Svetlana Alexiévich: lecciones desde la catástrofe

June 7, 2017 | Autor: Luis F. Aviles | Categoría: Literature and Trauma, Catastrofes Y Emergencias Sociales, Desastres
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Descripción

Svetlana Alexiévich: lecciones desde la catástrofe Luis F. Avilés

But what in God's name do you imagine? That the earth will awake in the spring? That the rivers and seas will run with fish again? That there's manna in heaven still for imbeciles like you? Samuel Beckett, Endgame

El mundo en el que uno se veía precipitado era efectivamente terrible pero, además, indescifrable: no se ajustaba a ningún modelo. Primo Levi, Los hundidos y los salvados

medio país encerraba, y el otro medio estaba encerrado Anna Ajmátova

La palabra Katastrophe proviene de la raíz griega de Kata (hacia abajo) y Strophe (voltear); “voltear hacia abajo”; en la época clásica significaba el cambio de fortuna en el destino del héroe dramático. Hoy en día la catástrofe es un evento inesperado que rompe con el orden de las cosas, desarticulando los mecanismos que posee una cultura para comprender y dar cuenta de estos eventos. La catástrofe es lo que pone en cuestionamiento la inteligibilidad misma de la catástrofe. Ataca directamente todo el sistema de símbolos compartidos por una comunidad. Encontrar las causas, la secuencia de eventos, incluso poseer un conocimiento amplio de lo que ha sucedido no ofrece consuelo a la experiencia. Lo increíble y lo extraordinario persiste en su resistencia a ser naturalizado. El libro de Svetlana Alexiévich, Voces de Chernóbil: crónica del futuro, es

2 un intento de enfrentarse y, en gran medida, luchar en contra de la incapacidad de dar cuenta de una de las catástrofes más significativas del siglo XX. En la noche del 26 de abril de 1986 una serie de eventos llevó a la explosión de uno de los reactores nucleares de la Central Eléctrica Atómica de Chernóbil, ocasionando una verdadera tragedia para la población de Bielorrusia. En Voces de Chernóbil, publicado en 1997 luego de diez largos años de entrevistar a las víctimas y recopilar sus historias, Alexiévich reúne una diversidad de testimonios de los sobrevivientes del evento. Y lo hace así porque ya no cree en la capacidad que pueda tener un sólo autor de comprender la magnitud de lo ocurrido y ofrecer una perspectiva satisfactoria de la catástrofe. El libro requiere de una comunidad de voces que dé cuenta de la destrucción de lo común, de todo aquello que sostiene a una sociedad y le da sentido. Para Alexiévich la significación del desastre está ligada a una gran concentración de miedo. Según la escritora, en las décadas en que nos ha tocado vivir el miedo se ha convertido en el bien que nuestra civilización produce en mayores cantidades (véase “Confronting the Worst: Writing and Catastrophe”). La ruina de nuestra humanidad compartida se revela entonces en las voces que han experimentado esta civilización del miedo y del terror.

La sabiduría de que no sabemos (de nuevo nos quedamos sin palabras) Cuando uno se para a pensar en Chernóbil regresa aquí, a este punto: ¿Quiénes somos? ¿Qué hemos entendido de nosotros mismos? (219) El lenguaje y su función comunicativa se desestabiliza en el momento en que se intenta representar y comunicar el significado de la catástrofe. Esta es una característica constitutiva del desastre y es algo que ya se ha dicho anteriormente. Es lo que escapa a la

