Sujeto, sentido y formación

September 20, 2017 | Autor: Guillermo Bustamante | Categoría: Lingüística, Psicoanálisis Lacaniano
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Descripción

Sujeto, sentido y formación

director de colección “filosofía actual”: dr. germán vargas guillén Profesor titular de la Universidad Pedagógica Nacional, miembro de la Sociedad Colombiana de Filosofía y del Círculo Latinoamericano de Fenomenología (Clafen).

comité consultivo: dr. luis alberto fallas López, Universidad de Costa Rica, San José (Costa Rica). dra. julia v. iribarne, Academia de Ciencias, Buenos Aires (Argentina). dra. luz gloria cárdenas, Universidad de Antioquia, Medellín (Colombia). dr. harry p. reeder, Universidad de Texas en Arlington (Estados Unidos). dr. sante babolin, Pontificia Universidad Gregoriana, Roma (Italia)

TexTos publicados:

la praxis fenomenológica de husserl

Harry P. Reeder, 1a. ed.

al acecho de lo puro

Luis Alberto Fallas López, 1a. ed. aristóteles: retórica, pasiones y persuasión

Luz Gloria Cárdenas Mejía, 1a. ed. ausencia y presencia de dios

Germán Vargas Guillén, 1a. ed. didácticas de la filosofía

– volumen i

Luz Gloria Cárdenas Mejía (editora) Carlos Enrique Restrepo (editor), 1a. ed. didácticas de la filosofía

la remoción del ser

Carlos Enrique Restrepo, 1a. ed. mujer y narración

Patricia Aristizábal Montes, 1a. ed. mundo de la vida

Carlos Arturo Guevara, 1a. ed. sujeto, sentido y formación

Guillermo Bustamente Zamudio, 1a. ed.

– volumen ii

Luz Gloria Cárdenas Mejía (editora) Carlos Enrique Restrepo (editor), 1a. ed. el caduceo de hermes

Juan Manuel Cuartas Restrepo (editor) Mauricio Vélez Upegui (editor), 1a. ed. el solipsismo y las relaciones de intersubjetividad

Pedro Juan Aristizábal Hoyos, 1a. ed.

TexTos en preparación: el rostro del hombre

Sante Babolin, 1a. ed. hermenéutica y cotidianidad

Juan Manuel Cuartas, 1a. ed.

Guillermo Bustamante Zamudio

Sujeto, sentido y formación La educación, vista desde el psicoanálisis, con sesgo lingüístico

Título original Sujeto, sentido y formación Autor Guillermo Bustamante Zamudio © san pablo Carrera 46 No. 22A-90 Tel.: 3682099 – Fax: 2444383 E-mail: [email protected] www.sanpablo.co

ISBN 978-958-7151a. edición, 2013 Queda hecho el depósito legal según Ley 44 de 1993 y Decreto 460 de 1995 Distribución: Departamento de Ventas Calle 17A No. 69-67 Tel.: 4114011 – Fax: 4114000 E-mail: [email protected]

BOGOTÁ – COLOMBIA

(…) sin saber dónde voy ni cómo subo trepando atrás palabra tras palabra que apenas sé qué son sino son sólo fragmentos de mí mismo mal atados para bajar a tientas por la sima (…) Eliseo Diego

¿Qué valdría el encarnizamiento del saber si sólo hubiera de asegurar la adquisición de conocimientos y no, en cierto modo y hasta donde se puede, el extravío del que conoce? Michel Foucault

A manera de introducción

1. Me interesa producir una intersección entre cierta manera de entender el lenguaje, con cierta manera de entender la escuela, la formación y el sujeto. Me ha llamado la atención el hecho de que muchos propósitos educativos se basen en una pobre conceptualización de estos asuntos, o bien en una ausencia total de conceptualización (la prueba es que tales propósitos siempre son buenos y no explicitan las condiciones de posibilidad de las transformaciones que postulan). Para justificar mi trabajo, no puedo decir que esa articulación no haya sido hecha, pues aun dedicando la vida entera a leer, no se podría agotar lo que está escrito, que —además— aumenta en progresión geométrica, a diferencia de nuestra lectura, que sólo puede crecer en progresión aritmética (en lucha contra el decrecimiento que se produce como efecto de la pérdida paulatina de neuronas). Entonces, no es que no haya diversos intentos en esa dirección, pero me interesa reivindicar que un análisis puede tener la marca de una perspectiva, en cuyo caso no se trataría tanto de si los mismos “hechos” ya fueron analizados, sino la perspectiva desde la cual se describen. Es lo que plantea el lingüista Georges Mounin cuando hace un diccionario de lingüística y, adelantándose a la objeción de para qué otro diccionario de ese campo disciplinar, sostiene que efectivamente hay ya otros, incluso muchos proyectos de ese tipo, pero no ese que él encarna, esa perspectiva desde la cual el conjunto se ve de manera singular y distinta. Y claro que habrá oportunidades para señalar las diferencias con otras perspectivas; no se trata de hacer caso omiso de su existencia, pero tampoco de quedar ahogado en lo que llaman un “estado del arte” o “estado de la cuestión”, cuyo establecimiento no sólo nos sumerge en la tarea infinita e imposible, sino que nos puede permitir el hallazgo de aquello que justifica que abandonemos

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A manera de introducción

nuestro intento (después de leer a Borges, ¿cuál creador literario escribiría, sino a costa de no hacerlo tan bien?). Eso no quiere decir que no sea bueno hablar con los que hablan de lo que uno quiere saber… pero no hay que exagerar, pues podría nunca acabarse esta etapa “previa”; además, uno puede escoger con quién hablar y de qué hablar. Las diferencias no están ahí para hacer listados y clasificaciones con ellas. A veces encarnan decisiones y, en tanto tales, se pueden asumir. Es más: dado que el punto de vista crea el objeto, como sostiene Ferdinand de Saussure —creador del campo de la lingüística que me interesa retomar—, no se trataría solamente de una perspectiva que narra de forma distinta los mismos hechos, sino de una perspectiva que hasta cierto punto crea los hechos de los que habla. Ahora bien, este planteamiento sólo tiene sentido si entendemos que en lugar de haber unos “datos” disponibles para ser analizados, lo que en realidad tenemos es una serie de “fenómenos” a partir de los cuales las perspectivas teóricas pueden generar diversos tipos de datos. Ahora bien, esos “fenómenos” no son simplemente “cosas” de la realidad, idea bajo la cual se piensa que las diversas ópticas se diferencian a partir de la manera como describen ese mundo, común para todas. No. Los “fenómenos” son justamente la reificación de maneras de asignar sentido en una época, toda vez que sentido no hay y, en consecuencia, es menester atribuirlo luego del funcionamiento de la estructura simbólica. Justamente porque sentido no hay es que vemos que las atribuciones de sentido son un lugar en permanente pugna (la pugna por el control simbólico de la que habla Pierre Bourdieu). Y por supuesto que hay mecanismos sociales para dirimir esa pugna y para promover como si fuera el sentido, a aquel que no es más que un sentido, pero que se ha reificado, se ha cosificado y, entonces, viene la idea del referente, como si éste hubiera estado ahí antes de la pugna y el lenguaje sólo viniera a nombrarlo… condición, por demás, que debió ser objetada para poder constituir los campos de investigación de los signos, tales como la lingüística, la semiótica, la filosofía del lenguaje, la etnografía del habla. Es lo que en semiología se conoce con el nombre de transparencia, o sea, una sobre-codificación de tal grado que se muestra como no mediada por los códigos (Roland Barthes dice que la denotación es el último grado de connotación). Entonces, llamo ‘fenómenos’ —también podría llamárselos ‘noticias’— a esas reificaciones de sentido, y llamo ‘datos’ (de la investigación) a la desestructuración que una perspectiva teórica hace de ese sentido —de los ‘fenómenos’— y que le permite materializar su propuesta. La idea de tomar los datos de la realidad no es

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A manera de introducción

más que una declaración de no querer (y, en consecuencia, de no poder) interrogar de dónde viene el sentido, cómo se ha acendrado, al punto de hacernos ver como cosas (que, en tanto tales, no se discuten), aquello que no son más que conjuntos de sentidos validados por regímenes de interpretación. Un caso podría ser el de la investigación denominada “cuantitativa”, que a nombre de la evidencia de la noticia no explica por qué toma la decisión de aplicar la medición en cada caso, ni explica si hay isomorfismo entre la propiedad del metron y al menos una propiedad del objeto abstracto-formal de conocimiento. Por supuesto que las interpretaciones tienen todo el peso de las cosas (es más: de ahí le viene el peso a las cosas), no constituyen un Topus Uranus sino lo que llamamos “la realidad”, toda vez que la entendamos como el efecto de la construcción a la que nos vemos obligados los humanos, una vez quedamos imposibilitados de vérnoslas desnudos con el mundo desnudo. Karl Marx decía que si las cosas se manifestaran como son, sobraría la ciencia. Y podemos decir que si se pudiera comparar la realidad con la teoría para saber si ésta está bien hecha, sobraría la teoría. 2. Entonces, voy a hacer una descripción de la escuela y de algunos asuntos relativos a la formación del sujeto, desde las perspectivas del psicoanálisis y de una reflexión sobre el lenguaje. Haré la reflexión sobre la escuela teniendo en cuenta algunos conceptos de la filosofía del lenguaje y de la sociología de la educación. La reflexión psicoanalítica se hará desde la perspectiva de Sigmund Freud (en la versión elucidada por Jacques Lacan), de Jacques Lacan (en la versión elucidada por Jacques-Alain Miller). La perspectiva lingüística será la de la mirada estructural, remozada por el psicoanálisis lacaniano. En relación con la formación del sujeto, plantearé que el humano está de espaldas a los mecanismos que la naturaleza provee a las especies para sobrevivir, en tanto especímenes y en tanto especie. Para que eso fuera posible, tuvo que darse un proceso de desnaturalización, comandado desde el sistema simbólico (el lenguaje). Ahora bien, dicho proceso crea el requerimiento de inventar, de ahí en más, los mecanismos para sobrevivir y reproducirse, en tanto cultura. Así las cosas, el lenguaje no puede describirse de cara al mundo cuya desaparición justamente él produjo (la palabra mata la cosa, decía G.W.F. Hegel). El lenguaje se convierte en el recurso que da lugar a las atribuciones de sentido en las que se basa la cultura (para lo que, necesariamente, la estructura tiene que preceder al sentido). Pero, de cara al sujeto, el lenguaje no es un campo que le dé cabida, que lo aloje… más bien se trata del campo que hace posible al ser hablante,

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pero que, al mismo tiempo, produce en él un malestar permanente. Estamos enfermos de lenguaje. Con todo, eso no es un problema, es más bien una condición de posibilidad de la vida humana que conocemos. Por fuera de eso, nada hay para los seres hablantes… o, si se quiere: la locura. Y adentro, el delirio, el delirio compartido. Se entiende, entonces, que todo homo sapiens es recibido por una cultura que tiene como misión principal hacerlo uno de los suyos, lo cual empieza por la enseñanza del lenguaje. Y, de ahí en adelante, todo ha de ser enseñado, pues todo lo que compone a la cultura es un invento, no hay manera de entrar de forma espontánea en ella. El sujeto es un efecto, no un dato previo, no un destino ineluctable. La formación, entonces, podría entenderse como la realización del estatuto de la cultura en tanto dispositivo pedagógico, dado que sus integrantes no tienen otra manera de entrar en sus ciclos, en sus regulaciones. No obstante, el sujeto no cabe bien en el lenguaje. La estructura simbólica no es capaz de nombrarlo, de darle un ser; más bien se lo posterga de manera infinita, dada la naturaleza metonímica del significante. Y, también por estructura, le produce un movimiento que gira alrededor de puntos excluidos del sistema y que, paradójicamente lo hacen posible, pues la estructura se configura gracias a una exclusión. Este movimiento nada tiene que ver con los instintos animales, aunque se entreveren con los asuntos que parecen evocarlos —como la alimentación, la supervivencia, la reproducción— en sentidos que, dada su autorreferencia, dejan ver el trasfondo simbólico de su conformación (la ley, la sexualidad y el trabajo humanos, tienen propiedades que son posibles gracias a la estructura de la lengua, sobre la cual se conforman). En este panorama, la educación escolar es una profunda inmersión en el campo del Otro, pero no agenciada ni vivida por una entidad epistémica, volcada sobre el saber, con el telón de fondo de un desarrollo necesario. Más bien cada sujeto centripeta y centrifuga con una especificidad que lo hace singular. No es como el ejemplar de una especie animal, que representa casi perfectamente a la especie. El sujeto humano es la excepción a la regla; el síntoma —la marca de su malestar— funciona en él como una huella digital. Hannah Arendt decía que la pluralidad es la condición de la acción humana. Esa característica hace que no haya un para-todos, un bien común. La escuela resulta ser un espacio donde esa indomabilidad del sujeto toma formas y caminos más relacionados con el Otro de la cultura, pero donde sus manifestaciones se toman como las líneas disruptivas de la curva normal. La escuela, entonces, es un lugar que se puede caracterizar como el dominio de los mecanismos regulativos, comandados por actos performativos en estricta

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A manera de introducción

articulación: se trata de un dispositivo que ha de ser permanentemente declarado por alguien investido socialmente, toda vez que no se trata —como nada en la cultura— de algo connatural a una pretendida evolución del sujeto. Una vez declarado el dispositivo, se constituye mediante una promesa, cuyo sentido pragmático es el de hacer una requisición, de arrancar un compromiso. El lenguaje hace existir la relación social en la medida en que los cuerpos se van constituyendo a partir de este juego de jerarquizaciones que se ensayan con el otro en todos los ámbitos escolares y sociales. Esto no causaría problema alguno, si no fuera porque el sujeto está constituido de la forma como hemos expuesto. De manera que se genera una serie de situaciones que han de ser resueltas en algún sentido (por eso, Freud decía que la educación es imposible). De ahí que el acto performativo de la decisión esté todo el tiempo desplegado. Sólo en tal contexto regulativo se plantea aquello que, no obstante es mostrado como el sentido mismo de la escuela: lo instruccional, la relación con el saber. Éste también se caracteriza —según nos enseñan las investigaciones de la filosofía del lenguaje— como performativo, de manera que aseveraciones, hipótesis y predicciones harán un juego en un campo que no es propiamente el del saber y, en consecuencia, tendrán que recontextualizar dicho saber, pues no es un lugar donde éste se despliegue en su especificidad. Por último, el acto performativo que compromete la expresión de lo que el hablante percibe de sí, está excluido por la especificidad del dispositivo: justamente éste se las arregla para tratar de producir al sujeto, de manera que desatiende las especificidades previas al perfil buscado; desde luego, tal dimensión no se abandona y su realización se manifiesta en las conductas que la institución escolar busca erradicar, y en el cordón de “relajación moral” que rodea a las instituciones de educación superior desde el siglo XII. Este panorama de la descripción a partir de la filosofía del lenguaje se relacionará también con la perspectiva de los cuatro discursos que plantea el psicoanálisis lacaniano. Esto nos permitirá ver no sólo el estatuto de imposible en el que trabaja la educación, toda vez que intenta domesticar lo indomesticable, sino también la estructura de suposiciones y de restos no reciclables, es decir, de malestares que produce el funcionamiento del dispositivo escolar. La conformación del discurso excluye el sentido, por lo que de ella obtenemos una descripción en la que los roles asumidos y los roles asignados van a ser centrales para entender la escuela en tanto dispositivo que produce efectos, y no en tanto lugar idealizado de la transmisión de saberes y valores. En cada caso, lo desechado, el producto que

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no se quiere ver, marca la estructura del discurso. En cada caso, la manera como lo desechado se considera y se trata, define una trascendencia que recae sobre lo moral, sobre lo corporal o sobre el desarrollo psicológico. En cada caso, la escuela ve llegar personas, discursos y tratamientos que ahora parecerán relacionarse con su especificidad. No basta con declarar la relación con el saber. Se trata de algo que tiene que ver con la economía del psiquismo humano. O hay un espacio posible para él o no lo hay. El buen propósito no juega aquí mayor papel. Y el saber no es sencillamente hacerse a una gramática y acumular una serie de informaciones en relación con dicha gramática, sino algo que conmueve dicha economía del psiquismo. Por eso, a medida que un dispositivo escolar se desprende de su relación con el saber, ve con sorpresa cómo aparece la hostilidad, la “falta de respeto”, el hastío… y en la escuela se piensa que es importante disminuir la exigencia, hacer proyectos transversales, hacerse competitivo en términos de los medios de comunicación y de las tecnologías de la información… con lo cual se obtiene el efecto contrario de aquel que se busca: más de aquello que se pretende eliminar. 3. Hago esto para tratar de explicar las cosas a mi manera y, en consecuencia, darme cuenta de los puntos donde es forzoso seguir trabajando para tener una explicación menos inconsistente. No me parece cierto que una investigación (y, particularmente, en el campo de la educación) tenga que proponer una salida para ciertos problemas. La detección misma de los problemas ya es parte de lo que considero problemático: creer que un golpe de mirada detecta un problema, implica descreer no sólo del lenguaje, sino también de la historia (¿alguna idea ha durado incólume hasta hoy?); además lo detectado como problema, visto desde otra perspectiva puede ser sencillamente la especificidad de aquello que se describe. Así, exigirle a la investigación resolver ciertos asuntos, solucionar ciertas fallas, etc., es proponer un terreno por encima de la investigación misma: aquel desde el cual se pueden detectar los problemas y, al mismo tiempo, se puede verificar si una investigación determinada propone algo al respecto o sólo se queda en las “elucubraciones” (el cual, supongo, es uno de los apelativos que le quedan). Pues bien, no creo que exista ese terreno o, más bien, esa extraterritorialidad. Si existiera, ¡nos dispensaría de la investigación misma! Esto es algo que comentaré en varios puntos del trabajo. Por ejemplo, cuando describa el dispositivo escolar desde la teoría de los actos de significación, veremos cómo sólo una pareja incomprensión del lenguaje y de la escuela permite trazarse propósitos de “mejorar la comunicación” en ese espacio educativo. Por supuesto que sí

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hay un lugar desde el que supuestamente se detectan problemas, por supuesto que hay lugares, legitimados socialmente, desde los cuales se dice si el producto satisface o no los cánones esperados. Pero esos espacios escapan a la especificidad de la investigación, tal como he intentado describirla. Cuando algo se quiere cambiar, transformar, innovar (propósitos siempre presentes en relación con la educación, incluso en la investigación que se hace en ámbitos educativos) hay al menos dos posibilidades: o se trata de un decir en un espacio en el que hablar de cierta manera (con los vocablos de moda) es el hacer —y entonces es una falta de perspectiva ir a pedir después consecuencia entre el decir y el hacer, cuando tales cambios no se producen—, o se trata de una caracterización que permitirá saber qué puede ser cambiado y cómo; no es el caso de los cambios producidos por fenómenos estructurales o externos que actúan independiente de los propósitos, aunque a veces son usados para aquilatarlos. 4. Voy a recorrer ciertas obras de Freud, unas relativas a la educación, y otras que interpreto desde la perspectiva de la formación. Las primeras son referencias explícitas a la educación, a la educación formal, en las que Freud expone la perspectiva del psicoanálisis, tal como en cada uno de los momentos ésta es posible de considerarse. De tal manera, tenemos diversas intensidades de la manera como la singularidad del sujeto es entendida por Freud en relación con el acto educativo. De creer que en la escuela es posible hacer profilaxis de la neurosis —toda vez que el maestro se entere de cómo caracteriza el psicoanálisis al niño—, se pasa a la consideración de una neurosis como efecto necesario, estructural, de la formación del sujeto. De considerar al maestro como alguien que asume de manera torpe la singularidad del niño, se pasa a un maestro que bien o mal hace su tarea, la cual por ningún otro dispositivo sería reemplazable. De un saber psicoanalítico susceptible de ser enseñado al profesor, se pasa a un saber psicoanalítico comprensible sólo en la medida en que el sujeto se someta él mismo a un análisis. De un niño a quien se puede neurotizar en la escuela —en la medida en que ésta actúa de manera ininteligente—, se pasa a un niño que es neurótico por estructura, por formación. De un psicoanálisis que puede decir cómo debe ser la educación, se pasa a un psicoanálisis dispuesto a conversar con los educadores, dispuesto a asumir los efectos de la educación. Las ideas de Freud, incluyendo éstas, generaron reflexiones sobre la educación y, lo que es más interesante, acciones educativas concretas. De un lado, experiencias de la Rusia soviética y de la Alemania insurreccional fueron adelantadas bajo una idea de otorgar a los sujetos en formación una libertad que les era retirada

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en la educación “tradicional”. Así, desde la perspectiva en la cual el psicoanálisis describe supuestamente al “individuo” se han hecho experiencias muy interesantes que, no obstante, ponen la ley en algún punto, o bien se ven abocadas a no ser precisamente experiencias escolares. Y, de otro lado, bajo las “ideas sociales” a las que dio lugar el psicoanálisis, también se generaron experiencias educativas: Freud hizo una descripción de las colectividades en la que negaba la existencia de un “instinto gregario” y explicaba su conformación a partir de procesos de identificación; pues bien, estas ideas y otras relativas a fenómenos sociales también dieron origen a una serie de propuestas educativas bajo la bandera de la emancipación social (ya no individual). Veremos cómo y por qué el fracaso de tales experiencias era previsible desde la teoría misma de la que decían servirse. Otras obras de Freud no se refieren explícitamente a la educación, pero sí plantean asuntos fundamentales de la formación del sujeto, tal como el psicoanálisis la entiende. Es el caso de El malestar en la cultura, donde el autor muestra las implicaciones y los presupuestos del proceso formativo de los humanos. Asuntos como la realidad en tanto excrecencia del yo, la superación del plano imaginario —el del enfrentamiento entre semejantes— para poder constituir un referente de naturaleza social, el sentimiento de culpa como fundador de la cultura, los límites a la pulsión como referentes culturales, etc. Se trata de huellas sobre el sujeto hablante, producidas como efecto de su formación, y no de valores agregados a su estatuto de ser social, o de asuntos sin importancia, prescindibles a la hora de explicar el sujeto. Con esta perspectiva sobre la educación trataré de producir el contenido de la intersección entre los conjuntos del psicoanálisis y de la educación. Precisando la especificidad de cada una de esas prácticas, de cada uno de esos dispositivos, será posible hablar de las diferentes intersecciones, que van desde “conjunto vacío” hasta la casi subordinación de uno de los dispositivos en el otro. Para ello, caracterizaré la formación del sujeto desde la perspectiva psicoanalítica, la escuela desde la perspectiva performativa y el lenguaje desde la perspectiva estructural. No sé cómo se puede llamar este procedimiento. Encuentro improcedente que un proyecto de investigación caiga en el nominalismo de bautizar un proceso que todavía no ha sido realizado. Me parece más lógico dejar a los evaluadores del proceso, dejar a quienes quieran hacer algún uso de los resultados del trabajo, el juicio sobre el tipo de investigación que se llevó a cabo. Se entiende que la investigación es una de esas prácticas que no es fácil ubicar en la lógica

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medio-fines (según Gilles Deleuze, por ejemplo, la tarea de la investigación es plantear preguntas), sino más bien en la lógica de la praxis (tal como la entiende Hannah Arendt), según la cual el sentido del enunciado termina en el interlocutor, y no en el propósito del hablante. Dice Michel Foucault, en el segundo volumen de la Historia de la sexualidad, que la investigación no tendría sentido si no fuera porque permite un extravío del sujeto. En ese sentido, investigar es investigarse, investigar las matrices que hacen posible que uno piense lo que piensa. Y dice Barthes: “El éxito de una investigación no depende de su ‘resultado’, noción falaz, sino de la naturaleza reflexiva de su enunciación” (esto resuena con lo que decía Antón Chéjov: “El objetivo principal no eran los resultados, sino las impresiones que me proporcionaba el propio proceso de investigación”). El presente trabajo no es una investigación en sentido clínico. Pero, a diferencia de muchas investigaciones actuales sobre educación —que utilizan las estadísticas por no considerar posible dar cuenta del caso por caso—, tampoco busca excluir la singularidad, sino mostrar el papel vital de la experiencia educativa y la posibilidad de su sostenimiento como contingencia.

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Capítulo I

Universal, particular, singular Para los términos infinitos no hay ciencia posible. Aristóteles No hay análisis sino de lo particular. Jacques Lacan

Comúnmente se dice que uno escoge —dueño de sí— la metodología. Pero si somos el devenir de un método, es más bien la metodología la que lo escoge a uno, de cierta forma. Así, habría que explicitar lo que se entiende por ‘sujeto’ para entender lo que significa la idea de Edgar Morin (1982) según la cual la intervención del sujeto “le confiere al término de método su papel indispensable” (p. 363). En el capitalismo se intenta hacernos creer que hay el Todo, que es desagregable y que cada una de las partes tiene un precio. Por eso, en el contexto de los procesos investigativos —o de lo que hace sus veces en la educación— oímos (Coffey y Atkinson, 1996), sin desparpajo alguno, cosas como las siguientes: “No hay una sola manera correcta de analizar los datos cualitativos” (p. 3); “Es mucho mejor explotar una gran variedad de enfoques” (p. 15); “La investigación cualitativa adopta muchas formas y genera diversos tipos de datos. Estos datos diferentes, a su vez, pueden implicar enfoques distintos para el análisis” (p. 23); “Es posible acercarse a los mismos datos desde diferentes perspectivas” (p. 25); “La investigación cualitativa se nutrirá de la diversidad de estrategias analíticas disponibles” (p. 29). Ante esto, la imagen es la del supermercado: un sujeto libre (de consumir), escogiendo entre ofertas del mismo nivel. Pero, ¿cómo se compagina esto con el hecho de que los supermercados cobran comisiones de venta diferenciadas, según la altura a la que se ofrezcan los productos?; y esta información ya no es democrática, ya no está al alcance de esos compradores “libres”: no da lo mismo que los productos estén a la altura de los ojos, a que nos veamos obligados a agacharnos para verlos… tampoco es igual que estén ubicados en los cruces de las secciones e, incluso, al pie de la caja a la hora de pagar…

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Capítulo I

Intentaré dar cuenta de mi trabajo en un sentido distinto, gracias al cual puede aparecer una imagen de escuela1 que no es ventilada corrientemente. En este capítulo —de índole metodológica— afirmo que, en general, la investigación transita lo singular, lo particular y lo universal. No es cierto que parta de un extremo para llegar al otro, como nos dicta el clásico arreglo —tal vez reduccionista— que opone inducción y deducción. Lo ampliaremos, pero podría afirmarse: a) de un lado, que la ciencia tiene como horizonte lo universal, y que para ello lleva a cabo una exclusión de lo singular, con la cual, de paso, excluye la dimensión subjetiva. Ahora bien, esta exclusión es un requerimiento estructural, no es un defecto que pudiera solucionarse con un buen propósito, haciendo las cosas de otra manera; no, porque entonces ya no tendríamos ciencia. Y b), por otro lado, podría afirmarse que el psicoanálisis —una de mis herramientas de interpretación— tiene como horizonte lo singular (incluso: su radicalización), bajo el imperativo de restituir la singularidad excluida precisamente por la operación de la ciencia. Esto hace que el psicoanálisis mantenga con la ciencia una relación compleja, pues también investiga —como ella— bajo la pretensión de conseguir asertos válidos para una comunidad de trabajo. Retomo, entonces, la diferencia —introducida por Aristóteles— entre universal, particular y singular, pues tomaré el sesgo de la reflexión sobre dónde recae el interés de la investigación, en general: ¿sobre lo singular?, ¿sobre lo particular?, ¿sobre lo universal?... y si son posibles, y hasta qué punto, algunas intersecciones. Así mismo, con el fin de introducir una diferencia entre investigación y psicoanálisis, intentaré situar la problemática de los datos sobre los cuales recae el interés descriptivo-explicativo: ¿son independientes del campo de investigación?, ¿cómo se obtienen?, ¿dónde se obtienen?, ¿qué se hace con ellos?...

1.1 Definiciones Muchas entradas presenta el trío universal-particular-singular cuando se interroga por él en un motor de búsqueda de Internet2. Una de las primeras pertenece al Glosario Filosófico de la Universidad virtual, cátedra Manuel Fajardo; allí se dice: “Las peculiaridades que distinguen a los objetos entre sí se perciben 1 Hablaré de ‘escuela’ en dos sentidos: como dispositivo educativo de nuestra sociedad (‘escuela’, con minúscula, dado que es el sentido en el que más uso la palabra) y como el dispositivo lacaniano para formar psicoanalistas (‘Escuela’, con mayúscula). 2 Hay que anotar que las primeras referencias aparecidas en Google son del campo del marxismo y/o de la medicina.

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Universal, particular, singular

como algo singular. Los rasgos que se repiten en varios objetos, es decir, que son comunes aparecen como algo particular, y los rasgos y propiedades que pueden ser inherentes a grandes grupos de objetos y fenómenos constituyen lo universal”3. Sin embargo, los conceptos de singular, particular y universal no apuntan a cantidades así delimitadas, sino a propiedades de la cantidad. De un lado, la definición citada opone entre “grandes grupos de objetos” y “varios objetos”... siendo que el primero cabe en el segundo (‘muchos’ siempre son ‘varios’); y, para configurar un universo no se necesitan “grandes grupos de objetos”: basta con que varios objetos (y ‘varios’ no siempre son ‘muchos’) tengan rasgos comunes. Quizá las propiedades “inherentes a grandes grupos de objetos” más bien se refieren, al menos, a una propiedad escogida entre otras para hacer un juicio; lo que implica que se trata de una clasificación histórica, de época, convencional. Tal vez por eso la fuente citada se ve tentada a plantear que “lo singular, lo particular y lo universal se encuentran en conexión indisoluble formando una unidad”, apreciación que, por enarbolar un holismo muy bien recibido hoy, poco ayuda a precisar los conceptos; aunque, desde la perspectiva de la aplicación de criterios (y no de la detección de peculiaridades, como plantea la cita), parece acertado eso de que “su diferencia es relativa”, al menos en el punto en que, para establecer el universal, se echa mano de alguno de los otros dos. De otro lado, entre los objetos que componen un universo, se pueden configurar subconjuntos; pero, entonces, ¿hemos de llamar ‘particular’ al subconjunto y ‘universal’ al conjunto? Ésa parece ser la postura tomada en la siguiente cita para caracterizar esa diferencia: la página http://leninist.biz/es/TAZ informa4 que cuando se dice “este árbol” se trata de lo singular (al menos algún rasgo lo diferencia de los otros) y que “el árbol” es universal (conjunto de elementos con rasgos comunes). Así, en “El abeto es un árbol”, ‘abeto’ sería lo singular y el concepto ‘árbol’ sería lo universal. “Lo singular —agrega— es un objeto o fenómeno concreto del mundo material. Lo universal es lo inherente a un grupo de objetos y fenómenos vinculados entre sí”. Pero a continuación dice: “(…) lo singular está siempre ligado a lo universal a que pertenece, como, por ejemplo, el abedul al grupo de árboles y Pedro a la clase de las personas”. Esto no es claro, pues ‘abedul’ pertenece al mismo nivel que ‘persona’; tal vez ‘este abedul’ y ‘Pedro’ sí estarían en el mismo nivel. Luego afirma: “Lo que vincula el abedul en cuestión http://www.uvfajardo.sld.cu/Members/reynel_llanes/ploneglossary.2007-05-22.4727810666/ ploneglossarydefinition.2007-06-18.7030835541 (Consultado en 2009-03). 3

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http://leninist.biz/es/1980/QEMD256/08.1-Lo.singular.lo.particular.y.lo.universal (Consultado en 2009-03).

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Capítulo I

con otros árboles, los une en la especie de ‘abedul’. Este grado de comunidad es lo que se denomina lo particular”. Y, ¿por qué ‘abedul’ no sería universal?; porque lo universal es “lo que emparienta a todos los abedules con los árboles en general en la familia de ‘árbol’”. O sea, se trataría de conjuntos de distinta extensión, entre los cuales llamaría ‘universal’ al último nivel de agrupación. Pero el anotado, ¿sí es el último? Así como ‘abedul’ es particular en relación con ‘árbol’, ¿no lo sería ‘árbol’ en relación con ‘planta’?, ¿y ‘planta’ en relación con ‘seres vivos’? Más adelante, un ejemplo confirma la confusión: “‘Leal’ es lo singular; perro, lo particular; y animal, lo universal. Hidrógeno es lo singular; gas, lo particular; y elemento químico, lo universal”. Si aplicamos la misma lógica de la definición, ‘este átomo de hidrógeno’, ¿qué vendría a ser?5. Y ante la pregunta de si lo universal existe en la realidad, así como lo singular, se responde —de manera análoga al anterior artículo—, que ambos conceptos están en relación dialéctica, y que “todo lo singular es, de uno u otro modo, universal, y todo lo universal existe en lo singular”. Ahora bien, este asunto no sólo desborda teorías, también desborda épocas; como en la vieja pregunta de si existe la especie o los especímenes (genotipo y fenotipo [Piattelli-Palmarini, 1979, p. 28]). Y mientras, en la antigüedad, del ánfora que abrió Pandora salieron enfermedades, no enfermos...6, a mediados del siglo XIX, el médico francés Claude Bernard acuñó la frase opuesta, que se ha hecho famosa: “No hay enfermedades, lo que hay son enfermos”7. La investigación en psicoanálisis se podría caracterizar, de cara a la investigación científica, en torno a los conceptos que se están comentando, siempre y cuando se definan de otra manera. En la clase VI (2008-12-17)8 del curso Cosas de finura en psicoanálisis, JacquesAlain Miller recuerda —retomando el curso de lógica de Immanuel Kant— que un juicio (universal, particular y singular se refieren a la cantidad de los juicios) es la representación de las relaciones de diversas representaciones en tanto que constituyen un concepto. Así, un concepto capta una extensión, crea un universo. El juicio univer5 Y no es de poca monta el error de señalar que el hidrógeno es un gas (error, ya que el estado de la materia es circunstancial), pues se está usando como rasgo del conjunto universal. 6 “Pandora levanta la tapa de la jarra oculta y en ese momento todos los males salen al universo (…) ¿Cuáles son los males? Son muchísimos: la fatiga, las enfermedades, la muerte, los accidentes” (Vernant, 1999, p. 75).

