¿Todos los nacionalismos son iguales?

June 30, 2017 | Autor: Felix Ovejero | Categoría: Nacionalismo
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Descripción

¿Todos los nacionalismo son iguales? Para una crítica del banal nacionalismo banal

Con frecuencia, los nacionalistas acusan a cualquier que los critica de defender otro nacionalismo. En su versión más simple es afirmación reposa en una confusión de niveles que casi no merece discutirse: la crítica a la guerra no es belicismo, la condena de sexismo, la critica a la tortura de los animales no hace daño a ningún animal, el análisis de la sopa no tiene sabor a sopa, el estudio de las patología mentales no es un trastorno (sino una teoría). Una versión más la misma acusación apela a la teoría del nacionalismo banal. Según esta, no hay estado sin una trama simbólica que, a la postre, es también una práctica de nacionalismo de toda la vida. Nuestros entusiastas nacionalistas, dichosos de confundirnos con ellos, nos vendrían a decir –y criticar!!!—“sois como nosotros”. Pero, no, se equivocan. Y como no es cosa de que a uno lo confundan con cualquiera, aquí van mis argumentos, que corresponden a un pasaje de mi libro: La trama estéril. La crítica a la distinción entre el nacionalismo cívico, republicano, y el étnico-cultural sostiene que, en la práctica, el nacionalismo cívico resulta idéntico al étnico, que el primero siempre acaba por jugar en la liga de la identidad y los mitos. Puede que unos invoquen el principio de igualdad y otros la tradición o el mantenimiento de la identidad, pero, al final, se acaba en lo mismo. Sucede como con los vegetarianos por razones morales, por no infringir sufrimiento a los animales, y los vegetarianos por razones dietéticas, por cuidar la salud: no importan los motivos, la dieta es idéntica. El argumento tiene incluso su teoría, el “nacionalismo banal”: la nación cívica no puede prescindir de una materialización simbólica

derivada de la simple

presencia del Estado: la construcción de identidades aflora en los documentos de identificación, las matrículas de los coches, las monedas, la enseñanza, el deportes, la información (que separa lo nacional de lo internacional),

el servicio meteorológico. Una persistente lluvia fina que

condiciona las percepciones de los ciudadanos, que acabarían por vincular con naturalidad, casi sin reparar en ello, lengua, cultura, territorio y comunidad política. Un proceso que tendría bastante de inevitable, porque un Estado genera un espacio de comunicación, de leyes, de flujos comerciales, de trasiego de gentes y mercancías, que requiere y propicia códigos compartidos y, también, porque, si no median símbolos, banderas e himnos, no habría modo de identificarse con cosas tan abstractas como los derechos o la Constitución. El resultado es que ese nacionalismo instrumentalmente simbólico viene a ser como el otro, como el vocacionalmente simbólico1. En esta crítica hay una percepción empírica razonable de la que, sin embargo, se extrae una mala conclusión normativa. El nacionalismo cívico y el étnico pueden coincidir en la práctica, pero, desde el punto de vista valorativo, lo importante es cómo y porqué se ha llegado a esa 1 M. Billig, Banal Nationalism. Londres, SAGE, 1995. Cf. Los diversos trabajos dedicados a “Nationalismes ordinaries”, en

Raisons politiques, 2010, n° 37, 1.

coincidencia. En el cómo y el por qué se dilucidan cuestiones importantes, como la preservación de los derechos. No es lo mismo que todos seamos rubios porque por aquí no han aparecido gentes con otras trazas que porque se ha esterilizado a los morenos. No es lo mismo que yo te saje las costillas para extraerte una bala que por regodearme con tu sufrimiento.

