actuar humano y acaso la mejor solución filosófica para una disociación que lo intrigó toda su vida: la que se da entre lo que los hombres creen o conocen y la manera en que actúan, o dicho de otra manera, entre el orden de las razones y el orden de los deseos. La exposición que sigue está organizada en cuatro etapas. Primero nos ocuparemos de entender mejor el juego de fuerzas que, según Bayle, gobierna la conducta humana. A continuación, veremos qué méritos le atribuye a la perspectiva hedonista en general y epicúrea en particular respecto de la comprensión del bien supremo. En tercer lugar, trataremos de mostrar dónde considera Bayle que se encuentra el principal acierto de la ética epicúrea. En cuarto lugar, finalmente, retomaremos algunos aspectos de la crítica que hizo a la moral estoica, crítica desde la cual nos parece que su defensa del epicureísmo se vuelve más inteligible.

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1. La teoría de la acción

Para evaluar la importancia de la moral epicúrea en Bayle es preciso, decíamos, caracterizar antes brevemente su teoría de la acción. Al respecto, creemos que Bayle continúa la línea indicada por Descartes en Las pasiones del alma y profundizada por el Leviatán de Hobbes y la Ética de Spinoza, es decir, observa la acción, desde una perspectiva física, como el resultado de un muy complejo proceso causal en el que intervienen el temperamento, los deseos, los sentimientos, las pasiones, los hábitos, la educación, las ideas de lo que se debe hacer y las circunstancias particulares que rodean al agente. De todos estos ingredientes, el más importante parece ser el temperamento, del que dice que “es casi siempre el primer y principal móvil” de la conducta.4 En cuanto a las ideas de lo que se debe hacer, o luces de la conciencia, su influjo es secundario e indirecto: deben estar íntimamente vinculadas a los deseos o hacerse ellas mismas objetos de deseo para poder motivar la acción, y eso nunca sucede si el temperamento no las acompaña. El lenguaje que utiliza para describir este proceso es más satírico que científico y se apoya de manera continua tanto en el dogma del pecado original como en las conclusiones del Sínodo de Dordrecht en cuanto al carácter imprescindible de la gracia para pasar de la fe histórica a la fe justificante.5 Tales rasgos, y el carácter ligeramente caótico de sus comentarios, lo diferencian de aquellos ilustres antecesores acercándolo por momentos a la indignación del sermón religioso y por momentos a la ironía del “libertinismo erudito”.6 De todos modos, el principio mantiene su vigencia y se sustenta a su juicio en la prueba irrefutable de los hechos: existen motivos más poderosos que los racionales en la dinámica de la conducta humana. Como es bien conocido, Bayle se vale de tal principio para denunciar el error de quienes deducen las virtudes y los vicios de un hombre de las ideas religiosas o filosóficas que sostiene. Si nos atenemos a la idea general de cómo debería ser el comportamiento de alguien que cree en Dios, en el Cielo y en el Infierno, dice en Pensées diverses sur la comète (1683), pensaremos que hará todo lo que cree que agrada a Dios y nada de lo que sabe que le desagrada; pero en la vida real sucede con frecuencia exactamente lo contrario. Esto se explica, continúa, porque el ser humano no se determina a cierta acción antes que a otra por los conocimientos generales que tiene acerca de lo que debe hacer, sino por el juicio particular que hace sobre cada cosa cuando está a punto de actuar. Ahora bien, este juicio particular bien puede ser conforme a las ideas generales que se tiene de lo que se debe hacer, pero muy frecuentemente no lo está. Se acomoda casi siempre a la pasión dominante del corazón, a la inclinación del temperamento, a la fuerza de los hábitos contraidos y al gusto o a la sensibilidad que se tenga por ciertos objetos.7 33

Ilustra su tesis mediante el ejemplo de un amor ilegítimo. Lo cito nuevamente para resaltar el papel determinante que le otorga a la búsqueda del placer: La conciencia conoce en general la belleza de la virtud y nos fuerza a estar de acuerdo en que no hay nada más loable que las buenas costumbres. Pero una vez que el corazón está poseído por un amor ilegítimo, cuando se ve que satisfaciendo ese amor se alcanzará el placer y que si no se lo satisface se caerá en tristezas e inquietudes insoportables, no hay luz de la conciencia que valga; no se consulta más que a la pasión y se juzga que hay que actuar hic et nunc contra la idea general que se tenga del deber.8

En Pensées diverses, estos argumentos estaban dirigidos en última instancia a demostrar que el creer o no en la existencia de un Dios era moralmente irrelevante ya que, con la excepción del pequeño rebaño de los “elegidos” misteriosamente conducidos por Dios, lo que hacía a un ser humano piadoso, sobrio o bondadoso era la disposición natural del temperamento, incontrolable e incorregible desde el dominio puro de la razón.9 La independencia o autonomía de la “moral terrenal” quedaba de esta manera a salvo, aunque en un sentido muy diferente al de la autonomía kantiana, pues en ella la acción, lejos de la posibilidad de darse a sí misma la ley, está determinada por causas necesarias (aunque en su mayor parte desconocidas) al igual que cualquier otro suceso natural. Tal determinismo parece mantenerse en las obras posteriores. Una de las mejores pruebas de ello está seguramente en el artículo “Hélène” del Dictionnaire historique et critique donde, contra Descartes, Bayle considera el “sentimiento interior” de libertad como resultado de un análisis superficial de la conducta, propio de quienes no han estudiado cuidadosamente los motivos y las circunstancias del obrar.10 Por el contrario, agrega, los que han pensado mejor sobre los movimientos de sus almas, “por lo común dudan de su libre albedrío y llegan incluso a persuadirse de que su razón y su espíritu son esclavos que no pueden resistir a la fuerza que los arrastra adonde no querrían ir”.11 La ocasión que da origen a estos comentarios está relacionada, nuevamente, con el poder de las pasiones, poder frente al cual los consejos de la razón, los votos, las plegarias e incluso los intereses del amor propio resultan impotentes y estarían en el origen de la creencia pagana en ciertas divinidades como causas ocultas y muy superiores a las fuerzas de la conciencia.12 Mediante un giro retórico usual, Bayle sugiere que sus reflexiones se circunscriben al ámbito de la Grecia antigua, puesto que, dice, “si los paganos hubieran tenido de Dios la idea justa que nosotros tenemos y que nos lo representa como un ser perfectamente santo, habrían estado protegidos de este juicio temerario”.13 Ahora bien, esa supuesta diferencia a favor de los cristianos sólo hace más profundo el problema. En efecto, siendo creador de todas las cosas

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desde la nada, el Dios de la revelación debe ser considerado causa necesaria del pecado. En el ámbito de la teología cristiana, por lo tanto, y por razones muchos más fuertes que las que llevaron a los paganos a creer en Venus o en Cupido, el supuesto de la libertad es inconciliable con la omnipotencia de la divinidad; Bayle se ocupará largamente de demostrarlo en artículos como “Pauliciens”14 o en discusiones posteriores con el obispo King y el ministro Jaquelot en Réponse aux questions d’un provincial.15 Es cierto que en estas obras la disociación entre el creer y el obrar pasa a un segundo plano, siendo reemplazada por la disociación entre la fe religiosa y la razón, o, más en general, entre el creer y las razones que apoyan o debilitan esa creencia. Sin embargo, entendemos que los principios de explicación causal de la conducta se mantienen al oponer sentimientos, gustos, hábitos contraídos y creencias consolidadas por la educación a los argumentos —e incluso a las conclusiones evidentes— de la razón tratando de mostrar que estos últimos no necesariamente inclinan la balanza de su lado al momento de elegir.16 Sucede así, según Bayle, en el terreno de las convicciones filosóficas o científicas,17 pero también, y con mayor motivo en tanto incluye resortes que por su misma definición se consideran ajenos a la razón, en el terreno de las creencias religiosas.18 Los pasajes que aquí podrían alegarse son muy numerosos puesto que este problema constituye el principal foco de las discusiones de Bayle con sus contemporáneos y sigue siendo en la actualidad un punto importante de debate. No entraremos en él porque no es aquí nuestro tema; pretendemos sólo señalar las semejanzas que encontramos entre el argumento central de Pensées diverses y la psicología de la creencia religiosa que Bayle desarrolla y defiende en sus obras posteriores. En ambos casos, a nuestro juicio, lo que está en juego en último término es la concepción del hombre como ser racional, concepción que Bayle aceptaría en el sentido amplio, aristotélico, como “ser dotado de lenguaje”, pero pondría en duda, o simplemente rechazaría, si se quiere significar por ella un ser en el que el cálculo de la razón dirige la conducta predominando sobre otros factores inconscientes o subracionales. El obrar del hombre, pues, está dominado por pasiones, sentimientos y deseos que suelen ser más poderosos que cualquier argumento. Bayle lo sostiene, pero se muestra mucho más pesimista que Descartes, Spinoza o Hobbes ante la posibilidad de sistematizar las leyes que gobiernan esa dinámica. Se limita a soñar con un saber de ese tipo, con un libro, dice, que conociendo al detalle las leyes de unión del alma con el cuerpo, “se podría titular De centro oscillationis moralis, donde se razonaría sobre la base de principios casi tan necesarios como los de Mr. Huygens y otros filósofos que han tratado De centro oscillationis o acerca de las vibraciones de los péndulos”.19 En las próximas dos secciones, trataremos de ver cuáles han sido los aportes que Bayle atribuye a Epicuro en la construcción —infinita, en última instancia— de una ciencia del comportamiento humano. 35

2. La felicidad y sus causas

Las primeras referencias de Bayle a la ética epicúrea se remontan al Systema totius Philosophiae redactado alrededor de 1677. Allí, en el capítulo correspondiente a la filosofía moral, se distingue entre principios prácticos que aceptan excepciones, y por lo tanto no son verdaderos principios, y axiomas “que están por encima de toda excepción” (Bayle, 1982:IV, 259b). Entre estos últimos, establece primero cinco axiomas : “hay que adorar a Dios”, “hay que preferir un bien mayor a uno menor”, “de dos males hay que elegir el menor”, “de dos males, cuando es imposible evitar los dos, hay que evitar el mayor” y “todo agente inteligente desea lo que juzga bueno”, e, inmediatamente después, “estas cuatro máximas de Epicuro”: La primera, hay que abrazar la voluptuosidad que no está acompañada de pena alguna. La segunda, hay que evitar la pena que no está acompañada de voluptuosidad alguna. La tercera, se debe huir de toda voluptuosidad que sea un obstáculo para un placer mayor o que produzca una pena mayor. La cuarta, la pena que aparte una pena mayor o que produzca un placer mayor debe ser abrazada.20

La presencia y el lugar que ocupan estas cuatro máximas en un curso destinado a los alumnos de la Academia de Sedan son muy significativos. Bayle, además de atribuírselos en forma explícita a Epicuro, los considera principios estrictamente universales, que no admiten excepción, a diferencia de otras reglas (tales como “no hagáis a otro lo que no queráis que os fuese hecho” o “hay que honrar a los padres”) que pueden dejar de observarse cuando la razón así lo aconseja. Los ubica además en el mismo nivel que el deber de adorar a Dios, y, si leemos en conjunto los ocho principios (exceptuando el estrictamente religioso), no podemos dejar de pensar que las cuatro máximas de Epicuro definen a nivel de la experiencia lo que debe entenderse por “bien” y “mal”, es decir, que para todo ser vivo dotado de razón “bien” y “voluptuosidad”, o “mal” y “pena”, se identifican. Esta sospecha se refuerza seis páginas más adelante, a partir de una precisión conceptual importante. Los filósofos paganos, escribe, mantuvieron muchas opiniones diferentes en cuanto al soberano bien porque, excepto Aristipo y Epicuro, “todos han entendido por bien soberano no la felicidad sino la causa de la felicidad”,21 esto es porque no supieron distinguir la “felicidad objetiva”, “la cosa que hace dichoso su poseedor”, de la “felicidad formal”, “la posesión perfecta de esta cosa”. Bayle no lo dice, pero el contexto pone en claro que, formalmente, “felicidad” y “voluptuosidad” apuntan al mismo estado; deja suponer, además, que todos los filósofos antiguos habrían estado de acuerdo en ello si en lugar de defender una determinada causa objetiva hubieran

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prestado atención —tal como hicieron Aristipo y Epicuro— al para qué final por el cual la defendían. La distinción entre causa formal y causa objetiva o eficiente será recordada posteriormente en dos oportunidades. La primera, diez años después del curso de Sedan, se da a propósito de la discusión que mantiene con Arnauld acerca de la tesis expuesta por Malebranche en el Traité de la Nature et de la Grâce (1684) según la cual “todo placer hace feliz a aquel que lo goza por el tiempo que lo goza”. Bayle defiende a Malebranche y rechaza la crítica de Arnauld justamente por negar la experiencia, esto es, por suponer que la bondad autoevidente del placer podría ser suprimida y transformada en sufrimiento sólo con argumentar a favor de ello. Nada se conseguirá con decirles a los voluptuosos, escribe, “que los placeres en los que se hunden son un mal, un suplicio, una desdicha insoportable, no solamente en virtud de las consecuencias sino durante el tiempo en que los disfrutan”;22 ellos sólo verán en ese discurso una paradoja ridícula que quiere negar de palabra lo que la experiencia comprueba por sí misma. El método de Malebranche, o de Epicuro, es mucho más seguro, en cambio, porque se sitúa en el mismo terreno del placer: reconoce la verdad de la experiencia y sólo indica lo que la misma experiencia enseña, a saber, que ciertos placeres en algún momento serán causa de pesares y por eso es razonable buscar placeres alternativos. A continuación se encuentra la distinción a la que aludíamos: “Pero, se dirá, es la virtud, es la gracia, es el amor de Dios, o, más bien, es el mismo Dios lo que constituye nuestra beatitud. De acuerdo, en calidad de instrumento o de causa eficiente, como dicen los filósofos; pero, en calidad de causa formal, nuestra única felicidad es el placer, es el contento”.23 La palabra “instrumento” resulta aquí muy útil porque muestra la completa exterioridad del objeto respecto de la sensación placentera y sugiere eficazmente que son las leyes del placer —los cuatro axiomas de Epicuro— las que definen la jerarquía de las cosas que lo producen, y no a la inversa. Esto quedará aún más claro en el “Apéndice” que se agrega al número de las Nouvelles de la République des Lettres correspondiente a diciembre de 1685, donde Bayle lleva a su punto extremo la defensa del placer en cuanto, dice, “gracia natural” y “favor positivo de Dios”. Para la cuestión que aquí nos ocupa, dos tesis resultan particularmente importantes. La primera, que placer y dicha (bonheur) son “dos objetos inseparables e incluso convertibles” (Bayle, 1982:I, 453b), es decir, que cada especie de placer —incluso los placeres de los sentidos— es una especie de dicha. La segunda, que todos los placeres son espirituales, o, en términos más precisos, “que la división de placeres en espirituales y corporales no está fundada más que en la costumbre que tienen los hombres de tomar los atributos que dan a las cosas, no de su verdadera naturaleza, sino de los accidentes que las acompañan”.24 Para sostener esta última tesis, Bayle se vale

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de una interpretación estricta del sistema de las causas ocasionales: en su libertad, Dios podría haber establecido que las más piadosas meditaciones causaran los más fuertes placeres sensuales y que causas tan físicas como borracheras o comilonas tuvieran como efecto un profundo apego por las cosas celestiales. El argumento es paradójico, ciertamente, y bien podría haber pasado después a formar parte de las consecuencias temibles del ocasionalismo, pero por el momento sirve para fortalecer el punto fundamental, a saber, que es preciso no confundir la sensación de dicha con los medios que permiten alcanzarla. La segunda oportunidad en que Bayle vuelve a esta distinción es en el artículo “Epicure” del Dictionnaire historique et critique. Allí, retomando casi textualmente lo dicho treinta años antes, afirma que los antiguos filósofos opinaron de maneras tan diversas acerca de la dicha (bonheur) porque se atuvieron a una noción externa del concepto, denominando “bonheur” a aquello que era capaz de producir en nosotros el estado de felicidad, la causa eficiente, sin considerar el estado de nuestra alma cuando es feliz (heureuse), la causa formal. Todos, nuevamente, excepto Epicuro (Aristipo ya no es tenido en cuenta) quien ha considerado la beatitud en sí misma y no por la relación que ésta tiene con los objetos que pueden producirla y que son completamente externos a ella. Esta manera de considerar la dicha es sin duda la más exacta y la más digna de un filósofo. Epicuro hizo bien en elegirla, por lo tanto, y la utilizó tan bien que ella lo condujo precisamente adonde tenía que ir: el único dogma que se podía establecer según esta ruta era decir que la beatitud del hombre consiste en estar cómodo y sintiendo placer, o, en general, con el espíritu conforme.25

El artículo que citamos, sin embargo, agrega algo a esta renovada defensa de la perspectiva epicúrea sobre la dicha. En él, Bayle también expone en términos elogiosos el método de Epicuro, es decir, las causas eficientes que el filósofo recomendaba para alcanzar la satisfacción espiritual: “se os prescribirá por lo tanto la sobriedad, la templanza y el combate contra las pasiones tumultuosas y desordenadas que privan al alma de su estado de beatitud, es decir, de la conformidad suave y tranquila con su condición”.26 Estos consejos parecen castamente morales en el sentido de un ideal de conducta deducido de una norma o deber ser. Bien interpretados, sin embargo, son el resultado último de los cuatro axiomas expuestos en 1677, es decir, el camino por el cual el alma satisface mejor su deseo de “voluptuosidad”, palabra de la que se valieron, dice Bayle, los enemigos de la secta para volver odioso el epicureísmo, pero que no significa sino el deseo de estar “exento de pena y de dolor” (Bayle, 1982:I, 349b).27

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3. Trahit sua quemque voluptas

Ni la correcta interpretación que ofrece Bayle del epicureísmo (por ejemplo, en cuanto a la definición del concepto de voluptas), ni la defensa que hace de la escuela frente a quienes la atacaron fundándose en malentendidos (Cicerón, Plutarco, Clemente de Alejandría, Lactancio) son productos originales de su pensamiento. Pierre Gassendi ya había tratado in extenso tales temas en el De vita et moribus Epicuri, cuya primera edición es del año 1647, y, de hecho, si comparamos el pasaje que acabamos de citar con el capítulo I del libro III de esa obra encontraremos notables semejanzas.28 Lo que sí es original de Bayle es que, a diferencia de Gassendi, enfatiza la pureza moral del epicureísmo para hacer de ella, por contraste, un instrumento de denuncia de la superstición, la hipocresía y la violencia que observa en la historia y en la cultura cristiana de su tiempo. En tal sentido, quien recorra las páginas de Pensées diverses sur la comète y, sobre todo, del Dictionnaire historique et critique recibe la impresión de que la escuela epicúrea es un ejemplo, poco menos que único, de éxito moral: pueden encontrarse casos excepcionales de paganos o cristianos virtuosos, pero respecto de Epicuro y sus discípulos la virtud no parece la excepción sino la regla. Bayle se ocupa muy bien de destacarlo en los casos de Atticus quien “pasa por uno de los hombres más honrados de la antigua Roma” (Bayle, 1740:I, 375); de Cassius Longinus, quien “practicaba mejor los deberes de un hombre honrado y (…) era infinitamente más ordenado en sus costumbres que la mayor parte de los idólatras” (Bayle, 1740:II, 73); de Lucrecio, cuya vida según aseguran los biógrafos era la de un hombre “perfectamente honrado” y sembró su obra “de muchas bellas máximas contra las malas costumbres” (Bayle, 1740:III, 211–212), y de Epicuro, por supuesto, quien “recomienda la veneración de los dioses, la sobriedad, la continencia, y está claro que vivió ejemplarmente y en conformidad con la reglas de la sabiduría y la frugalidad filosófica”.29 Constatados los testimonios, cabe preguntarse acerca de las causas que permitieron a los epicúreos vivir de esa manera. La primera respuesta es poco menos que inmediata y particularmente polémica. Los epicúreos tuvieron vidas buenas y virtuosas porque, a diferencia de la mayoría de los hombres, no estaban dominados por el miedo a Dios y a la muerte. Creían que el azar de los choques atómicos había dado origen a los infinitos mundos y que los dioses, apacibles y dichosos, ni eran causa de este universo ni se ocupaban de su gobierno; esto los liberaba del temor al castigo divino y del afán de recompensa.30 En cuanto a la muerte, estaban convencidos de que el alma no era inmortal y que al final de esta vida sucedía un feliz retorno a la insensibilidad de la materia.31 Bayle aprovecha estas ideas de diferentes maneras y en diferentes contextos a lo largo de toda su obra. Por ejemplo, para sostener

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que la creencia en un Dios providente no es supuesto indispensable de la virtud y por el contrario suele ser el principal germen de la superstición y de la venalidad; para hacer ver que honrar a los dioses de Epicuro, si realmente existían, era más razonable “que rendir honores supremos a una naturaleza que prohíbe al hombre hacer el mal y que sin embargo se lo hace cometer y después lo castiga por ello”,32 y para sugerir que la creencia en la mortalidad del alma, lejos de privarnos de las “mil dulzuras y mil consolaciones” de una vida posterior a la muerte, es en realidad el mejor camino para practicar una moral auténticamente desinteresada.33 Sin embargo, hay una segunda manera de responder a la pregunta por el éxito de la ética epicúrea que, siendo tal vez menos visible que la primera, se encuentra en mayor continuidad con la línea del presente trabajo. Esta respuesta está contenida in nuce en la sentencia 21 del Gnomologium Vaticanum, esto es, “No hay que hacer violencia a la naturaleza sino persuadirla”. Bayle no pudo conocer esta frase por provenir de un escrito de Epicuro descubierto recién en 1888, pero la misma expresa de la mejor manera lo que, según entendemos, era a sus ojos el principal acierto teórico del epicureísmo y la razón que explicaba por qué sus seguidores se encontraron entre la gente más honesta. “No hay que hacer violencia a la naturaleza sino persuadirla” indica que la moral debe concebirse en continuidad con lo que nos enseñan la biología y la experiencia acerca de los hombres. En primer lugar, hay que contar con el placer como fuerza básica y constante de la conducta. “El placer es el principio y el fin de una vida feliz, porque lo hemos reconocido como un bien primero y congénito, a partir del cual iniciamos cualquier elección o aversión, y a él nos referimos al juzgar los bienes según la norma del placer y del dolor”, dejó escrito Epicuro.34 El placer, dice Bayle por su parte, “[p]or un establecimiento o arbitrario o absolutamente necesario de la Naturaleza, (…) es el bien del alma, tal como la acción de sacar consecuencias es el ejercicio de la facultad de razonar”.35 Para ambos, pues, el placer es la primera aprehensión que tenemos del bien, y el dolor la manera primaria e inmediata en que aprehendemos el mal. Siendo así, cualquier otro bien sólo puede incorporarse a la vida sub specie voluptatis y cualquier otro mal será tenido por tal si se vincula con el dolor o con la posibilidad de él. Puede haber, por lo tanto, un proceso de sustitución de causas eficientes, pero respetando su legalidad natural; es decir, los nuevos objetos serán aceptados si alejan efectivamente la tristeza o resultan efectivamente placenteros. Pues, en fin, el amor de un voluptuoso por las voluptuosidades no es más que una consecuencia de la determinación natural de nuestra alma a su dicha. Todo espíritu ama su bien. El alma de un voluptuoso encuentra su bien en la unión con ciertos cuerpos; he allí la causa de que los busque con tanto ardor. No buscaría con menos ardor la virtud y la piedad si encontrara en ellas los mismos placeres.36 40

El verso de Virgilio (Églogas, II, 65) que citamos más arriba, “Trahit sua quemque voluptas”, “cada uno es arrastrado por su placer”, señala el mismo hecho. Bayle cita ese verso por lo menos tres veces. En una carta a su hermano Joseph del 10 de abril de 1684 lo considera la ley suprema que regula las acciones humanas.37 En Pensées diverses sur la comète es la máxima que reconocen los “que han examinado más exactamente el corazón del hombre” y, por lo tanto, saben que no son las opiniones generales sino los placeres particulares los que dirigen su comportamiento moral.38 En el Dictionnaire historique et critique, finalmente, se agrega como única nota marginal al siguiente pasaje: Puesto que no hay que imaginarse que el voluptuoso gusta de los placeres de los sentidos únicamente porque són fáciles; gustaría de ellos igualmente si no fuera así. (…) Hacedle encontrar más placer en examinar un problema geométrico que en gozar de una bella mujer, dejará de buena gana esa bella mujer por el problema. En consecuencia, no seríamos razonables si supusiéramos que un mahometano arrastraría consigo a todos los oyentes voluptuosos, ya que éstos aman los placeres de los sentidos sólo porque no encuentran mejores y está claro que renunciarían a ellos sin pesar alguno para gozar de una dicha todavía mayor.39

Se podría decir entonces que la voluptuosidad pertenece a la naturaleza de todo ser vivo, y por lo tanto también a la naturaleza humana: es la voluptuosidad quien impone su ley en las simpatías y aversiones, incluso en las de orden estrictamente intelectual. Bayle suele interpretar este hecho con un lenguaje marcado religiosamente, como fruto indeseable del pecado original. Pasajes como el de “Mahomet” que acabamos de citar y una conclusión de Pensées diverses… —“es el placer y la facilidad para obtener placer lo que hace que ciertos vicios sean más comunes que otros, no las opiniones que se tenga sobre la mayor o menor malicia de ciertos vicios”—,40 nos permitirían apuntar, sin embargo, en otra dirección, mucho más cercana a la filosofía de las Luces, según la cual la caída del hombre en ciertos vicios se debe menos a una maldad intrínseca que a la pobreza espiritual de sus vidas, pobreza que lleva a que la busca de placeres prohibidos sea “la única diversión que pueden oponer a la tristeza”.41 El “Trahit sua quemque voluptas”, de Virgilio es, por lo tanto, la ley suprema que regula las acciones, pero, aceptándola y conociéndola como hizo el epicureísmo, los seres humanos pueden también ser educados en los placeres para que dejen de encontrarlos “en vengarse y en ser ricos” y puedan descubrirlos “en la caza, los cuadros, el estudio y la virtud” (Bayle, 1994:II, 101). De allí al principio de self–dignity de John Stuart Mill, por el cual se piensa que si los seres humanos conocieran toda clase de placeres elegirían los espiritualmente más elevados,42 parece no haber más que un paso, aunque un paso inmenso, por supuesto, ya que Bayle habría considerado con estupefacción e incredulidad el principio de self–dignity. 41

4. Las críticas a la moral estoica

Así como el epicureísmo es un ejemplo de moral exitosa por haber entendido de manera adecuada la dinámica de la conducta y el principio de placer que domina en ella, los estoicos representan para Bayle, históricamente, el mejor ejemplo de una filosofía moral elaborada en ruptura con la experiencia, desde una abstracta jerarquía de principios puramente racionales. Lo dice con claridad en una reseña de las Nouvelles de la République des Lettres que resume de alguna manera el trayecto que hemos cumplido hasta aquí: [Los estoicos] dijeron que ellas [las pasiones] no eran compatibles con la sabiduría perfecta, es decir, que mientras el hombre estuviera sometido a las pasiones no podría ordenar sus pasos según las ideas universales que la recta razón nos descubre. (…) El error de estos filósofos, por lo tanto, no estaba en creer que las pasiones eran incompatibles con la idea de una perfecta razón sino en imaginarse que era posible para el hombre llegar a la perfecta razón. Se equivocaban aquí. No es un bien que le haya sido destinado al hombre en esta vida; cualquier buen médico estaría de acuerdo con lo que digo.43

Bien podríamos ceder a la tentación de pensar que, entre los “buenos médicos”, Bayle no contaba a Descartes, quien había afirmado “que no hay alma tan débil que no pueda, siendo bien conducida, adquirir un poder absoluto sobre sus pasiones”.44 Y es posible que también tuviera en mente al padre fundador de la filosofía moderna con su comentario de que las ideas estoicas “habrían sido admirables (…) para un hombre que se hubiera servido de su cuerpo como nosotros nos servimos de un caballo; pero no podrían ser adecuadas para un espíritu que depende del cuerpo, tal como nosotros lo hacemos por leyes que una fuerza mayor ha establecido”.45 En cualquier caso, está claro que para Bayle los estoicos (por lo menos ellos) ignoraron la condición humana y elaboraron un sistema moral tan perfecto como extravagante.46 Al no lograr que la realidad se ajuste a sus ideas, como muchos teólogos cristianos, optaron por la trampa de afirmar, en contra de las autoevidencias sensibles, “que las enfermedades, la pena, la pobreza no son males, y que las riquezas, el placer y la salud no son bienes”.47 Se transformaron de esta manera en “completos comediantes” (Bayle, 1982:I, 475b) y en “fariseos” que al mismo tiempo que predicaban una moral severa no dudaban en recurrir a delaciones, fraudes piadosos y cartas supuestas para atacar a sus adversarios, los epicúreos, en nombre de un ideal moral donde la voluptuosidad no podía tener cabida.48 Por este camino, los estoicos terminaron por volver odiosa la idea misma de virtud. Así se podría interpretar, efectivamente, el comentario de Bayle a las últimas palabras de Marcus Junius Brutus: “Maldita virtud, ¡cómo he sido engañado por ponerme a tu servicio! Creí que eras un ser real, y me dediqué

42

a ti por ese motivo; pero no eras más que un nombre vano y un fantasma, la presa y la esclava de la suerte”.49 Está claro que dicho comentario le sirve sobre todo para afirmar que Dios, sea lo que sea que entendamos por ese término, “sometió a las leyes generales tanto la virtud y la inocencia como la salud y las riquezas” (Bayle, 1740:I, 685a). Sin embargo, no habría que pasar por alto que Bruto “seguía la secta de los estoicos”(Bayle:686) y que “según su hipótesis, y visto el sistema que se había hecho”, la virtud, como el derecho o la justicia, debían ser considerados cosas “muy reales”, fines en sí cuya práctica bastaba para poner al hombre por encima de los accidentes y de los estragos de la fortuna. Un epicúreo seguramente no habría caído en tal error y en la injuria final, pues comprendiendo que ni la virtud50 ni la justicia51 son cosas que existan en sí, no las habría separado de la búsqueda del placer o de la utilidad ni se habría inmolado a ellas. “Las ideas de Epicuro corresponden mucho más a nuestro estado, y de allí viene que juzguemos que actuaba de buena fe”,52 escribió Bayle. En este trabajo tratamos de mostrar que no se trata de una declaración aislada y que hay muchos elementos para pensar que Bayle no era indiferente a los atractivos del epicureísmo. Al leer sus escritos, los contemporáneos y la posteridad lo interpretaron y calificaron de muy diferentes maneras: calvinista heterodoxo, maniqueo, pirrónico, ateo. A mediados del siglo XVIII, Appiano Buonafede consideraba todas estas posibilidades preguntándose asimismo si Pierre Bayle no podría ser un “cerdo de la manada epicúrea”.53 Nuestra opinión es que podría ser de interés para su estudio que, sin descartar las otras opciones y al menos en el terreno moral, también ésta fuera tenida en cuenta.

43

Notas 1

Una versión más breve de este trabajo fue publi-

4

“Le tempérament est presque toujours le pre-

cada en Kriterion. Revista de filosofia, vol. L, núm.

mier et le principal mobile dans les personnes

120, julho a dezembro 2009, pp. 407–421, bajo

mêmes qui font ici–bas l’œuvre de Dieu.” (Bayle,

el título “Bayle et l’éthique épicurienne”.

1740:II, 443b)

2

El estratonismo, cuyo nombre proviene de Es-

5

El Sínodo de Dordrecht (1618–1619) fue convo-

tratón de Lampsaco, sucesor de Teofrasto en la

cado principalmente para tratar la controversia que

regencia del Liceo, debe su pervivencia en el siglo

se había dado en las iglesias calvinistas holande-

XVIII a los escritos de Pierre Bayle, y en particular

sas con motivo de la posición del teólogo Jacobus

a la Continuation des Pensées diverses (1704).

Arminius (1560–1609), quien cuestionaba las en-

Según Bayle, los principios de esta teoría serían:

señanzas de Calvino en puntos decisivos como la

1) que la Naturaleza es la causa de todas las co-

elección incondicional y el carácter irresistible de

sas; 2) que la Naturaleza existe eternamente y

la gracia. Su resultado fue un rotundo triunfo de la

por sí misma; 3) que la Naturaleza actúa siempre

ortodoxia calvinista. En cuanto a la distinción en-

según toda la extensión de sus fuerzas y según

tre “fe histórica” y “fe justificante”, la primera se

leyes inmutables que no conoce. Para los estrato–

refiere a la simple pertenencia a una confesión;

nistas, por lo tanto, aquello que llamamos “Dios”

la segunda, en cambio, supone la elección divina,

no sería más que una virtud que mueve los cuer-

y por lo tanto lleva infaliblemente a la salvación.

pos mediante leyes necesarias e inmutables, que

Sobre las fuerzas intelectuales enfrentadas en el

no tiene mayor consideración por el hombre que

Sínodo de Dordrecht y las consecuencias que el

por otras partes o criaturas del Universo y que es

mismo tuvo para la teología reformada, puede ver-

perfectamente inmune a nuestros ruegos, tan-

se Walter Rex (1965:80–88).

to como a nuestras bondades y faltas. Cfr. Bayle,

6

1982:III, 400b. Se encontrará un buen análisis de

dito” un movimiento literario y filosófico que se

este punto en Mori, 1999:133–154 y 217–235.

dio principalmente en Francia en la primera mi-

Pierre Gassendi (1592–1655) se propuso re-

tad del siglo XVII y cuyo rasgo principal fue la crí-

cuperar algunos principios físicos y morales del

tica a los dogmas religiosos, filosóficos y políticos

epicureísmo como una alternativa frente a la

culturalmente dominantes. Postuló a Pierre Cha-

filosofía aristotélica, que consideraba obsoleta.

rron (1541–1603) como su principal antecedente

En tal sentido, publicó De vita et moribus Epicuri

y tuvo sus mejores representantes en François de

libri octo (1647), Syntagma philosophiae Epicuri

La Mothe Le Vayer (1588–1672), Gabriel Naudé

cum refutationibus dogmatum quae contra fidem

(1600–1653) y Guy Patin (1601–1672). La obra

christianam ab eo asserta sunt (1649) y Animad-

clásica al respecto, y a la cual se le debe el nom-

versiones in decimum librum Diogenis Laertii: qui

bre con el que hoy conocemos a este grupo de es-

est De vita, moribus, placitisque Epicuri (1649).

critores, es Le libertinage érudit dans la première

Para una visión de conjunto sobre el influjo del

moitié du XVIIe. siècle (Pintard, 1943).

epicureísmo en la filosofía del siglo XVII, puede

7

consultarse Epicureanism at the Origins of Mo-

certaine action plutôt qu’à une autre, par les

dernity (Wilson, 2008).

connoissances genérales qu’il a de ce qu’il doit

3

Se conoce con el nombre de “libertinismo eru-

“C’est que l’homme ne se détermine pas à une

faire, mais par le jugement particulier qu’il porte

44

de chaque chose, lors qu’il est sur le point d’agir.

lamente a sí mismo, deje de sentir que la volun-

Or ce jugement particulier peut bien être confor-

tad y la libertad son una sola cosa, o, más bien,

me aux idées genérales que l’on de ce qu’on doit

que no hay diferencia entre lo voluntario y lo libre”

faire, mais le plus souvent il ne l’est pas. Il s’ac-

(Descartes, 2005:415. Cfr Œuvres de Descartes,

commode presque toûjours à la passion dominan-

1967:IX, 148).

te du cœur, à la pente du tempérament, à la for-

11

ce des habitudes contractées, et au goût ou à la

leur franc arbitre, et viennent même jusqu’à se

sensibilité que l’on a pour certains objects.” (Bay-

persuader que leur raison et leur esprit sont des

le, 1994:II, 9–10)

esclaves que ne peuvent résister à la force qui

8

“La consciente connoit en genéral la beauté de la

“Ces personnes–lá pour l’ordinaire doutent de

les entraîne où ils ne voudraient pas aller.” (Bay-

vertu, et nous force de tomber d’accord qu’il n’y a

le, 1740:II, 708b)

rien de plus loüable que les bonnes mœurs. Mais

12

quand le cœur est une fois possédé d’un amour

n’étaient point la cause de leur mauvaise condui-

illégitime; quand on voit qu’en satisfaisant cet

te, en tant qu’elles avaient un entendement raison-

amour, on goûtera du plaisir, et qu’en ne le satis-

nable, et une âme libre et maîtresse de ses volon-

faisant pas, on se plongera dans des chagrins et

tés. Cette première conclusion les conduisit à cel-

dans des inquiétudes insupportables; il n’y a lu-

le–ci, qu’une cause externe et supérieure à toutes

miére de conscience qui tienne, on ne consulte

leurs forces les poussait : la seconde conclusion

plus que la passion, et on juge qu’il faut agir hîc

leur en faisait faire une troisième, qu’un dieu était

et nunc contre l’idée genérale que l’on a de son

cette cause externe et nécessitante. Voilà l’origi-

devoir.” (Bayle, 1994:II, 10)

ne de la prétendue divinité de Vénus et Cupidon.”

9

“Enfin il résulte de là, que l’inclination à la pitié,

“Il était naturel qu’elles conclussent qu’elles

(Bayle, 1740:II, 709a)

à la sobrieté, à la débonnaireté, etc. ne vient pas

13

“Si les païens avaient eu de Dieu la juste idée

de ce qu’on connoit qu’il y a un Dieu (car autre-

que nous en avons, qui nous le représente com-

ment il faudroit dire que jamais il n’y a eu de Payen

me un être parfaitement saint, ils se fussent ga-

cruel et yvrogne) mais d’une certaine disposition du

rantis de ce jugement téméraire.” (Bayle, 1740:II,

tempérament, fortifiée par l’éducation, par l’intérêt

709a)

personnel, par le désir d’être loüé, par l’instinct de

14

Cfr. Bayle, 1740:III, 628a–629a. 

la raison, ou par des semblables motifs, qui se ren-

15

Cfr. “Réponse aux questions d’un provincial”

contrent dans un Athée, aussi bien que dans les

(Bayle,1982:III, 780–817).

autres hommes.” (Bayle, 1994:II, 36–37)

16

“Lors que les raisons du pour nous semblent

“Ceux qui n’examinent pas à fond ce qui se

égales aux raisons du contre, nous sentons que

passe en eux–mêmes se persuadent facilement

notre entendement demeure indéterminé; mais si

qu’ils sont libres, et que si leur volonté se porte

les raisons du pour nous paroissent avoir plus de

au mal, c’est leur faute, c’est par un choix dont ils

force que les raisons du contre, nous sentons que

sont maîtres” (Bayle, 1740:II, 708b). En su res-

notre entendement se déclare pour le premier par-

puesta a las objeciones que Hobbes dirigiera a

ti; il est entrainé de ce côte–là pour la supériorité

las Meditaciones metafísicas, Descartes dice, en

du poids comme s’il étoit une balance. Et il n’est

efecto, que “no hay nadie que observándose so-

pas même nécessaire que cette balance porte

10

45

d’un côte une raison plus évidente que de l’autre.

23

Le poids supérieur pourra quelquefois ne contenir

l’amour de Dieu, ou plûtot c’est Dieu seul qui est

“Mais, dit–on, c’est la vertu, c’est la grace, c’est

rien d’évident tandis que le poids inférieur contien-

notre beatitude. D’accord, en qualité d’instrument

dra de l’évidence. Peut–on ignorer l’efficace des

ou de cause efficiente, comme parlent les Philoso-

preuves de sentiment dans l’esprit du peuple, & la

phes; mais en qualité de cause formelle, c’est le

force du plaisir?.” (Bayle,1982:IV, 16b)

plaisir, c’est le contentement qui est notre seule

17

Cfr. Bayle, 1982:III 545a y IV 702a.

felicité.” (Bayle, 1982;I, 348b)

18

Cfr. Bayle, 1740:IV, 259a; 1982:IV 4b–5b y

24

42b.