Es la misma postura que Ernest Gombrich (1995, p. 7) aplica al arte: “No existe, realmente, el Arte. Tan sólo hay artistas”. 7

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http://www.elp-debates.com/e-textos/Curso_17_dicbre_2008_JAM.doc (Consultado en 2009-03).

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sal tiene extensión. De tal forma, la representación de un conjunto mediante un círculo, insinúa un área con un límite preciso y compuesta de n puntos, buscando parangonar un campo donde el juicio tiene validez, delimitar los elementos que cumplen cierta condición para estar ahí. Entonces, ‘universal’ no es una cantidad específica o acotada de manera imprecisa, sino el cubrimiento de un concepto. En el universo, cada elemento (siendo él y no los demás) comparte con otros al menos una propiedad: ningún número primo —igual se podría decir para cada átomo de hidrógeno, para cada abedul, para cada dolor de cabeza— es equivalente a otro, pero comparte con los demás al menos un rasgo. Ése es el caso de lo particular: lo es en tanto tiene al menos un rasgo susceptible de coincidir con el de otros. En cambio, la extensión del concepto que tiene la cantidad de lo singular, es el elemento mismo… la singularidad es como un agujero ante nuestra expectativa; en otras palabras, su extensión es un punto y el punto no tiene dimensiones (no habría cómo dibujar un círculo —que tiene dos dimensiones e infinitos puntos— a su alrededor para expresar su extensión, pues excedería lo singular). Y mientras varios particulares pueden componer un universal, varios singulares no pueden formar un universal, pues son tales en tanto no tienen rasgos susceptibles de coincidir con los de otros. Sería necesario “volverlos” particulares para que formen parte de lo universal, o sea, decidirse no por el rasgo único, sino por aquel que se puede compartir; de manera que se trata de inventar la perspectiva desde donde se lo pueda enunciar como tal (es la forma como se generan los datos de la investigación [cf. §1.3]). Esto es más evidente en el caso de las unidades —como el valor—, definidas en función de sus relaciones (y no de algo que posean de manera positiva, como pretendían las primeras definiciones aquí comentadas): Ferdinand de Saussure (1916, p. 103) se refiere a la economía y a la lingüística como disciplinas que trabajan ese tipo de unidades, y así lo define para su caso: “La lengua presenta, pues, el extraño y sorprendente carácter de no ofrecer entidades perceptibles a primera vista, sin que por eso se pueda dudar de que existan y de que el juego de ellas es lo que la constituye” (Saussure, 1916, p. 134). Pero, dado que el hombre nace en el lenguaje y por el lenguaje (Lacan, 1967, p. 42), ¿qué de aquello que resulta tocado por ese mundo simbólico carece de esa propiedad que se ve tan clara en el caso de la categoría valor? Tal vez por eso, en la Introducción a las categorías de Porfirio, Aristóteles dice: “En lo que respecta a los géneros y a las especies, no me meteré a indagar si existen en sí mismos, o si sólo existen como puras nociones del espíritu; y, admitiendo que existen por sí

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mismos, si son corporales o incorporales; y, en fin, si están separados, o si sólo existen en las cosas sensibles de que se componen” (Cap. 1, §2)9. Pero todo esto conduce a una paradoja: si lo singular no comparte rasgos, y si un conjunto se constituye con elementos que comparten al menos un rasgo, ¿no podría formarse el conjunto de los elementos que cumplen la característica de no tener rasgos comunes? (el conjunto de los elementos que no hacen conjunto). En Jim Botón y Lucas el maquinista (Ende, 1960), los dragones de pura raza ejemplifican lo singular de manera lúcida, lúdica: son “Completamente distintos de todo. No pueden parecerse a ningún otro animal, porque si no ya no son de pura raza” (p. 185): Unos eran pequeños como lirones, otros, en cambio, alcanzaban el tamaño de un tren de mercancías. Muchos se movían como sapos y se contoneaban y eran grandes como coches. Otros parecían orugas largas y delgadas como postes de telégrafo. Los había que medían más de mil pies, mientras otros tenían una sola pata sobre la que saltaban de una manera muy curiosa. Muchos no tenían patas y rodaban como barriles por las calles (Ende, 1960, p. 192).

Entonces, si nada tienen en común (“No pueden parecerse a ningún otro animal”), no hacen conjunto, pero ese puede ser el rasgo escogido para formar el conjunto (“dragones de pura raza”)... pero el hecho de estar ahí riñe con su singularidad... Tal vez la idea de monstruo —el que sobresale del orden regular de la naturaleza— materializa la clase de quienes no tienen clase10. Pero, ¿formarían un conjunto o un montón? De acuerdo con el relato de Ende, cualquier animal, tomado desde cierto ángulo, puede formar parte de esa clase llamada “dragones de pura raza”, que no habla de ninguna propiedad ostensible de quienes pertenecen a ella. Según el heterónimo Alberto Caeiro, a él le hablaban de ‘hombres’, de ‘humanidad’… pero nunca había visto de eso, sino “un hombre asombrosamente diferente uno de otro, / cada uno separado de otro por un espacio sin hombres” (Pessoa, 1919, p. 263). Como se aprecia, parece como si un “mismo asunto” pudiera ser descrito de varias maneras, según se tomen ciertos rasgos: se pueden escoger rasgos que no coincidan con nada más, con lo cual se ejemplifica lo singular; o se pueden escoger rasgos coincidentes con otros ‘algos’ específicos, con lo cual se ejemplifica lo 9 El texto se encuentra dividido en capítulos y parágrafos que hacen fácil la ubicación de las citas en cualquier edición del texto. 10 La literatura de Howard Phillips Lovecraft y los de su escuela se regodea en producirlos. Cada descripción de una criatura que hacen, caracteriza una singularidad irrepetible.

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particular. Pues bien, en esta tarea es más notable la manera como se toma el asunto, que el asunto mismo. (En matemáticas, gracias a su grado de abstracción, los elementos se pueden obtener con mayor “pureza”). Entonces, lo singular es lo que a nada se parece, lo que está fuera de lo común, dice Miller (2008). Ni siquiera el nombre propio —al menos en nuestra cultura— es precisamente singular: de un lado, porque los tocayos hacen conjunto11; y, de otro, porque el nombre es usado para marcar la intersección del universo de los hombres con otros conjuntos; es el caso del famoso silogismo según el cual Todos los hombres son mortales, Sócrates es un hombre, luego Sócrates es mortal. Allí, el nombre propio ‘Sócrates’ pertenece a ambas clases, a ambos conjuntos (hombres y mortales), uno de los cuales es subconjunto del otro. “A título de mortal y de hombre, el nombre Sócrates, no es singular, puesto que forma parte, pertenece” (Miller, 2008). Designaciones como “el hombre de los lobos”, “el hombre de las ratas”, dadas por Freud a algunos de sus pacientes (atención: no son diagnósticos, sino nombres), tal vez sean un intento de designar la singularidad, el nombre propio sin tocayo. La singularidad se ubica en los límites del lenguaje: se conjura en las operaciones fonológicas y semánticas, se excluye en la explicación de la lingüística y se marca en el uso lexical: * La lengua impone lo común (universal): de un lado, las realizaciones fonéticas en los contextos posibles del habla (infinitos) son “simplificadas” por el fonema, gracias a que omite lo “no pertinente” (o sea: ¡lo singular!), desde el punto de vista de la estructura de la lengua; ejemplo: la nasalización de vocales en español (cuando entran en contacto con consonantes nasales) no tiene menos materialidad que otros rasgos físicos, pero se hace imperceptible para los hispanohablantes, pues la nasalización no es fonológicamente pertinente en español. Y, de otro lado, en lugar de una palabra para cada variación del referente —como le parece justo a Funes (Borges, 1944a)—, tenemos un solo signo: “En realidad, la gente debería dar a cada piedra un nombre distinto y propio, como se hace con los hombres; eso no se hace porque sería imposible encontrar tantas palabras, pero no porque fuese un error” (Pessoa, 1919, 349). 11 En ciertos países, si se quiere asignar a un recién nacido un nombre que no esté en la lista, es necesario obtener autorización. El nombre singular (que posiblemente pertenezca a una sola persona) es tan inquietante que, por ejemplo, se hacen eventos —desde espacios en programas de televisión, hasta encuentros internacionales— que intentan volverlo particular, al formar el conjunto de los sin-tocayo; también está el caso del cambio de nombre para hacerlo menos singular.

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* Según Noam Chomsky (1965, p. 5), concierne a la teoría lingüística: “Un hablante-oyente ideal, en una comunidad lingüística del todo homogénea, que sabe su lengua perfectamente y al que no afectan condiciones sin valor gramatical”; es decir, los hablantes-oyentes, en tanto particulares, en tanto componen el conjunto universal... razón por la cual se define el hablante-oyente como ideal. Dicho de otra manera, se excluye la singularidad (el hecho de verse afectado por “condiciones sin valor gramatical”, donde el valor gramatical es algo común), con el fin de obtener la particularidad y así erigir el conjunto universal. Pues bien, ¡esto es una idealización! * Para designar, agregamos una marca: “esta silla”, “esta rabia”, etc.; donde ‘silla’, ‘rabia’, etc., constituyen clases abstractas. En tal sentido, luce como si no se pudiera hablar de la singularidad. La designación es posible porque, siguiendo el ejemplo de “esta silla”, ese objeto pertenece al conjunto de las sillas, de manera que su designación cuenta con ese universo (y no sólo las sillas existentes, sino también, y sobre todo: las pasadas, las posibles, las inverosímiles, las factibles, las futuras, las imaginables... que no habitan el mundo de los enseres, sino el de los signos). Una silla no es singular, por rara que sea, si se la identifica como silla. En la expresión “esta silla”, la palabra ‘esta’ indicaría singularidad (no es ninguna otra), pero se convierte en indicador de particularidad cuando el sintagma se completa con la palabra ‘silla’. Lo representamos a continuación, con ayuda de los círculos de Euler: Singular

Esta

silla

Universal

Particular

Ahora, con otras, puede incluirse en un enunciado como “estas sillas”, cuya transformación se limita al plural (mientras que, propiamente, lo singular no se podría pluralizar). Las frases del tipo “este E” equivalen a la expresión matemática x E (equis pertenece a E). En cambio, cuando se dice “¿qué es esto?” —frase que resume la inquietud investigativa, en general—, se toca la singularidad (“[…] esto”), al tiempo que se nota la inquietud padecida por el hablante (o el investigador), a causa de no saber en qué universal incluirlo (“¿qué es […]?”, x ¿?).

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Universal, particular, singular

Singular

Esto

qué

es

Universal

Particular

Por eso, la respuesta a la pregunta “¿qué es esto?” podría ser ‘un equinodermo’, ‘un afecto’, ‘una clasificación’, etc., es decir, “un ejemplar de la clase E”. Tal vez sea una de las razones por las cuales Jacques Lacan (1949) afirmó: “En el recurso, que nosotros preservamos, del sujeto al sujeto, el psicoanálisis puede acompañar al paciente hasta el límite extático del ‘Tú eres eso’, donde se le revela la cifra de su destino mortal, pero no está en nuestro solo poder de practicantes el conducirlo hasta ese momento en que empieza el verdadero viaje” (p. 93). En esta cita, la frase “tú eres eso” es la reducción a la singularidad, toda vez que el sujeto se presenta ante el psicoanalista de otras maneras, tales como “soy depresivo”, “soy la esposa de tal”, “soy impotente”, etc., es decir, a la manera de “soy un ejemplar de la clase E” (como un individuo, como un particular); o bien como anhelando pertenecer a la clase: “No sé cómo se las arreglan los demás”, “los otros sí disfrutan”, “quiero ser como…”, etc. El psicoanálisis, entonces, sería un proceso que permite el paso de la particularidad a la singularidad, o sea: del lugar desde donde se enuncia “soy un ejemplar de la clase E”, al lugar donde se asume “soy eso” (en otras palabras: “No hay clase que me contenga”). Por supuesto que entre la supuesta singularidad inicial y la singularidad final hay una diferencia, conquistada a lo largo de un extenso trabajo. No se puede confundir la “singularidad” que reclama para sí el sujeto cuando dice no ser como los demás (es decir, que pone al conjunto de los otros —al Otro— como referente), con la singularidad obtenida por medio de un psicoanálisis (que sólo admite poner como referente la propia relación del sujeto con la vida) 12.

Singular

Eres eso

Ø

Ø

Universal

Particular

“Encarnar la excepción” puede ser lo contrario: la diferencia a la que alude un lema como “Twingo, invéntate cómo disfrutarlo” es la del consumidor; la misma que introduce diferencias en un conjunto de viviendas iguales (y que sólo logra resaltar el conjunto). En estos casos, carro y casa no son más que una cifra (que no podría operar en su lógica si en realidad la compañía contabilizara unidades no homogéneas). En psicoanálisis, la idea del uno por uno se refiere a una diferencia irreductible, sí, pero de la que —en principio— no queremos saber. 12

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Siendo así, para emprender su trabajo, un psicoanalista no podría autorizarse en el sentido de los enunciados del analizante, porque entonces tendría que proceder a la manera de quienes promueven, con criterios que pretenden ser científicos —y no se trata aquí de ponerlo en duda—, asociaciones como alcohólicos anónimos, neuróticos anónimos, esquizofrénicos anónimos, jugadores anónimos…, es decir, que ofrecen un conjunto del cual formar parte. De manera similar, no es lo mismo pensar (u obrar en) la escuela desde la perspectiva del juego necesario entre singularidad y particularidad, a pensarla (u obrar en ella) desde la perspectiva que se ve desafiada por la singularidad y que intenta hacer, de cada sujeto que allí acude, un caso particular del universo ‘estudiantes’.

1.2 Psicoanálisis y ciencia Entre el psicoanálisis y la ciencia se presentan convergencias, pero también divergencias.

1.2.1 Convergencias Entre ambos campos se presentarían, al menos, los siguientes puntos de encuentro: Las Luces. Freud y Lacan fueron partidarios de Las Luces. Incluso, aquél fue particularmente optimista en relación con la ciencia (confróntese la obra El porvenir de una ilusión). Fueron hombres Ilustrados, ubicados de manera muy intensa en la cultura de su época; quisieron poner su disciplina a la altura del momento histórico, lucharon por erradicar cualquier connotación iniciática o hermética del psicoanálisis, poniéndolo en lo público, haciéndolo comunicable (hasta donde se puede13). Miller (1998b, p. 248) habla del seminario dictado por Lacan durante casi 30 años como un camino hacia la cientifización de la disciplina. Incluso ubica la formalización lacaniana en el camino del destino de la ciencia: “Captar con el discurso de la ciencia un campo que la ciencia estaba dispuesta a dejar al oscurantismo, es De un lado, aludo a los impases propios del sistema simbólico: el conocimiento total no es posible; y, de otro lado, al hecho de que las categorías de un campo teórico constituyen una complejidad en interdefinición; no son accesibles mediante el primer golpe de mirada, como pretenden hacer algunos con ciertos campos de saber, tras lo cual despachan campos enteros con ideas como “no se entiende” o “está pasado de moda”… eso sí: no aspiran a entender todo lo que encuentren en un libro de física cuántica, si carecen de las bases suficientes. 13

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decir, a dejar como refugio de los fantasmas del conocimiento sexual” (Miller, 1979, p. 46). Por su parte, Freud (1926, p. 230) pensaba en una escuela superior psicoanalítica donde se enseñaría, además de una introducción a las ciencias médicas, historia de la cultura, mitología, psicología de la religión y ciencia de la literatura. A su vez, Lacan —siendo médico— incursionó en los campos de la filosofía, la lingüística, la antropología, la lógica y las matemáticas. La consistencia. François Regnault (2004) recuerda que algunos epistemólogos (trae a cuento a Karl Popper y a Ludwig Wittgenstein) le niegan al psicoanálisis las pruebas científicas. Según el primero, una teoría sólo puede ser verdadera si puede ser falsa, pero el psicoanálisis no sería refutable, pues ningún comportamiento humano le es incompatible: cualquier caso lo verifica14. Sin embargo, el creador del psicoanálisis obraba precisamente en sentido contrario: como muestra Regnault, un solo caso bastó para que Freud (1915b) pusiera en tela de juicio una regla postulada para la paranoia; y el juego de un niño lo hizo reconsiderar el concepto de pulsión, con implicaciones en el resto de la teoría (Freud, 1920). Por su parte, Wittgenstein piensa que el psicoanálisis aplica el procedimiento de “con cara gano yo [el analista] y con sello pierde usted [el paciente]”. Pero el mismo Freud (1937b) había objetado explícitamente ese procedimiento (¡recordando incluso el mismo lema!), antes de que el filósofo lo trajera a cuento, y había concluido que, más allá de la validez teórica que el analista le asigne a su construcción (elaboración teórica comunicada al paciente), son los efectos de dicha comunicación los que permiten ponderar su validez… Como señala Paul Ricœur (1977, p. 34), demasiados trabajos de epistemología examinan los textos teóricos del psicoanálisis fuera del contexto de la experiencia y de la práctica psicoanalíticas. El psicoanálisis es un campo vivo, donde pugnan diversos puntos de vista, tal como ocurre en cualquier disciplina. De tal manera, la posición de muchos epistemólogos parece ser la de negarle unas condiciones a la teoría psicoanalítica (que sí le otorgan a otras teorías): no parecen querer su “corrección”, sino más bien su desaparición. Como el psicoanálisis toca al sujeto, no es un campo en relación con el cual pueda esperarse “neutralidad”; así, las falencias que se le atribuyen parecen ser más bien una medida de la incomodidad que produce… no en vano, Freud (1924, por ejemplo) hablaba de resistencias sociales contra el psicoanálisis, dada la índole de lo que toca. 14 Así las cosas, también se podría decir que cualquier caso de caída de un cuerpo verifica la ley de la gravitación.

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La teoría y la práctica. De un lado, “una práctica no tiene necesidad de ser esclarecida para operar” (Lacan, 1973a, p. 89): muchas veces funciona sin nexo con la teoría que dice explicarla. Y, de otro lado, no es posible aplicar sin más una teoría: un abismo la separa de la práctica, pues ésta introduce modelos que pueden no ir en la dirección de la teoría, reintroduce elementos que no pertenecen al arreglo formal (“depurado”) del modelo. Pero tampoco se sostiene la idea de una aplicación automática de la teoría, aunque hay algo de automatismo en el conocimiento (a lo cual, entonces, tampoco escaparía el psicoanálisis). Bajo tales condiciones de posibilidad, tanto el psicoanálisis como otras terapias —al estilo de toda práctica que reclama para sí el respaldo de una teoría— tienen caminos, métodos, procedimientos (por ejemplo: protocolos diagnósticos, escalas de evaluación), decantados teórica y experimentalmente, así no estemos de acuerdo con ellos y/o con los procedimientos para establecerlos. En ese nivel, el psicoanálisis no hace algo distinto, aunque no relaciona del mismo modo la teoría y la práctica clínica correspondiente. A veces estamos tentados a pensar en un debilitamiento, incluso en una prescindencia de la teoría... como frente a la psiquiatría, que transitó de tener en cuenta una casuística muy detallada (comienzos del siglo XX) a aplicar los promedios estadísticos, cuyo fundamento es un campo donde no rige la determinación y, entonces, se mide la incertidumbre. Pero, ante lo insostenible de sugerir que la psiquiatría prescinde de la teoría, es más plausible señalar un cierto automatismo de aplicación teórica, o bien de un cambio de perspectiva… de hecho hoy se realiza una fuerte investigación en neurociencias; lo difícil es mostrar la relación entre eso y la práctica psiquiátrica, basada en la estadística que, si bien es una teoría rigurosa, puede ser utilizada sin atenerse a tales rigores y para todo tipo de cosas. La decisión. Psicoanálisis y ciencia no se diferencian porque el primero introduzca la decisión y la segunda sea una aplicación: en ningún escenario, la práctica es la aplicación de la teoría: “entre lo universal y el caso particular es siempre necesario insertar el acto de juzgar, el cual no es universalizable (…) utilizar categorías universales en un caso particular, no es aplicar una regla, sino decidir si la regla se aplica” (Miller, 1998b, p. 259). Quizá en psicoanálisis sea más evidente esto (la decisión afecta directamente la relación analista/analizante) que en la ciencia tiende a velarse, en tanto el asunto de la decisión implica forzosamente la presencia del sujeto (y entonces, en lugar de la decisión, se presenta la necesidad, supuestamente ligada a la naturaleza del objeto, como veremos en §1.3).

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La atención a lo singular. Tampoco se diferencia el psicoanálisis por el hecho de buscar en cada analizante los detalles para orientar el diagnóstico y dirigir el tratamiento. Pese a las diferencias, médicos, psiquiatras y psicólogos hacen lo mismo. Todos requieren los detalles del caso, eso sí, teniendo en cuenta que cada campo arroja sus propios datos; con ellos se investiga, se hace el diagnóstico, con el fin de dirigir el tratamiento. Es más: tal camino corresponde a la idea de enfermedad, formulada en el siglo XVII por Thomas Sydenham15: “entidades reconocibles por manifestaciones características, entre ellas, por una evolución o curso natural típico. Esta idea de especies morbosas, que corresponden a formas típicas de enfermar, se ve reforzada cuando una especie morbosa puede caracterizarse también por una causa determinada. Gracias a esta concepción una misma enfermedad puede reconocerse como repetida en diferentes enfermos y así se hace posible el estudio del diagnóstico y tratamiento de las distintas enfermedades”. Según Claude Bernard16, ante un hecho particular, al médico le surge una hipótesis sobre la causa, de la cual se deducen unas consecuencias lógicas; el experimento y las observaciones lo confirmarán, aunque la discordancia entre hechos y teorías siempre pide contrapruebas, para no juzgar como causal un mero nexo temporal. Es decir, que el sentido de un síntoma cambie de sujeto a sujeto es del ABC de las distintas clases de tratamiento, no es exclusivo del psicoanálisis. Para los médicos Luis Corona y Mercedes Fonseca (2006), las Guías de buenas prácticas clínicas buscan estandarizar los tratamientos, a partir de la Medicina basada en la evidencia: con investigación prospectiva, multicéntrica, aleatorizada, doble ciego, con grupo control... impecable desde el punto de vista metodológico y estadístico. Sin embargo, para ellos, “de los enfermos con una enfermedad, ninguno será exactamente igual a los demás”, razón por la cual la situación de cada enfermo debe singularizarse, lo cual es un imperativo presente desde la escuela médica hipocrática, hace 25 siglos, hoy debilitada por la medicina del primer mundo —principal fuente del conocimiento médico—, con una concepción meramente biológica de la enfermedad que no ve como “evidencia” científica factores sociales, económicos y culturales de las poblaciones y los individuos. La epistemología de la ciencia. Según Freud (1915a, p. 113), para describir los fenómenos es inevitable 15

http://escuela.med.puc.cl/publ/patologiageneral/patol_004.html (Consultado en 2009-02).

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http://es.wikipedia.org/wiki/Claude_Bernard (Consultado en 2009-02).

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(…) aplicar al material ciertas ideas abstractas que se recogieron de alguna otra parte, no de la sola experiencia nueva (...). Al principio, [esas ideas] deben comportar cierto grado de indeterminación; no puede pensarse en ceñir con claridad su contenido. Mientras se encuentran en ese estado, tenemos que ponernos de acuerdo acerca de su significado por la remisión repetida al material empírico del que parecen extraídas, pero que, en realidad, les es sometido. En rigor, poseen entonces el carácter de convenciones, no obstante lo cual es de interés extremo que no se las escoja al azar, sino que estén determinadas por relaciones significativas con el material empírico, relaciones que se cree colegir aun antes que se las pueda conocer y demostrar. Sólo después de haber explorado más a fondo el campo de fenómenos en cuestión, es posible aprehender con mayor exactitud también sus conceptos científicos básicos y afinarlos para que se vuelvan utilizables en un vasto ámbito, y para que, además, queden por completo exentos de contradicción. Entonces quizás haya llegado la hora de acuñarlos en definiciones. Pero el progreso del conocimiento no tolera rigidez alguna, tampoco en las definiciones. Como lo enseña palmariamente el ejemplo de la física, también los “conceptos básicos” fijados en definiciones experimentan un constante cambio de contenido.

La idea según la cual “es inevitable aplicar al material ciertas ideas abstractas que se recogieron de alguna otra parte”, es lo que dice para nuestra época Miller (1998b, p. 253): “Elegimos nuestras teorías de clasificación no tanto en función de los datos, sino de nuestra práctica lingüística, del modo en que nos hablamos los unos a los otros”... y eso aplica para la ciencia; dicho de otra manera, “todo lo que pensamos no es más que un resultado de un proceso anterior, histórico” (p. 251). La manera como buscamos detalles para orientar el diagnóstico, es porque así nos hablamos los unos a los otros (es decir, se trata de un campo intelectual, en el sentido de Pierre Bourdieu [1966]). Y sabemos de la artificialidad de las clasificaciones, pues eso nos constituye hoy, es parte de nuestro malestar, dice Miller: aplicamos criterios a los que damos fe —porque así nos hablamos, porque es el resultado de un proceso histórico—, pero también sabemos —porque es la forma contemporánea, “posmoderna”, de hablarnos— que las clasificaciones son arbitrarias. O sea, aplicamos un saber a pesar de percibirlas hoy bajo esa condición. Según Freud, los conceptos son convenciones, y le son impuestos al material empírico, no vienen de ahí. Por supuesto que no se escogen al azar, pero la significatividad de su relación con el material depende de la postura del investigador, que intenta —en el seno de una comunidad de trabajo— mostrar que no son contradictorios. Y, aún así, los conceptos que se tienen por básicos “experimentan un constante cambio de contenido”.

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Una condición lógica. Antes de Galileo —señala Miller (1979)—, el conocimiento aborda el mundo bajo la modalidad de una unión ideal entre el sujeto que conoce y el objeto conocido (supuestamente connaturales), y bajo la celebración de las bodas imaginarias de los principios macho y hembra: forma y materia (Aristóteles), yin y yang (China), flogística (siglos XVII y XVIII). Por ello, Miller (p. 42) propone que el conocimiento era pan-sexualista (¡la acusación hecha a Freud!). La ciencia, en cambio, suspende la significación y privilegia las redes sistemáticas de significantes (pp. 44-45); entonces, objeto e instrumento pasaron a encarnar la teoría: de un lado, “los instrumentos no son sino teorías materializadas” (Bachelard, 1934, p. 18); y, de otro, “la ciencia moderna se aboca a construir un mundo a la imagen de la razón” (p. 19). En todo esto no hay diferencia con el psicoanálisis, que opera a condición de excluir el principio de adecuación entre los sexos (de ahí la tan famosa como mal entendida frase de Lacan (1972-3, p. 46) que declara “no hay relación sexual”), el cual sí existe entre los animales, siendo para ellos garantía de su reproducción. Además, el psicoanálisis aprehendió su objeto como efecto de la introducción de una práctica nueva, tal como la ciencia. Esto, no obstante el hecho de que el discurso de la ciencia quería dejar en el oscurantismo los asuntos a los que se refiere el psicoanálisis.

1.2.2 Divergencias No obstante las convergencias señaladas, entre el psicoanálisis y el campo científico también se presentarían, al menos, los siguientes puntos de desencuentro: El síntoma. Desde sus inicios, Freud se topó con el síntoma. Se trata de una expresión médica, como se sabe, extendida ya a casi todos los campos. En medicina, esta ‘coincidencia’, ‘acontecimiento fortuito’, ‘desgracia’ —etimología griega de simptoma17— es “la referencia subjetiva que da un enfermo por la percepción o cambio que reconoce como anómalo, o causado por un estado patológico o enfermedad”18. Así, en tanto “aviso útil de que la salud puede estar amenazada”, el síntoma se opone al signo clínico, entendido como “dato objetivo y objetivable” (el cual puede no ser percibido por el paciente... por ejemplo, el número de plaquetas por unidad de volumen en la sangre). En este panorama, de entrada En griego también hay synthema que significa: señal convenida, marca de reconocimiento, santo y seña. Pero parece que el acuerdo es que ‘síntoma’ viene de simptoma. 17

18

http://es.wikipedia.org/wiki/S%C3%ADntoma (Consultado en 2009-03).

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el síntoma es “subjetivo”, lo cual, en tal contexto, significa que no es objetivo, que no es confiable: se trata de una percepción que funciona como aviso, pero que puede ser un “falso aviso”… a diferencia del signo clínico establecido por la ciencia, que sí sería objetivo y confiable19. Y justamente allí empezó todo: “Juzgaron a los síntomas de las neurosis histéricas como resultado de la simulación” (Freud, 1924, p. 229), pues los facultativos no detectaban, en la materialidad del cuerpo tomado como objeto, daño alguno que justificara la percepción subjetiva de los pacientes. No había signos (datos) clínicos. En otras palabras, la ciencia tomaba ese singular y no lo podía ubicar como un elemento de la clase (“parálisis por inflamación del nervio facial”, por ejemplo); entonces, trasladaba al doliente a la clase de los simuladores, más allá de su objeto de investigación: es algo “psicológico” (y unos siglos antes, se les asignaba el rasgo de pertenencia al conjunto ‘brujas’, con implicaciones de mayor temperatura). Otros rasgos, entonces, toma Freud de esa particularidad y produce otras clases, como histeria, obsesión, fobia. Es decir, produce otro campo de investigación donde los rasgos no van a ser clasificados de la misma manera (donde se van a producir otros datos). Prestó su escucha a este tipo de pacientes y encontró un registro —otro cuerpo, digamos— para el cual el síntoma aportado por sus pacientes cobraba el valor de signo clínico: se refería a un nudo no resuelto entre el cuerpo y el lenguaje. De todas maneras, al comienzo Freud buscaba acallar ese síntoma, deshacer ese nudo, restablecer a la histérica, al obsesivo, al fóbico… a su estatuto de particularidad en tanto personas “normales”. Bajo esta idea del tratamiento psicoanalítico, lo singular se vuelve particular (se lo hace pertenecer) cuando se hace un diagnóstico. Al igual que Sócrates, considerado como hombre y como mortal. No obstante, si el síntoma era algo que no funcionaba como debería, ¿por qué aparecía? y, sobre todo, ¿por qué se resistía a su eliminación? Freud se sorprendió de la imposibilidad de eliminar por completo el síntoma, aunque se pudiera disolver considerablemente su envoltura formal: quedaba siempre un resto inamovible, del todo productivo (podía retornar, desplazarse, etc.) y propio de ese sujeto. Es más: encontró en ello una manera de satisfacción del paciente... paradójica, sí —pues se trata del sufrimiento—, pero satisfacción (algo singular: no se trata de la satisfacción de algo como el hambre o la sed). Entonces, el síntoma 19 El Diccionario enciclopédico hispanoamericano hace la misma diferencia, hablando de ‘síntoma subjetivo’ y ‘síntoma objetivo’.

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Universal, particular, singular

(S) pasó a ser entendido como parte del funcionamiento del sujeto hablante (Miller, 1997, pp. 23-30), referido a la singularidad de cada sujeto (la oposición normal/anormal, ya no funcionaba), con elementos del lenguaje.

