Tópicos introductorios en torno al tema de la libertad humana en el pensamiento cristiano en general

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Descripción

TÓPICOS INTRODUCTORIOS EN TORNO AL TEMA DE LA LIBERTAD HUMANA EN EL
PENSAMIENTO CRISTIANO EN GENERAL
Gilberto Rojas Álvarez

INTRODUCCION


El ser humano es un ser complejo. Son muchas las determinaciones
físicas, psicológicas, culturales, sociales, espirituales que lo
constituyen en lo que es su naturaleza propia. Y cada una de esas
determinaciones aporta un conocimiento que, si bien es parcial, está en
relación con las demás, de manera que cada una de ellas es una viva
manifestación de dicha complejidad.


La teología busca acercarse al estudio del ser humano, para que éste
conozca su origen, su presente y su fin desde la perspectiva de Dios,
encajado en el majestuoso proyecto de su obra salvadora. Y, a la luz de
esta perspectiva, los ya complejos elementos constitutivos de la persona
humana toman mayor profundidad y consistencia, y adquieren un sentido que
rebasa a su naturalidad.


Son muchas todavía mis dudas en este campo con respecto al ser humano.
Sabemos lo limitados de tiempo que están nuestros cursos ordinarios, y la
materia de antropología teológica, aun y estando dividida en cuatro
materias diferentes vistas a lo largo de dos años, deja muchas lagunas en
nuestro saber sobre el ser humano, tan vasto y complejo.


Uno de los temas en que me interesaba profundizar en lo personal es el
que presento a continuación. La libertad del hombre, del ser humano, mi
libertad. Una realidad que, si bien puede ser considerada en sí misma,
particularmente, yo he querido abordarla muy someramente de manera análoga
a como la experimento vivencial y cotidianamente: en constante interacción
con la gracia y con el pecado, presentes en la realidad del ser humano, en
mi realidad.


No espero hacer una exposición exhaustiva del tema, sino solamente
descubrir, en el testimonio de la Escritura, la Tradición y el Magisterio,
aunado a la reflexión teológica actual, los elementos que me ayuden a
clarificar los límites de la libertad humana, su concreto marco
operacional, siempre en el ámbito de interacción de las realidades gracia-
pecado.

I. LA LIBERTAD DEL HOMBRE EN LA SAGRADA ESCRITURA

La Sagrada Escritura no conoce diversas especies de libertad. Por ello,
los LXX suelen traducir al griego eleuteria los términos hafeshi, que se
utiliza exclusivamente en textos que tratan de la liberación de esclavos, y
hor, noble, libre de nacimiento.


En el Antiguo Testamento, la libertad es conocida solamente en el
sentido económico y social. En Ex 21,2 se habla del hafeshi en conexión con
el programa humanitario-social del Deuteronomio, es decir, como un elemento
importante para el cumplimiento de las promesas en el marco de la
realización de una justicia idéntica para todos. Solamente se considera la
libertad exterior, y no la interior, la cual será desarrollada por la
filosofía helenista.


En el Nuevo Testamento, la tradición sinóptica utiliza el término
eleuteros en un contexto de filiación: los hijos son libres en
contraposición a los esclavos (cfr. Mt 17, 24-27). Permanece el marco
social. En San Juan se explica más todavía y se hace una profundización:
solamente el Hijo da la verdadera libertad, la del pecado; los judíos
tienen una libertad terrena, por ser hijos de Abraham, pero son siervos del
pecado y, por tanto, su libertad es pasajera. La perenne libertad se da en
el Hijo, y significa vida eterna y liberación del pecado. Se ha trascendido
el ámbito meramente social. San Pablo, por su parte, señala tres temas en
torno a la libertad:
Gracias al bautismo, se produce una eliminación soteriológica de las
fronteras entre libres y esclavos. Se da, como en San Juan, una
trascendencia de la libertad meramente social (cfr. Gal 3,26-29; 1
Cor 12,13; Col 3,11; Ef 6,8)
Por la posesión del Espíritu, los cristianos han alcanzado la
libertad del pecado, de la muerte y de la necesidad de utilizar la
Ley como camino de salvación (cfr. Gal 4,21-31; 2 Cor 3; Rom 8,21).
A diferencia de Jn, el concepto de libertad se usa para designar el
paso de una situación de esclavitud a otra: estar bajo la Ley de
Cristo (Rom 8,2; cfr. 6,18-22).