3 posibilidad misma de la experiencia (Blanchot 7). Consta de igual manera que el proceso de recuperación de esa experiencia pasa irremediablemente por un intento de articulación y es algo que no se puede evadir. Cabe preguntarse entonces cuál es la especificidad de esta pérdida lingüística. ¿Qué le ocurre al lenguaje del que sobrevive un evento de esta magnitud? ¿En qué se diferencia de otros silencios traumáticos? Los modelos narrativos preexistentes basados en el terror no servían para Chernóbil puesto que eran modelos que provenían de la guerra. En Chernóbil todo se parecía a la guerra (soldados, camiones, armas), pero no había conflicto bélico por ningún lado. La explosión del reactor ocurre en tiempos de paz, cerca de las casas y los bosques donde transcurría la vida cotidiana de la gente. De hecho, al átomo soviético se le conocía como “el átomo para la paz”, “una bombilla eléctrica en cada hogar”, en contraposición al átomo de la guerra: Hiroshima y Nagasaki (47). Para Alexiévich, una catástrofe no es una guerra: “La historia siempre ha sido un relato de guerras y de caudillos, y la guerra constituía, digamos, la medida del terror. Por eso, la gente confunde los conceptos de guerra y catástrofe” (47-48). Esa narración del terror no funcionaba en Chernóbil (“¿La generación de la guerra? ¡Pero si esa gente era feliz! Vivió la victoria. ¡Salieron vencedores!”; 323). Alexiévich documenta constantemente los obstáculos comunicativos que enfrentan sus testigos. Muchos de ellos dudaban de su capacidad para poder narrar, preguntándose por la efectividad de las palabras e imágenes que usaban, si se les entendía o no, si les iban a creer o no, si era posible explicarlo todo. Incluso un médico rural duda del impacto mismo del proyecto de la autora: Filosofar. Para eso tendría que quedarme a un lado. Y yo no puedo. Oigo cada día lo que dicen. ¿Quiere saber la verdad? Siéntese a mi lado y apunte. Pero si nadie va a leer un libro así”. (183)

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Para este médico, filosofar equivaldría a echarse a un lado y no poder escuchar a las víctimas (aquellos que padecen los síntomas de la radiación). En cambio, todo lo que escucha es la verdad y para él existe esa verdad en las voces de los pacientes que no puede abandonar. Pero una vez acumuladas esas voces en el formato de un libro supone que nadie va a querer leerlo. La consciencia del problema comunicativo, no obstante, no puede borrar el imperativo de contar lo que ha pasado. Los testigos desean hablar a pesar de las dificultades emocionales que provoca recordar y las limitaciones de lo que expresan.

El desierto de la cultura Existen dos consecuencias muy importantes que proceden directamente de la incapacidad de narrar tal y como aparece en Voces de Chernóbil. Una se basa en la negatividad y la otra en la exploración riesgosa de nuevas formas de expresión. La primera representa una impugnación muy fuerte de la cultura (en especial la literaria) por parte de varios testigos. Por ejemplo, la maestra de literatura Nina Konstantínovna comenta: “A veces me asalta un pensamiento sacrílego: ¿Y si de pronto toda nuestra cultura no es más que un baúl lleno de viejos manuscritos?” (188). O el caso del Monólogo acerca de que no sabemos vivir con Chéjov ni Tolstói, donde dice Katia: “Por ejemplo usted escribe; pero lo que es a mí ningún libro me ha ayudado, me ha hecho entender. Ni en el teatro ni en el cine. Yo me intento aclarar sin ellos” (163). A renglón seguido propone que “los escritores no saben nada, entonces les ayudaremos con nuestra vida y nuestra muerte” (163). Esta especie de desolación ante la aparente impugnación

5 del arte literario la encontramos también en el testimonio de Serguéi Gurin, operador de cine: Yo también descubrí allí algo, sentí algo de lo que no querría hablar. Por ejemplo, que todas nuestras ideas humanistas son relativas. En situaciones extremas, el hombre, en realidad, no tiene nada que ver con cómo lo describen en los libros. A hombres como los que aparecen en los libros, yo no los he visto. No me he encontrado a ninguno. Todo es al revés. El hombre no es un héroe. Todos nosotros somos vendedores de Apocalipsis. Los grandes y los pequeños. (177-78) La experiencia de Chernóbil produce un impacto tal que nos coloca más allá de las dificultades traumáticas de otros eventos catastróficos. Mientras que para sobrevivientes del holocausto como Jorge Semprún la literatura se convirtió en un instrumento que le salvó la vida frente al gran dolor de la experiencia, en estos testimonios se impugna la incapacidad anticipatoria del archivo cultural al no proveer de representaciones que pudieran adelantarse a lo ocurrido. Aún en los casos en que muchos sobrevivientes de la Shoa testimonian valiéndose de formas narrativas que ellos mismos describen como muy alejadas de la expresión literaria, nunca dejaron de recurrir y reconocer al lenguaje como sostén de sus vidas. Las víctimas de Chernóbil, en cambio, se han quedado en una absoluta soledad cultural puesto que han experimentado el abandono de los escritores. Este pensamiento es “sacrílego” y representa el descubrimiento de un verdadero desierto que es sumamente difícil de expresar por el operador de cine (“sentí algo de lo que no querría hablar”). En efecto, este pensamiento tiene que ser sacrílego para una maestra de literatura. Ella debe concluir que los escritores no nos ayudan en las catástrofes porque no pueden anticipar ni representar, por medio de sus personajes literarios, la caída hacia abajo (Kata y Strophe) y la nueva forma de vida que se impone luego de un desastre como el de Chernóbil. Si es cierto que la ficción crea mundos posibles, esos