Singular

Sujeto

S

Hablante

Universal

Particular

Quizá en ese momento nace el psicoanálisis: “En su origen, tuvo una intencionalidad puramente terapéutica; se proponía crear un nuevo tratamiento eficaz para las enfermedades neuróticas. Pero concatenaciones que al comienzo no podían vislumbrarse llevaron al psicoanálisis mucho más allá de su meta inicial. Al final pretendió haber colocado sobre una nueva base toda nuestra concepción de la vida anímica (…)” (Freud, 1924, p. 228). Para Lacan, el síntoma sin los rasgos simbólicos designa la singularidad (nombre propio sin tocayo); por eso dice: el síntoma es verdad. Ahora bien, según Miller (1997, p. 24), para Lacan esto se da “a condición de que la ciencia deje en suspenso las cuestiones de la verdad”; antes de la ciencia, “se está ahí de lleno, se está en la verdad bajo la forma de la revelación” (p. 24). A partir de René Descartes, el asunto de la verdad dejará de plantearse; la ciencia se dedicará al saber en tanto combinación significante lógica20 que, no obstante, será perturbada por el retorno de los efectos de significado —represión, negación— que produce (p. 25). La verdad se presenta como síntoma que perturba el saber y por eso habría que eliminarlo (p. 26). Es la misma postura que asume la escuela frente al estudiante. La investigación científica vela por el saber significante, incluso busca las “falsaciones” (Karl Popper) en el marco de la combinatoria significante. Para que haya ciencia, la verdad entra en suspenso, pero ello tiene consecuencias en los sujetos, a la manera de un retorno (exteriorizado como síntoma). Entonces, del lado de la ciencia se cree en un todo-saber, en un saber sin falta; no necesariamente de hecho, pero sí como promesa: “Cuanto más declara su insuficiencia con respecto a lo que queda por saber, más afirma en realidad la sugerente figura de un saber absoluto en su horizonte” (Bassols, 2010, 49). Y, del lado del psicoa20 A aprehender por la teoría, antes que descubrir por la observación (Bachelard, 1934, p. 13). Cosa que se exacerba con la revolución en la física durante las primeras décadas del siglo XX (p. 56).

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Capítulo I

nálisis, un saber no-todo (un saber en falta), una imposibilidad lógica verificada por la irrupción contingente de ese elemento eliminado. En relación con la escuela, esto nos lleva a pensar que no es lo mismo asumir el proceso educativo desde la posición del todo-saber, en cuya lógica es menester eliminar el campo de la verdad; a asumirlo desde la perspectiva del saber notodo, definida justamente por la presencia de la verdad subjetiva. Esto permite entender el siguiente comentario que hace el narrador en Tiempos difíciles de Dickens (1854): “Si hubiese aprendido algunas cosas menos, habría estado en situación de enseñar muchas cosas más de una manera infinitamente mejor” (p. 14). El saber. El saber opera como la herramienta de la investigación (es la etimología de la palabra ‘diagnóstico’: “a través del conocimiento”). En cambio, el dispositivo psicoanalítico no opera principalmente por la “aplicación del saber” —como ocurre en la investigación—, sino por el trabajo que el saber permite causar en el sujeto analizante; y esto ocurre a condición de que el saber esté, al menos parcialmente, en reserva21. O sea, sí hay un saber en juego, pero en tanto lugar de enunciación; considerarlo “en reserva” no es hacerlo de lado. Ese lugar de enunciación tampoco es un acto voluntario, sino el efecto de haber atravesado un psicoanálisis, al menos hasta cierto punto. Es la razón por la que no existe título universitario que autorice el ejercicio del psicoanálisis. No es un estado logrado por la acumulación de saber, sino una posición ganada en un travesía. Se trata, quizá, de la posibilidad de afrontar la singularidad, sin ceder a la tentación de volverla una particularidad, susceptible de integrar universales (función del saber explícito). Por eso, el psicoanalista deja en suspenso la comprensión de lo dicho por el analizante, pues —de esa manera— el analizante mismo tendrá la posibilidad de dejar en suspenso también la suya, a partir de lo cual podrá enseñarse a sí mismo (Miller, 1988a, p. 93). Un caso emblemático es la palabra del loco: según Lacan (1955-6, p. 35), escucharla con la pretensión de entender, es escamotear lo importante, pues su relación con el lenguaje no pretende (como en la neurosis) agotarse en la dimensión del sentido compartido. El saber como herramienta contribuye a operar sobre el objeto en el sentido de buscar la clase a la que pertenece (incluso cuando ese objeto obliga a crear una clase), el tipo de relaciones que establece; es decir, un dispositivo de homogeneización que busca, por ejemplo, la ley: más allá de las particularidades de la 21 Esto es parte de la concepción que sobre el discurso plantea Lacan en el Seminario 17 (1969-70). Se ampliará en §7.4.5.

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caída de una manzana y de la traslación de un planeta, más allá de las diferencias entre estos dos fenómenos, ambos obedecerían a la misma ley de la gravitación... En cambio, el saber en reserva obedece a un lugar de enunciación no homogeneizante, sino que mantiene —e, incluso, exacerba— la heterogeneidad. Se trata de una manera distinta de intervenir, delante de un objeto, en presencia de un saber. Dada la pregunta “¿qué es esto?”, la ciencia suministra lo básico para ajustar ‘eso’ a la ley, para incluirlo en la explicación general, o para ubicarlo en la curva normal; de ahí que ante la pregunta ¿qué es el hombre?, Gramsci (1935) responda: “Esta es la pregunta primera y principal de la filosofía. ¿Cómo contestarla? La definición puede hallarse en el hombre mismo, o sea, en cada individuo. Pero, ¿es correcta? En cada hombre puede hallarse lo que es cada ‘hombre individual’. Pero no nos interesa lo que es cada hombre individual, lo cual, por lo demás, significa qué es cada hombre individual en cada momento singular. Si pensamos en ello veremos que al plantearnos la pregunta de qué es el hombre queremos decir: ¿qué puede llegar a ser el hombre?” (p. 437, subrayado nuestro). Por su parte, dada la pregunta “¿qué es esto?”, el psicoanálisis intentaría explicar cómo llegó a ser justamente ‘eso’ y no otra cosa, cómo hizo para no pertenecer… pero con el fin de que no haya la tentación de creer que se pertenece. El psicoanálisis combina, de un lado, el acontecimiento del encuentro, la singularidad del momento (que lleva a Lacan al exceso, según Miller (2008), de preconizar una puesta en suspenso incluso de la sesión precedente con el mismo paciente); y, de otro lado, la memoria que el analista tiene de los dichos articulados por el analizante: sus correlaciones, articulaciones, repeticiones. De acuerdo con la primera orientación, la singularidad no estaría en cada caso, sino incluso en cada encuentro; de acuerdo con la segunda, permanece algo de la instancia paciente, y un saber se conserva para llevar a cabo una interpretación que, esquemáticamente, es un volver a presentar al paciente sus propias producciones... o sea, no es un saber que termina en el diagnóstico (o en el auto-diagnóstico), sino en la singularidad... y no se niega el diagnóstico, sino que, en esta modalidad de investigación, tiene utilidad para cierta maniobra en la dirección del tratamiento, pero no es el horizonte hacia el cual tiende el trabajo, ni es un saber para comunicar al analizante. Tampoco se trata de obtener un saber al final, entendido como la reconstrucción de una historia de la cual al comienzo se tenían fragmentos. Cuando Freud practicaba la catarsis, pensaba que el síntoma caería en tanto el paciente reconstruyera toda la historia, cuando la supiera. Pero el psicoanálisis es otra cosa: “La historia del sujeto no se conforma con un determinismo li-

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Capítulo I

neal que ubicaría el presente bajo el imperio del pasado de manera unívoca (…) más bien se trata de un trabajo que no cesa de reelaborar estructuras anteriores extremadamente complejas” (Ricœur, 1977, pp. 27-28). El pasado se construye, no se rememora. El horizonte. La ciencia y el psicoanálisis pasan en algún momento por lo universal, por lo particular y por lo singular (¿es una condición de las prácticas humanas, toda vez que están mediadas por el lenguaje?). Su similitud radicaría en la aparición de las tres cantidades de los juicios, en algún momento de sus elaboraciones. Y la diferencia radicaría en la dirección hacia la que tienden (una vez se han dado todas las fluctuaciones propias de su actividad): el horizonte de la investigación científica es lo universal22, mientras el horizonte de la investigación psicoanalítica es lo singular. Chomsky (1965, p. 5) lo ejemplifica, pues elimina, como asuntos de una ciencia del lenguaje: “(…) limitaciones de memoria, distracciones, cambios del centro de atención e interés, y errores (característicos o fortuitos) al aplicar su conocimiento de la lengua al uso real”; y le parece que “arranques en falso, desviaciones de las reglas, cambios de plan a mitad del camino y demás” (p. 6), presentes en el habla espontánea, opacan el objeto de investigación. O sea, para poder tener ciencia (lingüística, en su caso), excluye justo aquello de lo que el psicoanálisis se hace cargo: lo relativo a la singularidad del sujeto, expresado justamente en la falla frente a la regla. A su manera, Saussure (1916) se ubica en idéntica orientación: la lengua, su objeto de estudio, puede representarse como un modelo colectivo; de ahí que escriba: 1+1+1+1..., donde cada hablante suma, en la medida en que posee algo común a todos. En cambio, desde el nivel del habla, entendida como el uso que los hablantes hacen de una lengua, no hay algo colectivo: se trata de combinaciones individuales, dependientes de la voluntad (o sea, donde no hay ley de determinación, donde no hay ciencia posible), perspectiva en la que sólo se amontonan acontecimientos singulares, unidades cuya heterogeneidad les impide ser sumadas; entonces escribe: 1+1’+1’’+1’’’... (p. 36). Todas las ciencias se ocupan de lo singular, para hacerlo ver como caso; pero incluso para rescatar cierta especificidad: “La medicina molecular surge con poder 22 “Las proposiciones categóricas (universales como ‘todo hombre es mortal’, ‘ningún hombre es piedra’; y particulares como ‘algún hombre es justo’, ‘algún hombre no es justo’) constituyen la estructura básica del discurso científico” (García, 1993, p. 21).

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Universal, particular, singular

para explicar idiosincrasias, constituciones y para enseñarnos que lo idiopático va entendiéndose poco a poco”23. De manera esquemática, entonces, la ciencia toma lo singular y lo esquilma para hacer devenir lo particular, con el fin de constituir y/o confirmar universales; claro que esto no excluye un regreso a lo particular y aun a lo singular, con el fin de verificar, tratar, elaborar, experimentar, transformar, producir algo nuevo, etc. Y, en este movimiento, como recuerda Miller (1997, p. 24), se excluye la verdad del sujeto, como necesidad lógica. Por su parte, el psicoanálisis también se ocupa de lo singular; pero, si bien lo pone en relación con la clase, no busca homogeneizarlo, sino que radicaliza la heterogeneidad que enfrenta, con ayuda de sus conceptos abstractos, operando como un saber en reserva. El procedimiento que Lacan llamó pase (vigente hoy en las Escuelas de la Asociación Mundial de Psicoanálisis) tal vez materialice esta paradoja: es una investigación transformada en un saber comunicable, pues “una cura psicoanalítica es equivalente a una demostración” (Miller, 2000, p. 65); ahora bien, comunicable a una comunidad, pues “no hay demostración sin comunidad” (p. 65)24… con el propósito de aislar un caso singular hasta su máxima diferencia. Si las cosas son así, el psicoanálisis no opera como la ciencia en el punto donde se resiste al silenciamiento de la verdad: escucha esa verdad (por eso no puede sino operar caso por caso, por eso cada vez retrocede más ante la oferta de ser una visión del mundo) y, en tal sentido, se hace cargo de los efectos de la operación de la ciencia. En este nivel, entonces, el psicoanálisis se aproximaría más a una ética que a una ciencia, pues presta su dispositivo al restablecimiento de la singularidad del sujeto (y no de una singularidad entendida como un contenido psicológico, como una tendencia específica de consumo, según se dijo más atrás). Pero, ¿es posible investigar algo y, al mismo tiempo, dejarlo ser en su singularidad? Por esa vía sólo se llegaría al grado cero del saber, a una tautología como: Sócrates es Sócrates25 o Yo soy el que soy (Ex 3, 13-14) (semejante a nadie)26; 23 http://bases.bireme.br/cgi-bin/wxislind.exe/iah/online/?IsisScript=iah/iah.xis&src=google&base =LILACS&lang=p&ne xtAction=lnk&exprSearch=180509&indexSearch=ID (Consultado en 2009-02). 24 De manera que se hace forzoso, si se quiere afirmar que es una cura, demostrarlo. Si bien el psicoanálisis se hace cargo del sujeto de la ciencia —es decir, en un sentido opuesto al de la ciencia—, el final del análisis no sería más una situación bajo transferencia: en ese punto se trata ¿paradójicamente? de argumentación científica. 25

O, como decía Gramsci (1935): “En cada hombre puede hallarse lo que es cada ‘hombre individual’” (p. 437).

El Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española (DRAE), en su edición 19ª, define pispa como “pájaro de este nombre” (citado por Sercovich, 1977, p. 14). 26

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tal enunciado nada dice, pero “respeta lo que cada uno tiene de singular, de incomparable” (Miller, 2008), más allá de las clases en las cuales la investigación pueda inscribirlo. Entonces, la investigación en psicoanálisis se realiza en el límite de la posibilidad de dejar ser en su singularidad al objeto “investigado” (o sea, completamente transformado para sí), sin llegar al grado cero del saber (por eso hablaba de “horizonte”). Como sostiene Miller (2008), la investigación en psicoanálisis intenta dejar que algo se despliegue “fuera de los caminos ya explorados”; intenta hacer prevalecer la singularidad sobre la pertenencia a la clase (el diagnóstico), la cual “vendrá por añadidura” (Miller, 2008). O sea, de un lado, no se elude el diagnóstico (con pretensiones de saber universal), sino que no se lo privilegia en tanto punto de llegada, y se lo usa para llegar al horizonte propio del psicoanálisis: la ética; y, de otro lado, no se trata de un propósito (la idea de cómo hacer la investigación, antes de realizarla), sino de un efecto y de la posibilidad o no de estar a su altura: “El analista sería aquél cuya responsabilidad con respecto a su palabra es radical. Esto quiere decir que no sólo tiene que responder por lo que dice, sino también por lo que da a entender, y lo que da a entender le corresponde calcularlo” (Miller, 1997, p. 10). Ésa era la posición asumida por Freud con sus pacientes, cuando planteaba que lo aprendido en un caso no permitía abordar el siguiente y, más bien, obstaculizaba percibir su singularidad27; así mismo, para Lacan (1973b), “los sujetos de un tipo no tienen pues utilidad para los demás del mismo tipo” (p. 13). Esta frase tiene su contexto: unos renglones antes, escribía: “Lo que responde a la misma estructura no tiene forzosamente el mismo sentido. Por eso mismo no hay análisis sino de lo particular” (p. 13)28. Es decir, ¡hay un saber!: la práctica psicoanalítica está orientada por aseveraciones con pretensión de universalidad. No se trata de descartar las categorías y las clases, sino de evitar aplastar con ellas al sujeto (Miller, 1998b, p. 255)… como ocurre en la medicina, donde un diagnóstico puede matar a una persona. Por supuesto, hay un nivel, un momento, donde no sirven más, pues ahora se necesita saber cómo se articulan ideas generales como esas en la singularidad de un sujeto… y cómo la singularidad de un sujeto es un tanto refractaria a esas ideas generales (y, en consecuencia, 27 Fue el tema del Tercer Encuentro americano, XV encuentro internacional, del Campo Freudiano (Belo Horizonte, agosto de 2007): La variedad de la práctica. Del tipo clínico al caso único en psicoanálisis... o sea: de lo universal a lo singular. Puede verse la convocatoria en: http://ea.eol.org.ar/03/es/template.asp?argumento/argumento.html (consultado en 2009-02). 28

En esta cita, “particular” cobra el sentido de singular.

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puede que esté pidiendo la reformulación de algunas de esas ideas generales… y así sucesivamente). Para apuntar a la singularidad, Freud acuñó la idea de economía del psiquismo y Lacan una acepción del concepto estructura; de ahí que ambos se propongan considerar los casos uno por uno. Es decir, no hay respuestas universales a preguntas como ¿qué significa soñar con culebras?, pues eso depende de quién lo haya soñado… no hay tratamiento uniforme para estudiantes que hayan robado chocolates camino a la escuela (Bernfeld, 1929, p. 33), pues eso depende de quién los haya tomado. En el psicoanálisis no se puede postular un bien común (pues cada uno tiene una forma singular de goce), no puede saberse de antemano qué es bueno para un sujeto y qué no, como se pretende en el sistema educativo. En el lugar opuesto están los diccionarios de sueños, los tratamientos estándar, la salud mental (en concordancia con el orden público, muestra Miller [1988c]), los DSM29 que permiten asignar una nosología y prescribir una medicación a quien presente cierto porcentaje de los signos clínicos enunciados en una lista... para lo cual cada vez se necesita menos preparación académica: “El DSM III insistía hasta ese entonces en una buena formación clínica especializada de los usuarios, no requiriendo la calificación de psiquiatras. Mas un autor canadiense, Lehmann, en un artículo de la Journal Canadien de Psychiatrie, nos indica que el nuevo manual está facilitado por los métodos modernos, la mayoría automáticos [de manera que] la práctica farmacológica ya no es tan complicada para poder ser bien enseñada en tres semanas a médicos e internistas motivados” (Sper, 2007). La prueba. En la ciencia, la reproducción del caso (experimento) intenta mediar con la universalidad de la ley; pero la realidad no es una fuerza probatoria: de un lado, el experimento es una modificación de las condiciones “reales” (piénsese, por ejemplo, en la cámara de vacío, en el acelerador de partículas, etc.); y esa modificación, lo que se pone en juego y la interpretación de lo acontecido presuponen el cuerpo interpretativo de la disciplina: “La teoría del paradigma está directamente implicada en el diseño del aparato capaz de resolver el problema” (Kuhn, 1962, p. 63). Además, a veces un experimento puede no servir para tomar partido por dos teorías opuestas sobre el mismo asunto, como en el caso —citado por Kuhn (p. 50)— de las teorías sobre la electricidad a finales del siglo XIX.

29 Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales. DSM, por su sigla en inglés: Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders (American Psychiatric Association).

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Por su parte, en el psicoanálisis, la “mediación” es distinta: el caso no puede (y no busca) repetirse; cada caso objeta la regla, cada caso es excepción (Regnault, 2004, p. 125): en psicoanálisis, la prueba siempre es singular (p. 127). Además, se da bajo transferencia, que es una relación única entre la persona del analista y el analizante, no reproducible (o sea, lo contrario de un experimento) y que, como dice Eric Laurent (2006): “No soporta ni un tercero ni su mirada desde el exterior del proceso mismo que está en juego”... condiciones necesarias para que se dé el experimento. Con todo, la cuestión de la prueba es inherente al funcionamiento del psicoanálisis; incluso desde la época de la catarsis. No se entiende cómo un enunciado podría aspirar a la universalidad, a la comunicabilidad, y no contener un sistema interno de “prueba”. Incluso puede pensarse que se trata de algo propio de la evaluación social, concomitante al hablar, de la que habla Bajtín/Medvedev (1928): El sentido mismo de la palabra-enunciado a través del acto singular de su realización se incorpora a la historia, deviene un fenómeno histórico. Pues el hecho de que precisamente el sentido dado devino objeto de discusión aquí y ahora, de que se habla precisamente de él, y se habla precisamente así y no de otra manera, de que precisamente el sentido dado entró en el horizonte concreto de los hablantes, todo eso está determinado enteramente por el conjunto de las condiciones histórico sociales y por la situación concreta del enunciado singular dado (p. 10).

Ricœur (1977, pp. 18-19) entiende muy bien de qué se trata: “El equivalente de lo que la epistemología del empirismo lógico llamaba ‘observables’ debe ser buscado ante todo en la situación analítica, en la relación analítica (…) los hechos en psicoanálisis no son de ninguna manera hechos de comportamiento observables”. A diferencia de la ciencia, “el tipo no es una ley al respecto de la cual el individuo sería nada más un ejemplo; por el contrario, es al servicio del ‘caso’ que el tipo ofrece la mediación de su inteligibilidad. En ese sentido, la palabra ‘caso’ no tiene el mismo sentido en psicoanálisis que en las ciencias de la observación, en virtud de esta relación invertida del tipo al caso” (p. 26). Más adelante (§2.1.3) reiteraremos que la “mediación” en educación se parece más a la transferencia que al experimento, más a la contingencia que a la necesidad. A continuación, un esquema de las divergencias entre psicoanálisis y ciencia:

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Universal, particular, singular

Ciencia

Psicoanálisis

Saber

Sin falta (al menos como posibilidad)

En falta (por estructura, no como error salvable)

Lugar del saber

Herramienta

En reserva

Acción

Busca (crea) la clase

Suspende la comprensión

Verdad

Queda excluida

Es restituida

Lugar de enunciación

Homogeneizar

Heterogeneizar

Horizonte

Lo universal

Lo singular

Investigación

Atada al propósito

Atada al efecto

Prueba

Experimento

Experiencia

Condición de la prueba

Reproducción

Transferencia

1.3 Los datos Wittgenstein (1936) sugiere ocuparse de lo hablado por el común de la gente, y no de las “preguntas trascendentales” que la filosofía planteaba, según su propio entender. ¿Por qué? Para él, tales preguntas parecen insolubles en tanto están formuladas de cierta manera. Al asumirlas tal como vienen, aceptamos una manera de hablar y, sin saberlo, también acogemos unas maneras de pensar, de polemizar, de interrogar y de responder… y unas maneras de hacer, pues para Wittgenstein el lenguaje está ligado a una forma de vida (o sea, aparentemente describe el lenguaje sin excluir la subjetividad, como otras descripciones cuyo estatuto lo exige). Una de esas maneras de hablar que atrapan los movimientos posibles es la antítesis cuantitativo/cualitativo, cuya presencia en la educación es masiva: siempre se está pidiendo una declaración anticipada del campo en el que la investigación se inscribiría. Se oponen artificialmente dos supuestas maneras de investigar (es decir, ni son dos maneras, ni se oponen). ¿Acaso la cantidad no es una cualidad? Si al describir las cualidades de algo incluimos la cantidad, entonces asumimos que no se opone a la cualidad. Lo cuantitativo es un subconjunto de lo cualitativo. Así, al decir ‘cuantitativo’ necesariamente se dice ‘cualitativo’, aunque no todo lo ‘cualitativo’ sea ‘cuantitativo’. Hay cantidades que no permiten percibir ciertas cualidades; la cualidad se va transformando a medida que la cantidad dis-

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Capítulo I

minuye —piénsese en el mundo subatómico—, y desaparece cuando la cantidad es cero. Esto no es novedoso. En la historia de la reflexión sobre lo que hoy se conoce como “el mundo físico”, por ejemplo, vemos que la medición no estuvo siempre presente y que se trató de una decisión. ¿A quién se le ocurría, hace un par de décadas, medir los resultados de la educación?; los discursos reinantes consideraban su especificidad de una manera que la hacía casi inalcanzable por la medida… sin embargo, hoy no se concibe la educación sin mediciones. ¿A quién se le ocurriría, hace un par de décadas, definir el presupuesto del sector educativo estableciendo “factores asociados a la calidad”?; era evidente que, en atención a la particularidad de la escuela, el gobierno ponía —con voluntad política— los insumos que la definen: ¿no estaba claro que las escuelas necesitaban libros y los maestros capacitación, más allá de las estadísticas?... sin embargo, hoy la banca multilateral no asigna préstamos para educación que no cumplan ese requisito, hoy no se la concibe sin el discurso de la economía y la herramienta estadística. Medir es una decisión; y, para hacerlo, los criterios ¡no pueden ser cuantitativos! Más acá de cómo medir, de la proporción en la que se lo hará, de la importancia que tendría, de la precisión de los instrumentos… antes de todo eso, la decisión de estimar en cantidad, de medir, es una decisión cualitativa. La decisión de medir supone una perspectiva cualitativa que sobrepasa lo cuantitativo, supone una apreciación sobre las cualidades de aquello a lo que se aplicará ese mecanismo particular de la medición. Las fórmulas están ahí, pero se necesita decidir que son aplicables en ese caso, sobre la base de una valoración abarcante del objeto. Lo que pasa —según Morin (1982, p, 44)— es que el pensamiento simplificador, en su vertiente reductora (la otra es la disyuntora), unifica lo diverso con lo cuantificable, de manera que no concede la “verdadera” realidad a las cualidades, sino a las medidas. De tal manera, medir cuando no es necesario (cosa que denuncian los autodenominados cualitativistas, no sin razón en muchos casos) es tan falto de rigor como no medir cuando sí es necesario (¿cuántas veces han caído los “cualitativistas” en esa falta que no pueden ver, dado su prejuicio de base?). Ahora bien, cuando se piensa que el lenguaje puede describir las cosas y que eso sería lo que la ciencia hace por excelencia (sus enunciados coincidirían con la realidad), entonces la regla aplicada parece connatural al objeto, cuya naturaleza justificaría la decisión de medir, más allá de cualquier interpretación… y nunca se podrá tomar otro tipo de decisión. A quien viste la bata blanca, lo

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liberamos automáticamente de estos avatares. Es el caso de cómo se ve hoy la escuela, con ayuda de indagaciones de tipo cuantitativo, per se excluidas de cualquier réplica. Toda objeción que no acepte los presupuestos de la medición quedará excluida; pero, entonces, tal exclusión no parecerá un acto político, originado en una postura social, sino algo determinado, supuestamente, por contravenir la naturaleza del objeto. ¡Se llega a hablar de “ciencias conjeturales”!, como si la decisión de medir no fuera una conjetura… Siempre, aunque no lo sepa, quien mide, decide. Ahora bien, no tomarse el trabajo de explicar la decisión de medir es una infracción facilitada por la época. Antes protestábamos: “¿por qué me mides?”… ahora, en cambio, lo pedimos (“¡pregúntame a mí!”, “no me discrimines: encuéstame”), nos parece que la autoevaluación es un logro, etc. Así como en la comunicación la verdad no es simplemente “adecuación con la realidad”, sino sobre todo una decisión del sujeto en el contexto, decimos que la medición es una herramienta a disposición de la decisión del sujeto. El sujeto no le debe servidumbre a la medida; esa actitud es una decisión a nombre de la creencia en que el lenguaje nombra las cosas (y, con mayor razón, el lenguaje de las cifras), con réditos en algún nivel. En La formación del espíritu científico, Gaston Bachelard propone la medida como una decisión tomada en función de la naturaleza del objeto, establecida por un campo intelectual. Es decir, no se trata de la naturaleza en sí, sino de aquella que una comunidad es capaz de sustentar en determinado momento: “Las determinaciones numéricas en ningún caso deben sobrepasar en exactitud a los medios de investigación” (Bachelard, 1948, p. 254). Ejemplo: una encuesta, ¿mide el objeto real? Cuando alguien decide su voto con base en los resultados de las encuestas, testimonia que la encuesta no mide el estado real de la intención de voto, sino que, en cierta proporción, el instrumento de medida produce el dato (la intención de voto, en este caso). De eso habla Bachelard: La precisión numérica es frecuentemente un motín de cifras (…) Puede verse en ella uno de los signos más claros de un espíritu no científico en el instante mismo en que ese espíritu pretende la objetividad científica (…) la precisión de una medida debe referirse constantemente a la sensibilidad del método de medida y ha de tener en cuenta las condiciones de permanencia del objeto medido. Medir exactamente un objeto fugaz o indeterminado, medir exactamente un objeto fijo y bien determinado con un instrumento burdo, he ahí dos tipos de ocupación vana que la disciplina científica rechaza (p. 250).

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El “motín de cifras” puede utilizarse para intimidar; el número de decimales es proporcional a la cantidad de silencio que se produce (o que se quiere producir) y a la intensidad del susto que se sufre con una cifra: si nos dicen “el 48.97%...”, esos decimales tuvieron que haber sido obtenidos mediante un mecanismo tan riguroso, que tal vez uno sea incapaz de acceder a ese nivel de complejidad y, por lo tanto, de lo que no se puede hablar es mejor callar (como declara Wittgenstein para cerrar el Tractatus). Pero si nos dicen “más o menos la mitad” (que es otra manera de leer esa misma cifra), es posible pedir la palabra y preguntar qué quiere decir eso, cómo se obtuvo ese dato, para qué… Entonces, la precisión no es un valor por sí mismo. La exactitud no es la que el instrumento puede producir, sino la decisión de hasta dónde se entiende el objeto como caracterizado por una subdivisión —digamos así— análoga a la del instrumento de medida. De tal forma, no hay número —por modesto que sea— al que no podamos exigirle aclarar, tanto su relación con la explicación, como sus implicaciones. Otra cosa es que lo que podamos decir de la naturaleza del objeto pida un decimal, dos decimales… los que se necesiten; pero, para eso, sería demostrable que la naturaleza del objeto, la cual no es meramente cuantitativa, admite ser descrita mediante la dimensión cuantitativa hasta ese nivel. Así, la dimensión cuantitativa está supeditada a la cualitativa: si se va a medir, es forzoso demostrar, no sólo que aquello es susceptible de ser medido, sino que es pertinente hacerlo y hasta dónde. Que algo sea medible, ¡no implica que haya que medirlo… o que haya que medirlo todas las veces… o que haya que medirlo hasta determinado extremo! El objeto puede variar de naturaleza cuando cambia el grado de aproximación. Pretender agotar de golpe la determinación cuantitativa es dejar escapar las relaciones del objeto. Cuanto más numerosas son las relaciones del objeto con otros objetos, tanto más instructivo es su estudio. Pero en cuanto las relaciones son numerosas, ellas están sometidas a interferencias y de pronto la búsqueda discursiva de las aproximaciones se convierte en una necesidad metodológica. Entonces la objetividad se afirma como método discursivo, más acá de la medida, y no más allá de la medida, como intuición directa de un objeto. Hay que reflexionar para medir y no medir para reflexionar (Bachelard, 1948, p. 251).

Resaltemos la necesidad metodológica de la búsqueda discursiva —como señala Bachelard— y la idea capital según la cual es la reflexión la que decide la medición y no al contrario. Ahora bien, la decisión, en parte, consiste en poder demostrar que hay isomorfismo entre la propiedad del instrumento de medición y

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una de las propiedades que hemos establecido —discursivamente— para el objeto (Benedito, 1975, p. 163)… al punto que lo medido es medida de lo empleado para medir (¡ambos son construcciones!). En general, se refinan los instrumentos a causa de la comprensión, y no al contrario: relojes atómicos provienen, por ejemplo, de haber postulado una dependencia del tiempo en relación con la gravedad, hipótesis que requería mediciones muy afinadas; no al contrario: no se ha postulado la relatividad porque había relojes muy precisos que medían diferencias de flujo temporal a medida que el campo gravitacional se debilitaba. Por supuesto, una vez introducida la medida, ya tenemos nuevos elementos funcionando en el marco de aquello que establece la naturaleza del objeto… Pero, además, la presencia del instrumento no garantiza la perspectiva que permite usarlo: “La mayoría de los aristotélicos se negó en redondo a mirar por el tubo [el telescopio], asegurando que no valía la pena buscar semejantes objetos celestes, ya que Aristóteles no los había mencionado en ninguno de sus volúmenes” (Sábato, 1984, p. 18). Y no basta con presuponer tal isomorfismo: habría que demostrarlo, a la comunidad coetánea, con el arsenal conceptual disponible. Por ejemplo, si se puede demostrar que entre las características de las personas, una de ellas es isomórfica con el metro, entonces es aceptable medir la estatura… pero, no solamente habría que hacerlo bien, sino que, en cada ocasión, habría que mostrar por qué se hace (“no vemos que ningún biólogo determine y estudie una medida de los tamaños de los diversos animales de un circo” [Simiand, 1922, p. 233]). Pero, por ejemplo, ¿se ha demostrado un isomorfismo entre la calificación otorgada por el profesor al estudiante y lo que éste sabe? Quien califica no muestra una correspondencia biyectiva entre el instrumento de medida y una característica del objeto (no todo el objeto). Y sabemos hasta qué punto poner números ahí es introducir un supuesto de “neutralidad”, de “equidad” (grado máximo de connotación, efecto ideológico)… Es decir, hablamos al mismo tiempo de dos cosas que se imbrican: de un lado, de la investigación, de las maneras como ella intenta hacerse rigurosa y exhaustiva —a la luz de lo que se entiende, en determinado momento, como ‘rigor’, ‘exhaustividad’—; y, de otro lado, de las herramientas que en ese esfuerzo se toman de lo social, construyen lo social. Estamos acostumbrados —y entonces es un asunto de época a explicar— a vivir el efecto de la medición como si el instrumento de medida se correspondiera con la naturaleza del objeto. Y hay tal dictadura de la cifra que a veces se anuncia una medición hecha con el objetivo de entender la naturaleza del objeto

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(es el prurito de muchas investigaciones que realizan encuestas, por ejemplo, en el campo educativo). Pero, desde el punto de vista de la especificidad de la medida (no desde la pragmática del funcionamiento social), eso sería un absurdo: no se puede ir a buscar la naturaleza del objeto midiendo, porque conocer la naturaleza del objeto era una condición para medirlo… y si no, ¿por qué se lo mide?: Hay que reflexionar para medir y no medir para reflexionar; o, como dice Morin (1982): “La enorme masa del saber cuantificable y técnicamente utilizable no es más que veneno si se le priva de la fuerza liberadora de la reflexión” (p. 37). En cualquier caso, no se trata de “escoger” una metodología “conveniente” en el supermercado, tal como nos invita un antiguo eclecticismo revestido hoy de posturas “modernizantes”, materializadas en términos como ‘complejo’, ‘holístico’, ‘interdisciplinario’, ‘multidisciplinario’, etc. Esta perspectiva es la que produce la supuesta recopilación de “datos” sin un análisis sustancial (Coffey y Atkinson, 1996, p. 2). Pero, si el dato es consustancial al análisis, no podría haber datos sin análisis, y entonces no tendría sentido la idea de que “existe algo intimidador al finalizar el trabajo de campo, cuando ya no queda más por hacer que analizar los datos y redactar” (p. 2). La información independiente del análisis no merecería el nombre de “dato”. Quien no sepa qué hacer con los “datos” (queja constante de los aprendices de investigación educativa), todavía no tiene datos, está haciendo una tarea, pero no una investigación. La consecución de los datos está subordinada al análisis, razón por la cual no se pueden tener datos para hacerles un análisis; más bien habría que explicar cuál análisis dio lugar a recoger los datos que se tienen. Pero en ámbitos educativos de investigación el análisis se reduce a un conjunto de procedimientos... que se vuelven aún más herméticos cuando incluyen programas de computador que supuestamente analizan datos. Como escriben Coffey y Atkinson (1996), “los métodos per se no reemplazan el tener un gran conocimiento de la disciplina” (p. 16), el tener que poner a dialogar de forma permanente los datos y la teoría (p. 29). En este sentido, sentencia Kuhn (1962): Los hechos científicos y las teorías científicas no son categorías separables (p. 33). Así las cosas, más bien es la metodología quien lo escoge a uno, como decíamos al comienzo. Es un nombre para el estado del devenir del sujeto… de manera que no podría ser escogida como un producto de consumo. “Sujeto”, “objeto” y “metodología”, son nombres de un devenir. Es algo semejante a lo que ocurre entre el “sujeto”, el “sentido” y la “formación” (cf. §6.3). Y esta discusión atañe a la especificidad humana: al conocimiento, al aprendizaje, al lenguaje, a la interacción. No

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es algo que sólo tocaría a la investigación y que, al salir de ahí, podamos seguir pensando que el emisor origina la significación, que el lenguaje es representación (que habla de las cosas y que, entonces, por ejemplo, la medida es una descripción del objeto), etc. Todo esto permite entender que los datos de que se sirve el psicoanálisis provienen de su propia delimitación del objeto: la realidad psíquica, en el marco de la cual —como reconoce Ricœur desconcertado (1977, p. 23)— “no es clínicamente pertinente que la escena infantil sea verdadera o falsa (…) mientras que la psicología académica no encuentra tal paradoja, en la medida en que sus entidades teóricas se relacionan supuestamente con hechos observables”. El autor va a entender muy bien (p. 25) que el concepto de objeto en psicoanálisis prohíbe hablar de “hechos” como se hace en lo que él llama las “ciencias de la observación”.

