Tolle lege: una breve narración sobre ESA primera inmersión

June 30, 2017 | Autor: L. Periáñez Llorente | Categoría: Literature, Friedrich Nietzsche, Schopenhauer, Literatura, San Agustín de Hipona, Relato corto, Tolle lege, Relato corto, Tolle lege
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Descripción

© Luis Periáñez Llorente

“Tolle, lege” una breve narración sobre esa primera inmersión por Luis Periáñez Llorente

Las puertas de la librería se yerguen como las de un templo. Independiente de la estética – caracterizada en este caso por madera vieja, astillas notables y un cartel que anuncia la venta de libros de segunda mano – la semejanza viene a la vida en la sensación. Las puertas, imponentes frente al menudo cuerpo de Javier, le subsumen en un terror placentero. Es así, sumergido en ese cosquilleo de sublimidad, como se dispone a adentrarse recién cumplidos once años – apenas horas atrás – en la iglesia del arte y el pensar, y más aun, del arte del pensar. Diez euros llenan sus bolsillos de un peso moral: era su primera paga y no podía gastarla de cualquier forma. Bien sabía que de ella podía extraer alguna alegría a sus padres, siempre imbuidos en sus escritorios portando libros semejantes a los que mostraba el escaparate. En sus entrañas la poesía cobra forma de estanterías, la historia ordena bajo leyes confusas, aún desconocidas para sus ojos infantes, las obras, los lomos de los distintos libros se le ofertan, llamativos, como prostitutas que, no sólo no sufren castigo, sino que disfrutan educando al niño. Caminando entre montañas, su mente desorientada descubría, carente de patrones, lo que de nuevo recién había hallado en el mundo. Acaricia boquiabierto, cediendo a las yemas de sus dedos la más pura curiosidad de su alma, títulos cosidos a mano y letras doradas de viejas ediciones de Gredos. Deja que se graben en su memoria por breves instantes los nombres de Platón, Cervantes, Salinas. Se posan en sus dedos Kant, Kafka, Homero, Unamuno. Ecos de las noches desveladas de sus padres. Olvida nombres sin sentido que parecen, por su propia fuerza, habitar el Olimpo: Joyce, Lorca, Goethe. Se marcan más otros que aparecen familiares: Allende, Ruiz Zafón, García Márquez. Sonríe, sin malignidad – esa sonrisa sincera que mana de la infancia cuando una palabra, en ausencia de motivo, nos hace gracia –: Benedetti. Abre Javier las páginas de Aristóteles y casi cae de sus manos: Metafísica, edición bilingüe, garabatos a los que el título proclama “griego” y que para él bien podrían ser esas famosas letras forjadas especialmente para los ciegos. La carcajada inunda su boca ante el patético gesto de Nietzsche en las portadas, y observa interesado, sobre una mesa, la imagen de unas esposas en una novela que, por ello, supone policial: Cincuenta sombras de Grey. ¡Qué alboroto de sensaciones entre tantos libros actuales y viejos! ¡El polvo! ¡El polvo le apasiona! Casi ni se lee El mundo como voluntad y representación en aquellos dos tochos insalvables bajo tanto polvo. ¡La alergia del humano tornada dignidad del libro! ¡Ancianos venerables paliando la fuerza jovial de Patrick Rothfuss y José Saramago! Pero no, Javier no podía enmarcar en palabras la madeja de sensaciones ni el flujo de hormonas impregnando de emoción su cuerpo. Siquiera existe término para el brillo de sus ojos danzando por allí perdidos, torpes y despistados. Barbilla al techo y pasos trémulos, comenzaba a perderse en aquel laberíntico salón pleno en estanterías, que apenas dejaban hueco para pasar entre ellas. Cientos, cientos de ellos, más de cien por estante, calcula corriendo. ¿A diez estantes por estantería? ¿Cuántas estanterías? 1