6 sobrevivientes de lo extraordinario y lo nunca visto no reconocen en sus lecturas a ningún personaje que les sirva de lazarillo en momentos de ceguera. De hecho, la escritura tiene que ser suplementada desde otra dirección, a posteriori, donde el sobreviviente ayuda al escritor a conocer el nuevo mundo a través de su vida y de su muerte. Un testigo que no se nombra comenta que lo visitó un amigo del lejano oriente y le comentó que los bielorrusos son “como las cajas negras”, “hombres-cajas negras”, seres humanos acumulando “información para el futuro”, en espera del accidente (260). Con esto se destruye cualquier pretensión humanista basada en los exempla ni encontramos a un Virgilio que nos conduzca por las tinieblas del infierno. Comenta Liudmila Dmítrievna Polénskaya, una maestra rural: Había una cultura antes de Chernóbil, pero no existe una cultura después de Chernóbil. Vivimos inmersos en las ideas de la guerra, del hundimiento del socialismo y de un futuro indefinido. Nos faltan nuevas ideas, nuevos objetivos y pensamientos. ¿Dónde están nuestros escritores, nuestros filósofos? ¿Por qué callan? (...) Necesitamos más que nunca nuevos libros, porque a nuestro alrededor nace una vida nueva. (313)

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Sergey Dolzhenko/EPA

Llevar el lenguaje hacia otra parte ¿Por qué me he hecho fotógrafo? Porque me faltaban palabras. Había mencionado que existen dos consecuencias de la incapacidad de narrar que plantea el evento catastrófico. La primera impugna de forma negativa la cultura intelectual. Hace falta algo nuevo y sin ello el pensamiento zozobra (da una vuelta hacia abajo) y se precipita hacia el vacío. La segunda consecuencia la denominaría el experimento hiperbólico con el lenguaje. De cierta manera la catástrofe promueve en el pensamiento la posibilidad de arriesgarse en el lenguaje y producir frases que se acerquen peligrosamente a un abismo de significación. Se trata de formulaciones en el borde de lo aceptable o que inclusive despiertan una gran indignación debido a su cercanía profunda

8 con el error o lo que no se debería decir. Una de ellas, acuñada por Hannah Arendt, es la interpretación de lo que hizo Eichmann como “la banalidad del mal”. Otro ejemplo es el famoso juicio sobre la escritura poética de Adorno luego de la experiencia de Auschwitz: “To write poetry after Auschwitz is barbaric”. El escritor J. M. Coetzee representó a uno de sus personajes, Elizabeth Costello, ofreciendo una charla universitaria donde compara la matanza industrial de los animales con el exterminio de los judíos. Pienso que estas formas de pensar surgen directamente de la presión ejercida por la ininteligibilidad que ha producido la catástrofe en el uso del lenguaje. Es una forma de arriesgarse para así poder recuperar el impacto y la fuerza del lenguaje en momentos de crisis. Muchas veces estas frases se interpretan fuera de su contexto a pesar de las explicaciones y las aclaraciones que tanto Arendt como Adorno ofrecieron en subsiguientes escritos. El mismo testimonio de Alexiévich propone, desde mi perspectiva, un enunciado similar a los que he citado: “Chernóbil ha ido más allá que Auschwitz y Kolimá. Más allá que el Holocausto. Nos propone un punto final. Se apoya en la nada” (53). Este fragmento, colocado al principio del libro y en una sección que cumple las funciones de prólogo, se revela casi como una expresión exagerada, hiperbólica. El lector podría pensar que no es posible que en Bielorrusia, en ese “insignificante” satélite soviético, haya ocurrido un evento a finales del siglo XX que sobrepase la magnitud de los millones de cadáveres producidos por la máquina tanatopolítica alemana y el horror estalinista. Y sin embargo, luego de leer el libro en su totalidad, cualquier sentimiento de indignación ante la aseveración de la autora se atempera frente a las voces que testimonian y que sobrevivieron la catástrofe del llamado átomo científico en tiempos de paz. Para comprender este juicio sobre lo ocurrido en Chernóbil tenemos que adentrarnos en ese