Coda La ciencia se ocupa del caso por caso (propiedad que algunos le niegan, con el fin de oponerla al psicoanálisis), así como el psicoanálisis produce categorías y tipos clínicos (peculiaridad que algunos olvidan a la hora de oponerlos). Ahora bien, la ciencia hace del individuo un ejemplar de la clase (Miller, 1998b, p. 251), y eso le basta. La Ciencia cartesiana nace en una época de unificaciones: Estados, monedas, idiomas, currículos y estadísticas nacionales. Pues bien, dicha época le da un objeto al psicoanálisis: el sujeto excluido, resultado (resto) de esas unificaciones. Por su parte, el psicoanálisis ha encontrado —se ha estrellado con— que lo universal de la clase nunca está completamente presente en el individuo humano: como ejemplo de la clase, el sujeto tiene una laguna… hay sujeto cuando el individuo se aparta de la especie (p. 255). El sujeto es singular, el individuo es particular. Cuando le corresponde por su objeto de estudio, la ciencia se ocupa del individuo; el psicoanálisis, en cambio, se ocupa del sujeto (¡incluso de producirlo!). Jorge Luis Borges (1952a) cita comentarios sobre la Oda a un ruiseñor de John Keats, en los cuales lo permanente (la especie) se opone a lo pasajero (el ejemplar). La especie queda representada por el canto del ruiseñor, y el ejemplar queda representado por el hombre que lo escucha. En su comentario a este texto, Miller (1998b) dice que Keats, Ovidio y Shakespeare —que oyeron cantar ruiseñores— tienen cosas en común (son particulares, hacen conjunto), pero que, en tanto sujetos, están referidos a la disyunción en virtud de la cual ninguno de

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ellos es los otros; en cambio, oyeron el mismo ruiseñor, ya que los ejemplares animales realizan perfectamente la especie. Por su parte, Keats no pertenece de manera precisa a una especie —como el ruiseñor a la suya—, pues como sujeto se aparta del todo; el ser hablante “nunca realiza una clase de manera exhaustiva” (p. 257); pero tampoco Keats es un ejemplar único, no relacionable con otros, pues es un hablante (y es en esa medida que interesa a la ciencia). El psicoanálisis no se queda en el uno por uno (en el caso por caso), porque eso sería llegar a un nominalismo que no permitiría entender nada: un sistema con un signo para cada cosa —como el de Funes— es inmanejable; “Para los términos infinitos no hay ciencia posible”, como dice nuestro epígrafe, tomado de Aristóteles (cap. 2, §35). Pero el psicoanálisis tampoco se queda en la clase, pues ese nivel de abstracción —casi matemático— no permite, ni enfrentar la singularidad del sujeto hablante (cuya única regla es la ausencia de una regla, la ausencia de un programa [Miller, 1998b, 260]), ni conseguir ubicarla como condición de asunción de la vida. Según Jesús Adrián Escudero (s/f, pp. 29-30), Paul Natorp planteaba que, en cuanto una experiencia era expresada en conceptos, se sometía a un proceso de homogeneización “que disuelve la particularidad de toda experiencia vivida”. Psicoanálisis y ciencia no se ubican en la inducción o en la deducción. Ambos son abductivos; pero sí es importante la diferencia entre situarse frente al objeto de investigación a nombre del método científico, o a nombre de una ética. De otro lado, la dimensión cuantitativa o cualitativa de los datos a investigar materializa una caracterización del objeto, por parte de una comunidad. La teoría convierte los fenómenos en datos… pero el estatuto de ambas entidades —fenómenos y datos— está remitido a cierta manera de interpretar y producir enunciados. Es decir, los llamados “fenómenos” son el sentido de la doxa, reificado por los hablantes en referente del lenguaje; los llamados “datos” expresan el sentido de la episteme, reificado por los investigadores en objeto-abstracto-formal; y la “verdad” del sujeto es aquello de lo que no se quiere saber cuando se escoge la idealización de la doxa o la formalización de la episteme para representarse y que, de todas maneras, irrumpirá para agujerear el saber.

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Educación: ¿Escila o Caribdis? No es queriendo el bien de la gente como se lo alcanza (…) la mayor parte del tiempo es incluso al revés. Jacques Lacan

La escuela no es un aparato que se haga enteramente con arreglo a propósitos de la época, y cuyos resultados dependan estrictamente de los objetivos que en su seno se trazan. Estudiando la reflexión de Freud a lo largo de 21 años, encontramos la posibilidad de pensar que la labor de la escuela depende más de la especificidad del proceso de formación del sujeto (y no al contrario: que la formación depende de la escuela); establecida esa herramienta, se hará una lectura de la reflexión de Kant sobre pedagogía, la cual confirmará la exigencia de hablar de una dimensión estructural de la educación, más allá de su variabilidad histórica y contextual que, efectivamente existe pero que, entonces, gana otra connotación.

2.1 Freud, a lo largo de 21 años En 1932, Freud apunta que el asunto de la pedagogía es muy importante; tanto, que sería el principal motivo de aplicación del psicoanálisis. Aun así, hace un comentario que nos lleva a preguntar por el sentido de ese enunciado: nunca se dedicó al asunto de manera juiciosa. Efectivamente, sus referencias explícitas a la educación, en las que hace algún desarrollo, podrían ser cinco; las otras se hacen de pasada. Ahora bien, no por ello el aporte de Freud al asunto ha de considerarse de poca monta; trataremos de mostrarlo. A continuación se listan las mencionadas referencias: * La Introducción al libro El método psicoanalítico de Oskar Pfister (Freud, 1913a). * El apartado de “El interés por el psicoanálisis” que se refiere a la pedagogía (Freud, 1913b).

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* El texto que escribió para la celebración del aniversario 50 del colegio en el que estudió entre los nueve y los diecisiete años (Freud, 1914). * El Prólogo que escribe para el libro Juventud descarriada, de August Aichhorn (Freud, 1925). * Y la parte correspondiente a educación de la Conferencia 34 de las Nuevas conferencias de introducción al psicoanálisis (Freud, 1932). Estos textos —tres por pedido, dos formando parte de documentos mayores— fueron escogidos para ilustrar cómo la posición de Freud frente a la educación se transformó, a medida que la teoría y los tiempos iban cambiando. Tomaré cada una de estas referencias y las comentaré, in extenso, en la medida de lo posible.

2.1.1 El maestro-terapeuta El suizo Oskar Pfister, según informa James Strachey1, fue amigo cercano de Freud durante 30 años. Estudió psicología y filosofía, y ejerció como pastor protestante y educador en Zurich. Fue un defensor acérrimo del psicoanálisis (en una versión amalgamada con la teología), al punto de ser uno de los primeros “profanos” (no médicos) en practicarlo. Ante el pedido de Pfister, de hacer la Introducción a su libro El método psicoanalítico, destinado a educadores, Freud escribió casi tres páginas (Freud, 1913a, pp. 351-353). En un primer párrafo expone lo que en ese momento entiende por psicoanálisis: tratamiento de las perturbaciones afectivas, mediante la reconducción de los procesos que llevan al síntoma, gracias a ser la disciplina que más ha profundizado sobre la estructura del mecanismo anímico. Esta introducción tenía un propósito: controvertir, no sólo con el alcance y la capacidad explicativa de la terapia hipnótica (de la que él hizo parte en su momento), sino sobre todo con la manera como se ha tomado el paso de cada una de esas terapias al campo educativo: En su momento, el tratamiento hipnótico por sugestión rebasó muy pronto el campo de la aplicación médica y se puso al servicio de la educación de los jóvenes. Si podemos dar crédito a los informes, demostró ser un medio eficaz para eliminar defectos infantiles, hábitos físicos perturbadores y rasgos de carácter irreductibles por otra vía. Nadie lo tomó por entonces a escándalo ni se asombró de este ensanchamiento de 1 Strachey es quien establece la mejor versión de la obra de Freud a la lengua inglesa. Su ordenamiento, comentarios y notas sirven de base para la nueva traducción de los escritos freudianos al español, publicados por Amorrortu Editores (cf. Bibliografía).

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su campo, que, por otra parte, sólo la investigación psicoanalítica nos ha permitido entender de manera plena (p. 351).

Que nadie tomó ese paso a escándalo quiere decir que no es igual para el caso del psicoanálisis. De otro lado obsérvese que el terreno de la educación al que se amplió el tratamiento hipnótico fue el de los problemas: “Defectos infantiles, hábitos físicos perturbadores y rasgos de carácter irreductibles”. Desde el comienzo, queda caracterizado el campo educativo como un lugar que no se discute, pero donde el problema hace carrera2. No está de más resaltar que se trata de asuntos planteados desde la perspectiva del adulto o de la institución: hábitos y rasgos negativos para el funcionamiento de la escuela. En efecto, hoy sabemos que los síntomas patológicos no son a menudo más que las formaciones sustitutivas de inclinaciones malas, vale decir inviables, y que las condiciones de esos síntomas se constituyen en los años de la infancia y la juventud —las épocas, justamente, en que el ser humano es objeto de la educación—, sea que las enfermedades mismas irrumpan en la juventud o sólo en un período posterior de la vida (p. 351).

Freud distingue entre las condiciones y la irrupción del síntoma. Ya queda establecido que su objeto de estudio no es observable, sino deducible; y que la manifestación evidente sólo es una manera de ser de esa condición, que tendrá todo su valor, así no haya dado lugar a la irrupción del síntoma… cosa que ocurrirá indefectiblemente, según el párrafo. Ahora bien, el proceso de incubación de esas “inclinaciones inviables” ocurre justamente durante la edad escolar. Es decir, la educación no sólo se las tiene que ver con el asunto de qué contarles a las nuevas generaciones, de cómo hacerlo de la mejor manera posible, sino —asunto de la misma importancia y, no obstante silenciado a la hora de plantearse las grandes tareas educativas— con el asunto de las inclinaciones de los educandos y su viabilidad. Y bien, podría pensarse que se trata de una inviabilidad en términos del “clima institucional” o del “futuro de los niños”; pero, si leemos detenidamente, veremos que se trata de algo referido al sujeto, pues tales inclinaciones producen síntomas (que a su vez pueden afectar a los demás, pero eso será después). Si se tratara del asunto del otro social, ¿por qué habría de afectarse el sujeto? Eso se verá más claro frente a lo que más atrás llamó “rasgos de carácter irreductibles” y que mencionará a continuación:

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Recordemos: es lo que se desecha en la configuración del objeto de la ciencia (cf. §1.2.2).

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Educación y terapia se sitúan entre sí en una relación que podemos señalar. La educación quiere cuidar que de ciertas disposiciones e inclinaciones del niño no salga nada dañino para el individuo o la sociedad. La terapia entra en acción cuando esas mismas disposiciones han producido ya ese indeseado fruto de los síntomas patológicos. El otro desenlace, a saber, que las predisposiciones inviables del niño no conduzcan hasta las formaciones sustitutivas de los síntomas, sino hasta unas directas perversiones del carácter, es casi inasequible para la terapia y las más de las veces se sustrae del influjo pedagógico. La educación es una profilaxis que quiere prevenir ambos desenlaces, el de la neurosis y el de la perversión; la psicoterapia quiere deshacer el más lábil de los dos e introducir una suerte de poseducación (pp. 351-352).

Esta inclinación, que producirá daños en varios sentidos, no ha sido indiferente para los filósofos que se han ocupado de la pedagogía. Ya lo veremos en el caso de Kant (§2.2). En el párrafo, vemos que la educación y la terapia buscan lo mismo —detener algo indómito del ser humano—, pero en tiempos distintos: la educación antes, la terapia después. Además, hay dos desenlaces posibles de esa parte indómita: la neurosis (a la que están asociados los síntomas) y la perversión (los “rasgos irreductibles de carácter” de los que ya nos había hablado). Ante dichas posibilidades, a la pedagogía le está dada la prevención; en cambio, a la terapia psicoanalítica, en tanto las perversiones le son “casi inasequibles”, sólo le está dado transformar los síntomas, gracias a que “no son los únicos desenlaces posibles, tampoco los definitivos” (Freud, 1913a, p. 351), y, por esta razón, Freud compara el psicoanálisis con “una suerte de poseducación”. Así las cosas, Freud plantea las ventajas de emplear el psicoanálisis a los fines de la educación: El educador, por una parte, está preparado, en virtud de su conocimiento de las predisposiciones humanas universales de la infancia, para colegir entre las disposiciones infantiles aquellas que amenazan con un desenlace indeseado, y si el psicoanálisis posee influjo sobre tales orientaciones del desarrollo, el educador podrá aplicarlo antes que se instalen los signos de una evolución desfavorable. Vale decir que podrá obrar con ayuda del psicoanálisis, profilácticamente, sobre el niño todavía sano. Por otra parte, puede notar los primeros indicios de un desarrollo hacia la neurosis o hacia la perversión, y resguardar al niño de su ulterior avance en una época en que nunca lo llevarían al médico, por una serie de razones. Uno tiende a creer que esa actividad psicoanalítica del educador —y del pastor de almas, su equivalente en los países protestantes— no podría menos que producir inestimables frutos y a menudo volver superflua la actividad del médico (p. 352).

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Dos labores tendría el educador: colegir las disposiciones amenazantes y aplicarles el psicoanálisis antes de que se instalen (hacer profilaxis sobre el niño sano); o bien percibir los indicios de su desarrollo y frenarlo. De esta “actividad psicoanalítica del educador” depende que el psicoanalista (dice ‘médico’) se quede a futuro sin trabajo. Y bueno, para todo esto Freud le asigna al educador “conocimiento de las predisposiciones humanas universales de la infancia”. Pero, ¿cómo lo obtiene el educador? ¿Es parte de su formación como docente? Por supuesto que no, pues ese conocimiento es propio del psicoanálisis. Freud está planteando la condición supuesta de un educador formado en el campo del psicoanálisis. Por eso, a renglón seguido se pregunta si para ejercer el psicoanálisis se necesita una instrucción que el educador no pueda adquirir, o si algo se opone a la entregar de la técnica psicoanalítica a los no médicos. Y se responde: Confieso que no veo tales impedimentos. El ejercicio del psicoanálisis exige mucho menos una instrucción médica que una preparación psicológica y una libre visión humana; por lo demás, la mayoría de los médicos no están capacitados para el ejercicio del psicoanálisis y han fracasado por completo en la apreciación de este procedimiento terapéutico. El educador y el pastor de almas están obligados, por los reclamos de su profesión, a obrar con los mismos miramientos, cuidados y reservas que el médico acostumbra observar, y su trato habitual con los jóvenes tal vez los vuelva todavía más idóneos para la empatía de su vida anímica. La garantía de aplicación indemne del procedimiento analítico sólo puede ser aportada, empero, en los dos casos, por la personalidad del analista (pp. 352-353).

Puede haber anfibologías, pues Freud emplea la palabra ‘médico’ para hablar, tanto del psicoanalista, como del profesional de la salud cuya formación no necesariamente lo capacita para entender el alma humana. En todo caso, por un lado, habla de “entregar” la técnica psicoanalítica al maestro, de manera que éste tendría que aprenderla, pero… ¿cómo?, ¿dónde? Y, por otro lado, habla de una empatía con la vida anímica de los jóvenes, dado el trato habitual que el maestro tiene con ellos. De tal forma, la estrategia combina saber específico y empatía… y si hemos de incluir el tratamiento psicoanalítico, habría que agregar preparación psicológica y libre visión humana. Además, está la exigencia teórica que nace de la práctica (“[…] obligará al educador analista a familiarizarse con los conocimientos psiquiátricos más indispensables” [p. 353]) y el requerimiento de supervisión (“pedir consejo al médico toda vez que la apreciación y el desenlace de la perturbación puedan aparecer dudosos” [p. 353]). Se trata de una prometedora formación de analistas —separada de la formación médica—, pero no se

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ve en qué sentido sería una formación docente, a no ser que se reconsidere qué está en juego en la educación. Para terminar, Freud plantea un punto donde la responsabilidad del educador es mayor: [el médico] tiene que habérselas con unas formaciones psíquicas ya rígidas, y en la individualidad preformada del enfermo encuentra un límite para su propia operación, pero también una garantía de la independencia de aquel. El educador, en cambio, trabaja con un material que le ofrece plasticidad, que es asequible a toda impresión, y se impondrá la obligación de no formar esa joven vida anímica según sus personales ideales, sino, más bien, según las predisposiciones y posibilidades adheridas al objeto (p. 353).

En otras palabras, el paciente ya está formado y es independiente, lo cual es un límite para el terapeuta (no puede ir más allá de ese límite). Mientras que el educando es plástico y, como tal, dependiente de sus maestros; por tal razón, el maestro estaría obligado a formarlo según las predisposiciones y posibilidades del educando, no según los ideales personales del educador (que en alguna medida son tomados de lo social). Ahora bien, podemos relativizar ambas cosas: primero, la independencia del paciente, recordando que, para tramitar sus asuntos del alma, tiene que recurrir a un terapeuta y, como veremos, en esa “dependencia” —llamada transferencia— estriba la posibilidad del tratamiento; y, segundo, la plasticidad del educando, recordando lo que el mismo Freud ha traído a cuento: sus predisposiciones y posibilidades; como veremos, justamente en esa “independencia” estriba la dificultad —incluso la imposibilidad— de la educación. Hay una dimensión ética en juego. Para el maestro: formar al otro desde el otro y no desde él mismo; y para el analista, cuidarse de usar la sugestión a que da lugar la relación terapéutica. Pero, ¿por qué renunciar a la sugestión? En otros contextos, donde las relaciones también dan lugar a la sugestión, vemos que de lo que se trata es exactamente de usarla. Además, ¿cómo se produce la posición ética desde la cual cada uno afronta su práctica? (usar o no la sugestión). ¿Acaso el maestro diferencia entre sus ideales personales y las predisposiciones y posibilidades del otro? ¿No es precisamente en función de sus ideales personales que le asigna al otro predisposiciones y posibilidades? Esto se discutirá más adelante, pues el psicoanálisis es una propuesta frente al ideal (§8.2.2). El maestro que sabe hacer esa diferencia es un maestro-psicoanalista. Formar al otro desde el otro requiere una postura que se gana al perder el ideal (y, entonces, el saber obra en reserva). Pero, ¿es universalizable esa condición?

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El tema de la empatía se comenta en el marco del siguiente artículo, donde aparece un poco más desplegada.

2.1.2 La escuela ininteligente En el artículo “El interés por el psicoanálisis”, Freud habla del interés psicológico y del interés de la disciplina para las siguientes ciencias no psicológicas: la ciencia del lenguaje, la filosofía, la biología, la psicología evolutiva, la historia de la cultura, la ciencia del arte, la sociología y la pedagogía. Vamos a comentar, fragmento por fragmento, el apartado (1913b, pp. 191-192) destinado al interés que, según Freud, el psicoanálisis despierta para la pedagogía: El gran interés de la pedagogía por el psicoanálisis descansa en una tesis que se ha vuelto evidente. Sólo puede ser educador quien es capaz de compenetrarse por empatía con el alma infantil (…) (p. 191).

En aquella época, el psicoanálisis ha producido una ruptura muy importante, incluso escandalosa, que hoy puede no sorprender tanto en la medida en que tales tesis —como dice Freud— se han vuelto evidentes. Se trata de desmentir una idea dominante por aquel entonces: que el niño todavía no tiene sexualidad. Esta idea era concomitante con aquella otra que les destinaba, a los niños que morían, un sitio distinto al cielo o al infierno, propios de los adultos que han pecado o que han mantenido su templanza frente a la tentación. Esta idea es correlativa también con la de la “minoría de edad”, con la de la inimputabilidad y la jurisprudencia especial que rige para ellos, etc. Para Freud, en cambio, el niño es un perverso polimorfo. Cualquier cosa, menos un ángel. Es un perverso —en el psicoanálisis, esta palabra no tiene una connotación peyorativa—, porque tiene fijaciones en formas de goce que se hallan en zonas erógenas que no son los órganos genitales. Y polimorfo, porque esas satisfacciones tienen formas independientes entre sí, que no confluyen, que no se apoyan mutuamente. Entonces, a Freud le parece que el psicoanálisis podría tener gran interés para la pedagogía, pues les reconoce a los niños el estatuto de sujetos (no en el sentido de “derechos”, sino de responsabilidad), a diferencia de la manera tradicional de concebirlos, la cual esgrime más bien la idea de “inocencia”. El sujeto ya está constituido al llegar a la escuela; no es ésta la que lo forma… otra cosa hace con él. Cuando Freud habla de “compenetrarse por empatía con el alma infantil”, no se refiere a infantilizarse (así entenderíamos hoy tal compenetración: que el adulto se ponga a hacer como un niño), sino más bien a obrar en consecuencia con lo

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que es el alma infantil; a saber que el niño no es un santo, que la mirada que lo hace inocente en realidad no le hace un bien, sino que lo oculta. La idea es exigente: “Sólo puede ser educador quien es capaz de compenetrarse por empatía con el alma infantil”. En el artículo anterior, esta condición estaba reservada para cierto educador; aquí parece aplicarse a todos. O sea que los educadores que no saben quién es el niño, los educadores que creen que se trata de un inocente, de una tabula rasa, de alguien abierto al conocimiento, pues no entienden con quién están tratando, no saben lo que en él está ocurriendo... de manera que no saben lo que hacen, no pueden calcular los efectos de sus actos. Por el contrario, tener “empatía” con el alma infantil —condición para ser un educador— quiere decir ser consecuente con el conocimiento de la especificidad del niño, no suponerlo desde perspectivas deficitarias o santificadoras. (…) y nosotros los adultos no comprendemos a los niños porque hemos dejado de comprender nuestra propia infancia. Nuestra amnesia de lo infantil es una prueba de cuánto nos hemos enajenado de ella (p. 191).

Según esto, no se es maestro sólo mediante el propósito de serlo, o por el hecho de haber cursado cierto grado de formación pedagógica, o por ser mayor que los niños. La dificultad para ser maestro —según Freud— está en un obstáculo constitutivo del hecho mismo de ser adulto. Ese obstáculo lo nombra como enajenación. La prueba de que conocer al niño no se produce mediante un gesto de buena voluntad, es que la condición de adulto contiene un efecto: la “amnesia infantil”; o sea, el olvido en el que cae una porción considerable de la primera infancia. Ahora bien, este olvido no es un efecto natural de ciertos procesos: se trata, más bien, del precio pagado para continuar por el camino de la socialización en el seno de un grupo familiar. Según Freud, cuando el niño llega al mundo, su condición no tiene nada de natural. Desde el momento mismo en que se lo alimenta, comienza a configurarse una zona erógena alrededor del acto de succionar. ¿Cómo explicar, si no, el hecho de que el niño se chupe el dedo, extremidad de la que no sale alimento? El psicoanálisis ha descubierto los deseos, formaciones de pensamiento y procesos de desarrollo de la niñez; todos los empeños anteriores fueron enojosamente incompletos y erróneos porque habían dejado por entero de lado un factor de importancia inapreciable: la sexualidad en sus exteriorizaciones corporales y anímicas. El asombro incrédulo con que se ha recibido a las averiguaciones más seguras del psicoanálisis acerca de la infancia —sobre el complejo de Edipo, el enamoramiento de sí mismo (narcisismo), las disposiciones perversas, el erotismo anal, el apetito de saber

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sexual— mide la distancia que separa a nuestra vida anímica, a nuestras valoraciones y aun a nuestros procesos de pensamiento, de los del niño, aun los del niño normal (pp. 191-192).

El precio de continuar el camino hacia la madurez es el olvido de cierta época infantil. Y no se trata de niños “anormales”, sino de todos los niños. La amnesia infantil, entonces, es una marca de que se ha atravesado un drama (Freud lo llama Complejo de Edipo), es decir, que el sujeto ha recibido unos límites y, en consecuencia, sacrifica la obtención de la satisfacción sexual en el seno de su familia y olvida todo ese período (de manera que todo “recuerdo” de esta época es dudoso). Ahora estará volcado hacia delante: “Cuando sea grande...”. Y el proceso anterior es como si no hubiera sucedido; en términos de Freud: queda reprimido (lo que no quiere decir que haya desaparecido, pues actúa de manera permanente). ¿Cómo esperar, entonces, que quienes han pasado por ese proceso, quienes han tenido que olvidar lo que fueron en cierta época para poder construir un camino bajo las nuevas condiciones, cómo esperar que ellos —los adultos— conozcan al niño? Tienen muchas ideas sobre él, pero todas condicionadas por su propio punto de partida (o sea: funcionan como obturador). Por eso Freud dice que nuestras valoraciones y nuestros procesos de pensamiento distan de la vida anímica del niño (en proporción directa al asombro con que se reciben estas ideas). No se trata, entonces de pensamientos equivocados, sino de maneras de pensar, independientemente del contenido de esos pensamientos. Cuando los educadores se hayan familiarizado con los resultados del psicoanálisis, hallarán más fácil reconciliarse con ciertas fases del desarrollo infantil (…) (p. 192).

Desde este ángulo, el obstáculo que el maestro tiene para comprender al niño, su propio paso por esa época, que lo dejó enajenado, se puede desmontar mediante una “familiarización” con los resultados del psicoanálisis. En el artículo anterior era más osado: hablaba de “entregar la herramienta”. En otras palabras, la posición frente a la infancia puede ser removida mediante una comunicación de los resultados de esa disciplina. Una información equivocada se cambiará por una información acertada. Pero el asunto es que la primera no es sencillamente una información equivocada, sino un peaje, una manera de asumir el mundo; es, si se quiere, una equivocación útil. En todo caso, si los maestros están bien informados, “hallarán más fácil reconciliarse con ciertas fases del desarrollo infantil”. Y, claro, no es lo mismo creer que el niño es un santo, pues nos pasa lo que a san Agustín, según cuenta a finales del siglo IV: “Vi yo y conocí a un niño pequeñuelo y ya celoso; no hablaba todavía, pero pálido y con torvo mirar tenía clavados los

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encarnizados ojuelos en un hermano suyo de leche. ¿Quién no sabe de casos parecidos?” (Confesiones, Libro I, §7). Bajo la primera creencia, la explicación de ese espectáculo es la de que se presenta un pecado. Si sabemos que el niño va a atravesar por ciertas fases y las contemplamos, pues no va a haber una contradicción que, en lugar de sacarnos de la creencia, la afirme más gracias a argumentos como que el niño puede ser es un pecador o un fingidor, etc. (…) y, entre otras, no correrán el riesgo de sobrestimar las mociones pulsionales socialmente inservibles o perversas que afloren en el niño (p. 192).

En el niño aflorarán unas mociones pulsionales que no van a revertir en una “utilidad social” (como chuparse el dedo, por ejemplo); y otras de tipo perverso (el exhibicionismo, por ejemplo). Entonces, Freud explica que si el maestro conoce la razón de mociones pulsionales de ese tipo, no va a juzgar su manifestación como una pérdida de tiempo en el espacio escolar o como un mal que debe ser extirpado, castigado. En muchos casos, se trata de algo que no puede no pasar: es indefectible que el niño atraviese por una etapa sádica, que retenga las heces, que quiera verificar el sexo de los demás, etc. Si el maestro lo sabe, no sobreestimará esas manifestaciones (y, entonces, ¡estará ocupándose de la singularidad, sin tener que dedicarse a cada uno!)... cosa que sí ocurre cuando no sabe que eso tiene que pasar (¡estará ocupándose de todos, teniendo que dedicarse a cada uno!). Se asusta, y la magnitud del susto no es ajena a la manera como se tramitaron en él mismo esas mociones en su momento (de ahí que no sea una posición objetable desde el punto de vista de la razón, ni, en consecuencia, modificable en la medida en que se entienda racionalmente; no cabría la “capacitación” típica del campo educativo). Más bien se abstendrán de intentar una sofocación violenta de esas mociones cuando se enteren de que tales intervenciones a menudo producen unos resultados no menos indeseados que la misma mala conducta que la educación teme dejar pasar en el niño. Una violenta sofocación desde afuera de unas pulsiones intensas en el niño nunca las extingue ni permite su gobierno, sino que consigue una represión en virtud de la cual se establece la inclinación a contraer más tarde una neurosis (p. 192).

Cuando no sabe, el maestro puede tratar de sofocar violentamente esas mociones, sin poder siquiera calcular el efecto que ello tendrá, pues se siente haciendo una obra moralmente inapelable (piensa, por ejemplo, que si un niño se toca los genitales, hay que castigarlo). Y a más idealización del asunto, más severidad. Sin embargo, más daño puede hacer el intento de sofocación —bajo

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el temor, por ejemplo, de que los otros niños se copien del “pecador”— que la manifestación espontánea del niño. Ahora bien, estas actitudes no tienen los efectos buscados, pero tienen otros efectos que, aunque no se busquen, sí se logran: “La inclinación a contraer más tarde una neurosis”. Entonces, Freud agrega: El psicoanálisis tiene a menudo oportunidad de averiguar cuánto contribuye a producir enfermedades nerviosas la severidad inoportuna e ininteligente de la educación (…) (p. 192).

Como se ve, el autor considera como una relación de causa-efecto la que hay entre “la severidad inoportuna e ininteligente de la educación” y algunas enfermedades nerviosas. En otras palabras, cuando la escuela reacciona severamente ante la manifestación pulsional, lo hace de manera no inteligente, pues no conoce la pulsión y sus manifestaciones; y de manera inoportuna, pues produce efectos negativos. Como había afirmado más atrás, los efectos de las reprimendas son al menos tan negativos como los efectos de las conductas que se quieren detener. Entonces, en la educación hay una discordancia: querer formar al niño y, no obstante, desconocer su proceso anímico; y, en consecuencia, lo que se quiere al respecto se plantea desde la idealización. Los efectos negativos no se plantean solamente desde el enfoque de la enfermedad nerviosa (que serían aparentemente los más graves), sino también desde el enfoque de la capacidad de trabajo (que no se comentó en el artículo anterior): (…) o bien a expensas de cuántas pérdidas en la capacidad de producir y de gozar se obtiene la normalidad exigida (…) (p. 192).