No es lo

mismo que tú tengas el doble de dinero que yo porque a los de mi sexo se nos veta la posibilidad de trabajar que porque, con idénticas oportunidades, yo no he dado un palo al agua mientras que tú te has quebrado el espinazo trabajando o porque tú tienes una limitación física y para obtener las mismas cosas que yo necesitas más recursos. En el mismo sentido, no es igual que una sociedad comparta una lengua porque se penalice el uso de otra que porque las gentes, queriendo entenderse entre sí,

recalen en las de más uso o porque el Estado, sin

penalizar ninguna, para facilitar la comunicación entre los ciudadanos y el propio control del poder político, adopte la lengua común, la más extendida o, como ha sucedido en muchas ocasiones, la segunda de todos. Esa importancia normativa del “cómo se ha llegado” justifica volver, ahora con algún detenimiento, a los procesos de convergencia cultural. En muchos casos, la convergencia cultural es un resultado no pretendido de otras cosas, de la vida compartida y el trato reiterado, que propician las semejanzas. Muchos de los procesos de convergencia cultural no responden a operaciones políticas, sino a mecanismos de mano invisible, de coincidencia en prácticas, en equilibrios, que a todos les resultan interesantes y que a nadie le conviene evitar. En el desarrollo de las lenguas, hasta la aparición de los estados modernos, en ausencia de administraciones poderosas, de instrucción pública y de medios de comunicación de masas, primaban, además de las dinámicas asociadas a conquistas militares o a expansiones demográficas, los procesos más o menos espontáneos o azarosos, como los flujos económicos o las epidemias. Ese fue en buena medida el caso del español en gran parte de su historia. No es sorprendente que desde el siglo XVI el 80% de los peninsulares utilicemos el castellano como lengua de comunicación2, si se tiene en cuenta que en el siglo XV, Castilla, que incluía Galicia, Vizcaya, Álava y Guipúzcoa, tenía 4,5 millones de habitantes y la Corona de Aragón 850.0003.

Nada que ver, por ejemplo, con

Italia, donde, en el momento de la

unificación, apenas el 2,5 % de los italianos hablaba italiano, o, Alemania, en donde sucedía algo parecido4. El caso es que los ciudadanos se encuentran en la política y en los mercados, a la búsqueda de un modo sencillo de contarse unos a otros, de allanar su mutuo entendimiento y, necesitados de códigos inteligibles, acaban por coincidir en monedas, lenguas, sistemas de pesos y medidas. En un mercado los compradores y los vendedores, los que van de aquí para allá, procuran manejar las mismas unidades de medida, de peso, de superficie, de volumen, de intercambio, de 2 A. Milhou, “Les politique de la langue à l´époque moderne”, en M. C. Bénassy-Berling (edt.), Langues et Cultures en Amércique

Espagnole Coloniales, París, Press de la Sorbone Nouvelle, 1993. 3 J. P. Fusi, España, op. Cit. p. 58. 4 E. Hobsbawm, Naciones y nacionalismo desde 1780, op. Cit., p. 47.

tiempo. Una vez se generaliza el uso de una unidad de medida, de la que sea, los recién llegados tendrán razones para preferirla antes que otras que les permitirían acceder a menos gentes. Muchas veces esos procesos son más o menos automáticos, coordinaciones espontáneas en aquellos equilibrios sociales que tienen más usuarios, al modo como, en mitad del bosque, ante distintos caminos, escogemos aquel más desbrozado y con nuestra decisión de caminar por él contribuimos a allanarlo y facilitamos el tránsito a otros que vendrán más tarde y harán lo mismo que nosotros. Algo de eso sucede en la extensión de las palabras y las lenguas en las sociedades preestatales, carentes de instrucción pública, medios de comunicación, administración estable y legislación explícita5. Sendas comunes a las que volvemos una y otra vez, porque preferimos el trato con los que nos entendemos, con los que, andando el tiempo, intimaremos y nos buscaremos, en las complicidades, los sobreentendidos, el humor y acaso la vida. Al, final, la lengua, y en general, la convenciones, acaban por conformar una identidad reconocible, unas hechuras comunes. En estos casos, de convergencias espontáneas, resultado de las elecciones de cada cual, muy frecuentes, hay poco que objetar. La generación de identidad como subproducto es bastante común. Sucede en las parejas, que se acaban por parecer, como resultado de mimetizar sus formas expresivas, de coincidir en sus códigos y hasta de mantener la misma dieta6. Los ricos se parecen sin que quieran parecerse: iguales hábitos, residencias, educación y deportes. E incluso cuando quieren distinguirse, tanto les da una cosa que otra, lo que hay es un afán de distinción, en el que todos coinciden7. Las explicaciones materialistas de la historia, las que apelan a las condiciones ambientales (incluidas las que Montesquieu descolgaba en El espíritu de las leyes a cuenta del clima, que quiere decir la misma alimentación), son el modo solemne de reconocer que unas prácticas parecidas, incluidos unos retos parecidos, conllevan otros parecidos, en hábitos, vestidos, horarios o enfermedades. Son identidades no buscadas, subproductos de otras cosas, como la mejora de la musculación es un subproducto de subir escaleras, las catedrales de la religión, la ventilación pulmonar de recitar endecasílabos o que la mejora de la salud pública lo es de mi ducha diaria para refrescarme. Aunque la simple existencia de la trama institucional conduce a recalar en las mismas prácticas y códigos, a la aparición de equilibrios y de sendas comunes, en muchas ocasiones las propias instituciones adoptan políticas activas y acaban por propiciar, entre los distintos equilibrios posibles, uno, cualquiera, que, una vez establecido, permita a todos saber a qué atenerse, como