“De sorte que la division des plaisirs en spiri-

tuels & corporels, n’est fondée que sur la coutu-

“Si l’on connaissait toute l’étendue de cette

me qu’ont les hommes d’emprunter les attributs

servitude, et le détail des lois de l’union de l’âme

qu’ils donnent aux choses, non pas de leur vérita-

avec le corps, on ferait un livre sur la réciproca-

ble nature, mais des accidens qui les accompag-

tion contenue dans la réponse d’Esope; un livre,

nent.” (Bayle, 1982:I, 454b–455a)

dis–je, qu’on pourrait intituler: De centro oscilla-

25

tionis moralis, où l’on raisonnerait sur des princi-

sans doute la plus exacte et la plus digne d’un

pes à peu près aussi nécessaires que ceux de Mr.

philosophe. Epicure a donc bien fait de la choisir,

Huygens, et des autres philosophes qui ont traité

et il s’en est si bien servi, qu’elle l’a conduit pré-

De centro oscillationis, ou des vibrations des pen-

cisément où il fallait qu’il allât : le seul dogme,

dules.” (Bayle,1740:II, 404a)

que l’on pouvait établir selon cette route, était de

19

“Cette manière de considérer le bonheur est

“La premiere, il faut embrasser la volupté qui

dire que la béatitude de l’homme consiste à être

n’est accompagnée d’aucun chagrin. La secon-

à son aise, et dans le sentiment du plaisir, ou en

de, il faut éviter le chagrin qui n’est accompagné

général dans le contentement de l’esprit.” (Bayle,

d’aucune volupté. La troisieme, on doit fuir toute

1740:II, 368a)

volupté qui est un obstacle à un plus grand plaisir,

26

ou qui produit un plus grand chagrin. La quatrieme,

ce, et le combat contre les passions tumultueuses

le chagrin qui détourne un plus grand chagrin, ou

et déréglées qui ôtent à l’âme son état de béati-

qui produit un plus grand plaisir doit être embras-

tude, c’est à dire, la acquiescement doux et tran-

sé.” (Bayle, 1982:IV, 259b–260a)

quille à sa condition.” (Bayle, 1740:II, 368a)

20

21

“Il faut observer, qu’excepte Aristippe, & Epicure,

27

“On vous prescrira donc la sobriété, la temperan-

“Recourez à mon parallêle des corps denses &

les Philosophes ont tous entendu par le souverain

des corps rares, & souvenez vous de ceci, c’est que

bien, non la félicité, mais la cause de la félicité.

les biens de cette vie sont moins un bien, que le

On dit qu’il y a deux sortes de félicitez, l’une ob-

maux ne sont un mal. Les maux sont pour l’ordinaire

jective, & l’autre formelle. La premiere est la cho-

beaucoup plus purs que les biens: le sentiment vif

se qui rend heureux son possesseur, & la secon-

du plaisir ne dure pas, il s’émousse promtement, il

de la possession parfaite de cette chose.” (Bayle,

est suivi du dégoût.” (Bayle, 1740:IV, 519a)

1982:IV, 267a)

28

22

“S’imagine t–on qu’en disant aux voluptueux,

Cfr. Vie et moeurs d’Épicure (Gassendi, 2006:

175–177).

que les plaisirs où ils se plongent sont un mal, un

29

sup–plice, un malheur insupportable, non seule-

briété, la continence; et il est certain qu’il vécut

ment à cause des suites, mais aussi pour le tems

exemplairement, et conformément aux règles de

où ils les goûtent, on les obligera à les détester.

la sagesse et de la frugalité philosophique.” (Bay-

Bagatelles.” (Bayle, 1982:I, 348b)

le, 1740:II, 369)

46

“Il reccommanda la vénération des dieux, la so-

“[Epicure] honorait les dieux à cause de

bien dans l’union à certaines corps; voilà pour-

l’excellence de leur nature, encore qu’il n’attendit

quoi elle le cherche avec tant d’ardeur. Elle ne

d’eux aucun bien, et qu’il n’en craignît aucun mal.

chercheroit pas moins ardemment la vertu & la

Il leur rendait un culte qui n’était point mercenaire;

pieté, si elle y trouvoit les mêmes plaisirs.” (Bay-

il ne considerait aucunement son propre intérêt,

le, 1982:I, 455a)

mais les seules idées de la raison qui demandent

37

que l’on respecte et que l’on honore tout ce qui est

(…) di Pierre Bayle (1677)” (Maurizi, 2003:148).

grand et parfait.” (Bayle, 1740:II, 367b)

38

30

Cfr. “Epicuro ed epicureismo nell’Institutio brevis “Quand on n’examine ces choses que d’une

“Il n’y a que deux partis à prendre pour calmer

veüe générale, on se figure que dés qu’un Athée

raisonnablement les frayeurs de l’autre vie. L’un

fait réfléxion qu’il s’enyvrer impunément, il s’enyvre

est de promettre la félicité du paradis; l’autre est

tous les jours. Mais ceux qui savent la maxime,

de promettre la privation de toute sorte de sen-

Trahit sua quemque voluptas, et qui ont exami-

timent” (Bayle, 1740:III, 217a). Ninguna religión

né plus exactement le cœur de l’homme, no vont

puede prometer la felicidad del Paraíso, y menos

pas si vite. Ils s’informent, avant que de juger de

el cristianismo: Dios elige arbitrariamente a quie-

la conduite de cet Athée, quel est son goût. (…)

nes serán salvados y es palabra de Cristo que “mu-

S’il n’y trouve aucun plaisir il les laisse là : ce qui

chos son los llamados y pocos los elegidos” (Ma-

a été justement la maniére dont se sont conduits

teo, 22, 14). La segunda promesa es, por lo tan-

les Idolâtres et dont se conduisent encore la plus-

to, la única aceptable para la razón. Cfr. “Epicu-

part des Chrêtiens. Grande preuve que l’esprit de

re” (Bayle, 1740:II, 373b).

débauche ne dépend pas des opinions que l’on a,

31

Bayle toma esta crítica del padre Adam, jesuita,

ou que l’on n’a pas touchant la nature de Dieu,

quien atacaba con ella la doctrina calvinista de la

mais d’une certaine corruption qui nous vient du

predestinación: “Les jésuites soutiennent qu’il se-

corps, et qui se fortifie tous les jours par le plaisir

rait mieux être athée, et ne point reconnaître de di-

que l’on trouve dans l’usage des voluptez.” (Bay-

vinité, que de rendre les honneurs suprémes à une

le, 1994:II, 33)

nature qui défend à l’homme de faire le mal et qui

39

néanmoins le lui fait commetre, et puis l’en punit.

aime les plaisir des sens, uniquement parce qu’ils

Ils soutiennent que le Dieu d’Epicure est plus in-

découlent de source: il les aimerait également s’ils

nocent et, s’il faut parler de la sorte, plus Dieu que

venaient d’ailleurs. (…) Faites–lui trouver plus de

ne serait celui–là” (Bayle, 1740:III, 632a).

plaisir à examiner un problème géométrique qu’à

33

Cfr. “Epicure” (Bayle 1740:II, 372a).

jouir d’une belle femme, il quittera volontiers cette

34

Cfr. Carta a Meneceo (Epicuro, 1994:61–62).

belle femme pour ce problème: et par conséquent

35

32

“Car il ne faut pas s’imaginer qu’un voluptueux

����������������������������������������������� “Il en va du même du plaisir. Par un établisse-

on serait déraisonnable si l’on supposait qu’un

ment ou arbitraire, ou absolument nécessaire de

mahométan entraînerait après lui tous les audi-

la Nature, il est le bien de l’âme, comme l’action

teurs voluptueux; car puisqu’ils n’aiment les plai-

de tirer des conséquences est l’exercice de la fa-

sirs des sens que parce qu’ils n’en trouvent point

culté de raisonner.” (Bayle, 1982:I, 449a)

de meilleurs, il est clair qu’ils y renonceraient sans

36

“Car enfin l’amour d’un voluptueux pour les vo-

aucune peine pour jouir d’un bonheur encore plus

luptez, n’est qu’une suite de la determination na-

grand.” (Bayle, 1740:III, 259b)

turelle de notre ame à son bonheur. Tout esprit

40

aime son bien. L’âme d’un voluptueux trouve son

sir, qui rend certaines vices plus communes que

“Que c’est le plaisir et la facilité d’avoir du plai-

47

les autres, et non pas les opinions que l’on a sur

pas en ce qu’ils croyoient les passions incompati-

la malice plus o moins grande de certains vices.”

bles avec l’idée d’une parfaite Raison, mais en ce

(Bayle, 1995:II, 102)

qu’ils s’imaginoient qu’il étoit possible à l’homme

“Les criailleries domestiques, la vue du mauvais

d’arriver à la parfaite Raison. Ils se trompoient en

état du ménage, les contraignent [a mucha gente]

cela. Ce n’est pas un bien qui soit destiné à l’hom-

à sortir pour aller jouer, ou pour aller boire dans

me dans cette vie; tout bon Physicien en doit de-

un cabaret. Ils ne puevent sans cela dissiper leur

meurer d’accord” (Bayle, 1982:I, 308a–b).

mélancolie; c’est la seule diversión qu’ils opposent

44

au chagrin.” (Bayle1740:IV, 522a)

se, estant bien conduite, acquerir un pouvoir abso-

41

42

“Si se me pregunta qué entiendo por diferencia

“Qu’il n’y a point d’âme si foible qu’elle ne puis-

lu sur ses passions” (Descartes, 1967:XI, 368).

de calidad en los placeres, o qué hace a un pla-

45

cer más valioso que otro, simplemente en cuan-

que les Stoïciens; mais à force d’outrer leurs idées,

to a placer, a no ser que sea su mayor cantidad,

ils les ont renduës ridicules; elles auroient été ad-

sólo existe una única posible respuesta. De entre

mirables (…) pour un homme qui ne se seroit servi

dos placeres, si hay uno al que todos, o casi to-

de son corps que comme nous nous servons d’un

dos los que han experimentado ambos, conceden

cheval; mais elles ne sauroient convenir à un es-

una decidida preferencia, independientemente de

prit qui dépend du corps, comme nous faisons par

todo sentimiento de obligación moral para preferir-

des loix qu’une force majeure a établies.” (Bayle,

lo, ése es el placer más deseable. Si aquellos que

1982:I, 475b)

están familiarizados con ambos colocan a uno de

46

los dos tan por encima del otro que lo prefieren

pire de la raison avec trop de faste, et que l’idée

aun sabiendo que va acompañado de mayor can-

de leur sage leur échauffait l’imagination à un tel

tidad de molestias, y no lo cambiarían por canti-

point, qu’il leur échappait des choses qui appro-

dad alguna que pudieran experimentar del otro pla-

chaient de l’extravagance, non pas en ce qu’ils sup-

cer, está justificado que asignemos al goce preferi-

posaient qu’étant délivré des passions, il suivrait les

do una superioridad de calidad que exceda de tal

lois de l’ordre et de l’honnête constamment et in-

modo el valor de la cantidad como para que ésta

violablement; mais en ce qu’ils su–pposaient qu’il

sea, en comparación, de muy poca importancia.

était possible à l’homme d’extirper toutes les pas-

Ahora bien, es un hecho incuestionable que quie-

sions vicieuses. C’était là leur grande erreur; c’est

nes están igualmente familiarizados con ambas co-

en cela qu’ils faisaient paraître leur ignorance sur la

sas y están igualmente capacitados para apreciar-

condition humaine.” (Bayle, 1740:III, 560b)

las y gozarlas, muestran realmente una preferen-

47

cia máximamente destacada por el modo de exis-

[los seguidores de Sommona–Codom] nous paie-

tencia que emplea las capacidades humanas más

raient de quelque notion stoïcienne; savoir, que les

elevadas.” (Stuart Mill, 1994:48–49)

maladies, le chagrin, la pauvreté, ne sont point de

43

“Ils ont dit que elles n’étoient pas compatibles

“Personne n’a tant fait valoir ce nom [‘sabio’]

“Je sais bien que les stoïques parlaient de l’em-

“Je pense que si on les pressait là–dessus, ils

maux; et que les richesses, le plaisir et la santé ne

avec la parfaite sagesse, c’est–à–dire, que pen-

sont point un bien.” (Bayle, 1740:IV, 238b)

dant que l’homme sera sujet aux passions, il ne

48

pou–rra point régler toutes ses démarches sur les

risiens du paganisme, firent tout ce qu’ils purent

idées universelles que la droite Raison nous dé-

contre Épicure, afin de le rendre odieux et de le fai-

couvre. (…) L’erreur de ces Philosophes n’est donc

re persécuter.” (Bayle, 1740:II, 368–369)

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“Les stoïciens qu’on pourrait nommer les pha-

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“Malheureuse vertu, que j’ai été trompé à ton

tionnées à notre état, & de là vient qu’on juge qu’il

service! J’ai cru que tu étais un être réel, et je me

agissoit de bonne foi.” (Bayle, 1982: I, 475b)

suis attaché à toi sur ce pied–là; mais tu n’étais

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qu’un vain nom et un fantôme, la proie et l’escla-

mai setta o religion cadeo / Questo critico indo-

ve de la fortune.” (Bayle, 1740: I, 684b)

mito e severo / che fè di tanta mente uso si reo //

“Caldo m’accende di saper pensiero / In qual

“Hay que honrar la belleza, las virtudes y todo

Calcass’egli il Pirronico sentiero? / O fosse tolle-

lo que les es semejante si proporcionan placer; si

rante, o Manicheo? / O panteista infinito e men-

no lo proporcionan, que se vayan en buena hora.”

zo–gnero? / O porco dell’armento Epicureo? //

(Epicuro, 1994:88)

Ma che cercar sua religion qual fosse? / Quan-

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“La justicia no es algo que exista de por sí, sino

do ei derise il cielo e i regni bui, / Quando lodò

tan sólo en las relaciones recíprocas de aquellos

chi non conobbe Iddio, / E all’ateismo un sì gran

lugares donde se establezca algún pacto de no

varco aprìo / E a tutt’i Numi tanta guerra mosse,

agredir ni ser agredido.” (Epicuro, 1994:73)

/ Mostrò che Nume non avea costui.” (A. Bouna-

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“Les ideés d’Epicure sont beaucoup plus propor-

fede, citado en Bianchi, 1996:3)

Bibliografía Bayle, P.: Dictionnaire historique et critique, 5ta. edición, Amsterdam /Leyde/La Haye/ Utrecht, 4 vols., P. Brunel et al., 1740. ———: Œuvres diverses de Pierre Bayle, 4 vols., La Haye: Hildesheim, 1982. ———: Pensées diverses sur la comète, édition critique par A. Prat, revue par P. Rétat, 2 tomos, Paris: Société de Textes Français Modernes, 1994. Bianchi, L.: Pierre Bayle e l’Italia, Napoli: Liguori Editore, 1996. Descartes, R.: Œuvres de Descartes, publiées par Charles Adam et Paul Tannery, 11 vols., Paris: Vrin, 1967. ———: Meditaciones metafísicas con objeciones y respuestas, introducción, traducción y notas de Vidal Peña, Oviedo: KRK Ediciones, 2005. Epicuro: Obras, traducción de Montserrat Jufresa, Barcelona: Altaya, 1994.

Gassendi, P.: Vie et moeurs d’Épicure, traduction, introduction, annotations par Sylvie Taussig, 2 vols., Paris: Les Belles Lettres, 2006. Maurizi, M.: “Epicuro ed epicureismo nell’Institutio brevis (…) di Pierre Bayle (1677)”, Nouvelles de la République des Lettres, núm. 1–2, 2003. Mill, J.S.: El utilitarismo, traducción de Esperanza Guisán, Barcelona: Altaya, 1994. Mori, G: Bayle philosophe, Paris: Honoré Champion, 1999. Paganini, G.: “Tra Epicuro e Stratone: Bayle e l’immagine di Epicuro dal Sei al Settecento”, Rivista critica di storia della filosofia, XXXIII, 1978. Pintard, R.: Le libertinage érudit dans la première moitié du XVIIe. siècle, Paris: Boivin, 1943. Rex, W.: Essays on Pierre Bayle and Religious Controversy, The Hague: Martinus Nijhoff, 1965. Wilson, C.: Epicureanism at the Origins of Modernity, Oxford: Clarendon Press, 2008.

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3. El epicureísmo en el sistema ecléctico de Diderot Esteban Ponce

¡Dichoso el filósofo al que la naturaleza haya dado, como antaño a Epicuro, a Lucrecio, a Aristóteles, a Platón, una imaginación poderosa, una gran elocuencia, el arte de presentar sus ideas con imágenes sorprendentes y sublimes! Diderot, Sobre la interpretación de la naturaleza, XXI

Introducción

En la modernidad temprana, el de Rerum natura se convirtió en el texto más importante para acceder al pensamiento de Epicuro. Por supuesto, las tres cartas del “filósofo del jardín”, más otros retazos de su enorme obra que Diógenes Laercio también incluyó en el Libro X de las Vidas de los filósofos más ilustres, tenían un valor especial por ser la única fuente directa con la que se contaba. Sin embargo, a pesar de que la obra de Diógenes Laercio ya había sido traducida al latín por Ambrosio Traversari a comienzos del siglo XV,1 la propagación del epicureísmo en la Europa del siglo XVI estuvo más bien ligada al destino de la obra de Lucrecio. En efecto, la primera edición del de Rerum natura tuvo lugar en Brescia, en el año 1473 y fue posible gracias al hallazgo de un manuscrito que realizara en 1417 el humanista Poggio Bracciolini. A partir de entonces se sucedieron diversas ediciones, entre las que se destacó

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la efectuada en París por Denis Lambin en 1563. Esta última, que contenía comentarios de su editor, es considerada por los investigadores como la más importante de la época y la que más favoreció a la difusión del epicureísmo en toda Europa y, particularmente, en Francia.2 Se sabe, por ejemplo, que Montaigne poseía un ejemplar de la editio princeps de Lambin, de cuyas páginas citó los ciento cuarenta y nueve pasajes de Lucrecio que se encuentran esparcidos en sus Ensayos.3 Entrado el siglo XVIII, la recepción del epicureísmo estuvo mediada por la interpretación y el uso que se hizo de esta doctrina por parte de algunos autores del siglo precedente. Como ha mostrado Olivier Bloch, (Bloch, 1997:225–286) el materialismo del siglo XVIII se alimentó de las obras de los libertinos eruditos del XVII y, particularmente, de los escritos de Gassendi, de fundamental importancia para comprender la orientación hacia la física en la lectura que se hizo del epicureísmo, cuestión que se percibe tanto en los manuscritos clandestinos como en los textos materialistas publicados a mediados de siglo. El trabajo que aquí presentamos tiene como objetivo principal dar cuenta de la influencia que el epicureísmo ejerció en la filosofía de Diderot. La hipótesis que guía nuestra empresa es que toda filiación que pueda encontrarse en los textos de Diderot se vuelve más comprensible si se la interpreta como formando parte de una estrategia, de un modus operandi, propio del eclecticismo. De aquí se desprende un segundo objetivo, subordinado al principal, puesto que será necesario mostrar, en un primer momento, la importancia que Diderot concedía al modo de proceder del ecléctico y, especialmente, del ecléctico sistemático. En lo que sigue esbozaremos en líneas generales lo que Diderot entiende por “eclecticismo”, concepto al que dedicó una entrada en l’Encyclopédie, poniendo especial interés en señalar de qué manera se vincula esta noción con algunas ideas que había elaborado previamente. Una vez realizado este primer recorrido, nos volcaremos íntegramente hacia el análisis de las marcas que el epicureísmo dejó en el pensamiento del philosophe.

1. El eclecticismo sistemático

En 1755, Diderot escribía el artículo “Eclectisme” para ser publicado en el tomo V de l’Encyclopédie…(Diderot y d’Alambert, 1765). Desde nuestro punto de vista, éste puede ser considerado como uno de los escritos más importantes para la comprensión de su pensamiento. Es preciso notar, por una parte, que Diderot, para ese momento, ya había desarrollado una serie de ideas que se verán reafirmadas y articuladas allí. Nos referimos, principalmente, a ideas provenientes de un texto que había redactado poco tiempo antes: Sobre la interpretación de la naturaleza (1753). Por otra parte, el primer lustro de la

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década de 1750 fue, para Diderot, una etapa de ardua tarea, ya que, además de ocuparse de su obra personal, estuvo como en ningún otro momento comprometido con la organización de l’Encyclopédie. Estar a la cabeza de una obra como ésa requería mucho tiempo y Diderot lo ocupaba entre la redacción de miles de artículos y la revisión de otros tantos que le llegaban por encargo. Este período, además, encuentra a Diderot asistiendo a los famosos cursos de química de Rouelle, algo que anuncia la dirección final que tomarán sus intereses hasta llegar a la posición presentada en El sueño de d’Alembert (1769). Puede decirse que, para entonces, y gracias a la creciente formación que resultaba de su trato con los colaboradores de l’Encyclopédie, Diderot ya había cimentado su posición respecto de la tarea de la ciencia y de la filosofía, cuya autonomía se verá justificada —como veremos más adelante— por los procesos propios que rigen su actividad. El artículo que ocupa nuestra atención tiene una extensión considerable (23 páginas in folio) debido a que incluye una historia del Eclecticismo desde sus orígenes hasta el resurgimiento en la modernidad. Aquí sólo nos referiremos a algunos pasajes que ayudarán a presentar nuestro punto. Diderot comienza de la siguiente manera: ECLECTICISMO, s. m. (Hist. de la Filosofía ant. par. mod.) El ecléctico es un filósofo

que, despreciando los prejuicios, la tradición, la antigüedad, el consentimiento universal, la autoridad, en una palabra, todo lo que subyuga a la multitud de espíritus, se atreve a pensar por sí mismo, a remontarse hasta los principios generales más claros, a examinarlos y discutirlos, a no admitir nada más que el testimonio de su experiencia y su razón; y, de todas las filosofías que ha analizado sin deferencia y sin parcialidad, se forma una particular y doméstica que le pertenece: digo una filosofía particular y doméstica, porque la ambición del ecléctico es menos ser preceptor del género humano, que su discípulo; menos reformar a los otros, que reformarse a sí mismo; menos enseñar la verdad, que conocerla. No es un hombre que plante o siembre; es un hombre que recolecta y criba.4

Como puede apreciarse, la primera parte de esta presentación es casi un anticipo de la definición del ilustrado que dará Kant décadas más tarde, cuyo eco resonará cada vez que escuchemos el sapere aude horaciano. Sin embargo, en la segunda parte, Diderot reviste al ecléctico de una cierta humildad en sus pretensiones que no termina de ajustarse al ideal de filósofo de la Ilustración: una filosofía particular y doméstica, producto de un coherente tamizado de ideas, no parece ser lo que buscaban los filósofos del siglo XVIII, al menos no en la versión kantiana. Unas líneas más adelante, Diderot sentenciará: “el Escepticismo [es] la piedra de toque del Eclecticismo”. Esta idea, creemos, responde al modo en que nuestro autor concebía el conocimiento, es decir, como el resultado de una actividad sujeta a las limitaciones propias de las

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facultades humanas. Es cierto que no se trataba de profesar un escepticismo pirrónico, ya que, para Diderot, esa posición era insostenible;5 pero sí se trataba, en cambio, de señalar la condición ilusoria de toda empresa gnoseológica que aspirase al universalismo. El problema del conocimiento ya había sido planteado dos años antes en Sobre la interpretación de la naturaleza. En esta obra, Diderot expresaba su opinión sobre “un fenómeno que parece ocupar a todos nuestros filósofos y dividirlos en dos clases (…). Unos tienen, me parece, muchos instrumentos y pocas ideas; los otros tienen muchas ideas y no tienen ningún instrumento” (Diderot, 1992:§I). La división a la que se refiere aquí Diderot es entre racionalistas metafísicos y experimentadores de la naturaleza, y el problema que conlleva esta división sólo sería resuelto cuando aquellos que reflexionan se dignaran por fin asociarse con quienes actúan, para que el especulativo no se molestara en desplazarse; que el manipulador tuviera un objetivo en su infinita actividad; que todos nuestros esfuerzos se encontraran reunidos y dirigidos a la vez contra la resistencia de la naturaleza; y que, en esta especie de liga filosófica, cada cual desempeñara el papel que le corresponde. (Diderot, 1992:§I)

Esta demarcación entre los sujetos que intervienen en la construcción del conocimiento está basada en un criterio de verdad que hunde sus raíces en el empirismo. Tal criterio es indicado por Diderot más adelante, con el objetivo de determinar cuál es la condición que permitirá establecer la validez de una proposición: Mientras las cosas están sólo en nuestro entendimiento, son nuestras opiniones; son nociones que pueden ser verdaderas o falsas, admitidas o refutadas. Sólo adquieren consistencia asociándose a los seres exteriores. Esta relación se lleva a cabo por una cadena ininterrumpida de experiencias, o por una cadena ininterrumpida de razonamientos, que se apoya por un extremo en la observación, y, por el otro, en la experiencia; o por una cadena de experiencias dispersas de trecho en trecho, entre razonamientos, como pesos a lo largo de un hilo colgado por los dos extremos. Sin esos pesos, el hilo sería juguete de cualquier agitación que se produjera en el aire. (Diderot, 1992:§VII)

Mediante este criterio, Diderot pondrá límites a las pretensiones metafísicas, puesto que las proposiciones de los especuladores tendrán que contrastarse siempre con la experiencia que proviene de los datos de la sensación, ya sea por medio de la observación, ya sea por la confirmación experimental, es decir, mediante un experimento diseñado especialmente para admitir o refutar una ley propuesta. La pregunta que surge ante este planteo es: ¿por qué la

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ciencia no puede prescindir de los filósofos, construyendo así un conocimiento fundado simplemente en la experiencia? La respuesta de Diderot a esta cuestión es clave para entender por qué la naturaleza debe ser “interpretada”: “La independencia absoluta de un solo hecho es incompatible con la idea de totalidad; y sin la idea de totalidad, ya no hay filosofía” (Diderot, 1992:§XI). Dicho en otras palabras: para Diderot la unidad de la naturaleza es un supuesto fundamental, sin el cual la filosofía no tendría ningún sentido. Pero el problema es que jamás tendremos una representación sensible de la unidad de la naturaleza. Todo lo que se nos ofrece a los sentidos son fenómenos, y la ley científica, en tanto relación constante que establecemos entre ellos, es ya una interpretación, un modo que tenemos de vincular los fenómenos de nuestra experiencia. En un extraordinario artículo, James Doolittle ha presentado de manera sintética y precisa qué es lo que Diderot entiende por verdad en el terreno de las ciencias: La naturaleza es todo y todo es materia, o resulta de la combinación de elementos materiales. Todo elemento posee los atributos de energía y sensibilidad, lo que equivale a decir que toda materia actúa y reacciona. Un ser inteligente, como lo es el hombre, percibiendo acción y reacción, los supone como causa y efecto, y denomina a ese supuesto vínculo entre ellos “relación”. Allí donde las relaciones son así creadas (y nótese que es el hombre quien las crea), las nociones de estructura, forma y función son asimismo creadas. La veracidad de esas suposiciones está sujeta a confirmación mediante experimentos. Tal confirmación constituye el conocimiento. Cuando los fenómenos conocidos se ajustan a un patrón de conducta constante, esos patrones son formulados y expresados como leyes. El cuerpo de esas leyes es a lo que Diderot llama verdad. (Doolittle, 1949:15)

Como podemos apreciar aquí, toda función de unidad es una proyección que el hombre realiza de acuerdo a su experiencia. La tarea de la ciencia experimental es la de recoger hechos y realizar experimentos que puedan ayudar a comprender el funcionamiento de determinado sector de la naturaleza. Pero quien formula una ley está haciendo algo más que describir un fenómeno, lo está interpretando. Dicho de otro modo, está conjeturando acerca del modo en que se relacionan los hechos que percibimos. Esta tarea corresponde al especulador o filósofo experimental. Ahora bien, la actividad del filósofo experimental puede realizarse sobre un determinado campo de las ciencias, por ejemplo, en el de la química o la física. Allí, luego de percibir una gran cantidad de hechos e interpretarlos, el filósofo presenta una hipótesis explicativa —siempre en forma de ley— para ser confirmada mediante nuevos experimentos ad hoc. Sin embargo, aún queda un paso más por dar para quien persigue la interpretación de la naturaleza. De acuerdo con Diderot, “un

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sistema universal de la naturaleza es el objeto más grande que la inteligencia humana pueda proponerse” (Diderot, 1992:§L). Éste, como todo sistema, será necesariamente metafísico, pues: una de las principales diferencias entre el observador de la naturaleza y su intérprete es que éste parte del punto en que los sentidos y los instrumentos abandonan al otro; conjetura, a partir de lo que es, lo que todavía debe ser; extrae del orden de las cosas conclusiones abstractas y generales, que tienen para él toda la evidencia de las verdades sensibles y particulares; se eleva hacia la esencia misma del orden. (Diderot, 1992:§LVI)

Se trata de una visión sintética de la realidad que, incorporando siempre las hipótesis confirmadas de la ciencia experimental, intenta abarcar todo lo existente bajo la forma de un sistema. Eso es precisamente lo que entiende Diderot por filosofía y lo que lo lleva a admirar sin reservas a todos los filósofos que han intentado la construcción de un sistema universal de la naturaleza. Por supuesto, la mayoría de estos filósofos han olvidado la necesidad de confrontar sus sistemas con los hechos y eso es lo que ocasionó el derrumbe de esos enormes edificios intelectuales. Es sumamente importante tener en cuenta estas ideas expresadas en Sobre la interpretación de la naturaleza para continuar con nuestro análisis sobre el eclecticismo, especialmente porque los eclécticos aprovecharán los escombros de los edificios ajenos derrumbados para construir su propia obra: El ecléctico no recoge verdades al azar; no las deja aisladas; menos aún se obstina por hacerlas encajar en algún plan determinado; cuando él ha examinado y admitido un principio, la proposición de la que se ocupa inmediatamente después, o se une evidentemente con ese principio, o no se le une, o le es opuesta. En el primer caso, él la considera como verdadera; en el segundo, suspende el juicio hasta que nociones intermedias que separan la proposición que él examina del principio que ha admitido, le demuestren su unión o su oposición con ese principio; en el último caso, la rechaza como falsa. Éste es el método del ecléctico. Es así como él consigue formar un todo sólido, que es propiamente su obra, de un gran número de partes que ha recogido y que pertenecen a otros.6

Como podemos ver, el ecléctico tiene la virtud de sostener la coherencia entre sus ideas. Este punto es fundamental para Diderot ya que la validez de un sistema se puede evaluar en dos planos distintos: uno es, digamos, externo y se realiza, como vimos más arriba, mediante el contraste de sus proposiciones con los hechos; el otro es interno, puesto que se logra midiendo el encadenamiento lógico de las proposiciones que lo conforman. Ahora bien, Diderot sostiene que existen dos tipos de eclécticos, cuyas particularidades se manifiestan en la forma en que actúan frente a los edificios derrumbados

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de los viejos sistemas filosóficos. Uno de ellos piensa que los escombros de esos edificios tienen escaso valor y que los materiales con los que cuenta no alcanzan para realizar nada bueno. En consecuencia, se ocupa sin descanso de recolectar nuevos materiales. El otro cree estar en condiciones de comenzar la nueva obra a partir de los restos ajenos, a los que no deja de combinar con la finalidad de dar con el plano a ejecutar. De aquí que se puedan establecer dos clases de eclecticismo: Uno experimental, que consiste en recolectar las verdades conocidas y los hechos dados, y en aumentar su número a través del estudio de la naturaleza; el otro sistemático, que se ocupa de comparar entre ellas las verdades conocidas y de combinar los hechos dados, para extraer de allí o la explicación de un fenómeno, o la idea de una experiencia. El eclecticismo experimental es la división de los hombres laboriosos, el eclecticismo sistemático es la de los hombres de genio; aquél que los reúna, verá su nombre colocado entre los nombres de Demócrito, de Aristóteles y de Bacon.7

Desde nuestra punto de vista, Diderot siempre estuvo más cerca del segundo tipo que del primero; más próximo al constructor de sistemas que al experimentador laborioso. Como veremos en el próximo apartado, Diderot construyó su propio sistema universal de la naturaleza, formado de retazos y escombros, y ayudado por una aguda capacidad combinatoria, propia de los genios. Esta construcción del edificio materialista se erigió, como intentaremos mostrar, sobre los cimientos del viejo sistema epicúreo. Sin embargo, las exigencias del proceder ecléctico llevaron a Diderot a realizar una tarea de refacción, dando los retoques necesarios para adecuar el viejo proyecto materialista a la ciencia de su tiempo. Nuestro siguiente paso será, entonces, señalar cuáles fueron las ideas fundamentales del epicureísmo que Diderot utilizó en la edificación de su sistema, como así también advertir cuáles fueron los problemas que debían ser resueltos en el contexto científico moderno y para los cuales la visión epicúrea de la naturaleza ya no estaba en condiciones de dar respuestas.

2. Epicuro, Lucrecio y el materialismo vitalista de Diderot

Diderot tenía un gran dominio tanto del latín como del griego, lo que le permitió leer a los filósofos y literatos antiguos en sus lenguas originales.8 Probablemente, su primer contacto con el epicureísmo se haya producido, a través de Lucrecio, por su interés en el estudio del lenguaje más que en el contenido filosófico. Es difícil creer que el de Rerum natura no haya contado entre los textos que utilizó Diderot para aprender latín en su adolescencia, ya que aquél

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era considerado como un clásico entre los clásicos. Además, aun suponiendo que esta lectura fuera demorada hasta su juventud, contamos con algunas referencias que nos permiten suponer que Diderot ya había leído a Lucrecio al momento de hacer su aparición en el mundo de la filosofía. En efecto, la primera apropiación de una idea epicúrea que encontramos en Diderot data de 1747 y fue utilizada para relatar una escena de Los dijes indiscretos. Allí, Mizorza, la favorita del sultán Mangogul, acude a Bloculocus, un interpretador de sueños, con el objeto de solicitar sus servicios. La explicación del fenómeno del sueño que da Bloculocus en este pasaje es deudora de la epicúrea, presentada por Lucrecio en el libro IV de su obra. Claro que la explicación de la aparición de los restos diurnos en las representaciones oníricas se realiza bajo conceptos que pertenecen a la nueva ciencia moderna; ahora son los espíritus animales y no los simulacros o los éidola los encargados de generar las representaciones involuntarias.9 El tópico de los sueños como consecuencia de la actividad en la vigilia, permanecerá latente en Diderot y será utilizado audazmente para hacer delirar en sueños al personaje d’Alembert. Otra importante referencia en los textos de juventud se encuentra en la Carta sobre los sordomudos, de 1751. Allí, Diderot recomendaba a su librero colocar en la edición final de la obra una figura que aparecía “en la ilustración del último libro de Lucrecio de la hermosa edición de Havercamp” (Diderot, 2002:82).10 Con respecto a los textos conservados de Epicuro, existían versiones bilingües (griego y latín) a las que Diderot, sin duda, consultó en diferentes momentos de su vida; por ejemplo, en ocasión de la redacción de su artículo para l’Encyclopédie o, más adelante, en su colaboración para la traducción al francés del de Rerum natura.11 El juicio personal de Diderot acerca de la recepción histórica de la filosofía de Epicuro quedó grabado en las primeras líneas de su artículo “Epicuréisme”: “Jamás una filosofía fue menos entendida y más calumniada que la de Epicuro”.12 Más allá de que esta afirmación fuera compartida por algunos de sus contemporáneos, no estaba puesta ahí por seguir una moda, sino que expresaba verdaderamente el sentir de Diderot. En el mismo artículo, llegando al final, sintetizaba magistralmente en pocas palabras toda una lección de filosofía helenística: “Estoico se hace, epicúreo se nace”. Esta frase contrasta eficazmente dos tendencias filosóficas opuestas y nos permite comprender cuál era, a los ojos de Diderot, la esencial virtud del epicúreo: vivir de acuerdo a la naturaleza, que nos indica de modo inequívoco nuestras necesidades y castiga igualmente nuestros excesos. Lo primero que cabe mencionarse en esta historia de herencias filosóficas es lo seductor que debió resultar para Diderot el programa epicúreo en su conjunto, y esto en un doble sentido. Por una parte, en cuanto al modo en que debía llevarse a cabo dicho programa: los materialistas del siglo XVIII13 buscaban demostrar, al igual que lo había intentado Epicuro, que las fuerzas

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de la naturaleza eran suficientes para explicar la conformación del universo y su funcionamiento, y que, por lo tanto, la introducción de elementos espirituales en dicha explicación era completamente superflua. Por otra parte, en cuanto al objetivo que se perseguía: en efecto, tanto para Epicuro como para sus modernos discípulos, el estudio racional de la naturaleza era el camino indicado para alcanzar la felicidad. Sin embargo, es preciso señalar aquí que el tratamiento que daba Epicuro a algunos puntos claves del programa difería del de los materialistas en cuanto a los resultados que se esperaban obtener. Nos referimos, por ejemplo, a las consecuencias que tendría la crítica de las falsas creencias religiosas. Así pues, mostrar que tales creencias carecían de fundamento redundaba, para Epicuro, entre otras cosas, en la superación del miedo a la muerte, uno de los principales obstáculos para alcanzar la ataraxia.14 Para los materialistas, en cambio, el valor de su ataque a las supersticiones estaba vinculado a un problema cuya resolución tenía carácter de urgente, pues lo que se buscaba era combatir la intolerancia religiosa. En este sentido, el compromiso político y social de los ilustrados era la principal característica que los distinguía de sus héroes de la antigüedad. Mientras que Epicuro aconsejaba retirarse de la vida pública y alejarse así de los falsos honores, Diderot sostenía que la mayor virtud del philosophe del siglo XVIII era no creerse exiliado en este mundo y trabajar, en consecuencia, para el progreso moral y político de la sociedad civil.15 En otros casos, aunque las ideas no podían ser retomadas tal cual habían sido formuladas en su contexto, eran susceptibles de una resignificación. Así, por ejemplo, si bien Epicuro no negó la existencia de los dioses, sostuvo que su lugar de residencia estaba en los intermundia, concediéndoles plena autonomía y una independencia absoluta respecto de los asuntos humanos.16 Este giro en la cuestión de la incumbencia de los dioses en la vida terrenal bien podía ser leído por los ilustrados en clave política, pues favorecía a la demanda de separación entre el Estado y la Iglesia.17 Más allá de estos aspectos generales, la presencia del epicureísmo en la obra de Diderot se percibe con mayor intensidad en las especulaciones sobre la naturaleza. Hay, en efecto, un conjunto de afirmaciones que constituyen los principios de la filosofía epicúrea y que serán retomados más tarde por Diderot. Nos referimos a los siguientes puntos: a) un universo conformado exclusivamente por infinitos cuerpos materiales, moviéndose eternamente en el infinito espacio vacío; b) esos cuerpos son, o bien mínimas unidades materiales, es decir, átomos plenos, indivisibles e indestructibles, o bien un compuesto de átomos; en este último caso, dado que su estructura siempre contiene vacío, son destructibles, es decir, divisibles hasta las unidades últimas que lo componen; c) como consecuencia de los puntos anteriores, se produce un necesario recorte ontológico: si hay algo a lo que podamos llamar alma, esta deberá ser también un compuesto de átomos materiales; d) si todo compuesto

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está sujeto a destrucción, entonces no es posible la inmortalidad del alma; e) no habiendo otra vida más que la que tenemos ahora, la felicidad no podrá ser buscada en un más allá, sino que deberá tener un carácter terrenal; f ) la felicidad será entendida como producto de relación, tanto cualitativa como cuantitativa, que se da entre placer y dolor. Hemos incluido en esta lista el pasaje que se realiza desde la negación de la inmortalidad (d) hasta las consideraciones sobre la felicidad (e–f ) porque nos parece representativo del modo en que se vinculan teoría y práctica en la filosofía de Epicuro. Pero ahora buscaremos llamar la atención sobre los postulados a–d, estableciendo algunos puntos de comparación entre la obra de Epicuro y la de Diderot, comenzando por cuestiones metodológicas. Como bien ha observado Anthony Long, aunque por su punto de partida en la experiencia sensible pueda considerárselo rigurosamente empirista, Epicuro debía hacer lugar a ciertas excepciones que le permitieran ir más allá de la pura descripción de objetos sensibles.18 En efecto, el criterio de la evidencia sensible no habría podido servirle de mucho si no hubiera estado acompañado de una serie de cláusulas que operaban por fuera de dicho criterio. Sin ir más lejos, con la sola ayuda de la percepción sensible, Epicuro no hubiera podido dar cuenta de los principios mencionados en los puntos a–d. Este complemento epistemológico fue aportado por reglas que formaban parte de la canónica, esto es, según Diógenes Laercio, una parte de la filosofía epicúrea que sólo tenía validez aplicada a la física y nunca por sí misma.19 Elizabeth Asmis ha abordado este tema con precisión, señalando cómo se articulan las dos reglas principales de la canónica epicúrea con la teoría del conocimiento en su conjunto (Asmis, 2009:84–104). Ambas reglas, que se supone tuvieron un desarrollo más extenso en el desaparecido Kan­on, se pueden reconstruir a partir de las primeras líneas de la Carta a Heródoto (D. Laercio, X, 28), a pesar de lo ajustado que es el resumen que Epicuro está ofreciéndole allí a su amigo y discípulo. La primera de estas reglas es la que exige que un tipo especial de concepto (prolepsis o preconcepto) haya sido adquirido previamente a cualquier investigación de la naturaleza. Esto vale para toda investigación posible. Así, apunta Laercio, no podemos preguntarnos si tal cosa es un hombre, antes de saber a qué nos referimos con la palabra “hombre”, esto es, antes de poseer el concepto de lo que está siendo nombrado. Todavía está en discusión cómo entendía Epicuro el proceso de adquisición de estos preconceptos, pero no quedan dudas acerca de la evidencia (enargeia) que poseían los mismos, puesto que derivaban de percepciones sensoriales evidentes. Justamente, Epicuro entendía esta regla como un requisito necesario que evitaba que la argumentación se tornara infinita por no poder descansar sobre algo evidente. A su vez, habiendo surgido de la experiencia, los preconceptos le aseguraban no caer en el uso de expresiones vacías. Dicho de otro modo, los preconceptos permitían garantizar

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la referencialidad de los enunciados científicos. En este sentido, hemos visto ya cómo advertía Diderot sobre los peligros de la pérdida de la referencialidad en la construcción del conocimiento, a la vez que reclamaba la necesidad de asociar nuestras ideas con los seres exteriores. La segunda regla es más importante para nosotros pues, como veremos, constituye uno de los pilares del eclecticismo de Diderot. Se trata de una regla que permite ampliar el criterio de validez de las proposiciones científicas. Dicho brevemente, para Epicuro, podemos contar con proposiciones acerca de lo que todavía no ha sido observado o, incluso, sobre lo que nunca podrá ser objeto de los sentidos. La condición para que estas proposiciones tengan validez es que estén en concordancia con las percepciones evidentes. De este modo, lo evidente sensible (preconceptos o sentimientos) puede funcionar como signo de lo que no puede percibirse. Para poder proceder así será necesario sumar, a la evidencia de la primera regla, el principio de no contradicción, puesto que el paso del dato evidente a la conjetura tendrá carácter lógico. Epicuro menciona claramente el criterio que nos posibilita incorporar proposiciones sobre lo no percibido: “La conjetura puede ser verdadera o falsa; verdadera, si la atestigua alguna prueba, o bien si no hay testimonio que la refute; y si no hay prueba que la asevere, o la hay que la refute, es falsa” (Diógenes Laercio,1998:25). Epicuro utilizará positivamente las conjeturas verdaderas, pero también sacará provecho de las falsas. En este último caso, forzará las tesis rivales a entrar en contradicción con la evidencia para negarlas y afirmar luego la tesis contraria. Veamos un ejemplo. El movimiento de los cuerpos es algo evidente; si no hubiese espacio (vacío) sería imposible que se produzca el movimiento (pues no habría un dónde por donde un cuerpo pudiera moverse); por lo tanto, el espacio existe. En este caso, el dato evidente (el movimiento) más la aplicación del principio de no contradicción a la tesis sobre la inexistencia del vacío, dan como resultado la negación de ésta y la consecuente afirmación de la tesis epicúrea de la existencia del vacío. Diderot se enfrentaba a un problema similar en Sobre la Interpretación de la naturaleza, cuando intentaba sentar un criterio de validez que le permitiera a la ciencia experimental ir más allá de lo observable. Es notable la semejanza del último pasaje citado de Epicuro con el siguiente: El acto de generalización es a la hipótesis del metafísico lo que las observaciones y las experiencias repetidas son a las conjeturas del físico. ¿Son acertadas las conjeturas? Cuantas más experiencias se hacen, más se confirman las conjeturas. ¿Son ciertas las hipótesis? Cuanto más se amplían las consecuencias, más verdades abarcan, más evidencia y fuerza adquieren. Al contrario, si las conjeturas y las hipótesis son endebles y están mal fundamentadas, o se descubre un hecho, o se llega a una verdad contra la cual fracasan. (Diderot, 1992:§L )

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Las conjeturas y las hipótesis serán para Diderot las herramientas más importantes que tenemos para avanzar en la investigación de la naturaleza, y la analogía será, al igual que para Epicuro, y más notablemente para Lucrecio, la clave para el avance científico. Precisamente, el pensamiento analógico es para Diderot el medio de explorar lo desconocido por lo conocido; es una función comparativa que nos conduce a la formulación de hipótesis como forma superior de conocimiento para ir más allá de los sentidos.20 Dejaremos ahora los aspectos metodológicos para ver cómo se insertan los principios mencionados (a–d), en diversos pasajes de la obra del francés. La adopción de los principios epicúreos por parte de Diderot será fluctuante, acompañará el ritmo de sus especulaciones y, tal como hemos visto anteriormente, estará condicionada por la posibilidad de contrastar sus implicaciones con la experiencia. Prueba de ello son los parágrafos XIX–XXI de los Pensamientos Filosóficos, de 1746. Diderot se inscribe en este período en el deísmo, como consecuencia de una serie de experimentos que, al demostrar que la putrefacción, por sí sola, no engendra nada organizado, eliminaba la posibilidad de una explicación materialista de la naturaleza.21 En otras palabras, era necesario hacer intervenir a Dios para explicar la aparición de la vida, de los cuerpos organizados. Los pensamientos XIX y XX darán razones para aceptar al deísmo como posición más acorde con los datos de la experiencia, pero, sin embargo, en el XXI, Diderot apela a las leyes del cálculo de probabilidades para refutar una objeción metafísica al ateísmo: la posibilidad de que el mundo se haya engendrado fortuitamente a partir de la reunión de átomos infinitos en un espacio infinito es muy baja, pero siendo también infinito el tiempo en que ello pueda ocurrir, la dificultad está más que suficientemente compensada. La experiencia no le permitía por el momento sostener esta hipótesis epicúrea, pero Diderot indicaba allí el camino que lo conduciría al ateísmo, una vez que nuevos experimentos vuelvan a dar lugar a la tesis de la generación espontánea. En efecto, en 1748, el irlandés Needham realizaba experimentos sobre generación de vida a partir de materia descompuesta y, luego de ver aparecer pequeños seres vivos en su redoma, deducía la existencia de una fuerza vegetativa en la materia. Diderot se basará en esta experiencia para suscribir al materialismo en su Carta sobre los ciegos, de 1749. Una vez que se estuvo en condiciones de prescindir de Dios en la explicación de la naturaleza y de la aparición de la vida en ella, el camino se encontró allanado para elaborar conjeturas acerca de la generación, exclusivamente material, de los cuerpos organizados. En este texto, las ideas de Epicuro resonarán en el discurso de Saunderson, portavoz de Diderot. Allí, el ciego de nacimiento sugería que el universo bien podría ser un eterno compuesto de materia y sujeto a revoluciones, en el que la vida se generara aleatoriamente a partir de la reunión de