Otro término usado, además de eleuteria, es el de parresía, pero no en
contraposición a la esclavitud, sino como el don de la relación abierta con
un tú personal. La confianza entre amigos, franqueza (Job 27,9s; 2 Cor
3,12; Flp 1,19; 1 Tim 3,13).[1]


Por otra parte, en la Sagrada Escritura, el concepto de la libertad de
elección del hombre, si bien no se niega explícitamente, si hay
afirmaciones que hacen parecer, a primera vista, que tal libertad no existe
o es, al menos, restringida por ciertas situaciones. Un ejemplo muy claro
es cuando los autores hablan de la soberanía de la voluntad de Dios. Un
ejemplo de ello lo encontramos en Is 6,9ss:


Dijo (el Señor): «Ve y di a ese pueblo: 'Escuchad bien, pero no
entendáis, ved bien, pero no comprendáis'. Engorda el corazón de
ese pueblo, hazle duro de oídos, y pégale los ojos, no sea que vea
con sus ojos, y oiga con sus oídos, y entienda con su corazón, y se
convierta y se le cure.»


En este pasaje, parecería que el hombre, a pesar de lo que quiera hacer,
está sujeto a lo que Dios disponga, sea en su favor, o no (como en este
caso). Sin embargo, es necesario considerar también que el pensamiento
semítico tiende a atribuir a Dios, la causa primera, también las causas
segundas de manera directa, sin querer negarlas de hecho. El anterior
ejemplo, visto de esta manera, supone entonces la libertad del hombre para
obrar, atribuyéndosele a Dios la dureza de su corazón.


Otra objeción que podríamos encontrar en la Sagrada Escritura acerca de
la libertad del hombre es derivada de nuestra común idea de que la voluntad
de Dios es igual para todos, y, por ello, cuando San Pablo afirma «la
libertad de la elección divina» (Rom 9,11) y la predestinación (Rom 8,29s),
no quiere decir que con ello la libertad humana es nula, sino que Dios,
independientemente de cualquier mérito o acción previa del hombre, ha
dispuesto su gracia para que el hombre pueda alcanzar su fin sobrenatural.
De ello daremos explicación más detallada posteriormente.


Estos dos ejemplos solamente quieren resaltar el hecho de que, en
ocasiones, y contra toda la tradición bíblica, hay pasajes que parecen
negar la libertad del hombre. Por el contrario, la Escritura constantemente
lo afirma, sobre todo en los aspectos de la responsabilidad del hombre ante
Dios, ante su Ley. Desde el relato del primer pecado (Gn 2,3; cfr. 4,7), la
Escritura lo subraya. Podemos destacar este pasaje del Eclesiástico
(15,11.15), contra el fatalista:


«No digas: 'Por el Señor me he apartado', que lo que él detesta, no
lo hace. Si tú quieres, guardarás los mandamientos, para permanecer
fiel a su beneplácito.»


San Pablo, por su parte, y apoyando lo anterior, protesta contra el
pecador que trata de injusto a Dios (Rom 3,7-8):


«Si con mi mentira sale ganando la verdad de Dios para gloria suya,
¿por qué razón soy yo todavía juzgado como pecador? Y ¿por qué no
hacer el mal para que venga el bien, como algunos calumniosamente
nos acusan que decimos? Esos tales tienen merecida su condenación.»


Los autores sagrados no hicieron desaparecer la aparente oposición entre
la soberanía divina y la libertad humana, pero explican la necesidad tanto
de la gracia divina como de la obediencia libre del hombre para la
salvación.[2]


San Pablo, en Rom 1-3 describe la tiranía universal que el pecado
ejercía con rigor sobre los hombres. Rom 7,17.19-20 corrobora esto de una
manera muy plástica:


«En realidad, ya no soy yo quien obra, sino el pecado que habita en
mí… puesto que no hago el bien que quiero, sino que obro el mal que
no quiero. Y, si hago lo que no quiero, no soy yo quien lo obra,
sino el pecado que habita en mí.»


Dada la contraposición tan contrastante que se expone entre la situación
del hombre anterior a Cristo, a su gracia, y la nueva situación del que ha
sido justificado por Él, se puede llegar a pensar que tal yugo del pecado
podría resultar en una verdadera pérdida de la libertad del hombre. Solo
señalaremos que la razón de tal contraste es, sin duda alguna, el poner de
relieve la sobreabundancia de la gracia, su capital importancia y necesidad
para el ser humano.[3]


I. LA LIBERTAD DEL HOMBRE EN LOS SANTOS PADRES

La cuestión del libre albedrío como la única causa eficiente del
comportamiento moralmente negativo del hombre es abordada por los Santos
Padres, aunque de manera más intensa y desarrollada por los escritores
eclesiásticos griegos.