5 La presencia de un mecanismo invisible (que es algo distinto del mercado, por cierto) en el cambio lingüístico –que no es lo

mismo que la extensión de las lenguas, pero que mantienen importantes paralelismos-- ha sido minuciosamente expuesta por R. Keller, On languague Change, Roudledge, Londres, 1994. Pero la dinámica descrita (decisiones de agentes que convergen en equilibrios) es compatible con otras teorías, por ejemplo, con las que hacen uso de la teoría (biológica) del equilibrio puntuado (largos periodos de estabilidad y periodos cortos de cambios acelerado, con poblaciones aisladas, por ejemplo), de R. Dixon, The rise and fall f Languages, Cambridge, Cambrigde U.P. 1993. En realidad, el mecanismo de expansión es el de las economías de red, cf. S., Dalmazzone, “Economics of Language: A Network Externalities Approach”, A. Breton (Ed.), Exploring the Economics of Language, 1999, Ottawa : Department of Canadian Heritage, pp. 63-87. 6 R. Zajonc,. P. Adelmann y P. Niedenthal, “Convergence in the physical appearance of spouses”, Motivation and Emotion, 1987,

11, 4. 7 P. Bourdieu, La Distinction, París, Éditions de Minuit, 1979.

sucede con decisiones como las de circular por la derecha (o la izquierda), imponer un color a los taxis o establecer un formato uniforme a las matrículas. En el caso de las intervenciones públicas, de la señalización de carreteras o de la creación de una infraestructura de comunicaciones (carreteras, aeropuertos) se planifica la red y eso conlleva la identidad, una identidad, por lo demás, cada vez, menos local, esos “no lugares” a los que algunos se han referido8. Resultaría forzado interpretar tales procesos de convergencia como operaciones de creación de identidad. Un gobernante,