9 nuevo mundo que surgió en el momento en que explotó el reactor en 1986. ¿Cuál es ese nuevo mundo para el cual no se encontró un salvavidas cultural ni un modelo interpretativo?

Un drama de lo absurdo: la muerte en la belleza En Chernóbil, el ser humano ha alzado su mano contra todo, ha atentado contra toda la creación divina, donde, además del hombre, viven miles de otros seres vivos. Como ocurre en toda catástrofe donde el ser humano se enfrenta a una situación límite, las categorías de tiempo y lugar sufren un desajuste inquietante. En Chernóbil lo más extraño es que todo seguía igual, los árboles, los huertos, el agua. No obstante algo invisible cubría todo. Era la muerte tras la fachada de la belleza. Se combinaba la belleza con el miedo. Como especie biológica, al ser humano “no le funcionaba todo su instrumental natural, los sensores diseñados para ver, oír, palpar... los sentidos ya no servían para nada” (49). Este nuevo enemigo se llama la radiación, que se compara a la presencia de Dios porque “está en todas partes y nadie [la] ve”. La radiación se mueve con el viento y es incontenible, cae en la tierra y no se puede ver, se junta con el agua y ésta deja de ser potable. Ya no se pueden arrancar las flores y ponerlas en la mesa. La nube radioactiva se mueve en silencio sin anunciar su presencia, cubriendo distancias inmensas: “¿qué quiere decir ‘lejos’ o ‘cerca’ después de Chernóbil, cuando ya al cuarto día sus nubes sobrevolaban África y China?” (54). Según Alexiévich entramos también en otra experiencia del tiempo, ya que las partículas radioactivas durarán por milenios y los objetos permanecerán atrapados en un vórtice temporal:

10 los objetos sin el hombre, los paisajes sin el hombre. Un camino hacia la nada, unos cables hacia ninguna parte. Hasta te asalta la duda de si se trata del pasado o del futuro. En más de una ocasión me ha parecido estar anotando el futuro. (56)

Todo permanece y se convierte en una ruina de un pasado, pero a la vez representa el futuro. Los objetos en su apariencia se proyectan hacia el pasado (adquieren su sentido por el accidente) y, al mismo tiempo, nos hablan del futuro debido a la duración milenaria de su carácter inhabitable y a la impotencia para reconstruirlos (algo que sí es viable después de una guerra). La memoria del objeto remite a la imposibilidad de su propio futuro. En el nuevo mundo de Chernóbil dos de los aspectos más inquietantes se manifiestan con mayor puntualidad y fuerza en los testimonios que se refieren al amor y la maternidad (casi todos vistos desde perspectivas femeninas), y también aquellos que