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moléculas. Habiendo supuesto la infinitud de los átomos, el tiempo jugaba como un factor imprescindible para la realización de esta combinación atómica especial que da origen a los seres vivos y, entre ellos, a la máxima expresión de la naturaleza, un ser capaz de pensamiento. Así, el recurso al cálculo de probabilidades sumado a la experiencia de Needham daba como resultado una conjetura materialista coherente. Sin embargo, esta imagen mecánica del universo, la de átomos como dados chocando dentro de un cubilete, no resultará convincente para el Diderot vitalista. En una carta de 1754 dirigida a Sophie Volland, nuestro autor dejaba ver su preocupación por alcanzar una explicación satisfactoria de la generación de la vida. Diderot confesaba allí que “los cambios de posición en el espacio no darán sentimiento y vida a las moléculas que no los tienen: es necesario que el sentimiento y la vida sean eternos”. Para esa misma época, Diderot había comenzado a tomar los cursos de química de Rouelle, buscando un nuevo contexto científico sobre el cual basar su materialismo. Aunque Diderot admitía la fuerza de atracción newtoniana, el punto de vista de la física le resultaba insatisfactorio para explicar ciertos fenómenos del universo microscópico. Jean Paul Jouary, con acierto, transcribe un pasaje en el que Diderot presenta este problema: “El punto más difícil de descubrir es el mecanismo por el que las partes de un sistema, cuando se coordinan entre las de otro, a veces lo simplifican, expulsando de él las partes coordinadas, tal como ocurre en ciertas operaciones químicas. Atracciones según leyes diferentes no parecen bastar para explicar este fenómeno” (Jouary, 1992:XXIII). Este es el motivo por el cual Diderot recurrirá, en El sueño de d’Alembert, a una hipótesis fundamental que le permitirá superar esas dificultades: la sensibilidad es una propiedad universal de la materia. Será en esta obra, precisamente, donde las ideas epicúreas recobrarán impulso en el pensamiento de nuestro autor. El interés de Diderot por la filosofía de Epicuro fue reanimado por un hecho particular. En 1768, un año antes de la redacción de El sueño de d’Alembert, Lagrange publicaba una traducción al francés del de Rerum natura de Lucrecio.22 Diderot, que por entonces solía pasar largas estadías en el castillo del barón d’Holbach, donde Lagrange trabajaba como tutor, participó de las discusiones sobre la obra del poeta epicúreo. Este renovado contacto con la tradición atomista es considerado como uno de los detonantes del proyecto de Diderot de realizar, como sostuvo Alain Gigandet, un de Rerum natura de la Modernidad (Gigandet, 2003:415–427). Para entonces, Diderot ya había recorrido un largo camino en la producción filosófica, su tarea como director de l’Encyclopédie había concluido y el materialismo, que en la Carta sobre los ciegos era apenas un esbozo, se alimentaba de una fuerte influencia, reconocida ya en 1754, de la metafísica de Maupertuis y de los trabajos del naturalista Buffon, como también de los estudios del médico Bourdeu, dando

63

como resultado el rechazo a la explicación mecanicista de los procesos vitales y la consecuente adopción de un materialismo vitalista. La formulación de un sistema de la naturaleza apoyado en este nuevo materialismo será, justamente, el desafío que emprenderá Diderot en su trilogía conocida como El sueño de d’Alembert. El problema fundamental que Diderot intenta resolver en este texto es el de encontrar una explicación de la naturaleza sin recurrir a elementos inmateriales. Hemos visto ya que esta búsqueda se corresponde con la emprendida por Epicuro, pero también hemos advertido que la ciencia moderna obligaba a Diderot a reformular el planteo de aquél. En este sentido, la introducción de la hipótesis de la sensibilidad como propiedad universal de la materia era necesaria para dar respuesta a problemas con los que el filósofo clásico no se había enfrentado, o que había intentado resolver, pero en otro contexto (“precientífico”, desde la perspectiva de los modernos). Diderot debía responder a la pregunta de cómo es posible la aparición de la vida y, más concretamente, de seres pensantes y autoconscientes, a partir de la azarosa combinación de elementos que, de acuerdo al punto de vista del epicureísmo, no poseían otro movimiento más que el producido por su propio peso y por una extraña y dudosa inclinación (clinamen). En otras palabras, para eludir el mecanicismo heredado del dualismo cartesiano, y con él toda explicación que requiriera de un Dios creador, era necesario dotar a la materia de algo más que movimientos puramente mecánicos. Al proponer la hipótesis de la sensibilidad como propiedad general de la materia, Diderot daba un paso fundamental en construcción de su propio sistema. Dicha sensibilidad permanecería en estado pasivo en los cuerpos inorgánicos o no organizados; por el contrario, se encontraría activa en los seres vivos. El pasaje de un estado al otro se produciría por efecto de procesos químicos que darían lugar a la continuidad molecular, en lugar de la contigüidad que postulaba la física. Dicho de otro modo, un sistema de átomos puede incorporar nuevos elementos al conjunto y asimilarlos hasta una homogenización funcional. Diderot utiliza un ejemplo concreto para explicar este proceso de asimilación. Si tomamos una estatua de mármol, la molemos y luego la utilizamos de abono, las plantas que crezcan en ese suelo se habrán alimentado de las partículas disueltas del mármol, para luego incorporarse a nuestro cuerpo cuando nos alimentemos con sus frutos. De este modo, las mismas partículas de sensibilidad “sorda” que constituían la estatua, se transforman en la parte de un todo sensible. D’Alembert, en su sueño, comparará este proceso con la unión de dos gotas de mercurio que al entrar en contacto ya no forman sino una única gota. Ahora bien, es difícil saber si para Diderot esta hipótesis, por sí misma, daba solución al problema del movimiento. En realidad, la sensibilidad no parece garantizar el movimiento autónomo de las moléculas, sino más bien

64

su capacidad para reaccionar al contacto con otra molécula. El problema que se presenta aquí es el de saber qué estatuto tuvo otra de las propiedades que Diderot atribuyó a las moléculas, el nisus o fuerza interna que, a diferencia de la fuerza que es ejercida desde el exterior, no se extingue en absoluto, es una energía potencial inagotable.23 Las interpretaciones posibles para esta tesis se reducen a dos: a) que este nisus sea una cualidad esencial de la materia, independiente de la sensibilidad, con lo cual podría considerarse como un reemplazante complejizado del clinamen epicúreo; o b) que sea una propiedad universal de la materia, pero derivada de la sensibilidad. En este caso, la sensibilidad no sólo sería principio de reacción sino también de acción. Como sea, cualquiera de estas alternativas era válida para defender el movimiento autoquinético. Diderot, apelando a la colaboración experimental de los químicos, cuya ciencia comenzaba a independizarse de las prácticas médicas, apostaba a un desplazamiento que le permitiría desligarse de la supremacía del mecanicismo.24 Existen, por supuesto, otras modificaciones en el sistema de la naturaleza de Diderot con respecto al de Epicuro, pero en general dependen de la hipótesis esencial de la sensibilidad.25 Justamente, hemos escogido este punto de divergencia porque nos permite comprender el proceder ecléctico de Diderot. En otras palabras, el proyecto epicúreo sólo podía ser salvado por medio de su actualización en el campo de la experimentación y de las nuevas conjeturas a que daban lugar los descubrimientos de la ciencia moderna. En este sentido, podemos señalar que Diderot se apartó del epicureísmo allí donde éste ya no resultaba propicio para resolver los problemas que planteaba la ciencia de su tiempo. No obstante, Diderot intentó permanecer fiel a las tesis principales de Epicuro que presentamos en (a–d). En efecto, el universo diderotiano continuó siendo, incluso luego de las variantes introducidas a partir de la hipótesis comentada, un todo conformado por átomos y vacío, en el que la diversidad de cuerpos existentes se explicaba por medio de operaciones naturales que se daban a escala microscópica entre átomos heterogéneos. De este modo, Diderot recuperaba uno de los grandes sistemas de la filosofía antigua, retocando lo necesario para adecuarlo a las exigencias de su eclecticismo, pero manteniendo vigente el proyecto fundacional: el de alcanzar una explicación de la naturaleza que prescindiera de las entidades inmateriales o, en un sentido más general, de las sutilezas de la metafísica dominante.

65

Notas Cfr. La filosofía helenística. Estoicos, epicúreos,

ce que des notions intermédiaires qui séparent la

escépticos (Long, 2004:231). Sin embargo, el

proposition qu’il examine du principe qu’il a admis,

autor advierte que R. Sabbadini (Florencia, 1914)

lui démontrent sa liaison ou son opposition avec ce

menciona una traducción al latín que circuló entre

principe; dans le dernier cas, il la rejette comme

los siglos X y XIII.

fausse. Voilà la méthode de l’éclectique. C’est

1

Sobre las primeras ediciones del de Rerum na-

ainsi qu’il parvient à former un tout solide, qui est

tura y su recepción en Europa, cfr. von Albrecht,

proprement son ouvrage, d’un grand nombre de

2002:333–361; Traver Vera, 1999:459–474;

parties qu’il a rassemblées & qui appartiennent

Nisbet, 2005:115–133.

à d’autres.” (Diderot y d’Alambert, 1765, Vol. V:

2

3

Cfr. Screech, 1998:2–10.

290a. Traducción nuestra)

4

“L’éclectique est un philosophe qui foulant aux

7

“L’un expérimental, qui consiste à rassembler les

piés le préjugé, la tradition, l’ancienneté, le con-

vérités connues & les faits donnés, & à en aug-

sentement universel, l’autorité, en un mot tout ce

menter le nombre par l’étude de la nature; l’autre

qui subjugue la foule des esprits, ose penser de

systématique, qui s’occupe à comparer entr’elles

lui–même, remonter aux principes généraux les

les vérités connues & à combiner les faits donnés,

plus clairs, les examiner, les discuter, n’admettre

pour en tirer ou l’explication d’un phénomene, ou

rien que sur le témoignage de son expérience &

l’idée d’une expérience. L’Eclectisme expérimental

de sa raison; & de toutes les philosophies, qu’il a

est le partage des hommes laborieux, l’Eclectisme

analysées sans égard & sans partialité, s’en faire

systématique est celui des hommes de génie;

une particuliere & domestique qui lui appartienne:

celui qui les réunira, verra son nom placé entre

je dis une philosophie particuliere & domestique,

les noms de Démocrite, d’Aristote & de Bacon.”

parce que l’ambition de l’éclectique est moins

(Diderot y d’Alambert, 1765, Vol V: 303a. Traduc-

d’être le précepteur du genre humain, que son

ción nuestra)

disciple; de réformer les autres, que de se réfor-

8

mer lui–même; d’enseigner la vérité, que de la

que hablan y oyen (1751) es un buen testimonio

connoître. Ce n’est point un homme qui plante

del excelente conocimiento que tenía Diderot del

ou qui seme; c’est un homme qui recueille & qui

griego y del latín. Acerca de la traducción de la

crible.” (Diderot y d’Alambert, 1765, Vol. V: 289a.

Apología de Sócrates que realizara Diderot en la

Traducción nuestra)

prisión de Vincennes, entre julio y noviembre de

La Carta sobre los sordomudos para uso de los

5

Cfr. Bourdin, 1999:85–97.

1749, Ginzo Fernández señaló que “realizada en

6

“L’éclectique ne rassemble point au hasard des

condiciones precarias, sin ningún tipo de ayuda,

vérités; il ne les laisse point isolées; il s’opiniâtre

la traducción de la Apología es considerada, no

bien moins encore à les faire quadrer à quelque

obstante, como la mejor, con anterioridad a las

plan déterminé; lorsqu’il a examiné & admis un

de los especialistas actuales” (Ginzo Fernández,

principe, la proposition dont il s’occupe immédiate-

1996:51–100). El autor demuestra allí también

ment après, ou se lie évidemment avec ce principe,

la profunda admiración que sentía Diderot por

ou ne s’y lie point du tout, ou lui est opposée.

los clásicos, deteniéndose especialmente en las

Dans le premier cas, il la regarde comme vraie;

figuras de Diógenes, Sócrates y Séneca.

dans le second, il suspend son jugement jusqu’à

66

9

Con respecto a la explicación de los sueños

15

Así lo daba a entender Diderot en el artículo

en el atomismo antiguo, véase Pérez Cortés

“Philosophe” de l’Encyclopédie, tomado de un

(2008:155–187).

texto clandestino de Du Marsais.

Diderot se refiere allí a la edición del de Rerum

16

Cfr. Lucrecio, 1984:145–156.

natura realizada por Sigebert  Havercamp en

17

Ya Cicerón había advertido las consecuencias

1725.

prácticas de una posición como la de Epicuro: “Y

10

De acuerdo con el catálogo firmado por Merigot

es que ha habido filósofos que estiman que los

“le Jeune” (Merigot, 1789:265–6), en la biblioteca

dioses no se preocupan en modo alguno de los

de d’Holbach se encontraban las siguientes edi-

asuntos humanos. Si su opinión es verdadera,

ciones bilingües de la obra de Diógenes Laercio:

¿qué sentido pueden tener la piedad, la devoción

1º– Diogenis Laertii de vitis, &c. clarorum philo-

o la práctica religiosa?” (Cicerón, 2000:59).

sophorum, Gr. & Lat. cum notis: .Aegid. Menagii,

18

Cfr. Long, 2004:34–37.

Amstelodami, Wetstenius, 1692, 2 tom.; 2º– Dio-

19

Cfr. Diógenes Laercio, 1998:22.

genis Laertii, de vitis, dogmatibus, &c. clarorum

20

Cfr. Christie McDonald, 1986:9–22.

philosophorum libri X, Gr. & Lat. Edente, Paul. Dan.

21

Seguimos aquí la introducción a El sueño de

Longolio, Curiae Regnitianae, Puttnerus, 1739, 2

d’Alembert y Suplemento al viaje de Bougainville,

vol. Para nuestro tema este dato tiene un interés

(Jouary, 1992:XIII–XVI). De acuerdo con Jouary, los

particular, puesto que Diderot contaba a Sophie

experimentos a los que refiere Diderot fueron los

Volland, en una carta fechada el 5 de octubre de

realizados por Reti hacia finales del siglo XVII.

1759, que en su estadía en el castillo de Grandval,

22

Cfr. Lucrèce, 1768.

residencia de d’Holbach, pasaba horas leyendo y

23

Cfr. Diderot, 1964:398. Un excelente estudio

estudiando. Cfr.: D. Diderot, Oeuvres Complètes,

sobre este tema se encuentra en Starobinski

éd. Assézat, 1875–1877, Vol. XVIII, p. 394.

(2001:58–109). Starobinski señala en su obra

11

“Jamais philosophie ne fut moins entendue

que la tesis de la energía inagotable había sido

& plus calomniée que celle d’Epicure.” (Diderot

defendida un siglo antes por el médico inglés

y d’Alambert, 1765, Vol V: 814b. Traducción

Francis Glisson.

nuestra)

24

Cfr. Hanskins, 1998:86–119.

25

Nos referimos aquí al extenso tratamiento del tema

12

13

Aunque había importantes diferencias entre las

filosofías de los materialistas, puede señalarse

de la autoconciencia, como así también al del pasaje

una serie de objetivos y presupuestos comunes y

de la multiplicidad a la unidad y al de la conjetura

que nos permiten hablar de un movimiento. Olivier

sobre el transformismo de las especies. Todos estos

Bloch ha caracterizado lo que denominó la “vulgata

problemas fueron discutidos por Diderot en El sueño

materialista de la Ilustración” refiriéndose a estos

de d’Alembert y las respuestas que allí se ensayaban

puntos en común (Bloch, 1997:276). También,

daban ya por supuesta la tesis de la sensibilidad

siguiendo esta línea, cfr.: Bourdin, 1998:14–15.

como propiedad esencial de la materia.

14

Cfr. Epicuro en Diógenes Laercio, 1998:54–55

y 92.

67

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68

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Segunda Parte Integración a la verdad

4. Marin Mersenne, Henri Estienne y el redescubrimiento de las Hipotiposis Pirrónicas de Sexto Empírico Brenda Basílico

Muchos eruditos han señalado que la recuperación y el renacimiento del escepticismo en el siglo XVI tuvieron como origen razones de índole político– social, religiosa y filosófica, y no fueron solamente fruto de un interés de los estudios por las fuentes clásicas. El saber aristotélico–escolástico, que comenzaba a ver amenazado su ideal de ciencia perfecta y omnicomprensiva, y el resquebrajamiento del orden social por las divisiones religiosas y las guerras civiles habrían impulsado aquella recuperación, peculiar y comprometida.1 Por un tiempo, la duda pirrónica pareció proporcionar un instrumento apologético ideal para suscitar en el espíritu de los hombres el abandono de toda pretensión racional en materia de religión. De modo que el pirronismo representó una vía filosófica propicia para emprender el camino hacia las verdades divinas. Con este espíritu apologético, se realizaron las dos primeras ediciones de la obra de Sexto Empírico: la de Henri Estienne (1528–1598) y la de Gentien Hervet (1499–1584). Estienne publicó la edición latina de las Hipotiposis Pirrónicas en 1562.2 Siete años más tarde, Hervet preparaba la edición de Adversus Mathematicos que finalmente agregó al trabajo de su colega

71

para una publicación conjunta.3 Estas ediciones fueron reimpresas en 1601 y, acompañadas por primera vez del original griego, en 1621.4 Sin duda, las ediciones de Estienne y Hervet renovaron el interés por la obra de Sexto en los tiempos en que Marin Mersenne comenzaba a escribir sus obras apologéticas,5 y podemos conjeturar que el Mínimo tuvo contacto con ellas.6 En 1625 Mersenne publicó la Vérité des Sciences contre les Sceptiques ou Pyrrhoniens, una obra que pretendía luchar contra el pirronismo del que algunos se servían para “persuadir a los ignorantes de que no hay nada de cierto en el mundo a razón del flujo y reflujo continuo de todo lo que está sobre la tierra (…) para que, habiendo hecho perder crédito a la verdad respecto de las ciencias y de las cosas naturales que nos sirven de peldaños para elevarnos a Dios, puedan hacer lo mismo en lo que concierne a la religión”.7 El designio de la Vérité des Sciences supone un cambio importante respecto de la manera en que la filosofía pirrónica fue utilizada como herramienta apologética. 8 Inicialmente, el combate del dogmatismo a través de la suspensión del juicio pirrónica fue concebido como un camino propedéutico para la instauración de la fe en tanto frustraba o limitaba las pretensiones racionales.9 Sin embargo, la destrucción del dogmatismo pronto comenzó a asociarse también con la posible destrucción de los dogmas de la fe. Estas sospechas respecto de la filosofía pirrónica terminaron por disolver la aparente comunión entre la suspensión del juicio y la verdad de la religión.10 En lugar de adoptarla como herramienta, la apologética se vio obligada entonces a rechazar la suspensión pirrónica para asegurar la validez de sus discursos y, así, permitir el establecimiento de la verdad. Tal vez sea por ello que cuando las traducciones de Estienne y Hervet se publicaron nuevamente en 1621 lo hicieron ya sin el prefacio en defensa de la religión.11 Esto no significa, de todas maneras, que la filosofía pirrónica perdiera interés para los defensores de la fe: Mersenne, lejos de olvidarla, se concentró atentamente en la lectura de las Hipotiposis Pirrónicas, obra de la que realizó extensas paráfrasis. En el presente trabajo, no pretendemos realizar un análisis histórico de las ediciones de las obras de Sexto y su recepción a comienzos del siglo XVII. Esta es una tarea que, ciertamente, nos ayudaría a revelar la influencia de las fuentes pirrónicas en la obra de Mersenne. No obstante, nuestra intención se limita, en primer lugar, a analizar el prefacio de la edición de Estienne de la que, suponemos, se sirve Mersenne y, en segundo lugar, a insinuar su aparente influencia en la estrategia argumentativa de la Vérité des Sciences. Por un lado, procuramos mostrar el movimiento bipolar que Estienne imprime en su prefacio para introducir la lectura del corpus pirrónico; un movimiento argumentativo que se inicia con la descripción de los delirios de la enfermedad propia de los glotones intelectuales, sigue los pasos de la suspensión pirrónica y culmina en un razonamiento de “saludable moderación” y en una “piadosa

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humildad”. Por otro lado, nos proponemos analizar de qué manera Mersenne reflejó la tensión entre la fuerza destructiva del pirronismo y la fuerza tenaz del dogmatismo e intentó disolverlas a través de una tercera postura filosófica capaz de superar el conflicto y de fundar un saber menos ambicioso, que conste de verdades necesarias para la vida y para la salvación. Desde este punto de vista, el camino hacia la creencia religiosa a través del escepticismo resulta ser un itinerario compartido no sólo por los editores de Sexto Empírico del siglo XVI sino también por Mersenne, primer traductor oculto de los tropos en lengua francesa. Consideramos que la intertextualidad pirrónica presente en la Vérité des Sciences muestra la influencia de aquellas importantes ediciones renacentistas. Por ello, intentaremos analizar aquí de qué manera Estienne y Mersenne se sirven de la filosofía pirrónica para desplegar dos estrategias apologéticas unidas por un mismo hilo conductor: la antiperístasis.12

1. El redescubrimiento de Sexto Empírico

Tanto Estienne como Hervet fueron conducidos por mera casualidad a la lectura de la obra de Sexto, cuyos manuscritos estaban cubiertos por el polvo del olvido. Ambos aseguraron haber encontrado en esta filosofía una nueva manera de acercarse a las verdades divinas. Gentien Hervet, cansado de estudiar, encontró el manuscrito de las obras de Sexto cuando curioseaba entre las novedades de la biblioteca de Carlos, el Cardenal de Lorena (1524–1574) buscando algo con qué entretenerse en un viaje. Enseguida, tomó el ejemplar de Adversus Mathematicos, lo leyó “con un placer increíble” y juzgó que su traducción al latín sería una obra de mucho valor en tanto podría permitir a la religión superar las vanas disputas filosóficas.13 No fue el primero; ya Gian Francesco Pico della Mirandola y Cornelius Agrippa de Nettesheim habían hecho un razonamiento similar en los comienzos del siglo XVI. Estienne, por su parte, estaba al borde del agotamiento físico y de la depresión debido al exceso de trabajo intelectual. Su debilidad lo llevó a contraer la fiebre cuartana y, en el delirio de las altas temperaturas, quiso distraerse con “bagatelas” para matar el tiempo. Comenzó a hurgar en un viejo cofre para ver qué encontraba y, de repente, cayó en sus manos un esbozo de traducción de los “principios de la filosofía pirrónica” que, al comenzar la lectura, le hicieron reír y luego despertaron su pasión por la lectura.14 Poco a poco, fue descubriendo los tropos o modos de la suspensión del juicio de los pirrónicos, a los que consideró un verdadero “tesoro de erudición” que serviría para instruir al lector y para moderar las pretensiones racionales que, según juzgaba, sólo podían conducir al ateísmo.

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Católico ferviente y en oposición total a los calvinistas, Hervet consideró que, por medio de la traducción y de la divulgación de las fuentes escépticas, se haría manifiesto que “ningún arte ni ninguna ciencia humana puede resistir a la confrontación de argumentos opuestos; lo único cierto que tenemos es la revelación de Dios”.15 Lo que motivó su trabajo de traducción, por lo tanto, fue la confianza en que la filosofía pirrónica fuera capaz de humillar a la razón para que aceptara la verdad revelada, poniendo fin a la tensión entre el exceso de las pretensiones dogmáticas y la indeterminación sin fin de los escépticos en materia de religión.16 El designio de Estienne era básicamente el mismo. No obstante, a diferencia de Hervet, Estienne utilizó el diálogo como forma de introducir el escepticismo en su dedicatoria de la traducción a Henri de Mesmes (1532–1596), Consejero del Rey y Director del Consejo de Estado del Palacio Real. Se trata de una conversación entre Henrici Estienne y Henrice Memmius, en la que el lector queda desorientado al no poder discernir si es uno u otro el que habla, excepto por la sutileza de una letra que desaparece si la traducimos al español. Finalmente, el lector se transforma en el testigo de un diálogo que mantiene Henri Estienne consigo mismo, transformándose alternativamente en dogmático y en escéptico.17 Te sorprendes, Enrique [Henrice], de que tu querido Enrique [Henrici] se haya metamorfoseado en escéptico como si hubiese sido transformado por el prodigio de una vara divina. Pero, a esta altura, no me diferencio de ti sino por una pequeña letra. En efecto, tú eres un burlón [skoptikos], como lo son todos los hombres espirituales, mientras que yo, soy un escéptico [skeptikos]. Y si escuchas bien la historia tragicómica de esta metamorfosis, seguro acabarás muchísimo más sorprendido y estupefacto que ante cualquier metamorfosis de Ovidio (…).18

Estienne adoptó la ironía y el humor en la repetición incesante de las expresiones pirrónicas como respuestas a las sucesivas preguntas de su interlocutor, totalmente sorprendido ante la metamorfosis. En estos pasajes, la manera de hablar de los escépticos parece claramente ridiculizada: no más que una caricatura de la “eterna indeterminación del escéptico” que es considerada por Estienne como excesiva y, por momentos, superflua.19 No obstante, según el estudio de Emmanuel Naya, la presentación del vocabulario escéptico encierra un sentido oculto que nada tiene que ver con esa aparente ridiculización. Sorprendentemente, detrás de este diálogo satírico, Estienne ha evocado los phoinai skeptikai que Sexto expone en las Hipotiposis de manera ordenada.20

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—Dime, ¿es por modestia o voluntariamente que llamas bagatelas a estas obras? ¿Te expresas conscientemente y confiesas sinceramente la verdad? —Ni esto ni aquello [ou mallon toute è ékeino]. —Pero este libro, ¿trata sobre cosas curiosas o bagatelas? —Suspendo el juicio [epécho]. —Al menos responde esto: ¿su tema es filosófico? —Ou katalambano. —¡Vamos! ¿Qué puedes definir o establecer sobre esta obra? —No defino nada [Ouden horizo]. —Pero, al menos, dime lo que piensas sobre el tema, sea lo que sea. —No tengo ninguna opinión sobre la cuestión. Jamás formo opinión alguna. —¿Qué haces entonces? —Continúo buscando [skeptomenos diatélo].21

En primer lugar, en la expresión ou mallon toute e ékeino es posible identificar a la isosthéneia pirrónica, pues indica la disposición en la que nos hallamos cuando dos razones opuestas poseen la misma fuerza persuasiva.22 Esta isosthéneia23 o equipolencia nos conduce necesariamente al fracaso de la representación comprensiva [phantasia katalèptikè], es decir, de la posibilidad de concebir la naturaleza de una cosa como cierta y existente.24 La imposibilidad de afirmar o negar, de creer o no en alguna de las dos opiniones —puesto que ambas nos parecen tanto dignas como indignas de creencia— nos lleva, inevitablemente, a la suspensión del juicio (épochè). Finalmente, el diálogo culmina con un skeptomenos diatélo que no hace sino señalar la perpetua tarea de examen y búsqueda infinita del escéptico.25

2. La enfermedad de Estienne y la estrategia de antiperístasis

Un nuevo momento del prefacio difiere claramente de la primera impresión que nos deja el tono irónico y cómico del diálogo inicial. Estienne nos relata una historia que, curiosamente, parte de ciertos elementos profanos —como el sarcasmo, el humor, la ironía y la parodia— y termina describiendo una experiencia religiosa.26 Un halo misterioso envuelve así todo el prefacio: comienza con un tono burlón, luego éste es abandonado para relatar el sorprendente encuentro del editor con la obra de Sexto en el frenesí de una fiebre cuartana, y, por último, se expone una serie de explicaciones racionales que pretenden justificar seriamente la traducción latina de Sexto. Burla, delirio, sanación y explicación racional configuran el escenario introductorio del pirronismo de las Hipotiposis. Citemos a Estienne:

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El azar hizo que un día, en que había cruzado el umbral de mi biblioteca con la mano sobre los ojos para que la vista de los libros no me caliente la bilis, me distrajera buscando en un cofre no se que viejos cachivaches o necedades y di directamente con unos de mis papeles que contenían una traducción apresurada de ciertos principios fundamentales de la secta pirrónica. Con la primera ojeada, las primeras palabras me hicieron reír (médicamente lo necesitaba, según las advertencias de los médicos). En la décima lectura, me siguieron gustando y fueron los únicos textos a los que mi paladar le encontraba gusto. Continuando con los escépticos —los únicos sabios— y sirviéndome de sus escritos como si fuesen un don de Hermes, me puse a buscar rápidamente mi ejemplar griego de Sexto que había comenzado a traducir y, finalmente, lo encuentro cubierto de una espesa capa de polvo y casi repleto de moho (había quedado en un rinconcito, sin que jamás le haya prestado atención).27

Hemos dicho que la fiebre cuartana hizo que el editor se iniciara en la lectura de Sexto de manera casi involuntaria. Según las concepciones médicas difundidas en la época, esta enfermedad estaba asociada a muchísimas afecciones y a manifestaciones patológicas diversas que compartían las mismas causas.28 En el caso particular de Estienne, fue el exceso de trabajo intelectual la causa no sólo de la fiebre sino también de un sentimiento de melancolía y de depresión.29 El saber médico de su tiempo —fundado en la astronomía, en la astrología, en la magia natural y sobrenatural— señalaba los vínculos de los hombres melancólicos con la fiebre y la depresión. Marsilio Ficino, por ejemplo, aconsejaba a “los estudiantes melancólicos que han agotado sus poderes vitales en sus estudios y los viejos —en los que éstas fuerzas declinan— deben tomar lo más pronto posible plantas, hierbas, animales, perfumes y cosas semejantes que lo vinculen con los poderes del Sol, Júpiter y Venus”, es decir, deben seguir una vida y una dieta no saturnina.30 El pobre Estienne, enfermo, no pudo dedicarse a su actividad intelectual y hasta comenzó a despreciarla, pues era ella la que lo había llevado a ese estado lamentable.31 La glotonería intelectual terminó por hacerle renunciar a la lectura de todas las obras que le exigieran una “concentración lastimosa”. Tales problemas “gástricos” eran otros de los síntomas comúnmente asociados a la fiebre cuartana. En este caso, la indigestión no era sólo un trastorno físico sino también intelectual que expresaba un malestar propiamente dogmático. Dicho de otra manera, la precipitación dogmática es reinterpretada, a partir de la enfermedad, en términos de una actitud temeraria, vergonzosa y condenable, pues, a fin de cuentas, revela la incapacidad de llegar a un conocimiento cierto, indubitable y definitivo.32 Así, con un odio irreprensible, Estienne tomó el ejemplar de las Hipotiposis Pirrónicas y confió en que los argumentos escépticos llevarían este odio a su extremo para liberarlo de una vez por todas de su sufrimiento.

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La situación se había degenerado a tal punto que ya no odiaba tal o cual libro en particular. De otro modo, Píndaro hubiera sido el más digno de mi odio que otros autores, puesto que había contraído esta enfermedad después de haber empleado una energía inmensa en traducirlo. Pero yo le adjudicaba la culpa de uno a todos y no creía que tenía que desconfiar sólo de las trampas tendidas por las obras de Píndaro sino que sospechaba de todas, sin excepción. (…) Lejos de empeñarme en declararles la guerra, como estaba tan deprimido y como había decidido renunciar a todos los libros cuya lectura demandaba una concentración intelectual extenuante, las obras de los escépticos encontraron finalmente gracia ante mis ojos más que ninguna otra. Y es que, en mi opinión, esperaba que la skepsis aferrara firmemente este odio en mi corazón y refutara a todos los profesores en cada dominio de estudio. Ahora bien, en este odio encontraba la esperanza de sobrevivir, pues si me pasaba lo que me quedaba de vida en estudiar las letras, mi futuro era la muerte.33

Milagrosamente, Estienne encuentra en la filosofía de Sexto la sanación. Ella ha reestablecido el equilibrio humoral necesario para recuperar las funciones vitales.34 Las afecciones que padecía no eran otras que aquellas que, según Sexto, sufren los dogmáticos a causa de su precipitación (propéteia) a efectuar aserciones de carácter definitivo. De ese modo, se veían privados de la ataraxía o la tranquilidad de espíritu, que era la consecuencia fortuita de la suspensión del juicio.35 Siempre pendiente de las anomalías de los fenómenos, el dogmático, en efecto, se encuentra en un eterno estado de necesidad de establecer dogmas que no puedan ser cuestionados.36 Para Sexto, en cambio, tal necesidad sólo podría ocasionar trastornos ya que implica la precipitación por efectuar afirmaciones siempre susceptibles de ser desmentidas. Su continua actividad intelectual y su extrema dedicación al estudio han llevado a Estienne a la enfermedad, a la perturbación y al trastorno propio del encuentro con innumerables doctrinas que suponen un conocimiento cierto e indudable. Siguiendo los pasos del escepticismo, puso en condición de igualdad absoluta todas las opiniones —esto es, en términos médicos, equilibrar los humores— y llegó a un estado en el cual no podía establecer ni siquiera la más mínima cosa como verdadera o, al menos, como convincente.37 Este movimiento que parte de un dogmatismo enfermo para llegar al escepticismo saludable es definido por Estienne como un movimiento de antiperístasis que va de lo oculto a lo explícito, de la perturbación a la ataraxía, de Henrici a Henrice, del skoptikós al skeptikés, de la melancolía a la risa, de la burla a la sabiduría, de la indigestión de las paradojas al placer del paladar con la lectura de Sexto.38 En definitiva, del dogmatismo al escepticismo. Este movimiento bipolar es la estrategia que Estienne considera adecuada para la introducción a la lectura del corpus pirrónico.

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Para Estienne, haber encontrado las Hipotiposis de Sexto fue una verdadera revelación. El relato acerca del hallazgo de los viejos papeles cubiertos por el polvo que le salvaron la vida es la historia del descubrimiento de un tesoro. Efectivamente, el hallazgo de las fuentes escépticas no sólo lo curaron de su enfermedad sino que lo convirtieron en un hombre nuevo, en un hombre de fe. Por ello pudo afirmar que se sentía “transformado por el prodigio de una vara divina”. El encuentro azaroso con el escepticismo quizás no haya sido, después de todo, tan azaroso, pues sólo la providencia divina pudo haberlo conducido a tal cura milagrosa. Su edición, tal vez, pretendía finalmente compartir con otros este don de Dios.

3. Las razones de la publicación

Un momento después, Estienne cambia radicalmente el tono de su discurso y la dramática fiebre parece haber quedado en el olvido. Casi excusándose, declara no estar tan de acuerdo con la continua indeterminación escéptica. Tampoco quiere presentarse como un defensor o instigador a la conversión al pirronismo y hasta parece descalificar su propia empresa de traducción poniendo en duda que la filosofía de Sexto esté efectivamente dotada de verdad o al menos de perspicacia.39 En cualquier caso, afirma sin reservas que su experiencia reveladora lo ha curado de una enfermedad pues la lectura de los tropos produjo el encuentro de dos fuerzas contrarias que disolvieron la tensión enfermiza: el escéptico le ha mostrado la posibilidad de moderación ante la glotonería dogmática. Por eso, también la figura del dogmático es ridiculizada y asociada a la sofística a través de una anécdota que tiene por protagonista al filósofo Diodoro. Sólo te contaré esto, para reírnos un rato. “Si algo se mueve —decían— se mueve en el lugar que ocupa o en el lugar que no ocupa. Ahora bien, una cosa no podría moverse en el lugar que ocupa —pues allí permanece— ni tampoco en el lugar que no ocupa puesto que nada podría moverse en el lugar donde no está. En conclusión, nada se mueve.” Como el médico Erófilo sabía que este invento le gustaba muchísimo al filósofo dogmático Diodoro, aplicó esta argucia a este último con mucha inteligencia. Desgraciadamente, Diodoro se había dislocado el hombro y, cuando recurrió a Erófilo —no como filósofo sino como médico—, éste le respondió: “vamos Diodoro, ¿cómo me convencerás de que este hombro que te has dislocado ha cambiado de lugar? En efecto, o se ha desplazado en el lugar que ocupaba o en el lugar que no ocupaba. No obstante, no se ha desplazado en el lugar que ocupaba —pues no puede moverse si, al mismo tiempo, permanece en el mismo lugar— y tampoco en el que no ocupaba, pues ¿cómo podría moverse donde no está? Por eso, es evidente que no tienes ninguna luxación de hombro.” He aquí lo que ha dicho Erófilo con tanta agudeza.40 78

La traducción de las Hipotiposis Pirrónicas se presenta, entonces, como una vía que conduce a las “filosofías dogmáticas e impías de nuestro siglo” hacia una locura iluminada para curarlas “de la impiedad que han contraído en contacto con las antiguas filosofías”.41 Los “dogmáticos impíos” comenten “el peor pecado contra la verdad” cuando realizan aserciones precipitadamente y se dejan guiar caprichosamente por su imprudencia y temeridad. Muchos dogmáticos, señala Estienne, han juzgado a ciegas cometiendo innumerables errores no solamente en lo que concierne el saber científico sino —aún peor— en lo que respecta a la verdad divina, cuando caen vilmente en el ateísmo. La publicación de las Hipotiposis debería servir, en primer lugar, para ayudar a los dogmáticos y curarlos de su enfermedad impía por medio de su mejor antídoto. De este modo, la verdad podría deshacerse de la confusión y de la mentira a través de la luz nueva de la divinidad. De todos modos, no pretendo ser yo mismo un adepto al escepticismo o intentar que otros lo sean. Se dirá: “¿entonces por qué publicas este libro?” En primer lugar, para conducir a la locura a los dogmáticos impíos de nuestro siglo. ¿Llevarlos a la locura he dicho? No es sino para curarlos. Si los remedios de todas las enfermedades son su propio contrario, se puede esperar que la ayuda de los Escépticos pueda curarlos de aquella impiedad que han contraído por el contacto con antiguas filosofías dogmáticas.42

He aquí la manifiesta intención de Estienne de oponer dogmatismo y escepticismo. Sólo por medio de la curación escéptica es posible acercarse a la verdad que está íntima y casi instintivamente ligada a Dios. Por el contrario, el dogmatismo parece destruir esta comunión para introducir la ambiciosa pretensión de una razón temeraria que se precipita a afirmar y alimenta el orgullo de un supuesto saber. La conducta del dogmático amenaza el encuentro del hombre con Dios e introduce los obstáculos de una razón imprudente. Estienne quiso presentarse a sí mismo, entonces, no como un escéptico sino como un cristiano que utilizó la skepsis con fines terapéuticos. Se trataría, entonces, de concebir los tropos de los pirrónicos como una humilde vía de acceso a las verdades de la religión. Lo cierto es que, con este prefacio, Estienne adopta una nueva forma de leer las fuentes pirrónicas que, más tarde, será definida en términos de “fideísmo escéptico”.43 En otras palabras, en esta interpretación del pirronismo, el creyente encuentra la fe en Dios no por cálculo o argumento racional —puesto que éstos son cuestionados en los tropos— sino por instinto, es decir, naturalmente. Según Estienne, los dogmáticos han caído en el ateísmo por haber juzgado desenfrenadamente acerca de todo, creyéndose los censores de la divina providencia. Los escépticos, por el contrario, “discutían filosóficamente acerca de Dios y, haciendo un examen a favor y otro en contra, decían que

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advenía la épochè. No obstante, puesto que confiaban en la observancia común, un instinto natural les impulsaba a creer en la existencia de Dios que, por su Providencia, gobernaba todas las cosas y los conducía a profesarle culto y veneración”.44 Esta comunión íntima y natural del escepticismo con la fe le permitirá a Estienne dar una dimensión apologética a su prefacio que comparte con la Vérité des Sciences de Mersenne, pero que también diferencia ambas obras por su posición con respecto al escepticismo.

4. La tercera fuerza en la antiperístasis: la apologética científica de Mersenne en la Vérité des Sciences

Estienne sostenía que existía una suerte de unión natural e instintiva entre la suspensión del juicio y la fe en Dios. Es posible que la influencia de esta interpretación explique por qué el pirrónico de Mersenne se declara adepto a la religión católica. El Mínimo, en efecto, hace decir al escéptico que “de todas las sectas que hay en el mundo no hay ninguna que atraiga tan poderosamente el espíritu, aborrezca tanto el vicio y pueda mostrar verdaderos milagros para establecerse, como lo hace la Iglesia Católica”.45 Ahora bien, Mersenne no atribuye al escepticismo una unión natural con la fe, sin embargo, y distingue la adopción del escepticismo como filosofía —completamente respetable— y el uso —completamente condenable— del pirronismo en contra la fe.46 Según Mersenne, el Rey puede, con justicia, prohibir los juegos de cartas, de dados, de ajedrez, la caza del ciervo, de la liebre y de otros animales “si considera que estas prohibiciones son necesarias para mantener su Reino y para impedir los vicios y los abusos que se comenten”.47 En el mismo sentido, puede prohibirse también la alquimia y la lectura de libros comentados en todo su Reino “cuando percibe que sus hombres pierden el tiempo y consumen sus bienes en la búsqueda de la quintaesencia, aunque estos libros no enseñen nada que no sea verdadero”.48 ¿Acaso no es esto lo que se ha encomendado a Mersenne en la realización de su obra apologética?49 Tal vez Mersenne no vea nada de falso o de nefasto en el escepticismo de Sexto Empírico sino en el uso que han hecho de él los libertinos de su tiempo. Por ello, su obra apologética debe preservar la verdad de las ciencias y, sobre todo, de las matemáticas. Las matemáticas son muy útiles para comprender la Santa Escritura (…) La Aritmética y la Geometría muestran, claramente que el Arca de Noé ha podido albergar a parejas de animales (…) La astronomía sirve para explicar lo que dice el profeta Job cuando habla de las Pléyades y de Orión. La Arquitectura muestra la excelencia del templo de Salomón. La Geografía y la Hidrografía nos brindan luz suficiente para comprender por qué lugares de la tierra santa ha estado nuestro salvador, sufriendo hambre, sed, injurias,

80

dolores e incluso la muerte, por nosotros. (…) En definitiva, no hay parte alguna de las Matemáticas que no pueda servirnos para comprender algún pasaje de la Santa Escritura (…). Los padres de la Iglesia tampoco podrían ser perfectamente comprendidos si no se tiene conocimientos de Geometría (…)50

La empresa apologética del P. Mersenne no tiene otro objetivo sino que “cada uno haga provecho de la verdad, la cual habiendo venido de Dios debe ser restituida en su honor”.51 Mersenne creía firmemente que la verdad de las matemáticas servía a la piedad y a la religión y afirmaba que “no hay ciencias, después de la Teología, que nos propongan, y nos hagan ver tantas maravillas como lo hacen las Matemáticas, que elevan el espíritu por encima de sí mismo, y lo fuerzan a reconocer una divinidad”.52 A través de la exposición de las verdades matemáticas, Mersenne pretendía imponer un silencio eterno a los heréticos y a los libertinos que defendían la lectura de los libros censurados y de la Biblia en lengua vulgar y, sobre todo, podían poner tales libros al alcance de “aquellos que no poseen un espíritu lo suficientemente bien formado, ni el juicio suficientemente firme —como los ignorantes o las mujeres— y corren el riesgo de perder su fe tras haber leído lo que no han comprendido y tras haberlo explicado en el sentido incorrecto”.53 Según el Mínimo, los libertinos pretendían usar la fuerza destructiva de la suspensión pirrónica para cuestionar no sólo las verdades matemáticas sino también —y sobre todo— la verdad revelada, “abandonándose al libertinaje, y a toda suerte de voluptuosidades y curiosidades”.54 El designio de la obra sería, entonces, mostrar que los argumentos escépticos no amenazan la fe católica, pues si bien de todo lo que ha dicho Sexto nada podría obtenerse que sea beneficioso para las ciencias, su filosofía no sería, por naturaleza, impía. Después de haber escuchado el discurso del Filósofo Cristiano, no deberíamos caer en las malas intenciones de aquellos espíritus alejados de la verdad, pues los libertinos no podrían ya manipular a su voluntad las dudas de los pirrónicos. Como bien observa Dominique Descotes, incluso en el título de la obra el acento es puesto en las ciencias y no en el combate contra los escépticos, puesto que se trata de poner en evidencia la debilidad de sus argumentos ante el brillo de la verdad científica.55 A la luz de este razonamiento, podría decirse que utilizó el tono radical y amenazante característico de la apologética de François Garasse sólo en su dedicatoria en vistas a justificar la empresa ante los ojos de su primer lector: el hermano del Rey, Gastón de Orléans.56 En el cuerpo del texto, en cambio, la amenaza deja paso al estudio y a una refutación filosófica cuyo punto de apoyo es la evidencia de la verdad científica; ésta, por sí misma, se ocupará de silenciar los razonamientos que ponen en duda la posibilidad de conocer.