Clemente de Alejandría afirma que el comienzo del pecado se encuentra en
la opción y en el deseo[4]. Orígenes, por su parte, explica el comienzo del
movimiento de la historia por la desobediencia libre de los seres
racionales que, con ello, originaron la variedad de ángeles, hombres y
demonios[5].


Algo que motivó la reflexión y profundización en torno a este tema fue
el surgimiento de las diversas sectas gnósticas, que profesaban la creencia
en la predestinación de algunos hombres para la salvación (pneumáticos) o
para la condenación (ílicos), existiendo junto a otros que se les pedía la
decisión de su voluntad libre para su salvación (psíquicos). Serán los
maniqueos quienes, durante el siglo III, heredarán esta teología
predestinacionista, a la cual combatirá Agustín de Hipona. Otras sectas
surgidas durante los siglos IV-VI hablarán de una connaturalidad del mal a
la naturaleza física, como los mesalianos.


Respecto a lo anterior, numerosos escritores eclesiásticos de los siglos
IV-V señalarán con vigor que solamente los pecados cometidos libremente
merecen el castigo o la condenación eterna, y que la única responsable del
mal es la voluntad libre del individuo a partir de la edad de la razón
(Dídimo de Alejandría[6], Ambrosio[7]). Teodoro de Mopsustia consagra al
tema una obra entera: Contra los que sostienen que el hombre peca por
naturaleza y no por su voluntad libre. Agustín dedica un tratado a la
defensa del libre albedrío, donde define el pecado como la voluntad de
retener o de obtener lo que prohibe la justicia y de lo que uno es libre de
abstenerse[8].


II. LA LIBERTAD EN EL MAGISTERIO DE LA IGLESIA


La enseñanza de la Iglesia en su Magisterio afirma de manera constante
la libertad que tiene el hombre para obrar, sin que la gracia o el pecado
le quiten tal libertad.


Una primera afirmación de lo anterior la encontramos en el canon 5 del
XVI Concilio de Cartago, año 418, que van directamente a condenar diversas
tesis pelagianas. El Papa Zósimo (417-418), condena la afirmación de que
"la gracia de la justificación se nos da a fin de que más fácilmente
podamos cumplir por la gracia lo que se nos manda hacer por el libre
albedrío, como si, aun sin dársenos la gracia, pudiéramos, no ciertamente
con facilidad, pero pudiéramos al menos cumplir los divinos mandamientos"
(Dz 105). El Papa Celestino I (422-432), escribiendo a los obispos de las
galias sobre la autoridad de San Agustín, afirma que, del pecado de Adán,
"nadie hubiera podido levantarse, por medio del libre albedrío, del abismo
de aquella ruina, si no le hubiera levantado la gracia de Dios
misericordioso" (Dz 130). Pero, si la existencia de este libre albedrío
está testimoniada, no está claramente definida, pues en algunas
afirmaciones el hombre parece "no ser libre" para hacer el bien, al estar
en dependencia de Dios. El mismo Papa Celestino I afirma: "Dios obra de tal
modo sobre el libre albedrío en los corazones de los hombres que, el santo
pensamiento, el buen consejo y todo movimiento de buena voluntad proviene
de Dios, pues por Él podemos algún bien, sin el cual no podemos nada" (Dz
135).


El Concilio de Arlés (475) señala como error la afirmación de que el
hombre, ahora en relación al pecado, en su condición de hombre caído, ha
perdido el libre albedrío: "condeno aquella sentencia que dice que… después
de la caída del primer hombre, quedó totalmente extinguido el albedrío de
la voluntad… ; desde Adán hasta Cristo… perdieron [los gentiles] el libre
albedrío" (Dz 160ª). El II Concilio de Orange (529) condena el otro
extremo, el de aquellos que pretenden afirmar el libre albedrío, pero que
ha quedado intacto no obstante el pecado: "Si alguno porfía que pueden
venir a la gracia del bautismo unos por misericordia, otros en cambio por
el libre albedrío que consta estar viciado en todos los que han nacido de
la prevaricación del primer hombre, se muestra ajeno a la recta fe" (Dz
181). Estas dos afirmaciones que condenan dos proposiciones diametralmente
opuestas (una, que afirma que el pecado extingue el libre albedrío, la
otra, que no lo toca en absoluto), reflejan que, si bien desde esta época
ya se afirma su existencia, todavía existe dificultad para determinar con
exactitud su alcance en el hombre, tanto en su relación con el pecado, como
con la gracia recibida. Más tarde, el Concilio de Quiersy (853) afirmará:
"La libertad del albedrío, la perdimos en el primer hombre, y la
recuperamos por Cristo Señor nuestro" (Dz 318). La incertidumbre persiste.