al servicio de un objetivo importante, en aras, por

ejemplo, de mejorar la comunicación, puede favorecer la generalización del uso del teléfono, y, al hacerlo, acabará con unos hábitos culturales y contribuirá a establecer otros nuevos, una legión de ellos, comenzando por la propia experiencia de intimidad de las gentes. Su acción requerirá, seguramente, de alguna imposición, entre otras razones porque, al principio, nadie tendría incentivos para levantar la infraestructura y menos para ser el primer (imposible) usuario, que no tiene a quién llamar. Pero esa imposición no apela a ninguna razón “cultural”, del tipo “para manifestar sus sentimientos nuestro pueblo siempre ha preferido la comunicación hablada al inexpresivo código morse”. Se persigue la facilidad de la comunicación y, a tal efecto, el teléfono resulta mejor y, por eso mismo, andando el tiempo, también el teléfono acabará por ser sustituido. En esas decisiones resulta irrelevante “la identidad compartida”, por más que se producen modificaciones en la identidad y hasta en la estructuración conceptual de las experiencias, como bien sabemos los que nos hemos enfrentado a tener que reajustar los precios de las cosas al pasar de una moneda a otra, de la peseta al euro, sin ir más lejos. Seguramente algo de eso sucedió cuando, por puro afán racionalizador, la Convención republicana anunció en 1793 un sistema uniforme y decimal de pesos y medidas, “uno de los mayores beneficios que esta puede ofrecer a todos los ciudadanos franceses”9. En la elección, entre los equilibrios, el criterio, en el caso de los jacobinos, no fue otro que la racionalidad, la precisión e, incluso, la vocación de acabar con todo aquello que oliera a antiguo régimen. En otros casos, en ausencia de convergencias espontáneas, y ante la necesidad de entendimiento, o de propiciar cosas como la mejora económica (y está fuera de duda que es mejor una lengua común que cien, que dificultan las transacciones y la transmisión de información),

los Estados optan

por imponer un equilibrio, con algo más que un empuje

inicial, lo que no quita para que su elección busque o deba buscar la minimización de los costes sociales. Es el motivo que llevó a algunos países al independizarse, en ausencia de una lengua común o ampliamente mayoritaria, a realizar la instrucción pública con un second best,

la

lengua de sus antiguas metrópolis, incluso con un vigor que no se daba en los tiempos coloniales. La extensión del español en América fue cosa de las nacientes repúblicas que se independizan de España y no, como a veces se sostiene, de la monarquía o, aún menos, de la Iglesia que, para hacer inteligible su prédica, prefería utilizar las lenguas indígenas de mayor 8 Aunque sus explicaciones no resulten tan satisfactorias, M. Augé, Non-Lieux, introduction à une anthropologie de la

surmodernité, París, Le Seuil, 1992 9 P. McPhee , op. Cit. p. 158.

uso, contribuyendo con ello a su extensión10. Por supuesto, la decisión de adoptar el español respondía a imposiciones de las clases dominantes, de los criollos, pero también a que, en muchos casos, era la segunda lengua de casi todos,

la que permitía la comunicación entre

gentes con diferentes lenguas maternas, y la lengua “culta”, con escritura, la de las leyes. En cierto modo, no era más que una actualización, sobre un paisaje menos igualitario y radical, del programa de los revolucionarios franceses cuando se dedicaron a extender una lengua de poco uso por puras razones de tecnología democrática, para que los ciudadanos y sus representantes pudieran deliberar y conocer los decretos y las leyes que les hablaban de sus derechos. Para eso la mejor lengua era el francés, pero no cualquier francés. La ley Bouquier de diciembre de 1793, que introducía un sistema de enseñanza obligatoria y gratuita para los niños de los 6 a los 13 años, tenía como objetivo fundamental, además de la enseñanza de las virtudes republicanas, la uniformidad lingüística en un francés simplificado. Y es que a diferencia de lo que sucedía con la monarquía que la precedía11, desinteresada de lo que hablaban o dejaban de hablar unos súbditos con los que mantenían una relación patrimonial,

como la que puede mantener el

propietario con los empleados de sus distintas empresas o haciendas, particular con cada cual, sin que tenga ninguna razón para propiciar la comunicación entre ellos, horizontal, las incipientes repúblicas, basadas en un ideal democrático, de igualdad de poder político y de no sometimiento a otra voluntad que a la de la ley decidida por todos, buscaron en la lengua un instrumento con el que “asegurar la comunicación horizontal y vertical en el seno de la nación: sea cual fuere su origen geográfico y social, todos los miembros deben comprenderla y utilizarla. Debe permitir la expresión de cualquier idea y de toda realidad”12. De modo que, sí, también se dan convergencias culturales y de identidad en las naciones democráticas. Pero las dos situaciones no son iguales: en un caso, la identidad es un ideal regulativo, y en otros una consecuencia, más o menos reforzada institucionalmente, de buscar otras cosas que nada tienen que ver con la identidad. No es difícil trazar la distinción: para quienes la convergencia es un subproducto o un instrumento buscarán aquellos procedimientos compatibles con los ideales perseguidos, dispuestos a sustituir unos por otros cuando resulten más adecuados para obtener los fines que se persiguen. Los jugadores de un equipo deportivo, que visten el mismo uniforme para identificarse

