Territorios animados. Los ritos al Señor de los Animales como una base ética para el desarrollo productivo en los Andes

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Descripción

Símbolos, desarrollo y espiritualidades El papel de las subjetividades en la transformación social

Angel Eduardo Román-López Dollinger Heydi Tatiana Galarza Mendoza (Editor/a)

La Paz, Bolivia 2016

Esta publicación fue posible gracias al apoyo de

Román-López Dollinger, Angel Eduardo; Galarza Mendoza, Heydi Tatiana Símbolos, desarrollo y espiritualidades. El papel de las subjetividades en la transformación social / Román-López Dollinger, Angel Eduardo; Galarza Mendoza, Heydi Tatiana – La Paz: ISEAT, 2016 244 pp. ISBN: 978-99974-809-7-2 D.L.: 4-1-388-16 COSMOVISIONES/RELIGIÓN/CULTURA//INVESTIGACIÓN PARA EL DESARROLLO/ESPACIO RURAL/URBANO/ECOLOGÍA

Símbolos, desarrollo y espiritualidades El papel de las subjetividades en la transformación social Serie: Estudios socioreligiosos No. 1 Primera edición, enero 2016

® Derechos reservados Es propiedad intelectual de los/las autores/as Los contenidos de los artículos, el uso de imágenes y fuentes bibliográficas son responsabilidad exclusiva de los/las autores/as © Instituto Técnico Ecuménico Andino de Teología (ISEAT) Calle A. Aspiazu Nº 638; Zona Sopocachi Tel: 2412251 [email protected] / www.iseatbolivia.org La Paz – Bolivia © Universidad de Postgrado para la Investigación Estratégica en Bolivia (U-PIEB) Edificio Fortaleza. Piso 6. Oficina 601 Avenida Arce 2799, esquina Cordero Tels: 2432582 – 2431866 Fax: 2435235 [email protected] / www.upieb.edu.bo La Paz – Bolivia Cuidado de producción: Angel Eduardo Román-López Dollinger Edición: Angel Eduardo Román-López Dollinger / Heydi Tatiana Galarza Mendoza Diagramación y diseño de tapa: Angel Eduardo Román-López Dollinger Corrección de estilo: Coral Mattos y Ninón Rivera Imagen de la tapa: Daniel Carlos Huacani Ticona Publicación y distribución:

Centro de Publicaciones del ISEAT [email protected]

Impreso en Bolivia Printed in Bolivia

Contenido

Contenido ............................................................................................

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Presentación ........................................................................................

5

Introducción .........................................................................................

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Progreso sagrado y mística andina......................................................

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Diego Irarrázaval

Breve recuento de las críticas al desarrollo.........................................

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José Nuñez del Prado

Ecología de lucha

Tinku para el desarrollo y la Madre Tierra .................................................... Víctor Hugo Casto Mojica

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Contenido

Mundo rural versus mundo urbano Mitos y realidades ..................................................................................................................... 4 Elizabeth Andia Fagalde

Circularidad hermenéutica y transformación social Reflexión sobre el método de la teología latinoamericana de la liberación ........................... 53 Angel Eduardo Román-López Dollinger

Territorios animados Los ritos al Señor de los animales como una base ética para el desarrollo productivo en los Andes ....................................................................................................... 111 Denise Y. Arnold

Algunas preguntas en épocas de cambios económicos y sociales trascendentales en los andes bolivianos… para seguir siendo …….... 161 Liz Mirian Ramos Moreno

La producción orgánica como modelo alternativo para áreas rurales en Bolivia Estudio empírico-cualitativo en la comunidad Pallcapampa en Sorata ............................... 173 Simone Dollinger

Mujeres trabajadoras y ecología urbana en la ciudad de El Alto …...... 191 Erika Aldunate Loza

¿Escuela versus comunidad? El eje educativo y las narrativas del desarrollo en la comunidad campesina Huaricana .......................................................................................................... 205 Víctor Hugo Colque Condori

Marketing para alcanzar la felicidad urbana .......................................... 225 Patricia Sandy Bellido

Autoras y autores ............................................................................................. 241

Territorios animados Los ritos al Señor de los Animales como una base ética para el desarrollo productivo en los Andes Denise Y. Arnold

Cazador alto y tan bello como en la tierra no hay dos, se fue de caza una tarde por los montes del Señor… “Romance de la venganza” por Alfonsina Storni (1925)

Resumen

E

n los últimos siglos, las ideas religiosas se han desvinculado de las ideas sobre el desarrollo, en sentido amplio. Ahora, algunos trabajos pioneros en la antropología están retomando estos nexos. Una característica en común en estos trabajos es la de cuestionar el análisis según categorías distintas y separadas, a favor de considerar “las relaciones entre las relaciones” del mundo. Este nuevo abordaje nos ayuda a repensar las cuestiones religiosas y filosóficas a fondo, y los posibles caminos de desarrollo que afrontamos. Se consideran estas nuevas direcciones en torno a las razones de la transición de sociedades de cazadores a sociedades de pastores, según la vuelta animista de la antropología amerindia

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de las últimas décadas y los debates mundiales al respecto. Al repensar los procesos de “domesticación” de los animales en los Andes, se examinan las posibles diferencias entre la caza y el sacrificio de los animales desde la perspectiva de los cazadores o pastores, en su dimensión ética y según la noción andina de la “crianza mutua”. Se trata de ritos dirigidos al Señor de los Animales y su contraparte femenina, tomando ejemplos del presente y del pasado, como una posible base ética para el desarrollo productivo en los Andes. Parte I: Los códigos éticos del pasado sobre cómo vivir en un territorio determinado La Carta Encíclica Laudato si’ del papa Francisco (2015), sobre “el cuidado de nuestra casa en común”, presenta una guía ética del comportamiento humano dentro del medio ambiente en el que vivimos, junto con todas las demás especies del planeta. El lenguaje del Papa resalta las raíces éticas y espirituales de los problemas ambientales y propone como una vía adelante la recuperación de estos valores, combinados con el amor y cariño a otros seres, y con los atisbos de la ciencia moderna sobre las interrelaciones en las que nos imbricamos. Como contribución a esta búsqueda desde la antropología, examino en este ensayo algunos códigos éticos del pasado en la experiencia de distintos grupos que gobernaban este comportamiento con relación a la caza y pesca de los animales en un territorio determinado. Me parece que estos códigos éticos y las formas de ritualidad asociadas, aclaran algunos de los nuevos comportamientos que se busca definir. Por ejemplo, las primeras naciones de Estados Unidos lucharon a lo largo del siglo XIX por sus derechos de continuar cazando y pescando en sus propias tierras (ya transformadas por los colonialistas en “reservas”), como territorios soberanos bajo su propio gobierno. Algunas de ellas lograron establecer los mismos derechos de caza en los territorios que les quitaron para otorgárselos a los blancos. Estos derechos se han preservado hasta hoy en los “Tratados sobre los derechos a la caza” de cada estado, que controlan la ética del comportamiento de los cazadores ante los animales cazados y la redistribución de la presa, asegurando que no se sobrecacen en 112

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estos territorios. Inclusive, estas normas han influido en los códigos éticos de los cazadores de animales en general en ese país. En América Latina también, en los últimos años, una nueva literatura eco-antropológica examina críticamente las normas amerindias de la caza. En estos estudios, a pesar de las nociones de indígenas como “salvadores del planeta” de la crisis ecológica o la propuesta más política de “Vivir Bien”, se llega al consenso que los pueblos indígenas no siempre son conservacionistas y que más bien habría que abrir el alcance de los términos al debate. Según Chacon (2011), en el caso de las prácticas de los cazadores achuar de las tierras bajas de Ecuador, a pesar de las normas tradicionales que reconocen y respetan un ser espiritual que cuida los animales del bosque, en la práctica se ha sobrecazado varias especies, causando al mismo tiempo cierto nivel de degradación del medio ambiente. La respuesta exige un diálogo entre las poblaciones achuar, las personas profesionales en antropología, biología, ecología y quienes hacen políticas para generar un plan de manejo del bosque a largo plazo, el cual pueda prevenir una disminución mayor de estos recursos. Plan que debe incorporar los conocimientos ecológicos tradicionales en combinación con las contribuciones de la ciencia actual (cf. Chacon, 2011, p. 353). Probablemente estamos ante desafíos parecidos en todo el planeta. Estos trabajos eco-antropológicos tienen en común un esfuerzo por considerar las interrelaciones del mundo como la base para repensar las cuestiones éticas, religiosas y filosóficas al fondo de los posibles caminos de desarrollo que afrontamos. Nos ayudan a actualizar las ideas de Roy Rappaport (1987), expresadas en el texto seminal Cerdos para los Antepasados (cf. versión en inglés: 1968), sobre la eficacia moral de los “ritos”, construidos culturalmente, y la validez analítica del pensamiento ecológico. A partir de ellos, exploro la percepción del rito y el hacer ritualidad como parte de un contrato social que se debe entender en sus dimensiones filosóficas y en su poder de efectuar el retorno de un sistema ecológico inestable a un rango más óptimo. Me centro en los debates antropológicos en torno a la caza o bien el “sacrificio” de animales, en el contexto de los procesos de domesticación, ya no percibida como la dominación humana de la naturaleza, sino según un sistema de “crianza mutua” en un mundo dominado por ontologías animistas. Recurro a la vuelta animista en la an113

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tropología para repensar algunos conceptos clave en la etnografía regional (reciprocidad, pactos entre humanos y cerros, ofrendas). D o s e stud ios d e caso Examino los trabajos de dos colegas argentinos que tratan estos temas, aunque no resaltan los mismos nexos: la tesis doctoral de la antropóloga Lucila Bugallo (2015) sobre la vivencia en Abralaite, una comunidad campesina en la puna de Jujuy del noroeste de Argentina (NOA), y un ensayo del arqueólogo Francisco Pazzarelli (2014) sobre la etno-arqueología de la comida en Huachichocana, una comunidad de quebrada de la misma región. Desde la perspectiva de los debates sobre el sacrificio, generalizo su relevancia al nexo religión-desarrollo. Introduzco datos comparativos de mi propio trabajo de campo en los Andes sur-centrales en torno a Challapata (provincia Abaroa, departamento de Oruro, Bolivia), en el ayllu mayor de Qaqachaka. Los debates antropológicos a los cuales me refiero examinan las razones de la transición de sociedades cazadoras a sociedades pastoriles en otras partes del mundo (sobre todo en la región circumpolar), en nuevas lecturas de estas sociedades según la vuelta animista y perspectivista de las últimas décadas. Se trata del proceso de la domesticación de los animales de rebaño. Los debates a escala mundial todavía no han tomado en cuenta las experiencias en los Andes, donde las mismas transiciones han ocurrido hace siglos, pero con rasgos propios de la región. Por ejemplo, algunas descripciones coloniales de la región lacustre presentan evidencia de que, aparte de los pastores de camélidos (y ovinos) que vivían en el altiplano, había en los lugares más alejados grupos contemporáneos de cazadores, que se caracterizaban por sus formas colectivas de caza de vicuñas, en el rito conocido como la choquela, nombre que se usaba para referirse a ellos mismos. El meollo de estos debates distingue entre los ritos de caza aún practicados por los cazadores del mundo y los ritos de sacrificio practicados por los pastores que ya habían domesticado a sus animales. Ambos grupos suelen vivir ontologías animistas, en vías de ser repensadas en la antropología, ya no como un paso primitivo en las creencias religiosas según un proceso evolucionista que termina con el monoteísmo. Más 114