De entre los errores de Martín Lutero condenados por la bula Exsurge
Domine (1520), en torno al libre albedrío, se menciona el que dice: "El
libre albedrío después del pecado es cosa de mero nombre; y mientras hace
lo que está de su parte, peca mortalmente" (Dz 776). El Concilio de Trento,
en el Decreto sobre la justificación, declara que, aun y cuando judíos y
gentiles no podían levantarse de la esclavitud del pecado ni por la fuerza
de la Ley ni por la naturaleza, respectivamente, no puede considerarse "de
ningún modo… extinguido el libre albedrío, aunque sí atenuado en sus
fuerzas e inclinado" (Dz 793). Además, señala la necesidad de que los
adultos asientan y cooperen libremente a su propia justificación, y que,
además, pueden rechazarla (cfr. Dz 797). La libertad del hombre, pues, es
afirmada.


Posteriormente, el magisterio eclesiástico condenará la proposición de
Miguel du Bay: "Sólo por error pelagiano puede admitirse algún uso bueno
del libre albedrío, o sea, no malo, y el que así siente y enseña hace
injuria a la gracia de Cristo" (Dz 1065) en la bula Ex omnibus
afflictionibus (1567), error que supone la incapacidad del hombre para
realizar el bien libremente y él mismo. El Decreto del Santo Oficio del 7
de diciembre de 1690, contra Jansenio, señala como error el afirmar que
"forzoso es que el infiel peque en toda obra" (Dz 1298), dejando al libre
albedrío en la nulidad, puesto que, además de afirmar su inexistencia en
aquel todavía sujeto al pecado original y, por lo cual, incapaz de hacer el
bien, sin tener elección para ello, podría suponer que el hombre
justificado no obra el bien él mismo, en y por su libertad, sino por su
justificación, ya que depende de ésta en tal medida para hacer el bien que
no puede atribuírsele a la persona en sí que, de no ser por la
justificación, no tendría más elección que seguir cometiendo el mal.
Siguiendo a Jansenio, Quesnel afirmará "El pecador, sin la gracia del
Libertador, sólo es libre para el mal" (Dz 1388), por lo cual será
condenado por Clemente XI en la bula Unigenitus (1713).


Más recientemente, algunas declaraciones del Magisterio insisten en que
el hombre es libre y responsable de los actos que comete; ciertamente hay
situaciones que pueden limitar esta libertad, pero no queda del todo
aniquilada.


"El hombre… puede alabar libremente a su Creador"[9]


"El hombre no puede entregarse al bien si no dispone de su
libertad… La auténtica libertad es una espléndida señal de la
divina imagen del hombre, ya que Dios quiso «dejar al hombre en
manos de su propia decisión», de modo que espontáneamente sepa
buscar a su Creador y llegar libremente a la plena y feliz
perfección, por la adhesión a Él. Por consiguiente, la dignidad del
hombre requiere que obre según una libre y consciente elección,
movido e inducido personalmente, desde dentro, no bajo un impulso
ciego o una mera coacción externa… La libertad del hombre, que ha
quedado herida por el pecado, no puede hacer plenamente activa esta
ordenación a Dios sino con la ayuda de la gracia divina".[10]


"El pecado, en sentido verdadero y propio, es siempre un acto de la
persona, porque es un acto libre de la persona individual, y no
precisamente de un grupo o una comunidad. Este hombre puede estar
condicionado, apremiado, empujado por no pocos ni leves factores
externos; así como puede estar sujeto también a tendencias, taras y
costumbres unidas a su condición personal. En no pocos casos dichos
factores externos e internos pueden atenuar, en mayor o menor
grado, su libertad y, por lo tanto, su responsabilidad y
culpabilidad. Pero es una verdad de fe, confirmada también por
nuestra experiencia y razón, que la persona humana es libre. No se
puede ignorar esta verdad con el fin de descargar en realidades
externas -las estructuras, los sistemas, los demás- el pecado de
los individuos. Después de todo, esto supondría eliminar la
dignidad y la libertad de la persona, que se revelan -aunque sea de
modo tan negativo y desastroso- también en esta responsabilidad por
el pecado cometido. Y así, en cada hombre no existe nada tan
personal e intransferible como el mérito de la virtud o la
responsabilidad de la culpa."[11]