Es decir, una educación que no entiende al niño, que, en consecuencia antepone unos ideales morales —en la cambiante idea de “normalidad”—, puede producir con sus reprimendas no sólo enfermedades nerviosas, sino también niños ceñidos a la norma, pero improductivos e incapaces de disfrutar. Aquí podemos ver que las ideas de “normal” y “patológico” en Freud no coinciden con los juicios sociales: lo que la sociedad (la educación, por ejemplo) considera un niño normal, en realidad puede ser un niño improductivo. Como dice Françoise Dolto (1969): “La adaptación escolar es ahora —aparte de raras excepciones, se debe decir—, un síntoma mayor de neurosis. Los analistas entonces tienen que tratar con una nueva forma de ‘enfermedad’ que no ha sido tratada: la del rechazo de adaptación, señal de salud en el niño que rechaza esta mentira mutiladora en la que la escolaridad lo encierra” (p. 5). Así, lo que la sociedad considera un niño “anormal”, puede ser un niño que no ha entrado en los cánones esperados, pero

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que en realidad manifiesta, no sólo su singularidad, sino incluso lo que es propio de una persona de su edad. En este punto, Freud está haciendo alusión al concepto de sublimación: (…) [el psicoanálisis] puede también enseñar cuán valiosas contribuciones a la formación del carácter prestan estas pulsiones asociales y perversas del niño cuando no son sometidas a la represión, sino apartadas de sus metas originarias y dirigidas a unas más valiosas, en virtud del proceso de la llamada sublimación (p. 192).

La sublimación es entendida por Freud como un proceso mediante el cual la meta de la pulsión, que tiene un valor meramente individual (o sea, no hay “pulsiones sociales”3), se transforma en otra en pos de la cual los productos de la acción pueden tener un valor reconocido por los otros (es decir, no se trata de un valor intrínseco, sino relacional). Él considera que actividades como el arte, la ciencia e, incluso, la beneficencia social… son producto de la sublimación, no las busca inicialmente la pulsión. Con ello, la pulsión se satisface, pero buscando otra meta. En lo que va dicho, todos tendríamos esa posibilidad, pero una educación que reprima, conduce a la enfermedad o a una incapacidad disfrazada de normalidad; mientras que una educación que dé los elementos para que la pulsión pueda cambiar de meta, permitirá la satisfacción de la pulsión (y entonces el sujeto podrá disfrutar) y, al mismo tiempo, un aporte a la vida social. Ahora bien, lo que aquí llama “pulsiones perversas” no es exactamente lo mismo que llamó “perversión” en el anterior artículo, de la cual aquí sólo toma el rasgo de la fijación. El resumen de esto, en una frase tal vez críptica, pero sorprendente, es el siguiente: Nuestras mejores virtudes se han desarrollado como unas formaciones reactivas y sublimaciones sobre el terreno de las peores disposiciones (p. 192).

Según esta idea, ninguna disposición humana es per se buena. No es que, a escala de las disposiciones haya hombres buenos y hombres malos. No. A esa escala buscamos la propia satisfacción, pasando por el uso del otro como un objeto. “El ser humano descansa sobre lo despiadado, lo codicioso, lo insaciable y lo asesino (…)”, sostiene Nietzsche (1873, p. 42). De manera que si apreciamos “virtudes” en un ser humano es porque, o bien se trata de formas reactivas (se hace lo contrario de lo que se quisiera realmente, para no contrariar el ideal), o bien de sublimaciones. Así, lo que parece a primera vista —perspectiva que ya incluye el efecto de la amnesia infantil— como algo merecedor de una reprimenda, en 3

Para probarlo, escribe Psicología de las masas y análisis del yo (1921).

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realidad resulta ser la fuente de las actitudes y capacidades que se esperan del niño. Freud piensa, entonces, que la educación podría promover la sublimación de las pulsiones: La educación debería poner un cuidado extremo en no cegar estas preciosas fuentes de fuerza y limitarse a promover los procesos por los cuales esas energías pueden guiarse hacia el buen camino (p. 192).

Y, por oposición a esta actitud —que no es la dominante—, podría situarse una educación ininteligente que produce enfermedad nerviosa e incapacidad de producción y de disfrute. Donde ambas cosas no serían algo constitutivo del sujeto, sino más bien productos de la educación. Para concluir, plantea que: En manos de una pedagogía esclarecida por el psicoanálisis descansa cuanto podemos esperar de una profilaxis individual de las neurosis (p. 192).

Aquí ya no dice “enfermedad nerviosa”, en general, sino ‘neurosis’. Entonces, la educación colabora en la producción de neurosis cuando reprime las manifestaciones pulsionales, y lo hace porque desconoce los procesos del niño y, en lugar de ir en pos de ese conocimiento, antepone un ideal, al punto de sentirse satisfecha con personas improductivas pero “normales”. El psicoanálisis podría esclarecer para la educación el camino de las pulsiones, de forma que la educación obre frente a ellas de manera inteligente y oportuna, y, así, se haga una profilaxis de las neurosis... hasta donde podemos esperar, como dice... lo cual implica que ahí no estaría todo lo que tendría que concurrir para evitarlas.

2.1.3 El colegial Para celebrar el aniversario 50 del colegio en el que Freud estudió ocho años, se hizo una compilación. Para tal volumen escribió “Sobre la psicología del colegial” (1914). A esta situación se refiere al comienzo —no sin intención más allá de lo anecdótico—, cuando habla del extraño sentimiento de recibir, a sus casi 60 años, la “orden” de redactar una composición para el colegio, como si fuera un muchacho que presenta su examen final del bachillerato… y, sin embargo, obedece de manera automática, como si nada hubiera cambiado. El texto, de poco más de tres páginas (pp. 247-250), se sale del tono del grupo de artículos que he escogido; se incluyó justamente porque muestra una faceta de la caracterización de la escuela que no está en los otros. Se sale del tono, porque se trata de un escrito con sesgo autobiográfico pero que, de todas maneras,

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no puede escapar a esa inquietud —característica de su autor— de aprovechar toda oportunidad para enseñar lo que es el psicoanálisis. Habla de haberse topado casualmente en la calle, siendo adulto, con un anciano bien conservado “a quien saludó casi humillado porque había reconocido en él a uno de sus profesores de la escuela secundaria” (p. 247). ¿Eran los profesores tan poco mayores que nosotros los estudiantes? Vienen entonces los recuerdos y, entre ellos, las primeras miradas a un mundo sepultado de la cultura, que, por lo menos a mí, me serviría más tarde de inigualado consuelo en la lucha por la vida; los primeros contactos con las ciencias, entre las que uno pensaba poder elegir aquella a la que prestaría sus servicios —sin duda alguna inapreciables—. Y creí acordarme de que toda esa época estuvo recorrida por un presentimiento que al comienzo se anunciaba sólo quedamente, hasta que pudo vestirse con palabras expresadas en la composición del examen de bachillerato: en mi vida, yo quería hacer alguna contribución a nuestro humano saber (pp. 247-248).

Según me parece, estas palabras no están ahí a la manera de una jactancia, dando por ejemplo consistencia a la idea del “presentimiento”, confirmado a continuación con la noticia de haberse recibido médico y de haber inventado una disciplina que trasciende los países y las lenguas. Se trata de una urdimbre subyacente: primero (en orden de aparición), la idea de cumplir el “mandato” escolar como si no hubiera pasado el tiempo (“como aquel veterano que a la voz de ‘¡Atención!’ se ve constreñido a llevarse las manos a las costuras del pantalón dejando caer al suelo su paquetito” [p. 247]). Segundo, saludar casi humillado a su antiguo profesor, como si todavía fuera un muchacho. Tercero, verificar que la diferencia de edades que ahora percibe no coincide con la que percibía siendo estudiante. Cuarto, la detención del tiempo, al amparo de la cual… Quinto, se presentan las primeras ojeadas al mundo sepultado de la cultura, los primeros contactos con la ciencia. Sexto, desear un futuro. Y a continuación aclara la relación que hay entre estos aspectos, en apariencia tan heteróclitos: Como psicoanalista debo interesarme más por los procesos afectivos que por los intelectuales, más por la vida anímica inconsciente que por la consciente. El sacudimiento que me causó el encuentro con mi antiguo profesor de la escuela secundaria me advierte que debo hacer una primera confesión: No sé qué nos reclamaba con más intensidad ni qué era más sustantivo para nosotros: ocuparnos de las ciencias que nos exponían o de la personalidad de nuestros maestros (p. 248).

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Su preocupación no es por los asuntos intelectuales, como podría ser el interés de un maestro por sus estudiantes4, como podría ser la inquietud de un investigador de la educación. No. En tanto psicoanalista, su interés es por los procesos afectivos y por el inconsciente. Ahora bien: ¿cómo se explica, a escala de lo afectivo, a escala del inconsciente —en tanto instancias determinantes—, la inclinación intelectual, la elección de carrera, la relación con la cultura, la posibilidad de tener un camino en el saber? Viene, entonces lo que llama “confesión”, y es que, para el educando, el maestro escenifica dos cosas: habla de un saber, pero también encarna una forma vital. Que el estudiante bascule entre una cosa y otra no quiere decir que haya que reformar algo en la escuela para que el estudiante ponga atención a lo que verdaderamente importa. Lo que Freud está diciendo es que son dos caras necesarias del fenómeno educativo, aunque no estén en el mismo nivel: no se puede educar poniendo solamente la personalidad (pensando, por ejemplo, en lo determinante que es para las decisiones de los educandos); pero tampoco se puede educar poniendo solamente la ciencia (pensando que lo otro es accidental e innecesario). Se trata de un terreno en el que tiene mucho valor lo contingente, pues se trata de la ponderación que cada educando haga con esas dos dimensiones que se escenifican ante él, articuladas de manera inextricable, incalculable. Aquí ya no se trata de educación ininteligente, ni de maestro-terapeuta, sino del punto de vista del educando, el cual no se toma desde la perspectiva epistémica (“sujeto de conocimiento”, se dice en ámbitos educativos), aunque el saber juegue allí un papel muy importante, en otro sentido. Nadie es tan sagaz como para ocultar lo que es, sostiene Freud en otro lugar. Así, ningún profesor puede planear lo que va a poner en el componente personalidad. Pero también lo que enseña comporta una dimensión de su relación singular con el saber, asunto que tampoco se puede improvisar, ni reemplazar por formas “atractivas” de ofrecer el conocimiento, como se supone que son las “ayudas pedagógicas”. Y todo esto constituye para los educandos “una corriente subterránea nunca extinguida” (p. 248), es decir, inconsciente, por mucho que ese saber-del-que-no-se-quiere-saber se intente tapar con alguna explicación en el orden intelectual. Al punto que “en muchos, el camino hacia las ciencias pasaba exclusivamente por las personas de los maestros; era grande el número de los que se atascaban en este camino, y algunos (…) lo extraviaron así para siempre (p. 248)”.

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“(…) educar la razón, sin rebajarse a cultivar los sentimientos y los afectos” (Dickens, 1854, p. 59).

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Los cortejábamos o nos apartábamos de ellos, les imaginábamos simpatías o antipatías probablemente inexistentes, estudiábamos sus caracteres y sobre la base de estos formábamos o deformábamos los nuestros. Provocaron nuestras más intensas revueltas y nos compelieron a la más total sumisión; espiábamos sus pequeñas debilidades y estábamos orgullosos de sus excelencias, de su saber y su sentido de la justicia. En el fondo los amábamos mucho cuando nos proporcionaban algún fundamento para ello; no sé si todos nuestros maestros lo han notado. Pero no se puede desconocer que adoptábamos hacia ellos una actitud particularísima, acaso de consecuencias incómodas para los afectados. De antemano nos inclinábamos por igual al amor y al odio, a la crítica y a la veneración (p. 248).

Por razones como estas, mientras se trate de escuela, el maestro no puede ser reemplazado por los medios que incrementan la cantidad de información, que aumentan la velocidad de su transmisión y que se detienen en la atracción de su apariencia. De un aparato no podemos saber su relación con el conocimiento, o nos toca generalizar una sola relación; y, menos aún, podemos cortejarlo, imaginarle simpatía, distanciarnos. La narración que articula Freud al comienzo estaba diciendo que él fue un educando y que, en tanto tal, vivía la educación de esa manera. La sumisión, la humillación, la revuelta, el entusiasmo por “contagio”, el camino efectivo (la sublimación) que encarna la pasión del maestro por su trabajo… todo eso de lo que no parece importante hablar cuando se trata de caracterizar la educación. Y, también por eso, pueden ganar relevancia una serie de asuntos que no tocan lo principal. Luego explicará Freud que tales conductas de los educandos resultan “ambivalentes” y que el psicoanálisis sabe que eso existe (porque ha postulado la existencia del inconsciente), no le teme, puede explicarlo: los afectos hacia otros se forman muy temprano, se pueden modificar siguiendo determinadas orientaciones, pero ya no cancelarlos. Las personas que se conozcan después serán sustitutos de padres y hermanos, recibirán una herencia de sentimientos: tropiezan con simpatías y antipatías a cuya adquisición ellos poco han contribuido (por eso hablaba de la incomodidad que podía sentir el maestro, lo cual prueba, de paso, el estatuto contingente de esa dimensión del acto educativo). Una de estas imagos sustantiva es la del padre, el cual condensa una ambivalencia de sentimientos: amado y admirado... pero también odiado y, luego, causa de desengaño cuando se lo coteja con “el mundo real”, con ayuda de una vida cada vez más independiente del muchacho. Y, justo en esta fase, se produce el encuentro con el maestro, que sustituye cierta dimensión paterna. Por eso, aun siendo joven, el maestro parecía mucho mayor. Por eso se le trasfirió el respeto y las expectativas,

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con la ambivalencia adquirida en la familia (o sea que también se le transfieren los odios y se lo hace destinatario de las pilatunas). Ahora se ve más claramente por qué la “mediación” en el campo educativo es más del orden de la experiencia (de la transferencia) que del orden del experimento controlable por el saber.

2.1.4 Un pedagogo puede estar esclarecido si se psicoanaliza En 1925 —doce años más tarde de la doctrina expuesta en la introducción a Pfister y en el artículo sobre el interés del psicoanálisis—, Freud hace el prólogo al libro Juventud descarriada de August Aichhorn. Allí vuelve a referirse a la educación, pero introduce cambios importantes. Veámoslo fragmento por fragmento: Entre todas las aplicaciones del psicoanálisis, ninguna ha despertado tanto interés, suscitado tantas esperanzas y, por eso, atraído a tantos investigadores capaces como la teoría y la práctica de la educación infantil (p. 296).

Aquí hace una precisión que en el apartado correspondiente del artículo sobre el múltiple interés por el psicoanálisis quedaba implícita: sus reflexiones sobre educación atañen particularmente a la educación infantil, pues en la infancia es donde se da el primer y definitivo tratamiento a la manifestación pulsional del sujeto. La reflexión sobre una educación a muchachos o a adultos queda excluida de las precisiones hechas, pues en ese momento la capacidad de trabajo y de disfrute puede estar ya bastante decidida, en tanto la manera de hacerlo se constituye en un formato que se repite incesantemente. Entre esos “investigadores capaces” que se han sentido atraídos —según Freud— por la aplicación del psicoanálisis a la educación infantil, están Pfister y Aichhorn. Aparece un concepto distinto al que enmarcaba las reflexiones anteriores: el psicoanálisis aplicado, a diferencia del “múltiple interés por el psicoanálisis” que veíamos ejemplificado con el caso de la educación. En otras palabras, el psicoanálisis es, como diría Freud, un método terapéutico; así, cuando pasamos a servirnos de él en la reflexión sobre la literatura, las religiones, la educación, etc., estamos ante un psicoanálisis aplicado, no ante un psicoanálisis puro. Esta precisión es importante: en los artículos de 1913 parecía realizarse el objetivo mismo del psicoanálisis en la educación, pues se trataba —recordémoslo— de hacer profilaxis de la neurosis. Si a la consulta de Freud llegan los neuróticos y si se trata de acabar con la neurosis, pues la mejor manera de ir a la raíz misma del problema es hacer profilaxis (en el más clásico espíritu médico, así sea a costa

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de quedarse sin trabajo). En este artículo, en cambio, el campo de la educación no sería propio del psicoanálisis: allí puede aplicarse pero no desplegarse en su especificidad. Esto vamos a verlo explicado a lo largo del artículo. Esto es fácil de comprender. El niño ha pasado a ser el objeto principal de la investigación psicoanalítica; en este sentido ha sustituido al neurótico, con quien había iniciado su trabajo (p. 296).

Según Freud, es fácil comprender por qué atrae la aplicación del psicoanálisis a la educación infantil, pues ahora es el niño y no el neurótico el principal objeto de la investigación psicoanalítica. En realidad, lo que ha ocurrido es que, en la consulta, Freud recibió a quienes en primera instancia están en posibilidad de demandar una ayuda para su sufrimiento subjetivo: los adultos. Después, también recibió niños, pero llevados por sus padres, en atención a su conocimiento sobre los efectos de la terapia o simplemente por simpatizar con ella teóricamente (como en el famoso “caso Juanito”). Ahora bien, en los adultos “enfermos” Freud encuentra la especificidad humana, con lo cual empieza a deshacer la frontera entre lo normal y lo patológico. Ya había dicho en 1913 que la normalidad tal vez era una forma social de nombrar el enmudecimiento ininteligente de la pulsión que desemboca en una disminución de la capacidad de trabajo y de disfrute. Cuando Freud dice que empezó con el neurótico y que ahora el objeto es el niño, se trata de lo siguiente: el análisis5 de los neuróticos le permitió enterarse de que la infancia es una época crucial para todo ser humano, neurótico o no. El psicoanálisis permite comprender una dimensión del ser humano, aunque su terapéutica se aplique a aquellos que la demandan y que, en principio, serían los neuróticos. En otras palabras, para Freud, lo que el psicoanálisis plantea sobre el niño tiene interés para la reflexión sobre educación, pues no se limita a los neuróticos; alguien podría descartarlo de entrada, si piensa que sus reflexiones son solamente sobre “enfermos” y no sobre gente “normal”… pero es que tales expresiones se van modificando paulatinamente, hasta perder su capacidad diferenciadora para el psicoanálisis. El análisis reveló en el enfermo, lo mismo que en el soñante y en el artista, al niño que pervive apenas modificado, iluminó las fuerzas pulsionales y tendencias que imprimen su sello peculiar al ser infantil, y estudió el desarrollo que lleva desde él a la madurez del adulto (p. 296).

5 Creo que en cada caso el contexto desambigua la palabra “análisis”, que se usa en el sentido de “comprensión” y en el sentido de “psicoanálisis”.

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Como vemos, Freud intenta deshacer la idea de que el psicoanálisis sólo explica las patologías: tanto en enfermos como en soñantes y artistas (es decir, en todas las personas), ha revelado que hay un niño apenas modificado; es decir, cae otra clasificación que se tenía por clara: la existente entre niños y adultos. Los que tenemos por adultos serían niños con ciertos ropajes reconocidos por los otros; pero, en su interior, el niño sigue intacto; esto quiere decir que la gramática de comportamiento, la manera como se actúa, lo que se busca, lo que se rechaza, lo que resulta invisible... todo eso está generado por una lógica infantil. Y esto se lo enseñaron los pacientes quienes, al referirse a sus penas actuales, siempre terminaban hablando del pasado más remoto. Si no fuera así, de nuevo la reflexión sobre educación quedaría relegada a la educación infantil, sin consecuencia para otros niveles educativos. Pero lo planteado permite decir que, si bien se trata de la educación infantil, es así en atención a que el destino de los seres humanos está anclado en la infancia, de manera que intervenir la educación desde esta perspectiva es intentar afectar al sujeto durante toda su vida. De ahí que en el fragmento diga que el psicoanálisis entendió al niño en función del concepto de pulsión y estudió el desarrollo que lleva del niño al adulto. De forma que, quien quiera entender al adulto, no puede decir que el psicoanálisis nada aportaría, pues hay una transición —inacabada— al adulto, explicada por el psicoanálisis, en la cual es muy importante la idea de infancia que se tenga (y con mayor razón si el niño sigue ahí, apenas modificado). A diferencia de las tendencias que abogan por una relación “horizontal” entre profesores y estudiantes, para el psicoanálisis un profesor siempre es distinto al alumno, aunque ambos sean sujetos de pleno derecho. Y, volviendo al niño: Por eso no asombra que naciese la expectativa de que el empeño psicoanalítico en torno del niño redundaría en beneficio de la actividad pedagógica, la cual se propone guiarlo en su camino hacia la madurez, ayudarlo y precaverlo de errores (296).

Aquí reaparece un poco la idea de los textos de 1913: si la actividad pedagógica se propone guiar al niño hacia la madurez, ayudarlo y precaverlo de errores, el psicoanálisis tiene un puesto entre quienes tendrían que decir acerca de una condición básica de ese tránsito: las disposiciones del niño, en atención a que la pulsión es constitutiva de su desarrollo. ¿Con qué criterios la pedagogía se ha hecho los propósitos de guiar al niño a la madurez y de precaverlo de errores? Tal vez se trata de principios morales que, en tanto tales, se inspiran en lo “evidente” y en la superioridad de quien los enuncia. El psicoanálisis, en cambio, propone

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unos criterios explícitos, susceptibles de ser discutidos, con un intenso trabajo clínico como respaldo. Mi participación personal en esa aplicación del psicoanálisis ha sido muy escasa. Tempranamente había hecho mío el chiste sobre los tres oficios imposibles —que son: educar, curar, gobernar—, aunque me empeñé sumamente en la segunda de esas tareas. Mas no por ello desconozco el alto valor social que puede reclamar para sí la labor de mis amigos pedagogos (pp. 296-297).

La revelación de que Freud no se ha dedicado a aplicar el psicoanálisis en la educación, confirma que su propósito es aportar unos criterios a la “conducción de los niños” que pretende la pedagogía (esa es, incluso, su etimología), si es que aquéllos han de ser considerados desde la óptica del psicoanálisis. Para Freud, siempre los chistes mueven algo de la verdad. Ya Kant decía (1803, p. 35) que los dos descubrimientos más difíciles eran el arte del gobierno y el arte de la educación. ¿Cuál es la verdad que se juega en este caso de los oficios denominados ‘imposibles’? ¿Por qué tres, siendo que hay tantos oficios? No se trata de oficios “difíciles” o “dispendiosos”, sino imposibles. Es decir, por mucho que se haga, no se podrá educar, curar ni gobernar. Tal vez se trata de algo que en psicoanálisis es crucial: la idea del resto, de lo inasimilable: la educación puede tener el propósito de educar, pero tiene que vérselas con un material hasta cierto punto irreductible al lenguaje, instrumento de su acción. La pulsión tiene que ver con el lenguaje, pero no se reduce a él. Hablar ya es una forma de tramitar la pulsión y, por lo tanto hay algo que no queda procesado. Aquello de la disposición que no se convirtió en virtud, que podría en cualquier momento echar a perder la virtud. Es imposible, entonces, educar completamente, en razón de que el medio ineludible de la educación —el lenguaje— es de un estatuto distinto al de la pulsión que gobierna la vida anímica. De la misma manera, se puede intentar gobernar, pero siempre hay algo en el gobernado que no se domestica. Cualquier imperio, por poderoso que sea, no está salvaguardado de que sus súbditos lo derroquen en cualquier momento o que su propia lógica lo haga desmoronarse. Hay algo del goce pulsional que queda separado del sujeto sometido al mandato, y que opera como resto activo, de manera permanente. En la cura analítica ocurre lo mismo: el sujeto se hace capaz de operar sobre su pulsión (“donde ello hablaba, ahora hablo yo”), pero nada puede precaverlo de la fuerza con la que las contingencias de la vida pueden acometer. Hay una serie de puntos de tensión, que están en cierto equilibrio, que un análisis puede fortalecer, pero no garantizar que no hagan tambalear dicho equilibrio en cierta coyuntura (Freud, 1937a).

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Esa reflexión sobre las profesiones imposibles puede ser una broma, pero no está por broma en el artículo de Freud. La educación no puede pensarse de manera rigurosa si no se tiene en cuenta que la operación de pasar la pulsión por el lenguaje deja un resto que se conserva operativo. Y, naturalmente, es distinto que los educadores obren a sabiendas de que su oficio es imposible, a que obren creyendo que es una buena acción posible. En referencia al libro que prologa, Freud dice: El presente libro de A. Aichhorn se ocupa de un sector del gran problema, el influjo pedagógico sobre los jóvenes desamparados (p. 297).

Si este sector de la población está marcado por un rasgo aparentemente negativo (el desamparo), va a servir para entender la relación de los seres humanos en general (no sólo de los desamparados) con la educación, así como la neurosis permitió entender algo de la especificidad humana. El psicoanálisis no propone conocer a una población “especial” para determinar lo que habría que hacer con ella6, pues ese es, en el fondo, un procedimiento segregativo que produce como efecto retroactivo una supuesta normalidad de aquellos que no caben en esa clase (por ejemplo, los no desamparados). Sabemos que, en tanto terapéutica, el psicoanálisis entra por aquellos que se quejan de algo o que están aquejados de algo según cierta mirada que pretende ocuparse de ellos. Pero, incluso para su propia sorpresa, lo que encuentra es que la línea divisoria no es clara y que se pone allí para beneficio de quien la pone, no de quien queda clasificado. En referencia a Aichhorn, Freud dice: El autor había actuado durante muchos años como funcionario en institutos de amparo de la minoridad antes de tomar conocimiento del psicoanálisis. Su conducta hacia las criaturas bajo curatela brotaba de una cálida simpatía por el destino de estos desdichados, y su compenetración empática, intuitiva, con sus necesidades anímicas lo guiaba por el camino correcto (p. 297).

Describe a Aichhorn como alguien con una simpatía por el destino de los niños desamparados y una empatía con sus “necesidades anímicas”. No se necesita discriminar qué tanto estas palabras están motivadas por el elogio al autor que se espera en un prólogo, pues Freud señala en ellas algo fundamental: la posición. El autor iba por el “camino correcto” —como dice Freud— pero no por el hecho de estar animado por una teoría plausible, o por unos principios morales correctos, 6 Asunto que preocupa por esta época a la educación en Colombia, pues se ve en la obligación de tramitar de alguna manera en la escuela los efectos de la violencia política.

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o por haber acumulado mucha experiencia. No. La razón era que tenía una posición distinta. Por eso El psicoanálisis podía enseñarle muy poco de nuevo en la práctica, pero le aportó la clara intelección teórica de lo justificado de su obrar, permitiéndole fundamentarlo ante los demás (p. 97).

El hecho es que, a partir de su trabajo en los Tribunales de Menores de Viena, Aichhorn propone investigar las motivaciones de los comportamientos delincuenciales de los jóvenes, pues son sujetos que no contaron con una acogida en el otro; con ellos, las medidas represivas y moralizadoras no sólo no operaban, sino que agudizaban los conflictos personal y social. Por eso, Freud enfatiza su posición ante el asunto: no piensa que el problema se solucione con represión y cantaleta moral, y sí le da importancia a la condición en la que estos chicos fueron formados. De manera que “el psicoanálisis podía enseñarle muy poco de nuevo” en términos prácticos, es decir, de cara a una aplicación en educación (no en términos prácticos de la terapia analítica); o sea: la posición de un analista en ese campo del psicoanálisis aplicado no diferiría mucho de la Aichhorn. Y, en términos teóricos, “le aportó la clara intelección teórica de lo justificado de su obrar, permitiéndole fundamentarlo ante los demás”. De otro lado, esto es muy interesante, pues plantea para el psicoanálisis no un fundamento teórico, sino ético; la imprescindible teoría estaría subordinada a la ética. Y la construcción teórica no es una condición de la acción, sino un efecto de la presencia del otro. No se puede presuponer en todo pedagogo este don de la comprensión intuitiva (p. 297).

En todos los textos (salvo en el de la psicología del colegial), hay algo que se nombra como ‘empatía’, ‘intuición’, ‘simpatía’. Si tenemos en cuenta que Freud ha explicado que la posición frente a la infancia proviene del propio tránsito vital inicial, hemos de pensar que no todas las personas quedan igualmente “enajenadas” frente a esa época. Para algunos, es posible no quedar frente a los asuntos subjetivos en la misma actitud que la del sentido común, reconociendo más complejidad en los problemas y buscando causalidades subjetivas, internas. Tal vez es el caso de los artistas, en los que Freud reconoce una inmensa sabiduría sobre la especificidad humana, al punto de servirse, para su teoría, de las obras clásicas de la literatura. De tal manera, si bien “no se puede presuponer en todo pedagogo este don de la comprensión intuitiva”, tampoco se puede decir que no exista en ninguno. Ahora, entonces, la “ininteligencia” de la educación que señalaba en el segundo texto, va a quedar personalizada en los docentes que no

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tienen esa posición que Freud reconoce en Aichhorn. Y también parece ganar fuerza la idea de tres destinos para el tratamiento de la pulsión: la neurosis, la disminución de productividad y disfrute, y la sublimación (agrega un destino a los formulados explícitamente en el primer texto); destinos que también incidirían en la posibilidad de tener esa posición favorable a la educación, en tanto participa de una “empatía” con el alma infantil. Me parece que dos advertencias derivan de las experiencias y resultados de August Aichhorn. La primera: que el pedagogo debe recibir instrucción psicoanalítica, pues de lo contrario el objeto de su empeño, el niño, seguirá siendo para él un enigma inabordable (p. 297).

Hasta este punto de la primera advertencia, tenemos algo parecido a los textos de 1913: una instrucción psicoanalítica hace que el niño sea, para el pedagogo, un enigma abordable (sigue siendo enigmático, pero es posible —con ayuda de las categorías— entender un poco más los casos). Por lo planteado, suponemos que su manera de responder al desafío cotidiano del encuentro con el niño estará marcada por dicho conocimiento. Pero en ese punto introduce un cambio frente a los textos de 1913: Esa instrucción se obtendrá mejor si el pedagogo mismo se somete a un análisis, lo vivencia en sí mismo. La enseñanza teórica del análisis no cala lo bastante hondo, y no crea convencimiento alguno (p. 297).

El cambio es trascendental: si vamos de atrás hacia adelante en el fragmento, vemos que esa instrucción no se obtendrá “mejor” si el pedagogo se somete a un psicoanálisis, pues sin análisis, un saber sobre esa disciplina no crea convencimiento alguno, no cala lo bastante hondo. Y en las otras disciplinas, ¿cuál es la condición para que aprender algo al respecto cale hondo? En esto, el psicoanálisis parece singular. Por eso se trata de una ética, no de una ciencia (aunque trabaje denodadamente para hacer comunicable y comprensible su práctica, como ya se planteó). No basta con estudiarlo: si no se atraviesa la experiencia de un análisis, se habla desde afuera, sin “convicción”, o sea: desde posiciones ajenas a la perspectiva ética del psicoanálisis. Esta reflexión tiene efectos sobre el estatuto de los saberes mismos que se ponen en juego en la educación, pero eso sería otro tema7. El caso es que mientras en el segundo texto de 1913 había que instruir al docente para que no le fueran esquivas las características de la vida infantil (y en consecuencia, para que 7 ¿Y no sería la explicación para asuntos como: a) la distancia entre un saber y la posición del sujeto que, sin embargo, lo sabe; y b) para el olvido —reiterativo en la escuela— producido luego de la evaluación?

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no respondiera de forma ininteligente mediante la represión y/o la moral), ahora sería muy bueno que la conociera, pero para conocerla y para que tal conocimiento opere realmente, se necesita una posición que podría ser otorgada por un travesía personal de la experiencia psicoanalítica, no sólo por el saber. De donde primero está la posición y después el saber… mientras en la educación se tiende a proceder de manera que la posición es secundaria o acaso indiferente8. En resumen, un maestro en posesión del saber psicoanalítico sobre el niño podría ser muy parecido a un maestro sin ese saber, o con otro saber. Y, lo más interesante: un maestro con una posición empática frente al alma infantil —como describe Freud de Aichhorn— puede ser preferible a un maestro con un saber psicoanalítico, pero con una posición no-empática. La segunda advertencia suena más conservadora, y es que el trabajo pedagógico es algo sui generis, que no puede confundirse con el influjo psicoanalítico ni ser sustituido por él. El psicoanálisis del niño puede ser utilizado por la pedagogía como medio auxiliar, pero no es apto para remplazarla. No sólo lo prohíben razones prácticas, sino que lo desaconsejan reflexiones teóricas (p. 297).

Esta postura también revela un tono muy diferente al ventilado en 1913: ahora queda claro que la educación es un dispositivo distinto del dispositivo analítico; con una especificidad que el psicoanálisis no puede sustituir; con un influjo que no puede confundirse con el causado por el psicoanálisis. Psicoanálisis y educación son dos cosas distintas, irreductibles entre sí. Ya no está en posición de decir cómo debe operar la educación, o si la educación es o no inteligente. Ahora se trata de un respeto desde otra orilla con la que, no obstante, se pueden tender puentes. Pero, para hablar de puentes, es preciso reconocer que hay dos extremos que no desparecen ante la existencia de aquello que los une en un punto. La pedagogía puede utilizar el psicoanálisis del niño como medio auxiliar (no como su medio principal); el psicoanálisis no es apto para reemplazar la pedagogía; por decirlo de alguna manera, se aplica a otro objeto: no es lo mismo el niño en posición de estudiante que en posición de analizante (no se interpela la misma dimensión). Por eso, agrega Freud, hay razones teóricas y prácticas para objetar el desconocimiento de esas diferencias. El psicoanálisis retrocede ante una pretensión de explicarlo todo (como parece ser la del artículo sobre el múltiple interés por el psicoanálisis) y se queda con el puesto de poder decir algo (en medio de todos los que podrían hacerlo), de poder ser un recurso que auxilie, pero no que determine. 8 Kant (1803, pp. 38-39) echaba de menos que la educación, además de hacer hábil al sujeto para todos los fines, le permitiera elaborar criterios para escoger los buenos fines. Perspectiva que él llamaba “moralización”.