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bien, en el animismo (de las sociedades cazadoras del norte) se reconoce que el poder del mundo es distribuido entre los seres que habitan la tierra; no hay una sola fuente de poder en un dios todopoderoso. Los seres se engendran entre sí, recíprocamente, y la creación es continua. Cada ser vive su propio desarrollo adquiriendo la vitalidad de otros seres, y luego muere. Ninguna forma de vida es permanente, sino sumamente cambiante. Se forman relaciones innumerables de interdependencia entre cuerpos y almas, y la creación en un lugar exige su disminución en otra. La vida en sí abarca todo el proceso de la generación y luego la destrucción de estos seres. Estas ideas animistas tienen mucho que ver con lo que pasa en los Andes (cf. Haber, 2011), que se percibe en términos del flujo constante de fuerzas (ch’ama en aymara o qallpa en quechua) en el mundo (cf. Cavalcanti-Schiel, 2007; Arnold, 2012, p. 179). Asimismo, en las cosmologías de los grupos animistas se reconoce el papel vital de un ser poderoso que cuida a todos los animales del territorio bajo su mando. Se trata de nociones del control y manejo de los recursos del entorno y las obligaciones hacia estos seres de nosotros los humanos para tener acceso a estos recursos, y recíprocamente entre los seres tutelares del lugar y los humanos. Muchos estudiosos clásicos sobre este tema llaman a este ser el “Maestro” o “Señor de los Animales”, con su aspecto femenino en la “Maestra” o “Señora de los Animales”. En el altiplano boliviano, estos seres tutelares son los cerros guardianes (sea el uywiri, apu o mallku, según la región) y su contraparte en la Pachamama o Tierra Virgen (véase por ejemplo Choque Churata, 2009). Por su parte, en el noroeste de Argentina se nombra “Coquena” al ser tutelar de los cerros y la contraparte de la Pachamama. Se trata de un ser cuasihumano que anda vestido con pieles de animales que se reconoce como el dueño de sus propios rebaños de animales silvestres. Sostengo que a la Pachamama, que se suele definir actualmente en Bolivia, muy a lo cartesiano, como “espacio-tiempo” y que se relaciona casi exclusivamente a la tierra y la agricultura, habría que reconceptualizarla como un ser de mayor alcance, ligado también con lo pastoril. Con su pareja, el Coquena (equivalente al cerro guardián o uywiri en Bolivia), tenemos las expresiones regionales del Señor y la Señora de los Animales en las esferas tanto agrícola como pastoril. Este hecho me permite re-leer muchos ritos andinos centrados en la caza o sacrificio de 115

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animales en términos de un debate mayor sobre las posibles diferencias de perspectiva entre cazadores o pastores en los procesos históricos de domesticación, y en términos de las normas éticas del comportamiento humano en relación con otras especies. L o s d e bate s e n torn o a la do mesti ca ci ó n de l os an im ale s d e re ba ño Los debates entre las personas estudiosas sobre los procesos de domesticación de grupos cazadores y pastoriles del noreste de Siberia, por ejemplo de Willerslev, Vitebsky y Alekseyev (2015) –en su trabajo con pastores del norte de Escandinavia–, se centran en la antigua propuesta del antropólogo inglés Ingold (1980, 1986), sobre el hecho de que las cosmologías de los cazadores y pastores de las regiones circumpolares son básicamente similares. La cuestión es saber por qué en algunos casos los cazadores se han vuelto pastores, y por qué no en otros casos. Dada esta similitud de cosmologías, Ingold (1986) propone que los principios del sacrificio son prefigurados en la caza, y que el cambio de sociedades cazadoras a sociedades pastoriles sólo necesita una transferencia del control sobre los rebaños entre los maestros espirituales de los animales a sus dueños humanos. Ambos lados de este debate sostienen que los argumentos convencionales sobre este cambio histórico en términos de ganancia económica o adaptación ecológica ya no son suficientes; habría que entender los motivos cosmológicos de los incentivos que explican mejor estos cambios. Asimismo, Ingold (1986, cf. 2015) presenta el argumento de que, en la región circumpolar, las poblaciones ya acostumbradas a montar caballos se expandieron hacia el norte, donde se empezó a usar los renos como bestias de carga más favorables, debido a su mejor adaptación al terreno difícil. Se puede argüir lo mismo sobre el proceso de domesticación en los Andes, donde los camélidos proveían bestias excelentes de carga durante parte del año, pero el resto de ese periodo se los dejaba en los pastizales de los cerros con mucha independencia. Aunque a los animales “criados” se les denomina en aymara uywa, las poblaciones andinas reconocen que nunca hubo un proceso de domesticación ya 116

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terminado, puesto que cada generación de animales se debe reintroducir al dominio humano (cf. Dransart, 2002, p. 66). Ingold percibe estos procesos de domesticación (o semidomesticación) en términos de cambios históricos (y ontológicos) de perspectiva. Para él, en la caza, no es el cazador sino el Señor de los Animales quien sacrifica a uno de su propio rebaño. Entonces, cuando los grupos pastoriles sacrifican sus animales, solamente están haciendo lo que los cazadores dicen que hace el Señor de los Animales. Y desde la perspectiva del Señor de los Animales, vigilando todo lo que pasa en su entorno, todas las acciones de la caza aparecen como la narrativa “ideal” de los eventos. En cambio, desde la perspectiva de los cazadores, se debe cumplir con la inmolación del animal, de parte del Señor de los Animales, y se recibe la carne en recompensa por los servicios realizados. Sólo se debe cuidar de no caer en una caza excesiva de los animales, que es lo que el Señor de los Animales vigila en su dominio. El mismo Señor de los Animales está impedido de realizar la inmolación (aunque él puede amarrar los animales en anticipación de su muerte), porque matar es considerado el equivalente de la penetración sexual, o la penetración de su propia sangre en el animal, y como los animales son considerados sus “crías” –y sobre todo sus “hijas”–, sería equivalente al incesto padre-hija. Por tanto, el Señor de los Animales es, en efecto, un pastor espiritual que domina a los animales, pero que permite a los cazadores cumplir con sus necesidades, en tanto que los cazadores confían en que el Señor de los Animales les proveerá de animales para matar y consumir. Ingold reconoce también que la narrativa percibida desde la perspectiva del Señor de los Animales en la región circumpolar es, además, la narrativa de parte del oso, que funge como el Señor de los Animales por excelencia en aquellas sociedades. En los Andes, se puede decir lo mismo del felino. Al comparar estos seres espirituales en diferentes sociedades, Ingold nota que se trata de distintos modelos de dominación. En el modelo patriarcal del Cercano Oriente y de la tradición judeo-cristiana, expresado en las narraciones bíblicas, el Maestro de los Animales es antropocéntrico, un tipo de rey con el poder sobre aquellos reinos. Pero en la región circumpolar –como en los Andes–, el Maestro de los Animales no es gobernador de un reino, sino un ser espiritual que vigila a los animales como refracciones 117

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de su propio ser. Es decir, dentro de las ontologías animistas, se trata de seres antropomórficos que incluso pueden expresarse como los animales mismos (cf. Viveiros de Castro, 2012, p. 100s). Para Ingold, entonces, la transición de sociedades cazadoras a pastoriles, al dar origen a la domesticación y el sacrificio, puede indicar no tanto una progresión evolucionista sino un intercambio de perspectivas (sensu Viveiros). E l rito d e la qurpachada en la puna de J u j uy Con este debate en mente, revisemos las descripciones de Lucila Bugallo (2015) sobre los ritos a la Pachamama en Abralaite, en el noroeste de Argentina (ver figura 1), en agosto y febrero de cada año, en dos momentos opuestos, caracterizados por ritos paralelos que reconocen las relaciones de convivencia con el entorno mayor.

Figura 1: La comunidad de Abralaite. Fuente: Panoramio (2016).

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El rito de la qurpachada (o corpachada) que se realiza en agosto forma parte del ciclo mayor de producción agrícola, cuando se prepara la tierra para recibir la semilla (cf. Bugallo, 2015, p. 43). Bugallo se presta de Juan Van Kessel (1991) la noción de “pachavivencia” para nombrar al conjunto de ofrendas a la Pachamama en esa fecha, lo que los actores sociales perciben como actos de “dar de comer a la tierra”, y en lo específico como “pagos” a la tierra (cf. Bugallo, 2015, p. 43). Bugallo compara estos ritos agrícolas a la Pachamama del mes de agosto con los ritos de febrero, cuando se marca a los animales (a menudo acompañados por un sacrificio animal), rito que en la zona de Jujuy se denomina “la señalada”. Los dos ritos equivalentes en comunidades del altiplano boliviano serían los “pagos” (waxt’aña en aymara) a la Pachamama en agosto y la k’illpha en febrero. La gente de Abralaite percibe a la Pachamama como un ser viviente al cual se dirigen las ofrendas del rito (cf. Bugallo, 2015, p. 42) y como una expresión genérica del entorno del lugar. Bugallo halla el significado del término qurpachada en los verbos en aymara y quechua “para alojar” o “dar de comer” a alguien como una retribución por algo, como el trabajo agropastoril durante el año1. Hay un sentido adicional en aymara de qurpa que Bugallo sólo menciona de paso, como un “mojón” que marca los límites del territorio y de los pastizales (cf. Bertonio, 1984, p. 53). Esto completaría para mí el sentido del alcance del rito en todo el territorio en el que viven las familias de la puna, incluyendo los cerros, los ojos de agua, los pastizales, terrenos de cultivo y la casa en sí. Se ofrece a la tierra en esta ocasión hojas de coca y una aspersión de chicha, especialmente en las esquinas del terreno de cultivos (cf. Bugallo, 2015, p. 45). Bugallo nota que la qurpachada en la puna de Jujuy es un rito familiar dirigido por el amo y el ama de casa y no por un especialista. Con algunos días de anticipación, se prepara la chicha y se mata a una llama hembra negra para obtener el feto (sullu) que se ofrendará en el rito. En adición, se va acumulando todo el año un conjunto de ingredientes rituales para completar la ofrenda (tabletas de azúcar o misterios, illas, la hierba aromática q’uwa, lana, quinua cruda, etc.). En su análisis, Bugallo propone que la Pachamama es la anfitriona de estas ofrendas y 1 Bugallo recurre aquí a las descripciones de sendas obligaciones recíprocas en los textos de Guamán Poma de Ayala (1987, p. 912) y de Murra (2002, p. 366). 119