Y no solamente eso, sino que el Magisterio también ha hablado más en
específico acerca de lo que es la libertad humana, de la importancia de su
dilucidación para el hombre actual:


"La libertad no es la libertad de hacer cualquier cosa, sino que es
libertad para el Bien, en el cual solamente reside la Felicidad. De
este modo el Bien es su objetivo. Por consiguiente el hombre se
hace libre cuando llega al conocimiento de lo verdadero, y esto
-prescindiendo de otras fuerzas- guía su voluntad. La liberación en
vistas de un conocimiento de la verdad, que es la única que dirige
la voluntad, es condición necesaria para una libertad digna de este
nombre."[12]


"El hombre, por su acción libre, debe tender hacia el Bien supremo
a través de los bienes que están en conformidad con las exigencias
de su naturaleza y de su vocación divina. El, ejerciendo su
libertad, decide sobre sí mismo y se forma a sí mismo En este
sentido, el hombre es causa de sí mismo. Pero lo es como creatura e
imagen de Dios. Esta es la verdad de su ser que manifiesta por
contraste lo que tienen de profundamente erróneas las teorías que
pretenden exaltar la libertad del hombre o su «praxis histórica»,
haciendo de ellas el principio absoluto de su ser y de su devenir.
Estas teorías son expresión del ateísmo o tienden, por propia
lógica, hacía él. El indiferentismo y el agnosticismo deliberado
van en el mismo sentido. La imagen de Dios en el hombre constituye
el fundamento de la libertad y dignidad de la persona humana."[13]


Podemos, pues, concluir que la enseñanza oficial de la Iglesia afirma de
manera contundente la libertad del hombre, y, además de que denuncia las
malas concepciones que de ella se tienen, da las pautas para poder
entenderla adecuadamente, en el marco del plan salvador de Dios.


III. LA REFLEXIÓN TEOLÓGICA EN TORNO AL PROBLEMA DE LA LIBERTAD DEL HOMBRE.


Tomando como base lo anterior, los teólogos se han dado a la tarea de
determinar con más exactitud los alcances y características esenciales de
la libertad humana.


A pesar de que es clara la afirmación de la realidad de la libertad del
hombre, todavía en nuestros tiempos se dan afirmaciones en torno al pecado
y a la gracia que, si no abiertamente, si dejan duda de su existencia.


La crisis de pecado que se vive en nuestra época incluye un factor
interesante en torno a la libertad del hombre: la mistificación del pecado.
Desde un punto de partida cierto e innegable, la misericordia de Dios en
Cristo, se va creando la convicción de que hay qué creer que "la única
manera de ser cristianos es la de saber que uno es pecador y la de
reconocerlo, dando así ocasión al amor de Dios para que se afirme
plenamente. No importa ya tanto evitar el pecado; lo que importa es tener
confianza en la gracia de Dios que nos libera"[14]. La liberación del
fariseísmo se da por "la experiencia del pecado, que nos arranca de
nuestras falsas certezas… revelándonos al mismo tiempo nuestra situación
real delante de Dios"[15]. ¿En qué acaba todo esto? "Así se explica el
pecado como una necesidad intrínseca de la existencia humana, sin la cual
no puede existir la gracia redentora de Cristo"[16].


En el otro extremo, la relación del hombre con la gracia divina
representa un problema para la libertad del hombre. "La cuestión surge de
la dificultad de salvar simultáneamente dos datos reales: a) el hombre es
realmente libre al poner un acto salvífico, pudiendo por tanto rehusar la
gracia ofrecida para tal acto; b) y, sin embargo, para ese acto salvífico
necesita absolutamente la interna gracia divina. Pero esta gracia no logra
solamente su efecto por el consentimiento del hombre, sino que de antemano
tiene en sí la virtud de producir de hecho tal consentimiento. Dios podría
denegar esta gracia eficaz, sin que por ello el hombre quedara excusado
cuando peca, puesto que también entonces es capaz de poner el acto
saludable (mediante la gracia «suficiente»)"[17].


¿Qué podemos decir, pues, ante estas dos situaciones?


a. En cuanto a la libertad y su relación con el pecado.