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Veamos algunas de las razones de este repliegue: Es previsible que no pasará mucho tiempo hasta que el nexo entre pedagogía y empeño psicoanalítico sea sometido a una indagación a fondo. Aquí sólo quiero apuntar unas pocas cosas. No hay que dejarse despistar por el enunciado, plenamente justificado en lo demás, de que el psicoanálisis del neurótico adulto es equiparable a una poseducación. Es que un niño, aunque sea un niño descarriado y desamparado, no es en modo alguno un neurótico; y poseducación no es lo mismo que educación de alguien inacabado (p. 297).

Si usamos la palabra ‘educación’ en relación con los efectos de un psicoanálisis, es un uso muy restringido, pues los dispositivos educativos de la sociedad tienen como objeto “alguien inacabado”, como dice Freud. Es decir: la educación se dirige a la formación del niño, en tanto no-formado (al menos no completamente). Al decir que el análisis de un adulto es una “poseducación” (él mismo lo dijo en la introducción al libro de Pfister), se usa la palabra para referirse al hecho de que a un sujeto, que había mantenido una posición frente a sus pulsiones, posición que lo había hecho sufrir, un análisis le permite trasformar su posición y ya no estar en la misma relación con sus pulsiones. Si es poseducación, entonces, es porque la educación no logra cabalmente su fin de llevar a la madurez y precaver de los errores (la educación es imposible). Pero ya en 1913 Freud tenía la precaución de decir que el psicoanálisis era “una suerte” de poseducación, es decir, no lo afirmaba cabalmente, sino que estaba haciendo una comparación. También podría ser ‘deseducación’ si Freud se estuviera refiriendo a deshacer efectos de la educación. En ese sentido, Lacan habló un tiempo de rectificación subjetiva (1958, p. 574). Además, mientras la educación se aplica al niño, que no es un neurótico —aclara Freud—, el psicoanálisis se aplica al adulto neurótico. De otro lado: La posibilidad del influjo analítico descansa en premisas muy determinadas, que pueden resumirse como “situación analítica”; exige el desarrollo de ciertas estructuras psíquicas y una actitud particular frente al analista. Donde ellas faltan, como en el niño, en el joven desamparado y, por regla general, también en el delincuente impulsivo, es preciso hacer otra cosa que un análisis, si bien coincidiendo con éste en un mismo propósito. Los capítulos teóricos del presente libro proporcionarán al lector una primera orientación en la diversidad de estas resoluciones (pp. 297-298).

Tal vez a esto se refería Freud con las objeciones prácticas: la situación analítica constituye la especificidad del dispositivo analítico. O sea que se hace terapia analítica sólo en situación analítica, es decir, en presencia de, al menos, dos cosas: ciertas estructuras psíquicas desarrolladas y una relación transferencial.

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Afirma Freud que estas premisas no se dan en el niño (ni en el joven desamparado —objeto del libro de Aichhorn— ni en el delincuente impulsivo). Entonces, con él no se hace un psicoanálisis, sino otras cosas que quedarán explicadas en los capítulos teóricos del libro de Aichhorn, según informa Freud. Esas otras cosas, entre las que está la educación, coinciden en el propósito con el análisis (¿conducir a la madurez?). Como se ve, no sólo se reconoce que habría campos en los que el psicoanálisis no sería posible (no puede edificarse ahí la situación analítica), sino que se plantea la exigencia de otras prácticas sociales distintas a él, específicas para esos casos, y que pueden coincidir en los propósitos con el psicoanálisis (en esos casos, ¿estaría contraindicado el psicoanálisis?). Agregaré una última inferencia, ya no referida a la pedagogía, sino a la posición del pedagogo. Cuando éste ha aprendido el análisis por experiencia en su propia persona, habilitándose para aplicarlo en apoyo de su trabajo en casos fronterizos o mixtos, es preciso, evidentemente, concederle el derecho de practicar el análisis, y no es lícito estorbárselo por estrechez de miras (p. 298).

Esta anotación es muy interesante, pues subraya un espacio del que ya había hablado unas líneas atrás, pero que es nuevo en relación con las reflexiones sobre educación: no se trata del niño ni de la pedagogía, sino de la posición del pedagogo. Si éste se psicoanaliza, “aprende el análisis por experiencia propia”; esto parece un tanto ambiguo, pero Freud está hablando de aprender psicoanálisis mediante la terapia psicoanalítica propia. No hay manera de evitar ese efecto en un análisis: se aprende psicoanálisis, así no hubiera sido ese uno de los objetivos de su emprendimiento9. La distinción entre “psicoanálisis didáctico” y “psicoanálisis terapéutico”, que se hace en la Asociación Internacional de Psicoanálisis10, fue uno de los puntos que objetó Lacan, para quien todo psicoanálisis es forzosamente didáctico (cf. §8.1.2). La declaración de “querer ser un psicoanalista”, condición para que un análisis sea “didáctico”, no tiene para el analista francés mayor significación y equivale a cualquier otra manifestación de “querer ser”, ajena al psicoanálisis. Entonces, tal aprendizaje habilita al docente para aplicar el psicoanálisis: de nuevo parece ambiguo, pues si lo puede aplicar “en apoyo de su trabajo” docente, ¿también se habilita para aplicarlo en otros sentidos? Aquí “aplicar”, ¿es distinto 9 Y no se puede empezar un análisis “para aprender psicoanálisis”, pues la oferta del dispositivo terapéutico es para los que sufren, no para los que declaran perspectivas epistémicas. Otra cosa es que después de que ocurran ciertas cosas en su vida, el analizante emprenda, por necesidad, la comprensión teórica. 10

Conocida en el mundo como IPA, por sus siglas en inglés (International Psychoanalytical Association).

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de “ejercer”? La escena parece dejar al sujeto en cuestión como un docente antes y después de la experiencia... que no es indefectiblemente así. El mismo Freud tiene para ese entonces entre sus huestes a practicantes que originalmente tenían otras profesiones —vimos el caso de Pfister—, algunos de los cuales incluso cambiaron su ejercicio profesional a raíz, justamente, de la experiencia psicoanalítica. El caso es que hay una confianza en los efectos de un análisis —pese a sus limitaciones—, al punto de pedir libertad de practicarlo, para el docente que lo haya aprendido en su propia terapia. Ya no se trata de “entregar” la herramienta a los docentes (1913a), tampoco de “instruirlos” (1913b), sino más bien de no estorbarles —por estrechez de miras— la aplicación de lo aprendido a aquellos que hayan atravesado la experiencia analítica... (y no todos —en verdad, muy pocos— escogen ese camino). Esta formación sin formalización trajo no pocos inconvenientes ante las autoridades que exigían títulos para el ejercicio en salud. En el texto “¿Pueden los legos ejercer el análisis?”, Freud (1926) dialoga a propósito de esto “con un juez imparcial” —ideado por él—, con ocasión de la causa judicial de la que fue objeto Theodor Reik por ejercer el psicoanálisis sin ser médico.

2.1.5 La pedagogía no puede prevenir la neurosis Siete años después (1932), en la 34ª de las Nuevas conferencias de introducción al psicoanálisis (la titulada “Esclarecimientos, aplicaciones, orientaciones”), Freud vuelve a referirse al tema de la educación (en un poco más de 4 páginas). Como en el caso anterior, se van a presentar cambios importantes. Veámoslo fragmento por fragmento, en la parte pertinente de la conferencia mencionada: (…) Pero hay un tema que no puedo pasar de largo tan fácilmente, no porque yo entienda gran cosa de él ni haya aportado mucho. Todo lo contrario, apenas si lo he tratado alguna vez. Pero es importantísimo, ofrece grandísimas esperanzas para el futuro, quizás es lo más importante de todo cuanto el análisis cultiva. Me refiero a la aplicación del psicoanálisis a la pedagogía, la educación de la generación futura. Me regocija poder decir al menos que mi hija Anna Freud se ha impuesto este trabajo como la misión de su vida, reparando así mi descuido (pp. 135-136).

Extrañamente, Freud se muestra muy generoso con la importancia del tema (“quizás es lo más importante de todo cuanto el análisis cultiva”) y, sin embargo, dice que no entiende gran cosa de él, que no ha aportado mucho. Entonces, ¿cómo supo que era importante? Y si es lo más importante, ¿por qué no se dedicó a él?... al menos de ahí en adelante, pues todavía escribirá seis años más. En

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realidad en este campo el aporte que hemos visto de su parte hasta el momento es trascendental, aunque no llene muchas páginas: mientras la pedagogía cree entender el niño, Freud plantea que no lo entiende bien y que, por eso, sus esfuerzos por meterlo en cintura en realidad no producen los efectos esperados; mientras la pedagogía concibe que la posición del niño en el aula es la de un sujeto principalmente epistémico, Freud plantea que el niño participa del espacio educativo de acuerdo con sus inclinaciones, de cara a sus pulsiones; y mientras la pedagogía cree que el maestro obra en el espacio educativo por buena voluntad y movido por sólidos principios morales, Freud plantea que interviene allí de acuerdo con su posición, la cual depende, en mucho, de su propia travesía por la primera infancia. O sea: de un lado, Freud ha hecho aportes fundamentales; y, de otro lado, las esperanzas que ofrece el asunto, según venimos observando, van cogiendo perfiles más limitados a medida que entiende la especificidad de los dispositivos en cuestión (al calor de su clínica). Así, lo más importante que el psicoanálisis cultiva es el dispositivo analítico mismo, que ha permitido pensar en las “aplicaciones” a otros campos, como el educativo, lo cual implica entender también por qué ahí no se trata del psicoanálisis puro. La educación de la generación futura efectivamente es muy importante; desde una mirada social, digamos, puede ser lo principal; en cambio, desde la óptica del psicoanálisis está subordinada a otras cosas. Por esa diferencia de perspectiva, mientras en lo social nos sorprende la ambivalencia de afectos, desde el psicoanálisis eso es perfectamente comprensible, como dijo cuando se refirió a la psicología del colegial; mientras sorprende que se lance a la barbarie un pueblo, considerado por unos como “culto”, o por otros como “maduro para la revolución”, desde el psicoanálisis tampoco hay mayor sorpresa frente a eso (el ascenso del fascismo, por ejemplo, fue analizado por los psicoanalistas en su momento11, encontrando que se trataba de algo que ya latía en la relación no continua y no analizada entre la subjetividad y el proceso social). Y, efectivamente, como anota Freud, su hija Anna trabajó en ese tema. Tiene un libro —escrito en 1930— llamado Introducción al psicoanálisis para educadores, que es una obra de divulgación, dirigida a educadores y, en consecuencia, con ejemplos del campo educativo. Se ve enseguida el camino que llevó a esta aplicación. Cuando en el tratamiento de un neurótico adulto pesquisábamos el determinismo de sus síntomas, por regla general 11

Véase, por ejemplo, La psicología de masas del fascismo, de Wilhelm Reich.

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éramos conducidos hacia atrás, hasta su primera infancia. El conocimiento de las etiologías posteriores resultaba insuficiente tanto para la comprensión como para el efecto terapéutico. Ello nos obligó a familiarizarnos con las particularidades psíquicas de la infancia y nos enteramos de una multitud de cosas que no podían averiguarse por otro camino que el análisis, y hasta pudimos corregir muchas opiniones generalmente aceptadas acerca de la infancia (p. 136).

Freud recuerda algo anotado antes: buscar la determinación de los síntomas neuróticos del adulto lo llevó a la infancia; desde los primeros tratamientos que hacía en asocio con Joseph Breuer (cuando no se trataba precisamente de psicoanálisis, sino de catarsis), el efecto terapéutico era más intenso mientras más se retrocedía en la historia —¿la formación?— del sujeto. Y estas retrospecciones hicieron exigencias cada vez más altas cuando hubo que teorizar, lo cual se reportó en teorías más profundas y consistentes. Sólo por la vía terapéutica se pudo conocer a esa escala la infancia —en general, no sólo en sentido patológico— y, en consecuencia, hubo una diferencia total con las opiniones aceptadas hasta el momento al respecto. Discernimos que a los primeros años de vida (hasta el quinto, tal vez) les corresponde por varias razones una particular significatividad. En primer lugar, porque contienen el florecimiento temprano de la sexualidad, que deja como secuela incitaciones decisivas para la vida sexual de la madurez (p. 136).

Efectivamente, atravesar el Complejo de Edipo define cierta posición hacia la sexualidad, que se manifiesta desde el primer momento. Esa posición será clave, pues define a su vez “incitaciones decisivas para la vida sexual de la madurez” y, como decíamos más atrás, traza los límites del sujeto, asunto que va a ser determinante en las relaciones con los demás. Ahora bien, ¿esto no le resta un poco de peso a los efectos de la educación? ¿Es ella tan decisiva cuando los primeros cinco años tienen tal significatividad? Ya en el primer texto, Freud afirmaba que la relación con el otro es una reproducción de las primeras relaciones del niño. En segundo lugar, porque las impresiones de ese período afectan a un ser inacabado y endeble, en el que producen el efecto de traumas. De la tormenta de afectos que provocan, el yo no puede defenderse si no es por vía de represión, y así adquiere en la infancia todas sus predisposiciones a contraer luego neurosis y perturbaciones funcionales (p. 136).

En la introducción al libro de Pfister, Freud opone el niño (plástico, sugestionable) al adulto (rígido, formado); esto se amplió en el texto anterior, donde

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opone el sujeto inacabado (niño) al sujeto acabado (adulto, aunque lleve un niño por dentro). Esta diferencia permitió separar los dispositivos analítico y educativo: por estar el niño inacabado, de un lado, hay que educarlo; y, de otro, no se podía psicoanalizar (no cumple las condiciones para establecer la situación analítica); y, por el hecho de que el adulto esté acabado, el efecto de un análisis sobre él no es cosa de educación. Ahora, Freud añade que la condición de inacabado predispone al niño al trauma, pues enfrenta los asuntos de la sexualidad con un arsenal endeble; por ello, sólo le queda la vía de la represión, lo cual produce en él la predisposición a la neurosis y a sus síntomas (como las “perturbaciones funcionales”), constituida precisamente por el retorno de lo reprimido. Como se ve, esta postura es nueva, pues si la escuela actúa después del período que Freud está describiendo, entonces no puede causar la neurosis. La escuela ya recibe niños predispuestos, pues llevan en su constitución la imposibilidad de tramitar de manera “madura” el encuentro con la sexualidad. Podría decirse que, dadas las circunstancias descritas, todos los niños que llegan a la escuela están predispuestos a la neurosis (¿cómo haría alguno de ellos para tener el arsenal suficiente para enfrentar el encuentro con la sexualidad?, ¿acaso alguno no es inacabado y endeble?). Así mismo, las “perturbaciones funcionales” —como la pérdida de la capacidad productiva que veíamos en el segundo texto— dejan de ser otro efecto negativo de la escuela y se subordinan a efectos de la contracción de una neurosis; son parte de lo que puede ocurrir en la medida en que se está predispuesto a la neurosis, antes de llegar a la escuela. Comprendimos que la dificultad de la infancia reside en que el niño debe apropiarse en breve lapso de los resultados de un desarrollo cultural que se extendió a lo largo de milenios: el dominio sobre las pulsiones y la adaptación social, al menos los primeros esbozos de ambos. Mediante su propio desarrollo sólo puede lograr una parte de ese cambio; mucho debe serle impuesto por la educación. No cabe asombrarse, pues, de que el niño a menudo domine esta tarea de manera incompleta (p. 136).

Además de la dificultad estructural (la imposibilidad material de disponer de los elementos necesarios para tramitar el encuentro con la pulsión), Freud agrega la condición temporal: la humanidad ha requerido mucho tiempo —milenios—, para dominar las pulsiones; eso se revela en el “desarrollo cultural”, en la “adaptación social”. Pues bien, eso que a la humanidad le ha costado tanto, un niño debe realizarlo durante los pocos años de su infancia. Ese ritmo, esa “falta de tiempo”, produce sus efectos, pues hay un forzamiento de su propio tiempo, de sus propias posibilidades. “Mediante su propio desarrollo —dice Freud— sólo puede

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lograr una parte de ese cambio”; pero, ¿qué es “su propio desarrollo”, si se trata de una imposición de los otros, en un ser que no podría estar listo para ello? No hay que engañarse con la idea de ‘desarrollo’: no se trata de un proceso idéntico para los de la misma especie, un proceso que además sería natural (como la metamorfosis de un batracio). Se trata, más bien, de una imposibilidad de entrada (la metamorfosis de un Gregorio). Así como es imposible gobernar, educar y curar, habría que decir que es imposible desarrollarse: “No cabe asombrarse, pues, de que el niño a menudo domine esta tarea de manera incompleta”. A menudo... cabría preguntar si, dadas las condiciones de la existencia del niño descritas, hay alguno que “domine esta tarea completamente”. Tal vez Freud no quiere sonar pesimista, pero entonces suena inconsistente: para hacerlo, habría que estar “maduro” desde muy pequeño, de manera que se pudiera afrontar el encuentro con la sexualidad desde una posición acabada y no endeble... condiciones imposibles ambas. Además, ¿no decía que el niño estaba agazapado en el adulto? El caso es que el resto de la operación le corresponde a la educación: en tanto la tarea no queda bien hecha —y no puede ser de otra manera—, la educación entra a jugar. Su tarea, entonces, más que conducir a la edad adulta y precaver de los errores, como decía Freud antes, es imponer las maneras que la cultura ha aprendido como domesticación de la pulsión y que el niño no ha conquistado cabalmente durante la socialización primaria en su familia. Así, lo que calificaba antes de prácticas ininteligentes de la educación es lo que la sociedad ha puesto en el dispositivo educativo (o sea que éste no podría ser más inteligente). Y esta tarea resulta hasta cierto punto imposible, pues no estamos diseñados para eso. En esos períodos tempranos, muchos niños atraviesan por estados que es lícito equiparar a las neurosis, y ello vale sin duda para todos los que luego contraen una enfermedad manifiesta. En numerosos niños la contracción de una neurosis no aguarda hasta la madurez; estalla ya en la infancia y ocasiona cuidados a padres y médicos (pp. 136-137).

Según el texto de 1925, el niño no era un neurótico, y entendimos que le faltaban condiciones para tener la posibilidad de serlo, pues estaba “inacabado”. De ahí también que el análisis de un neurótico no fuera una “educación” en el mismo sentido que la de un niño. No obstante, ahora (1932) nos dice que “muchos niños atraviesan por estados que es lícito equiparar a las neurosis”, y no se trata sólo de aquellos que más adelante serán neuróticos, pues “ello vale sin duda para todos los que luego contraen una enfermedad manifiesta”. Ahora es algo

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más estructural, como veníamos diciendo; no hay manera, dadas las condiciones en que se da el “desarrollo”, de no quedar marcado: “En numerosos niños la contracción de una neurosis no aguarda hasta la madurez; estalla ya en la infancia”. De acuerdo con lo visto hasta ahora, esto tiene dos implicaciones: del lado de la educación, la imposibilidad de hacer profilaxis de la neurosis, que era el postulado de 1913, pues se puede llegar neurótico a ella. Y, del lado del psicoanálisis, la posibilidad del tratamiento analítico con los niños, pues manifiestan el efecto (la neurosis) que se creía propio de los adultos “acabados”, inexistente en los humanos “no acabados” (lo cual, a su vez, desdibuja aún más la frontera entre adulto y niño). Efectivamente: No hemos tenido empacho alguno en aplicar la terapia analítica a estos niños que mostraban inequívocos síntomas neuróticos o bien estaban en camino de un desfavorable desarrollo del carácter (p. 137).

Es claro que el carácter que el niño va a desarrollar no es simplemente “patológico” o “anormal”, expresiones que podrían llamar a la idea de regresar al sujeto al estado de normalidad (que es un promedio de muchos comportamientos); se trata más bien de un carácter desfavorable, donde el referente es el sujeto mismo, sin tener en cuenta a los demás: el parámetro no es una norma externa al sujeto (un universal), sino su propia capacidad de disfrutar, de producir (algo singular). Luego, Freud le sale al paso a una objeción: El temor de que pudiera causarse daño al niño mediante el análisis, expresado por los opositores de este último, resultó infundado. Nuestra ganancia en tales empresas fue la de poder comprobar en el objeto viviente lo que en el adulto habíamos dilucidado, por así decir, partiendo de documentos históricos (p. 137).

No explica cuáles serían los argumentos esgrimidos por quienes temían por la realización de una terapia analítica con niños (esto tiene que ver con la queja implícita del primer texto: el paso de la hipnosis al campo educativo no suscitó descontentos, en cambio sí el del psicoanálisis), pero sí plantea los beneficios que ésta conlleva. Inicialmente, uno de naturaleza teórica: lo que se había dilucidado del “documento histórico” de la vida del paciente adulto12, el análisis con niños permitió comprobarlo “en el objeto viviente”, en el niño que está viviendo esos procesos. Luego plantea los beneficios para los niños mismos: 12 Con todos los riesgos que se pueden señalar para tal empresa, cuando no se conoce el psicoanálisis, tales como la posibilidad de que el sujeto “tergiverse” los datos, de que las experiencias se hayan extinguido materialmente en la memoria, etc.

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Pero también para los niños fue muy rica la ganancia. Se demostró que el niño es un objeto muy favorable para la terapia analítica; los éxitos son radicales y duraderos (p. 137).

No obstante haberse distanciado de las ideas que oponían ‘acabado’ a ‘inacabado’, y haber puesto la condición estructural de la neurosis en el humano, sin diferenciar radicalmente entre niño y adulto, el tratamiento de uno y otro se diferencia: Desde luego, es preciso modificar en gran medida la técnica de tratamiento elaborada para adultos (p. 137)

En atención a que Psicológicamente, el niño es un objeto diverso del adulto, todavía no posee un superyó, no tolera mucho los métodos de la asociación libre, y la trasferencia desempeña otro papel, puesto que los progenitores reales siguen presentes. Las resistencias internas que combatimos en el adulto están sustituidas en el niño, las más de las veces, por dificultades externas. Cuando los padres se erigen en portadores de la resistencia, a menudo peligra la meta del análisis o este mismo, y por eso suele ser necesario aunar al análisis del niño algún influjo analítico sobre sus progenitores (p. 137).

Las diferencias son cuatro: dos metodológicas y otras que parecen ponerse al servicio de la serie metodológica. Primero, la técnica del análisis implica, del lado del analizante, una manera de enunciar llamada asociación libre, que el niño —dice Freud— no tolera (por eso durante la sesión se lo invita a dibujar o a jugar, por ejemplo). Segundo, la situación analítica, como había dicho más atrás, requiere de la transferencia, vínculo que en el niño no se configura en la manera como funciona en el tratamiento de un adulto, pues el niño tiene un fuerte vínculo con sus padres; así, mientras en la transferencia, los vínculos paternales se reviven (es como si el analizante, cuando habla durante la sesión, se dirigiera a sus padres… algo cuyo fundamento había explicado en el tercer documento), en el niño tales vínculos paternales se viven (él tiene a quién hablarle así). Otro asunto es el de la función crítica: mientras en el niño viene “de afuera” (las llamadas de atención, ¡las cuales forman gran parte de lo que llamamos “educación”!), en el mayor viene “de adentro” (en la cita lo llama “superyó”, asunto que se aclarará más adelante: §4.4). Y, por último, las resistencias: en el adulto son internas y deben ser combatidas por el análisis, mientras que en el niño son dificultades externas (como cuando los padres hacen peligrar el tratamiento, posición que se puede debilitar cuando el progenitor mismo entra a análisis). Sin embargo, es posible aminorar estas diferencias:

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Por otra parte, las inevitables divergencias de este tipo de análisis con relación al del adulto se aminoran por la circunstancia de que muchos de nuestros pacientes han conservado tantos rasgos infantiles de carácter que el analista, adaptándose también aquí a su objeto, no puede menos que servirse con ellos de ciertas técnicas del análisis de niños. De manera espontánea ha sucedido que este último se convirtiera en el dominio de analistas mujeres, y sin duda lo seguirá siendo (p. 137).

La idea, que había quedado un tanto enigmática en el segundo artículo, según la cual “el análisis reveló en el enfermo, lo mismo que en el soñante y en el artista, al niño que pervive apenas modificado”, surge aquí para invertir un aspecto de lo sostenido más atrás: ahora ya no sólo es posible analizar niños, sino que algunas herramientas del análisis con ellos se pueden usar en el análisis con adultos, en tanto éstos “conservan rasgos infantiles de carácter”. Podría ser secundaria la anotación de que el análisis con niños (no de niños, lo que produciría distintos psicoanálisis, según el tipo de pacientes) se haya convertido en dominio de analistas mujeres, pero no es indiferente para nosotros, pues justamente para la atención de esa franja etaria en la escuela, el magisterio también está constituido en su mayoría por mujeres: hay en juego algo más que asuntos de la profesión. Ahora bien, lo que hemos denominado condición humana estructural hacia la neurosis, ¿daría lugar a la idea de una profilaxis generalizada, toda vez que la mencionada condición se da en todos los niños? Veamos qué dice Freud: La intelección de que la mayoría de nuestros niños pasan en su desarrollo por una fase neurótica encierra el germen de un requerimiento higiénico. Cabe preguntar si no sería oportuno acudir en auxilio del niño con un análisis aunque no muestre indicios de perturbación y como una medida preventiva para el cuidado de su salud, tal como hoy se vacuna contra la difteria a niños sanos sin esperar a que contraigan esa enfermedad. El examen de esta cuestión hoy tiene sólo un interés académico; puedo permitirme elucidarla ante ustedes (p. 137).

La idea está formulada bajo la suposición de la minoría de edad como posibilidad de que los adultos decidan por el niño y, además, de que eso funcionaría. Pero si se responde afirmativamente a la pretensión profiláctica, el niño no sería un sujeto de pleno derecho, siendo que el psicoanálisis parte, precisamente, de considerarlo así. Y, de otro lado, tampoco podría instalarse tal tratamiento profiláctico, pues el psicoanálisis no lo aplican otros a aquel que ven necesitado (en cuyo caso queda convertido en un objeto), sino que sólo es posible cuando alguien lo demanda por razones absolutamente propias, las cuales pueden nada

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Educación: ¿Escila o Caribdis?

tener que ver con aquellas manifestaciones que los demás juzgan como problemáticas. De todas maneras, y en detrimento de las ideas de 1913, que abogaban por una profilaxis de la neurosis desde la educación, tal prevención en masa no es posible, según Freud, por varias razones: A la gran multitud de nuestros contemporáneos ya el mero proyecto les parecería una impiedad enorme, y es preciso resignar toda esperanza en cuanto a conseguir que la mayoría de los padres y madres entren en análisis. Es que semejante profilaxis de las neurosis, que probablemente sería muy eficaz, presupone una constitución por entero diversa de la sociedad (pp. 137-138).

¡Necesitaríamos otra sociedad! Una donde la mayoría de los padres y madres entren en análisis; pero, dice Freud, es preciso resignar toda esperanza al respecto… quizá la posición en la que nos deja la travesía de la infancia nos predispone contra tal posibilidad. Necesitaríamos una sociedad donde tal pretensión no se considere una impiedad. Pero, ¿hay alguna especificidad del lado de lo social que permita o imposibilite tal opción? Si la sociedad es, como puede inferirse de lo que venimos diciendo, una respuesta a la pulsión, ¿cómo podríamos tener una sociedad distinta? Psicología de las masas y análisis del yo (Freud, 1921) demuestra que los agrupamientos humanos no tienen simplemente el sentido de sus objetivos explícitos y que la tramitación de la agresión a que dan lugar indica que no es posible producir organizaciones humanas a partir solamente de la idea de hacer el bien. De manera que no estamos ante dificultades pragmáticas (que a los contemporáneos de Freud aquello les pareciera una impiedad), sino ante una imposibilidad estructural: las características de la sociedad se relacionan con la especificidad del sujeto. La consigna en favor de la aplicación del psicoanálisis a la educación se encuentra hoy en otro lugar. Aclaremos nuestras ideas acerca de la tarea inmediata de la educación. El niño debe aprender el gobierno sobre lo pulsional. Es imposible darle la libertad de seguir todos sus impulsos sin limitación alguna. Sería un experimento muy instructivo para los psicólogos de niños, pero les haría la vida intolerable a los padres, y los niños mismos sufrirían grandes perjuicios, como se demostraría enseguida en parte, y en parte en años posteriores (p. 138).

Aquí hace explícito un cambio de posición: “La aplicación del psicoanálisis a la educación se encuentra hoy en otro lugar”. O sea, no se encuentra en la realización de un psicoanálisis a todos los niños, para que lleguen a la educación en mejores condiciones. La tarea de la educación, no del psicoanálisis, tiene que

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ver con ese imperativo para el niño que es gobernar sus pulsiones. Sin ese gobierno, no se puede vivir en sociedad. Así las cosas, la educación a la que se refiere Freud en este punto es a esa función de la sociedad mediante la cual se imponen los caminos recorridos por la humanidad en el control pulsional. Ahora bien, lo hace a propósito del saber (no es una correccional). Dice Freud que si a los niños se les diera libertad de seguir sus impulsos sin limitaciones —indicación que, no sin error, podría deducirse de su primera postura frente al tema estudiado aquí�—, ellos mismos sufrirían perjuicios a corto y largo plazo, además de que les harían la vida intolerable a los padres; es decir, serían “antisociales”, pues si a corto plazo se los perjudicaría, y a corto plazo serían intolerables para sus padres, a mediano y largo plazo seguirían perjudicándose y serían intolerables para el resto de personas que entre en contacto con ellos. En pocas palabras, dar libertad no es educar. Para Freud, educar es todo lo contrario: educar es poner límite (se verá nuevamente cuando demos un paso por Kant: §2.2). En libertad no hay creatividad sino perjuicio propio e imposibilidad de hacer lazo social. Con límites, en cambio, hay posibilidades de producción individual, en función del lazo social. Pero esto nadie tiene que enseñárselo a la educación; ella es un dispositivo que puede producir ese efecto, si se organiza de cierta manera: Por tanto, la educación tiene que inhibir, prohibir, sofocar, y en efecto es lo que en todas las épocas ha procurado hacer abundantemente (p. 138).

Para quienes han oído estereotipos sobre psicoanálisis les debe sonar muy rara esta frase de Freud. Pero este es el Freud “de verdad”, el que plantea que la pulsión nos habita, que es acéfala, antisocial, que arrasa con todo, hasta con la vida del otro y con la propia. De manera que la cultura ha intentado tramitar eso y se ha inventado sus dispositivos, sus ritos, sus ritmos. El psicoanálisis no encuentra en ninguna de esas formas específicas una forma ideal... ¡porque no la hay! En el hecho de que se den, y de forma tan variada, encuentra que no es algo natural, aunque es necesario. Desde esta perspectiva, Freud parece haber renunciado a orientar la educación desde su disciplina. La educación tiene su especificidad y ésta, por problemáticas que sean sus manifestaciones históricas, es imprescindible. De manera que si algo podría decir, es sobre los efectos de esas formas específicas. Ahora bien; por el análisis hemos sabido que esa misma sofocación de lo pulsional conlleva el peligro de contraer neurosis. Ustedes recuerdan que hemos indagado en profundidad los caminos por los cuales ello acontece. Entonces, la educación tiene que

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buscar su senda entre la Escila de la permisión y la Caribdis de la denegación. Si esa tarea no es del todo insoluble, será preciso descubrir para la educación un optimum en que consiga lo más posible y perjudique lo menos (p. 138).

En todo caso, el panorama no luce muy optimista. Si bien se trata de un intento por sofocar lo pulsional, sabemos también que esa es la condición para producir una neurosis. O sea, estamos ante una paradoja: cualquier cosa que se haga no dejará completamente satisfecha a ninguna de las dos partes. No hay una educación buena, como tampoco hay una buena libertad. Estamos en un estrecho y dos monstruos13 —Escila y Caribdis— moran en los lados opuestos: de un lado la permisión, del otro la denegación. ¿Cuánto de lo uno y cuánto de lo otro? No es posible saberlo, es la condición trágica de los humanos. El optimum para la educación es, entonces, conseguir lo más posible y perjudicar lo menos; o sea, no es posible conseguir todo y habrá prejuicio. Pero eso se establece históricamente, no hay manera de tener criterios universales al respecto. Creemos estar perjudicando lo menos, pero podría haber otros arreglos que consiguieran más. Esa es la discusión sobre educación: una disputa en un terreno donde hemos renunciado a buscar una verdad y nos toca construir un posible. Por eso se tratará de decidir cuánto se puede prohibir, en qué épocas y con qué medios. Y además de esto, es preciso tener en cuenta que los objetos del influjo pedagógico traen consigo muy diversas disposiciones constitucionales, de suerte que un procedimiento idéntico del pedagogo no puede resultar benéfico para todos los niños (p. 138).