lo más pronto posible y, en ese modesto

sentido, “coinciden en su identidad”, estarán o deberían estar dispuestos a cambiar el color de su camiseta si se mostrara que otro les permite un reconocimiento más rápido sin que importe que ello conlleve un “cambio de identidad” y de hecho lo cambian cndo se enfrentan con rivales que visten de modo parecido al suyo. Sencillamente, el nuevo color les resulta más útil para sus 10 J.R. Lorades, Gente de Cervantes, Taurus, Madrid, 2001, pp. 104-ss. 11 Incluso cuando se procura el uso exclusivo de una lengua, se hace con la intención de mantener la jerarquía, de eliminar en las

élites todo particularismo cultural, e imponer un camino único en el acceso a los cargos administrativos y de establecer una fuente de discriminación social entre los letrados y los iletrados: la lengua única, sí, pero en manos de unos pocos, como se deja ver en la ausencia de política escolar, cf. M. de Certeau, D. Julia, J. Revel, op. Cit. En ese sentido es parecido a lo que sucedía con el monopolio de la escritura ideográfica de imperios como el chino (si es que la escritura ideográfica no es un mito). 12 A-M. Thiesse, op. Cit.p. 70.

propósitos. Sólo seguirán con la antigua camiseta, si lo que les preocupa es la preservación de “la identidad”, si “aman los colores” y no aquello para lo que sirven. Del modo parecido, una nación democrática no debería dudar en adoptar una máquina que nos tradujera simultáneamente a todos. La nación étnica, seguramente, tampoco dudaría, pero en la dirección contraria, temerosa de perder “su identidad”. Que lo dicho es algo más que conjeturas lo muestra el caso de la “nación judía”, que, a la hora de constituir una lengua nacional, descartó tomar como punto de partida el yiddish, la lengua más extendida entre los judíos europeos hasta el holocausto, y que cumplía con los mínimos requisitos (codificación ortográfica, semántica y gramatical, una tradición escrita, literaria, etc.) para oficiar como una lengua culta, e impuso la propuesta de los sionistas, “la lengua de la Biblia”, un hebreo modernizado, una lengua muerta en origen, una lengua de nadie13. El mismo principio parece regir en las comunidades autónomas españolas, en las que se opta por “la lengua propia”, la lengua de la identidad, la de un (inexistente, en muchos casos) pasado, en lugar de aquella otra, la común y más extendida, que facilita la comunicación entre los ciudadanos, permite integrar a los recién llegados (que, en muchos casos, la comparten) y facilita la igualdad, con el conjunto de los ciudadanos españoles y los que llegan. El ejemplo no es política ficción. La llamada ley de Acogida de Cataluña establece que

“el catalán es la

lengua que los inmigrantes deberán aprender en su proceso de integración si quieren que se les facilite el acceso al certificado de arraigo”, lo que quiere decir, en otras cosas, la posibilidad de ingresar en el mercado de trabajo y de hacer uso de no pocos servicios sociales14. A la hora de justificar esa política, se sostiene que es una exigencia del mercado de trabajo. Pero es una exigencia del mercado de trabajo porque la propia Generalitat la ha establecido a través de sus leyes de comercio, que, de mil maneras, imponen el requisito de usar la lengua de identidad, una lengua que, al no ser la lengua común, excluye a un parte de la ciudadanía, comenzando por la inmensa mayoría de los ciudadanos españoles. La única justificación inteligible de ese proceder es la preservación de la identidad: recrear el momento fundancional de la nación (y, claro, una vez asentado el cimiento de una identidad, apelando al principio de las naciones étnicas, reclamar un Estado para una Nación). El nacionalismo cívico, de acuerdo con los principios de igualdad y de democracia, de tener que escoger la lengua “nacional”, apuntará en la dirección opuesta a la de los nacionalismos étnicos. Pero sobre esto volveré con más detalle en los próximos capítulos.