La inclinación al mal, unida a nuestra impotencia para hacer el bien,
como ya testimoniaba San Pablo (cfr. Rom 7,19s), son, en nuestra
experiencia personal, la base por la que muchos conciben, en el plano
práctico, la imposibilidad fáctica de la impecabilidad. Y, como su
consecuencia lógica, el hombre no podría definirse como un ser libre ante
el pecado, considerado en su generalidad. E, incluso, el mismo pecado
engendra otros pecados, ya que, recordando la declaración de que "Dios
entrega al pecador a su propia obstinación" y "de esta manera el pecado se
castiga a sí mismo engendrando más pecados"[18], esta libertad queda
sumamente relativizada, por lo que su existencia en cuanto tal queda
cuestionada. La realidad misma de la concupiscencia, que "en el sentido
peyorativo está presentada como la tendencia hacia el pecado en el hombre o
la humanidad tal como éstos se hallan bajo el pecado; es decir, en la carne
o en el mundo"[19], en la experiencia se presenta como una gran limitante
de la libertad de elección del ser humano. Y, entonces, ¿no se piensa que
una libertad limitada suena a contradicción?


Varios son los argumentos que se presentan a favor de la existencia de
la libertad. Uno muy simple, pero significativo, es el hecho de que, si el
hombre no fuera libre, tampoco podría ser responsable de lo que realiza,
"ya no sería capaz de asumir una decisión personal" frente al pecado y,
por tanto, "el pecador no sería ya un ser humano, sino infrahumano, a quien
no afecta más la oposición entre su pecado y su ser humano"[20]. Es, pues,
en la libertad donde se revela la dignidad profunda del ser humano, pero
también la realidad misteriosa del mal y su origen.


"El libre albedrío del hombre es la respuesta a la pregunta sobre
el origen del mal. La libertad es el don más grande que Dios ha
hecho al hombre, pero también el más peligroso. Efectivamente, en
virtud de su libertad el hombre participa del misterio de Dios que
es perfectamente dueño de sus propios actos; pero al mismo tiempo,
debido al estado de imperfección en que vive aquí abajo, tiene la
posibilidad trágica de autodestruirse, fallando en la realización
de su propio destino. Su capacidad de discernir y su querer son en
esta vida parciales; su libertad es imperfecta y comprende la
posibilidad del pecado. Por otra parte si fallaran esos límites,
quedaría también eliminado el riesgo, que es lo que constituye la
grandeza del hombre"[21].


Es importante considerar que también, como parte importante del
problema, está la concepción de libertad que tenemos.


"La respuesta espontánea a la pregunta «¿qué es ser libre?» es la
siguiente: es libre quien puede hacer únicamente lo que quiere sin
ser impedido por ninguna coacción exterior, y que goza por tanto de
una plena independencia. Lo contrario de la libertad sería así la
dependencia de nuestra voluntad ante una voluntad ajena. Pero, el
hombre ¿Sabe siempre lo que quiere? ¿Puede todo lo que quiere?
Limitarse al propio yo y prescindir de la voluntad de otro, ¿es
conforme a la naturaleza del hombre? A menudo la voluntad del
momento no es la voluntad real. Y en el mismo hombre pueden existir
decisiones contradictorias. Pero el hombre se topa sobre todo con
los límites de su propia naturaleza: quiere más de lo que puede.
Así el obstáculo que se opone a su voluntad no siempre viene de
fuera, sino de los límites de su ser. Por esto, so pena de
destruirse, el hombre debe aprender a que la voluntad concuerde con
su naturaleza."[22]


Así, pues, lo más correcto al tratar de definir nuestra libertad no es
hacerlo desde nuestra perspectiva, sino desde la del Creador, la cual va en
consonancia con nuestra naturaleza, con su manera de determinar nuestro ser
particular.


El lenguaje que utilizamos para hablar de la libertad es análogo, ya que
se aplica a distintas realidades con similitudes, pero también con grandes
divergencias. Hablar de la libertad del hombre y de la libertad de Dios
comporta que el uso del mismo término señala algo que tienen en común: la
autodeterminación de la voluntad. Pero decir que Dios es libre no es lo
mismo que decir que el hombre es libre. Ambos lo son, pero no de la misma
manera. Dios es el único ser que no tiene ninguna determinación de ningún
tipo, ni interna ni externa. Solamente a Él nos podemos referir como el
absolutamente libre. El ser humano, por el contrario, ya desde su mismo
origen está determinado: su ser humano, su naturaleza misma, es algo que no
está sometido a su voluntad. Tampoco lo están el momento de su comienzo en
la existencia, ni el de su fin (la aniquilación solamente puede ser "obra"
de Dios); el mismo marco histórico en el que se desenvuelve, las
situaciones que va enfrentando en la vida, y muchas otras cosas que no
dependen de su voluntad. Pero es realmente libre en la medida en que puede
elegir aquello que está en armonía con su naturaleza, en vistas a su
realización de acuerdo a lo que es: ser humano, creatura. Y esto incluye el
hecho de que esa libertad es participación de la libertad divina, y que
además está determinada por la naturaleza social del ser humano, ya que
"lejos de perfeccionarse en una total autarquía del yo y en la ausencia de
relaciones, la libertad existe verdaderamente sólo cuando los lazos
recíprocos, regulados por la verdad y la justicia, unen a las
personas."[23]