81

Aun así, el carácter controvertido de la Vérité des Sciences y del estilo de escritura de Mersenne se mantiene, sobre todo en virtud de las largas paráfrasis y traducciones de los escritos que reúnen los argumentos escépticos. ¿Cómo podemos entender que Mersenne traduzca las Hipotiposis de Sexto y las dudas de Campanella si ellos son los enemigos declarados de la verdad de las ciencias?57 Si su objetivo era la erradicación del pensamiento escéptico, es claro que esta manera de proceder podría haber amenazado sus intenciones. Sin embargo, la tensión se disuelve si recordamos que se trata de combatir el uso impío que hacen los libertinos de esta filosofía. En este sentido, los argumentos de la Vérité des Sciences pueden compararse al recurso de la antiperístasis del que se sirvió Estienne. En el caso de Mersenne, sin embargo, las dos fuerzas en tensión se aniquilan mutuamente para dar paso a las verdades matemáticas que declaran la magnanimidad divina. El Alquimista y el Pirrónico discuten y destruyen sus propias tesis para dar lugar a un extenso discurso sobre matemáticas erigido por el Filósofo Cristiano, el cual ocupa un tercio de su obra. En efecto, el Filósofo Cristiano examina uno por uno los argumentos del Pirrónico y pretende mostrar que incluso la duda más radical no nos obliga a negar que existan ciertas verdades en las que podemos confiar para construir un saber científico que nos permita vivir digna y piadosamente.58 Ciertamente, la fuerza de la duda pirrónica implicaría el riesgo de perder de vista las verdades racionales fundamentales, sobre todo las verdades científicas. El hombre errante y sin guía racional quedaría desprotegido ante los peligros y la tentadora impiedad de la vida libertina.59 La apologética de Mersenne presentó un camino controvertido. Se fundo, empero, en la convicción de que el conocimiento profundo de las fuentes escépticas no amenazaría en absoluto ni a las verdades científicas ni a la religión católica. Su apologética científica podría ser duramente criticada, pero consideramos que esta estrategia argumentativa no es sino una humilde anticipación de la gran empresa pascaliana que, repitiendo el movimiento de antiperístasis, no dudará en advertirnos que “es peligroso que el hombre vea demasiado cuán semejante es a los animales sin que vea al mismo tiempo su grandeza. Y es también peligroso hacerle ver demasiado su grandeza sin que vea al mismo tiempo su ruindad. Es más peligroso todavía dejar que ignore una y otra, pero es muy bueno mostrarle ambas”.60

82

Notas Gianni Paganini, “La rinascita dello scetticismo”,

Floridi, Sextus Empiricus. The transmission and

en Scepsi moderna, interpretazioni dello scetti-

Recovery of Pyrrhonism, New York, Oxford Univer-

cismo da Charron a Hume, Cosenza, Busento,

sity Press, 2002.

1991, pp. 13–198.

7

1

Marin Mersenne, La vérité des sciences contre

Sextus Empiricus, Sexti Philosophi Pyrrhoniarum

les Sceptiques ou Pyrrhoniens, edición de D.

Hypotyposeum libri III latine nunc primum editi,

Descotes, Paris, Honoré Champion, 2003, pp.

interprete Henrico Stephano, Paris, 1562.

118–119.

2

3

Sextus Empiricus, Adversus Mathematicos graece

8

Precisamente, Emmanuel Naya señala que

nunquam latine nunc primumeditum, Gentiano

aquellos filósofos que han pretendido fundar su

Herveto Aurelio interprete. Eius dem Sexti Pyrrho-

edificio filosófico basándose en la historia de las

niarum Hypotypwsewn libri tres interprete Henrico

ideas de sus predecesores han presentado el

Stephano, Paris et Anvers, 1569.

escepticismo de manera “indecisa” o “ambigua”

Sextus Empiricus, Σέξτου ΄Εμπειριχου τα Σωξόμενά

respecto de la recepción del mismo en la cultura

Empiri Opera quae extant Pyrrhoniarum Hypotypw-

cristiana. Uno de ellos, según Naya, fue Pierre Ba-

sewm libri III Henrico Stephano interprete. Adver-

yle, en su artículo “Pirrón” del Diccionario histórico

sus Mathematicos libri X, Gentiano Herveto Aurelio

y crítico. Cfr. Emmanuel Naya, “Le ‘coup de talon’

interprete, graece nunc primum editi.

sur l’impiété: scepticisme et vérité chrétienne au

4

Quaestiones celeberrimae in Genesim, cum ac-

XVIIème siècle”, en Les études philosophiques,

curata textus explicatione. In hoc volumine Athei,

Paris, Presses Universitaires de France, 2008, núm

et Deistae impugnatur, et expugnatur, et Vulgatae

85, pp. 141–160.

editio ab haereticorum calumniis vindicatur…,

9

Lutetiae Parisiorum, sumptibus Sebastiani Cramoi-

dudosas, es preciso dudar acerca de si es preciso

sy…, 1623. Observationes et emendationes ad

dudar. ¡Qué caos, y qué fastidio para la inteli-

Francisci Georgii Veneti problemata…, Lutetiae Pa-

gencia! Semejante despliegue de sutileza sólo

risiorum, sumptibus Sebastiani Cramoisy…, 1623.

es capaz de conducirnos a este abismo, parece

L’impiété des déistes, ates et libertins de ce temps

entonces que no se equivocan quienes ven en tan

combatue, renversée de point en point par raisons

desgraciado estado el más conveniente para per-

tirées de la Philosophie et de la Théologie…, Paris,

suadirnos de que nuestra razón es una senda de

Pierre Bilaine, 1624. La Vérité des Sciences contre

extravío. La consecuencia natural de ello debería

les Sceptiques ou Pyrrhoniens, Paris, Toussainct

ser renunciar a esta guía y pedir una mejor a la

du Bray, 1625. La edición con la que trabajamos

Causa de todas las cosas. Es un gran paso hacia

es la realizada por D. Descotes y editada en París

la religión cristiana, religión que nos insta a esperar

por Honoré Champion en 2003.

de Dios el conocimiento de lo que debemos creer y

5

“[L]as razones para dudar son en sí mismas

Nos basamos en esta hipótesis como punto de

de lo que debemos hacer, religión que quiere que

partida para estudiar la manera en que Mersenne

sometamos nuestro entendimiento a la obediencia

introduce en su texto las paráfrasis de Sexto Em-

de la fe.” (Pierre Bayle, “Pyrrhon”, C, Dictionnaire

pírico. Cfr. Richard Popkin, The History of Skepti-

historique et critique, Paris, Desoer, 1820, tomo

cism. From Savonarola to Bayle, New York, Oxford

XII, pp. 100. Traducción nuestra.)

6

University Press, 2003, pp. 112–127, y Luciano

83

10

“Ahora bien, de todos los filósofos que no de-

21

Naya, “Traduire les Hypotyposes pyrrhoniennes”,

ben ser admitidos para discutir de los misterios

pp. 94–95.

del cristianismo antes de haber establecido por

22

Sexto Empírico, op. cit., I, 202–205.

regla la revelación, los partidarios del pirronismo

23

“La isosteneia, desde el momento en que se

son los más indignos de ser escuchados. Éstos

percibe, es apremiante y orienta forzosamente

hacen profesión de rechazar todo signo cierto de

el discurso hacia el ou mallon, declaración de un

distinción entre lo verdadero y lo falso, de manera

estado afectivo de arrepsia donde el consenti-

que si por azar la verdad se mostrara ante ellos

miento está bloqueado y la tranquilidad cubierta.

jamás podrían asegurar que lo sea.” (Pierre Bayle,

El reconocimiento empírico de la isosteneia es

“Éclaircissement sur les pyrrhoniens”, Dictio-

claramente el punto de balanceo donde la inves-

nnaire historique et critique, ed. cit., tomo XV, pp.

tigación dogmática se detiene.” (Emmanuel Naya,

310–311. Cursivas y traducción nuestras).

Le vocabulaire des sceptiques, Poitiers, Aubin,

11

Cfr. Floridi, op. cit., p. 54.

2002. p. 27.)

12

En nuestro estudio, nos servimos de los grandes

24

aportes de Jean Grenier, Luciano Floridi y, sobre

25

Sexto Empírico, op. cit., I, 8–10.

todo, de Emmanuel Naya, quien tradujo al francés

26

Naya, Le vocabulaire des sceptiques, pp. 48–49.

el prefacio de Henri Estienne. Cfr. Emmanuel Naya,

27

Naya, E., Op. cit., p. 96.

“Traduire les Hypotyposes pyrrhoniennes: Henri Es-

28

Cfr. Naya, “Traduire les Hypotyposes pyrrhonien-

tienne entre la fièvre quarte et la folie chrétienne”,

nes”, p. 65.

en Pierre–François Moreau (Dir.), Le Scepticisme

29

au XVIème et au XVIIème Siècle, le retour des

“los melancólicos están expuestos a carcinomas,

philosophes antiques à l’Âge classique, Paris, Albin

hemorroides, várices, fiebres cuartanas, continuas,

Michel, Paris, 2001, pp. 94–101.

intermitentes y frecuentes”. A su vez, Galeno defi-

Op. Cit., pp. 47–49.

Según el médico renacentista Ambroise Paré,

El prefacio de Hervet es parcialmente citado

ne a la melancolía como “un estado sin fiebre que

y traducido por Jean Grenier en su introducción

perjudica al intelecto a tal punto que causa gran-

a Oeuvres choisies de Sextus Empiricus, Contre

des molestias al alma y una aversión hacia lo que

les Physiciens, Contre les moralistes, Esquisses

más queremos. Ambas definiciones son citadas

ou Hypotyposes Pyrrhoniennes, traduites par

por Emmanuel Naya en “Traduire les Hypotyposes

Jean Grenier et Geneviève Goron, Paris, Aubier-

pyrrhoniennes”, pp. 65–66.

Montaigne, 1948, pp. XXIV–XXV.

30

13

14

Cfr. introducción de J. Grenier, Oeuvres choisies

de Sextus Empiricus, pp. XXI–XXVIII.

Marsilio Ficino, De triplici Vita, citado en Frances

Yates, F., Giordano Bruno and the Hermetic Tradition, London, Routledge, 1964, pp. 62–63. Cfr.

15

Op. Cit., p. XXIV.

D. P. Walker, La magie spirituelle et angélique. De

16

Op. Cit., p. XXIV.

Ficin à Campanella, traduction de Marc Rolland,

17

Naya, “Traduire les Hypotyposes pyrrhoniennes”,

Paris, Albin Michel, 1988, pp. 22–23.

p. 95.

31

Sobre el escepticismo y su relación con la

18

Idem.

medicina, cfr. C. A. Viano, “Lo scetticismo antico

19

Op. Cit., p. 98.

e la medicina”, en G. Giannantoni (ed.), Lo sce-

20

Cfr. Sexto Empírico, Hipotiposis pirrónicas, I,

tticismo antico, Napoli, Bibliopolis, 1981, vol. II,

188–197.

pp. 563–656.

84

32

Cfr. Naya, E., “Traduire les Hypotyposes”, pp.

41–42.

56

En la introducción a L’impiété des Déistes, Do-

minique Descotes distingue el estilo de escritura

33

Op. Cit., pp. 97–98.

de las obras apologéticas del famoso François

34

Op. Cit., p. 73.

Garasse (1585–1631) y las compara con el ca-

35

Sexto Empírico, op. cit., I, 196.

rácter propio de la argumentación de Mersenne.

36

Naya, Le vocabulaire des sceptiques, pp. 18–19.

Cfr. Marin Mersenne, L’impiété des déistes, athées

37

Sexto Empírico, op. cit., I, 196.

et libertins de ce temps, édition et annotation par

38

Naya, “Traduire les Hypotyposes”, pp. 57–59.

Dominique Descotes, Paris, H. Champion, 2005,

39

Op. Cit., p. 100.

pp. XIII–XIV.

40

Op. Cit., pp. 98–99.

57

41

Con la expresión “locura iluminada” hacemos

da duramente por Jacques Gaffarel (1601–1681),

alusión al frenesí de la fiebre cuartana que condujo

quien señaló, en su obra Mystère cachés de la ca-

a Estienne al encuentro con la filosofía pirrónica.

bale (1625), la “copia desfachatada” de Mersenne

Esta forma de proceder de Mersenne fue critica-

42

Naya, “Traduire les Hypotyposes”, p. 99.

a la obra de Campanella. Según Gaffarel, aquel

43

Op. Cit., pp. 78–85.

que no había tenido la oportunidad de consultar

44

Op. Cit., p. 99.

los textos del calabrés podía recurrir fácilmente a

45

M. Mersenne, op. cit., p. 179.

los textos de Mersenne (citado por Michel–Pierre

46

“He querido entregar este volumen para dar

Lerner, Tommaso Campanella en France au XVIIe

remedio a este mal o, al menos, para incitar a

siècle, Napoli, Bibliopolis, 1995, pp. 28 y ss.).

algunos a escribir más sobre este tema y para

58

impedir el curso impetuoso del Pirronismo, del

emplea en la paráfrasis de las dubitationes de

cual hoy muchos se sirven para desacreditar la

Tommaso Campanella. Cfr. Marin Mersenne, La

verdad.” (Op. Cit., p. 119).

vérité des sciences, pp. 129–162.

Creemos que un modo de proceder similar se

Op. Cit., pp. 213–214.

59

48

Ídem.

der sobre nuestros espíritus que la verdad ni algo

49

Según el estudio de Dominique Descotes, no es

que le sea más abyecto que la mentira. La verdad

posible determinar con toda seguridad si los escri-

posee tal influencia sobre el alma que fuerza al

tos apologéticos de Mersenne fueron un encargo

espíritu a ceder frente a lo verdadero, pues no es

de las autoridades de su orden religiosa o de los

libre de rechazarla, siendo evidente. Esta virtud es

políticos de su tiempo. Se dice que fue el Padre

tan digna de estima y tan preciada que la mayoría

Rangueil —célebre exégeta— quien le aconsejó

de nuestros pensamientos no aspira a otro fin sino

que escribiera un volumen contra los ateos. Cfr.

a encontrar, defender y conservar la verdad. Por

Op. Cit., p. X.

ella, se ocasionan disputas en las escuelas de

47

“No hay nada en el mundo que tenga tanto po-

50

Op. Cit., pp. 320–322.

Teología y Filosofía, escribimos libros e introduci-

51

Op. Cit., p. 119.

mos nuestras demostraciones para que no haya

52

Op. Cit., p. 121.

nadie sobre la tierra que sea privado de la luz de

53

Ídem.

la verdad.” (Op. Cit., pp. 118–119)

54

Op. Cit., p. 118.

60

55

Op. Cit., p. XIII.

Sellier d’après la copie de référence de Gilberte Pas-

Pascal, B., Pensées, texte établi par Philippe

cal, Paris, Livre de Poche, 2000, S 153 L 121.

85

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5. Interés por el escepticismo y sistematización de la filosofía en Hegel Ricardo Cattaneo

Entre los innumerables temas sobre los cuales G. W. F. Hegel ejerciera su trabajo filosófico, nos ha llamado la atención cierta confluencia del interés por llevar a cabo una recepción de las distintas vertientes del escepticismo con su esfuerzo incesante por procurar que la filosofía alcance el estatuto de “ciencia” (Wissenschaft), esto es, un todo íntegro de conocimientos con carácter auto referencial y sistemático. Cierto es que tal confluencia no se ha dado exclusivamente en el caso del suabo. Ella puede ser tenida por una inquietud común para varios pensadores, quienes compartían ciertas relaciones respecto de la concepción del mundo y de la cultura. Otros, en cambio, no dejarían de verla como una pretensión inalcanzable o inaceptable. Intentar recalar en ella, por tanto, conlleva la posibilidad de ir tras los vestigios de una trama compleja de la historia de las ideas, en esa confluencia de vertientes que bien puede ser denominada “Filosofía clásica alemana”.1 En ese contexto, varios pensadores abrevaron de las fuentes grecolatinas, considerándolas “los tesoros más elevados del espíritu humano”.2 Y lo hicieron al momento de intervenir en sucesivas polémicas que tiñeron el horizonte finisecular de diversos matices. Al explorar por nuestra cuenta los recodos de las corrientes que confluyeron en el radio de influencia de la Universidad de Jena hacia fines del siglo XVIII y comienzos del XIX, se nos plantearon diversas

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preguntas, algunas de las cuales hemos traído para compartir en esta ocasión: ¿a qué pudo deberse el interés por el escepticismo entre quienes se esforzaban por alcanzar una nueva sistematización de la filosofía?3 O más específicamente y respecto del pensador al cual nos vamos a referir: ¿de qué modo y por qué razones Hegel ha buscado articular tal interés y dicha sistematización en su trabajo filosófico, el cual pareciera haber adquirido una determinación singular durante su estadía en Jena? Puede constatarse que el interés de Hegel por el escepticismo ha sido inherente al desarrollo de su pensamiento y es un motivo recurrente en sus escritos de distintos períodos. Incluso puede retrotraerse más allá de su estadía en Francfort (1797–1800), cuando el suabo comprara varios libros de clásicos griegos y se dedicara primordialmente al estudio de Platón y Sexto Empírico.4 Niethammer, amigo y consejero de Hegel, conservó y publicó una prueba de traducción que éste hizo de Sexto Empírico en sus años de formación en Tubinga, esto es, entre 1788 y 1793.5 De todas maneras, si se presta atención a los numerosos estudios realizados sobre la recepción del escepticismo en la obra de Hegel es posible constatar que el período de Jena (esto es, de 1801 a 1806) es el que ha concitado la mayor atención de los investigadores al respecto.6 Por otro lado, en los diferentes enfoques de la producción filosófica del suabo en dicho período, tanto en los escritos de carácter polémico o ético– políticos (1801–1803) como en los cursos sobre Lógica y Metafísica, Filosofía de la Naturaleza y Filosofía del Espíritu (1801–1806), pueden apreciarse sus sucesivos esfuerzos en orden a forjar una exposición sistemática de la filosofía; aunque sin recurrir en esos esbozos de sistema a la forma del mos geometricus, es decir, a “la deducción a partir de una o varias proposiciones primeras, ni la derivación a partir de definiciones, axiomas, postulados […]”.7 Aún así, la finalidad que perseguía no era otra que lograr una apropiada exposición de la universa philosophia, philosophiae speculativae systema, philosophiae systema universum o tota philosophiae scientia.8 No ha de extrañarnos luego que la obra con la cual culmina el período jenense, la Fenomenología del espíritu (1806/07), haya atraído la mayor atención de los estudios hegelianos. Pues en esa obra han sido recogidos y expresados esos diferentes enfoques en una exposición de admirable densidad. No pretendemos presentar aquí, empero, un comentario pormenorizado de las referencias al escepticismo que Hegel brindara en su gran Fenomenología,9 ni reseñar ahora los aportes realizados por los estudiosos al respecto. Partimos de la base que no hay un acuerdo entre los intérpretes acerca del significado de su gran obra de Jena.10 No han sido pocos los que advirtieran en tal sentido la doble condición que ella reúne, a saber: puede ser tenida por una introducción propedéutica al denominado “Sistema de la Ciencia” y, a la vez, por una exposición coextensiva con el sistema entero (al menos con el sistema que

88

se fuera perfilando en los cursos jenenses impartidos en 1805/06).11 Todo lo cual ha traído consigo muchos interrogantes a los lectores sobre su intrincado significado, ya sean seguidores o críticos de Hegel. Preguntas, lecturas, acercamientos y desplazamientos, que acapararon buena parte de los estudios sobre el pensamiento del suabo durante el siglo XX. La aparición en 1968 del volumen que recoge los Escritos críticos de Jena, con los aportes histórico–filológicos de la nueva edición de las obras de Hegel,12 ha renovado desde entonces el interés de los investigadores por lo que parecía ser una pieza menor. Se trata de una recensión hecha por el suabo, del escrito de un autor contemporáneo no tan conocido quizás para nosotros y que apareció en un periódico editado por Hegel y Schelling durante solo dos años. El título de dicha recensión es: “Relación del escepticismo con la filosofía. Exposición de sus diferentes modificaciones y comparación del más moderno con el antiguo” (1802).13 Demorarse en su lectura resulta, no obstante, sumamente provechoso. No sólo porque allí se hace patente el modo como Hegel lleva a cabo su recepción del escepticismo (en sus Lecciones sobre la Historia de la Filosofía puede observarse otro tanto), al punto que puede llegar a ser tenido por un “pequeño tratado”.14 Llama la atención, además, que el tratamiento dado a dicho tema en esa recensión parece no haber perdido validez ni vigencia para su autor tiempo después; y ello, a pesar de haberse ocupado del escepticismo en sus sucesivas Lecciones sobre historia de la filosofía y de haber publicado importantes sistematizaciones filosóficas, tales como la misma Fenomenología del espíritu, la Ciencia de la lógica o la Enciclopedia de las ciencias filosóficas. Cierto es que la recepción llevada a cabo por Hegel de la fuente de consulta ineludible sobre el escepticismo antiguo, a saber, las Hipotiposis pirrónicas de Sexto Empírico, puede ser discutida a la luz de los estudios filológicos e históricos más recientes. Asimismo, puede resultar un tanto extraña a primera vista la pretensión del suabo de llevar a cabo la articulación entre su interés por el escepticismo y sus esfuerzos de sistematización del pensamiento filosófico, a pesar de que tanto las formas de sistematización como las nociones de “sistema” y de “escepticismo” sean muy variadas. Tal pretensión puede llegar, incluso, a ser tenida por sospechosa, especialmente si se sigue con la interpretación según la cual Hegel, en su voracidad, no sólo se ha ocupado de exponer el pensamiento como concepto absoluto (esto es, como la consumación del movimiento dialéctico del pensar que se piensa a sí mismo), sino que ha llegado a concebir la Idea absoluta como “el todo completamente desplegado”.15 Sin embargo habría que tener en cuenta, en primer lugar, que el tratamiento dado al tema en dicha reseña es pormenorizado, de acuerdo con los conocimientos que se tenían a fines del siglo XVIII;16 segundo, que “es innegable que Hegel inició su trabajo filosófico en diálogo directo con los textos de Sexto Empírico, revelando rasgos reales aunque olvidados del escepticismo

89

antiguo”;17 tercero, que en la nueva edición crítica se constata el enorme esfuerzo de Hegel por aludir a lo que, en puridad lógica, no se puede decir;18 y, finalmente, que es posible no adherir involuntariamente al supuesto de que tal “Idea absoluta” lo encierra todo (esto es, que no puede representarse lo otro sin reducirlo a lo mismo, sin subordinar la diferencia a la identidad —sea por la negación, sea por la dialéctica—).19 En tal caso, si se aceptaran estos elementos, no haría falta quizás otra justificación para nuestro propósito que la siguiente, a saber: revisar las razones de tal confluencia en algunos escritos del suabo con el fin de favorecer la comprensión de su sentido. Para ello, nos proponemos traer a colación algunas referencias bibliográficas extraídas de la nueva versión de los escritos de Hegel y otras de carácter histórico–contextual. Con ellas intentaremos reconstruir de manera acotada algunos de los temas y problemas entre los cuales bien puede inscribirse el artículo sobre el escepticismo, de modo tal que sea factible reconocer su relación con los esfuerzos de sistematización emprendidos por el suabo en un escrito programático del año anterior. Desde tales coordenadas, creemos, puede ser más fructífera la tarea de examinar e intentar comprender lo expuesto en dicha recensión de 1802. Ellas permiten entrever las razones fundamentales que llevaron a su autor no sólo a escribir y publicar su “pequeño tratado” sobre el escepticismo, sino, además, a seguir confirmando lo allí expuesto mucho tiempo después, cuando su sistema enciclopédico fuera presentado en forma compendiada a sus oyentes de la Universidad de Berlín.

1. Tiempo de indigencia y de avidez de novedades

En orden a llevar a cabo una reconstrucción del derrotero filosófico en el cual pueda ser inscripta la publicación del artículo “Relación del escepticismo”, consideramos pertinente traer a colación su posible vinculación con un escrito anterior de Hegel, a saber: Diferencia entre el sistema de filosofía de Fichte y el de Schelling (1801).20 Esta propuesta responde básicamente a las siguientes razones: a) hacia el final de su escrito de 1801 el suabo hace mención al escepticismo utilizando una expresión que será retomada luego en los mismos términos en su artículo de 1802 (quizás, para explayarse en ella); b) en las consideraciones preliminares del denominado “Escrito de la Diferencia”, el autor ha establecido el programa filosófico en el que se hallaba empeñado, a saber: “(…) que el Absoluto debe ser construido para la conciencia”;21 c) desde su llegada a Jena, los esfuerzos del suabo se hallaban encaminados a repensar la distinción kantiana entre entendimiento (Verstand) y razón (Vernunft);22 d) la razón tenía entonces como tarea exponer la unidad de referencias al Absoluto, a partir de la diversidad de expresiones finitas y contrapuestas del

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entendimiento. Ahora bien, ¿cómo podían llegar a articularse las “razones para dudar” (tropos) de los escépticos con tal programa de trabajo en el que, tanto Hegel como otros postkantianos, se hallaban empeñados, a saber: llevar a la filosofía a una nueva construcción sistemática, de modo tal que se convierta en ciencia y, más precisamente, en la ciencia del Absoluto? Cabe recordar que dicha tarea, formulada en esos términos, se hallaba ausente en la filosofía de Kant. Sabido es que, al comienzo de la “Arquitectónica de la razón pura”, Kant había determinado la noción de “sistema” como “la unidad de los diversos conocimientos bajo una idea”, siendo ésta “el concepto racional de la forma de un todo, en cuanto que mediante tal concepto se determina a priori tanto la amplitud de lo diverso como el lugar respectivo de las partes en el todo”.23 El carácter sistemático de ese todo era pensado allí en sentido teleológico, es decir, como un sistema de fines ordenados con vistas a un fin último. Hegel y Schelling coincidían con el maestro de Königsberg en que ese todo no era una realidad teórica dada. Pero veían como una necesidad llevar a cabo, como señala el suabo, la construcción u exposición (Darstellung)24 del Absoluto para la conciencia. Este concepto de “Absoluto” no había sido obtenido directamente de la filosofía de Kant, sino de los debates en los que convergían “el discurso kantiano de lo incondicionado con el renacimiento de Spinoza alrededor de 1790”.25 Asumiendo tales diferencias, el desafío para Hegel y Schelling era lograr una adecuada exposición del Absoluto, de modo tal que no se lo “construya” como: a) una realidad efectiva (Wircklichkeit) que estuviera en relación externa con otra cosa, para que no sea determinado por ésta; b) “un más allá”, “indeterminado e informe”, que al fin y al cabo pueda ser cualquier cosa, pero sin llegar a tener una diferencia en sí; c) un objeto (Gegenstand) al cual se enfrentaría nuestro conocimiento, siendo éste externo a lo que se busca exponer. Pero, rememorando aquí a Platón, cabe preguntarse: ¿acaso se puede buscar lo que, de algún modo, no se tiene?26 Años más tarde, en el “Prólogo” de la gran Fenomenología, su autor y primer lector de la obra ya acabada llegó a concluir: “Es, por tanto, desconocer la razón el excluir la reflexión de lo verdadero, en vez de concebirla como momento positivo del Absoluto”.27 Esa “reflexión de la razón”, que Hegel concibiera por entonces bajo la influencia de Schelling y que pronto va a denominar “especulación filosófica”,28 constituía una mediación de las limitaciones y contraposiciones fijadas por el entendimiento, mediación en la cual el uso del entendimiento está orientado a su propia superación.29 Luego, volvemos a preguntarnos: ¿en qué sentido el escepticismo tenía (o podía tener) algo que ver con ese programa filosófico? ¿Qué contribución podía hacer a dicha tarea, a tal mediación o superación? ¿Acaso los escépticos no habían permanecido un tanto ajenos o al margen de semejante empeño,

91

e incluso, no habían llegado a considerar tal pretensión de sistematización como desmedida, hipertrofiada, inalcanzable e ilusoria? Al fin y al cabo, así lo había considerado G. E. Schulze (el autor reseñado por Hegel), en la “Introducción” a su Crítica de la razón teórica (la obra reseñada por el suabo) donde expresaba: si un conocimiento que debe ser extraído de la razón no puede conseguir ningún acuerdo general y duradero, si los que lo elaboran se encuentran en constante contradicción entre ellos y cada nuevo intento de conferir a ese conocimiento la solidez de una ciencia fracasa, se puede concluir con bastante seguridad que la búsqueda de tal conocimiento tiene que tener en su base un fin último inalcanzable y una ilusión común a todos los forjadores del mismo.30

En este acotado espacio, sólo nos atrevemos a sugerir algunas indicaciones para orientar posibles respuestas a esas preguntas de largo aliento antes planteadas. En tal sentido, cabe tener presente que: a) de una primera lectura del artículo de 1802 se desprende que Hegel se remonta al escepticismo antiguo para recuperar sus ricos matices y compararlo con “el más moderno”, el cual, aunque se presente como más empobrecido, no deja de ser significativo para la tarea del pensar; b) la relevancia de un escepticismo y otro parece haber sido sopesada a la luz de aquella tarea en la que estaban empeñados los jóvenes postkantianos; c) la cuestión del escepticismo había experimentado desde mediados del siglo XVIII una transformación, vinculándose a la cuestión de los límites del conocimiento humano;31 d) la filosofía crítica de Kant había justificado las condiciones de toda experiencia posible y había establecido cuál era la destinación (Bestimmung) propia de la razón, a saber: la de regir entendimiento y voluntad según el fin último de su propia naturaleza: la sabiduría.32 Tales preguntas, por tanto, deberían ser circunscriptas a la propuesta novedosa de la filosofía trascendental, a los debates que su aparición suscitó y a las incomprensiones o críticas en las que se vio envuelta. Preciso es recordar, además, que en la “Disciplina de la razón pura” había sido aprobado el uso legítimo de la razón, en la medida en que se sujete a los límites que la crítica misma le imponía como necesarios. En ese contexto, Kant llegó a establecer que, mientras el uso escéptico de la razón había contribuido a que fueran puestas en evidencia las limitaciones de toda pretensión de validez del dogmatismo (en sentido negativo)33 el uso crítico de la razón daba un paso más y asumía esas contraposiciones que le eran indiferentes al escepticismo, determinándose a pensar el límite entre lo fenoménico y lo nouménico.34 Con lo cual, quedaría justificada en parte la conclusión a la cual algunos investigadores han llegado, a saber: “a partir de Kant, el escepticismo

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es reconocido como una parte integrante de la filosofía y como el motor que conduce a la crítica”.35 Hegel, en su período jenense, seguirá sólo hasta cierto punto aquel plano del sistema de la filosofía trascendental trazado por Kant en la “Doctrina trascendental del método”. Era de interés para el suabo, que el sistema fuera propuesto en ese plano como modelo (Urbild) para enjuiciar toda tentativa filosófica;36 siguiendo en ello al mismo Kant quien expresa: “es filosofía una mera idea de una ciencia posible que en ninguna parte es dada in concreto”.37 Sin embargo, Hegel puso de manifiesto sus diferencias con la filosofía crítica a poco de llegar a Jena con la séptima de sus “Tesis de Habilitación” donde expresaba: “La filosofía crítica carece de ideas y es una forma imperfecta de escepticismo”. Con ello, pretendía advertir sobre la dificultad de la filosofía kantiana que, a su criterio, no había logrado superar las finitudes propias del entendimiento, para alcanzar lo infinito y lo finito mediante la Idea como síntesis (Sexta Tesis).38 De un modo similar se expresa en el “Escrito de la Diferencia”, al comentar que la tarea de la razón debía consistir en poner en relación tales expresiones finitas y contrapuestas del entendimiento, para reconocer en y a través de ellas un mismo “espíritu viviente”.39 El hacer de la razón no es la contraposición, sino el asumir la multiplicidad de referencias al Absoluto haciéndose cargo de la misma.40 En dicha tarea, agrega Hegel, la razón no puede “renegar de su origen y, partiendo desde allí, tiene que afanarse por constituir la multiplicidad de sus limitaciones como un todo”.41 La razón, en tanto “aparición fenoménica” (Erscheinung) del Absoluto, ha llegado a saberse de ese modo como “una y universal dirigida a sí misma”42 y ha logrado el reconocimiento de lo esencial de todo sistema filosófico. De lo cual se desprenden varias consideraciones que sólo podemos dejar apuntadas aquí: a) que no se trata de dejar atrás la multitud de sistemas filosóficos como si fueran “cosa del pasado”;43 b) tampoco cabe tenerlos por “meros ejercicios preparatorios” para “el definitivo intento que algún día llegará”;44 c) que “atendiendo retrospectivamente a la esencia interna de la filosofía, no existen ni predecesores ni sucesores”;45 d) que “cada filosofía está acabada en sí misma y tiene, al igual que una genuina obra de arte, la totalidad en sí”.46 En la filosofía, por tanto, la razón no hace sino elevar lo limitado y contrapuesto por el entendimiento, e incluso la determinación misma, asimilándolo a la unidad e identidad originarias. De ese modo la razón reconoce su tensión manifiesta “hacia el Saber y la Verdad”.47 O como el suabo llega a expresar en un artículo escrito poco después del “Escrito de la Diferencia” y un poco antes de su “tratado” sobre el escepticismo: “La filosofía llega a ser un sistema en cuanto es una totalidad de saber (…), un todo orgánico de conceptos cuya ley suprema no es el entendimiento, sino la razón; aquél tiene que mostrar

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correctamente los contrapuestos de lo puesto por él, (…) la razón aúna [estos términos] contradictorios, los pone y los asume a la vez”.48 La diversidad patente de las doctrinas filosóficas, la oposición manifiesta o velada de sus aserciones y su confrontación en muchos casos encarnizada exigían un renovado esfuerzo de la razón para lograr reconstruir la unidad en la multiplicidad, más allá (o más acá) de sus diferencias específicas. De otro modo, la razón podía quedar varada en las expresiones finitas o contradictorias de cada configuración filosófica; configuraciones que, como las de Fichte y Schelling, eran tenidas por Reinhold como meras “peculiaridades” al expresar: “toda escuela filosófica, sea antigua o moderna, parte de sus modos peculiares de ver relativos a la realidad del conocimiento y, fundamental y esencialmente, se diferencia de cada otra escuela por esta peculiaridad”.49 Así, las diferentes formas filosóficas, escuelas y sistemas no sólo servían, como decíamos, de “ejercicios preparatorios”, sino que parecían autorizar a su vez los sucesivos intentos de Reinhold por dar con el sistema “definitivo (…) que algún día llegará”; intentos que Hegel tenía por insuficientes, propios de quien no se decide a llevar a cabo la tarea del pensar especulativo según las exigencias que les eran inherentes. A criterio del suabo, Reinhold pretendía conservar, como si fuera algo valioso en sí, “su independencia lo mismo para aceptar que para refutar opiniones, o para no decidirse; la única relación que puede establecer entre los sistemas filosóficos y él mismo es que son opiniones, y que tales accidentes, no menos que las opiniones, nada pueden contra él; no ha reconocido que hay verdad”.50 Dicho de otra manera, no ha reconocido que hay una tarea a la cual sumarse, un trabajo filosófico de siglos en el cual y desde el cual reconocer el único camino viable, a saber: que no se podría procurar exponer “lo buscado” —sensu platonico— para la conciencia si ello (el Absoluto) no estuviera de algún modo ya presente “cabe nosotros”.51 Reinhold, al igual que otros en esa formación cultural dominante, parecía hallarse más interesado en aumentar “la colección superflua de momias”,52 es decir, en acumular contingencias y amontonar conocimientos, puntos de vista, modos peculiares de ver, etc. Con ello, parecía haber olvidado aquella advertencia que dejara sentada Kant al comienzo de su “Arquitectónica”, a saber: “el todo está articulado (articulatio), no amontonado (coacervatio). Puede crecer internamente (per intus susceptionem), pero no externamente (per appositionem) (…)”.53 Ante esa avidez de novedades, Hegel pretendía dejar en claro en qué sentido era necesaria la reflexión o la especulación como tarea filosófica, como esfuerzo constante a favor de la articulación y el crecimiento interno del sistema del saber. Por ello, para acceder a la esencia de la filosofía la razón debía arriesgarse, dice Hegel, à corps perdu,54 es decir, en cuerpo (la suma de las peculiaridades)

94

y alma (aquello que les da vida a todas ellas en su unidad —orgánica—). La razón debía aprehender toda (distributivamente hablando) aseveración finita y, por ende, carente de fundamentación del entendimiento en sus múltiples referencias al Absoluto. Pues, “la razón, que constata cómo la conciencia está atrapada en particularidades, sólo llega a la especulación filosófica [si] se [aferra o toma a su cargo] su propia fundamentación en sí misma en la falta de fundamento de las limitaciones y peculiaridades”.55 Dicho de otro modo: nada que fuera presupuesto en la tarea del pensar (sentimientos, supuestas verdades del sentido común, etc.) podía quedar al margen de la necesidad de justificación. El trabajo filosófico debe asumir el carácter finito de toda producción del entendimiento, lo cual implicaba un modo de abnegación (propio de un luterano). Reinhold parecía no estar dispuesto a ello.

2. Armonía desgarrada y rebrote del sistema

El problema, sin embargo, no era sólo el modo peculiar de ver, digamos, del individuo llamado K. L. Reinhold, sino la constatación de que para otros y, quizás, para la formación cultural (Bildung) dominante, esencia y fenómeno, al igual que otros “aspectos del Absoluto”56 eran tenidos por separado, suponiendo que tales opuestos se daban naturalmente de ese modo. Entonces, concluye Hegel, cuando “la potencia de unificación ha desaparecido de la vida de los hombres y las oposiciones perdido su viva referencia mutua e interacción y ganado independencia, surge el estado de necesidad (Bedürfniss) de la filosofía”.57 Asumiendo que las múltiples “apariciones fenoménicas” (esto es, las distintas configuraciones racionales, filosóficas) y el Absoluto son “eternamente uno y lo mismo”,58 cabe indagar si tal desaparición y tal pérdida de referencia son ya definitivas. Un punto a considerar aquí es que, ante tal estado de necesidad o menesterosidad, algunos creían que era más conveniente desestimar aquella tarea de sistematización al advertir “vicios ocultos” en la construcción del edificio filosófico al que hiciéramos referencia antes. Otros, en cambio, pensaban que era posible llevarlo a cabo aún, sea renovando el método de trabajo59 o bien ofreciendo un nuevo fundamento para sus cimientos.60 Ahora, al releer la descripción extractada del “Escrito de la Diferencia” acerca de dicha desaparición y pérdida de referencia de las oposiciones del entendimiento se nos plantea la siguiente cuestión: además de referirse sin dudas a Reinhold, ¿no alcanza también a la posición de Schulze, como representante de los primeros?61 De ser así, entonces la vinculación propuesta en temas y problemas entre dicho artículo y aquel escrito programático de 1801 encuentra otro punto de apoyo.

95

Por lo pronto, podemos confirmar que entre la afirmación de Kant acerca de la necesidad de construir un sistema y el modo como algunos de sus seguidores pretendían realizarlo hay un desplazamiento e, incluso, probablemente un malentendido. Para Kant, como veíamos, la idea de sistema es una forma racional de operar con cierta coherencia, no una realidad teórica.62 Dicho de otro modo: si lo que se buscaba por entonces era establecer la filosofía como ciencia, ello no podía hacerse sino a partir de una idea, progresivamente. En cambio, si la intención era hacerlo de una vez y para siempre, entonces se entiende que Reinhold se haya abocado a darle la coherencia que a su criterio le faltaba a las argumentaciones de la filosofía trascendental, filosofía que parecía no poder escapar con sus solas fuerzas al alcance devastador de la denuncia de Jacobi o de la crítica de Schulze.63 Resultaba difícil, en efecto, comprender la caracterización del edificio crítico como “propedéutico para la metafísica”,64 sin llegar a concluir que era preciso llevar tal aproximación provisional al estadio de ciencia definitiva, esto es, ya no superable.65 Así lo entendía Reinhold, al menos, desde el modelo wolffiano imperante y sobre las huellas de un cartesianismo radical. De allí su pretensión de terminar de construir tal sistema filosófico, cerrado e inexpugnable, mediante una sólida fundamentación more cartesiana de las consecuencias verdaderas de la Crítica a partir de principios incondicionalmente verdaderos. Sin embargo, los intentos sucesivos por esclarecer y difundir la buena nueva de la filosofía trascendental que el “apóstol de los gentiles del criticismo” (Reinhold) llevara a cabo, no lograron el resultado esperado. Las dificultades para comprender lo propuesto por el maestro de Königsberg aumentaron e, incluso, ganaron espacio en los periódicos de la época.66 Uno de los libros más leídos y discutidos en las universidades alemanas a fines del siglo XVIII, a saber, el Aenesidemus (1792),67 encontrará entonces una rápida y favorable acogida. Allí aparecían reunidas y sistematizadas las opiniones vertidas por diversos críticos de la filosofía trascendental.68 Su autor, Gottlob Ernst Schulze (1761–1833), formaba parte junto a Feder y Garve (autores de una conocida reseña de la primera edición de la Crítica de la razón pura en la que acusan a Kant de berkeleyanismo) de un movimiento filosófico que tenía como centro la Universidad de Göttingen y que podría ser denominado “empirismo alemán”. Las “inocultables marcas empirista y escéptica” de Schulze, “añadidas a su constante apelación al realismo del sentido común”,69 lo llevaron a defender un “realismo natural” identificado con la noción de “un conocimiento inmediato y directo de lo real existente” (en conexión con Jacobi).70 De allí también su insistencia en la “no–filosofía” (Unphilosophie) y su abierta oposición a la “novedad” kantiana que, bajo la pretensión de haber dejado atrás al escepticismo de Hume y su crítica a la

96

explicación causal, no hacía más que reproducir el dogmatismo racionalista más rancio.71 Ante la mirada de tales representantes de los fideístas y los escépticos, quienes plantearon el dilema de la “cosa en sí”72 y la ambigüedad del concepto de “objeto” de representación,73 el edificio de la filosofía kantiana parecía socavarse. Aunque el examen de la pertinencia de tales objeciones exceda los límites del presente artículo, no debemos dejar de señalar que la pretensión de convertir a la filosofía en ciencia no sólo es errada y dogmática para Schulze. Ella parte, además, de un “defecto de nacimiento de la filosofía”, que Schulze identificó con el proyecto de una filosofía concebida como ciencia: el fracaso de todos los esfuerzos por dotar a la filosofía especulativa de firmeza científica es uno de los resultados más importantes en la historia de la razón humana. Este fracaso merece ser investigado desde el fundamento y completamente, y lleva a suponer que a esa filosofía está ligado algún defecto de nacimiento que tuvo que haberse propagado de una ocupación dogmática con ella a otra.74

Tal fracaso parece resultar, por ende, de una larga historia (en el sentido de historie), como fruto de un recuento o recopilación externa de datos empíricos acerca de tales pretensiones desmedidas. Hegel, como veremos, lo entiende de otro modo. En su recensión de la Crítica de la filosofía teórica de Schulze tiene a tal fracaso más bien como una presuposición carente de mayor justificación. Una presuposición que es fruto de una “consideración superficial de las disputas filosóficas”, es decir, de la curiosidad “que siempre ve lo contrario de lo que pasa delante de sus ojos” .75 Al igual que Reinhold, Schulze parece entretenerse mostrando “las diferencias entre los sistemas”, pero sin llegar a comprender que existe “la unidad de los principios”,76 esto es, la razón como actividad que pone en relación la multiplicidad de configuraciones filosóficas recogiéndolas en su unidad (el Absoluto). Por ello, a diferencia de quienes pretendían ofrecer un nuevo fundamento para tal sistematización filosófica (Reinhold) y de quienes se oponían a dicha tarea (la no–filosofía de Schulze), Hegel piensa que ella debía ejercerse más que nunca en ese contexto en el que las contraposiciones del entendimiento parecían haber perdido toda referencia a la unidad y parecían haberse vuelto independientes. En su “Escrito de la Diferencia”, Hegel señala al respecto que es preciso superar (aufheben) toda “escisión” (Entzweiung) en el que el entendimiento puede quedar desdoblado, al no poder reconocer “la viva referencia mutua e interacción de sus oposiciones” por presuponer una separación absoluta entre lo infinito y lo finito, o entre el pensar y el ser, nuestras representaciones y las cosas, etc. De allí que sea preciso volver “relativa”77 toda

97

escisión que el entendimiento considerara insuperable entre la multiplicidad de las limitaciones y el Absoluto. Por lo mismo, el suabo tiene a esa escisión por “necesaria” pero en otro sentido. Pues ella hacía falta o era requerida para que la razón pudiera llevar a cabo efectivamente su cometido. Al fin y al cabo, Hegel piensa que la escisión era “solo un factor de la vida que se conforma contraponiéndose eternamente, y sólo mediante el restablecimiento que parte de la división suprema es posible la totalidad de la vivacidad suprema”.78 Esa totalidad y tal escisión son, por tanto, la fuente de donde brotan y han brotado las distintas formas que ha adquirido el sistema de la filosofía: “La forma que una filosofía comporta (...) ha surgido, por una parte, de la viviente originalidad del espíritu que, en ella [la filosofía], por su propio medio [el espíritu], ha restablecido y conformado en su auto–actividad la armonía desgarrada; y, por otra, de la forma particular que la escisión comporta, de la cual brota el sistema”.79 Tales afirmaciones pueden ser comparadas con otras del artículo “Relación del escepticismo con la filosofía”, donde la mirada penetrante del suabo hace foco en la separación entre el pensar y el ser que Schulze planteaba. De ello resulta, por un lado, que dicha vinculación entre ambos textos tiene varios puntos posibles de apoyo y, por el otro, que es posible reconocer hasta qué punto Schulze parece haber prestado “sin querer un servicio inestimable a Hegel”.80 Tal vez por ello Hegel escribe tal recensión de la obra de Schulze, retrotrayéndose al debate sobre las credenciales de acreditación de la filosofía kantiana que había tenido lugar en la década anterior. Sus motivaciones no se debieron quizás al hecho circunstancial de la aparición de una nueva publicación de Schulze, sino que ésta parece haber sido el recurso utilizado por el suabo para insistir con la necesidad de poner todo el empeño en la tarea del pensar concebida entonces como el programa de sistematización de la filosofía. A la luz de lo desarrollado hasta aquí, acerca de la confluencia del interés de Hegel por el escepticismo con la necesidad de sistematización de la filosofía (presentada a partir de su escrito programático de 1801), creemos que puede entreverse el sentido que va a adquirir la relación del escepticismo con la filosofía en el artículo antes mencionado de 1802. Pero antes de intentar hacerlo aún más explícito, no olvidemos señalar que hacia el final del “Escrito de la Diferencia” Hegel refiere al escepticismo con esta expresión: “si la reflexión predomina sobre la fantasía, nace un verdadero [genuino o auténtico] escepticismo (ächter Skepticismus)”.81 Veamos a continuación de qué modo esta caracterización del escepticismo es retomada poco después en su “pequeño tratado” sobre el tema, para darle un alcance mayor a la vez que un tratamiento más específico.