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que la gente que participa en el rito lo hace como una recompensa por haber sido alojado y nutrido por la pacha (en sentido del territorio mayor) durante todo el año (2015, p. 46). De todos modos, a este ser las ofrendas le “hacen alegrar” (cf. 2015, p. 59). En cambio, en los ritos comunales de la comunidad en su integridad, ejecutados hoy en día por las juntas vecinales (ya que la comunidad indígena no existe como una entidad jurídica), se tiende a realizar ofrendas a los entornos que se usan comunalmente, en este caso los cerros y los ojos de agua, a veces acompañadas por bailes para “hacer alegrar” a estos lugares (cf. Bugallo, 2015, p. 65). El rito de la qurpachada se acompaña con una comida especial, lo “que ama la Pachamama”, llamada tistincha (o tijtincha). A diferencia de la comida diaria, la tistincha se elabora con ingredientes secos que se deben hervir juntos toda la noche. Los ingredientes incluyen la carne seca de las cabezas y las patas o chalonas de un animal sacrificado y carneado, habas y mazorcas secas de maíz. Este tipo de carne seca rinde los huesos enteros que se ofrendará posteriormente en el rito. Se acompaña la tistincha con harina de maíz (piri) mezclada con grasa del pecho de la llama y agua, pero sin agregar sal. Algo muy importante es que antes de comer la tistincha, se debe purificar la casa, el patio y los corrales con un sahumerio de la planta aromática llamada q’uwa (cf. Bugallo, 2015, p. 68). En su descripción de este rito, Bugallo no menciona el término “sacrificio” y tampoco se preocupa por las diferencias entre las actividades de pastorear o cazar los animales, pues en Abralaite se practican aún ambas opciones, en distintos momentos del año. Más bien ella reitera una y otra vez las obligaciones morales al fondo de estas ofrendas a la Pachamama y la imperativa por cumplirlas dentro de la norma de “dar de comer a la Pachamama o si no ser comido por ella”. En cuanto a los sitios que reciben las ofrendas, el rito de la qurpachada se dirige al “corazón” de la casa, un pozo en el patio marcado por una piedra, preferiblemente blanca; un hueco que se considera la pacha, aunque se lo llama también el pachero, la boca de la pacha o el corpachadero de la pacha. A este hueco se ofrecen los ingredientes principales ya preparados y los varios elementos adicionales, lo que depende de la familia; al final se prende un cigarrillo y se dirige el humo a estos sitios en 120

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una especie de adivinación. Se enfatiza con las palabras que acompañan a esta parte del rito, los deseos de la familia para una buena producción, buena comida y buena salud para sus miembros y para sus rebaños (la “hacienda” de la casa), todo bajo la protección de la Pachamama. Desde este lugar ritual central se van haciendo ofrendas parecidas durante el curso del mes de agosto a sitios rituales más lejanos, en las estancias (o “puestos”), en los cerros, ojos de agua, pastos, corrales, revolcaderos, terrenos de cultivo y mojones. Ahora bien, en el contexto que quiero resaltar, llama la atención la naturaleza de los ingredientes de la qurpachada y, sobre todo, del tistincha, como elementos generados igualmente de la producción pastoril en la vida familiar de la puna de Jujuy. Y aunque en este rito se hacen ofrendas a la Pachamama como deidad de los terrenos menores de los cultivos agrícolas, se lo hace igualmente en su condición de Señora de los Animales de un territorio mayor, repleto con sus vegas y pastizales extensos en los cerros. Por tanto, interpreto el conjunto de acciones y las actitudes morales de ese rito como parte de un “pacto de reciprocidad” entre la familia y el territorio mayor en el que sus miembros viven y trabajan, incluyendo los cultivos menores, y más allá de este pacto de reciprocidad, como parte del flujo de fuerzas en el mundo, que los actores humanos sostienen y reproducen según las ontologías animistas que viven. Es esta convivencia recíproca la que exige el pacto de sacrificio y que se materializa en el banquete con la tistincha. Por eso la familia reconoce su provecho durante todo el año de los terrenos de cultivo y los pastizales y, en recompensa, rinde a la Pachamama un sacrificio de uno de sus propios animales de rebaño, con la esperanza de que de este modo los animales nunca se terminen. Aquí afrontamos la paradoja al fondo del rito: dado que los pastores y cazadores de Abralaite son los cuidadores de los animales de la Pachamama (y de su pareja, el Coquena), entonces, ¿cómo serían las reglas del sacrificio de uno de sus propios animales? L a com id a ll am ad a tistincha Hallamos ciertas pautas en el ensayo de Francisco Pazzarelli (2014) sobre el banquete de la tistincha (o tijtincha) después del rito de 121

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la qurpachada, esta vez en la comunidad de Huachichocana de la misma región (ver figura 2). Figura 2: La comunidad de Huachichocana. Fuente: GuíaFe (2016).

Como en Abralaite, se prepara este plato al hervir toda la noche trozos de carne con mazorcas de maíz, y a diferencia de los platos con-

sumidos en otros meses del año, en agosto, como señala Pazzarelli, se cocina una comida que no es propiamente “comida”, pues no alimenta a los humanos, sino a la Pachamama. La carne para este plato puede ser de cabra, oveja y/o llama, pero tiene que ser de animales grandes y viejos y, por tanto, de carnes más duras, la cual se introduce en la olla de cocina en grandes trozos. En Huachichocana se agrega en esta mezcla las reservas de cabezas secas de sacrificios de animal de algunos meses anteriores, y cada vez que se sacrifica un animal se guarda la cabeza en la despensa y la hacen secar para agosto. Como en Abralaite, al comer la tistincha se tiene cuidado de no quebrar ninguno de los huesos, para conservar la “suerte” de la familia. Las mazorcas secas que se agregan a la carne fueron seleccionadas, deshidratadas y almacenadas de las cosechas del verano. Según la descripción de Pazzarelli, a estas mazorcas se le imprimen diseños llamados 122

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“caminitos”, que se logran al retirar algunos granos, sin romperlos, y cuyos negativos terminan por “dibujar” figuras sobre la mazorca: líneas rectas o zigzagueantes (qinqu), como en los textiles, que refieren a los caminos del paisaje local que conducen a lugares específicos, o rectángulos que refieren a las chacras, casas o corrales de las familias. Se espera que con la cocción prolongada se “hinchen” los granos que restan para ocupar el espacio libre de los “caminitos”, lo que se propiciará en los lugares indicados, en tanto que las “casas” dibujadas se “llenarán” y habrá “suerte”. Parece que los caminos del maíz funcionan aquí como vías para dirigir la suerte a esos lugares. A la mezcla de maíces y carnes se le agrega sólo un poco de sal. Las carnes terminan deshilachadas y tiernas, separadas casi completamente de los huesos que ostentan “una blancura total”. En paralelo, las mazorcas acaban con sus granos hinchados y reventados, “en flor”, duplicando su tamaño y ocupando todo el espacio dejado por los “caminitos”, lo que hace casi imposible adivinar qué diseño tenía cada una. En los días en que se lleva adelante el rito de “dar de comer” a la Pachamama, todas las personas comen mucho. Según Pazzarelli, se come desde que amanece; desayunan comiendo empanadas, guisos, mate, asado y luego la tistincha, e inmediatamente después de comer, se comienza con los diferentes tipos de alcohol que se van a consumir durante el día: chicha de maíz, yerbeao, vino, química, licores varios y cerveza. Se enciende un cigarrillo detrás de otro y nunca se deja de coquiar (acullicar coca). Si en algún momento uno de los adultos presentes deja de masticar, tragar o coquiar, los anfitriones se le acercan para llenarle nuevamente su vaso, ofrecerle coca y convidarle más comida. ¡Coquien, coquien!, suele ser el grito a todos para continuar ingiriendo cosas. Pazzarelli enfatiza que el desarrollo del rito de “dar de comer” sigue lógicas similares en cada familia y grupo familiar de Huachichocana. Una casa posee, generalmente, una “boca” principal y varias “bocas” menores: estas “bocas”, como en Abralaite, son pozos de hasta un metro de profundidad, cubiertos con una piedra plana, que se abren anualmente para depositar allí la comida para la pacha. 123

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Para “dar de comer” a la Pachamama, primero se reparte la comida en la casa entre la pacha y las personas. Una vez que las personas han comido y bebido en grandes cantidades, y luego fumado y coquiado, se arman los atados de comida y todas las personas salen hacia la primera “boca”, realizan la apertura ritual del pozo, challan, sahúman y luego entregan comida, bebida, coca y cigarrillos. Después de “dar de comer” (cuando los cigarrillos que fuma la pacha se acaban), la “boca” se cierra y todos se retiran hacia la cocina. Allí todo vuelve a comenzar, y así continuamente. Pazzarelli enfatiza que la apertura de cada “boca” es un momento importante e intenso, pues durante todo agosto la pacha está particularmente hambrienta, la “boca” libera literalmente esa hambre e instaura un momento cuando todo tiene que ser medido y controlado. En esos momentos, coquiar y fumar es obligatorio. La atmósfera en la que se consume la tistincha es “de cierta alegría”. Según Pazzarelli, las manos van encontrándose en las fuentes para arrancar los mejores pedazos de carne, disputándose los cráneos y dejando como resultado una pila de huesos blancos y otra de “huesos” de mazorcas. Sólo las personas comen tistincha, ni los perros ni ningún otro animal debe hacerlo. El asunto es comer mucho “porque es comida para la pacha”. Todo este proceso de transformación e ingesta (sólo a través de los dedos) tiene el “objetivo” de liberar, revelar y exponer correctamente los huesos escondidos tras la carne, sin quebrarlos ni dañarlos. Pero, ¿por qué esto de nunca romper los huesos de la tistincha? En otro estudio, Bugallo (2009) plantea que la tistincha se vincula con un tipo de ofrenda en la que los huesos tienen una importancia clave, expresando una identificación entre las figuras del rayo (llamado quipildor en el NOA), la pacha y San Santiago por un lado, y los ancestros, los huesos y la fertilidad, por otro. Para ella, la tistincha se constituye en una de las comidas que permite calmar la ira (o “hambre”) de aquellos seres de los cuales dependen la abundancia y la “suerte” de los vivos. De allí la necesidad de que ninguno de los huesos de las ofrendas se encuentren partidos ni se quiebren al momento del consumo; de lo contrario, el rayo castigaría “quebrando” también la “suerte” de los comensales. Por su parte, Pazzarelli describe las diferencias entre las “maneras de mesa” en caso de la tistincha y aquellas que suponen el consumo del 124