El mismo pecado, en cuanto posibilidad de elección del hombre, no
significa mayor grado de libertad, sino un defecto de la misma. Visto ya el
carácter esclavizador del pecado, que pide todo y no ofrece nada, el hecho
de que pueda ser elegido por la voluntad del hombre manifiesta la
imperfección y limitación de la libertad humana, ya que, al optar por el
mal por sí mismo, el hombre entrega su libertad al pecado y se hace esclavo
de él. La libertad es para, no de; y, puesto que lo que fue dado al hombre
como instrumento de su realización ya no es para ello, en realidad ya no lo
posee.


Por lo tanto, a pesar de la presencia del pecado en la vida del hombre,
es patente que su capacidad de autorrealización no queda extinguida, sino
que podemos constatar que, en la medida en que es impulsado por la gracia,
el hombre puede buscar la plenificación de su ser propio poniendo en ello
toda su libre voluntad. Y a esto, las "limitaciones" que rodean a esta
libertad no afectan de manera determinante a la realización del fin para el
que nos fue dada por Dios.


b. En cuanto a la libertad y el ámbito de la gracia


Ya en un párrafo anterior expuse la problemática en torno al cómo Dios
puede constituir la libertad natural en medio de su dependencia radical, y
cómo él da su acción salvífica en cuanto libre. Es ésta todavía una
cuestión en discusión entre los teólogos, ante la cual no ha podido darse
una solución satisfactoria.


Las soluciones clásicas al problema son varias. Báñez propone la
«premoción física», diferente de Dios y de su influjo causal en el acto de
la criatura, y de la potencia y del acto de la criatura, que determina
infaliblemente tal acto en su esencia y en su realidad objetiva; pero, a
fin de cuentas, ésta destruye la libertad de elección del ser humano[24].
El molinismo propone el camino de la ciencia media de Dios que conoce el
«futurible libre» de la criatura: sabe qué haría o hará libremente la
criatura en cada situación que él hiciera o hará surgir; pero con ello no
soluciona el problema, porque no se determina bien el origen de ese
«futurible», no queda debidamente fundamentado en Dios.[25] Otras solución
propone la gracia como impulso psicológico de una intensidad tal que, sin
suprimir la libertad, domina indefectiblemente la concupiscencia
(agustinismo, s. XVII-XVIII); otros más proponen un cierto sincretismo
entre varias opiniones, pero ninguno de ellos es satisfactorio.[26]


El único argumento para tratar de superar el problema, será el que "no
cabe poner en duda dos hechos seguros porque no podamos, o bien explicar el
uno del otro, o bien deducirlos de un tercero, o bien mostrar un tercer
cómo y por qué de su coexistencia."[27] Es decir, lo inexplicable aquí
sería cómo conciliar la procedencia total de Dios y la realidad autónoma
del hombre, pero, en lo individual, ambas realidades son indudablemente
ciertas.




CONCLUSION


Hemos visto cómo la afirmación de la libertad del hombre ha sido una
constante a lo largo de la exposición de la fe cristiana.


Cierto es que ha habido también a lo largo de la historia personajes y
corrientes de pensamiento que la han negado o han deformado su imagen. Pero
podemos reconocer en estas opiniones un origen un tanto subjetivo, donde la
experiencia personal en la lucha contra el pecado en ocasiones puede
parecernos perdida –se dice que fue el caso de Lutero– y, desde este punto
de vista, ver incluso en cierta afirmaciones de la Escritura o de la
Tradición una rotunda, pero no explícita, negación al menos fáctica de la
libertad del hombre.


Pero el mismo Magisterio, que va discerniendo lo verdaderamente revelado
por Dios al hombre, declara la real existencia de la libertad humana. Lo
que en la Escritura no aparece con toda claridad, por nuestra comprensión
limitada de ella, la enseñanza oficial de la Iglesia, siendo ésta guiada
por el Espíritu Santo hasta la verdad plena, nos lo presenta como una
verdad de fe[28]. Los distintos testimonios de los Santos Padres, aunque
con algunas diferencias entre sí, coinciden mayoritariamente en la libertad
del hombre y en su responsabilidad ante el pecado cometido; sin embargo, el
tema empieza a discutirse con más fuerza y, por ello, se dan distintas
opiniones, desde la predestinación de algunos hasta la connaturalidad del
mal a todos los hombres por su naturaleza física. Para defender la verdad
de la fe, ya desde los primeros siglos (más precisamente, desde el s. V),
los Papas se pronunciarán a favor de la real existencia de la libertad del
hombre. Ciertamente al principio se trata de testimonios muy generales,
pero poco a poco se va concretizando en torno a la naturaleza y alcances de
la libertad humana, de modo que, en nuestros días, recientes declaraciones
magisteriales nos dan una visión más clara y precisa de la libertad humana.