11 hacen referencia a los animales. En este nuevo mundo que se le impone al sobreviviente, ¿qué puede significar el amor y qué sentido tiene el querer tener hijos? Por ejemplo, hay testimonios del amor intenso que siente una esposa por su joven marido que, por desgracia, fue uno de tantos bomberos que asistieron a las faenas durante las primeras horas del incendio. Para todos ellos su profesión había sellado sus destinos. En el hospital, los médicos advertían a las esposas: “¡No se acerque a él! ¡No puede besarlo! (...) Su marido ya no es un ser querido, sino un elemento que hay que desactivar”. Alexiévich comenta, haciendo referencia a las limitaciones culturales: “¡Ante esto, hasta Shakespeare se queda mudo!” (55). Este ya no es el herido de guerra. El ser querido se ha convertido en un cuerpo enemigo porque se ha fusionado con el elemento radioactivo que amenaza ahora el cuerpo de la esposa. El marido sigue siendo su marido, pero en realidad se ha convertido en otra cosa. Mas es aún peor, como testifica Valentina Timoféyevna Ananasévich, con el último y muy doloroso testimonio que cierra el libro. Valentina deberá ser testigo de la muerte lenta y horrible de su marido, uno de los seiscientos a ochocientos mil liquidadores encargados de minimizar el desastre y de los cuales más del veinte por ciento ya había muerto en el año 2005: ...aquí todo es diferente: nacemos de otro modo y morimos de otra manera. Usted me preguntará, ¿cómo se muere después de Chernóbil? Un hombre al que amaba, al que quería de una manera que no habría podido ser mayor si lo hubiera parido yo misma, y este hombre se convertía ante mis ojos en... en un monstruo. (394) La diferencia en cómo se nace y cómo se muere es fundamental en este nuevo mundo. El esposo de Valentina, por ejemplo, insistía en verse en un espejo puesto que la metástasis se manifestó en la piel (no en los órganos internos): “le desapareció la barbilla, desapareció el cuello, la lengua se salió afuera” (398). El noventa por ciento de los

12 liquidadores que sobrevivieron padecen de problemas de salud, muchos de ellos de gravedad. Los que nacen de padres de Chernóbil viven en la constante anticipación de una muerte temprana. Cuando las niñas juegan con sus muñecas en un hospital y éstas cierran los ojos es porque “son nuestros hijos, y nuestros hijos no vivirán. Nacerán y se morirán” (262). Para las sobrevivientes tener hijos se ha re-interpretado como un pecado, una prohibición.

No deja de mencionarse el destino terrible de los animales. Hay testimonios preciosos sobre el tener que abandonar los animales domésticos (los gatos, los perros, el ganado). No se les permitía a las familias retirarlos de la zona afectada. Camiones con hombres y escopetas merodeaban las calles y mataban a todo animal que encontraban.

13 Arkadi Filin, un liquidador, participó de los trabajos de limpieza de la tierra y demuestra el impacto que tuvo para él el matar tantos insectos: “No sé en qué poeta he leído que los animales son otros pueblos. Y yo los exterminaba a decenas, a centenares, a miles, sin saber siquiera cómo se llamaban. Destruía sus hogares, sus secretos. Enterraba..., enterraba...” (149). Para Alexiévich y otros sobrevivientes la experiencia que tuvieron con los animales repercutió en una nueva sensibilidad por todo ser vivo. Afirma la autora: Veo el mundo de mi entorno con otros ojos. Una pequeña hormiga se arrastra por el suelo y ahora me resulta más cercana. Un ave surca por el cielo y me resulta más próxima. Se ha reducido la distancia entre ellos y yo. No existe el abismo de antes. Todo es vida. (53) Esta compenetración con el mundo natural la expresan varios testigos: “Hasta las moscas me daban lástima, hasta los gorriones. Querías que todo viviera. Que las moscas volasen, que las avispas picasen, que las cucarachas corrieran” (301). Un apicultor experimentó la ausencia total del acostumbrado zumbido de las abejas; unos pescadores se percataron de que las lombrices se habían hundido profundamente en la tierra y era imposible encontrarlas para pescar. Ellas anticiparon la llegada del nuevo mundo antes de que los seres humanos lo supieran.

Políticas del sacrificio (los héroes suicidas) El mundo tridimensional se abrió y dejé de encontrarme con valentones que se atrevieran a jurar sobre la Biblia del materialismo. Dos catástrofes se conjugaron en Chernóbil. Una de tipo cósmico (la explosión del reactor) y otra social y política (el derrumbe de la Unión Soviética). Alexiévich las