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asado. En el asado, el hueso no se “ofrece” al comensal. Pero en la tistincha, los dientes deben luchar contra la carne adherida a los huesos, que terminan completos, limpios y blancos, pues la tistincha es para que las personas alimenten a la pacha. Pazzarelli refiere que una de las señas que se revelan al momento de la apertura de las “bocas” cada mes de agosto son los huesos limpios y sin carne del año anterior: encontrarlos de esa manera significa que la pacha recibió la ofrenda y la comió, lo que revela también la fe con la que las personas challaron. En caso de que la fe o las comidas hubieran sido insuficientes, la pacha no recibe y los huesos serían descubiertos al año siguiente con la carne todavía intacta. En términos del flujo de fuerzas en estas acciones, Pazzarelli explica que al proceso de revelar al hueso que se esconde tras la carne, los huacheños lo llaman “desnudar”. De la misma manera, los cueros de los animales se describen como “ropas” y al proceso de cuereado se le llama “desnudar”. Para Pazzarelli (cf. 2013, 2014), liberar al hueso de la carne que lo envuelve forma parte vital de otros eventos rituales que involucran carneadas, en las cuales las relaciones de crianza y parentesco que vinculan a pastores y animales se hacen explícitas al momento de dar cuenta de las relaciones entre el “interior” y el “exterior” de los seres. “Envolver” y “desenvolver” son procesos clave para comprender los modos en que los animus y las energías vitales se mantienen juntos o se liberan, respectivamente, en la circulación mayor de animus en el mundo. Al explorar estos nexos, Pazzarelli explica que la intención de las personas es que se coma aquello que se está ofreciendo a la Pachamama, para que no descargue su hambre en ellas mismas ni en sus animales o campos. Concuerda con las interpretaciones etnográficas que el “dar de comer” se inicia con el deseo humano de no ser ingerido por la pacha y que intenta renovar las relaciones de fertilidad para el año mediante un ofrecimiento deliberado de comida (cf. Bugallo, 2009). Al mismo tiempo, para Pazzarelli se trata de un acto de “autocanibalismo”, puesto que los animales sacrificados y luego comidos forman parte del entorno de crianza mutua del pastor y su familia.

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Parte II: Los pastores de la Pachamama Agrego dos puntos adicionales para aclarar la pertenencia de la Pachamama y el Coquena al dominio pastoril. Primero, las acciones de comer la tistincha están muy ligadas al quehacer del pastor humano del animal sacrificado –se trata de una comida elaborada en su hogar– y la identificación de ese pastor con la Pachamama en su condición de Señora de los Animales, en vías de comer a uno de sus propios hijos. Por tanto, es importante comer “con los dientes de la Pachamama”, pues se está comiendo a modo de uno de los pastores de este ser, yo diría de un felino. Y segundo, me llama la atención el prolongado proceso de cocinar la carne de este sacrificio y el hecho de que esta carne debe ser seca, como si estuviera tratando de disminuir su materialidad animal, o por lo menos reducir la apariencia y sabor de la sangre presente, en su condición de la esencia vital o animu de animal matado. El mundo de los felinos ligados a la Pachamama y a los cerros guardianes es parte de la vida de Qaqachaka, en el sur de Oruro, y de los ayllus del norte de Potosí, que conozco de años de vivencia allá junto con Juan de Dios Yapita. Se concibe a estos animales como los verdaderos “pastores” de los cerros, que protegen a los animales de los rebaños, si se ha cumplido con las debidas ofrendas a éstos en su momento determinado. En Qaqachaka, con frecuencia se mencionan casos de animales que se han encontrado como cadáveres secos en los pies de un barranco, con toda su sangre chupada, y se culpa a los seres de los cerros llamados paqu punchu o paqu awayu (“poncho rojo, aguayo rojo”, macho y hembra); es decir, a los felinos menores (usualmente los gatos monteses) que no han sido respetados en su debido momento.2 Se dice que estos seres incluso empujan a estos animales desde los barrancos, antes de chupar su sangre. Esto de chupar la sangre se liga con el aliento poderoso que tienen los felinos, y cuando éstos agarran del cuello a un animal de rebaño, su aliento es suficiente para matarlo y el cuerpo no se despedaza mucho. La antropóloga escocesa Penélope Dransart, refiriéndose a la comunidad de Isluga, en Chile, confirma que los felinos allí también son 2 En los valles del ayllu Milma, en el norte de Potosí, se llama a los mismos seres Tomasino y Tomasina. 126

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considerados los guardianes espirituales de los animales domesticados (cf. 2002, p. 28). Esto se hace evidente en las ofrendas de la ceremonia del wayñu, equivalente a la “señalada” en la puna de Jujuy, cuando se suelen manejar gatos monteses y también zambullidores o chullumpis momificados, en su condición de los verdaderos “pastores” o awatiris (pastores) de los rebaños de llamas y alpacas (cf. Dransart, 2002, p. 92, citada en Smith, 2012, p. 44). Los chullumpis allí complementan a los felinos como el aspecto espiritual de las llamas, que actúan como intermediarios entre el mundo de adentro en las lagunas, el mundo de la tierra y el mundo arriba del cielo. El antropólogo holandés R. Tom Zuidema (cf. 1985, p. 186, citado en Smith 2012, p. 44) respalda estas ideas al observar que los pastores modernos en comunidades cerca de Cusco culpan a sus felinos momificados o pieles de puma cuando un animal de rebaño ha sido matado, incluso pegándole por no haber protegido el rebaño.3 Zuidema también comenta sobre un rito altiplánico en el que se usan pieles de pumas para asegurar una buena cosecha (cf. 1985, p. 186). Por su parte, Bugallo (cf. 2015, p. 230s) describe bailes parecidos en el NOA, en la Colonia, para celebrar a las wak’as del lugar, en donde los hombres se vestían de animales silvestres (tigres, leones, usqullus, venado, los suris-samilantes y caballos relacionados con el pastoreo). Estas ideas sobre el felino como el verdadero pastor de los rebaños tienen un largo trayecto, puesto que se ven imágenes de felinos cuidando a los rebaños de camélidos en el arte rupestre de los Andes. Dransart describe dos paneles de este tipo en el norte de Chile que fechan al período precolombino, cerca de la frontera con Bolivia (cf. 2002, p. 19s; ver también Berenguer R. y Martínez, 1986). Uno de los paneles (TU 60) muestra “…camélidos a escala real, que miran hacia una fisura, más o menos vertical, en la pared rocosa. Inmediatamente a la izquierda de esta figura, una puma a escala real y mirando hacia la derecha del observador, confronta a los camélidos” (Dransart, 2002, p. 193). La figura vertical es pertinente, porque alude a la idea de que los camélidos emergen de los ojos de agua y las cavernas del cerro (ver figuras 3a y 3b). 3 Urton plantea ideas parecidas relacionadas con pumas en comunidades en torno al Cusco (cf. 1985, p. 129 y 281; citado en Smith, 2012, p. 44). 127

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Figura 3. El arte rupestre del norte de Chile con un felino como pastor de los animales, en TU-60, Quebrada de Tulán, Salar de Atacama. Fuente: a) izquierda: Berenguer (1995, p. 20); b) derecha: Dransart (2002, p. 194).

Cada uno de estos ejemplos respalda la idea de que los felinos son animales del dominio de la Pachamama y de los cerros guardianes (los equivalentes al Coquena), y como sus representantes, cuidan a los animales del rebaño que pastean en los cerros. El c omp le jo de la exoga mia a liment a ria Para teorizar estas ideas un poco más, propongo que varios aspectos de los ritos examinados aquí, incluyendo la presencia de los pastores felínicos, se ubican en el complejo antropológico clásico de la exogamia, que organiza las normas sociales del sacrificio y su redistribución. Primero, las ofrendas a la Pachamama del feto de la llama sacrificada en el rito de la qurpachada. Segundo, la tendencia de evitar en la preparación de la tistincha la animalidad del sacrificio presente, sobre todo en la sangre, al sobrecocerlo. Tercero, las ofrendas en los pozos de los cerros (y así del Coquena) de las cabezas y huesos de animales, reconstruidos en una osamenta entera, la que se asocia con la “suerte” del pastor-cazador. Cuarto, la figura del felino, a veces asociada con las lluvias y el arco iris, como el pastor de la Pachamama y el Coquena, y a la vez un vengador hacia los animales e incluso hacia sus dueños humanos cuando no se han rendido estas ofrendas debidamente. Según las normas universales de la “exogamia alimentaria” (equivalente a la exogamie alimentaire en francés o el own kill rule en inglés), descritas por varios investigadores (cf. Knight, 1987, cap. 128

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2, 1991; Makarius y Makarius, 1961; Testart, 1978, 1985, 1986), cuando un cazador mata a un animal, él tiene prohibido comer su propia presa, porque esto infringiría las reglas de la sociabilidad y la reciprocidad que vinculan los grupos humanos según los lazos de exogamia. En lugar de ello, el cazador debe entregar una parte de la presa a la familia de su pareja (para cumplir con las normas de la “exogamia alimentaria”) y anteriormente, en el sitio de la matanza, ofrecer una parte vital al Señor de los Animales (o su equivalente), en recompensa por haber matado un animal de su dominio y a modo de devolver esta parte vital a la circulación de los animus de estas especies en el mundo. Knight (1991) agrega a este complejo una temporalidad, puesto que en muchas sociedades se solía cazar en la oscuridad de la luna, y luego festejar el banquete de la carne en la luna llena. Por su parte, Malinowski (1963, p. 290) llama a este complejo la “costumbre de una división comunal de la presa”.4 Algunos autores perciben, en el fondo de este complejo, rasgos del totemismo, de modo que se siente una corporalidad en común entre la comunidad humana y la comunidad animal del totem, y comer a este animal sería comerse a uno mismo. Pero me convence más la posibilidad de que al comer un animal, se trata de un acto de autocanibalismo, en la participación humana en un flujo animista de animus emparentados, a modo de garantizar la perpetuación de estas especies. Una idea parecida entre muchos grupos de cazadores es que si el cazador come su presa, perderá para siempre su “suerte” para cazar otros animales. Entre los grupos de Sudamérica, este complejo ha sido ilustrado por Baldus (1952) para los sirionós del este de Bolivia. Entre los guayaki del este de Paraguay, según Clastres (1972), la noción de suerte se llama pana, en tanto que pane es la angustia que se sentirá al comer la presa y perder la suerte. Y entre los bororos de Brasil, según Crocker (1985, p. 41s), se aplica el término bope a los espíritus de ciertos animales de caza con los cuales el cazador se identifica, y a los cuales se debe ofrecer una parte del animal antes de comer el resto. Además, se debe tener cuidado de no comer la sangre de estos animales; por tanto, tal y como sucede en Abralaite y Huachichocana, se hierve 4 Innumerables variantes sobre este tema pueden ser consultadas en los textos citados en esta parte. 129