98

3. Abrirse camino entre bastardos y nobles

En un escenario transido por diversas polémicas sobre moral, política y religión, el escepticismo llegó a gozar de “atención y prestigio en amplios círculos”.82 Sin embargo, la intención fundamental de quienes recurrían a los tropos escépticos en ese contexto finisecular no parecía ser ya la de enfatizar el papel de la creencia en la vida humana para dejar así abierta la posibilidad de la fe religiosa. A diferencia de la temprana modernidad o de su amplia difusión con el Dictionnaire historique et critique de Pierre Bayle, el nuevo impulso dado al escepticismo hacia fines del siglo XVIII se hallaba dirigido más bien al establecimiento de la posición del “realismo directo del sentido común (common sense)”.83 Desde esta posición, como veíamos, Schulze enfrenta lo que entiende como el dogmatismo de la filosofía kantiana, esto es, la pretensión infundada de haber disipado las dudas levantadas por Hume respecto de la validez de la causalidad (al menos en la versión de Reinhold). En consonancia con sus contemporáneos, Hegel se interesó en esa misma época por la tradición del escepticismo. Sus lecturas al respecto lo acompañaron en su derrotero filosófico que el suabo resume, antes de llegar a Jena y en carta a Schelling, con la conocida confesión: “mi formación científica comenzó por necesidades humanas de carácter secundario; así tuve que ir siendo empujado hacia la Ciencia, y el ideal juvenil tuvo que tomar la forma de la reflexión, convirtiéndose en un sistema”.84 Empapado del espíritu del kantismo, Hegel y Schelling acometen la tarea de ofrecer una nueva articulación del corpus filosófico, con la cual procuraban exponer no sólo la totalidad de los conocimientos sino, además, desarrollar orgánicamente otras disciplinas que no eran comprendidas en la enseñanza universitaria (tales como las filosofías de la naturaleza, de la historia, del arte y de la religión, y la historia de la filosofía).85 La integración del escepticismo en ese nuevo programa filosófico que Hegel reformulara a su vez y terminara de establecer pro domo sua durante el periodo jenense,86 era sin dudas un desafío importante. La dura crítica contra la filosofía del “sano sentido común” (Menschenverstande) y luego contra las denominadas “filosofías del entendimiento” (como la de Reinhold, pero también las de Kant, Fichte y Jacobi),87 fue desplegada por Hegel al comienzo de su estadía en Jena. Junto a Schelling, decide entonces escribir y publicar un periódico titulado Kritisches Journal der Philosophie, el cual fue editado por Cotta en Tubinga entre 1802 y 1803.88 Tanto su artículo introductorio, “Sobre la esencia de la crítica filosófica en general y su relación con el estado actual de la filosofía en especial”, como el siguiente, “Cómo toma el sentido común a la filosofía”, guardan relación con la tarea filosófica que el suabo se había propuesto en su anterior “Escrito de la Diferencia”, a saber: determinar lo esencial de toda filosofía o la idea de la filosofía concebida 99

como ciencia, sistemática y orgánica.89 El artículo “Relación del escepticismo con la filosofía” apareció en el segundo volumen de esa publicación, luego de aquellos dos y guardando también estrecha relación con la finalidad general de tales trabajos.90 Según se desprende del subtítulo de este último artículo, Hegel se ocupa de exponer las distintas variantes de dicha tradición y de ofrecer una comparación del modo de proceder de los escépticos antiguos con el de los “más modernos”, aprovechando la reciente publicación de la obra de Schulze. Como un primer resultado de esa contraposición, el escepticismo referenciado en la fuente clásica (esto es, Sexto Empírico)91 recibe sin dudas las mayores alabanzas y un amplio tratamiento a lo largo del artículo. Pero es preciso advertir que la intención del suabo es más bien otra, a saber, exponer la relación tanto del escepticismo representado por Schulze como del escepticismo en general con la filosofía.92 Bien, a nuestro criterio, tal exposición de las relaciones de un escepticismo y otro con la filosofía debe ser leída a la luz de lo antes comentado acerca del programa filosófico que Hegel dejara asentado en su “Escrito de la Diferencia”, a saber, procurar una nueva sistematización. Cierto es que ese recurso a la antigüedad deja mal parado al escepticismo “más moderno”, al cual Hegel califica de “bastardo”93 y dice que tiene por “un pretexto de la no–filosofía”,94 al verlo ligado al supuesto saber basado en la experiencia inmediata, directa y sensible. Pero, donde muchos creerían encontrar sólo un resto grecómano con cierto dejo de nostalgia en este temprano pensar lógico del suabo, creemos que es posible observar algo más interesante en relación con dicho programa. Especialmente si se advierte que, a pesar de ser presentado como más empobrecido respecto de la riqueza ingente de recursos desplegados por el escepticismo antiguo, el de Schulze no deja de ser significativo para la tarea del pensar que Hegel venía perfilando en Jena. Y ello aunque el suabo señale que éste escepticismo obstinado en el realismo de la finitud de un “entendimiento absolutizado” sea incluso lo contrario del antiguo, es decir, un “escepticismo dogmático”.95 Según Hegel, en efecto, los diez viejos tropos atribuidos a Pirrón96 “están dirigidos, como toda la filosofía en general, contra el dogmatismo de la misma conciencia común”.97 O bien, llevado a dicho contexto finisecular, contra el dogmatismo del entendimiento vulgar defendido por el common sense que refiere a hechos, a la presunta verdad de lo finito. El escepticismo de Schulze estaría así “desalineado”, digamos, respecto de la tradición clásica sobre cuyos hombros pretende subirse para cargar contra la “fortaleza de la filosofía”.98 Hegel lo critica por no haber sabido escoger la forma verdadera, auténtica o genuina de escepticismo, que pone en cuestión no sólo la experiencia sensible, sino, de modo más radical, el carácter finito del conocimiento mostrando cómo el entendimiento puede negarse a sí mismo. De allí el interés del suabo por Arcesilao, por Agripa e, incluso, por el

100

más arduo diálogo de Platón, el Parménides, que “no se dedica a dudar de las verdades del entendimiento (…) sino que se dedica a negar completamente toda verdad de un conocimiento tal”.99 En este diálogo, advierte Hegel, puede reconocerse de qué modo han sido destruidas recíprocamente las pretensiones de verdad que conllevan en forma unilateral cada una de las contraposiciones en que se enreda el entendimiento, a saber: el ser frente a la nada, el nacer frente al morir, lo uno frente a lo múltiple, el todo frente a las partes, etc. Pero tal destrucción recíproca no implica que se destruya la verdad, todo lo contrario. Vista negativamente la verdad es, como señala Duque, “la destrucción misma de la pretensión unilateral, por parte de los extremos enfrentados, de querer ser y ser concebidos en y para sí, singular y aisladamente”.100 O, dicho de otro modo, la verdad es la relación101 de la multiplicidad de apariciones fenoménicas (es decir, la razón) al Absoluto que en su “Escrito de la Diferencia” Hegel concibiera aún como la “referencia”. De allí que, en el periodo jenense, el interés por el escepticismo auténtico se debe no sólo a que en él el entendimiento se resuelve contra sí mismo, sino a que “él mismo es el lado negativo del conocimiento del Absoluto, y presupone inmediatamente a la razón como lado positivo”.102 Ese lado negativo está necesariamente integrado en toda auténtica filosofía que “supera (o asume —aufheben—) siempre el principio de contradicción”103 en su búsqueda incesante por alcanzar una apropiada sistematización. No permanece, por tanto, ajeno a ella ni puede cargar contra ella como pretendía hacer Schulze. Éste parece haber deslindado en toda su pureza, aunque él creyera que estaba haciendo otra cosa, la “no–identidad” entre el “ser” y el “pensar”. Pero esa fallida y contradictoria filosofía tiene, como comenta Duque, un gran valor. Ella expresa la diferencia (la no–identidad) en su abstracción más alta y en su forma más pura y verdadera, esto es, como contraposición (y exclusión recíproca) del ser y del pensar. De tal escepticismo moderno y no el antiguo puede entresacarse que “la no–identidad, el principio de conciencia común y de lo contrario al saber, se expresa de la manera más determinada en esa forma de oposición”.104 Hegel identifica así en la separación o escisión radical planteada por aquél “bastardo” de escéptico, a saber, “que concepto y ser no son uno”,105 no solo una suposición infundada, sino aquello que da pie a la necesidad de restablecer la armonía desgarrada. Ahora, cuando Hegel se plantea la necesidad de superar tal separación radical, no significa ello que Schulze deba ser refutado. La posición de Schulze debe ser tenida especialmente en cuenta, dado que daba pie a que fuera puesto todo el énfasis en dicho “estado de necesidad de la filosofía”, de modo tal que de él resulte la decisión de pensar especulativamente aquello que nos fuera legado desde antiguo, a saber: que “pensar y ser son lo mismo” o, como dice el suabo: “el pensar y el ser son Uno”.106 Se trataba de pensar atendiendo

101

justamente a la relación que implica “lo mismo” y no tanto en uno y otro “extremo”, es decir, sin renunciar a dicha tarea filosófica bajo el supuesto de una separación radical entre uno (el pensar, las representaciones) y otro (el ser, las cosas). Salvo, dice Hegel, que pretendamos dejar intacta tal suposición y, a partir de ella, proclamar el descubrimiento de algún “defecto de nacimiento en la filosofía”, por el cual ésta está condenada a no poder desarrollar sus “vuelos especulativos”.107 Leyendo esos textos del periodo jenense es factible constatar que a Hegel le ha interesado lo que el escepticismo tiene para decir en sus distintas versiones. Su interés en particular por la obra de Sexto Empírico108 le ha llevado a determinar, cierto es, la distinción del antiguo escepticismo (“auténtico”) con respecto al nuevo (“inauténtico”). Pero no debemos concluir apresuradamente que este último ha sido desechado por su carácter “bastardo”, ni que ha sido refutado desde una posición verdadera (sea la de Platón, la de Sexto, o la del propio Hegel). De haber procedido así, Hegel hubiera caído en una trampa que él mismo había denunciado en su “Escrito de la Diferencia”, a saber: el olvido de la contraposición.109 Por tanto, el interés de Hegel en el escepticismo moderno se debe más bien a que éste esconde, en palabras de Duque, “una verdad que surgirá por el conflicto interno de sus propias contradicciones, pues no hay verdad que pueda aplicarse desde fuera”.110 Por tanto, se hace manifiesto que el significado del tratado sobre el escepticismo no yace en la crítica a Schulze, sino que en él Hegel determina nuevamente la relación del escepticismo y la filosofía, en discusión especialmente con el escepticismo antiguo. Y ante ese trasfondo elabora (herausarbeitet) por primera vez el significado del procedimiento escéptico para el método de su propia filosofía: Sin la determinación de la verdadera relación del escepticismo con la filosofía y sin la intelección (Einsicht) de que el escepticismo mismo es un su núcleo más íntimo una sola cosa con toda verdadera filosofía, y que por tanto sólo hay una filosofía, que no es ni escepticismo ni dogmatismo y por tanto es ambos a la vez, sin esto, todas las historias y relatos y nuevas ediciones del escepticismo no conducen a nada.111

Escepticismo y filosofía no se aplazan hostilmente, por tanto, uno al otro. El “puro escepticismo”, cuya “preciosa esencia” ha llegado a menudo a ser tergiversada tendría su lugar así en la filosofía misma: “una verdadera filosofía tiene necesariamente un lado negativo propio, el cual va dirigido contra todo lo limitado y, por ende, contra el montón de hechos de la conciencia y su certeza innegable, así como contra los conceptos estrechos que están presentes en esas magníficas doctrinas”.112

102

Para concluir, recordemos que el suabo asume el desafío del programa kantiano–fichteano y procura ofrecer una exposición sistemática de la filosofía a sus contemporáneos. Exposición en la cual toma a su cargo una recepción más amplia de la rica tradición del escepticismo, porque desde el período jenense se hace patente el carácter esencial del escepticismo en dicho trabajo filosófico, en especial por su relación intrínseca con la génesis y el desarrollo del método de exposición inherente a la filosofía. Método que el suabo buscara hacer explícito no sin problemas a lo largo de su vida, dado su complejo carácter dialéctico–especulativo. Exposición que no dejara de revisar hasta sus últimos días, reconociendo dificultades que le son inherentes. Filosofía que él concibiera, una y otra vez, como “el conocimiento científico de la verdad”.113 Concepción sistemática de la filosofía que va a ir concretándose a partir de tales Esbozos de sistema y, especialmente, con la Fenomenología del espíritu, donde llega a reconocer que el “sistema científico” es “la verdadera figura en la que existe la verdad”.114 Sistema que logra la exposición de su objeto en y para sí, es decir, de las esencialidades puras (Wesenheiten) que constituyen tal movimiento de lo verdadero más adelante, con la Ciencia de la Lógica.115 Ciencia ésta, finalmente, que pone a la Fenomenología del espíritu como presupuesto suyo, llevando a cabo así un ajuste de cuentas con su gran obra de 1806. Desde ese marco interpretativo que aquí solo hemos podido presentar en resumidas cuentas, pensamos que el artículo “Relación del escepticismo con la filosofía” de 1802 constituye una pieza clave en el derrotero filosófico del suabo y un lugar de indagación significativo para nuestro propósito.

103

Notas 1

Esta formulación es tomada, según señala

10

Cfr. Edgardo Albizu, Tiempo y saber absoluto.

Jaeschke, del escrito de Friedrich Engels: “Lud-

La condición del discurso metafísico en la obra

wig Feuerbach und der Ausgang der klassischen

de Hegel, Buenos Aires, Baudino–UNSAM, 1999,

deutschen Philosophie” (1886/88), en Marx–

p. 48. En la nota 64, Albizu brinda una reseña

Engels–Werke, Bd. 21, Berlin, Dietz, 1973. Cfr.

de las diferentes posiciones exegéticas desde

Walter Jaeschke, “Sobre o conceito de filosofia

1844 (Rosenkranz) hasta 1974 (Labarrière), para

alemã clássica”, en Dissertatio 19–20 (2004),

incorporar su importante estudio al debate de las

pp. 295–296.

últimas décadas del siglo XX.

2

F. W. J. Schelling., Sämtliche Werke, Stuttgart,

11

Cfr. Duque, Historia de la Filosofía Moderna,

Cotta, 1861, p. 73. Citado en Jaeschke, op. cit.,

p. 504.

p. 298.

12

Esta edición histórico–crítica ha sido preparada

La Universidad de Jena, como comenta Félix

por el Hegel–Archiv de Bochum, patrocinada por

Duque, era conocida por entonces como la “Cele-

la Academia Renana de Ciencias de Dusseldorf

berrima Salana” y se había convertido en el centro

y editada por Félix Meiner en Hamburgo desde

del kantismo (a través de la Allgemeine Literatur

1968, bajo el título Gesammelte Weke. En ade-

Zeitung), del primer romanticismo (la llamada

lante la citaremos GW, seguido del volumen, el

Frühromatik) y de la Naturphilosophie. Cfr. Félix

número de página y luego agregaremos el número

Duque, Historia de la Filosofía Moderna. La era de

de página de la traducción al español de María

la crítica, Madrid, Akal, 1998, pp. 369–370.

del Carmen Paredes, publicada en Madrid, Nueva

3

4

Cfr. Karl Rosenkranz, Hegels Leben, Darmstadt,

Visión, 2000. Georg Wilhelm Friedrich Hegel, “Verhältniss des

Wissenschafliche Buchsgesellschaft, 1977, p.

13

100.

Skepticismus zur Philosophie, Darstellung seiner

Cfr. Walter Jaeschke, Hegel–Handbuch. Leben–

verschiedenen Modificationen, und Vergleichung

Werk–Wirkung, Stuttgart, Metzler, 2003, pp. 133

des neuesten mit dem alten“, en Jenaer kritische

y 136.

Schriften. Hg. von Hartmut Buchner und Otto Pög-

5

6

La excepción es el valioso libro de Klaus Vieweg,

geler. GW 4.197–238.

Philosophie des Remis. Der junge Hegel und das

14

Jaeschke, Hegel Handbuch, p. 132.

Gespenst des Skepticismus, Fink, 1999.

15

Cfr. Martin Heidegger, “La constitución onto–teo-

7

Walter Jaeschke, Hegel. La conciencia de la mo-

dernidad, Madrid, Akal, 1998, p. 11. 8

Citado por Ramón Valls Plana en su “Present��������������������������������������������

lógica de la metafísica”, en Identidad y Diferencia, Barcelona, Anthropos, 1990, p. 119. 16

El mismo Hegel confiesa en ese “pequeño

ación del traductor”, G. W. F. Hegel, Enciclopedia

tratado” sobre el escepticismo que “[…] nos

de las ciencias filosóficas en compendio, Madrid,

faltan informaciones más precisas sobre Pirrón,

Alianza, 1999, p. 19.

Enesidemo y otros famosos escépticos antiguos”.

9

��������������������������������������������� Ya sea como figura de la conciencia (con con-

GW 4.206; trad. p. 63. Ezequiel de Olaso, “El escepticismo antiguo en

notación más directamente histórica) o como

17

momento del espíritu (con significación más

la génesis y desarrollo de la filosofía moderna”, en

eminentemente lógica). Cfr. André Lecrivain,

Enciclopedia Iberoamericana de Filosofía, núm.

“Phénoménologie de l’esprit et logique” en Ar-

6: Del Renacimiento a la Ilustración I, Madrid,

chives de philosophie, 60, 1997, p. 184.

Trotta-CSIC, 1994, pp. 136–137.

104

“La filosofía especulativa es un gigantesco es-

dad de las reglas del entendimiento bajo principios.

fuerzo por mostrar la ilusión de decir lo que siem-

La razón nunca refiere, pues, directamente a la ex-

pre y en todo caso queda eludido en toda alusión:

periencia o a algún objeto, sino al entendimiento,

ese nombre–herida que apunta a una ausencia y

a fin de dar unidad a priori, mediante conceptos,

que Hegel denomina lo Absoluto (das Absolute).”

a los diversos conocimientos de éste. Tal unidad

(Félix Duque, “Hegel: la lógica del fin cumplido”,

puede llamarse unidad de la razón, y es de índole

en Er, 6, 1988, p. 73.)

totalmente distinta de la que es capaz de producir

18

19

“Se insiste con tanta frecuencia en que Hegel

el entendimiento” (KrV A 302/B 359)”. Cfr. Duque,

impone la identidad silenciando la diferencia que

Historia de la Filosofía Moderna, p. 58.

no parece necesario acreditar bibliográficamente

23

Kant, op. cit., A 832/B 860.

dónde puede encontrarse algo semejante.” (Ángel

24

No podemos recoger aquí todo el planteo que

Gabilondo, La vuelta del otro. Diferencia, Identidad

por entonces hicieran los jóvenes postkantianos

y Alteridad, Madrid, Trotta, 2001, p. 56)

en torno a tal “construcción” y al “construir”. Sólo

El título completo es: Diferencia entre el sistema

recordemos que el mismo Kant había utilizado los

de filosofía de Fichte y el de Schelling en referencia

términos “Konstruktion” y “konstruieren” al mo-

al primer cuaderno de las “Contribuciones para

mento de ocuparse de distinguir el conocimiento

una visión de conjunto más clara del estado de la

filosófico del conocimiento matemático en “La

filosofía en los inicios del siglo XIX, de Reinhold”.

disciplina de la razón pura en su uso dogmático”

Seguimos la traducción de Juan Antonio Rodríguez

(Kant, op. cit., A 713/B 742 y sig.). Cfr. Duque,

Tous, Madrid, Alianza, 1989.

Historia de la Filosofía Moderna, pp. 504–505,

20

21

GW 4, p. 16; trad., p. 16 y GW 4, p. 12; trad.,

p. 11.

donde el autor le dedica una extensa nota aclaratoria al tema.

En su primera Crítica y desde un punto de vista

25

Jaeschke, op. cit., p. 11.

lógico–formal, Kant llama “entendimiento” a la

26

Sin referirse explícitamente al fundador de la

facultad que produce espontáneamente represen-

Academia, el mismo Hegel expresa: “lo Absoluto

taciones, para distinguirla del carácter receptivo

(…) es la meta, lo que es buscado; está ya pre-

de la sensibilidad (cfr. Crítica de la razón pura,

sente, pues de otro modo, ¿cómo podría ser lo

A51/B 75); mientras que “razón” es la facultad que

buscado?” (GW 4, p. 16, trad., p. 16).

produce las inferencias mediatas o silogismos, o

27

sea, que deduce lo particular de lo universal (cfr.

ción de Wenceslao Roces, Madrid, F.C.E., 1999.

KrV A299/B 355, A 330/B386, A 646/B674).

28

Desde un punto de vista trascendental, la razón

pp. 26 ss.

(en oposición al entendimiento) es la “facultad

29

de los Principios” (KrV A 299/B 355), esto es, de

Hegel. Relación del escepticismo con la filosofía,

funciones supremas e incondicionadas de cierre,

Madrid, Biblioteca Nueva, 2006, p. 13.

llamadas “conceptos racionales” o “Ideas” (cfr. KrV

30

A 763/B 791). Kant expresa: “Si el entendimiento

en GW4, p. 198; trad., p. 54.

es la facultad de la unidad de los fenómenos me-

31

diante las reglas, la razón es la facultad de la uni-

los trabajos recopilados por Giorgio Tonelli en Da

22

GW ������������������������������������������������� 9, p. 19; trad., p. 17. Citamos por la traducCfr. Duque, Historia de la Filosofía Moderna, Cfr. María del Carmen Paredes, “Introducción” a

Paráfrasis del texto de Schulze que Hegel ofrece Cfr. Olaso, op. cit., p. 157. Olaso remite allí a

105

Leibniz a Kant. Saggi sul pensiero dell Settecento,

Hegel”, en E. Mattio y C. Scotto (eds.), Objetividad,

Napoli, 1987.

interpretación e historia: perspectivas filosóficas,

32

Cfr. Mario Caimi, “Introducción” a Immanuel

Córdoba, FFyH–UNC, 2006, pp. 145–154.

Kant. Crítica de la razón pura, Buenos Aires, Coli-

44

hue, 2007, p. LVI–LXIII, especialmente p. LXII.

Contribuciones a la corrección de los malentendi-

Como pensaba Karl Leonard Reinhold en sus

Aunque la Crítica debía seguir siendo “dogmá-

dos habidos hasta ahora entre los filósofos, tomo

tica, esto es, estar establecida firmemente y a

I de 1790 y tomo II de 1794. Citado por Rodriguez

priori sobre la base de ciertos principios” (Kant,

Tous, op. cit., p. 115.

op. cit., BXXXV).

45

33

GW 4, p. 11; trad., p. 10.

Cfr. Op. Cit., A 756/B 784 y ss. Al respecto,

46

GW 4, p. 12; trad., p. 12.

véase Ricardo Cattaneo, “Kant y la destinación

47

Términos resaltados en el texto original. Cfr. GW

de la razón: pensar el límite como superación del

4, p. 92, trad., p. 107. Vid. también GW 4, pp.

escepticismo”, en D. López (comp.), Experiencia y

18–19, trad., pp. 18–19.

Límite. Kant–Colloquium (1804–2004), Santa Fe,

48

UNL, 2009, pp. 47–55.

cita y al cual haremos referencia luego llevaba por

34

GW 4, p. 24. El artículo del cual se extrajo esta

Giovanni Bonacina, “Dogmatismo e scetticismo,

título “Introducción. Sobre la esencia de la crítica

felicità e virtù. La storiografia filosófica tedesca in

filosófica en general y su relación con el estado

età kantiana”, en Filosofia ellenistica e cultura

actual de la filosofía en especial”.

moderna, Firenze, Le Lettere, 1996, pp. 12–14.

49

Sería preciso, no obstante, distinguir tal escepti-

guez Tous, “Notas al texto”, op. cit., pág. 115.

cismo del “uso escéptico de la razón”.

50

GW 4, p.10; trad., p. 9.

51

Cabe revisar aquí cómo ha de concebirse tal

35

36

Cfr. Félix Duque, “Notas al prólogo de Kant”, en Im-

Reinhold, Contribuciones I, 5. Citado en Rodri-

manuel Kant. Los progresos de la Metafísica desde

“presente”. Cfr. GW 4, p. 1; trad., p. 16.

Leibniz y Wolf, Madrid, Tecnos, 1987, p. 15.

52

GW 4, p.10; trad. 9. KrV A 833/B 861.

37

Kant, op. cit., A 838/B 866.

53

38

Cfr. Kurt Rainer Meist, Texte zur Habilitation

54

GW 4, p. 12; trad., p. 11.

(1801), en GW 5.611–651. Cfr. Duque, Historia

55

GW 4, p. 12; trad., p. 11.

de la Filosofía Moderna, p. 378.

56

GW 4.92; trad. 106.

“El espíritu viviente, que habita en una filosofía

57

GW 4, p. 14; trad., p. 14.

requiere, para desvelarse, ser alumbrado por un

58

GW 4, p. 11; trad., p. 10.

espíritu de igual estirpe; ante el comportamiento

59

�������������������������������������������� Como lo expresa Kant al comienzo de su “Doc-

histórico, que proviene de un interés cualquier por

trina trascendental del método” en Crítica de la

tener conocimiento de opiniones, el espíritu se

razón pura A707/B 735; trad., p. 571.

insinúa fenómeno extraño, sin revela su interior.”

60

GW 4, p. 10; trad., p. 10.

ciones de Reinhold, subtitulados: “Concernientes

39

A ello refieren los dos tomos de las Contribu-

40

Cfr. GW 4, p. 14; trad., p. 13.

al fundamento de la Filosofía Elemental” (1790) y

41

GW 4, p. 13; trad., p. 12.

“Concernientes a los fundamentos del saber filosó-

42

GW 4, p. 12; trad., p. 11.

fico, de la metafísica, la moral, la religión moral y

43

GW 4, p. .9; trad., p. 8. Puede verse. Ricardo

la doctrina del gusto” (1794), y su libro Sobre el

Cattaneo, “Tratamiento histórico y reconciliación con el Absoluto en el ‘Escrito de la Diferencia’ de

106

fundamento del saber filosófico (1791).

“Especie ������������������������������������������ de nómada que aborrece todo asen-

me ha estorbado no poco en el estudio de la

tamiento duradero”, como diría Kant, aunque no

filosofía de Kant, de tal forma que un año tras

refiriéndose a Schulze. Cfr. Kant, op. cit., A IX;

otro he tenido que comenzar desde el principio la

trad., p. 8.

Crítica de la razón pura porque inevitablemente me

61

62

José Luis Villacañas, La filosofía del idealismo

alemán, vol. I, Madrid, Síntesis, 2001, p. 33.

perdía en este asunto: que sin aquel presupuesto [el de la cosa en sí] no podría entrar en el sistema

63

Cfr. Op. Cit., p. 27 y sig.

y con él no podría permanecer dentro del mismo”

64

Kant, op. cit., A 841/B 869; trad., p. 652. Allí

(F. H. Jacobi, “Sobre el idealismo trascendental”,

caracteriza Kant a la “filosofía de la razón pura”

en David Hume. Sobre la creencia o idealismo y

como “propedéutica (preparación), que investiga

realismo, Madrid, Biblioteca Universal del Círculo

la capacidad de la razón respecto de todo cono-

de Lectores, 1995, p. 447).

cimiento puro a priori y se llama crítica”, pero tam-

73

Cfr. Hoyos, ob. cit., pp. 168–207.

bién como “el sistema de la razón pura (ciencia),

74

G. E. Schulze, Crítica de la filosofía teórica, I,

el conocimiento filosófico (tanto verdadero como

Hamburg, 1801, reimpresión en Bruxelles, Aetas

aparente) global, sistemáticamente conjuntado,

Kantiana, 1973, p. 8. Citado por Hoyos, op. cit.,

y derivado de la razón pura, y que se denomina

p. 208

metafísica”.

75

GW 4, p. 199; trad., p. 55.

65

Cfr. Villacañas, op. cit., p. 34.

76

Idem.

66

Cfr. Villacañas, op. cit., p. 23.

77

Cfr. GW 4, p. 14; trad., p. 13.

67

G. E. Schulze, Aenesidemus oder über die Fun-

78

GW 4, p. 14; trad., p. 14.

damente der von dem Herrn Profesor Reinhold in

79

GW, 4, p. 13; trad., p. 12.

Jena gelieferten Elementar–Philosophie, M. Frank

80

Duque, Historia de la Filosofía Moderna, pp.

(ed.), Hamburg, Meiner, 1996. En inglés, puede

392 y ss.

consultarse lo extractado por G. Di Giovanni y H.

81

S. Harris, Between Kant and Hegel. Texts in the

82

Jaeschke, Hegel–Handbuch, p. 133.

Development of Post–Kantian Idealism, New York,

83

Cfr. Ídem. La estrategia había sido planteada por

SUNY, 1985, pp. 104–135.

Thomas Reid en su An Inquiry into the Human Mind

GW 4, p. 92; trad., p. 106.

68

Cfr. Villacañas, op. cit., pp. 39 y ss.

(Hildesheim, Olms, 1967) para sacar a la filosofía

69

Luis Eduardo Hoyos, El escepticismo y la filosofía

del callejón sin salida al que la había conducido el

trascendental. Estudios sobre el pensamiento

escepticismo de Hume, de cara a las dificultades

alemán a fines del siglo XVIII, Bogotá, Siglo del

inherentes al representacionalismo moderno, al

Hombre / Universidad Nacional de Colombia,

“way of ideas” de la tradición lockeana y cartesia-

2001, p. 107.

na. Cfr. Hoyos, op. cit., p. 114.

70

Cfr. Op. Cit., p. 114, n. 19.

84

71

Según reza el subtítulo de la obra que hiciera

bre de 1800), en Escritos de juventud, México,

G. W. F. Hegel, “Carta a Schelling” (2 de noviem-

famoso a Schulze: “Una defensa del escepticismo

F.C.E., 1998, p. 433.

contra las pretensiones (Anmaassungen) de la

85

crítica de la razón”.

entra entonces “en una nueva posición frente a las

72

Dilema que fuera planteado por Jacobi del si-

guiente modo: “Y he de confesar que este reparo

La historia de la filosofía, como señala Jaeschke,

otras disciplinas filosóficas” (Jaeschke, Hegel. La conciencia de la modernidad, p. 10).

107

Si bien hemos tocado un tanto tangencialmente

92

GW 4, p. 197; trad., p. 53.

el tema, dejamos para otra ocasión la discusión

93

GW 4, p. .206; trad., p. 63. Es considerado

acerca de si era esa efectivamente la tarea que

“bastardo” o debilitado pues ni siquiera tendría

había quedado pendiente en el programa filosófico

una comprensión histórica adecuada de la forma

de Kant, o si así había llegado a ser concebida por

sistemática y de la diferencia que lo separa de los

los filósofos postkantianos, luego del dilema que

antiguos, aunque se adornara con el nombre de

había planteado Jacobi y de las respuestas dadas

un escéptico antiguo (Enesidemo).

por quienes parecían no haber leído al maestro de

94

GW 4, p. 197; trad., p. 54.

Königsberg al “pie de la letra”. Cfr. Villacañas, op.

95

GW 4, p. 223; trad., p. 82.

cit., pp. 23 y ss., y F. Duque, “Estudio preliminar”

96

Hegel reconoce que “nos faltan informaciones

a Kant Immanuel. Los progresos de la metafísica

más precisas sobre Pirrón, Enesidemo y otros

desde Leibniz y Wolf, Madrid, Tecnos, 1987, pp.

famosos escépticos antiguos”. GW 4, p. 206;

XI–CCXXX.

trad., p. 63.

86

87

Cfr. Duque, Historia de la Filosofía Moderna,

p. 394. 88

GW 4, pp. 113–505. Período en el cual Hegel

97

GW 4, p. 215; trad., p. 73.

98

GW 4, p. 197; trad., p. 53.

99

El Parménides de Platón es tenido por el más

invirtió buena parte de su herencia paterna. Cfr.

perfecto y consistente “documento y sistema

Duque, Historia de la Filosofía Moderna, p. 383.

del auténtico escepticismo […] el cual abarca

“También la ciencia de la filosofía solo repite

y destruye todo el ámbito de ese saber por con-

siempre una y la misma identidad racional, pero de

ceptos del entendimiento”. GW 4, p. 207; trad.,

esta repetición de formaciones culturales surgen

p. 65.

nuevas formaciones, a partir de las cuales ella

100

se erige como un mundo completo y orgánico,

391.

que se conoce como la misma identidad tanto en

101

su totalidad como en sus partes.” GW 4, p.224;

concibe como la transición del uno al otro (“Doctri-

trad., p. 83.

na del ser”, 1811), la manifestación del uno en el

89

Duque, Historia de la Filosofía Moderna, p. Relación que, como señala Duque, el suabo

Si bien los artículos no llevaban la firma de sus

otro (“Doctrina de la esencia”, 1812), el desarrollo

autores (según Schlegel, era fácil adivinar cuál era

y reconocimiento de cada uno en el otro (“Doctrina

de Hegel: bastaba con ver si estaba mal escrito),

del concepto”, 1816), en su posterior Ciencia de

se tiene certeza de la autoría del “tratado” sobre

la Lógica. Cfr. Duque, op. cit., p. 391. Muchos

el escepticismo por dos razones: a) Hegel conservó

podremos seguir aprendiendo y, quizás, llegar a

los manuscritos de cuatro artículos (cfr. Duque,

saber de tales relaciones gracias a la inminente

Historia de la Filosofía Moderna, p. 383, n. 783);

publicación de la edición y comentario de dicho

b) el 15 de marzo de 1802 Goethe apuntó en su

escrito por parte de Duque. Tal vez, aquel horridum

diario: “Hegel Escepticismo”, dos días después

logicae desertum sea, por fin, desentrañado para

de una visita a Schelling, quien le entregó pro-

quienes pensamos en sus confines.

bablemente el nuevo número del periódico (cfr.

102

GW 4, p. 207; trad., p. 65.

Jaeschke, Hegel Handbuch, p. 132).

103

GW 4, p. 209; trad., p. 66.

104

GW 4, p. 223; trad., p. 82. Cfr. Duque, Historia

90

91

Sexto Empírico, Hipotiposis pirrónicas, Madrid,

Akal, 1996.

de la Filosofía Moderna, p. 391.

108

105

GW 4, p. 227; trad., p. 87.

111

106

GW 4, p. 223; trad., p. 82.

112

GW 4, p. 206; trad., p. 64. GW 4, p. 207; trad., p. 64.

107

GW 4, p. 199; trad., p. 56, en referencia a

113

Según confesara el mismo Hegel en el “Prólogo

Schulze, Crítica de la filosofía teórica I, ob. cit., p.

a la segunda edición” (1827) de su Enciclopedia

108. “¡Claro!”, expresa Hegel, con tal descubri-

de las ciencias filosóficas, Madrid, Alianza, 1999,

miento de la debilidad irredenta de la naturaleza

p. 60.

de la razón humana y con su aclamación al modo

114

de los filósofos populares, lo que se logra es darles

advierte Duque, que la verdad resida en una figura

una justificación a quienes consideran la necesi-

determinada, adquiriendo su existencia a partir de

dad de alejarse de la especulación, de sus quime-

la determinidad (carácter óntico) que se le atribuye

ras y de sus luchas vanas, para “entregarse a un

por negación de otras que la delimitan y definen,

sistema tan pronto como un concilio o coloquio

sino más bien en el movimiento de la totalidad de

filosófico se ponga de acuerdo sobre una filosofía

las figuras que procura exponerse en tal sistema

universalmente válida”; o bien se los pone en una

científico (cfr. Duque, Historia de la Filosofía Mo-

carrera “tras los sistemas filosóficos” para terminar

derna, p. 547, n. 1253).

consolándose y echándole la culpa a la filosofía, y

115

con ello, despreocupándose también de la espe-

(Vortrag) pueda no ser definitiva al no poder

culación. Cfr. GW 4, p. 200; trad., p. 56.

estar a la altura de las exigencias que conlleva

GW 9, p. 11; trad., p. 9. No debemos concluir,

Aunque la presentación escrita de la misma

Imprescindible como la de Aristóteles, según

dicha exposición. Ello parece desprenderse del

la versión recogida por sus oyentes en la “Intro-

“Prólogo a la segunda edición” antes citado de la

ducción” a sus Lecciones sobre la historia de la

Ciencia de la Lógica, que el suabo escribiera poco

filosofía: “hemos de recurrir a Aristóteles y a Sexto

antes de morir “como queriendo desmentir, con

Empírico; puede prescindirse de todo lo demás”

su impresionante carácter de duda y perplejidad,

(citado por Sartorio Maulini en su introducción a

la idea del círculo de círculos y la cerrazón del

Sexto Empírico, Hipotiposis pirrónicas, Madrid,

pensar (Abgeschlossenheit des Denkens)” (Félix

Akal, 1996, p. 75).

Duque, “Elogio de la frialdad. Sobre el Estado de

108

109

Cfr. Duque, Historia de la Filosofía Moderna,

p. 388. 110

la modernidad revolucionaria”, en Isegoría 10, 1994, p. 167.

Ídem.

109

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110

———: Enciclopedia de las ciencias filosóficas en compendio, Madrid: Alianza, 1999. ———: Fenomenología del espíritu, traducción de Wenceslao Roces, Madrid: FCE, 1999. ———: Relación del escepticismo con la filosofía, Madrid: Biblioteca Nueva, 2006. Traducción de María del Carmen Paredes. Heidegger, M.: “La constitución onto–teo–lógica de la metafísica”, Identidad y Diferencia, Barcelona: Anthropos, 1990. Hoyos, L.: El escepticismo y la filosofía trascendental. Estudios sobre el pensamiento alemán a fines del siglo XVIII, Bogotá: Siglo del Hombre / Universidad Nacional de Colombia, 2001. Kant, I.: Crítica de la Razón Pura, traducción, introducción y notas de M. Caimi, Buenos Aires: Colihue, 2007. Jacobi, F.: “Sobre el idealismo trascendental”, David Hume. Sobre la creencia o idealismo y realismo, Madrid: Biblioteca Universal del Círculo de Lectores, 1995. Traducción de José Luis Villacañas. Jaeschke, W.: “Sobre o conceito de filosofia alemã clássica”, Dissertatio. Revista de Filosofia, 19–20, Pelotas (RS): Universidade Federal de Pelotas, 2004. ———: Hegel. La conciencia de la modernidad, Madrid: Akal, 1998. ———: Hegel–Handbuch. Leben–Werk–Wirkung, Stuttgart: Metzler, 2003. Rosenkranz, K.: Hegels Leben, Darmstadt: Wissenschafliche Buchsgesellschaft, 1977. Schulze, G. E.: Aenesidemus oder über die Fundamente der von dem Herrn Profesor Reinhold in Jena gelieferten Elementar–Philosophie, edición de M. Frank, Hamburg: Meiner, 1996. ———: Kritik der theoretischen Philosophie, vol. I, Hamburg, 1801, reimpresión en Bruxelles: Aetas Kantiana, 1973, p. 8. Sexto Empírico: Hipotiposis pirrónicas, Madrid: Akal, 1996. Villacañas, J.: La filosofía del idealismo alemán, vol. I, Madrid: Síntesis, 2001.

Tercera Parte La influencia oculta

6. Algunos aspectos problemáticos del cogito cartesiano a la luz del pensamiento clásico Gerardo Medina

Entre los diversos aspectos problemáticos que se pueden suscitar en torno al cogito cartesiano, hay quizá uno que reviste un particular interés ya que pone en juego no sólo el significado de tal término, que correctamente podríamos traducir por “pienso”, sino una comprensión general del pensamiento que se halla vinculada a los motivos decisivos de la concepción filosófica del autor; concretamente, el principio indudable desde el cual avanzar “si quería establecer algo firme y constante en las ciencias” (Descartes, 1996:VII, 17). Dicho brevemente, lo problemático residiría en aquello que Descartes incluye en el cogito; a saber, no sólo el “dudar”, el “entender”, el “afirmar”, etc., sino también el “querer” y el “sentir”, actos que habitualmente no atribuiríamos a la facultad de pensar, sino a la voluntad y a la sensibilidad. Puesto que este uso parece haber sido extraño también para sus contemporáneos, mas no ya para los posteriores, algunos especialistas se han preguntado si no hay en ese uso algún elemento en particular relacionado con su concepción metafísica o su método que así lo justifique.1 Del mismo modo, haciendo notar que el término “pensamiento” posee fuertes connotaciones “intelectualistas” —ya que parece siempre involucrada en él una conciencia reflexiva—, se ha sugerido que el cogito de Descartes es estrictamente “intelectualista” y “cognitivo” y

113

que, por ende, los otros actos que se le atribuyen —no intelectualistas para la tradición— quedarían reducidos a él llevando al pensador a profundas contradicciones. Si bien es muy posible que en este punto el desarrollo de la filosofía de Descartes haya producido una profunda transformación, ello no necesariamente implica que una concepción unitaria del pensamiento, en la medida que incluye las demás “facultades anímicas”, haya sido extraña a la precedente tradición filosófica. En tal sentido, es enriquecedor recurrir a los pensadores clásicos —griegos y latinos— para intentar echar luz sobre este punto, pues contamos con numerosos ejemplos que ponen de manifiesto una comprensión no intelectualista del pensamiento, que es capaz de contener tanto actos volitivos como sensitivos sin caer por ello en una concepción reduccionista de las facultades humanas de conocimiento. De esta manera, plantearemos primero con mayor precisión lo que aquí se halla en cuestión junto con sus connotaciones. Luego lo cotejaremos con algunos de los filósofos griegos a los fines de mostrar que, dentro de la tradición filosófica, hay numerosos ejemplos del uso de “pensamiento” en el que actos como “querer”, “sentir”, etc., se hallan incluidos en éste, sin que necesariamente ello derive o implique un carácter estrictamente intelectualista, como si todo acto consciente fuese sólo una mera apariencia o una simple noción abstracta y vacía de una conciencia reflexiva (y convendría reconocer que en esto hasta nuestras propias palabras, en algún sentido, nos traicionan por su ambigüedad). Finalmente, trataremos de bosquejar alguna explicación de por qué Descartes incluye tales actos en el cogito. En este sentido, es muy ilustrativo el carácter que le atribuye San Agustín, quien más que poner el acento en una suerte de autocercioramiento de la propia existencia, remarca fuertemente la función “colectora” del cogito, en la medida que da unidad a la vida anímica, lo que contrasta ampliamente con cierta concepción “compartimentalista” del pensamiento que parece obsesionada en reducirlo a funciones, concepción que sin ser ajena a la propia tradición occidental, está muy lejos de ser la única y la más influyente en ella.