14 llama “Dos explosiones globales” (54). El estado soviético movilizó a cientos de miles de bomberos y liquidadores por medio de una ideología bárbara del sacrificio personal: Siempre decimos ‘nosotros’ y no ‘yo’: ‘Nosotros mostramos el heroísmo soviético’, ‘Nosotros les enseñamos el carácter soviético’. ¡A todo el mundo! ¡Pero esta soy yo! ¡Y yo no quiero morir! Yo tengo miedo. (372) Este juicio de Natalia Arsénievna Roslova explica la equiparación demente entre heroísmo y suicidio que prevaleció durante los primeros días de la catástrofe. Sin información ni equipo de protección, estos hombres se lanzaron al trabajo titánico de luchar contra el nuevo enemigo radioactivo en el lugar donde los robots y las máquinas no podían funcionar. Se anteponían los fines a los medios y se olvidaba cualquier otra consideración, incluyendo la vida misma en su singularidad. Comenta Alexandr Revalski, historiador: “La conocida consigna Bolchevique: ‘¡Conduzcamos a la humanidad con mano de hierro hacia la felicidad!’ La psicología del agresor. Un materialismo de caverna. Un reto a la historia y un reto a la Naturaleza” (295-96). La felicidad parece siempre encontrarse del otro lado de montañas de cadáveres, esas vidas desechables a las que se les nombra héroes. Guenadi Grushevói, diputado del Parlamento bielorruso y presidente de la Fundación para los Niños de Chernóbil, ofrece su juicio sobre la mentalidad soviética del socialismo en ese momento: “Una mezcla de prisión y jardín de infancia: esto es el socialismo. El socialismo soviético. El hombre entregaba al estado el alma, la conciencia, el corazón, y a cambio recibía una ración” (217). Estas intensificaciones perversas de la vida en común (por encima de la singularidad individual de cada ser humano) demuestran la amplia instrumentalización de poblaciones enteras guiadas en dos direcciones complementarias. Primero, prepararlas para el sacrificio. Cientos de miles dispuestos a hacer la última ofrenda por su país y la

15 felicidad. Segundo, mantener a todos estos sujetos desinteresados completamente de la reflexión sobre el futuro, de la anticipación de la catástrofe. Este también es el reloj de nuestro presente. Vivir la vida cotidiana obviando el inexorable paso del tiempo, el deterioro climático y las extinciones en masa de múltiples especies. A los poderosos no les interesa escuchar los gritos de la naturaleza. Se planifican acciones y se piden sacrificios sólo cuando sobreviene la catástrofe, cuando salimos al mar y no encontramos peces, o cuando un mundo nunca antes visto se abre a nuestros pies. Se ha impuesto la condición de los hombres-cajas negras a todo el mundo, recopiladores pasivos de lo que nunca hicimos. Los sobrevivientes de la próxima catástrofe seguramente tendrán sus estatuas, pero nadie querrá escucharlos.

Nota bibliográfica: Utilizo la edición en español de Voces de Chernóbil: crónica del futuro, traducción de Ricardo San Vicente, México D.F.: Penguin Random House Grupo Editorial, 2015. Sobre la relación entre escritura y catástrofe véase el ensayo de Alexiévich titulado “Confronting the Worst: Writing and Catastrophe”, disponible en el siguiente

enlace

(http://www.pen.org/nonfiction-essay/confronting-worst-writing-

catastrophe). Para la impugnación del conocimiento de las causas para comprender los eventos sorpresivos y catastróficos véase Carlos Pabón, “Las causas no existen: violencia extrema, telos, contingencia”, en Polémicas: política, intelectuales, violencia, San Juan, Editorial Callejón, 2014. El drama de Samuel Beckett, Endgame, es interpretado por Theodor W. Adorno como un ejemplo de una representación de un mundo afectado por una catástrofe innombrada, en "Trying to Understand Endgame", recogido en el volumen Can One Live After Auschwitz?: A Philosophical Reader, Stanford University Press,

16 2003 (119-150). La famosa frase de Adorno sobre la poesía después de Auschwitz aparece en su corto ensayo “Cultural History and Society” disponible en este enlace: (http://representingtheholocaust.wikispaces.com/file/view/Adorno_Cultural+Criticism.pd f). Sobre el desastre, Maurice Blanchot, The Writing of the Disaster, University of Nebraska Press, 1986. La bibliografía dedicada al desastre y la administración política de las catástrofes es voluminosa. Desde una perspectiva teórica y humanista recomiendo el libro The Cultural Life of Catastrophe and Crisis, Carsten Meiner and Kristin Veel, eds., Berlin: De Gruyter, 2012, en especial la introducción y el ensayo de Knut Ove Eliassen sobre la evolución histórica del término “catástrofe”.

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