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la carne lo suficiente como para asegurar que cualquier evidencia de la sangre esté obviada (cf. Crocker, 1985). En los estudios clásicos sobre Australia se señala que cuando se rompe los tabús del complejo de la “exogamia alimentaria”, llega la venganza en la forma del arco iris, o la mítica “serpiente del arco iris”, que consumirá al cazador negligente (como la serpiente al final de la poesía de Storni). La cuestión es si el cazador o pastor en un contexto andino, en el momento de matar a un animal y al ofrecer los huesos reconstruidos del tistincha como ofrenda para el espíritu de los animales, estará cumpliendo con las mismas normas de la exogamia alimentaria. O es que el pastor andino, a diferencia del cazador, asume en el momento del sacrificio el rol del Señor de los Animales (o de la Pachamama), volteando así un acto de caza en un acto sacrificial, según el cual el Señor de los Animales (o la Pachamama) en efecto está sacrificando uno de sus propios animales. La posibilidad de que la Pachamama sacrifique sus propios animales –e incluso los propios humanos en su entorno– está siempre presente en la puna de Jujuy como en los Andes, en los dichos de costumbre que “nos cría” en la vida y “nos come” en la muerte, y las coplas cantadas que reiteran: “…no los comas todavía, son jovencitos, tienen que dejar semilla” (Bugallo, 2015, p. 55). Me parece que ambos aspectos del sacrificio están presentes en el rito jujeño de la qurpachada y en el banquete de la tistincha que la acompaña. Desde el punto de vista del cazador, se rinde una parte del animal “cazado” al cerro, en los huesos de la osamenta u otras partes vitales del animal. Y desde el punto de vista del pastor, al comer la tistincha con los dientes, como un felino, se está identificando con la Pachamama como la Señora de los Animales, y con sus propios “pastores” felinos por excelencia, en el acto de degollar uno de sus propios animales. Varios estudios etnográficos y una gama de trabajos folklóricos sobre la puna de Jujuy señalan que la Pachamama y su contraparte masculina Coquena (a veces llamado Coquela o incluso Pachatata) son “personificaciones de la tierra”, y por tanto generadores y protectores de los pastizales y de las fuentes de agua, y que son ellos quienes reciben las ofrendas de la qurpachada, así como las ofrendas a los ojos de agua (cf. Bugallo, 2015, p. 56 y 77). Otros estudios interpretan la ofrenda del sullu (feto) en este rito como un “pago” a la Pachamama 130

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que se debe hacer en recompensa por la protección a los animales que hay en la tierra (Merlino y Rabey, 1983, citado en Bugallo, 2015, p. 57), o bien para abrir la boca de la Pachamama a modo de impulsar los flujos de fuerzas entre las distintas dimensiones del mundo en ese momento transicional del año. De todos modos, se hace este pago a la tierra para que se tenga un buen pasto todo el año (cf. Bugallo, 2015, p. 62). El sacrificio de la llama es especialmente adecuado, puesto que este animal “personifica” a la pacha. Bugallo menciona que cuando se hace florear a las llamas en el mes de agosto (y supongo que también en febrero, en el rito de la “señalada”), es como hacer florear a la Pachamama y al Coquena. La autora agrega que el rito de pago a la tierra se percibe como una especie de ayni entre la gente y la Pachamama, que consolida una “reciprocidad culinaria” o “crianza mutua” durante el año venidero, como parte de las reglas de obligación de compartir en estas sociedades. Como en la exogamia alimentaria, estas obligaciones exigen ciertas normas de comportamiento hacia el entorno y en el quehacer de los ritos, que si se rompen o hacen mal, inducirán la cólera y la venganza de la Pachamama (2015, p. 82s). Cumplir con estos ritos de reciprocidad es particularmente importante en agosto, el mes de temor para los puneños, pero también de “suerte”, puesto que termina un ciclo de cultivo y se abre otro. La boca de la Pachamama está abierta y hambrienta “para recibir la nueva semilla”, y los cerros y ojos de agua también tienen hambre y pueden saciarla al comer a los animales (cf. Bugallo, 2015, p. 66). Por su parte, Bugallo insiste en que la obligación moral al fondo de las obligaciones recíprocas y de redistribución (con sus orígenes en la exogamia alimentaria) va más allá de los contextos rituales, para abarcar las normas de intercambio económico entre las distintas zonas ecológicas, que se dan periódicamente entre grupos que contribuyen con distintos productos a estos intercambios, y también el sentido de “lo justo” en los precios establecidos en las ferias regionales (cf. 2015, p. 482). Las normas de alojamiento durante los viajes a otras zonas son otro ejemplo de estas obligaciones morales, como es la idea muy diseminada entre las poblaciones actuales de la puna que la tierra es el medio para vivir y la fuente del trabajo. 131

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L a n oción an d in a d e la “cr i a nza mutua ”: uywaña Para entender mejor las relaciones entre los animales silvestres de los cerros y los animales criados por los humanos en rebaños, el papel en estas relaciones de la Pachamama y los cerros guardianes, y las obligaciones humanas en ellas, volquemos la mirada hacia los conceptos propiamente andinos en juego. En los últimos años, una gran contribución de la antropología andina a los estudios continentales ha sido la recuperación de la noción andina de “crianza mutua”, explorada primero en la década de 1970 por el antropólogo chileno Gabriel Martínez (1976). Refiriéndose a la comunidad aymara-hablante de Isluga, Chile, Martínez (1976) resalta la constelación lingüística aymara en torno a la raíz uyw-: el verbo uywaña (criar), el sustantivo uywiri (el criador), etc. El respaldo etimológico del Vocabulario del aymara colonial de Bertonio (Bertonio, 1984, p. 371), en la entrada uywaña (escrito uyhuatha), que quiere decir “crías, los hijos y cualesquiera animales”, le permite confirmar que esta constelación hace referencia a la crianza, al cuidado, al cariño, al respeto, al amor, las relaciones entre padres e hijos, entre pastores y sus llamas, y entre los seres vivos y los seres antiguos (cf. Martínez, 1989, p. 26). Para Martínez, el sistema de los uywiris de Isluga no existe aisladamente, sino que forma un conjunto con el entorno territorial mayor de los juturis (ojos de agua), de donde salen, aparte del agua, las aves y los camélidos, las pukaras (fortalezas) que cuidan la agricultura del lugar en su condición de “aviadores” y los sirenos (cascadas), donde el agua salta de la tierra haciendo ruido, lo que inspira a los músicos porque hacen templar sus instrumentos, en un paisaje sumamente sagrado. El antropólogo holandés Juan van Kessel (1980) también prestó atención a la noción de “crianza” en comunidades aymara-hablantes de Chile. Van Kessel toma por sentado que los aymaras son animistas, “… porque viven en un mundo en que todos los objetos de la naturaleza y aun los artefactos tienen su propio espíritu o alma, algunos fuertes, otros benignos, otros malignos”, y en que “…la naturaleza constituye un todo vivo”. Además, “…dentro de este conjunto cósmico, llevan una existencia solidaria entre sí” (1980, p. 320). 132

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Posteriormente, Van Kessel expandió el alcance semántico de “crianza” para comprender lo que desde la universidad y las agencias de desarrollo se entiende como “tecnología” (cf. Van Kessel y Condori Cruz, 1992; Van Kessel y Cutipa Añamuro, 1998; Van Kessel y Enríquez Salas, 2002). Desde allí, Van Kessel (1991), como antes también Lechtman (cf. 1993, p. 245s), hizo énfasis en los aspectos socioculturales de la tecnología andina, la cual, a diferencia del enfoque en el hardware de la tecnología del Occidente, privilegia la coordinación de poblaciones grandes en asuntos productivos en común. Van Kessel recurre a la obra del filósofo argentino Rodolfo Kusch (1970) para señalar que las tecnologías regionales andinas no siguen la “lógica de la causalidad eficiente”, sino un sentido “seminal” en un modelo del desarrollo biológico: acontecimientos y cosas “se producen” como en el reino de la flora y la fauna. “Brotan por la fuerza vital y generadora del universo divino (Pachamama); crecen, florecen, dan fruto y se multiplican cuando las condiciones son favorables y cuando son cultivados con cariño y comprensión” (1991, p. 11). Es este “cariño” respaldado por el pensamiento “bio-lógica” lo que indica la relación personal del ser humano con el objeto de su trabajo. En la última década, una nueva generación de estudiosos, entre ellos el arqueólogo argentino Alejandro Haber (2007, 2011), ha revisitado el complejo de uywaña para desarrollar un nuevo método del entendimiento del mundo. En lugar de estudiar las sociedades indígenas prehispánicas centrándose en las relaciones entre variables, aspectos, términos o categorías, y sus cambios a lo largo del tiempo, Haber –en su ensayo de 2011– propone pensar en términos de una “red conceptual” que, en lugar de definir patrones sobre la base de relaciones, considera las relaciones entre las relaciones. Tal meta-patrón, que es uywaña, no se reduce a un aspecto o conjunto de variables, sino que se extiende “rizomáticamente” (sensu Deleuze y Guattari, 1988) sobre las relaciones entre distintos aspectos de la vida. Por tanto, Haber –en su ensayo anterior (2007)– busca ir más allá de la crítica deconstructiva de conceptos hacia una exploración de una teoría propiamente indígena de la relacionalidad, a través del vocablo aymara uywaña. Otro ensayo pionero sobre la misma comunidad de Huachichocana, realizado por Verónica Lema (2014), desarrolla un análi133