1. Consideraciones preliminares El primero, al parecer, que planteó a Descartes una objeción sobre este punto fue Mersenne, quien le sugirió que si la naturaleza del hombre consistiera sólo en pensar, ello implicaría que carecería de voluntad. Descartes le responde en una carta de mayo de 1637 afirmando que querer, imaginar, etc., son sólo diferentes modos de pensar.2 La objeción de Mersenne sugiere claramente una concepción de las facultades humanas como independientes entre sí y la ac-

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tualización de una de ellas no implicaría necesariamente la concurrencia de las otras, incluso cuando todas fueran facultades pertenecientes a una determinada parte de la naturaleza humana, a saber, el alma. Esto sería también un indicio de que, al menos entre algunos hombres de letras de la época de Descartes, la identificación del pensamiento con la voluntad, la imaginación, etc., no fue común, y que por ello el autor del Discurso del método estaría introduciendo alguna forma de innovación al respecto. Una cuestión subyacente aquí y de no poca importancia es la de la unidad de las facultades anímicas y su relación entre sí. La objeción de Mersenne no necesariamente implica la falta de unidad anímica, pero sí el hecho de que haya superposición en su funcionamiento; esto es, “querer”, “imaginar” o “sentir”, no serían lo mismo que “pensar”. Para Descartes, en cambio, una vez que se ha asumido su primera verdad “pienso, soy”, tanto el querer como el imaginar o el sentir, implicarían necesariamente el pensar. Es clave en este punto el famoso pasaje de las Meditaciones… donde introduce el ejemplo de la cera, cuyo análisis concluye con estas palabras: Pero, ¿qué es esta cera que no puede ser concebida sino por el entendimiento o el espíritu? Por cierto es la misma que veo, toco, imagino, y la misma que conocía desde el principio; pero lo que hay que advertir es que su percepción, o bien la acción por medio de la cual se la percibe, no es una visión, ni un tacto, ni una imaginación, y no lo ha sido jamás, aunque antes pareciera serlo así, sino solamente una inspección del espíritu, que puede ser imperfecta y confusa, como lo fue antes, o bien clara y distinta, como lo es ahora, según que mi atención se fije más o menos en las cosas que hay en ella y de las cuales está compuesta.3

Varios autores contemporáneos han notado también el carácter problemático de la inclusión de tales actos en el cogito; pero en general la respuesta ha sido más bien simplista, ya que apelan a un uso más amplio del término en el contexto de los desarrollos filosóficos de la época de Descartes. Así, por ejemplo Koyré, dice que el cogito tenía entonces “un significado mucho más amplio que el que tiene ahora”, pues “…no sólo abrazaba al ‘pensamiento’ tal como ahora es comprendido, sino también a todos los actos y datos mentales: querer, sentir, juzgar, tener percepciones y similares” (Descartes, 1969:XXXVII). Parece que E. Anscombe y P. Geach han seguido la misma línea de interpretación. Mario Caimi, por su parte, aunque no puntualmente en relación a este problema sino al del origen de la posibilidad del error, afirma: El juicio consiste en la afirmación o negación de algo que el intelecto conoce. Para juzgar, se necesita no sólo la concepción clara y distinta sino además la afirmación y la negación. La concepción clara y distinta es la obra del intelecto. La afirmación o negación es el aporte de la voluntad y para ella vale el precepto metódico de no otorgar esa afirmación,

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esa aquiescencia de la voluntad, sino sólo en aquellos casos en que nos hallamos ante intelecciones claras y distintas. (Descartes, 2004:XCVII)

No deberíamos hablar entonces meramente de un acto cognitivo —aunque tal acto desempeñe un papel fundamental— sino también de uno judicativo; esto parece estar de acuerdo con lo que el mismo Descartes afirma tanto al final de la Primera Meditación como al principio de la Segunda. Tras suponer la existencia del “Genio Maligno”, y por ello mismo, ante la eventualidad de ser engañado, decide tomar todo como engañoso y suspender el juicio: Me mantendré obstinadamente unido a este pensamiento, y si, por este medio, no está en mi poder llegar al conocimiento de alguna verdad, por lo menos está en mi poder suspender mi juicio. Por esto cuidaré escrupulosamente de no dar crédito a ninguna falsedad y prepararé tan bien mi espíritu para todos los ardides de este gran engañador que, por poderoso y astuto que sea, jamás podrá imponerme nada.4

El pasaje deja ver claramente que, mediante la aplicación de la duda y procediendo paso a paso en una ligazón semejante a los eslabones de una cadena, se llega al punto decisivo donde reside la amenaza de caer en el establecimiento de un juicio apresurado, esto es, un juicio que carezca del soporte de una verdad indudable que cumpla con los requisitos de claridad y distinción. La meditación cierra con una alusión a la dificultad de la investigación y a cierta pereza que lo invade. En el comienzo de la Segunda Meditación, por su parte, como buen matemático que ha interrumpido la resolución de un problema, realiza un balance de lo ya alcanzado y retoma la cuestión desde donde había sido interrumpida. Así, tras constatar que no se había convencido de que no existía —aunque sí que, aparte de eso, no existía cosa alguna— afirma: “De modo que después de haber pensado bien, y de haber examinado cuidadosamente todo, hay que concluir y tener por establecido que esta proposición —este juicio—: yo soy, yo existo, es necesariamente verdadera siempre que la pronuncio o que la concibo en mi espíritu”.5 Si seguimos entonces la indicación de Caimi, daría toda la impresión de que es difícil concebir el cogito con un carácter exclusivamente intelectualista, ya que de nada serviría sin la función afirmativa que le acompaña y establece el principio; esto es, un acto de la voluntad y no un mero conocimiento intelectual. Entre los estudiosos actuales de Descartes que han discutido este punto, vale la pena detenerse en el artículo de John Cottingham, “Descartes on ‘thought’”. Según este autor, las alusiones “intelectualistas” del término cogitatio en Descartes se debe a razones “que tienen sus profundas raíces en el método y la metafísica cartesiana” (Cottingham, 1978:209). Veámoslo más detenidamente. Descartes afirma que el pensamiento está inseparablemente unido a su

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naturaleza, de modo que se concibe a sí mismo como una “cosa que piensa”. Este aserto fue conseguido gracias a la aplicación del método de la duda hasta sus posibilidades extremas, extremo que para Cottingham encarna el genio maligno. Siendo la duda un proceso estrictamente cognitivo, habría allí un primer indicio del carácter intelectualista del cogito. Otro indicio fundamental lo aportaría el hecho de que Descartes no equipara el cogito a los otros actos del pensamiento que han sido señalados, pero en cambio, incluye aquellos en éste y bajo el trazo de la “conciencia”; de modo que aún cuando “querer”, “imaginar” y “sentir” son incluidos en aquél, ellos sólo son tales en la medida en que propiamente se da la “conciencia de sí”, lo que para Cottingham es, hablando con precisión, un acto intelectualista. Los cruciales términos concius y conscientia no son definidos en las Segundas Respuestas o en los Principios; pero su significado original (que deriva de scire, conocer) es ineludiblemente cognitivo e intelectualista. Y en verdad, cuando el mismo Descartes discutió el significado de “ser conciente” (conscius esse) con Frans Burman, dejó en claro que lo que estaba implicado era un acto reflexivo de la mente. Así, lejos de ser una dificultad para la línea desarrollada en este artículo, las definiciones de Descartes de cogitatio, cuando son adecuadamente comprendidas, proveen más apoyo para la interpretación “intelectualista”. Porque resulta que, para Descartes, los actos de voluntad, etc., son cogitationes, no qua actos de voluntad, etc., sino qua objetos de una conciencia reflexiva. (Cottingham, 1978:211)

El argumento de Cottingham se apoya también en la distinción cartesiana entre cogitationes in sensu estricto y otras que denomina “modo especial de pensamiento” (specialis modus cogitandi) o “modos confusos de pensamiento” (confusi modi cogitandi) (Descartes, 1996:78 y 81). Cottingham observa que en varios pasajes Descartes deja bien en claro que una cogitatio puede ser llamada así cuando implica una conciencia reflexiva. Uno de esos pasajes es el artículo 9 del Libro I de los Principia, donde, tras afirmar que “no sólo comprender, querer, imaginar, sino también sentir significan aquí lo mismo que pensar”, condiciona la absoluta certeza de la proposición “yo veo o yo paseo, luego existo”. Esta proposición no es afirmada por el “ver” o el “andar”, sino por la “sensación misma o conciencia de ver (…) pues entonces se refiere a la mente, que es la única que siente o piensa que ve o camina” (Descartes, 1996:VIIIa 7–8). De modo que tales operaciones que nosotros en nuestra vida diaria no atribuiríamos en absoluto al pensamiento, no serían más que cogitationes, cosa que sólo estamos en condiciones de conocer, gracias a un acto de conciencia reflexiva, que en sentido estricto sería un acto cognitivo e intelectualista. Mas hay otro pasaje que al autor le parece más comprometedor. En la Sexta Meditación, y en alusión a la íntima unión existente entre el cuerpo y el alma,

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Descartes se vale de un peculiar ejemplo para hacerlo patente.6 Según él, cuando sentimos dolor no lo hacemos meramente como el piloto de un barco percibiría el daño en éste, esto es, puro intellectu, sino que además sentimos realmente el dolor. Así, para Cottingham, “Lo que raramente, si alguna vez, se ha preguntado acerca de este muy discutido pasaje, es por qué Descartes tuvo que plantear así el asunto. ¿Por qué tiene uno que considerar la curiosa posibilidad de ser conciente del daño corporal en un sentido puramente cognitivo?” (Cottingham, 1978:213). La conclusión es que no se esperaría otra cosa de una res cogitans. Ahora bien, Descartes se mueve aquí con cierta ambigüedad ya que, mientras por un lado no deja de afirmar que él es una “cosa que piensa” —y sólo sin eso le es imposible concebirse a sí mismo como existente—, parece que por otro lado esta res cogitans está unida con un cuerpo de un modo lo suficientemente particular como para que lleguemos a tener “modos confusos de pensamiento” que son resultados de esa unión. La única forma de que esos pensamientos dejaran de ser confusos residiría en que abandonemos nuestra habitual costumbre, adquirida en la infancia, de atribuir el contenido de nuestras percepciones a cosas que se hallan fuera de nosotros, partiendo sólo de nuestras percepciones.7 Todo ello le permite a Cottingham concluir que el cogito cartesiano es intelectualista y cognitivo, ya que involucra siempre un acto cognitivo reflexivo; hecho que sería confirmado también por el método de adquisición del mismo, la duda. Con esto, Descartes no estaría habilitado para realizar una extensión del “pensar”, equiparándolo al “querer” o al “sentir”, como lo ha hecho: “De manera que no sólo comprender, querer, imaginar, sino también sentir significan aquí lo mismo que pensar” (Descartes, 1996: VIIIa, 7–8). Lo primero que podríamos preguntar aquí es por qué es evidente que el dudar y el entender son clases de pensamiento y no las otras actividades mencionadas. El solo pensar que ante el recuerdo de una situación vivida —o frente a la comprensión de las implicancias de un determinado hecho, o, por qué no, por la sola consideración de una idea cualquiera— somos a veces capaces de estremecernos hasta una exaltación extrema o bien hasta el pánico, me lleva casi de inmediato a considerar si acaso no podría ser para nosotros algo obvio que el sentir pueda ser también pensamiento. Volveremos después sobre esto; pero tengamos presente desde ahora que el autor establece una muy tajante separación entre lo que es un acto de conocimiento —vacío en principio de toda connotación afectiva o sensible— y lo que es un acto de la voluntad, la imaginación o la sensibilidad. Ciertamente, semejante separación reclama luego un principio unificador que permita explicar el hecho de que todos estos resortes funcionan en el hombre unitariamente o al menos de un modo “coordinado”. A primera vista parece que esto es lo que habría buscado

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Descartes con el cogito. En tal sentido, Cottingham cuestionaría el recurrir a un término con connotaciones puramente “cognitivas” e “intelectivas”. He reservado deliberadamente para el final del sucinto detalle del planteo de Cottingham algunos supuestos de su interpretación que creo son, por un lado, los que dan sustento a la misma, y, por otro, los que nos habilitan a echar una mirada hacia los orígenes de nuestra tradición filosófica, ya que quizá lo que está en juego aquí no sea otra cosa que lo que en el seno de la misma ha sido entendido bajo el rótulo “pensamiento”. Al comienzo de su artículo, el autor toma nota de varias aclaraciones y afirmaciones, tanto de contemporáneos del mismo Descartes como de autores posteriores, acerca de los peligros de traducción que el término cogito involucra. Señala, acertadamente, que la mayoría de estos autores se vale de una doble salida: equiparan por un lado, el cogito al “ser consciente” —lo que no es desatinado si tenemos en cuenta los mismos textos del pensador— y atribuyen este significado al amplio y ambiguo uso que en tiempos de Descartes se hacía del mismo. Nota también con acierto, que si este uso era habitual en la época de Descartes, no lo era al menos para algunos de sus contemporáneos —Burman, Mersenne— ni tampoco para la tradición escolástica.8 No hay ninguna referencia, sin embargo, a la posibilidad de que este uso haya tenido importancia en otro momento de la historia occidental; por ejemplo, en el pensamiento griego clásico. De esta manera, es comprensible su sugerencia de que Descartes utiliza cogito y cogitatio en un sentido “innovador” y de que es justamente a partir de él que este significado ejerció una fuerte influencia. Más allá de lo dicho, lo que aquí ante todo nos interesa es la afirmación acerca del carácter “cognitivo” e “intelectualista” que Cottingham atribuye al cogito. Tal como se ha dicho, el autor funda su afirmación en la íntima relación que posee con el método y la metafísica cartesiana. No obstante esto, ¿qué es lo que el autor entiende aquí por “cognitivo” e “intelectualista”? Aun si el uso del cogito por parte de Descartes fuese innovador en algún sentido y no poseyese un registro similar entre sus contemporáneos, ¿bastaría para suponer que Descartes carecía absolutamente de alguna referencia proveniente del pensamiento antiguo? Y si pudiese atribuírsele al cogito un carácter semejante, ¿quedaría el mismo dentro de los parámetros de lo que Cottingham entiende por “cognitivo” e “intelectualista”? En este sentido, Cottingham señala que, por ejemplo, la proposición “yo quiero” no es indudable de la misma manera que pueden serlo “yo pienso” o “yo dudo”, ya que estas últimas implican necesariamente su existencia, mientras que aquella no. Así, yo pude engañarme acerca de algo que quería, pero no acerca de “ser conciente” que lo quería. Dicho en otros términos, la verdad del “yo pienso” implica la duda, esto es, un acto estrictamente cognitivo, y las

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cogitationes no serían actos de una voluntad, o de la imaginación o los sentidos, sino de una conciencia reflexiva. Descartes estaría ratificando tal interpretación en una carta a Hyperaspistes de agosto de 1641, donde defiende la tesis de que la mente o alma piensa siempre, y pone como ejemplo el caso de los niños pequeños e incluso de los todavía no nacidos (Descartes, 1996:243 y ss.). Allí el pensador afirma que la mente de estos niños no reflexiona porque “la mente recientemente unida al cuerpo de un infante está por completo ocupada en percibir de manera confusa o en sentir las ideas de dolor, placer, calor, frío y otras ideas similares que se originan de su unión e intercambio con el cuerpo”.9 Puesto que Descartes ha incluido en el cogito no sólo el dudar o el entender, sino también el sentir, surge aquí una curiosa situación: hay cogitationes que parecen ser claras y otras que son confusas, dada la unión de la mente con el cuerpo; este segundo tipo de cogitationes poseerían una “naturaleza híbrida”, y del único modo que podrían ser llamadas así es mediante el recurso a una “conciencia reflexiva”.10 Así, el autor concluye: Lo que he argumentado es que la inclusión de Descartes bajo el rótulo cogitatio del querer, el percibir, el sentir, etc., es un movimiento deliberado (…) las diversas operaciones enumeradas son cogitationes sólo y precisamente en tanto que ellas incluyen un acto de conocimiento reflexivo —la conciencia intelectual de sí misma que tiene la mente, que Descartes llama conscientia. (Cottingham, 1978:213–214)

Dicha conclusión, por supuesto, ratificaría que el cogito, como ya se ha dicho, es intelectualista y cognitivo. Sin embargo, es decisiva la escisión tajante que el autor realiza entre las diferentes actividades que son referidas al pensamiento, como dudar, entender, imaginar, sentir, etc. Semejante escisión no es injustificada si la pensamos como modos que pertenecen a una misma naturaleza, ya que el mismo Descartes lo hace así. Pero no sucede lo mismo en el caso contrario. Justamente creo que allí reside el error de Cottingham, al considerar estas actividades como independientes entre sí cambiando —sin justificarlo suficientemente— el punto unificador que pone Descartes, el cogito, por otro, a saber, el hombre. Ahora bien, es evidente que semejante proceder se mueve con parámetros muy distintos a los del pensador, quien se vale de la duda hiperbólica para hallar su primera certeza. Cottingham en cambio parece apelar a nuestro “sentido común” cuando afirma por ejemplo que sentir “es en cualquier sentido normal, una cosa enteramente diferente de pensar” (Cottingham, 1978:208), argumento cuya influencia Descartes conocía muy bien, tal como dice en la Segunda Meditación:

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Pues aunque yo considero todo esto en mí mismo sin pronunciar palabras, las palabras, sin embargo, me estorban, y me siento casi engañado por los términos del lenguaje ordinario, pues decimos que vemos la misma cera si nos la presentan, y no que juzgamos que es la misma por el hecho de que tenga el mismo color y la misma figura; de donde casi concluiría se conoce la cera por la visión de los ojos y no únicamente por la inspección del espíritu.11

Más aún, en un interesantísimo pasaje de las Reglas, Descartes llama particularmente la atención sobre este punto a propósito de las dificultades para recuperar el sentido original de los términos filosóficos clásicos y de la necesidad de hacerlo por parte de quien quiere establecer algo nuevo y firme en las ciencias: Por lo demás, por miedo a que tal vez pueda chocarle a alguien el nuevo empleo de la palabra “intuición” y de las otras que en adelante me veré forzado a desviar de su significado ordinario de manera análoga a ésta, hago aquí una advertencia general. No pienso absoluto en la manera en que cada expresión ha sido utilizada en estos últimos tiempos en las escuelas, porque sería extremadamente difícil querer servirse de los mismos nombres para expresar ideas profundamente distintas; antes bien me atengo únicamente al significado de cada palabra en latín, a fin de que, a falta de términos propios, pueda tomar, para traducir mi pensamiento, aquellos que me parezca mejor le convienen.12

En otros pasajes, al igual que el recién citado, se pone de manifiesto un proceso del cual hasta ahora no hemos hablado: el descubrimiento del cogito es presentado en términos de algo que aun cuando ocurría siempre de un modo determinado, no era aprehendido por nosotros tal y como acaecía hasta el momento en que valiéndonos del método adecuado nos topamos con él como una primera verdad indudable. Esto es, aun cuando yo decía que “veía”, “imaginaba”, “entendía”, “quería” o “sentía”, en realidad estaba juzgando; no me percataba de esta situación, a saber, del verdadero principio unificador de todas estas actividades, y por ello mismo las refería a facultades distintas y separadas entre sí cuya unidad yo suponía, el alma, espíritu o mente, pero que propiamente no conocía. Cottingham objeta a esto que el hecho de que el único atributo que no pueda ser separado de su naturaleza sea el pensar, no quiere decir otra cosa sino que “el descubrimiento de su propia existencia está inextricablemente relacionado con un proceso estrictamente cognitivo —el método de la duda” (Cottingham, 1978:209–210)—. Es cierto que en este punto la argumentación de Descartes parece confusa, ya que cuando busca un atributo que le pertenece y no puede ser separado de él, excluye explícitamente el alimentarse, el caminar y el sentir, pues ellos requieren del cuerpo, y él, para evitar todo posible engaño, los ha tomado como falsos.13

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Pero digo que parece confusa, porque en realidad es muy clara y precisa: ya que todavía no se ha demostrado la existencia de la “cosa extensa”, que es la que se corresponde con lo que se siente, sería un error gravísimo fiarse de algo que se muestra de un modo confuso. Y en este punto el sentir lo es, porque no puedo todavía discriminar si lo que siento lo siento realmente o si solamente lo estoy soñando. Por otro lado, ¿cómo podría afirmar sentir alguna cosa, aun cuando sospeche que puedo estar absolutamente equivocado, si he descartado como falso todo, salvo el que soy mientras piense o afirme alguna cosa? Queda claro, pues, que Descartes se mueve aquí en dos niveles distintos, reduciendo los elementos múltiples y divisibles hasta llegar a aquel que ya no es divisible, esto es, el pensar. Quizá nos ayude a comprender lo que queremos decir el siguiente pasaje de los Principia acerca de la “distinción modal”: La distinción modal es doble, a saber: una entre el modo propiamente dicho y la sustancia cuyo modo es; otra, entre dos modos de la misma sustancia. La primera se reconoce porque podemos percibir claramente la sustancia sin el modo que decimos difiere de ella, mas no podemos viceversa comprender aquel modo sin ella. Así, la forma y el movimiento se distinguen modalmente de la sustancia material en que se hallan; así también la afirmación y el recuerdo se distinguen de la mente. La segunda en cambio se reconoce por el hecho de que podemos distinguir un modo de otro y viceversa, mas ninguno de ambos sin la sustancia en que se hallan. Por ejemplo: si una piedra es cuadrada y se mueve, puedo comprender su forma cuadrada sin el movimiento y, viceversa, su movimiento sin la forma cuadrada; pero no puedo comprender ni aquel movimiento ni aquella forma sin la sustancia de la piedra.14

Otro lugar clave donde Descartes aclara el mismo punto es en una carta a Arnauld, del 29 de julio de 1648. Allí dice: En los artículos 63 y 64 de la primera parte de los Principios, he tratado de disipar la ambigüedad que se encuentra en la palabra pensamiento. Así, del mismo modo que la extensión, constitutiva de la naturaleza del cuerpo, difiere mucho de las diversas figuras o formas que adopta, el pensamiento, o naturaleza que piensa, que según afirmo constituye la esencia de la mente humana, difiere mucho de tal o cual acto de pensar en particular. Por “pensamiento”, pues, no entiendo algo universal que comprende todas las maneras de pensar, sino más bien una naturaleza particular que recibe en sí esos modos, de la misma manera que la extensión es una naturaleza que recibe en sí toda clase de figuras.15

Digamos pues, a modo de balance de este punto, que el error de Cottingham consiste en equiparar actos que pertenecen a un nivel diferente, o para decirlo en términos del mismo Descartes, confunde los modos con la sustancia. Pero esto abre a otra cuestión: si el sentir, el querer, el imaginar, son modos del

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pensar, ¿cómo puede entenderse que actos que van más allá de lo estrictamente “cognitivo” e “intelectivo” se vuelvan accesibles por medio de esta vía? Sobre este punto, será preciso que echemos una brevísima ojeada a los clásicos.

2. El cogito y las fuentes clásicas del pensamiento: ¿qué significa pensar?

Quizá una de las claves para entender los problemas planteados resida en lo que Cottingham cifra bajo los rótulos “cognitivo” e “intelectualista”. Ya que no hay en su artículo una formulación explícita al respecto, tendremos que reconstruirla a partir de sus aseveraciones. Una de las indicaciones más claras reside en la tajante separación que establece entre diversas facultades y funciones; por ejemplo, cuando apoyándose en la carta que Mersenne enviara a Descartes, en la que aquél le sugiere que si la naturaleza del hombre consistiera sólo en pensar el hombre no tendría voluntad, nos lleva a considerar, no sólo a ésta sino también a la imaginación y la sensibilidad, como si se trataran de compartimentos o ámbitos independientes que, aunque guardaran relación entre sí, tendrían como único elemento común o unificador la naturaleza humana. De este modo, la función del pensamiento residiría únicamente en “pensar” en el acotadísimo sentido del “entender teoréticamente” algo, mientras que las otras actividades, “querer”, “imaginar”, “sentir”, serían realizadas por sus facultades respectivas. Sólo de este modo puede entenderse la atribución al pensamiento de una función “cognitiva” o “intelectiva”, como si se tratase de piezas de un rompecabezas que encajan entre sí pero son independientes, y esto de tal modo que cada vez que uno entendiera algo no sintiera o viceversa; tal interpretación implicaría una separación difícil de engranar en cuanto a su funcionamiento. Lo que Cottinghan parece sugerir es que Descartes terminó por subsumir las otras facultades al “pensar”, interpretándolas como “modos de pensamiento”, y de esa manera se encontró con enormes dificultades para explicar las cogitationes procedentes de algunos de aquellos “modos” llamándolas “confusas”, en particular las que guardan relación con un contenido material. Pero acaso Descartes no haya pensado en eso. En tal caso no son muchas las posibilidades que nos salen al encuentro: o bien el pensamiento no desempeña sólo funciones cognitivas o intelectivas, o bien la dimensión de lo cognitivo e intelectivo involucraba para él aspectos que hoy un “sano sentido común” no atribuiría al pensamiento, tales como sentir, imaginar, querer, etc. De ser este el caso, cabe la pregunta de si se trató de una innovación estrictamente cartesiana —esto es, que tales funciones o facultades puedan ser vinculadas al pensamiento—, o si encuentra raíces más profundas en la tradición filosófica precedente, en particular la antigua.

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En tal sentido, sin ponernos a indagar acerca de las fuentes de donde Descartes pudo haber tomado su concepción, mostraremos que, a diferencia de lo que afirma Cottingham, funciones como las de sentir, imaginar, etc., han estado vinculadas en los filósofos antiguos al pensamiento; de modo que este uso no sería ni “innovador” ni “curioso” como el autor sugiere, sino bastante habitual y poco problemático para ellos (no así para nosotros). Evidentemente, un estudio detallado de la cuestión requeriría de un espacio mucho mayor del que aquí podemos darle; por ello hemos de conformarnos con proporcionar algunos ejemplos puntuales que nos sirvan de guía. Vale la pena, no obstante, señalar primero que lo que entra aquí en juego no es otra cosa que la “unidad de la vida anímica”, en la medida en que ella constituye una suerte de realidad ontológicamente distinta de la “corporal” o, si se prefiere, “material”. Sólo que los filósofos antiguos o no se preocupan por indagar esta unidad, dándola así por supuesta, o, si la indagaron, no ofrecieron una justificación que para Descartes resultara suficiente o cuadrara con su propósito de construir el edificio del saber sobre un principio absolutamente cierto e indudable. Ya en algunos de los presocráticos la referida vinculación aparece con suma claridad. Heráclito es al respecto un caso paradigmático, en varios sentidos. Por un lado, reduce el acceso de “todo lo que llega a ser” al “lógos”, de modo que quien atienda a éste “puede distinguir cada cosa según su naturaleza y decir cómo es”; quien no lo hace, en cambio, sólo alcanza una “representación particular” (phrónesin idíon) de las cosas, no siendo capaz de concebir (noéin) la ley íntima que las gobierna, y por ello mismo, no comprendiendo la necesariedad de la existencia de los contrarios como condición de posibilidad de la armonía de todas. En estos casos, es siempre el pensamiento el que realiza esta función comprensiva, y hasta es un término que implica una función pensante (sophronein) el que expresa el paradigma del hombre sabio, El más claro ejemplo para nosotros, no obstante, se encuentra en el fragmento 7: “si todas las cosas se convirtieran en humo, las narices lo distinguirían con el pensamiento”, que es lo que expresa aquí el término diagnoian.16 Digo que es muy claro, porque de alguna manera pone de manifiesto la unidad de la percepción humana, ya que en los pensadores presocráticos no parece haber aún una delimitación estratificada de los órganos de conocimiento. Para comprender plenamente este fragmento, empero, es conveniente leerlo junto al 67: “El dios: día noche, verano invierno, guerra paz, saciedad hambre; se transforma como fuego que, cuando se mezcla con especias, es denominado según el aroma de cada una”(Diels y Kranz, 1978–80:I, 380–393). Dicho en otros términos, el ser de las cosas es uno y el mismo, aunque se manifieste de diversas maneras; aun así, el hombre que atiende al “lógos” es capaz de distinguirlo porque hay una total correspondencia entre ser y lógos.

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Otro tanto puede decirse de Parménides. Al igual que Heráclito, ata la percepción de “lo que es” al “pensar” (noéin) en el famosísimo fragmento 3 de su poema “Sobre la Physis”: “pues lo mismo es pensar y también ser”. Justamente por esta mutua correspondencia accede a un conocimiento fundamental acerca de todas las cosas: “que es, y no es posible no ser, (…) que no es, es necesario no ser”.17 Quienes no comprenden esto —esto es, quienes se equivocan— “deambulan, bicéfalos; la incapacidad guía en sus pechos a la turbada inteligencia” y de esta manera “ser y no ser pasa como lo mismo y no lo mismo”.Lo más importante sin embargo se encuentra en el esbozo de los motivos por los cuales el error se vuelve efectivo. Algo se ha dicho ya en los versos citados, la “incapacidad guía en sus pechos”; pero no es el único motivo. Algunos versos más adelante, esta incapacidad es puesta en relación a “la costumbre muchas veces intentada” (ethos polypeiron), esto es, el modo habitual de pensar, que Parménides mismo ha calificado de “descarriado” (plákton). Por ello, cuando finaliza el relato de lo que la tradición ha denominado “vía de la verdad”, afirma: “En este punto ceso el discurso y pensamiento fidedignos en torno a la verdad”. Pero dada la fuerza de la “costumbre muchas veces intentada”, se vuelve preciso conocer también aquellas opiniones a los fines de no ser superado por quienes las sustentan; así la diosa le dice: “Te describo todo este ordenamiento verosímil de forma que nunca algún parecer de los mortales te aventaje”. Como se ve con claridad, otra vez se hallan en contraste “modos de pensar” en los que se pone en juego la captación misma de lo que es, la que sólo es posible en el pensar (noein), incluso cuando éste sea descarriado, ya que el límite para el pensamiento es lo que no es, al ser impensable e indecible (Diels y Kranz, 1978–80:I, 477–481). Otro ejemplo clave aquí es Platón. A los fines de no desviarnos del hilo conductor que seguimos, nos detendremos en un pasaje muy famoso. Me refiero al “símil de la línea” que encontramos en República 509d–511e, donde se hallan expuestos los elementos principales y definitivos de la teoría del conocimiento del período de los diálogos medios, y que, a causa de cierto esquematismo presente en la narración, oculta a veces el claro carácter unitario de toda percepción pensante. La confusión que el pasaje suscita puede estar apoyada en la distinción que el pensador hace entre dos regiones (topoi) o especies (eide), la inteligible (noeton) y la visible (horatón). Digo esto, porque inmediatamente uno siente la tentación de realizar la extrapolación de este esquema hacia los “órganos” de percepción humana, esto es, la inteligencia y los sentidos; el alma y el cuerpo. De esta manera, los elementos que Platón ubica en la “región visible”, a saber, las imágenes (eikones), y las cosas sensibles,18 nosotros los percibiríamos a través de los sentidos, mientras que los que pertenecen a la “región inteligible”, esto es, los razonamientos, en especial los matemáticos y los principios, se percibirían a través de la inteligencia. Sin embargo, esto dista

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bastante de lo que el mismo Platón dice; aunque sólo lo podemos comprender plenamente sobre el final del pasaje de referencia. En 511, d6–e4 afirma como conclusión del símil propuesto: Ahora aplícame a los cuatro segmentos estas cuatro operaciones que realiza el alma (pathémata en te psiqué): la Inteligencia (nous), al más elevado; el pensamiento (dianoia), al segundo; al tercero dale la creencia (pistis) y al último la imaginación (eikasía); y ponlos en orden, considerando que cada uno de ellos participa tanto más de la claridad cuanto más participen de la verdad los objetos a que se aplica. (Platón, 1997:320)

Esta última indicación es tan importante que de no ser entendida se malinterpreta todo el pasaje anterior; lo que Platón está afirmando aquí, para decirlo ya sin rodeos, es que lo que nosotros llamamos “percepción sensible”, esto es, a través de los sentidos, es en realidad un “estado del alma” que el pensador denomina pistis, creencia. Ello no quiere decir que niegue la existencia de los sentidos o el cuerpo, pero el proceso comprensivo que se opera ligado a ellos se da en el alma y no en el cuerpo; tal proceso, por otro lado, no acierta con la verdad de las cosas, porque trata con algo que carece de la estabilidad suficiente como para generar algún tipo de conocimiento. Este pasaje recuerda el ejemplo de la cera que Descartes expone en las Meditaciones (Descartes, 1996:VII, 30), donde intenta mostrarnos que seguimos pensando que la cera que se hallaba en estado sólido es la misma miel en estado líquido que vemos ahora, no atendiendo a las cualidades sensibles que percibimos —ya que éstas han cambiado completamente—, sino a una “inspección del espíritu”. Nosotros estamos “acostumbrados” (recuérdese la “costumbre muchas veces intentada” de Parménides) a decir que es la misma cera porque la “vemos”; pero lo que en realidad ocurre, es que el espíritu “juzga” que “ve” la misma cera; cuestión que no somos capaces de comprender hasta que, apartándonos del horizonte de comprensión cotidiano, sabemos qué es lo que en realidad ocurre; a saber, que es el espíritu quien juzga. Por ello es que Platón ubica “lo que es en sí” (to on autó) en la “región inteligible”, dándose de bruces con lo que dice percibir todo hombre común. Al igual que Descartes, parece aquí que el proceso de conocimiento es también un pasar desde una percepción confusa de las cosas hacia una en que se capta lo que ellas son. En lo que ciertamente se diferencian es en aquello que hace las veces de elemento unificador de todas estas acciones, que para Platón es el “alma” y para Descartes el cogito. No nos detendremos a analizar este tema en Aristóteles, ya que nos exigiría un trabajo de contextualización que de ningún modo podemos realizar. Habría que recordar, sin embargo, aunque sea muy brevemente, el De sensibus de su discípulo Teofrasto donde éste, al exponer las diferentes teorizaciones de los filósofos precedentes, señala en varias oportunidades la reducción de la sen-

126

sibilidad al pensamiento. Así, por ejemplo, refiriéndose a Parménides: “Dice, en efecto, que sentir es lo mismo que pensar” (Teofrasto, 1989:57). En quien sí debemos detenernos un momento, finalmente, es en un autor cuya consideración es de gran importancia: Agustín de Hipona. Digo que es de gran importancia por dos motivos: en primer término, porque su concepción del “yo interior” y del cogito han sido asociados puntualmente a Descartes.19 En segundo lugar, porque constituye un antecedente más que claro de lo que venimos intentando sostener, a saber, que no es Descartes quien incluye por primera vez en el pensamiento actividades que nosotros atribuiríamos a otras facultades. El pasaje que hemos seleccionado pertenece a uno de los escritos más conocidos y leídos de Agustín: Confesiones. Se halla, además, en uno de los libros que históricamente ha despertado más interés: el libro X, donde se aborda la cuestión de la memoria. Agustín se expresa así: “Me manifestaré, pues, a estos tales a quienes me mandas que sirva. Y les diré, no quién fui sino quién he llegado a ser y quién soy ahora. Pero no soy mi propio juez.20 Sea, pues, entendido tal como hablo” (San Agustín, 1997:263). Aunque en torno al texto gira una envolvente corriente místico–religiosa, no hay dudas que el problema de Agustín versa sobre el conocimiento de sí mismo. No se trata, empero, de un conocimiento de las situaciones personales que ha atravesado o atraviesa el hombre Agustín de Hipona, sino del conocimiento de su propia naturaleza en tanto que hombre. Esto es: el haber andado antes errante, pero siempre en busca de la verdad, le ha llevado a descubrir que lo que él es, no es el hombre exterior (cuerpo), sino el interior (alma).21 Y las consecuencias de este aserto son enormes: “El hombre interior es el que conoce estas cosas, valiéndose de su exterior. Yo, el hombre interior, conozco estas cosas. Yo, el alma, las conozco a través de los sentidos de mi cuerpo” (San Agustín, 1997:266). El pasaje parece dar a entender que el conocimiento comienza con los sentidos, pero se trata sólo de una impresión provisoria, ya que, como hará también Descartes, el descubrimiento de la verdad es un proceso que va de eslabón en eslabón. De allí que algunas líneas más adelante Agustín aclare: “Cierto que los animales, grandes y pequeños, la ven, pero no pueden hacerle preguntas. Carecen de razón (ratio) que presida y juzgue los mensajes que le envían los sentidos”. Y aún con mayor precisión: “la belleza habla a todos, pero sólo la captan los que comparan este mensaje recibido por los sentidos exteriores con la verdad interior” (San Agustín, 1997:266). Esto quiere decir que el verdadero órgano de conocimiento, así como las categorías que permiten organizarlo y comprenderlo todo, se hallan ya en el alma, y que lo único que hacen los sentidos es proporcionarle un contenido, como lo explicitará algunos capítulos más adelante cuando se detenga en el análisis de las nociones (San Agustín, 1997:270).

127

Llegamos ahora al punto clave. En el capítulo 11 del libro indicado, Agustín hace un balance de lo ya dicho y afirma que aprender las cosas “equivale a verlas interiormente en sí mismas tal cual son, pero sin imágenes”. Lo curioso, no obstante, es que atribuye este proceso al “pensamiento” (cogito), que es descripto como una suerte de recolector (colligere). Pero veamos sus palabras: Es un proceso del pensamiento por el que recogemos las cosas que ya contenía la memoria de manera indistinta y confusa (…) pues antes quedaban ocultas, dispersas y desordenadas, a fin de que se presenten ya a la memoria con facilidad y de modo habitual. (…) Si las dejo de recordar de tiempo en tiempo, vuelven a sumergirse y hundirse (…). De modo que es necesario repensarlas otra vez en ese lugar, pues no es posible localizarlas en otro. En otras palabras, cuando se han dispersado, he de recogerlas de nuevo para poder conocerlas. Tal es la derivación del verbo cogitare, que significa pensar. Pues en latín el verbo cogo (recoger) dice la misma relación a cogito (pensar), que ago a agito o que facio a factito. Pero la palabra cogito queda reservada a la función del alma. Se emplea correctamente sólo cuando se aplica cogitari a lo que recoge, es decir, lo que se junta no en un lugar cualquiera, sino en el alma. (San Agustín, 1997:272)

Es preciso prestar atención no sólo a la utilización del término cogito sino principalmente a la función que Agustín le atribuye, la de reunir en el alma. Digo esto, porque, como ya hemos señalado, Descartes nos advierte acerca del uso que hará de los términos en latín ateniéndose al significado que en dicha lengua poseen, es decir, tratando de evitar los giros que las escuelas filosóficas de su tiempo le imprimieron. Y de esta manera, ¿qué otro término explicitaría mejor la unidad de la vida conciente que éste, ya que su función es reunir en el alma? En cualquier caso, los intereses de uno y otro pensador no van exactamente en la misma dirección. La función del cogito en Agustín es enlazar las cosas contenidas en el archivo de la memoria para volver a traerlas a la presencia de un modo unitario; para Descartes, en cambio, la función es poner de manifiesto la unidad de la vida consciente que, como tal, es la que hace posible y garantiza la unidad del conocimiento. Basten los ejemplos señalados para poner de manifiesto que, lejos de ser extraña a la tradición filosófica anterior a Descartes, el hecho de que el pensamiento contenga funciones como el sentir, el imaginar, el querer, parece más bien bastante normal. Lo que en todo caso quizá haya variado es esto: dado que el interés del pensador francés es garantizar la unidad del conocimiento, y sobre la base de un fundamento firme, no se conformó con abrazar la totalidad de las percepciones bajo el término “alma”, sino que intentó mostrar la naturaleza de ese principio unificador bajo el trazo de la conciencia, que al convertirse en objeto de reflexión se vuelve conciencia de sí o conciencia reflexiva. Al ser asumida en estos términos, todo acto consciente, se mani-

128

fieste del modo que se manifieste, llega a ser entonces sólo un “modo” de esta naturaleza unitaria. Como hemos visto, hay una serie de cuestiones sumamente relevantes que, lejos de hallar una respuesta definitiva, recién comienzan a dar sus primeros pasos: por ejemplo, cuáles son las implicancias de un concepto tan amplio de “pensamiento”; o bien, por qué para nosotros es algo “anormal”, o no propio del “sano sentido común”, que el pensamiento pueda incluir aspectos sensibles, volitivos o emotivos. En todo caso, nuestro propósito fue aquí mostrar no sólo que es discutible dotar al cogito cartesiano de un carácter meramente “intelectualista” o “cognitivo”, sino que hay una larga lista de testimonios en la tradición de la filosofía clásica para los cuales “pensamiento” y “conocimiento” incluyen aspectos emotivos, volitivos y sensibles. Por ende, el uso que Descartes hace del cogito, lejos de ser novedoso o innovador, parece ser más bien un lugar común, al menos para cierta línea de pensamiento dentro de tal tradición. Y ello nos indica otra cosa: que la pregunta “¿qué significa pensar?”, a pesar de su larga historia, sigue en pie y a la espera de nuevas indagaciones. Quizá un buen punto de partida para nosotros sea el hecho de que aspectos como los emotivos, volitivos, etc., ya no puedan ser incluidos bajo ese rótulo, y, lo más importante, qué es lo que se ha operado en esa transformación de su significado.

Notas 1

Si bien a lo largo de este capítulo serán mencio-

3

“Quænam vero est hæc cera, quæ non nisi menti

nados varios autores, cabe aclarar que el principal

percipitur? Nempe eadem quam video, quam

punto de referencia y disputa se centra en torno

tango, quam imaginor, eadem denique quam ad

a algunas de las tesis desarrolladas por John Cot-

initio esse arbitrabar. Atqui, quod notandum est,

tingham en su artículo “Descartes ‘On thougth’”,

ejus perceptio non visio, non tactio, non imaginatio

The Philosophical Quarterly, vol. 28, núm. 112,

est, nec unquam fuit, quamvis prius ita videretur,

1978, pp. 208–214, donde aborda explícitamente

sed solius mentis inspectio, quæ vel imperfecta

la cuestión del carácter intelectualista y cognitivo

esse potest et confusa, ut prius erat, vel clara

del cogito que aquí se intenta discutir.

et distincta, ut nunc est, prout minus vel magis

2

“Pour ce que vous inférez que, si la nature de

ad illa ex quibus constat attendo.” (Descartes,

l’homme n’est que de penser, il n’a donc point

1996:VII, 31)

de volonté, je n’en vois pas la conséquence; car

4

vouloir, entendre, imaginer, sentir, etc., ne sont que

atque ita, siquidem non in potestate mea sit aliquid

des diverses façons de penser, qui appartiennent

veri cognoscere, at certe hoc quod in me est ne

toutes à l’âme.” (Descartes, 1996:I, 366)

falsis assentiar, nec mihi quidquam iste deceptor,

“Manebo obstinate in hac meditatione defixus,

129

quantumvis potens, quantumvis callidus, possit

11

imponere, obfirmata mente cavebo.” (Descartes,

voce considerem, hæreo tamen in verbis ipsis,

“Nam quamvis hæc apud me tacitus et sine

1996:VII, 23)

et fere decipior ab ipso usu loquendi. Dicimus

“Adeo ut, omnibus satis superque pensitatis,

enim nos videre ceram ipsammet, si adsit, non

denique statuendum sit hoc pronuntiatum, Ego

ex colore vel figura eam adesse judicare. Unde

sum, ego existo, quoties a me profertur, vel mente

concluderem statim: ceram ergo visione oculi, non

concipitur, necessario esse verum.” (Descartes,

solius mentis inspectione, cognosci.” (Descartes,

1996:VII, 25)

1996: VII, 31–32)

5

6

Cfr. Descartes, 1996:VII, 81.