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Corretea. Tantas, tantas estanterías que pierde la cuenta. A punto de quedar sin aliento, inspira hondo. Conoce ese olor y se cree en casa. Casi busca los sofás con el rabillo para echarse a dormir entre tanto libro – merecido descanso tras un rato intenso. Apenas resta en su cabeza una mínima conciencia del tiempo. Recuerda que entró como algo vago y lejano, la nebulosa imagen de una infancia acontecida que se aparece como mezcolanza de mil instantes indiscernibles. Playa y montaña, navidades y Todos los Santos, fiestas que se confunden con siestas, remolinos de pijamas que se desgastan con los años. Y entre todo, entre la prófuga noción del tiempo y la constancia de aquel mareo, entre la vaga comprensión de cada pensamiento que nutre su mente y los títulos que hacen presión en las sienes, una voz infante. Una voz ajena pero localizada, escuchada en su mente pero latente en algún punto de la estancia. Una voz que no sólo habla, sino que canta, niño o niña de cariz imperativo, que en su afán por ordenar sólo pronuncia: “Tolle, lege”. El sumo desconcierto. La mirada busca celérica la procedencia de la voz, las piernas se deslizan entre las estanterías, y el canto permanece inamovible, unas veces más cercano, otras más lejano, pero siempre acuciante. “Tolle, lege. Tolle, lege”. Casi tropezándose con cajas roídas de libros a euro cincuenta, novelas de Perry Mason y ediciones casi deshechas de Camilo José Cela, otra vuelta. Austral completa iluminando un baúl, y en un maletín de cuero desde Las Flores del Mal hasta Hamlet, Dorian Gray o los Episodios Nacionales, emitiendo un fulgor dorado que bien podría hacer perder la cabeza a un fan de Pulp Fiction. Emitiendo un fulgor que, en fin, pasa totalmente desapercibido, pues Javier, nervioso, sólo centra su atención – ya de serie un poco dispersa – en encontrar al niño que canta. “Tolle lege. Tolle lege”. La bombilla se alza sobre su cabeza. Click y luz: “¿Qué estoy haciendo?”, se pregunta. El razonamiento avanza a trompicones: “si mamá me llama y no la entiendo... si mamá llama y no la entiendo, ¿me levanto? No, no, no. Si mamá me llama y no entiendo lo que dice... ¿me levanto? No, no, pregunto. Si mamá me llama y no le entiendo yo pregunto, no vaya a ser que vaya para nada y ella se ría y use palabras raras, como eso de has-venido-en-vano”. “¿Y qué narices dice el niño? Tolelegue, tolelegue. No, no, tooooole, leeeeegue”, continúa cavilando. – ¿Puedo ayudarte? - pregunta alguien alzando la mirada por encima de unas gafas de cristales amarillentos. Es un señor mayor que, a pesar de cargar con un aspecto débil (pues los años no pasan en balde), y con una voz cansada y rasgada, impone. Llevaba ya un ratejo persiguiendo al crío sin mover la cabeza, atento a sus movimientos desesperados, a la angustia de sus brazos al izar los libros indagando bajo ellos, y sin duda a la velocidad con la que sus piernecillas sorteaban obstáculos. Atendía al cambio en su conducta, de conmovido a errático, de buzo en la Atlántida a náufrago en busca de tierra. –

Algo me habla – contesta con inocencia – tolelegue, tooooole leeeeegue.



¿Perdona? - se yergue.

– Tolelegue. ¿No escucha... no escucha a un niño cantar algo así como tolelegue? - se lleva las manos a las orejas enrojecidas – toooooole – y desde allí, abre los brazos a toda la librería – leeeeeegue. El anciano se sonríe. Es una sonrisa interna, que muestra los dientes al alma, un deseo cumplido, 2

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algo semejante a una tarta con velas y un regalo uno de los trescientos sesenta y cuatro días al año en que no se celebra tu nacimiento. Ah, el tiempo siempre nos ofrece la oportunidad de ser útiles. – Chico, eso es latín. Mira, ven – gesto de cuatro dedos: de fuera, a dentro, del mundo a su pecho. Cuando el niño alcanza su zaga, toma pluma y lo escribe en un papel - “Tolle lege”. –

¿Latín? - inquisición que pone en blanco los ojos al anciano.

– Una lengua antigua, chaval. ¿Quieres saber qué significa? - prepara la historia, la saborea instantes e imprime en el niño, sólo con su pausa, la más estresante de las intrigas – Es importante su significado. –

¿Por qué? ¿Qué significa tolelegue? - asiente insistentemente.