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sis etnobotánico fiel al concepto andino de uywaña. Se centra en el nexo vital entre los espacios considerados antes como “productivos” y los espacios sociales, para entender las interrelaciones entre comunidades humanas y comunidades vegetales a través del tiempo. Lema entiende así los espacios bioculturales en estos dos aspectos, relacionados a la doble agencialidad entre personas y organismos vivos en una “crianza mutua”. Ya no se trata de estos procesos en términos de “manufactura” o “producción” (conceptos derivados de la industrialización), sino que se fundan las categorías semánticas anteriores de hacer/fabricar con la de “criar”, propia del mundo vivo. Desde esta perspectiva, Lema rechaza el término “domesticación” (traer al domus desde lo agreste) como una “dominación de la naturaleza” (lo silvestre), según el marco anterior de los estudios de desarrollo, a favor de la “crianza mutua”. Lema toma por sentado que en el universo andino de comunidades humanas, animales y plantas, se trata de intervenciones en el flujo constante de energía, en diálogos, conversaciones, intercambios y pactos entre los sujetos del cosmos, y en negociaciones permanentes para restablecer y renovar los acuerdos (es lo que Cavalcanti-Schiel, 2007, denomina el multinaturalismo andino). Para abarcar todos los procesos de ligar los seres humanos y no humanos en las dimensiones parentales de la vida social, Lema prefiere hablar de incorporar en el “ayllu”. El ayllu aquí incluiría a la chacra, los animales de pastoreo, los cerros y ríos, con los que se establecen relaciones de parentesco o compadrazgo, además de las casas, estancias, etc.; en otras palabras, lo que se llama en el NOA la pacha. Hasta aquí bien. Pero en el análisis falta todavía enfatizar el impulso redistributivo en el fondo de estos ritos. Al hablar de la crianza mutua en un campo animado de fuerzas, se logra identificar las relaciones de parentesco y descendencia entre especies. Pero al participar en las relaciones de intercambio entre grupos afines (de carne y otros tipos de comida, e incluso de actividades sexuales), sería necesario complementar el concepto de “crianza mutua” con el de “intercambiar” las cosas. En su tesis, Bugallo (2015) anuncia estas ideas complementarias, pero hay más que decir. En aymara, el concepto de uywaña (“criar”) se complementaría con el de ayniña o kutiyaña (“intercambiar”). Y se entenderán estos 134

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intercambios a través de la modalidad de entregar dones de ofrendas (carne y otras), según las normas de liwaña o waxt’aña (“ofrecer”), todo ello en el campo de las obligaciones morales vigentes entre los seres de un territorio determinado. L o s ritos f am iliare s y co muna les a lo s ce r ros e n Q aqachaka La serie de obligaciones morales, recíprocas y redistributivas en el fondo de los ritos de la qurpachada y la tistincha va adquiriendo sentido dentro de los ciclos ecológicos mayores del lugar, vigilados por la Pachamama y Coquena, y la búsqueda de garantías para su continuidad en la vida de las poblaciones del lugar. La etnografía de Qaqachaka agrega algunos detalles etnográficos a las descripciones que hacen Bugallo y Pazzarelli de los ritos familiares a los cerros que ocurren en las mismas fechas, ya contextualizados dentro de estos ciclos ecológicos mayores. En el libro Río de vellón (Arnold y Yapita, 1998), las mujeres mayores del lugar, como doña María Ayca, en su condición de parteras, pastoras y cantantes (quienes también tejían en su juventud), nos explicaron que las llamas de determinados colores emergen de los ojos de agua asociados con las costuras rocosas (ch’uku) del mismo color en los cerros, ubicadas cerca de los lugares de ofrenda. Aun así, para ellas es aún más cierto que las llamas “descienden de las montañas más altas”, puesto que son éstas las que tienen una mayor relación con el cielo y las constelaciones de las llamas que se ven en las manchas negras allí. Esto es porque, en tanto que las llamas terrenales (y las aves como sus contrapartes) emergen de los diferentes lugares acuáticos en la tierra, la Llama Celestial emerge de los lugares acuáticos en el cielo (cf. 1998, p. 213). En su exégesis sobre los cantos, doña María Ayca contó que la costumbre de soltar los animales de parte de las montañas era un elemento de un pacto recíproco mucho más amplio entre la gente y los grandes cerros del ayllu, que son los verdaderos “dueños” de los animales. Según ella, la gente del ayllu sólo “se presta” los animales de sus verdaderos dueños y, a cambio, debe hacer un sistema regular de “pagos” a los cerros en su condición de ofrendas, de modo que 135

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los cerros continúen soltando más animales en el futuro, mientras vigilan los rebaños. Por tanto, según doña María Ayca, estas mujeres hablan de la misma dependencia de la creación animal en un sistema mayor de intercambio (ayniña o kutiyaña), organizado por una ética andina impulsada por una ley primigenia de derecho de propiedad y su recompensa. Entonces, para aprovechar las primicias de la tierra, vivificadas por las lluvias o la carne de los animales alimentada por los pastos del lugar, se debe ofrendar de tiempo en tiempo sacrificios para asegurar la continuidad de este sistema mayor. Doña María nos explicó que, según su abuela, aun más allá de estos acuerdos terrenales, existía un diálogo al respecto entre los cerros altos y los dioses del cielo (en última instancia el Sol y la Luna), que les obligaban a soltar los rebaños y mandarlos a las altas montañas (cf. Arnold y Yapita, 1998, p. 214). En memoria de ello, en los versos de sus cantos se reiteran una y otra vez las obligaciones humanas a estos seres superiores: Janiw inatakiti, janiw q’asatakiti

No es en vano, no es para nada

Awksa, Tayksa sirwiñataki…

Es para servir a Nuestro Padre, a Nuestra Madre…

En el contexto de nombrar a los animales según el color de su vellón, se usan dos verbos aymaras distintos. En el primero, sutxataña, la raíz suti quiere decir “nombre”, quizás con el sentido de un alma-espíritu de bautismo que envuelve el animal como una capa adicional de protección, una vez que su propia piel haya endurecido, y el sufijo adicional -xata indica que se ha alcanzado algo encima del animal al nombrarlo (cf. Arnold y Yapita, 1998, p. 218). El segundo término, ayxataña, tiene el mismo significado de “poner un apodo a algo”, pero lleva el sentido más explícito de alcanzar un objeto alargado encima del animal al nombrarlo, por ejemplo “poner dos palos cruzados” y quizás en el pasado un bastón de mando o vara. Me hace recordar el bastón de las autoridades regionales o las imágenes históricas de la Maestra de los Animales en su condición de la Mujer de los Camélidos, llevando un báculo o centro, en la sociedad de Pukara contemporánea con Ti136

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wanaku (Ilustradas por Chávez, 1992, I, p. 196s y II, p. 684), como se muestra a continuación (ver figura 4).

Figura 4: La Mujer de los Camélidos, de Pukara, llevando una alpaca y agarrando una vara con cabeza de doble ancla y una bolsa-red (u ovillo), y con otros motivos de plantas brotando. Fuente: Chávez (1992, p. 677).

Cuando los animales nacen en el territorio del mismo ayllu, las mujeres de Qaqachaka recurren al segundo verbo, ayjxataña, en el rito de nombrarlos cuando alcanzan un año de edad, porque su gama semántica incluye a los pastizales y por tanto a la cualidad del vellón. La raíz ayja- de este verbo denomina a los ejidos y ayjatiru (castellano: “ejidario”), que son las tierras húmedas donde la paja y el pasto crecen bien. Se aplica el mismo término a una persona que suele pastorear animales lejos de la comunidad, en el dominio silvestre vigilado por los Señores de los Animales (cf. Arnold y Yapita, 1998, p. 219). Para las mujeres pastoras, el verbo anxataña lleva el sentido adicional de envolver a los 137

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animales en su canto, para transformarlos del dominio silvestre al dominio humano (cf. Arnold y Yapita, 1998, p. 219). En Qaqachaka como en Abralaite, en las ceremonias de ofrendas anuales a los cerros, en el mes de agosto, se sacrifica una llama del rebaño y la familia consume su carne, teniendo cuidado de preservar todos los huesos. Después de comer, un especialista del ritual junta todos los huesos del animal para reconfigurarlos en una osamenta completa, que los hombres de la familia, acompañados por el especialista, llevan al lugar familiar de ofrendas (liwaña) en el cerro guardián o uywiri pertinente. Allí se abre la “caja” ritual familiar y se entierra la osamenta, acompañada por otros ingredientes (es importante incluir una botella de agua), y finalmente se cubre la osamenta reconstruida con una “piel” adicional de hojas verdes de coca y las flores asociadas al animal (cf. Arnold y Hastorf, 2008, p. 75). Se piensa que las emanaciones fétidas de la descomposición del animal crean nubes que saldrán de la cima de los cerros para generar el nuevo ciclo de lluvias que reverdecerá los pastizales de los cerros (ayudado por los muertos, humanos y animales, ya dentro de la tierra). Estos pastizales alimentarán a una nueva generación de animales, que a su vez rendirán su carne para alimentar a las familias que viven en torno al cerro guardián (cf. Arnold y Hastorf, 2008, p. 77). En este rito, la ofrenda funge como una illa del animal sacrificado, que ayuda a reproducir más crías en el año venidero, al “soplarles” con el flujo de su aliento (cf. Arnold y Hastorf, 2008, p. 75). La osamenta reconstruida se llama “lo que agarra llamas” (qarw katuri) o bien “cuidador de llamas” (qarw uywirpa), en tanto que la ofrenda en su totalidad se llama ch’iwu, un término polisémico que abarca toda una gama de significados adicionales. En primera instancia ch’iwu se refiere a la carne del animal sacrificado que se comparte en el banquete familiar. Ch’iwu es también el nombre ritual de las hojas de coca que se acullican después de comer y recordar la entrega de la carne de parte de los cerros, y el deseo de los participantes en ese evento para pastizales abundantes en el año venidero. Una vez que el grupo familiar va al cerro con el especialista ritual, ch’iwu describe la envoltura de hojas de coca en la osamenta reconstruida de los huesos del animal sacrificado, la que se ofrece en las “cajas” (huecos de ofrendas) del cerro guardián, 138

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conjuntamente con la serie de ingredientes rituales. Aquí, ch’iwu describe a esas hojas de coca en su condición de la nueva cobertura deseada de carne y, además, las nubes lluviosas que generarán la nueva cobertura de pastizales verdes en el territorio en torno al cerro, además de los cultivos que rendirán la comida humana en el año venidero (cf. Arnold y Hastorf, 2008, p. 77). La participación ritual humana en este ciclo de crianza mutua es la que asegurará la continuidad de los ciclos climáticos y, sobre todo, el papel de las aguas en el control y balance de los ecosistemas locales (cf. Bugallo, 2015, p. 109). En el acto de sacrificio, los animales muertos (ayudados por humanos), cuyos huesos están ya dentro de la tierra, reanimados por el aliento de su descomposición, inician el nuevo ciclo de lluvias, en que la carne ya transformada en nubes se convierte en las lluvias y finalmente en las nuevas coberturas verdes de los pastizales del cerro. L o s f e lin os com o guardi a nes de la s p u ertas e n tre l os m undo s Al cerrar la caja ritual en el cerro y salir del lugar, nunca hay que mirar hacia atrás; se puede ver a los felinos del cerro que asoman a este lugar para comer los restos de los animales (cf. Bugallo, 2015, p. 502). Se teme que los pumas y otros felinos, como animales predadores, al comer las ofrendas en los cerros, también pueden comer a los humanos. Ésta es la razón por la que las mujeres no pueden asomarse a estos sitios rituales. En estas circunstancias, tanto el felino como el pastor de la Pachamama y el cerro guardián, en su condición del Señor de los Animales (junto con la vicuña, venado y otros animales de los cerros), tienen un papel vital en el ciclo ecológico mayor de la creación de las nubes y la caída posterior de las lluvias. Este nexo entre los felinos y las lluvias es parte de una larga tradición en los Andes. En muchos qeros incaicos y coloniales se ven felinos, de cuya boca sale el arco iris y controlan las lluvias para los reinos incaicos (ver figura 5).