12

7

“Supersunt sensus, affectus, et appetitus, qui

novo usu, aliarumque, quas eodem modo in se-

quidem etiam clare percipi possunt, si accurate

quentibus cogar a vulgari significatione removere,

caveamus, ne quid amplius de iis judicemus, quam

hic generaliter admoneo, me non plane cogitare,

id præcise, quod in perceptione nostra continetur,

quomodo quæque vocabula his ultimis temporibus

et cujus intime conscii sumus. Sed perdifficile

fuerint in scholis usurpata, quia difficillimum foret

est id observare, saltem circa sensus: quia nemo

iisdem nominibus uti, et penitus diversa sentire;

nostrum est, qui non ab ineunte ætate judicarit,

sed me tantum advertere, quid singula verba

ea omnia quæ sentiebat, esse res quasdam extra

Latine significent, ut, quoties propria desunt, illa

mentem suam existentes, et sensibus suis, hoc

transferam ad meum sensum, quæ mihi videntur

est, perceptionibus quas de illis habebat, plane

aptissima.” (Descartes, 1996:X, 369)

similes. Adeo ut videntes, exempli gratia, colorem,

13

putaverimus nos videre rem quandam extra nos

eadem frustra repetere. Quid vero ex iis quæ

positam, et plane similem ideæ illi coloris, quam in

animæ tribuebam? Nutriri vel incedere? Quando-

nobis tunc experiebamur; idque ob consuetudinem

quidem jam corpus non habeo, hæc quoque nihil

ita judicandi, tam clare et distincte videre nobis

sunt nisi figmenta. Sentire? Nempe etiam hoc non

videbamur, ut pro certo et indubitato haberemus.”

fit sine corpore, et permulta sentire visus sum in

(Descartes, 1996:VIIIa, 32)

somnis quæ deinde animadverti me non sensisse.

8

El autor señala, apoyándose en el Index de Étien-

“Cæterum ne qui forte moveantur vocis intuitus

“Attendo, cogito, revolvo, nihil occurrit; fatigor

Cogitare? Hic invenio: cogitatio est; hæc sola a me

ne Gilson, que tanto para Tomás de Aquino como

divelli nequit.” (Descartes, 1996:VII, 27)

para sus discípulos las facultades principales son

14

dos, la cognoscitiva y la apetitiva.

modum proprie dictum, et substantiam cujus est

“Distinctio modalis est duplex: alia scilicet inter

“Mentem corpori infantis recenter unitam in

modus; alia inter duos modos ejusdem substantiæ.

solis ideis dolores, titillationis, caloris, frigoris et

Prior ex eo cognoscitur, quod possimus quidem

similibus, quae ex ista unione ac quasi permistio-

substantiam clare percipere absque modo quem

ne oriuntur, confuse percipiendis sive sentiendis

ab illa differre dicimus, sed non possimus, vice-

occupari.” (Descartes, 1995:III, 434)

versa, modum illum intelligere sine ipsa. Ut figura

9

Evitamos aquí la inclusión de otros argumentos

et motus distinguuntur modaliter a substantia

muy interesantes que desarrolla el autor y que

corporea, cui insunt; ut etiam affirmatio et recor-

requerirían un tiempo y un espacio con el que no

datio a mente. Posterior vero cognoscitur ex eo,

contamos. Invito a los interesados puntualmente

quod unum quidem modum absque alio possimus

en esta argumentación a remitirse al artículo en

agnoscere, ac viceversa; sed neutrum tamen sine

10

cuestión.

130

eadem substantia cui insunt. Ut si lapis moveatur

también la atribución que realiza el filósofo de la

et sit quadratus, possum quidem intelligere ejus

facultad de pensar a las “narices.” (Diels y Kranz,

figuram quadratam sine motu; et viceversa, ejus

1978–80:I, 381)

motum sine figura quadrata; sed nec illum motum,

17

nec illam figuram possum intelligere sine lapidis

dos proposiciones ya que requeriría un tratamiento

substantia.” (Descartes, 1996:VIIIa, 29)

que nos alejaría del asunto en cuestión; es pre-

No podemos entrar aquí en el análisis de estas

“Ambiguitatem vocis cogitatio tollere conatus

ciso tener presente, de todas maneras, que este

sum in articulo 63 et 64 primæ partis Principio-

conocimiento se opone a otro que es falso, ya

rum. Ut enim extensio, quæ constituit naturam

que el mismo Parménides nos da una explicación

corporis, multum differt a variis figuris sive ex-

acerca de por qué se produce el error (Diels y

tensionis modis, quod induit; ita cogitatio, sive

Kranz, 1978–80:I, 477).

natura cogitans, in qua puto mentis humanæ

18

essentiam consistere, longe aliud est, quam hic

sino que se limita a señalar ejemplos de estas

vel ille actus cogitandi, habetque mens a seipsa

como “los animales que nos rodean, todas las

quod hos vel illos actus cogitandi eliciat, non au-

plantas y el género entero de las cosas fabricadas”

tem quod sit res cogitans, ut flamma etiam habet

(510a 5–6). Por qué lo hace de este modo no es

a seipsa, tanquam a causa efficiente, quod se

algo que podamos discutir aquí; pero en todo caso

versus hanc vel illam partem extendat, non autem

queda claro que se refiere a las cosas en la medida

quod sit res extensa. Per cogitationem igitur non

que su percepción es sensible.

intelligo universale quid, omnes cogitandi modos

19

comprehendens, sed naturam particularem, quæ

pensadores datan de largo tiempo y con los más

recipit omnes illos modos, ut etiam extensio est

diferentes matices, ya que van desde la simple

natura, quæ recipit omnes figuras.” (Descartes,

sugerencia, a la acusación de “mala fe” por parte

1996: V, 221)

de Descartes (cfr. Rodis–Lewis, 1996:303).

15

Platón no pone en el texto “cosas sensibles”,

Las asociaciones que se han hecho entre ambos

Mantenemos en este caso en la traducción la

20

El autor cita aquí el Evangelio: 1Cor. 4,3.

literalidad del término en lugar del sugerido por la

21

No podemos detenernos aquí en el análisis del

traducción que aquí seguimos, que lo traduce por

pasaje completo, pero vale la pena señalar que la

“discernirían”; ello no responde a que este término

meta de la búsqueda que le va guiando —Dios, la

sea inadecuado, sino porque de esa manera se

verdad—, le lleva primero a analizar lo exterior y

pierde la utilización por parte de Heráclito de un

luego a sí mismo. Pero surge entonces la cuestión

término central en el pensamiento griego antiguo

de quién es él mismo, y en este punto Agustín no

como lo es “nous”. Y de este modo se pierde

duda que se trata de su interior.

16

131

Bibliografía Cottingham, J.: “Descartes ‘On thougth’”, The Philosophical Quarterly, vol. 28, núm. 112, 1978, pp. 208–214. Descartes, R.: Oeuvres de Descartes, par Charles Adam & Paul Tannery, 11 Vols., Paris: Vrin, 1996. ———: Discurso del Método, traducción de M. Caimi, Buenos Aires: Colihue, 2004. ———: Obras escogidas, traducción de E. de Olaso y T. Zwanck, Buenos Aires, Charcas, 1980. ———: Descartes’ Philosophical Writings, translated by E. Anscombe and P. Geach, London: Nelson, 1969. Diels, H. y Kranz, W.: Los filósofos presocráticos, traducción de C. Eggers Lan, V. Juliá y otros, Los Filósofos Presocráticos, Madrid: Gredos, 1978–1980. Platón: República, España: Altaya, 1997. Rodis–Lewis, G.: Biografía, Barcelona: Península, 1996. San Agustín: Confesiones, Barcelona: Altaya, 1997. Teofrasto: Sobre las sensaciones, Barcelona: Anthropos, 1989.

132

7. Lluvia de átomos: o sobre el clinamen en las físicas atomista y aristotélica Manuel Berrón

En el presente trabajo pretendo estudiar comparativamente la posición atomista de Lucrecio en su Rerum natura respecto del movimiento de los átomos —especialmente de la importancia y novedad del movimiento denominado clinamen— en relación con las objeciones hechas por Aristóteles (384–322 a. C.) a la posición clásica de Demócrito (460–370 a. C.). El núcleo del asunto gira en torno a que Aristóteles afirma que si los átomos fueran todos de igual naturaleza y se comportaran conforme a ella, cabría la posibilidad de que en cierta ocasión todos se muevan en idéntica dirección; si así fuera, entonces, no se producirían las colisiones necesarias para que se constituya el mundo tal como lo conocemos. Esta objeción, presentada contra los primeros atomistas, aparece en distintos lugares del corpus aristotélico y parece ser el marco conceptual que da pie a la argumentación con la que Lucrecio (99–55 a. C.) —siguiendo los pasos de Epicuro (341–270 a. C.)— justifica la necesidad de la noción de clinamen. Los conceptos sobre los cuáles discutiré, especialmente para mostrar el peso de la argumentación aristotélica, son el del movimiento y el del peso de los átomos. Mostraré la continuidad entre los argumentos presentados por uno y otro apoyándome en una selección de textos de Aristóteles y de Lucrecio. El presente trabajo se enmarca en una investigación mayor

133

que comprende también el renacimiento que el pensamiento epicúreo tuvo en los siglos XVII y XVIII en autores como Gassendi, Bernier, Diderot y La Mettrie así como del debate que se dio entre quienes defendieron algunos aspectos de su pensamiento y aquellos que sostuvieron, en alguna medida, posiciones cercanas —aun a su pesar— a la filosofía aristotélica, como por ejemplo Descartes en cuanto a su oposición a la existencia del vacío. Como afirma Rodríguez Donís: “El epicureísmo es un dragón de mil cabezas que renace con renovado y exuberante vigor” (Rodríguez Donís, 1997:270) y frente a este dragón, muchos fueron quienes estuvieron obligados a combatir. Naturalmente, este trabajo hunde sus raíces en la filosofía clásica quedando aún pendiente los desarrollos modernos de la polémica. Comenzaré el trabajo presentando (I) un breve estado de la cuestión para luego exponer (II) la posición de Demócrito sobre el tema del movimiento y peso de los átomos; más adelante trabajaré (III) las objeciones aristotélicas al atomismo relevantes para vincularlas con la física de Lucrecio y finalmente (IV) compararé estas dos posiciones mostrando de qué modo el clinamen surgiría como respuesta a estas objeciones.

I.

El núcleo del trabajo gira en torno a un punto suficientemente estudiado en donde existe un acuerdo general sobre la influencia que Aristóteles ha tenido para la posteridad. La mayoría de los especialistas consideran que Aristóteles —y los peripatéticos— influyeron notoriamente en casi todos los temas de discusión (al menos en el período denominado “helenismo”, es decir, siglos IV–I a. C.) y que el caso particular de la física no es una excepción. Respecto de la cuestión central de este trabajo cabe señalar que la distinción aristotélica entre cuerpos leves y graves, es decir, livianos1 y pesados, y la necesidad de ubicar a todo cuerpo en una de estas categorías parece introducir una problemática que la posteridad no pudo obviar. Desde luego, estos conceptos están directamente asociados con el del movimiento natural de los cuerpos. Recordemos que para Aristóteles los cuerpos graves tienen un movimiento natural descendente y los leves uno ascendente. Al respecto Guthrie dice: El influjo de Aristóteles y de la tradición peripatética hizo que fuese imposible ignorar la exigencia de un movimiento “natural” de los átomos, anterior, lógicamente, aunque no cronológicamente, a los movimientos que ellos conferían mutuamente por impacto. Tal exigencia no se le planteó a Demócrito. (Guthrie, 1993:410)

134

Lo que precisamente resalta aquí Guthrie es que el peso de la reflexión aristotélica hizo insoslayable la discusión de ciertos temas para la posteridad. Otra interpretación calificada en este sentido es la que expresa Fowler cuando, luego de presentar tres problemas que Aristóteles propone, afirma: Epicuro reconoce esto como una herencia para su pensamiento, y existen obvios problemas para construir su biografía intelectual. No necesitamos suponer que se basó en una reformulación particular de la visión aristotélica. Pero tiene sentido ver su explicación como en términos de una reacción a Aristóteles. (Fowler, 2002:266)

Desde luego que existen graves e insalvables problemas para reconstruir el pensamiento de Epicuro; no obstante, es natural pensar que este autor conocía las obras de Aristóteles y que, por tal motivo, no podía más que contestar a problemas planteados en ellas, especialmente a objeciones realizadas contra los atomistas. En ese mismo lugar, Fowler muestra cómo Lucrecio responde a los problemas que Aristóteles plantea. Por lo dicho antes, entonces, queda claro que nuestro trabajo se entronca en esta interpretación ordinaria de que el peripatetismo ha influido en la tradición atomista que le sucedió. A su vez, sin ser novedoso, creo que el mismo puede aportar algunos elementos nuevos para esta hipótesis estándar, ya que se apoya en pasajes de Aristóteles quizá no tan profundamente estudiados. Veamos si esto es posible.

II.

En primer lugar cabe recordar que, como es sabido, los atomistas griegos del siglo V a. C., trátese de Leucipo (cuyo acmé data del 420 a. C.) o de Demócrito, aceptan dos principios ontológicos constitutivos de lo real: los átomos y el vacío. Se suele afirmar que la aparición del vacío como principio es una novedad contraria al monismo de los Eléatas2 a la vez que necesaria para la superación de dicha posición. Al contrario entonces que Parménides, para quien el ser es continuum et plenum, los atomistas postulan que existen infinitas partes mínimas de materia que vagan en el infinito espacio vacío. Desde luego, esta postura considera evidente que tales partes mínimas, los átomos, son eternos y no creados, así como no es creado el mundo en su totalidad. Los átomos, invisibles a nuestra percepción sensible, son los constitutivos últimos de los objetos que sí percibimos sensiblemente. Éstos se descomponen en aquéllos en tanto que luego se vuelven a reunir para constituir nuevamente un cuerpo visible. La hipótesis corpuscular sirve para explicar un sinnúmero de fenómenos sensibles tales como la evaporación, la corrosión de los metales, la erosión

135

de las piedras y un largo etcétera que constituyeron el suelo fértil sobre el cual la postura adquirió gran importancia “científica” en la época. Esta capacidad que tienen los átomos de dar origen a tal multiplicidad de fenómenos se explica porque ellos, por un lado, poseen diversas formas y tamaños (siempre invisibles para nosotros), y, por otro, se agrupan de distintos modos, variando la posición u orden en el que se encuentran.3 Respecto del movimiento, cabe decir que los átomos se mueven en línea recta hasta que, debido a una colisión con otro átomo o con un conjunto de ellos, se desvían de su trayectoria adquiriendo una nueva. A su vez, la nueva trayectoria se verá desviada en cuanto ocurra una nueva colisión.4 Por otra parte, la pregunta por el origen o causa del movimiento carece de sentido: existe el movimiento desde que existen los átomos, es decir, desde siempre. Sí es importante por el contrario la pregunta acerca de si existe una “dirección natural” para el movimiento de los átomos, puesto que este interrogante se conecta con otro más difícil referido al peso de los mismos. Respecto de este punto la crítica no es unánime. Hay quienes sostienen, apoyados en un testimonio de Aristóteles5 y otro de Teofrasto,6 que los átomos tendrían peso.7 No obstante, contra el testimonio más fuerte de Aristóteles, la interpretación rival suele oponer otros pasajes en donde el mismo Aristóteles reprocha a los atomistas que no le hayan atribuido a los átomos un movimiento natural. Este “movimiento natural” debería ser, en el caso de que efectivamente se les hubiera atribuido peso a los átomos, el descendente, el de “caída”; pero precisamente no lo hacen y de ahí la inferencia contraria. Es decir que, si Aristóteles hubiera considerado que los átomos de Demócrito efectivamente tenían peso, les habría atribuido el movimiento natural “hacia abajo”, cosa que no hizo; podemos concluir, por lo tanto, que pensaba que no les atribuía ni movimiento natural ni peso a los átomos (Guthrie, 1993:408). Además de este razonamiento, hay un importante testimonio de Aecio (s. II d. C.) en donde se niega el peso a los átomos: “Demócrito decía que los cuerpos primarios, esto es, los compactos, carecían de peso, pero que se movían en lo infinito por su mutuo impacto” (68A47). En este testimonio se afirma lo que ya decíamos acerca del movimiento perpetuo en el espacio infinito a causa de los mutuos impactos, pero además, cosa que nos interesa ahora, se afirma también que los cuerpos primarios carecen de peso. Existe otro testimonio importante, de Simplicio, que sugiere que la noción de que los átomos son pesados es una modificación a la postura de Demócrito originada por sus seguidores, entre los cuales, podemos suponer, estaba Epicuro. Dice Simplicio: “Los seguidores de Demócrito creen que todo tiene peso y que el fuego, por tener menos peso, comprimido por los que tienen más, es impulsado hacia arriba y por ello parece ligero” (68A47). Este testimonio es importante por dos motivos: por un lado está el hecho de que parecería que —siempre según el punto de vista de Simplicio— fueron

136

los seguidores de Demócrito quienes incorporaron el peso como uno de los atributos de los átomos; por otro lado, está la cuestión del ejemplo propuesto del fuego: el comentador parece leer Rerum natura de Lucrecio en los versos II 183–205 (volveremos sobre estas líneas en el punto III) y así puede explicar que, según los “seguidores de Demócrito”, la ligereza o levedad aparente del fuego se debe a la presión ejercida por los átomos de los distintos cuerpos. Así sucede, por ejemplo, con la madera en el agua o con la sangre que brota de las arterias. En este sentido entonces, Simplicio estaría negando el peso a los átomos en Demócrito y atribuyéndolo a “los seguidores”.8 En síntesis, podemos sumarnos a la opinión mayormente admitida de que, en la concepción de Leucipo y Demócrito, los átomos carecían de peso. Ésta y ninguna otra es la razón de que se desplacen en cualquier dirección colisionando perpetuamente.

III.

En el apartado anterior hice referencia a un argumento de Aristóteles tocante a la necesidad de un movimiento natural para los átomos. Este argumento vuelve a aparecer en el pasaje que citaré a continuación donde creo que, además, se hallan otras sutilezas que van más allá de la cuestión del movimiento. Veamos el pasaje: Por ello, a Leucipo y a Demócrito, que dicen que los cuerpos primordiales se mueven siempre en el vacío y en el infinito, les correspondería decir qué movimiento “es ése” y cuál es el movimiento natural de aquellos “cuerpos”. En efecto, si un elemento es movido forzadamente por otro, también ha de haber necesariamente un movimiento propio por naturaleza de cada uno, del que se aparta el movimiento forzado; y es preciso que el primer “impulso” motor no mueva forzado, sino naturalmente: pues se iría al infinito si no hubiera un primer motor conforme a la naturaleza, sino que siempre moviera algo que previamente fuera movido a la fuerza. (Decaelo, III 2 300b8–16)

En la primera parte se hace referencia a la objeción mencionada: los átomos se mueven en el vacío infinito pero, ¿por qué causa? ¿Cuál es su movimiento natural? Esta pregunta permanece, según nos informa el Estagirita, sin respuesta. A continuación, se introduce un aspecto nuevo a la objeción: si el movimiento de los átomos es el resultado de un choque (“es movido forzadamente por otro”), éste es un movimiento secundario, no natural. Debe haber, sin embargo, un movimiento original e independiente de los choques que pueda dar origen a éstos. Si no fuera así, tendríamos una regresión al infinito de choques forzados. Fowler muestra la fuerza de la objeción con-

137

virtiéndola en una pregunta: “Si tuviéramos un átomo aislado, que no haya sido golpeado por otro: ¿en qué dirección se movería?” (Fowler, 2002:264).9 Según Aristóteles no hay respuesta para esta pregunta: Demócrito y Leucipo no dijeron nada al respecto. Las dos objeciones son fuertes y merecen una respuesta. Podemos suponer que Epicuro, a quien Lucrecio sigue, conocía estas objeciones y por este motivo algunos puntos de su física pueden considerarse respuestas a las mismas. Si tratáramos de contestar la pregunta que Fowler nos propone como implícita en el pasaje citado, quizás la respuesta encontrada nos sorprendería: habría que afirmar que el átomo permanecería quieto, a la espera de ser golpeado. Ahora bien, si esto fuera así, deberíamos esperar la réplica natural: ¿y si todos estuvieran en la misma situación? De ser así, nos encontraríamos en un mundo “inmóvil” e inadmisible para el atomismo clásico de Demócrito y Leucipo. Este mundo parecería salvarse únicamente con el clinamen. Más adelante veremos cómo es esto posible. El pasaje que creo particularmente más valioso para lo que pretendo argumentar se encuentra en De caelo I 10.10 Allí, Aristóteles está discutiendo si el mundo es incorruptible e ingenerado o no. Al igual que los atomistas, él considera que el universo es eterno e incorruptible oponiéndose a una numerosa lista de filósofos que entendían que el mundo tenía un origen y por lo tanto una génesis. No obstante esta idéntica convicción, Aristóteles se separa en casi todo lo demás de la posición atomista. El pasaje que citaré a continuación para su análisis es una objeción a Demócrito en relación con la eternidad del mundo. Sin embargo, introduce un razonamiento que, desde mi punto de vista, es idéntico a aquél que habría conducido a Epicuro a la elaboración del clinamen. Si el mundo estuviera compuesto de “elementos” previamente diferenciados y éstos se comportaran siempre de tal manera determinada y sin posibilidad de comportarse de otra, no habría sido engendrado; y si lo hubiera sido, está claro que aquellos “elementos” deberían necesariamente ser capaces de comportarse de otro modo y no siempre de tal manera determinada, de modo que, una vez constituidos, se disolverían y, una vez disueltos, se volverían a constituir como antes, y esto ocurriría o podría ocurrir así una infinidad de veces. Y si esto fuera “así, el mundo” no sería incorruptible, ni en el caso de que se comportara alguna vez de otro modo ni en el caso de que pudiera hacerlo. (Decaelo, I 10 279b25–32)

En primer lugar me detendré en el comienzo del pasaje, donde se concluye que el mundo no habría sido generado. La condición que posibilita esta conclusión es la de que sus elementos constitutivos están diferenciados con anterio-

138

ridad, es decir, que poseen características propias y estrictamente determinadas en un momento temporal previo. Si efectivamente los elementos estuvieran así y no pudieran variar su ordenamiento por encontrarse determinados, entonces el mundo no habría sido generado puesto que no podría haber variado respecto de aquel estado original. Por el contrario, y eso dice la segunda parte del pasaje, si el mundo fuera generado sería porque los elementos tienen la posibilidad de comportarse de una manera distinta a la determinada. Para expresarse más correctamente habría que decir que, en realidad, existiría un ordenamiento distinto que haría posible la creación del mundo, pero, y eso indica la tercera y última parte del pasaje citado, del mismo modo que los elementos tendrían la posibilidad de crear el mundo, también tendrían la posibilidad de disolverlo y, a continuación, volverlo a generar. Y esto podría suceder un sinnúmero de veces sucesivamente. ¿Por qué esto es una objeción? Este pasaje funciona como crítica a Demócrito por lo siguiente: se conciben dos posibilidades para el ordenamiento de los átomos y las dos son una objeción a la posición atomista clásica: (1) De acuerdo con lo comentado más arriba, los átomos poseen un movimiento rectilíneo uniforme y determinado que sólo puede variar si se produce una colisión entre ellos. En este sentido los átomos originan los cuerpos sensibles puesto que se combinan a partir de las numerosas colisiones a la vez que los cuerpos sensibles se destruyen en la medida en que liberan átomos. Ahora bien, si los átomos tienen estos movimientos determinados y no existiera el mundo, ¿cómo habría sido creado? Dicho de otro modo, si todos los cuerpos sensibles se disolvieran en sus átomos constitutivos —y en ese sentido “no existiría el mundo”—, ¿de qué modo podría volver a constituirse? También puede entenderse la objeción así: si se diera en un tiempo X un ordenamiento tal que no existiera nada de este mundo; y ese ordenamiento estuviera determinado férreamente, entonces el mundo que conocemos no nacería. (2) Más aún, si pudiera volver a constituirse, sería porque el movimiento de los átomos no es determinado —conclusión que para Demócrito ya sería inaceptable—, y, lo que es peor, si esto fuera posible cabría la posibilidad de que el mundo se disolviera y se volviera a constituir infinidad de veces consecutivas. En este sentido tanto (1) como (2) son consecuencias de la posición democrítea que atentan contra la convicción de la eternidad del mundo. A Aristóteles le interesa probar no sólo que el mundo es eterno sino que las posiciones rivales están equivocadas. Su actividad científica constituye un doble juego de refutación dialéctica de posiciones rivales a la vez que prueba de propias.11 Hasta aquí las objeciones de Aristóteles a los atomistas. Ahora pasemos a la exposición de Lucrecio para hacer el análisis comparativo entre ambos.

139

IV.

En esta cuarta parte del trabajo discutiré primeramente la cuestión del peso de los átomos en la física de Lucrecio puesto que sobre este tema existe una diferencia importante respecto de la física de Demócrito y merece su análisis. En segundo lugar abordaré el núcleo del trabajo comparando el texto de Lucrecio con el análisis que he realizado de Aristóteles. Comenzaré citando dos pasajes centrales de Lucrecio para discutir sobre la cuestión del peso: Pues vagando por el vacío, fuerza es que los principios sean arrastrados todos juntos, o por su gravedad, o por un choque casual exterior. Creo que ésta es la ocasión de formular un nuevo principio: ninguna cosa corpórea puede por su propia fuerza ir hacia arriba, moverse hacia arriba; no te induzcan a error en este punto los átomos del fuego (...). Cuando el fuego salta hasta los techos de las casas y lame con rápida llama maderos y vigas, no hay que pensar que lo haga espontáneamente, sin coacción exterior. Del mismo modo la sangre, al brotar de nuestro cuerpo, salta en chorro a lo alto y esparce su púrpura. ¿No ves, también con qué fuerza el agua escupe leños y vigas? Cuanto más al fondo los sumergimos, empujándolos verticalmente (...), con mayor pasión vuelve el agua a vomitarlos (...). Y no por ello dudamos, creo yo, de que en el vacío estos cuerpos sean arrastrados hacia abajo. (Rerum Natura, 1985:184–203)

El primero de estos dos pasajes muestra a las claras que conforme con Lucrecio existen dos tipos de movimientos naturales: uno de ellos es el resultado de las sucesivas colisiones a las que se ven sometidos los átomos, el otro es la gravedad de los mismos que los somete a un movimiento natural descendente. En el segundo pasaje, al final, notamos que se afirma un postulado fundamental del atomismo epicúreo: los átomos en el vacío se ven arrastrados hacia abajo. Esto es debido, desde luego, a su peso. Al comienzo de este segundo pasaje se salva una posible objeción que vendría de la mano de ejemplos de cosas que “tienden” hacia arriba. Éstos eran también los ejemplos que Aristóteles ponía para mostrar que ciertos elementos tienen un movimiento natural ascendente. La idea sugerida aquí es que las cosas que parecen ascender lo hacen bajo presión de otros cuerpos, como es el caso de las vigas en el agua. Un poco más adelante, en los versos 205–215, se ponen ejemplos de fuego descendiendo: el rayo, las estrellas fugaces, la luz del sol. De este modo se prueba que no existe átomo alguno que no posea peso y así queda establecido como principio natural que todos lo poseen.12 A continuación citaré un pasaje subsiguiente en donde se introduce el tercer movimiento natural necesario para la existencia del mundo: el clinamen.

140

Deseo también que sepas, a este propósito, que cuando los átomos caen en línea recta a través del vacío en virtud de su propio peso, en un momento determinado y en determinado lugar se desvían un poco, lo suficiente para poder decir que su movimiento ha variado. Que si no declinaran los principios, caerían todos hacia abajo cual gotas de lluvia, por el abismo vacío, y no se producirían entre ellos ni choques ni golpes; así la Naturaleza nunca hubiera creado nada. (Rerum Natura, 1985:216–224)

En la hipótesis de la lluvia de átomos, todos ellos poseen el mismo movimiento en una sola dirección: hacia abajo. Puesto que poseen la misma velocidad,13 no chocarán entre sí, es decir, los de “más arriba” no chocarán a los de “más abajo”. Pero entonces, si aconteciera esta situación, “la Naturaleza nunca hubiera creado nada”. “Propone entonces Lucrecio” que en esta caída libre los átomos sufren una desviación (clinamen) suficiente como para producir colisiones con los demás átomos y dar origen así a los cuerpos compuestos y al universo todo. No hay mucho mayor desarrollo; sí importa notar que este acontecimiento no ocurre al nivel de los fenómenos sensibles sino que pertenece al nivel atómico y, de este modo, escapa a los sentidos.14 Recuerdo ahora, para la discusión con Aristóteles, cuáles fueron los aspectos más relevantes del pasaje al que me referí más arriba (De caelo I 10 279b25–30) y que creo decisivo: por un lado tenemos un determinado estado de cosas (X) que, precisamente por estar determinado, no puede transformarse en un nuevo estado de cosas (X’). Es necesario, para poder pasar de X a X’ —siempre según el razonamiento aristotélico— que los elementos constitutivos de X tengan la capacidad como para alterar el estado de cosas vigente y así dar origen a X’. Si nos contentáramos con el único movimiento atribuido a los átomos por Demócrito (colisiones) o con los dos movimientos que le atribuye Lucrecio (caída y colisiones), nos veríamos atrapados por la dificultad que Aristóteles propone. Conforme entonces con lo planteado y exigido por Aristóteles y siguiendo el camino señalado por Epicuro, Lucrecio sugiere la posibilidad de un movimiento nuevo y distinto que escape a las cadenas de la necesidad y determinación: el clinamen. Este movimiento es el que permite el paso de X a X’, aunque mejor podríamos decir no que lo permite sino que, al contrario, impide el paso de X’ a X, es decir, impide la disolución del mundo y asegura así su eternidad. Esto último sucedería puesto que las declinaciones acontecen en distintos momentos y lugares, evitando así entonces la posibilidad de la constitución de la “lluvia de átomos”, i. e., la disolución del mundo. Si releemos los pasajes citados de Aristóteles, observaremos el modo en que su universo conceptual juega un papel decisivo para la elaboración del clinamen. Los conceptos de movimiento natural y de peso nacen a posteriori de

141

la discusión que el Estagirita propone acerca de cuestiones físicas y originan así razones, argumentos y objeciones que deben ser tenidos en cuenta. Como consecuencia de esto, la salvación del atomismo sólo es posible si se salvan tales objeciones. En la perspectiva original de Demócrito parecería que es imposible pensar en la “lluvia de átomos”; no obstante, luego de que Aristóteles obligara conceptualmente a otorgarle a todas las cosas levedad o gravedad, a los atomistas no les queda otra posibilidad más que la de atribuirles peso. Así entonces nace esta idea a la que he denominado —siguiendo a Lucrecio— “lluvia de átomos” y surge para el atomismo una dificultad de compleja resolución. Cabe señalar también en relación con el primer pasaje citado de Aristóteles que, tal como había sugerido en su análisis, se podría pensar que los átomos, cuando se encuentran aislados —i. e. cuando no colisionan unos con otros— se encuentran inmóviles. Esto sucede así tanto en la hipótesis de Demócrito del no peso de los átomos como en la contraria de Epicuro–Lucrecio. En la segunda, pensar que todos los átomos caen a la misma velocidad simultáneamente en el espacio infinito, equivale a decir que no se mueven. Esto es así puesto que no habría ninguna referencia para poder decir que los átomos están cayendo: valdría lo mismo decir que están subiendo o yendo hacia la derecha o izquierda. En esta suposición, el clinamen no sería equivalente a una desviación del movimiento de caída sino, mejor, a un origen del mismo. En la imagen de la “lluvia de átomos”, una desviación produce una reacción en cadena de colisiones, pero en la imagen de la “quietud”, un átomo simplemente arranca su marcha hasta comenzar a colisionar y así dar origen a las cosas.

Consideraciones finales

El presente trabajo acentúa las posibles relaciones entre el atomismo prearistotélico y el posaristotélico. Su mayor mérito radica más que en su originalidad, que puede ser puesta en discusión, en establecer puentes entre dos textos fundamentales de la física clásica como son De caelo y Rerum natura. Creo que las hipótesis centrales del trabajo, la de la influencia de la física de Aristóteles en el conjunto de la obra de los atomistas en general y la de la presencia de algunos argumentos claves en De caelo en particular, han sido suficientemente desarrolladas. Muestran, a su vez, interesantes líneas de discusión que serán recuperadas en el contexto de la modernidad entre autores de la talla de Descartes y Gassendi. El análisis puntual de la forma en que este debate se propaga en el tiempo, especialmente en la modernidad, será el fruto de nuevas investigaciones.

142

Notas Querría destacar que la levedad a la que se alude

en el infinito por su mutuo impacto”; y el 68A47:

aquí no es una ausencia de peso sino una propie-

“Demócrito declaró que la única clase de movi-

dad intrínseca de cuerpos tales como el fuego y el

miento era el producido por una sacudida”.

aire. En este sentido existen dos propiedades: la

5

levedad y la gravedad.

cada uno de los cuerpos indivisibles es tanto más

1

2

Cabe recordar aquí los atributos que Parménides

El fragmento dice: “Aunque Demócrito afirma que

pesado cuanta mayor sea su masa” (68A60). El fragmento dice: “Demócrito diferencia lo

de Elea, fundador de la escuela, atribuiría al Ser:

6

unidad, eternidad, redondez, finitud (espacial) y

pesado y lo ligero de acuerdo con el tamaño”

plenitud. Esta última característica es precisa-

(68A135).

mente la que conduciría a negar la posibilidad

7

del vacío.

tran en esta línea son G. S. Kirk, J. E., Raven y M.

3

Dice al respecto Aristóteles en la Metafísica: “Por

Los especialistas más reputados que se encuen-

Schofield (1987 [1957]); V. E. Alfieri (1936); C.

otra parte, Leucipo y su compañero Demócrito

Bailey (1928); y J. Barnes (1992 [1979]).

dicen que son elementos el lleno y el vacío, de-

8

nominando al uno ‘lo que es’ y al otro, ‘lo que no

mente, defensor de éste, tiene bien presente que

es’ (...) y que éstos son las causas de las cosas

para el Estagirita los elementos se dividen en dos

que son, ‘entendiendo «causa»’ como materia. Y

grupos: los graves y los leves, los dos primeros son

así como quienes afirman que es una entidad en

la tierra y el agua, cuyo movimiento natural es el

tanto que sujeto, explican la generación por medio

descendente, mientras que los dos restantes son

de las afecciones de ésta, afirmando que la rareza

el aire y el fuego, poseedores de un movimiento

y la densidad son los principios de las afecciones,

natural ascendente. He aquí el motivo por el cual

así también éstos afirman que las diferencias son

es tan importante para Simplicio esclarecer este

las causas de las demás cosas. Estas diferencias

punto respecto de la física atomista.

son tres: figura, orden y posición. En efecto, afir-

9

man que ‘lo que es’ se diferencia únicamente por

de Epicuro es una respuesta a las objeciones de

la conformación, el contacto y el giro. Ahora bien,

Aristóteles a Demócrito.

de éstos, la ‘conformación’ es la figura, el ‘con-

10

tacto’ es el orden, y el ‘giro’ es la posición: así, la

rencia a él en la obra de Fowler. Cfr. Fowler, Lu-

A y la N se diferencian por la figura, los conjuntos

cretius on atomic motion Index locorum potiorum,

AN y NA por el orden, y la Z y la N por la posición”.

New York, Oxford University Press, 2002, p. 492.

(I, 4 985b4–20).

11

Simplicio, comentador de Aristóteles y, natural-

Fowler sostiene que buena parte de la física

Este pasaje no aparece citado ni se hace refe-

Dice Aristóteles una líneas más arriba del pasaje

Podemos apreciar esta idea en los fragmentos

citado, en De Caelo 279b6–7: “revisando primero

67A47: “ejercen acciones y las padecen en la

las opiniones de los demás: pues las demostra-

medida en que se da el caso de que entran en con-

ciones de las ‘tesis’ contrarias son ‘otras tantas’

tacto”; el 68A37: “colisionan y se desplazan en el

dificultades para sus contrarias”.

vacío de acuerdo con su desigualdad y las demás

12

diferencias señaladas, y en su desplazamiento,

objeciones en De caelo contra el atomismo res-

bien chocan, bien se entrelazan con una trabazón

pecto de la cuestión del movimiento y el peso de

tal que tocan uno con otro”; el 68A61: “se movían

los átomos, Lucrecio logra salvarse en este pasaje

4

De acuerdo con Fowler, quien encuentra tres

143

de la aguda crítica de Aristóteles a los atomistas clásicos. Cfr. Fowler, op. cit., pp. 262–267.

ya que nada ofrece resistencia al objeto en caída, una pluma y una piedra caen a la misma velocidad.

En los versos 225–240 se argumenta a favor

Esto está en conformidad con lo que Epicuro dice

de la tesis de que en el vacío la velocidad de los

en la Carta a Heródoto, 61: “Ademas, es necesario

átomos es la misma para todos. Se sugiere que

que los átomos que se mueven en el vacío sin que

los cuerpos compuestos poseen velocidades dis-

nada les intercepte tengan velocidades iguales”.

tintas puesto que no se mueven en el vacío, las

Sigo la traducción de Montserrat Jufresa: Epicuro,

densidades relativas de los fluidos es la que explica

Obras, Barcelona, Altaya, 1995, p. 23.

que existan velocidades diferentes; por ejemplo,

14

13

Cfr. Rerum natura, II, 245–250.

no cae a la misma velocidad una piedra a través del aire que del agua. Por el contrario, en el vacío,

Bibliografía Alfieri, V. E.: Gli atomisti: frammenti e tertimonianze, Bari, 1936. Aristóteles: Acerca del cielo / Meteorológicos, Madrid: Gredos, 1996. Trad. Miguel Candel. ———: Metafísica, Madrid: Gredos, 1998. Trad. T. Calvo Martínez. Bailey, C.: The Greek Atomists and Epicurus, Oxford, 1928. Barnes, J.: Los presocráticos, Madrid: Cátedra, Trad.: E. Martín López. 1992 [1979]. Bernabé, A.: De Tales a Demócrito. Fragmentos presocráticos, Madrid: Alianza, 1988. Bignone, E.: L’Aristotele perduto e la formazione filosofica di Epicuro, Florencia, 1936. Epicuro: Obras, Barcelona: Altaya, 1995. Trad. Montserrat Jufresa. Fowler, D.: Lucretius On Atomic Motion, New York: Oxford University Press, 2002. Furley, D. J.: “Lucretius the Epicurean: On the History of Man”, Gale, M. (2007). pp.159–181. 2007. Gale, M. (Ed.): Oxford Readings in Classical Studies: Lucretius, New York: Oxford University Press, 2007.

144

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8. El pirronismo moderno de David Hume Lisandro Aguirre

El presente trabajo es una revisión de algunas interpretaciones que se suscitaron en torno al pensamiento del filósofo escocés David Hume, especialmente de aquellas que están en relación con su escepticismo. En tal sentido, nuestro principal objetivo apunta a mostrar que, pese al contexto ilustrado en que vivió este pensador, su punto de vista fue verdaderamente innovador en tanto que revivió, como quizá ningún otro autor moderno lo hizo, la actitud pirrónica de la antigüedad. Esta interpretación, que pretendemos justificar apoyándonos en algunos pasajes específicos de su obra y en los aportes hechos por los especialistas, profundiza una búsqueda en común: identificar algunas de las influencias de la tradición antigua en la filosofía moderna. En la primera parte, consideraremos la profesión de escepticismo que efectúa el mismo Hume en sus escritos, aclarando que el suyo no es un escepticismo total o excesivo, sino más bien uno de tipo “mitigado”. En la segunda, analizaremos la concepción tergiversada que presenta Hume respecto de los llamados “pirrónicos”. En la tercera, justamente a raíz del análisis precedente, argumentaremos que Hume era en verdad un pirrónico, aunque él mismo no haya sido consciente de tal filiación. Finalmente, en la cuarta parte, examinaremos el concepto de “creencia”, clave para nuestra interpretación, y cómo a partir de él podemos vincular aún más estrechamente las posiciones de Sexto Empírico y Hume. A modo de conclusión, haremos un balance global de los resultados obtenidos.

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Con nuestra revisión esperamos contribuir a un mayor esclarecimiento de la actitud escéptica en general, que fue tan poco entendida a lo largo de la historia. Al respecto, pensamos que quizá sea más factible lograr una mejor comprensión de dicha actitud, tan atípica y peculiar, si recurrimos a autores más cercanos en el tiempo, como es el caso de Hume, a fin de hacernos conscientes de hasta qué punto la visión deformada que la modernidad se forjó del escepticismo griego tuvo influencia en nuestra visión actual. Para ello, sin embargo, no nos desviaremos de nuestro objetivo central que será descubrir el carácter distintivo del escepticismo humeano, el que, dada su complejidad, ha recibido innumerables interpretaciones, muchas de ellas incluso contradictorias entre sí.

1. La profesión de “escepticismo” hecha por Hume

Richard Popkin dijo que Hume fue “el más grande defensor del pirronismo”, de un “pirronismo consistente”, esto es, un “pirronismo más fuerte” (Popkin, 1952:74), quizá hasta más sólido que el de Sexto Empírico. Ezequiel de Olaso, por su parte, caracterizó también a la filosofía de Hume como escéptica, pero la ubicó dentro de una especie más mitigada, algo así como una morigeración del escepticismo pirrónico o excesivo (Olaso, 1981:39), o dicho de otro modo, “una mixtura prudente” de pirronismo y filosofía académica, mixtura que el mismo filósofo llamó con “el nombre de ‘escepticismo mitigado’” (Olaso:51). Son varios, pues, los especialistas que sostuvieron que el escepticismo era un tema central en la obra de David Hume y que incluso defendieron la tesis de que su filosofía era fundamentalmente escéptica .1 Pero lo más importante es que el mismo Hume dio a entender que el escepticismo era el rótulo más apropiado para su “sistema” de filosofía (Olaso, 1981:19). Diversos pasajes de su obra avalan esta consideración. Uno de los más contundentes se encuentra en el Abstract, donde Hume dice clara y abiertamente respecto de su propia orientación filosófica que “el lector percibirá fácilmente que la filosofía que se contiene en este libro [el Tratado de la naturaleza humana] es muy escéptica y pretende proporcionarnos una visión de las imperfecciones y estrechos límites del entendimiento humano” (Hume, 1992a:143). Asimismo, en todos aquellos pasajes en que el filósofo escocés reflexiona sobre el sentido de su filosofía, no la caracteriza sino como una filosofía escéptica o un escepticismo mitigado. Así, en el Tratado…, se refiere al “moderado escepticismo” de “los filósofos de verdad” (Hume, 1978:224); más adelante, en el “Apéndice” de dicha obra, agrega que él mismo “debe solicitar el privilegio del escéptico” (Hume, 1978:636; 1992b:832), y que “nada es más conveniente

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para aquella filosofía [la newtoniana], que un modesto escepticismo a un cierto grado, y una justa confesión de ignorancia en los asuntos que exceden toda capacidad humana” (Hume, 1978:639). En la Investigación sobre el conocimiento humano, por su parte, Hume expresa que “ciertamente hay una especie más moderada de escepticismo o filosofía académica, que puede ser a la vez duradera y útil y que puede, en parte, ser el resultado de este pirronismo o escepticismo excesivo, cuando el sentido común y la reflexión, en alguna medida, corrigen sus dudas imprecisas” (Hume, 1975:161). Luego añade que “en general hay un grado de duda, de cautela y de modestia que, en toda clase de investigaciones, debe acompañar siempre al razonador cabal” (Hume, 1975:162; 1992c:189). En este sentido, Hume manifiesta que la “otra clase de escepticismo mitigado (mitigated), que puede ser una ventaja para la humanidad y que puede ser el resultado natural de la duda y escrúpulos pirrónicos, es la limitación de nuestras investigaciones a los temas que estén mejor adaptados a la estrecha capacidad del entendimiento humano” (Hume, ídem). Y en relación con este tipo de escepticismo, finalmente sostiene que “para hacernos llegar a tan saludable disposición, nada puede ser más útil que estar convencidos de la fuerza de la duda pirrónica y de la imposibilidad de que algo más que el fuerte poder del instinto natural nos pueda librar de ella” (Hume, ibídem). Las afirmaciones anteriores son suscriptas por el filósofo escocés por más que les pese a los comentaristas; quienes intentan negar su escepticismo, tienden a silenciar ese aspecto escéptico de su filosofía o, al menos, a minimizar el valor de esos pasajes (Smith, 1995:153). En ningún momento de su obra Hume utilizará expresiones que definan de alguna otra manera la naturaleza u orientación de su pensamiento. Únicamente, “el escepticismo confiere, a sus ojos, identidad a su filosofía” (Smith, 1995:158). Sin embargo, subsiste un problema de solución difícil acerca de qué tipo de escepticismo sería lícito atribuirle a David Hume. Al respecto, muy pocos fueron los expertos que vieron en Hume a un auténtico pirrónico. Casi todos coincidieron en que su escepticismo tenía ribetes más bien académicos que pirrónicos, siguiendo literalmente las propias palabras del filósofo. Ahora bien, la discusión acerca de la distinción entre las dos clases de escepticismo antiguo (pirrónico y académico) tiene una larga historia y ha sido también ampliamente estudiada en el marco del debate contemporáneo. Si bien es imposible retomar aquí un tema tan vasto, cabe señalar, al menos, que dicha distinción fue examinada por el mismo Hume, y creemos que de un modo incorrecto, como algunos especialistas lo han indicado. En ese sentido, Olaso ha mostrado justificadamente que Hume creyó de modo erróneo que la filosofía académica y el pirronismo eran “conmensurables” y, de ese modo, nutrió a “una vasta y tenaz confusión” que contribuyó a “impedir hasta hoy una comprensión clara de la especificidad de los varios escepticismos” (Olaso,

147

1981:51). Acaso en esta vasta y tenaz confusión el filósofo de Edimburgo no sea el único, ni siquiera el más responsable. Suponemos que toda una época, especialmente entre los siglos XVII y XVIII, colaboró en el oscurecimiento de esa distinción que, por otra parte, quizá nunca recibió una sencilla y clara elucidación, ni siquiera en los primeros tiempos, los de Cicerón, con excepción de Sexto Empírico, el difusor y sistematizador del pirronismo.2 De todas maneras, Hume entendió —como hemos visto— que su filosofía era “muy escéptica” (Hume, 1992a:143), pero, a la vez, dejó bien en claro que su escepticismo no era el excesivo, ni el radical o total, sino que era un “moderado escepticismo” (Hume, 1978:224; 1992b:321); esto es, una especie “mitigada” de escepticismo o “filosofía académica” (Hume, 1978:161; 1992b:188–189), que resultaba perfectamente compatible con la fuerza o corriente de la naturaleza, la cual impide una constante suspensión del juicio y hace posible que escapemos del delirio melancólico que trae la razón con sus dudas pirrónicamente omnívoras.