Con todo, hay todavía más dificultades: el maestro no se dirige meramente a entidades epistémicas (homogéneos, en atención a sus posibilidades cognitivas), con los rasgos de su época (el sentido común), sino, sobre todo a entidades pulsionales: todos “traen consigo muy diversas disposiciones constitucionales”, pues la respuesta a la pulsión nos hace irrepetibles, únicos (singulares). Así, el mejor procedimiento pedagógico no puede resultar benéfico para todos; ni el mejor intencionado propósito de inclusión puede dejar de segregar. Es decir, la idea del optimum no es un problema por tener que sopesar la tensión permisión/ denegación, sino también la de colectivo/individuo. Freud no está abogando por una educación personalizada, está subrayando el tamaño de la paradoja. La más somera ponderación enseña que hasta ahora la pedagogía ha desempeñado muy mal su tarea e infligido graves perjuicios a los niños. Si halla aquel optimum y 13

También nuestros monstruos revelan lo que somos (Carrière, 2008, p. 15).

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resuelve su misión de manera ideal, puede esperar que extirpará uno de los factores que intervienen en la etiología de la contracción de neurosis: el influjo de los traumas infantiles accidentales (p. 138).

Freud vuelve sobre las pedagogías que han existido históricamente, no sobre la pedagogía en general: han infligido graves perjuicios a los niños. Es decir, que la decisión frente a la mejor ponderación no es un acto racional, sino un efecto donde intervienen la vida personal y la vida social. No hay cómo hacerlo de manera concienzuda, aplomada. Son formas históricas que han llegado ahí y se han acendrado, al calor de distintas fuerzas. Según Freud —que reconoce la necesidad y la independencia de la educación—, esas formas históricas han operado más desde la Caribdis de la denegación (por razones que se vienen explicando). Es como decir que se necesita denegar, claro está, pero no tanto. Y, aun si se consiguiera el optimum ideal, asunto estructuralmente inalcanzable, se estaría operando sobre uno de los factores —los traumas infantiles accidentales— que produce neurosis y que tal vez no es el más importante. En cuanto al otro, el poder de una constitución pulsional rebelde, en ningún caso puede eliminarlo (p. 138).

En otras palabras, no hay solución ideal. Finalmente, el rasgo singular de cada sujeto (otorgado por lo pulsional, no por sus rasgos “psicológicos”, no por su inteligencia, no por su historia, no por la época) es el que determina cómo se entrechocarán finalmente todos los factores que confluyen en el dispositivo educativo. Entonces, la educación es impredecible y, reiterémoslo, imposible. Y si ahora reflexionamos sobre las difíciles tareas planteadas al educador: discernir la peculiaridad constitucional del niño, colegir por pequeños indicios lo que se juega en su inacabada vida anímica, dispensarle la medida correcta de amor y al mismo tiempo mantener una cuota eficaz de autoridad, nos diremos que la única preparación adecuada para el oficio de pedagogo es una formación psicoanalítica profunda. Y lo mejor será que él mismo sea analizado, pues sin una experiencia en la propia persona no es posible adueñarse del análisis. El análisis del maestro y educador parece ser una medida profiláctica más eficaz que el de los niños mismos, y además son muy escasas las dificultades que se oponen a su realización (pp. 138-139).

Idealmente, el maestro percibiría la relación del niño con la pulsión, sin anteponer sus perjuicios sobre lo que debería ser (lo había planteado en la introducción al libro de Pfister). Pero colegir lo que se juega en su vida anímica, a partir de “pequeños indicios”, ¿no impediría el proceso educativo en el aula, pues allí se ocupa de muchos, a costa precisamente de los pequeños indicios? Daría amor

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en medida justa… es decir, que no daría en función de su propia culpa, de su propia reacción frente a la intensidad de su agresión hacia el otro; y ejercería una autoridad eficaz... es decir, no en función de su relación con el otro, sino de cara a la relación del otro con su propio deseo. Pero un conocimiento así de preciso y unas dosificaciones así de ecuánimes presuponen —piensa Freud— una formación psicoanalítica... y para ello, lo hemos dicho, no se trata de estudiar la teoría, sino de atravesar la experiencia. Eso al menos evitaría que se presentara, como dijo más atrás, la parte del trauma accidental (aunque no conjuraría lo pulsional constitutivo). De otro lado, no encuentra mayores dificultades en que los maestros se analicen: están “acabados” y pueden establecer una transferencia con el analista. Sin embargo, Freud no menciona que esas condiciones de posibilidad requieren todavía algo sin lo cual no habría análisis: la demanda. Sin esta aclaración, podría pensarse que sería recomendable que un Ministerio de Educación pusiera la terapia analítica como condición de la formación del docente. El asunto es que un psicoanálisis sólo puede comenzar después de que es demandado por un sujeto sufriente. Ahora bien, ¿están todos los maestros en esa posición? Y, si sufren, ¿estarían todos dispuestos a demandar una terapia? Y estando dispuestos, ¿demandarían una de tipo psicoanalítico?... recordemos que están a mayor disposición la lectura de las cartas, el horóscopo, etc. Ahora Freud se ocupa de los padres: Sólo de pasada mencionaremos un beneficio indirecto de la educación infantil mediante el análisis, que con el tiempo puede adquirir una influencia mayor. Padres que hayan experimentado ellos mismos un análisis y le deban mucho, entre otras cosas la intelección de los defectos de su propia educación, tratarán a sus hijos con mayor inteligencia y les ahorrarán buena parte de lo que ellos sufrieron (p. 139).

Con lo que queda claro que la educación a la que se está refiriendo no sólo es la dispensada por la escuela, sino todo aquel esfuerzo social que trata de sofocar la pulsión y, por supuesto, la familia es el lugar donde las manifestaciones pulsionales tienen lugar por primera vez y, en consecuencia, donde encuentran los primeros motivos de sofocación. Con los padres, de nuevo la idea se concentra en la posición desde donde se ven las cosas. No hablamos de padres responsables, pues hemos dicho que la sociedad requiere pasar al sujeto por los dispositivos que le enseñen las maneras como ese grupo social ha aprendido a vérselas con las pulsiones. No hablamos de padres preocupados por el futuro de sus hijos, sino de personas que, al haber hecho un análisis, y al “deberle mucho” —“entre

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otras cosas la intelección de los defectos de su propia educación”—, le ahorrarán ciertas cosas a sus hijos. Que ese ahorro sea en relación con lo sufrido por ellos mismos no es lo importante (es la casualidad de que los tropiezos pueden no ser tan variados como se creería). Lo importante es que —en ese punto— se han convertido no en padres que dan (que es la manera como la sociedad interpela al padre del educando), sino que evitan hacer ciertas cosas. Educar a veces no es dar, sino dar lugar a que el otro conquiste, lo cual pasa por un no-hacer específico (que es algo muy potente). Freud termina relacionando el asunto de la educación con el del desamparo y la criminalidad (tratado también en el prólogo ya comentado al libro de Aichhorn): Paralelas a los empeños de los analistas por influir sobre la educación discurren otras indagaciones acerca de la génesis y la prevención del desamparo y la criminalidad (p. 139).

Hay algo del tratamiento de la pulsión que tiene que ver con la criminalidad. No consiste en algo producido solamente como fenómeno social, porque eso no explica la elección de tal camino. Aichhorn (1925) piensa que la criminalidad tiene que ver con la manera como el sujeto aprendió —bajo desregulación libidinal— a tramitar la relación con el otro. Así mismo, ve la sensación de desamparo como el efecto de una forma de haber aparecido para un sujeto la función del adulto. También aquí me limitaré a abrirles las puertas y mostrarles los aposentos que guardan, pero no los conduciré adentro. Sé que, de mantenerse fieles al psicoanálisis los intereses de ustedes, podrán averiguar respecto de estas cosas mucho de nuevo y de valioso. Pero no puedo abandonar el tema de la educación sin considerar cierto punto de vista (p. 139).

No se trata de una falsa modestia. Freud no tiene respuestas para muchas preguntas que sabe hacerse y ese es un motor tanto de sus búsquedas como de las de sus colegas (contemporáneos y futuros). De todas maneras, va a dar una puntada que también sorprende, de cara a la vulgata sobre el psicoanálisis: Se ha dicho —y sin duda con justeza— que toda educación tiene un sesgo partidista, aspira a que el niño se subordine al régimen social existente sin atender a lo valioso o defendible que este pueda ser en sí mismo. [Se argumenta:] Si uno está convencido de las fallas de nuestras presentes instituciones sociales, no puede justificar que la pedagogía de sesgo psicoanalítico sea puesta, pese a ello, a su servicio. Sería preciso fijarle otra meta, una meta más elevada, libre de los requerimientos sociales dominantes (p. 139).

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Freud entiende que toda educación busca una subordinación del niño al régimen social que la hace existir; pero no dice que esa educación sólo consista en el contenido que tal régimen sabría explicitar de sí mismo: ahí está la diferencia con los enfoques sociales que coincidan con tal caracterización (para los cuales el asunto es fundamentalmente “ideológico”). También acepta que esos regímenes sociales pueden no ser defendibles… incluso años antes había dicho que si no fuera por los vínculos satisfactorios —de orden narcisista— que el individuo tiene con la sociedad, “sería incomprensible que un número harto elevado de culturas pervivieran tanto tiempo a pesar de la justificada hostilidad de vastas masas” (Freud, 1927, p. 13). O sea que no se trata de alguien “insensible” a lo social. De tal manera, parecería lógico concluir que no toda educación es defendible, que no debería ponerse el psicoanálisis al servicio de la educación de una sociedad injusta, y que sería pertinente fijarle a la educación metas más elevadas, libres de ese sesgo (ya veremos [§5] propuestas de ese tipo que involucran al psicoanálisis). Y parece lógico, porque es un argumento “sociológico”, digamos, no estrictamente psicoanalítico. Veamos: Ahora bien, yo creo que este argumento está aquí fuera de lugar. Ese reclamo rebasa el campo de funciones que el análisis puede justificadamente ejercer. Tampoco el médico llamado para tratar una neumonía tiene que hacer caso de que el enfermo sea un hombre cabal, un suicida o un delincuente, que merezca permanecer con vida y deba deseársele que lo haga. También esta otra meta que pretende ponerse a la educación será parcial, y no es asunto del analista decidir entre los partidos (p. 139).

No es que no haya sociedades injustas, sino que el psicoanálisis no está para hacer esa clasificación (o, mejor: que con esa clasificación nada puede hacer desde la perspectiva clínica); su horizonte ético no es una sociedad justa, sino un tratamiento, caso por caso, de la indigencia humana (y una “sociedad justa” puede ser uno de los ideales que impiden enfrentarla). Los psicoanalistas pueden hacer ese tipo de clasificaciones, de hecho lo hacen en tanto pertenecen a sociedades concretas. Pero no es de la especificidad del psicoanálisis hacerlo. Ahora bien, quien hace esa clasificación generalmente se ubica en el lado de los buenos, de manera que quien no clasifica como él se convierte en un cómplice de la injusticia. Pero Freud anota de forma perspicaz que ese juicio no escapa a lo que pretende mostrar: quien señala la injusticia de un régimen social, ¿acaso no lo hace también desde un sesgo político, él mismo susceptible de ser calificado de la misma manera? Cuando alude al ejemplo del médico que trata a una persona, independientemente de que “merezca vivir”, toca la dimensión ética del acto…

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pero no porque esté bien o mal hecho, sino porque se atiene a la especificidad de su práctica. Entonces, hay que saber de qué se trata la práctica en cuestión, para poder anteponer una postura ética. En ausencia del conocimiento de tal especificidad, se aplicaría un principio, con independencia de aquello de lo que se trata, con lo cual, más que de una ética, se trataría de un fundamentalismo; o sea: independientemente de lo que sea la educación, hay que obrar de cierta manera. En cambio, Freud más bien parece hacerse la pregunta de la siguiente manera: ¿qué es la educación y, en consecuencia, qué ética cabe en esa práctica, según el psicoanálisis, que también es una práctica? Prescindo por entero de que se rehusaría al psicoanálisis todo influjo sobre la educación si abrazara propósitos inconciliables con el régimen social existente. La educación psicoanalítica asume una responsabilidad que no le han pedido si se propone modelar a sus educandos como rebeldes. Habrá cumplido su cometido si los deja lo más sanos y productivos posibles. En ella misma se contienen bastantes factores revolucionarios para garantizar que no se pondrán luego del lado de la reacción y la opresión. Y aun creo que en ningún sentido son deseables niños revolucionarios (pp. 139-140).

La rebeldía, que parece lo más justo a enarbolar contra un régimen no defendible, no es el objetivo formativo del psicoanálisis: ¿qué móviles tiene la rebeldía? Para el psicoanálisis la respuesta puede ser tan amplia como el número de rebeldes. Como no es un fundamentalismo, el psicoanálisis no podría pisotear su propia especificidad —que va dirigida al corazón, sujeto por sujeto— a nombre de una supuesta conveniencia colectiva. Lo único a lo que puede aspirar es a que los sujetos sean tan productivos como puedan (o sea, en función de la realización de su deseo, no en el sentido que la sociedad de turno atribuya a la idea de “productividad”); a que no carguen la tragedia humana como un lastre sintomático que les estorba la capacidad de amar y de disfrutar de la vida. Si estos sujetos son capaces de rebelarse, allá ellos; si consideran justa su causa, allá ellos. Lo que el psicoanálisis hace es suficientemente revolucionario como para garantizar que los sujetos que han sido analizados no se pondrán luego del lado de la reacción y la opresión. ¿Pueden garantizar eso otras prácticas? ¿No se pasan a veces de un bando al otro los rebeldes? ¿No es a veces la rebeldía una vocación que requiere siempre de alguien en la posición de amo para poder ejercer su oposición? (en cuyo caso, se ve en problemas cuando no hay amo y, peor, cuando ocupa el lugar de amo).

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2.2 Kant, a lo largo de diez años Leída desde la perspectiva de Freud, la obra Pedagogía de Kant nos permite otro giro hacia la definición de la especificidad humana y, en consecuencia, hacia lo que la educación sería, habida cuenta de tal especificidad. Immanuel Kant no escribió Über Pädagogik. Como dice Mariano Fernández Enguita —editor de la traducción al español que usaremos14—, esa obra se publicó pese a Kant mismo. El opúsculo que ubica el nombre del filósofo al lado de ese título es el producto de una circunstancia particular que ya nos pone en relación con el tema: según Fernández, como en la universidad de Königsberg, la materia de “Pedagogía” era complementaria, al punto de no contar con un profesor específico, entonces los docentes se la turnaban. Curiosamente, en pleno “siglo de la pedagogía”, la materia respectiva era algo sobre lo que se tenía que ser capaz de discurrir, en tanto profesor, pero que no gozaba de la independencia de una asignatura propiamente dicha… como hoy en día, cuando algunos incluso buscan asignarle un “estatuto epistemológico”. Según informa Kanz (1993), Kant dictó la materia “Pedagogía” cuatro veces: 1776/77, 1780, 1783/84 y 1786/87. Friedrich Theodor Rink, un alumno del filósofo, recogió sus apuntes del curso en un libro que fue autorizado por el maestro y que vio la luz en 1803, el año anterior a su muerte. Lo citaremos como un trabajo de Kant, a sabiendas de la mediación que lo hizo posible. La obra de Kant inicia con las siguientes palabras: El hombre es la única criatura que ha de ser educada (p. 29)15. Antes de que alguien se adelante a decir que esta apreciación es típica del siglo XVIII, o de Europa colonialista, o de la lengua alemana, o de alguien que recibió una educación severa, o algo por el estilo… nos preguntamos si apunta a una especificidad de lo humano, más allá del momento y del contexto en que se la profiere, con cierta independencia frente a los marcos de época de los cuales no puede dejar de ser portadora. Así, podríamos darnos la oportunidad de pensar —gracias a Kant— que el empuje a educar a cada niño que nace es un efecto de la especificidad humana: si el hombre ha de ser educado, es porque se ha des-naturalizado (y, entonces, la educación es algo radicalmente distinto de ciertas actividades animales que se quieren hacer pasar por educativas). Por eso, para Kant, el hombre es la única criatura que requiere educación. En las criaturas, 14

Cf. Bibliografía.

Los números entre parentesis indican la página de la obra de Kant citada, en su versión española, en la bibliografía. 15

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nacimiento, desarrollo, mantenimiento, reproducción… están garantizados por mecanismos en los que no tienen que ser educadas. Pero, entre todas, hay una que escapa a esos mecanismos, lo cual no sería una especificidad en el seno de lo natural, sino que lo sería a causa del abandono de lo natural… de ahí que cada vez —cada que nace uno nuevo— haya que educar. Ahora bien, ¿qué es esa educación en la que, según Kant, ha de ser introducido el hombre? Inicialmente, el autor la fracciona en tres aspectos: cuidado, disciplina e instrucción, en atención a que el hombre es niño pequeño, educando y estudiante, respectivamente (p. 29). Claro que, a propósito de esta clasificación, podríamos oír un malabar intelectual —de esos que por estas décadas deleitan a muchos paladares—, en el sentido de que al hombre no se lo cuida por ser niño pequeño, sino que deviene niño pequeño en tanto es objeto de cuidados; que no se lo disciplina por ser educando, sino que deviene educando en tanto es objeto de la disciplina; y que no se lo instruye por ser estudiante, sino que deviene estudiante en tanto es objeto de la instrucción. En esa perspectiva, se piensa que, si otro fuera el tratamiento, otra sería la subjetividad… pues a eso lo pueden llamar la “subjetivación”, o “producción de la subjetividad”. Al contrario, Kant parece proponer un nivel de análisis (lo que no le niega al malabar anotado cierta perspicacia, en otro nivel de análisis) en el que no sería posible un tratamiento distinto, en el que resultan indefectibles ciertos aspectos de las medidas adoptadas cuando se intenta educar. De tal manera, ‘niño pequeño’, ‘educando’ y ‘estudiante’ apuntarían a fases del humano, independientemente de cómo la cultura lo razone, lo nombre y lo maneje.

2.2.1 El cuidado Hasta cierto punto, hombres y animales requieren cuidado: los animales necesitan un poco de envoltura, calor, protección, alimento… durante un tiempo variable que, en todo caso, suele ser breve; por su parte, los humanos necesitan mucho más cuidado… y durante un tiempo tan prolongado que no tiene parangón con especie animal alguna. Quizá la pre-maturación humana (Lacan, 1949) y el largo período durante el cual la criatura se ve obligada a depender del otro (Freud, 1927), facilite esta diferencia; pero veremos —también a propósito de la disciplina y de la instrucción— que la especificidad humana no puede inferirse de un estado natural, aunque éste sea una condición de su posibilidad.

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Pero, además de la diferencia anotada de intensidad y duración, hay en el cuidado una discrepancia radical que enfrenta a hombres y animales: mientras éstos emplean sus fuerzas de modo que no les sean perjudiciales (las golondrinas recién nacidas ya saben defecar por fuera del nido, cita nuestro autor), aquéllos lo hacen en contra de sí mismos (al nacer, gritan, lo cual —en medios naturales— atraería a los predadores, agrega). Entonces, Kant define el cuidado, en el caso de la educación, como una serie de “precauciones de los padres para que los niños no hagan uso perjudicial de sus fuerzas” (p. 29). De entrada, cabe, pues, la pregunta: ¿por qué los hombres, aun desde recién nacidos, muestran ese rasgo particular de ponerse en peligro? La respuesta podría ser: “es que todavía no saben”. Es cierto: no saben… con lo que el cuidado no parece ir dirigido principalmente a la conciencia (al sujeto de la razón, al sujeto epistémico); es una práctica implementada más que todo sobre el cuerpo, sin apelar al raciocinio o al conocimiento (de ahí que una de sus intenciones sea producir hábitos, o sea, una conducta que no apela a la razón). Pero, y los animales, ¿sí saben? Para el filósofo, sí: en ese sentido puso el ejemplo de las golondrinas recién nacidas. Y bien, justo sobre cierta modalidad del saber —como veremos— se configura el segundo aspecto que Kant postula para la educación: la disciplina, sobre la cual afirma que “convierte la animalidad en humanidad” (p. 29). El hombre nace siendo un animal y vive un proceso de des-naturalización. Pero ya el autor había diferenciado entre hombres y animales en relación con el uso de las fuerzas aplicado a sí mismo. De manera que si atendemos a su argumento, ¿será que la disciplina continúa convirtiendo la animalidad en humanidad? (en cuyo caso, esa conversión sería una labor a lo largo, al menos, del cuidado y de la disciplina; ya veremos si aplica también en la instrucción). O, ¿de qué naturaleza es aquello que hace ineludible el cuidado en los hombres? El cuidado, ¿forma parte del esfuerzo por cambiar el animal que hay en el hombre? Usar las fuerzas contra sí mismo, ¿es animal o ya es humano? Y, si es humano, y si el humano es una des-animalización, entonces la intención de quitar ese impulso a hacerse daño, ¿es des-animalizar? Pero ya quedó dicho que es justamente un rasgo que nos diferencia del animal… Entonces, no se trataría de quitar ese rasgo para instalar la tendencia animal contraria a no hacerse daño (¡aunque coincida en su contenido!), sino para permitir que el espécimen sobreviva, condición imprescindible para, ahora sí, humanizarlo (disciplinarlo). Queda pendiente el estatuto de ese rasgo, aunque podría ser una pugna en el seno de lo humano, ya no por oposición a la animalidad. Con todo, Kant va a hablar de un impulso (p. 30) que

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parecería ser la continuación de la tendencia que hizo necesario el cuidado; o sea, aquello en contra de lo cual se lucha, proceso que Kant denomina “convertir la animalidad en humanidad”.

2.2.2 La disciplina Según decíamos, podría afirmarse que el niño pequeño no sabe y que el saber va a ser clave en la caracterización kantiana de la disciplina y —por efecto retroactivo— del cuidado. Y es que Kant dice: “Un animal lo es ya todo por su instinto (…)” (p. 29). El animal tiene instinto, y eso garantiza que ya lo sea todo. “Ya”, es decir, desde el comienzo hasta el final, como condición que no se transforma. Así, los animales son eternos; no otra cosa pensaba Keats cuando hizo la Oda a un ruiseñor: ¡No conoces la muerte, Pájaro inmortal! No te hollará caído generación hambrienta. La voz que ahora escucho mientras pasa la noche fue oída en otros tiempos por reyes y bufones;

Parece extraña esta idea de que “un animal ya lo es todo”, pues crece, se desarrolla, muta, se reproduce, muere... Sí, pero la mirada del filósofo (y la imagen del poeta) está puesta más allá: todos esos cambios no transforman lo que el animal ya es desde el comienzo y no dejará de ser: anhelará la carne, aparte de los acontecimientos, si los de su especie la anhelan; buscará a los semejantes, más allá de las vicisitudes de su desarrollo, si los de su especie son gregarios; copulará, independientemente de las circunstancias, si los de su especie despliegan ciertos indicios. Nada hay por llenar de su ser: ya lo es todo. La cita de Kant continúa: “(…) una razón extraña le ha provisto de todo” (pp. 29,30). Reaparece la palabra ‘todo’. Todo le ha sido dado, nada le falta. Y el instinto, que le ha provisto de todo, queda caracterizado como “una razón extraña”. Encantadora manera de concebir el instinto… hemos perdido estas maneras, este encanto, a medida que aparentemente se especializa el lenguaje: acerca de estos asuntos —pensamos hoy— debería ocuparse el etólogo, no el filósofo. Pero el filósofo tiene otras llaves, pues dice: “una razón extraña”. No importa que la acepción de ‘razón’ sea la de “raciocinio” o la de “motivo”, se trata de un saber extraño. El instinto es un saber extraño. Lo cual implica una exclusión interna: se tiene, pero es extraño; lo puso otro y de eso no se sabe, pero está ahí y funciona. El instinto es un saber del que no se sabe, del que no se puede saber: “No sabía, no

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podía saber, que anhelaba amor y crueldad y el caliente placer de despedazar y el viento con olor a venado”… se dice —en un cuento de Borges (1960)— a propósito de un leopardo cautivo en el siglo XII. Un saber que no necesita ser sabido: si funciona, ¿para qué saber cómo funciona, por qué funciona, para qué funciona, etc.? El animal no necesita saber, porque no carece: no duda, no sabe que existe, no sabe que va a morir; sencillamente, es (no está arrojado al mundo, es —parte de— el mundo). Por eso el ‘ser’ no es su problema. ¿Qué pasaría con ese saber si fuera tocable por la contingencia de los individuos?, ¿seguiría funcionando?, ¿permitiría conservar la especie? A continuación, Kant agrega que el hombre “no tiene ningún instinto” (p. 30). En consecuencia, no tiene un “saber extraño”. O sea: el saber humano —cualquiera sea— es propio, no es extraño y, entonces, puede ser sabido (por eso, a veces es aquello de lo que el sujeto no quiere saber… aunque pueda). Lo que introduce de manera inmediata la imposibilidad de tener un discurso y un discurso-sobreel-discurso, o sea, un meta-discurso. O, como se dice hoy, una ‘meta-cognición’. Así, el saber humano ya sería meta-cognitivo, ya sería meta-lenguaje… lo cual vuelve inútiles tales conceptos y, entonces, no habría meta-lenguaje, ni metadiscurso, ni meta-cognición. El saber humano es sabido, no tiene “afuera”, “por encima de”. ¿Hacia dónde imaginar la huida, si la celda lo es todo? (Pessoa, 1982, p. 56). Al verificar que el hombre carece de instintos, Kant se ve obligado a describir al humano partiendo de la falta: el humano es el que no tiene un saber que le permite responder con eficacia a la contingencia del mundo (como sí ocurre con el animal). El saber humano se erige como intento de tapar la falta de saber (constitutiva o producida, no es por el momento lo que interesa). Por eso dice: “El hombre necesita una razón propia” (p. 30), es decir no extraña. Pero, ¿qué quiere decir ahí ‘necesidad’? ¿Se trata de algo del orden de una “carencia de las cosas que son menester para la conservación de la vida” [DRAE], como la comida, es decir, de una necesidad como el hambre? ¿O se trata de algo del orden de un mandato acerca de “las acciones o caracteres de las personas, desde el punto de vista de la bondad o malicia” [DRAE], es decir, de un imperativo moral? ¿O más bien se trata de “aquello a lo cual es imposible sustraerse, faltar o resistir” [DRAE] en tanto necesidad lógica, aquello que no podría dejar de aparecer? Ese sería el caso si, ante la falta, nos vemos impelidos a inventar la razón. En todo caso, por ahora, tenemos una implicación: por una parte, la singularidad de un espécimen animal no agrega más información y sólo confirma ese des-

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tino común de la especie: “Los animales lo realizan [su destino] por sí mismos y sin conocerlo” (p. 33); y, por otra parte, la singularidad de un humano hablaría de lo que inventó para poner en ese lugar de la falta: “No tiene ningún instinto, y ha de construirse él mismo el plan de su conducta” (p. 30). Y esa construcción, por ser una invención sin libreto —porque el hombre no tiene instinto, porque nada es—, resultaría diferente en cada uno. Entonces, cada animal representa a su especie, mientras que cada hombre es una excepción a la especie (Miller, 1998b). La especie animal es la homogeneidad, el destino común. La ‘especie’ —y valdría la pena preguntarse si todavía hace méritos para portar ese nombre— la especie humana es un extraño conjunto, formado por singularidades que no hacen conjunto (cf. §1.1). Como decía Francisco José Orellana (1857, p. 758), en su novela histórica Quevedo: “Me moriré de viejo, respondió Quevedo, y no acabaré de comprender al animal bípedo que llaman hombre: cada individuo es una variedad de su especie”. No obstante, según Kant, en relación con el plan para su propia conducta, el hombre “como no está en disposición de hacérselo inmediatamente, sino que viene inculto al mundo, se lo tienen que construir los demás” (p. 30). Recordemos que el animal sí tiene plan de conducta. Y, por eso, es. El ser humano, en cambio, no es, no tiene plan, su ser está por hacer. Es imperioso ponderar si el plan construido, inventado, logra propiciar al hombre la consistencia y la eficiencia que el plan de conducta —el instinto— da al animal. El hecho de estar desprovisto del plan, el hecho de que deba hacérselo a la manera de una prótesis, ya indica que la falta-de-ser del humano no será paliada, suplida, por esta prótesis: ¿acaso sabríamos cómo darle la cara a aquello en virtud de cuyo desdén somos? Como argumento, tenemos el hecho de que la existencia previa del plan de las especies animales produce la homogeneidad de los especímenes (“Un animal lo es ya todo por su instinto” [p. 29]), mientras que los planes-prótesis no generan homogeneidad entre los hombres, sino la heterogeneidad más radical: se abre la posibilidad a que cada espécimen omita, distorsione y agregue información. Y, entonces, el poco-de-ser del hombre queda emparentado con el Otro: como no está en disposición de hacerse inmediatamente el plan, “(…) se lo tienen que construir los demás” (p. 30). Se trata del Otro, con mayúscula, en tanto representa a la cultura, no al semejante: Kant dijo, recordémoslo, que el hombre “viene inculto al mundo”. En resumen: el animal tiene plan. Cualquier ejemplar tiene el mismo plan que cada uno de los demás ejemplares; es decir, la especie a la que pertenece tiene

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un plan para todos. Cada uno garantiza la especie, no es más que un eslabón suyo, y su ser ya está en él. Ya es. El hombre, en cambio, todavía no es: no puede inmediatamente hacerse su plan. Entonces, su ser queda aplazado y enredado en el Otro. Podría decir: “Soy los demás”, para usar las palabras de Kant (o, mejor: “Soy el Otro de la cultura”), “soy el saber de los demás” (“soy el saber del Otro”), en el sentido en que su plan, su vida, se lo dan los otros (el Otro). El plan inexistente, que otorgaría el sentido, el destino, el ser… es construido por el Otro. El ser del sujeto es ya alienado. Si el animal ya es, el humano ya es alienado... por especificidad, no por ver tanta TV; si no se alienara de entrada, nada podría llegar a ser. Ahora bien, ¿por qué no dar espera a que el individuo esté en capacidad de hacer su plan por sí mismo? Kant dijo que no estaba en disposición de hacerlo inmediatamente, lo cual afirma, de forma implícita, que estaría en disposición de hacerlo después. Entonces, ¿por qué el Otro no da espera?, ¿por qué se precipita a hacerle el plan a los que llegan? Porque juzga que aguardar sería contraproducente: “Pero esto ha de realizarse temprano […] para que más adelante no se dejen dominar por sus caprichos momentáneos” (p. 30); y más adelante dice: “Por esto se ha de acostumbrar al hombre desde muy temprano a someterse a los preceptos de la razón. Si en su juventud se le dejó a su voluntad, conservará una cierta barbarie durante toda su vida” (p. 31). Así, el acto de disciplinar toma el carisma de un acto ético. Todos en la sociedad conciben que el plan debe ser otorgado, sin dar tiempo a que el individuo esté en posibilidad de hacerlo él mismo. ¿Cómo habría orientado su vida hasta el momento de podérselo hacer? ¿Querría hacerse un plan una vez estuviera en posibilidad de hacerlo? ¿Podría? Paradójicamente, parece que la posibilidad —lo que todavía no se realiza— sólo es si no esperamos a que se haga acto; es imposible si no la aportamos de antemano, si no la truncamos como posibilidad16. “El hombre ha de intentar alcanzarlo; pero no puede hacerlo, si no tiene un concepto de él. La adquisición de este destino es totalmente imposible para el individuo” (p. 33). El tiempo humano, entonces, no es el tiempo cronológico de un antes y un después durante el cual se acumula, sino el tiempo lógico que involucra la insuficiencia y la precipitación. Insuficiencia del individuo y precipitación del Otro cultural17. 16 Es como la paradoja del nombre propio, dado no obstante por el otro. ¿Por qué no esperar, de manera que se dé su propio nombre cuando tenga “uso de razón”? El problema es que, sin nombre, no podría estar en posibilidades de llegar a tener “uso de razón”. 17 Ya habíamos anotado esto (§2.1.5), a propósito de la observación de Freud sobre una cierta “falta de tiempo” del sujeto en relación con el tiempo de la cultura.