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Figura 5: Qero incaico con felino y arco iris. Fuente: Museo Británico, Londres (Am1950,22.2, AN).

En una de las narraciones del manuscrito de los ritos y tradiciones de Waruchiri, se cuenta que un hombre gana una competencia al vestirse con la piel de un puma que se encuentra cerca de un manantial, y al bailar con este disfraz un arco iris sale del manantial (cf. Salomon y Urioste, 1991, p. 58; Zuidema, 1985, p. 192). En general, se considera al felino como el guardián tanto de los ojos de agua en los cerros como de las puertas entre los mundos; por tanto, es el guardián de las salidas a este mundo de los rebaños de llamas que viven dentro de la tierra. En el NOA, Bugallo identifica un complejo similar. Mientras los humanos crían sus propios rebaños (o uywa) de llamas, alpacas, ovejas, etc., la pareja de la Pachamama y el Coquena, en su condición del cerro guardián (cf. Bugallo, 2015, p. 508), cría sus propios animales, en este caso las bestias silvestres de los cerros: vicuñas, guanacos, vizcachas, rheas o suris, y las aves, su perro y el zorro (cf. Bugallo, 2015, p. 354). Esta pareja cuenta con la ayuda de sus propios pastores para cuidar a estos animales, que suelen ser los zorros y los felinos, en especial los pumas (considerados el “tío” del zorro, cf. Ricard Lanata, 2007, p. 425, citado en Bugallo, 2015, p. 245). El Coquena va como pastor detrás de estos 140

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animales, como su propietario y arriero (cf. Bugallo, 2015, p. 507). Por su parte, estos animales son considerados parte de la pacha, y se reconoce que el rito de la “señalada” es una forma de comunicación con estos seres (cf. Bugallo, 2015, p. 354). El Coquena es considerado además el dueño de los elementos dentro del cerro (en el putunku o mundo interno), y no sólo de los rebaños de animales, sino también de los minerales y otros tesoros, y el agua que aplaca la sed de los animales (cf. Bugallo, 2015, p. 354, 506s y 545). La gente “hace reciprocidad” igualmente con este mundo interior, en una ontología relacional y animista. Se dice que Coquena se viste de lana de vicuña (cf. Bugallo, 2015, p. 506) y parece que este ser encarna la cobertura de los animales en pieles, vellones y pelajes. La Pachamama y el Coquena, como protectores de los pastizales y aguas de los cerros, alimentan a los animales del rebaño. Es importante señalar que el nombre de Coquena parece derivar de “coqueen”: “aculliquen la coca”, por la relación entre las hojas de la coca y los pastizales de los animales (cf. Bugallo, 2015, p. 356s). Esto hace del incentivo ritual en la puna de Jujuy, de regenerar la cobertura vegetal cada año, sea de pastizales o de cultivos, a través del sacrificio y las ofrendas, un complejo equivalente del concepto de ch’iwu en los Andes surcentrales de Bolivia, que se oye en las ch’allas después de comer un animal sacrificado en una fiesta comunal, y de la etimología de Coquena un nexo directo con la gama semántica del término ch’iwu, como carne, hojas de coca, nubes y lluvias. Este complejo ritual-productivo en torno al término ch’iwu, al igual que las ofrendas en la puna de Jujuy, se centra en la regeneración de las coberturas de la tierra, en los pastizales, los cultivos, y las pieles y los pelajes animales a través de flujos transformacionales entre distintos seres y las partes de estos seres. Como las mujeres de Qaqachaka, los pobladores de Abralaite están conscientes de que la fibra de los animales se ha generado del agua y los pastizales de la pacha (cf. Bugallo, 2015, p. 365), en torno de los ojos de agua y los pastos de los cerros, bajo el tutelaje de Coquena y la Pachamama. Con las transformaciones de estos recursos se generan las coberturas de los animales para que no “anden pelados y para que rindan después sus pelajes a los humanos, para su vestimenta, igualmente para que no “anden pelados”. Yo agregaría que al vestirse de las pieles, los 141

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pelajes y vellones de los animales de los cerros, la intención de la gente no es tanto “volverse humana”, sino identificarse con los conjuntos de animales criados por los cerros, como otras criaturas más que están bajo su tutela según las normas de la crianza mutua. Parte III: Posibles imágenes de este complejo, siglos atrás Finalmente, examinaré una serie de posibles paralelismos entre el pasado lejano y el complejo de ideas actualmente en la puna de Jujuy, en comunidades como Abralaite o Huachichocana en Argentina, o bien en Qaqachaka en Bolivia o Isluga en Chile, en algunas imágenes arqueológicas de Tiwanaku. Scott Smith (2012), en un ensayo reciente sobre los “paisajes generativos” del Horizonte Medio, propone que la pirámide de Akapana, en el sitio ceremonial de Tiwanaku, era concebida por las poblaciones de esta civilización como un “cerro sagrado”. Plantea también que este sitio fungía como un simulacro de las huacas cercanas en la sierra de Quimsachata (cf. Kolata y Ponce Sanginés, 1992, p. 328), en que el recinto semisubterráneo en su cima expresó los ojos de agua en esta sierra (cf. Janusek, 2006, citado en Smith, 2012, p. 1), aunque reconoce que los orígenes de estas ideas se deben fechar mucho antes, probablemente en la tradición religiosa de Yaya Mama, asociada con la cultura de Pukara, en el otro extremo del lago Titicaca. Desde este planteamiento general, Smith establece una serie de conceptos en el fondo de lo que él llama “una mitología de emergencia y fertilidad asociada con estos ojos de agua”, considerados como el punto de origen (o paqarina) para humanos, camélidos, aves, flores y otros organismos (o a veces combinaciones de ellos), y la fertilidad agropastoril de la región en general. Para Smith, el flujo de agua de estos manantiales era conceptuado como una serpiente o un felino (o una combinación de los dos), en su condición de mediadores entre la tierra y el mundo de adentro, y guardianes de estas fuentes de agua. El ensayo de Smith (2012) examina la iconografía de Tiwanaku por analogía histórica directa. Un tipo de análisis que presenta muchos 142

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problemas, pero en términos generales sus ideas concuerdan con lo que se ha explorado aquí. Smith comienza su examen con el motivo escalonado (ver figura 6) que se ve en la Puerta del Sol y en la forma de la pirámide de Akapana, lo que él asocia primordialmente con el cerro sagrado. Si bien se ha asociado el diseño de muchos complejos arqueológicos con la importancia de cerros en su forma y ubicación, combinados con recintos subterráneos o semisubterráneos, el nexo vital entre el motivo escalonado y el cerro ha sido desapercibido.

Figura 6: El motivo escalonado en Tiwanaku. Fuente: Stone-Miller (Stone-Miller, 2002, p. 133).

Al examinar este motivo en la Puerta del Sol, Smith llama la atención sobre el conjunto de otros motivos en su entorno: un recinto central que funge como “ojo de agua”, del cual salen seres con cabezas de serpientes, felinos o aves, en su interior otro ser con una cabeza felínica y en cada lado de su base otros seres que terminan en cabezas de felinos (ver figuras 7 y 8). 143

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Figura 7: Motivos de cefalomorfos en torno al cerro sagrado y su ojo de agua. Fuente: Detalles de tabletas del Museo Arqueológico “R. P. Gustavo Le Paige. S. J.” de sitios de San Pedro de Atacama: (a) 9119, de Sequitor Alambrado Oriente; (b) 19110 de Quitor 5; (c) 9070 de Coyo Oriente (Sur); y (d) 9083, de Quitor 5, en Llagostera Martínez (2006, p. 95, Fig. 7). 144

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Figura 8: Un ser con ojos con lágrimas y con extensiones con cabezas de felinos emerge del ojo de agua en el cerro sagrado, expresado en el motivo escalonado de una tableta de rapé, que igualmente termina en seres con cabezas felínicas. Fuente: Detalles de tabletas del Museo Arqueológico “R. P. Gustavo Le Paige. S. J.” de sitios de San Pedro de Atacama, en Llagostera Martínez (2004, p. 121).

Aparte de la litoescultura de Tiwanaku, Smith presenta evidencia del mismo conjunto de motivos en cerámica, tabletas del complejo de rapé y textiles. En algunas tabletas de rapé, la concavidad central en sí parece expresar el ojo de agua y los motivos asociados se despliegan en las extensiones planiformes. En otras, el ojo de agua se integra con el conjunto de motivos de las extensiones. Para el autor, los motivos de serpientes en estas composiciones expresan los flujos de agua desde los ojos de agua del cerro sagrado, ilustrados en el recinto central de la tableta. Respalda esta aseveración con evidencia de ritos de la actualidad centrados en el manejo de los flujos de agua en torno a una comunidad, en la que el símbolo de la autoridad que vigila el rito es a menudo una vara con cabeza de serpiente, en ritos de fertilidad que se realizan en los cerros cuando los jóvenes bailan en formas serpentinas (cf. Buechler y Buechler, 1971, p. 77), y en lugares donde los pobladores perciben a esta serpiente como un amaru (su forma mítica) o un arco iris. 145

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Smith nota que en muchas fuentes históricas, el amaru se percibía ambiguamente como serpiente o felino, al cual él asocia con los seres con cabezas felínicas (o de serpientes) que constituyen parte del motivo del cerro sagrado en la iconografía tiwanakota. Propone que este conjunto de seres asociados con el cerro sagrado (que se ve en algunas instancias como camélidos, aves y humanos) puede ser concebido también como “flores”, en el sentido de las “crías” del cerro que salen de los ojos de agua, y que se expresa en otros ejemplos como “ojos” en sí (ver figura 9).