2. El desprecio humeano por los pirrónicos

Cada vez que Hume efectúa una crítica a los escépticos piensa, tanto explícita como implícitamente, en un escepticismo total o excesivo, que el filósofo denomina “pirrónico” de manera equivocada. Ahora bien, ¿por qué hablamos aquí de equívoco? Sin ánimo de agotar la cuestión, podríamos al menos sugerir lo siguiente: si meditamos sobre lo que decían los Esbozos Pirrónicos de Sexto, enseguida advertiremos que quizá resulte más plausible creer que la posición excesiva, definitiva o radical, sea más bien la del académico antes que la del pirrónico, pues el académico es el que dice que es imposible conocer, que la verdad absoluta es inalcanzable y que, por ello, nos vemos siempre forzados a conformarnos con meras probabilidades. Parece menos radical, menos excesivo y menos concluyente, en cambio, aquel que pretende mantenerse alejado tanto de la afirmación como de la negación, es decir, quien suspende el juicio como el “pirrónico auténtico” de Sexto Empírico. De todos modos, posiblemente Hume (y con él toda una época) no estaba demasiado preocupado por interpretar en forma adecuada el escepticismo antiguo. Julia Annas declara al respecto que “las referencias de Hume a Sexto (…) son de hecho mal apuntadas y no sugieren que él haya leído y entendido los fragmentos de Sexto. Hume no obtuvo de Sexto ninguna comprensión del pirronismo antiguo” (Annas, 2007:134). Asimismo, Annas muestra que Hume tampoco parece haber entendido el escepticismo de los académicos. Por eso, concluye que “las caracterizaciones de Hume sobre el pirronismo y el escepticismo académico, (…) están erradas: el pirronismo no es una posición extrema incompatible

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con la acción y el escepticismo académico no es, en un modo importante, más moderado o mitigado que el pirronismo real” (Annas:140). Dentro de la misma línea interpretativa, Donald Ainslie manifiesta acertadamente que, a pesar de las semejanzas que puedan existir, “es difícil equiparar el pirronismo antiguo con los escépticos ‘totales’ de Hume” (Ainslie, 2003:256). Innumerables son los pasajes en los que Hume deja plasmada su errónea concepción del pirronismo antiguo. Citaremos, a modo de ejemplo, sólo algunos de ellos, los que desde nuestro punto de vista nos parecen más relevantes. En primer lugar, evoquemos las palabras escritas por Hume al comienzo de la Parte IV del Libro I del Tratado…: Si en este momento se me preguntara si (…) soy realmente uno de esos escépticos que mantienen que todo es inseguro y que nuestro juicio no posee en ninguna cosa medida ninguna ni de verdad ni de falsedad, replicaría que esa pregunta es completamente superflua, y que ni yo ni ninguna otra persona ha sido nunca sincera y constantemente de esa opinión. (Hume, 1978:183; 1992b:271)

Hume cree que los escépticos excesivos (los escépticos totales) constituyen una “fantástica secta” (Hume, ídem) integrada por criaturas absurdas. En efecto, el filósofo escocés destaca en el Tratado… como características fundamentales de los escépticos dos defectos: la extravagancia y la insinceridad de sus actitudes. En relación con la opinión que rechaza la noción de una existencia continua e independiente del mundo externo, Hume asevera que los únicos partidarios de ella son “unos pocos escépticos extravagantes” y “que, por lo demás, sostienen esa opinión únicamente de palabra, pues jamás fueron capaces de creer sinceramente en ella” (Hume, 1978:214; 1992b:309). Al hablar de la extravagancia de esos escépticos, Hume parece adoptar la misma mirada prejuiciosa con que un Descartes o un Locke juzga a los partidarios de esa tradición. En verdad, no se sabe con certeza a qué escépticos “extravagantes” se refería Hume. Si estaba pensando aquí en los antiguos pirrónicos, tal vez su juicio pueda ser tachado de desmesurado o simplemente refutado como incorrecto, porque los pirrónicos —de acuerdo con lo que nos dice Sexto— “suspenden el juicio”. Y si la epoché consiste precisamente en ese “estado de la mente en el que ni ponemos ni rechazamos nada” (Sexto Empírico, 1993:55) un escéptico no podría rechazar (como tampoco aceptar, por supuesto) la noción de existencia continua e independiente de los cuerpos. Tal vez Hume piensa aquí en escépticos más recientes; por ejemplo, en algún autor del período humanista–renacentista, o bien, en aquellos que él mismo cataloga como representantes genuinos de esa tradición, a saber, Berkeley o Bayle.3 Hume explica el origen de la insinceridad de los escépticos apelando a la fuerza de la corriente de la naturaleza. Como el mismo filósofo lo afirma en

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el Tratado…, “hay que agradecer a la naturaleza, pues, que rompa a tiempo la fuerza de todos los argumentos escépticos, evitando así que tengan un influjo considerable sobre el entendimiento” (Hume, 1978:187; 1992b:276). Su juicio es, por lo tanto, que los escépticos no son temibles debido a que la naturaleza se encarga de detener sus “dardos” y los muestra como personajes absurdos, insinceros e imposibles. De ahí que sea inútil refutarlos: “(…) el que se tome la molestia de refutar las sutilezas de este escepticismo total en realidad ha disputado en el vacío, sin antagonista, y se ha esforzado por establecer con argumentos una facultad que ya de antemano ha implantado la naturaleza en la mente y convertido en algo insoslayable” (Hume, 1978:183; 1992b:272). En el Resumen…, siguiendo la misma línea de argumentación, Hume aclara que el autor del Tratado… (esto es, él mismo) “insiste en otros varios tópicos escépticos y, en resumen, concluye que asentimos con nuestras facultades y empleamos nuestra razón sólo porque no podemos evitarlo. La filosofía nos volvería completamente pirrónicos si la naturaleza no fuera demasiado fuerte para ello” (Hume, 1992a:143). La misma conclusión se desprende del ensayo que lleva por título “El escéptico”, en el que su supuesto autor (el escéptico) declara que “las reflexiones de la filosofía son demasiado sutiles y distantes para tener un espacio en la vida común, o para erradicar cualquier pasión” (Hume, 1990:257). Y finaliza diciendo: “Mientras estamos razonando sobre la vida, la vida se va, y la muerte, aunque quizás la acepten de forma diferente, trata igual al loco que al filósofo” (Hume, 1990:277). Se hace evidente aquí también que para Hume el escepticismo excesivo (entiéndase las reflexiones o la filosofía) y la naturaleza (entiéndase las pasiones o la vida) siguen dos caminos antagónicos, y que en todo caso la que vence es la naturaleza, aunque el primero moleste constante o intermitentemente a los filósofos. Quizá sea el momento oportuno para recordar aquí también ese anatema que Hume dirige en la Sección XII de su primera Investigación… contra los llamados pirrónicos: Un pirroniano no puede esperar que su filosofía tenga influjo constante sobre la mente o, si la tuviera, que fuera su influjo beneficioso a la sociedad. Por el contrario, ha de reconocer, si está dispuesto a reconocer algo, que toda vida humana tiene que acabar, si sus principios prevaleciesen universal y constantemente. Inmediatamente se acabaría todo discurso y toda acción, y los hombres quedarían sumidos en un sueño absoluto hasta que las necesidades de la naturaleza, al no ser satisfechas, dieran fin a su miserable existencia. Es verdad: es muy poco de temer un suceso tan fatal. La naturaleza es siempre demasiado fuerte para la teoría. Y aunque un pirroniano se precipitara a sí mismo o a otros, a un momentáneo asombro y confusión con sus profundos razonamientos, el primero y más trivial suceso en la vida pondría en fuga todas sus dudas y escrúpulos

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y le igualaría en todo punto de acción y de especulación a los filósofos de todas las demás sectas, o a aquellos que nunca se ocuparon de investigaciones filosóficas. Cuando despierte de su sueño, será el primero en participar en la risa contra él y en confesar que todas sus objeciones son un mero entretenimiento y no pueden tener otra finalidad que mostrar la convicción caprichosa de la raza humana que ha de actuar, razonar y creer, aunque no sea capaz por investigación diligente de satisfacerse acerca del fundamento de sus operaciones, o de vencer las objeciones que se puedan levantar contra ellos. (Hume, 1975:160; 1992c:187–188)

En este maravilloso pasaje parecen condensarse todas las aristas de la crítica y el desprecio que sentía Hume por los pirrónicos. Se da cita también el rasgo positivo de la única finalidad que el pirronismo podía tener a sus ojos. En efecto, desde la perspectiva del filósofo escocés, el pirronismo jamás podría ser beneficioso sino, por el contrario, algo extremadamente perjudicial; la fuerza de la naturaleza nos muestra, de todas maneras, que esa filosofía es en verdad poco temible, y por consiguiente absurda, constituyendo sólo un mero entretenimiento. Ahora bien, pese a esta ridiculización, Hume reconoce que el escepticismo extremo abriga un objetivo: mostrar a la raza humana que no queda otra alternativa que actuar, razonar y creer aunque no haya razones para ello y aunque las opiniones contrarias a aquellas en las que se basan los hombres para actuar, razonar y creer tengan el mismo valor. Por lo tanto, podría señalarse que esta finalidad del escepticismo extremo criticado por Hume no difiere tanto de la finalidad propia del escepticismo moderado defendido por el filósofo, el cual no tiene otra ventaja para la humanidad que la de hacerla consciente de sus propios límites, conduciéndola de esta manera a la saludable disposición de la modestia. Asimismo, en la Parte I de los Diálogos sobre religión natural el personaje llamado Cleanthes presenta una particular visión de los pirrónicos (Hume, 1993:64; 1979:60). Cleanthes aparece en escena bajo una postura radicalmente opuesta a la de éstos y muy semejante a la del propio Hume. Como lo hiciera el filósofo en el Tratado y en la Investigación sobre el conocimiento humano, Cleanthes equipara el escepticismo total con el escepticismo pirrónico, tildándolo incluso de triste y absurdo y, a la vez, declarando sin medias tintas que “nada hay más ridículo que los principios de los antiguos pirrónicos” (Hume, 1993:35; 1979:10–11). Luego de este recorrido, uno queda con la extraña impresión de que es paradójico que un filósofo como Hume, que se consideraba a sí mismo un escéptico y que calificaba de escéptica a su propia doctrina, pudiera haber adoptado una actitud tan hostil respecto de los escépticos pirrónicos, actitud que por cierto es muy similar a la que adoptaron filósofos como Descartes o Locke.

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3. El pirronismo inconsciente de Hume

Pese al grueso error de interpretación en que incurrió Hume al juzgar a los pirrónicos, creemos, sin embargo, que es posible considerar al escepticismo “mitigado” o “filosofía académica” propuestos por el filósofo en la Sección XII de la Investigación sobre el conocimiento humano como una versión moderna de un pirronismo auténtico, pero, al mismo tiempo, inconsciente, que no es lo mismo que inconsistente. Desde nuestro punto de vista, por lo tanto, la filosofía humeana no se halla tan distanciada del pirronismo como lo planteaba su propio autor. En contraposición a la interpretación según la cual la crisis escéptica de Hume desemboca en un escepticismo académico,4 sostenemos que en su filosofía subyace un pirronismo “inconsciente” que respeta los puntos esenciales de dicha actitud, ello a pesar de que el mismo filósofo se haya empeñado en negarlo explícitamente y aunque se destaque como característica central del pirronismo humeano un ingrediente inexistente en el pirronismo originario: la desesperación melancólica.5 Ahora bien, con los términos pirronismo inconsciente o adhesión inconsciente al escepticismo pirrónico en la filosofía de Hume, queremos dejar en claro que, según la idea que el filósofo tuvo de las distintas clases de escepticismos, es correcto que él no se estime a sí mismo como un pirrónico. Pero, desde otro punto de vista más ajustado al auténtico pirronismo antiguo, Hume podría llegar a ser catalogado justamente como un eslabón “moderno” dentro de la extensa tradición escéptica fundada por la mítica figura de Pirrón de Elis6 y continuada posteriormente por Enesidemo y Sexto Empírico. En efecto, es posible encontrar afirmaciones de Hume, como aquellas que destacan la fuerza de la naturaleza frente a la amenaza corrosiva de la filosofía o de la razón, en las cuales parecería resonar el viejo eco de la ataraxía melodiosa, inesperada sobreviniente a la epoché, lo cual confirmaría su adhesión a los “principios escépticos”. Puede ser pertinente recordar aquí el texto del Tratado… en el que Hume afirma: “Puedo aceptar, incluso debo aceptar la corriente de la naturaleza, y someter a ella mis sentidos y mi entendimiento. Y es en esta sumisión ciega donde muestro a la perfección mi disposición y principios escépticos” (Hume, 1978:269; 1992b:378). Y luego, en la página siguiente, Hume da, a nuestro entender, un ejemplo a todas luces pirrónico, relacionado con las exigencias de la vida: “Si creemos que el fuego calienta o que el agua refresca, esto se debe únicamente a que nos cuesta demasiado trabajo pensar de otro modo. Más aún: si somos filósofos, tendremos que serlo únicamente sobre la base de principios escépticos y por la inclinación que sentimos a emplear nuestra vida de esa forma” (Hume, 1978:270; 1992b:379).

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Si bien en el horizonte mental de los escépticos antiguos no aparecen, de hecho, la melancolía y la desesperación cuando ya se ha suspendido el juicio, mientras que —como señala Penelhum— en Hume y sus antecesores inmediatos (como Pascal) el estado de indecisión y abstención judicativa del escepticismo son sinónimos de angustia y desesperanza,7 el desenlace en que termina la filosofía para los pirrónicos antiguos y para el propio Hume consiste en lo mismo: “aquietarse dejándose guiar por la naturaleza”. En tal sentido, se puede afirmar que tanto el escepticismo antiguo de Sexto como el escepticismo moderno de Hume son posturas escépticas auténticas que poseen un denominador común: en palabras del filósofo antiguo, se traduce en tomar como guía al fenómeno y, al decir del filósofo moderno, conduce a la cura mediante la naturaleza. El compromiso moral asumido por el pirrónico de ser fiel a la naturaleza, manteniéndose en lo fenoménico y suspendiendo cualquier tipo de opinión, revela una tendencia a dejar que la naturaleza se manifieste en nosotros sin intervención de la razón, razón que por lo general busca el ser, la forma o la esencia y, en fin, termina dogmatizando la realidad que se supone está detrás de los fenómenos, apariencias o cualidades. Cuando Hume lleva a cabo la tarea de desenmascaramiento o desmitificación de nociones tan poco discutidas en el plano del sentido común, como son las del mundo externo o del yo, así como de conceptos tan venerados en el ámbito filosófico, como el de sustancia, ya sea material o espiritual, no hace sino seguir el sendero de los antiguos escépticos, puesto que no quiere pronunciarse afirmativa ni negativamente acerca de aquello que llaman “mundo”, “mente” o “sustancia”. A pesar de que Hume explica tanto este concepto como el de la existencia continua e independiente del mundo apelando a la imaginación, la creencia y la costumbre, suponemos que hablar de “ficciones”, por ejemplo, no implicaría una traición al espíritu del pirronismo.8 Si bien la palabra “ficción” utilizada por Hume parece dar por supuesta una discriminación tácita entre mentira y realidad, cosa que el escéptico pirrónico se niega a hacer, recordemos que también Sexto al referirse a los fenómenos dice que “cuando nos dedicamos a indagar si el objeto es tal como se manifiesta, estamos concediendo que se manifiesta y en ese caso investigamos no sobre el fenómeno, sino sobre lo que se piensa del fenómeno. Y eso es distinto a investigar el propio fenómeno” (Sexto Empírico, 1993:59). ¿Acaso podría establecerse aquí una analogía entre la ficción humeana y lo que —según Sexto— se piensa del fenómeno? En ningún momento el filósofo escocés pretende negar la existencia del cuerpo o de los cuerpos en general, independientes de nuestras percepciones, sino que se preocupa por mostrar que somos incapaces de probar dicha existencia aunque nos sea imposible dejar de creer en ella. “Podemos muy bien preguntarnos qué causas nos inducen a creer en la existencia de los cuerpos, pero es inútil

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que nos preguntemos si hay o no cuerpos. Este es un punto que debemos dar por supuesto en todos nuestros razonamientos” (Hume, 1978:187; 1992b:277). Por tanto, lo que el filósofo escocés propone a través de la suave cura de la naturaleza consiste en limitarse a asentir lo que se le aparece al hombre inevitablemente: las percepciones y las distintas conexiones entre ellas que la experiencia y la costumbre nos presentan. Según Hume, “la mente nunca tiene nada presente, sino las percepciones, y no puede alcanzar experiencia alguna de su conexión con los objetos”.9 Hume niega la distinción entre cualidades primarias y secundarias defendida por algunos filósofos como Locke. El problema que se presenta ahora consiste en determinar si, al expresar la imposibilidad de alcanzar experiencia de la coincidencia entre las percepciones y el objeto, Hume transgrede efectivamente el ámbito de lo fenoménico. El hecho de que la naturaleza nos impulse a juzgar como a respirar y a sentir no constituye, según nuestro parecer, y a pesar de las palabras del mismo Hume, una razón suficiente para afirmar que hay aquí un alejamiento del pirronismo y un concomitante acercamiento al escepticismo académico. Como ya señalamos, es preciso desconfiar de las afirmaciones que hace Hume respecto de su propio escepticismo y respecto de las diferencias entre el escepticismo pirrónico y el escepticismo académico. En primer lugar, el epíteto “total” es una tergiversación del pirronismo, si por “total” entendemos invalidación de las impresiones y presentaciones inevitables. En segundo lugar, el probabilismo académico que Hume dice profesar en la Investigación sobre el conocimiento humano contiene más bien los rasgos de la actitud típicamente pirrónica, en virtud de la cual se sigue el fenómeno y se evita correctamente,10 a través de la epoché, transgredir dicho ámbito fenoménico para no afirmar ni negar que las percepciones o cualidades percibidas se corresponden exactamente con la cosa en sí. Sospechamos, por lo tanto, que el escepticismo de Hume no está en las antípodas del pirronismo esbozado por Sexto; pero, en cambio, sí se encuentra distante, al igual que el pirronismo auténtico, del pirronismo “inventado” y simultáneamente “impugnado” por la pluma de los filósofos modernos. Con todo, a pesar del influjo del contexto histórico–cultural en el que el filósofo estaba inmerso, su pirronismo genuino se deja ver en ciertas ocasiones con nítidez. Por ejemplo, cuando dice que ninguna opinión es más probable ni verosímil que otra,11 nos preguntamos entonces: ¿dónde está el escepticismo académico de lo “razonable” o lo “probable” que hubieran defendido un Clitómaco y un Carnéades en el siglo III a.C. y que él mismo Hume aparentemente defiende en Sección XII de la Investigación…? Las impresiones de los sentidos, la cena y el juego con los amigos representan en la filosofía humeana la versión moderna, británica, del principio escéptico según el cual el criterio de orientación es atender a los fenómenos sin dogma-

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tismos y en vistas de las exigencias vitales (Sexto Empírico, 1993:60). Es decir, constituyen un conjunto de reglas prácticas para poder subsistir en medio de la epoché, si bien en Hume se presenta al mismo tiempo como una “salida” o “escape” de la melancolía filosófica que conllevaría el escepticismo. En síntesis, al afirmar Hume en su Tratado… que el verdadero escéptico debe desconfiar hasta de sus dudas y someterse a la corriente de la naturaleza creyendo que el fuego calienta y el agua refresca, insistimos nuevamente con esta pregunta: ¿no se está describiendo con precisión casi técnica la actitud paradigmática del escéptico pirrónico?

4. Creencias y asentimientos involuntarios en Sexto Empírico y Hume

Una de las causas principales que le impidió comprender a Hume la actitud escéptica tal como la había desarrollado Sexto en sus Esbozos…, fue el uso semántico dado al término “juicio”, ya que tuvo profundas repercusiones en la interpretación errónea que hiciera el filósofo escocés respecto de la epoché de los antiguos escépticos. En efecto, si bien el término “juicio” no aparece literalmente en el léxico original de los Esbozos, podemos interpretar que la epoché se refería a algo semejante en cuanto se tornaba eficaz sólo en relación con cierta clase de asentimiento. Esa clase de asentimiento que Sexto vinculaba directamente con la epoché recibió, no obstante, en Hume una elucidación diferente. El filósofo antiguo la vinculaba al concepto de dogma, una de cuyas acepciones era “la aceptación en ciertas cuestiones, después de analizadas científicamente, de cosas no manifiestas” (Sexto Empírico, 1993:56).12 De ahí que recomendara el ejercicio de la epoché. Su objetivo primordial era eliminar esa clase de asentimiento que implicaba opinar voluntariamente respecto de lo no evidente u oculto. La razón de ello era que esas opiniones voluntarias constituían las fuentes de los trastornos y las perturbaciones de los hombres. Al respecto Sexto es contundente: Quien opina que algo es por naturaleza bueno o malo se turba por todo, y cuando le falta lo que parece que es bueno, cree estar atormentado por cosas malas por naturaleza y corre tras lo —según él piensa— bueno y habiéndolo conseguido, cae en más preocupaciones al estar excitado fuera de toda razón y sin medida y, temiendo al cambio, hace cualquier cosa para no perder lo que a él le parece bueno. Por el contrario, el que no se define sobre lo bueno o malo por naturaleza no evita ni persigue nada con exasperación, por lo cual mantiene la serenidad de espíritu. (Sexto Empírico, 1993:61)

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En Hume, en cambio, el concepto de “juicio” fue asimilado semánticamente al significado de “creencia” o “sentimiento” (Olaso, 1981:31). Por lo tanto, no quedó restringido al ámbito exiguo que le había atribuido Sexto, quien suponía el ejercicio de la epoché, el concepto de dogma, esto es, el asentimiento dado a una cosa no evidente. Aquí reside precisamente la raíz del error de Hume con respecto a los pirrónicos, si es que puede considerárselo de esa manera. Cuando el filósofo escocés afirma en su Tratado que la naturaleza nos impulsa a juzgar como a respirar o a sentir, inmediatamente identifica de modo directo esta actividad judicativa con el “pensar mientras estamos despiertos, o el ver los cuerpos que nos rodean cuando dirigimos hacia ellos nuestra vista a plena luz del sol”.13 Al equipararlo con los sentimientos y las creencias, Hume otorga al término “juicio” un sentido peculiar, pues lo aleja de aquel significado habitual de opinión o aseveración voluntarias.14 De ese modo, interpreta erróneamente la epoché de los antiguos escépticos. Sexto Empírico, por su parte, nunca habría podido pensar que con la epoché se pretendiera paralizar la emisión incontrolable de asentimientos, sentimientos o creencias que se imponen a los hombres involuntaria y naturalmente. Analicemos ahora el concepto creencia a fin de establecer ciertas analogías entre el escepticismo de Sexto y el de Hume y dar un paso más hacia la justificación de la tesis referida al moderno pirronismo inconsciente que se intenta atribuir aquí a Hume. Ante todo, es preciso recordar que, después de afirmar que “no añade ninguna nueva idea”, Hume deja en claro que la creencia es sólo una forma de concebir las ideas y no “algo que resulta distinguible del sentimiento y que no depende de la voluntad como lo hacen todas nuestras ideas” (Hume, 1992a:135). Con ello, Hume nos da la inequívoca señal de que la creencia no implica la idea de un asentimiento muy diferente a la del asentimiento que da el pirrónico cuando toma como criterio de orientación al fenómeno, es decir, cuando cede sin vehemencia a lo que ocurre o aparece, pues en ninguno de los dos casos parece intervenir la voluntad para decidir o efectuar una afirmación o una negación. Tanto en la orientación fenoménica recomendada por Sexto como en la creencia humeana no se afirma, en efecto, algo como verdadero, sino que se da por supuesto en el sentido de ceder sin vehemencia, o en el sentido de creer naturalmente. Ambas actitudes, tanto la teórica como la práctica, consideran que es lícito dar “asentimiento”15 a aquello que se presenta al hombre de modo inevitable e independiente de su voluntad. A ello Sexto lo denomina “fenómeno”16 e incluye bajo ese término los objetos de los sentidos como los objetos del pensamiento, llegando a hablar, incluso, de las cosas que aparecen a la razón (lógos) o al pensamiento (diánoia), mientras que Hume lo llama de modo general “percepción”, definiendo a este concepto como “todo aquello que se presenta ante

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la mente” (Hume, 1992a:121). Tanto para Sexto como para Hume hay algo, independientemente del nombre que le demos (phainómenon, perceptions), que nos “induce” o nos “exige” el “asentimiento”,17 término fundamental que parece indicar un concepto común al escepticismo antiguo de Sexto y al escepticismo moderno de Hume. Ahora bien, es preciso advertir que el carácter mentalista del concepto perception no parece encontrarse en phainómenon. No obstante, para aproximar un poco más aún estas posiciones, enormemente distanciadas en el tiempo, tomaremos como eje de este análisis la opinión de Michael Frede, especialista contemporáneo que ha defendido la tesis según la cual el escéptico puede tener creencias sin transgredir por ello la epoché (Frede, 1997). En efecto, Frede se opone a la interpretación usual y tradicional sobre el escepticismo pirrónico que considera que el escéptico, al suspender el juicio, suspende cualquier tipo de creencia.18 Para Frede, por el contrario, el escéptico siempre cree algo y tal cosa es perfectamente compatible con su escepticismo; así lo afirmaría el propio Sexto.19 El gran descubrimiento del escéptico no sería, pues, el hecho de que sea perfectamente posible vivir sin creencias, sino la equipolencia o equivalencia de las distintas opiniones sobre algo, lo que conduce a la epoché (Frede, 1997:7–8). Otros estudiosos, en cambio, como Myles Burnyeat, al equiparar creencia con “la aceptación de algo como verdadero”, concluyen que el principal enemigo del escéptico pirrónico es la creencia. El sentido que le da Burnyeat al término “creencia” es semejante al de “juicio”, y como el escéptico se caracteriza justamente por la epoché, no podría tener creencias (Burnyeat, 1997:33–34, 37).20 Sin embargo, cuando Sexto Empírico dice que los escépticos sólo “asentimos a lo manifiesto”21 y “creemos simplemente” en ello, “en el sentido de asentir, sin vehemencia” (Sexto Empírico, 1993:130), a diferencia de los académicos que “creen con acusada convicción” las cosas que ellos llaman “probables”, está señalando de modo explícito que el escéptico cree y que hay cosas manifiestas que aparecen de modo independiente de nuestra voluntad, siendo posible pensar en un asentimiento involuntario. Esto permitiría establecer una clara diferencia entre dos clases de asentimientos: por un lado, la creencia involuntaria, y por el otro, el juicio o asentimiento voluntario, puesto que en el juicio parece intervenir indefectiblemente la voluntad del sujeto, sea tanto de manera positiva como negativa. En la Investigación sobre el conocimiento humano, Hume por su parte afirma que “la diferencia entre ficción y creencia reside en algún sentimiento o sensación que se añade a la última, no a la primera, y que no depende de la voluntad ni puede manipularse a placer”. E inmediatamente agrega respecto de este peculiar sentimiento llamado creencia: “Ha de ser suscitado por la naturaleza como todos los demás sentimientos”.22 Este modo de comprender

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el acto de creer (y, en palabras de Hume, también de juzgar) se corresponde con el sentido que los escépticos le daban al asentimiento involuntario. Ahora bien, sería de suma importancia saber si el pirrónico de Sexto, al tomar como criterio de orientación al fenómeno o como guía de salvación a la corriente de la naturaleza, cree realmente en ese fenómeno o en esa corriente natural y sería importante esclarecer además qué tipo de creencia es la que sostiene. Si fuese cierto que en las creencias de los escépticos no hay un verdadero juicio sino una mera disposición involuntaria a tomar algo como si fuera verdadero, Sexto y Hume podrían considerarse dos portavoces de una misma filosofía, independientemente de que a la palabra “juicio” le hayan otorgado sentidos diferentes. De acuerdo con el punto de vista de Frede, en la creencia entendida en un sentido amplio no está comprometida la voluntad de quien cree, sino que se trata de algo más bien pasivo, aunque no totalmente. Para este autor, la “creencia en sentido amplio” constituye un término intermedio entre las puras apariencias (presentaciones completamente involuntarias) y los dogmas o juicios (asentimientos completamente voluntarios), ya que este tipo de creencia consiste en afirmar lo que las cosas son según cierto punto de vista, el de cada persona en determinada circunstancia. La “creencia en sentido estrecho”, por otra parte, significa toda afirmación acerca de lo que las cosas realmente son. Este tipo de afirmación es precisamente el juicio o dogma. Fácilmente, podremos advertir que la creencia en sentido estrecho es la clase de creencia que rechaza el escéptico y desde la que enjuicia el dogmático. Así, el escéptico al asentir posee sólo una clase de creencia, la creencia en sentido amplio, pues afirma lo que las cosas son según su punto de vista, no lo que las cosas son realmente en sí mismas, algo que, en cambio, sí hace el dogmático. Por lo tanto, parece cierto que la creencia en sentido amplio es, por así decirlo, “escéptica”, pues bajo esta versión la creencia no es eliminada por el escéptico a través de la epoché. En consecuencia, es posible pensar que en la vida práctica, cuando el escéptico sigue la guía del fenómeno, no se limita simplemente a narrar lo que le parece, sino que afirma lo que las cosas son según su punto de vista. De este modo, Frede intenta mostrarnos que el escéptico tiene creencias; no es un mero cronista imparcial de lo que le ocurre pasivamente, sino que narra lo que desde su punto de vista cree que son las cosas. Un ejemplo ilustrativo de esta creencia escéptica (en sentido amplio), podría ser la siguiente afirmación: “creo que el vino es dulce, pero es posible que en realidad no lo sea”. Así, y sólo así, es posible vivir, cubriendo aquellas exigencias propias de la vida. Eso es lo que parece reconocer el propio Hume en una sugestiva y lúcida nota al pie de página que colocó en el año 1776 (año de su muerte) a la Parte XII de sus Diálogos sobre religión natural:

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Ningún filósofo dogmático niega que haya dificultades, tanto en relación a los sentidos como a toda ciencia, y que esas dificultades sean absolutamente insolubles dentro de un método lógico y regular. Ningún escéptico niega que estamos bajo la necesidad absoluta, no obstante esas dificultades, de pensar, de creer y de razonar con respecto a todas clases de asuntos, y hasta frecuentemente de asentir con confianza y seguridad. (Hume, 1993:121; 1979:154–155)23

En síntesis, sostenemos que las creencias en sentido amplio (las afirmaciones sobre lo que las cosas son según cierto punto de vista) pueden equipararse al asentimiento involuntario que Sexto atribuye al escéptico, ya que no opera en ellas ni directa ni indirectamente la voluntad de que esas proposiciones, que expresan la creencia en alguna cosa o representación, tengan un valor objetivo ni un alcance universal. En cambio, las creencias en sentido estricto (las afirmaciones acerca de lo que las cosas realmente son en sí), no pueden ser creencias pirrónicas, pues en ellas actúa directamente la voluntad del sujeto al pretender que su punto de vista se universalice en razón de que pretende reproducir la realidad tal como es en sí misma.

Conclusiones

Podemos concluir que, si bien el escepticismo antiguo de Sexto y el escepticismo moderno de Hume no son absolutamente equivalentes, sobre todo debido a la diversidad de situaciones histórico–culturales en la que cada uno se desarrolla, comparten algunas características fundamentales de fondo. En ambos autores, para empezar, el escepticismo se presenta como el mejor antídoto contra dos errores filosóficos: el dogmatismo, sea de la época que sea y tenga el nombre que tenga, y el academicismo, que pese a sus semejanzas aparentes con el pirronismo, esconde en realidad una actitud no muy diferente del dogmatismo, aunque sea en un sentido diametralmente opuesto (dogmatismo negativo). Aquí habría que aclarar que el hecho de que Hume califique a su filosofía como académica no la convierte directamente en tal, si los supuestos de base no llegan a darse. Ahora bien, es preciso reconocer también que, a diferencia de Hume, Sexto es mucho más explícito en su rechazo de la filosofía académica, pues de algún modo construye su propio escepticismo en oposición a aquella. En efecto, el autor de los Esbozos… distingue claramente desde el inicio su pirronismo no sólo de la filosofía dogmática sino también del academicismo (Sexto Empírico, 1993:51–52), señalando luego las diferencias específicas que alejan a la Nueva Academia de la orientación escéptico–pirrónica (Sexto Empírico:128–130). El caso de Hume es distinto: su escepticismo es construido en contraposición a un pirronismo tergiversa-

159

do. Pero, como hemos tratado de mostrar en este capítulo, si el escepticismo mitigado o filosofía académica que propone Hume pudiera ser comprendido correctamente de otro modo, esto es, como una nueva forma del pirronismo en la modernidad, la filosofía académica quedaría muy lejos de su propuesta filosófica. La esencia misma del pirronismo humeano no sería en absoluto compatible con la del academicismo, ya que en ningún momento Hume habría considerado legítimo pronunciarse de modo definitivo respecto de, por ejemplo, la existencia del mundo y de la posibilidad o imposibilidad del conocimiento humano. Podría decirse, por otra parte, que el carácter negativo y destructivo de la filosofía escéptica es considerado por ambos filósofos como un rasgo altamente noble, ya que pone al descubierto los callejones sin salida a los que nos conducen los prejuicios de los filósofos dogmáticos, filósofos muy convencidos de haber hallado la verdad única y definitiva. Finalmente, a pesar de que Hume piense que la suave cura de la naturaleza está salvando a la humanidad de las omnívoras dudas de los escépticos excesivos o totales, no por ello deja de ser un auténtico pirrónico. En efecto, si el sentido humeano del término “creencia” es semejante al de “asentimiento involuntario” de los antiguos escépticos, no habría en el ceder a las creencias que la naturaleza nos impone una transgresión de la epoché. Al hablar solamente de creencias, Hume quiere mostrarnos específicamente la ausencia de todo tipo de justificación y demostración racional respecto de lo que se cree; en tal sentido, la creencia sería para Hume un sentimiento tan injustificado como inevitable para todos los seres humanos a la hora de vivir.

160

Notas Por ejemplo, Noxon, 1973:12–13; Fogelin,

a una edición en dicho idioma y no solamente a

1985:2; Wright, 1983:4; Norton, 1982:8–9;

la traducción latina de Stephanus de 1562 (cfr.

Smith, 1995.

Annas, 2007:132–133). Richard Popkin, por su

1

Hace unas décadas, Olaso ya explicaba que hubo

parte, señala que Hume habría tenido acceso a las

“cierta tendencia a colocar bajo el rubro ‘escep-

traducciones fácilmente disponibles en latín, inglés

ticismo’ tanto a los filósofos académicos como a

y francés pero no duda que Hume haya usado el

los pirrónicos. Esto —agregaba— se ha visto muy

texto griego de la edición de 1718 de J. A. Fabri-

facilitado por la imprecisión con que los filósofos

cius y la traducción latina de los trabajos de Sexto

de los siglos XVII y XVIII se referían a ‘académicos’ y

(cfr. Popkin, 1993:137–139). En conclusión, estas

‘pirrónicos’”. Un ejemplo de semejante imprecisión

consideraciones bibliográficas de los expertos nos

se puede encontrar en un escrito inédito de Leibniz

llevan a pensar que Hume pudo leer directamente

contra Sexto Empírico, escrito que llevó a Olaso

los Esbozos Pirrónicos en su lengua originaria. Lo

a determinar con rigor los rasgos auténticos de la

que llama atención y nos deja en la perplejidad

doctrina pirrónica debido a los malentendidos en

es, por consiguiente, su incorrecta interpretación

que incurría Leibniz y que, por cierto, estaban ya

de la tradición escéptica y asimismo su marcado

“muy generalizados” (Olaso, 1975:27–28).

desprecio por los pirrónicos.

2

3

Hume menciona a estos dos filósofos como

4

Recordemos el pasaje de la Investigación sobre

ejemplos de escépticos. (Hume, 1975:155;

el conocimiento humano más arriba citado en que

1992c:182). En la Carta de un caballero a su ami-

Hume afirma la existencia de “un escepticismo

go en Edimburgo, por otra parte, Hume cita a Só-

más mitigado o filosofía académica”, resultado

crates y a Cicerón como los autores que llevaron la

del pirronismo o escepticismo excesivo, cuando

duda hasta el grado más elevado de escepticismo.

sus dudas indiscriminadas son, en alguna medida,

Asimismo, en la Primera Parte de la Sección XII

corregidas por el sentido común y la reflexión.

de la Investigación…, Hume menciona la versión

5

cartesiana de la duda, describiéndola como una

“Del delirio melancólico a la serenidad reflexiva”

de las formas extremas de escepticismo. Mediante

que “Hume no duda de que la conclusión pirrónica

estas declaraciones, Hume pondría al lector sobre

(…) de que no hay un fundamento estrictamente

la pista de cuáles fueron sus fuentes primarias en

racional que pueda aducirse para justificar nues-

la comprensión del escepticismo, otorgando cierta

tras prácticas teóricas y morales o nuestros juicios

fuerza a quienes ponen en duda que haya leído

estéticos (…) es una conclusión que desde luego

a Sexto Empírico. Por otro lado, sin embargo, no

podemos tener por cierta. (…) El pirronismo es

hay que olvidar que en la Investigación sobre los

la respuesta. El pirronismo es la teoría metafísica

principios de la moral Hume recuerda al menos dos

correcta” (Sanfélix Vidarte, 1994:61).

veces el Adversus Mathematicos (Libro VIII, III) y

6

que en la sección IV, en una nota sobre la utilidad

el testimonio de Aristocles, que Pirrón sólo consti-

de la castidad, Hume cita “Sept (sic) Emp. Lib 3

tuye “un momento terminal de una tradición que

cap 20”, lo que debe ser —según Annas— una

le antecede” (Calvo Martínez, 1992:195).

referencia a las Hipotiposis Pirrónicas. La cita está

7

Vicente Sanfélix Vidarte afirma en su artículo

Aunque Tomás Calvo Martínez afirma, apoyado en

Cfr. Terence Penelhum, 1983:120–121.

en griego, de modo que debió haber tenido acceso

161

Obsérvese que la opinión de Ezequiel de Olaso

parte, declara que “las únicas existencias de que

es opuesta a la nuestra. En efecto, según Olaso,

estamos ciertos son las percepciones, que, al

Hume habría sido un traidor al escepticismo

sernos inmediata y conscientemente manifiestas,

pirrónico al infringir la epoché diciendo que las

exigen nuestro más riguroso asentimiento y son

cualidades no se corresponden con las cosas

el fundamento primero de todas nuestras conclu-

(Olaso, 1981:26).

siones” (Hume, 1978:212; 1992b:306).

8

9

Cfr. Hume, 1975:153; 1992c:180.

10

Entiéndase “correctamente” como “fiel a los

ejercicios escépticos”.

18

Dentro de esta interpretación tradicional o habi-

tual del escepticismo quedaría incluido el mismo Ezequiel de Olaso al afirmar que “el pirrónico no

11

Cfr. Hume, 1978:268; 1992b:377.

afirma ni niega, ni siquiera probabilísticamente”

12

Luego Sexto reitera la misma definición de

(Cfr., Cabanchik, 1993:63). Sin embargo, la cita

dogma: “llama dogma al asentimiento a una cosa

de Olaso en la que se basa para incluirlo dentro

no evidente”.

de la interpretación habitual corresponde a Escep-

13

Cfr. Hume, 1978:183; 1992b:271.

ticismo e ilustración. La crisis pirrónica de Hume a

14

Según Olaso, tal asimilación del “juicio” y la

Rousseau (1981); dicha posición será modificada

“creencia” pudo haberla extraído Hume de la

posteriormente por Olaso, según nos informa

lectura del Traité del obispo Pierre–Daniel Huet

Cabanchik, acercándose en algunos aspectos a

(Olaso, 1981:37).

la posición de Frede.

Hume utilizará en ocasiones términos tales como

19

Cfr. Frede, 1997:2.

“juicio” y “opinión”, e incluso otras expresiones

20

En la misma línea, Jonathan Barnes sostuvo que

similares, dándoles sentidos distintos a los de

el pirrónico no cree, sino que sólo expresa o confie-

Sexto Empírico.

sa sus estados mentales (Barnes, 1997:58–91).

15

Etimológicamente, “fenómeno” proviene del

21

Cfr. Sexto Empírico, 1993:56 y 58.

verbo phaíno que significa, entre otras varias

22

Cfr. Hume, 1975:48; 1992c:71.

acepciones, hacer ver, manifestar, mostrarse,

23

James Noxon se ocupa del problema de inter-

aparecer, ser claro, aparentar ser. Por lo dicho, tá

pretar cuál de los personaje de los Diálogos es

phainómena podría traducirse como lo manifiesto,

el vocero de Hume y sostiene que la única vez

lo que aparece, lo que se muestra.

que Hume habla por si mismo es en esta nota

16

Véase Sexto Empírico, 1993:59; allí Sexto dice

al pie de página que aparece en la Parte XII, “el

que “nosotros no echamos abajo las cosas que,

único lugar disponible —según palabras de este

según una imagen sensible y sin mediar nuestra

estudioso— en una composición semejante para

voluntad, nos inducen al asentimiento (...). Y eso

hacer escuchar su propia voz” (Véase Noxon,

precisamente son los fenómenos”. Hume, por su

1968:379).

17

162

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Índice 5

Introducción Fernando Bahr

Primera Parte Reconocimiento explícito 13

1. El último Sócrates de Montaigne Manuel Tizziani

31

2. La fuerza del placer. Pierre Bayle y el epicureísmo Fernando Bahr

51

3. El epicureísmo en el sistema ecléctico de Diderot Esteban Ponce

Segunda parte Integración a la verdad 71

4. Marin Mersenne, Henri Estienne y el redescubrimiento de las Hipotiposis Pirrónicas de Sexto Empírico Brenda Basílico

165

87

5. Interés por el escepticismo y sistematización de la filosofía en Hegel Ricardo Cattaneo

Tercera parte La influencia oculta

166

113

6. Algunos aspectos problemáticos del cogito cartesiano a la luz del pensamiento clásico Gerardo Medina

133

7. Lluvia de átomos: o sobre el clinamen en las físicas atomista y aristotélica Manuel Berrón

145

8. El pirronismo moderno de David Hume Lisandro Aguirre

167

Se diagramó y compuso en y se terminó de imprimir en....., abril de 2012.

168

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