– “Toma – abre los ojos cuanto le permiten sus párpados y paladea mientras vocaliza – lee”. Pero no eres el primero que la escucha, chico. ¿Puedo preguntar tu nombre? –

Javier.

– Javier. Pues un señor antes que tú, la escuchó también. San Agustín aseguraba haberse convertido al cristianismo tras escuchar esa voz. Esa voz, que le invitó a leer el Evangelio, que le hizo virar, cambiar su vida y dedicarla a Dios y al pensamiento: a la filosofía patrística. –

¿Virar?

– Cambiar, Javier, cambiar radicalmente. Escuchó la voz, tomó el códice, leyó, y pasó a ser uno de los pensadores más importantes de la historia, recordado aún hoy día. Incluso Nietzsche afirma, aunque en broma, haberla escuchado. No es casualidad. No es una broma cualquiera. Mira, Javier, es una metáfora, un signo, no es un niño cualquiera el que habla en “tolle lege”, era Dios para Agustín, y para mí es tu destino. Nietzsche... –

¿El del bigote de los libros de aquella estantería?

– Justo ese, veo que no andas sin mirar donde pisas – ríe – y, como te decía, el del bigote de los libros de aquella estantería, también gran pensador y escritor, vivió una especie de Tolle lege. Sólo así puede... no sé, Javier, explicarnos el cambio que supuso en su vida otro autor: Schopenhauer. Él asegura en una carta eso mismo, que le llegó el canto, que una obra de Schopenhauer que creo que tengo por ahí, le pidió que la tomase y la leyese, ¡y así comenzó su vida intelectual! – Parece muy importante... ¿voy a ser un intelectual? Mis padres son intelectuales. El anciano ríe desde el ombligo, quiere que sea así. Quiere estar delante de un futuro intelectual. Tantos libros, tantos libros vivos y tantos autores muertos... ansía conocer el futuro de la literatura y la filosofía antes de su propio punto y final. Expectante, intenta apresar en su mano el misterio y reducirlo a la nada empujando al chaval hasta su libro, su punto de inflexión propio que, tan joven, con once añitos, le empuje hacia lo más alto del pensamiento occidental. – ¡Eso parece, chico! ¡Sí! ¡Eso parece! ¡Vamos a buscar! - le insta, pleno en energías renovadas, en manos de una juventud fugaz y recién insuflada. El canto se intensifica. Javier no sabe dónde atender. Siente que debe caminar a la izquierda, que viene de allí, pero tras pocos metros lo percibe a su espalda. Finalmente, se detiene frente a una caja de libros por colocar. El primero de ellos, la Crítica del juicio, no sorprende al librero. “Cómo no”, piensa, “el bueno de Kant tenía que ser”. Y cómo no, la piel de su rostro pierde todo el color cuando observa al niño lanzar el libro al aire buscando debajo de él. No es Kant a quien busca. ¿Acaso El Extranjero que asoma entre otros? ¿O quizá la 3

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Fenomenología de la percepción de Merleau-Ponty? No, no, ¡ha de ser Hiperión, allí recluido en esa caja! Ay, si lo hubiese puesto en una estantería, con el resto de obras maestras, no estaría ahora el crío respirando el polvo de la caja. Y sin embargo, Javier la vuelca. No es ninguno de esos. No está, no lo ve. Le pierden los nervios. “Tolle lege, tolle lege”. El canto es apremiante. Y allí está. Ha encontrado la obra. La obra que dará inicio a su camino en el mundo de la lectura. La imagen que le ayudará, a sus once años, a dar una vuelta de tuerca, a profundizar en los problemas del mundo. Una luz acontece en su corazón. El anciano lo sabe. Sus pupilas, dilatadas como una boca que pretende engullir el mundo, se lo dicen. Cómo no, ahora sí, ¡cómo no! Banal, banal podría parecer. Es un niño de once años, y ha de iniciarse. Ya vendrá la Crítica de la Razón Pura, ya se sumergirá en Camus y en Hölderlin... hoy toca empaparse sin desesperarse. Tolle, lege... Mafalda. Una colección de Mafalda. La imagen del espíritu científico, crítico y filosófico, hecho ternura infantil.

Con cariño y en gesto de admiración para Quino y su obra, que, junto con Mortadelo y Filemón, dibujaron mis inicios en la literatura y me trajeron a donde estoy hoy día.

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