Figura 9: Camélidos con plantas. Fuente: Detalles de tabletas de rapé en el Museo Arqueológico “R. P. Gustavo Le Paige S. J.” de sitios de San Pedro de Atacama: (a) 1075 y (b) 1874, ambos de Solcor 3, tomado de la figura 10 en Llagostera Martínez (2006, p. 100).

Se nota que muchas imágenes de camélidos en este corpus iconográfico están asociadas con plantas. Al respecto, una ofrenda de 40 camélidos ha sido ofrecida en la cima de Akapana y otra de 14 camélidos (mezclada con huesos humanos) en una de las gradas en la base de la pirámide. Para Smith, las lágrimas que salen de los ojos de otros motivos en Tiwanaku, a menudo asociadas con los productos alimenticios, pueden expresar este mismo conjunto de ideas. Los motivos de aves asociadas con ojos, en especial las aves lacustres como el zambullidor o chullumpi, considerado otro intermediario vital entre los mundos, pueden ser parte del mismo complejo semántico (cf. 2012, p. 32). Smith nota que en muchos motivos de aves, el cuello está agarrado por un felino, como el guardián del ojo de agua (cf. 2012, p. 34; véase también las figuras 146

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2.23 y 3.13, p. 44 y 82, respectivamente, de Young-Sánchez, 2004), y muchas veces los motivos de aves están volando hacia un cerro (cf. Smith, 2012, p. 36) y las plumas de la cola están asociadas con plantas que florecen. El autor indica que en las lenguas andinas, palabras como wayta (según el Vocabulario colonial de Bertonio, 1984, p. 158) pueden expresar intercambiablemente una pluma o una flor. En relación con el complejo del sacrificio que he examinado, Smith nota que las imágenes del Sacrificador en las tabletas de rapé del período de Tiwanaku presentan una figura con características a veces humanas (véase figura 10) y otras veces felínicas (cf. Smith, 2012, p. 42, fig. 24) o bien una combinación de ambas. Con frecuencia sale un elemento de su boca, parecido a plumas o flores, o quizás a los vientos asociados con la lluvia. El hecho de que estas ilustraciones demuestran el papel de la puma como mediadora entre los mundos de la tierra y del espíritu, como la fuente tanto para la fertilidad agrícola como de los camélidos, implica que el acto de sacrificio era dirigido a asegurar esta fertilidad (cf. Benson y Cook, 2001, citado en Smith, 2012, p. 47).

Figura 10: El Sacrificador. Fuente: Detalles de una tableta de rapé (9164) en el Museo Arqueológico “R. P. Gustavo Le Paige S. J.” de Quitor 5, San Pedro de Atacama. Tomado de la figura 5 en Llagostera Martínez (2006, p.92). 147

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Como el pastor por excelencia de los rebaños, es entendible que los felinos sean asociados con el complejo del cerro sagrado. Smith describe una conversación que tuvo con un sabio (yatiri) en la comunidad de Qhunqhu Liki Liki, cerca del lago Titicaca, quien le explicó que para los residentes de esa comunidad, el gato montés andino o titi está asociado con los ojos de agua y con la fertilidad productiva. Le mencionó que cuando el titi deja su morada en el ojo de agua, el agua deja de fluir. La única manera de restaurar el flujo del agua es realizando una ofrenda de una pata del titi al ojo de agua, después de la cual el titi retornará a su morada (cf. 2012, p. 44). Smith menciona que se ha recuperado una escultura en basalto de un puma, que se denomina chachapuma, de las gradas inferiores de Akapana (cf. figura 29 en Smith, 2012, p. 49), y hay evidencia de que más chachapumas estaban presentes originalmente en la base de aquella estructura (cf. Janusek, 2004, 2008; Kolata, 2003). El chachapuma agarra una cabeza como trofeo sacrificial, otra confirmación de que el felino funge como el Sacrificador (cf. Smith, 2012, p. 48). En todo ello, subyace la figura del Señor de los Cetros, como una expresión difundida del Señor y la Señora de los Animales, cuyas imágenes a menudo cuentan con motivos de la doble ancla (cf. Horta Tricallotis, 2012, p. 23s), quizás expresiones para las fases de la luna que ordenaron los momentos de la caza (ver figuras 11a y 11b, compárese con figura 4).

Figura 11a: El Señor de los Animales con la doble ancla. Fuente: Detalle de una tableta de rapé (9315) del sitio de Quitor 2, San Pedro de Atacama, en el Museo Arqueológico “R. P. Gustavo Le Paige S. J.”. En Llagostera Martínez (2006, p. 93, fig. 6a). 148

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Figura 11b: El Señor de los Animales en una placa de metal con doble ancla, en el disco de Cochabamba, Bolivia. Fuente: Pérez Gollán (1986, p. 65; Foto N° 3, dims. 17 alto x 15 cm ancho, tomada originalmente de Ibarra Grasso, 1964, p. 220s).

Me hace recordar a las imágenes pre-Tiwanaku de la cultura de Yaya Mama, de la Mujer de los Camélidos con su báculo, llevando una alpaca, y su contraparte en el Hombre Felino (ver figura 12), según el análisis de Sergio Chávez (cf. 1992, pp. 680-687), como contrapartes tempranas de la Pachamama y el cerro guardián o Coquena. Esta “Diosa de los Báculos” (o “Señora de los Cetros”) es en efecto una de las manifestaciones de la Maestra de los Animales (cf. Cané, 1985, pp. 235-237; citado en López Oliva, 2007, p. 68; también citado en Smith, 2012, p. 54). ¿Es posible que el uso del báculo se aplicara en aquellos tiempos en los ritos de nombrar a los animales por el color de su vellón? 149

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Figura 12: El Hombre Felino, vestido con un pellejo de felino. Fuente: Chávez (1992, p. 710).

Me llaman la atención también las imágenes grabadas en las tabletas de rapé de períodos contemporáneos con Tiwanaku, que parecen expresar la misma figura del Señor de los Animales. ¿Por qué se alude a este personaje en estas tabletas? Tenemos una pauta en un comentario del antropólogo Reichel-Dolmatoff (1987), con referencia a su trabajo con los chamanes tukanos, del noroeste de la Amazonia en Colombia (descrito en Ripinsky-Naxon, 1993, p. 27). En aquel grupo, los chamanes consumen las sustancias alucinógenas para visitar los cerros con los ojos de agua donde moran los animales. Allí, el chamán debe negociar con el Señor de los Animales por el permiso para que su gente tenga derecho de cazar a estos animales. Pero el precio que él debe “pagar” a este ser por el derecho de cazar es con las almas de otras personas de su propio grupo o de los grupos vecinos: “En efecto, el chamán debe comprometerse de matar a cierto número de personas –de su propio grupo o de un grupo vecino–, cuyas almas deben luego entrar al dominio del Señor de los Animales” (Rpinsky-Naxon, 1993, p.27, nota 37, citando a Reichel-Dolmatoff, 1987, p. 8s).5 5 Al respecto, véase nuevamente la figura 10 de este escrito. 150

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Si bien en otro lugar Reichel-Dolmatoff (cf. 1987, p. 11) interpreta estas matanzas alegóricamente, se refiere aquí a una práctica antigua cuando las víctimas de la caza, esta vez humanos, eran ofrecidas en sacrificio para propiciarlos al Señor de los Animales. Entre estos pueblos, el Señor de los Animales se considera como un “espíritu del bosque” que guarda a los animales contra una caza excesiva (cf. Ripinsky-Naxon, 1993, p. 27, nota 38). E igualmente la norma es “pagar” con un sacrificio, o ser comido por él. Este fenómeno del sacrificio humano como un “pago” al cerro también ocurre cuando los grupos humanos exigen una producción excesiva en torno a un cerro determinado; por ejemplo, en el desarrollo de obras públicas, ferrocarriles, puentes y la construcción de iglesias, debido a que estas obras “desconciertan” e incluso “trastornan” a los espíritus de los cerros. Recuérdese que el minar un cerro es equivalente a su castración (cf. Gose, 1986, p. 303). Preguntas finales Todavía hay muchas preguntas pendientes. ¿Podemos ir puliendo normas diferenciales entre los cazadores y pastores de los Andes, o más bien coexistieron ambos conjuntos de prácticas hasta ahora? ¿Podemos documentar con más claridad las normas de la caza y del pastoreo bajo los inkas, para las cuales se cuenta con evidencia escrita? ¿Qué cambios hubo en estas normas en la Colonia? Al respecto, el trabajo de Peter Gose (1986) sobre la relación entre sacrificio y la comodidad en las relaciones capitalistas es clave, en especial su personificación en la figura del ñaqaq o kharisiri, en su condición de un hombre blanco barbudo, montado sobre una mula y llevando un machete a su lado, que lleva a sus víctimas (los viajeros solitarios) a una cueva o mina en el cerro para sacar su grasa a la fuerza (ver figura 14). ¿No será que esta personificación es más bien una distorsión colonial (o moderna) de Coquena o el Señor del Cerro, que en lugar de recibir la ofrenda sacrificial convencional, sacrifica a la víctima? Estoy más cerca de la interpretación de este fenómeno de parte de Michael Taussig (1980), como parte del intercambio de dones, ya distorsionado. 151

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Figura 13: El ñaqaq, en un retablo por Nicario Jiménez Quispe. Fuente: Folkvine (2015).

¿Y cuál es la situación jurídica actual con respecto al manejo del medio ambiente y sus especies por los pueblos indígenas en sus propios territorios? ¿Qué controles existen a escala nacional y departamental para limitar la disminución de estas especies? ¿Qué sucede con el resto del territorio nacional? Se dice en aymara qhip nayr uñtasaw sartaña (“hay que ir adelante mirando atrás”). Ha sido mi propósito aquí, como parte de una exploración en el pensamiento pos-Occidental, de replantear algunas experiencias del pasado y las normas éticas clave que las ordenaron, como parte del repensar las posibilidades del desarrollo en el presente y el futuro, y las nuevas normas de comportamiento que debemos generar y luego adoptar como especie, si no vamos a abusar de nuestra presencia en el planeta.

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