13 A. Dieckhoff, L´invention d´une nation. Israël et la modernité politique, París, Gallimard, 1993. Los mismos judíos, sionistas,

que despreciaban a los ostjuden, sus primos pobres de Polonia y Rusia, los judíos sionistas, habían ya rechazado el yidish por considerarla una lengua “bastarda” (alemana, de hecho). De hecho, cuando acabó la guerra del 18, y Praga ya no pertenecía a Bohemia, a los Hasburgo, sino a la nueva republica de Checoslovaquia, se desató una persecución de los alemanes y de los checos germano parlantes, incluidos los judíos, por alemanes. Entre los que se libraron y conservaron su empleo estaba Kafka, porque sabía checo. 14 (El País, 28/04/2010). Mientras escribo estas líneas, ante la decisión de la defensora de llevar la ley al Tribunal Constitucional,

el secretario de Inmigración de la Generalitat, Oriol Amorós, afirmaba que que se aplicará la ley "diga lo que diga el Tribunal Constitucional” (Europa Press, 17/08/2010).

Todas las naciones son idénticas

La otra interpretación sostiene que conceptualmente los dos nacionalismos son absolutamente idénticos, que cuando se mira de cerca se repara en que la distinción no lo es tal. Los nacionalismos cívicos serían nacionalismos étnicos de la misma manera que todos los triángulos son polígonos de tres lados. Una tesis que, de tomarse en serio, hace inoperante buena parte de la crítica anterior. Del mismo modo que nadie se entretiene en discutir con mil casos diferentes que los solteros no están casados, no tendría mucho sentido empecinarse en mostrar que, en la realidad, los dos nacionalismos son idénticos. Si no le damos vueltas a preguntas como “¿Un soltero es célibe?” y sí se las damos a

otras como “¿son los seres humanos animales

emocionales?” es porque en el primer caso los dos polos de la pregunta son lo mismo y en el segundo, no. Por eso mismo, si la discusión anterior tenía sentido, y no parece discutible que lo tiene, hay razones para pensar que no hay tal identidad. Algo que se puede ver también desde el lado normativo. Porque si no cupiera distinguir entre los dos nacionalismos no cabría la crítica a las derivas étnicas, a las imposiciones culturales, de los nacionalismos democráticos. La crítica anterior, cuando insistía en que las naciones cívicas, en la práctica, acaban en naciones étnicas, solo resulta inteligible si se asume que existe la posibilidad, siquiera conceptual, de las naciones cívicas. Y, desde luego, resulta inteligible y, además, absolutamente pertinente. Cuando se sostiene que el republicanismo invocado por el presidente de Francia es falso es porque se cree que hay un republicanismo verdadero que está siendo traicionado, que se puede criticar un nacionalismo sin comprometerse con el otro. Los reproches y las críticas presumen la posibilidad de que las cosas sean de otro modo, y esa posibilidad se ampara en el buen sentido de la distinción conceptual entre los dos nacionalismos. En la conceptual y, al final, también en la empírica. Cuando alguien nos acusa de mentirosos es porque cree que podemos ser mejores personas (y, además, porque confía en nosotros lo suficiente como para pensar que compartimos la misma condena moral de la mentira): todo reproche esconde un acto de confianza en la posibilidad de hacer mejor las cosas y en la de querer hacerlas; por eso no tiene sentido reprocharle a un cojo que no corra tras un ladrón y por eso tampoco nadie le reprocha –o no debería-- a un racista convencido que discrimine, ni a un terrorista que asesine. Precisamente porque la distinción es posible, y porque podemos contraponerlo a su mejor versión, se puede descalificar a los nacionalistas cívicos cuando se enfilan por la senda del nacionalismo étnico, cuando hacen un objetivo sustantivo de la identidad y, con himnos y símbolos, ahogan las libertades y los derechos.

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