Todavía en nuestros días, sin entrar en contradicción con la enseñanza
de la Iglesia, los teólogos buscan aclarar un poco más ciertas cuestiones
en torno a la libertad del hombre, sobre todo ya considerada en un marco
más amplio, como lo es la procedencia total de Dios. Además, las distintas
concepciones acerca de la libertad en nuestro mundo cotidiano, la
dificultad misma del lenguaje analógico que es usado para hablar de la
libertad, y la experiencia de un mundo que, a pesar de la redención obrada
por Cristo hace ya dos milenios, sigue impregnado en muchas de sus
estructuras por el pecado y en ellas se vuelve casi intocable,
inexpugnable, hacen necesaria una conciencia clara acerca de la libertad
del hombre, de su realidad y verdad, de su importancia para nosostros y de
su grandeza en cuanto don de Dios al hombre, como instrumento de su
realización personal y comunitaria.
BIBLIOGRAFIA

Sacramentum Mundi, (Herder, Barcelona, 1973), pp. 286-291.

LEON-DUFOUR, Xavier, Vocabulario de Teología Bíblica, (Herder, Barcelona,
1996) 17a. edición.

Diccionario Teológico Interdisciplinar, (Ediciones Sígueme, Salamanca,
1982).

SCHOONENBERG, Piet, S. J., El poder del pecado, (Ed. Carlos Lohlé, Buenos
Aires, 1968).

Documentos del Concilio Ecuménico Vaticano II, (Ed. Paulinas, México, 1990)
9ª. edición.

DENZINGER, Enrique, El Magisterio de la Iglesia, (Herder, Barcelona, 1963).

BIBLIA DE JERUSALÉN, (Descleé de Brouwer, Bilbao, 1975).
INDICE

INTRODUCCION 1


I. LA LIBERTAD DEL HOMBRE EN LA SAGRADA ESCRITURA 2


II. LA LIBERTAD DEL HOMBRE EN LOS SANTOS PADRES 5


III. LA LIBERTAD EN EL MAGISTERIO DE LA IGLESIA 6


IV. LA REFLEXIÓN TEOLÓGICA EN TORNO AL PROBLEMA DE LA LIBERTAD DEL
HOMBRE. 11


CONCLUSION 17


BIBLIOGRAFIA 19



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[1] Sacramentum Mundi, tomo IV, (Herder, Barcelona, 1973), pp. 286-291.
[2] LEON-DUFOUR, Xavier, Vocabulario de Teología Bíblica, (Herder,
Barcelona, 1996)17, p. 483.
[3] IBID, p. 486.
[4] Strom. I, 84, 2.
[5] De Princ. II, 9, 2-6.
[6] Job X, 15; Exp. in Psalm 57, 5.
[7] In Psalm 48,8-9; Cain et Abel II, 7, 25; Jac. I, 3, 10.
[8] De duab. anim. 11, 15.
[9] Gaudium et Spes, 14.
[10] Ibid, 17.
[11] Reconciliatio et penitentia, 16.
[12] Libertatis conscientia, 26.
[13] Ibidem, 27.
[14] Diccionario Teológico Interdisciplinar, tomo III, (Ediciones Sígueme,
Salamanca, 1982), p. 727.
[15] Ibidem.
[16] Ibid, p. 728.
[17] Sacramentum Mundi, tomo III, p. 334.
[18] SCHOONENBERG, Piet, S. J., El poder del pecado, (Ed. Carlos Lohlé,
Buenos Aires, 1968), p. 79.
[19] Ibid, p. 81.
[20] Ibid, p. 85.
[21] Diccionario Teológico Interdisciplinar, tomo III, p. 735.
[22] Libertatis conscientia, 25.
[23] Ibid, 26.
[24] cfr. Sacramentum Mundi, tomo III, p. 337.
[25] Ibid, pp. 337-338.
[26] Ibid, p. 338.
[27] Ibid, p. 340.
[28] Cfr. Reconciliatio et penitentia, 16.
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