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No importan el dispositivo ni los mecanismos que cada cultura, en cada época, elija para tratar de llevar esto a cabo. Así, aquello en que consistirá el plan, tendrá de manera indefectible las marcas de la época, no así el propósito: el plan social hacia el individuo no puede faltar. Por esto, los detalles que —mirando hacia atrás— nos parecen desatinos, podemos entenderlos como esas marcas de época tras las cuales se puede decantar lo específico de lo humano, que —no por razones de poco peso— siempre ha tenido que ver con la idea de educar, de formar. Absurdo sería objetar la aproximación a lo específico a nombre de la anécdota que hoy nos ocupa… en virtud de ser, como Kant, hombres de época. Botar el bebé con el agua sucia, como dicen. Es justamente a nombre de la época que ciertas expresiones aparecen y se reiteran en el texto. A continuación, por ejemplo, Kant dice: “El género humano debe sacar poco a poco de sí mismo, por su propio esfuerzo, todas las disposiciones naturales de la humanidad” (p. 30). Desglosemos estas palabras: * Ese “debe”, ¿es un imperativo moral o una implicación lógica? En este caso, quizá es una muestra de lo que venimos diciendo. Hoy, tal vez no haríamos una afirmación como esa, pero de lo que no escaparíamos es de poner en su lugar alguna idealización. * Nadie le pediría a una especie animal “sacar más de sí misma”. No tiene sentido: o bien porque no puede interpelarse a la especie, en tanto lo que hay son especímenes; o bien porque, de poder interpelarla como tal, como cuando tienen una vida gregaria (en el caso de las abejas, por ejemplo, donde lo que hay son colmenas), sabemos que como grupo ya18 lo dieron todo19 —como dice Kant—, que no hay potencia, que no hay capacidad inexpresada. Nadie pediría algo a una especie animal, pero Kant sí se siente autorizado a pedírselo al género humano… única especie, entonces, susceptible de ser interpelada en tanto tal, en su inacabamiento. * Por eso, el filósofo habla de sacar “poco a poco”… pero, ¿hasta cuándo?, ¿tiene fondo esa cornucopia de disposiciones?; no parecería: cada época creerá que todavía no hemos revelado todas nuestras “disposiciones naturales”, que lo mejor está por venir… y no pocos pensarán que su lugar de adscripción —origen, 18

Con el vocablo ‘ya’, ¿expresa Kant su pasmo frente a la ausencia de tiempo del animal?

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Con el vocablo ‘todo’, ¿expresa Kant su pasmo frente a la ociosidad de la expectativa?

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tierra, raza, idioma— da mejores muestras de humanidad que otros. Siempre vemos que una puerta abierta no conduce al último cuarto, sino a un sinnúmero de puertas más... siempre esperamos que en los siguientes certámenes caiga algún récord. El mismo autor dice más adelante: “[…] no se puede saber hasta dónde llegan sus disposiciones naturales” (p. 32). Esa sensación de “todavía falta algo” es constitutiva de lo humano y está ligada a la especificidad del lenguaje. * Agrega Kant que el género humano debe sacar “de sí mismo”… pero, si hablamos de un colectivo, ¿qué es ese “sí mismo”? De un lado, es una autoconciencia que se asemeja a la propiedad autorreflexiva que asignábamos a la razón; un saber que se soporta en un ser-sabido anticipado. Y, de otro lado, es una interpelación a lo que tenemos de memoria, es decir, de lenguaje. * Continúa Kant diciendo que esa labor debe ser hecha “por su propio esfuerzo”… A diferencia del animal —cuyas habilidades y disposiciones emergen espontáneamente, sin ocultamientos, pero sin exhibicionismos—, el género humano tiene que esforzarse; y si tiene que hacer fuerza, es porque otra fuerza se opone: ¿quizá algo unido a la falta, axioma fundamental con el que Kant empezó, o a los “impulsos” de los que hablará a continuación? * Al finalizar la cita, aquello que debe ser sacado son “todas las disposiciones naturales”… así, mientras en el animal todo está expuesto permanentemente, en el hombre todo está supuesto intermitentemente (entre acto y acto). De tal forma, aunque parezca una blasfemia, el animal es principalmente acto y el hombre es principalmente potencia; recordemos que esto llevó —al menos desde el siglo XVII20— a entender un hiato entre posibilidad y realización en el hombre y, en consecuencia, a plantear ideas como las de ‘inteligencia’, que no puede ser más que una inferencia21 y no una verificación, como la que se puede hacer en el caso de los animales, entre el conjunto de estímulos y el repertorio de respuestas. De otro lado, no podemos poner esa ‘naturalidad’ de las disposiciones supuestas del lado de la ‘naturaleza’ (en atención al aire de familia de la palabra), pues se cuelan de nuevo los instintos, que ya habían sido expulsados desde el comienzo. ¿No estará más bien Kant hablando de esas disposiciones en tanto especificidad del hombre? Si así fuera, el hombre es lo que todavía no ha hecho… y cuando lo haga, será lo que todavía no ha hecho… Pues bien, esa es una 20

Según colige Chomsky, 1966.

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Es lo que sostienen, de un lado, Gardner (1983) y, de otro lado, Wolff (1947).

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propiedad isomórfica con la especificidad del lenguaje: “(…) la concatenación significante conlleva siempre la implicación de un significante en más, de otro significante que escapa como tal. Al segundo siguiente se habrá dicho lo que había que decir, sin embargo, el límite del decir habrá retrocedido igualmente” [Miller, 1981:28]. Hemos ido haciendo, entonces, una ampliación al mapa: inicialmente, estaba dividido en dos regiones: de un lado, un mundo natural, donde habitan el todo y el ser; donde el instinto aporta al animal un saber que, sin embargo, no está a su disposición: es no sabido, es —si se quiere— efectivizado, realizado, acto puro. Y, de otro lado, el mundo humano, definido por un saber que viene aportado por el Otro. Animalidad y humanidad-posible. Así, a cualquier elemento había que encontrarle un lugar en ese ordenamiento. Una tercera opción estaba excluida. Ahora, en cambio, el campo se modifica mediante la aparición de un tercer valor: ya no estamos obligados a decidir si algo es natural o si es aprendido-enseñado. En este momento también podemos decir que es efecto de la manera como se constituyó la especificidad humana, sin que tenga que ser natural o aprendidoenseñado: se trata del no-todo, de la falta, del hecho de verse inclinado a poner allí una prótesis que, por fuerza, es un saber autorreferido, sabido por alguien. Como se ve, esto permite replantear las discusiones basadas en oposiciones como heredado/adquirido, natural/cultural, etc. Así, por ejemplo, es aprendido el ideal específico que le indiquemos a la educación, pero es estructural endilgarle uno; eso no es enseñado, es algo que no podemos dejar de hacer, dadas las condiciones de nuestra producción. Es como la prohibición del incesto: algunos pensaban que el hecho de presentarse en todas las culturas implicaba que se trataba de algo natural, hereditario… pero, ¿para qué prohibir de forma explícita algo que rechazaríamos instintivamente?; tampoco se trata de algo enseñado, pues lo presentan las culturas más incomunicadas. Consiste, entonces, en una característica fundacional de lo humano (Freud, 19123). No es natural, no es enseñado, es estructural. ‘Estructural’ no es un término de Kant, por supuesto, él lo dice a su manera; por ejemplo: “El estado primitivo puede imaginarse en la incultura o en un grado de perfecta civilización” (p. 30). El “estado primitivo” no es natural (sería un despropósito intentar enseñar a los animales, que no lo requieren, que no lo echan de menos), ni es enseñado, ya que está igualmente en la incultura o en la civilización. ¿Dónde está, entonces? Es la condición humana (estructural) que se intentará —este verbo no es casual— transformar según el ideal de la sociedad.

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Así, la disciplina, segunda modalidad de la educación, definida como la que convierte la animalidad en humanidad, se redefine ahora como la que “impide que el hombre, llevado por sus impulsos animales, se aparte de su destino, de la humanidad” (p. 30). La disciplina impide, es decir, se opone a algo que pulsa (im-pulso) en el ser humano. Kant llama a esa fuerza “impulsos animales”. No dijo ‘instintos’ —por fortuna—, pues se habría contradicho, ya que despojó al hombre de instintos desde el comienzo. Pero, entonces, ¿será que los animales tienen instintos e impulsos, y que el hombre no tiene instintos animales, pero sí tiene “impulsos animales”? La palabra que usa es Untriebe, vocablo en desuso que porta una raíz de negación (‘Un-‘); el vocablo actual es ‘trieb’, la palabra que usa Freud en lugar de ‘instinkt’ y que se traduce en psicoanálisis como pulsión. En consecuencia, no sería muy arriesgado pensar que Kant tilda de ‘animales’ a esos impulsos de cara a su manera de manifestarse: el desgaire, la certeza, la fuerza. El animal no duda, habíamos dicho; no tiene miramientos ante su presa: estado de salud, edad, estado civil… obra como animado por una certeza... es el efecto de obrar animado por un saber que no puede saber-se. Pues bien, el ‘impulso’ —como aquello que el ser humano no puede evitar— luce muy distinto al plan, a la construcción cultural… en pos de lo cual va Kant. El hombre, según la cita, desconoce su destino, desconoce que la humanidad —¡qué nombre para la idealización!— sea su destino. Esto ha de ser construido. Es posible, pero no es indefectible. Una que otra guerra nos muestra que, en el seno de las alturas culturales, se planeaba lo más cercano a esos “impulsos animales”. “Tiene que sujetarle, por ejemplo, para que no se encamine, salvaje y aturdido, a los peligros” (p. 30). ¡Pero esa era la misma explicación que se daba para los cuidados! Ahora parece describir también a la disciplina. Es decir, la inclinación al peligro parece constitutiva de lo humano… así las modalidades de esa fuerza interna sean distintas en los dos momentos. Al principio, la sociedad responde a eso con el cuidado y, cuando el sujeto está en edad de entender (una “razón propia”… ¿el lenguaje?), responde con la disciplina. Pero, ¿por qué el ser humano tiende al peligro? Y no se piense que se trata de un estado en el que el saber y la cultura estarían excluidos: la Fórmula 1 exige de complejas elaboraciones técnicas, científicas y culturales para que un sujeto acelere un carro a velocidades que lo ponen en riesgo de muerte. No se trata, entonces, de una secuencia perfectamente cronológica (primero el cuidado, luego la disciplina y, por último, la instrucción) que va quemando cada etapa. No: aquello a que se oponen el cuidado y la disciplina —hasta ahora— permanece todo el tiempo, aun cuando el sujeto haya dado lugar a ser instruido. Así mismo, la idea de la razón no se reserva para

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la instrucción, aunque en ésta sea donde más pesa: “Por esto se ha de acostumbrar al hombre desde muy temprano a someterse a los preceptos de la razón” (p. 31). ¿Qué tan temprano podemos pretender un sometimiento a la “razón”? Tradicionalmente, habríamos tenido que decidir si la inclinación al peligro era natural, instintiva, hereditaria… o si era aprendida, enseñada, inducida por la cultura (todavía hoy tenemos explicaciones de la agresividad que mencionan el contenido de los programas televisivos…). Pero ya pusimos otro elemento para no tener que responder en este juego de posibilidades: ¿podríamos decir que la inclinación humana al peligro es estructural, un efecto de la manera como fuimos producidos? Recurramos a Kant: “Así, pues, la disciplina es meramente negativa, esto es, la acción por la que se borra al hombre la animalidad” (p. 30). Alentados por Freud y su idea de la educación como imposible, podríamos atenuar la afirmación, diciendo que es la acción por la que se intenta borrar —no sin efectos, no sin restos— el impulso en el hombre. Decir así nos permitirá ampliar la gama de los ejemplos. El impulso es la impotencia: es no poder… parar. Esa expresión —“no poder parar”— la escuchamos en la adicción, la agresión, el riesgo, el juego. El animal es homeostático: no le interesa tensionar las fuentes de excitación; el impulso del hombre, en cambio, busca exacerbar los límites. Hay una satisfacción de por medio, pero, en este caso, buscada más allá del límite. Por eso, el adicto siempre necesita más (aunque ese plus esté después de caer). Si se tratara sólo de la satisfacción, ¿por qué lo que satisface hoy luce insuficiente mañana? ¿No será este otro efecto del significante en más? Kant especifica mejor el espectro del impulso al sintetizarlo en relación con el término ley: “La barbarie es la independencia respecto de las leyes” (p. 30), la disciplina “Somete al hombre a las leyes de la humanidad y comienza a hacerle sentir su coacción” (p. 30). Es de una lógica impecable: el impulso es la ausencia de ley; la impotencia es no tener una ley en nombre de la cual parar. Hay discursos progresistas que abominan de la ley, pero Kant no está diciendo esta ley, tal ley, aquella… está diciendo leyes de la humanidad. Y puede pensar que las leyes de la humanidad son las europeas, o su imperativo categórico… pero lo dejó a nombre de todos (es decir, como condición estructural), incluso de las culturas a cuya colonización contribuye mediante la promoción de ciertas ideas22. 22 Por ejemplo: “Se ve también entre los salvajes que, aunque presten servicio durante mucho tiempo a los europeos, nunca se acostumbran a su modo de vivir; lo que no significa en ellos una noble inclinación hacia la libertad, como creen Rousseau y otros muchos, sino una cierta barbarie: es que el animal aún no ha desenvuelto en sí la humanidad” (pp. 30-31).

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Según lo planteado por el filósofo, la ley es el recurso estructural (no natural, no enseñado) que puede dar lugar a que la fuerza del impulso se aplique en otra dirección. Pero ahí ya aparece el Otro, con lo que el deseo —llamemos así a tal re-direccionamiento— puede entenderse como una mediación… por eso no se podía esperar a que el sujeto hiciera su propio plan, pues el impulso, en cambio, prescinde del Otro, prescinde de la mediación, quiere todo ya (las dos palabras con las que Kant define el instinto… tal vez por eso habla de la disciplina como “borrar la animalidad”). El deseo es el producto de una intromisión del Otro, pues estando en la etapa del impulso no puede nacer la intención de que el Otro ponga freno, introduzca tiempo propio, vitalice la relación con las cosas. Y no está el individuo en capacidad de juzgar racionalmente lo que se le propone, porque lo que se le propone es justamente entrar en razón (si estuviera en capacidad, el propósito sería fútil). En palabras de Kant: “Se envían al principio los niños a la escuela, no ya con la intención de que aprendan algo, sino con la de habituarles a permanecer tranquilos y a observar puntualmente lo que se les ordena, para que más adelante no se dejen dominar por sus caprichos momentáneos” (p. 30). Es una introducción de pausa —lo contrario del impulso—, de tiempo… condiciones afines con el plan (el proyecto)… ¿y qué otra cosa puede decirse que es la cultura? Los que se escandalizan hoy con estas palabras de Kant y esgrimen términos que descalifican todo de un solo tajo (tales como: “Kant busca la homogeneidad y la obediencia”), no tienen inconveniente en hablar de “hiperactividad” y de tolerar —e incluso propiciar— que se suministre Ritalina® a los niños, con el fin de que presten atención en clase y hagan sus tareas. Suena más moderno, ¿no? Pero Kant es más brillante: percibe que la primera educación, hecha a nombre del saber, por supuesto (matemáticas, lenguaje, ciencias naturales, ciencias sociales), no está destinada más que a producir la posibilidad. Esa es la formación, lo que da forma; el contenido vendrá después. Y, entonces, lo que ha venido llamando “impulsos animales”, ahora adopta un nombre contrario al sentido común pedagógico: libertad. Veamos: “El hombre tiene por naturaleza tan grande inclinación a la libertad, que cuando se ha acostumbrado durante mucho tiempo a ella, se lo sacrifica todo. Precisamente por esto, como se ha dicho, ha de aplicarse la disciplina desde muy temprano, porque en otro caso es muy difícil cambiar después al hombre; entonces sigue todos sus caprichos” (p. 30). A diferencia de muchos discursos, de fecha más reciente, sobre educación y pedagogía, aquí ‘libertad’ es sinónimo de imposibilidad. La libertad es el impulso, la negación del Otro, la falta de pausa para poder delinear

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un proyecto. En libertad, nada se produce. En la coacción de la ley, en cambio, se crea la pausa, aparece el deseo —que lo es de un objeto intangible, construible en la misma dinámica de su consecución— y, por tanto, algo (no todo) puede ser hecho, pensado, realizado. Se necesita una restricción para poder actuar y no ser-actuado por el impulso. Un juego sólo es posible con reglas. En ausencia de reglas, nada se puede jugar. La regla es el referente Otro, el que no constituye una razón interna, pero extraña, sino una razón externa y —que se volverá— “familiar”, al menos no tan extraña. Así, en esta dimensión de la disciplina, educar no es dar libertad, es restringirla: Concierne simultáneamente, en efecto, la cuestión de los principios, o de los axiomas, que deben ser afirmados, asumidos, explícitos y que, por eso mismo, introducen en toda racionalidad un elemento de decisión o, si se quiere, un elemento de aceptación incondicional cuya validación no es nunca más que retroactiva; y la cuestión de las inferencias o de las consecuencias regladas que, en la figura de la exigencia demostrativa, introducen, por el contrario, un elemento de exigencia tanto más implacable cuanto que nadie está obligado a someterse a él más que en la medida en que sabe que la contemplación de lo inteligible tiene ese precio (Badiou, 1968, p. 19).

Más adelante, Kant lo dice de manera más lacónica: “Es preciso desbastar la incultura del hombre a causa de su inclinación a la libertad; el animal, al contrario, no lo necesita por su instinto” (p. 31). Y esa libertad puede estar “alcahueteada” por alguien: la madre, que mima con exceso (p. 31); o los que rodean al aristócrata, que no le llevan la contraria (p. 31). Notoriamente, en ambos casos se trata de la falta de un “¡No!”. Entonces, no basta con ser otro para cumplir esa función que consiste en poner límite, en hacer funcionar la ley. Ahora el mapa es más complejo: de un lado, el animal, representante de la naturaleza, totalizado desde el comienzo, con una atadura tan estricta que, en su caso, no hace falta hablar del ser o de la libertad. De otro lado, lo humano, representante de la excepción, expropiado por definición, realizado en lo posible, sin atadura, con todo el problema del ser por delante. Y, finalmente, el impulso, la libertad… que parecen ser los síntomas producidos a raíz de la falta, el efecto de esa condición bajo la cual se produjo la contingencia humana. De este tercer campo hay un movimiento constante hacia el segundo, dada su dependencia estructural: del individuo hacia la falta, se da la búsqueda de la satisfacción. Y de la falta hacia el individuo, la cultura hace una atribución de sentido, inventa algo en su lugar (“Puedo imaginarlo todo, porque no soy nada. Si fuese algo, no podría imaginar” [Pessoa, 1982, p. 191]), impone sus ideales de formación y de

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expresión. En atención a que el lenguaje es tanto el mecanismo de imposición de la disciplina, como aquello que resulta impuesto, y que sus formas son concomitantes con la falta constitutiva, no es —no podría ser, está por fuera de lo que lo ha hecho posible— un sistema de designación. Por eso, les hacemos atribuciones a las formas lingüísticas, en función de lo insoportable de la condición humana. Por eso el sentido es una idealización, pues es un intento de obturación del agujero constitutivo.

2.2.3 La instrucción Kant abre la idea de instrucción con un nuevo contraste: ningún animal necesita instrucción, es decir, aprender algo de los viejos (p. 31). A la excepción que señala —el canto de las aves—, le hace la siguiente anotación: “Cada género de pájaros conserva un cierto canto característico en todas sus generaciones, siendo esta tradición la más fiel del mundo” (p. 31); con lo cual testimonia de la falta de plasticidad del aprendizaje animal: si un saber resulta siendo “característico” (pertenece a un conjunto), entonces tenemos el mismo tono de lo dicho a partir de los instintos. Lo aprendido por los animales cumple los mismos mandatos naturales a que están sometidas las respuestas instintivas. Y por eso aparece el término ‘fidelidad’, pues lo que garantiza la supervivencia de la especie (pero, a veces, su desaparición) es el seguimiento fiel a esos mandatos. No quiere decir que es imposible sobrevivir si se es infiel a ese saber que no se sabe. El ejemplo de que se puede somos precisamente los humanos. Pero hemos dado la espalda al plan natural, y la condición de realización del plan es esa fidelidad ciega. El hombre, en cambio, una vez disciplinado (puesto en condición de desear el saber), nada sabe, siendo que requiere —a diferencia del animal— de instrucción, toda vez que su medio, la cultura, es un conjunto de saberes creados, como respuesta a la falta-de-ser. Entonces, a diferencia de los animales, en nuestro caso no hay “aprendizajes característicos” en todas las generaciones, no hay “la mayor fidelidad del mundo” a alguna tradición de saber. Si confrontamos culturas y épocas, lo que tenemos es saberes no “característicos” del género; además de carecer de una fidelidad radical a lo sabido por otros: hay fidelidades parciales, transitorias. Y esto no son más que resultados necesarios de las condiciones de posibilidad de nuestro saber. De tal forma, podemos reservar cierto margen variable de aprendizaje en los animales, con las propiedades de ‘característico’ y ‘fiel’. Del hombre, en cambio,

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sólo podemos hablar como resultado de la educación: “Únicamente por la educación el hombre puede llegar a ser hombre. No es, sino lo que la educación le hace ser” (p. 31); y esto a propósito de un saber no característico ni fiel. De nuevo vemos la radicalidad del planteamiento kantiano: el hombre nada es sin la intervención del Otro: “Se ha de observar que el hombre no es educado más que por hombres, que igualmente están educados” (pp. 31-32). Sólo falta agregar —como, efectivamente lo hará más adelante— que en ese paso de una generación a otra no dejan de producirse mutaciones (no diremos, como él, “perfeccionamiento”): “La educación es un arte, cuya práctica ha de ser perfeccionada por muchas generaciones” (p. 34). De manera que el hombre es lo que una educación, por definición variable, le hace ser. Una vez más tenemos, de un lado, el aspecto cultural: estos saberes que se enseñan, y que se reputan verdaderos, justos y bellos; y, de otro lado, el aspecto estructural: hay que instruir en el saber disponible (y es indiferente cuál sea y qué valoración social se le dé). Cuando los no incautos se dan cuenta de que cualquier saber da lo mismo, se apresuran a creer que, a nombre de su relativismo, todo se puede eliminar. Dickens lo ha puesto en boca de un personaje de novela: “El resultado de las diversas clases de aburrimiento que he tenido que soportar ha sido el convencerme (si la palabra ‘convencer’ no resulta demasiado artificiosa para aplicarla al perezoso sentimiento que me inspira el tema) de que cualquier conjunto de teorías puede resultar tan provechoso como cualquier otro, y exactamente tan dañoso como todos los demás” (Dickens, 1854, 151). Pero, dejarse engañar un poco por la suposición de verdad, por la imputación de justicia, por la idea de belleza… permite que haya algo a nombre de lo cual construir la posibilidad de lo humano, que siempre se jugará en la contingencia de invención, la cual, más allá de los contenidos, es absolutamente imprescindible, no es relativa (es la dimensión estructural aludida). La idealización es el terreno donde florece todo intento de comprensión, de atribución de sentido, de guía. Y se produce en el campo del saber cultural, así éste no se muestre como el telón de fondo en cada modalidad de la educación (cuidado, disciplina e instrucción). La idealización florece en el cuidado. Aunque su abanico de posibilidades se restringe por el hecho de maniobrar con el individuo, más que por interpelarlo: lo cuida “por su propio bien”, en tanto individuo no-consciente, en tanto todavía no sabe; así, si el resultado no se da, se entenderá que la “naturaleza” del niño es indomable y será calificado, por ejemplo, de “demasiado inquieto”. Los saberes

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que se ponen en funcionamiento cuando buscamos cuidar se producen en el espacio del que también se nutre la instrucción. Así, el cuidado, que era el terreno de la tradición hogareña (la labor que Hannah Arendt (1958, §III) ubica en el oikos), hoy se encuentra cada vez más colonizado por un discurso arropado con un lenguaje cientificista (en el sentido del trabajo [§III]) que desmiente las prácticas que permitieron sobrevivir a las generaciones que lo precedieron. Y, entonces, de un botón en el ombligo, pasamos a la cirugía de hernia umbilical; de un aprendizaje in situ, asistido por la experiencia de quienes ya vivieron esos acontecimientos, pasamos a las revistas técnicas que enseñan cómo ser padres. En cualquier caso, habrá cuidado, pues cuando se es muy pequeño, la supervivencia está en peligro. La idealización florece aún más en la disciplina. Por servirse del realizativo explícito, el objetivo de aquietar se hace “por tu propio bien”, en tanto individuo consciente, razonable, hablante (como efecto justamente de esas interpelaciones). Esto da lugar a una mayor apertura, así sea para la exacerbación del caos. Como decíamos, “desbastada la incultura”, el individuo ahora será susceptible de ser instruido. También aquí los discursos provienen del espacio del que se nutre la instrucción. Y, entonces, del castigo físico hemos pasado a la reconvención y luego a la “comunicación” y la “tolerancia”. Pese al debate sobre la forma particular como la cultura lo implementa, diríamos que habrá disciplina, pues es forzoso que el individuo haga una pausa, para producir un lugar donde albergar el saber; y, para lograrlo, se requiere reducir algo… y con ello, restar “impulso natural”, apego, satisfacción. Por eso, para que el individuo consienta en saber, tiene que haber una promesa de resarcimiento futuro de la satisfacción: “Encanta imaginarse que la naturaleza humana se desenvolverá cada vez mejor por la educación, y que ello se puede producir en una forma adecuada a la humanidad. Descúbrese aquí la perspectiva de una dicha futura para la especie humana” (p. 32). Como se ve, además de la “dicha futura”, otra de las razones de que haya idealización es la promesa de ser: “Es probable que la educación vaya mejorándose constantemente, y que cada generación dé un paso hacia la perfección de la humanidad; pues tras la educación está el gran secreto de la perfección de la naturaleza humana” (p. 32). Y si nada de esto se produce, el individuo será un ‘salvaje’, dice Kant (p. 32), un “incorregible”. ¿Pero cuando se trata de una pandemia? Los nuevos discursos vuelven al maestro un analista de riesgos que estudia todo el tiempo la posibilidad de que su acto de disciplina le cueste un proceso jurídico, entablado precisamente por el educando a quien los cambios en el saber han elevado a la condición de alguien con derechos, a un igual (no obstante

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Capítulo II

la importancia de la diferencia planteada por Freud [§2.1.3]). En consecuencia, el maestro no actúa, sino que calcula (o sea, que vuelve trabajo lo que era praxis [Arendt, 1958:§VI]). La disciplina se debate entre su disolución y su reinstauración, en medio de un lamento generalizado sobre la “pérdida de valores”. Sin disciplina, se produce la carencia estructural del límite y, entonces, no hablamos de “salvajes” como decía Kant, sino de “desatentos”, “despreocupados”, “irrespetuosos”, “agresivos”23. ¿Puede el discurso de la relatividad explicar por qué esta “variable” cultural —supuestamente igual a cualquier otra— produce el efecto de disolver la posibilidad de la instrucción? No, pues no hay en ese discurso un concepto que busque escapar a la relatividad. Kant, en cambio, sí daría luces sobre lo que hoy aqueja a nuestra educación: la disciplina —con su carga de imposición y de heterogeneidad— es una condición estructural de la instrucción: “(…) la falta de disciplina es un mal mayor que la falta de cultura; ésta puede adquirirse más tarde, mientras que la barbarie no puede corregirse nunca” (p. 32). A nombre de un discurso “políticamente correcto”, estamos introduciendo a la educación la imposibilidad de la instrucción, la posibilidad de la barbarie. Ambas cosas están documentadas. Hasta cifras tienen. Lo interesante es que ya Kant tenía los elementos para su descripción: lo “políticamente correcto” en realidad aúpa un discurso de la libertad, de la falta de límite, del impulso irrefrenable… tal como lo requiere una sociedad que apela a esa fuerza en tanto ímpetu de compra, de intento de hacerse a algo del ‘ser’ por la vía del ‘tener’ y de la satisfacción pulsional directa (la famosa ‘adrenalina’). La promesa de la instrucción era otra: estar a la altura del no-ser por la vía de un deseo alrededor del cambiante saber. Por último, la idealización encuentra tal vez su mayor posibilidad de florecimiento en la instrucción. Allí, el abanico se amplía más, hacia la interpelación mediante diversidad de saberes (representados en las asignaturas). Y ello realizado por nuestro propio bien, es decir, a nombre de la cultura: “No son los individuos, sino la especie humana quien debe llegar aquí (el destino)” (p. 34). Y si la cosa no funciona, el niño será, como dice Kant, un necio (p. 32), alguien “negado para el estudio”, como se dice. La instrucción sí que va dirigida a la conciencia y a la razón, porque ya supone descansar en la instancia estructural de la falta y de una respuesta a la altura de esa falta: “A ti te toca desenvolverlas y, por tanto, depende de ti mismo tu propia dicha y desgracia” (p. 32). Es entonces cuando la atribución de sentido cobra su lugar más propicio, como interpelación al indivi23

En §3.2 veremos con más detalle este tipo de restos e intentaremos hacer una clasificación.

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Educación: ¿Escila o Caribdis?

duo que forma parte de algo y al “género humano” como posibilidad: “Es probable que la educación vaya mejorándose constantemente, y que cada generación dé un paso hacia la perfección de la humanidad; pues tras la educación está el gran secreto de la perfección de la naturaleza humana” (p. 32). No obstante un horizonte tan amplio de la idealización en el campo de la instrucción, puede producirse un abismo entre su declaración y sus posibilidades de realización, si se suponen dadas las condiciones estructurales de posibilidad (por ejemplo, cuando se dice: “los niños vienen con el chip”) y el trabajo efectivo va en otra dirección. ¿Qué estatuto, entonces, para el ideal?: “Una idea no es otra cosa que el concepto de una perfección no encontrada aún en la experiencia” (p. 33). Nuestra época no carece de ideales, como creen los que han declarado la muerte de las ideologías, la caída de los macro-relatos, el fin de la historia: tenemos el ideal de la cifra, por ejemplo. Es fácil explicar que la imposibilidad de un ideal demasiado elevado produce la quietud; pero menos fácil es entender para qué anteponer uno demasiado elevado (es el caso de la escuela)… ¿quizá justamente para no actuar? De ahí que sea necio atacar el ideal, creyendo que triunfar sobre él permitiría abolir el anhelo de no actuar que le permitió erigirlo. Kant tiene más claridad al respecto; dice, por ejemplo: “El proyecto de una teoría de la educación es un noble ideal, y en nada perjudica, aun cuando no estemos en disposición de realizarlo. Tampoco hay que tener la idea por quimérica y desacreditarla como un hermoso sueño, aunque se encuentren obstáculos en su realización” (p. 33). ¡Para Kant, el ideal no es un “hermoso sueño”! Más allá de que sus ideales lo sean24, él lo concibe como un motor, como un referente en relación con el cual el trabajo tiene sentido; y, así entendido, el peso fundamental recae sobre el tipo de trabajo realizado en pos de la consecución del ideal. Si se tratara de lo que estoy haciendo o de lo que hice, no tiene sentido hablar de ‘ideal’. Se trata de algo unido a lo humano como proyecto, “aunque se encuentren obstáculos en su realización”, que es la condición del trabajo (es decir, de una actividad asistida ya no por el impulso), pues sin esa resistencia sería dispensable, no tendría sentido. Así las cosas, des-idealizar puede ser el llamado al impulso, en cuyo caso no se trataría de algo productivo. Dime la manera como buscas lo que idealizas… y te diré quién eres. 24 “Con la educación actual no alcanza el hombre por completo el fin de su existencia; porque, ¡qué diferentemente viven los hombres! Sólo puede haber uniformidad entre ellos, cuando obren por los mismos principios, y estos principios lleguen a serles otra naturaleza” (p. 33).

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Capítulo II

Coda A lo largo de los 20 años que cubren los textos comentados, Freud transforma sus posiciones frente a la educación. La posición asignada al docente oscila entre la alienación y la empatía para con los educandos; en consecuencia, su labor va del error a la contingencia, pasando por la posibilidad de que se sirva del psicoanálisis. Para ello, el psicoanálisis puede serle comunicado o alcanzarlo mediante la propia experiencia de una terapia, garantía de que el conocimiento se encarne. El niño se considera todo el tiempo desde la perspectiva de la pulsión y el inconsciente; pero se pasa de la posibilidad de un buen trato a la pulsión (construir la posibilidad de la sublimación), que evitaría la neurosis, a lo indomable de la misma, que hace de la neurosis una condición estructural del ser humano. Por su parte, el adulto desconoce su infancia, como condición de su paso por la vida; no obstante oscila entre el dominio de sus pulsiones y un infantilismo agazapado en sus formas exteriores de madurez reconocida por los demás. La educación tiene que ver todo el tiempo con la contención (¿es a eso a lo que llamamos formación?); pero se mueve del determinismo a la contingencia, de lo controlable a lo incalculable, para lo cual, paradójicamente, habría que estar mejor preparado en el juego de la permisión y la denegación. De producir la neurosis (y, en consecuencia, de la posibilidad de ser profiláctica), la pedagogía pasa a la inevitable función de recibir los efectos de una formación previa que no puede ser sino insuficiente. Así, la idea de normalidad se disuelve poco a poco, hasta considerar lo patológico como constitutivo; incluso, se percibe el juicio social de normalidad como una apuesta por la mediocridad. El psicoanálisis —que, en educación, pasa de ser específico a ser aplicado— transita de una mirada sobre el neurótico adulto, a una mirada sobre el niño y, finalmente, sobre lo humano (sin abandonar nunca el referente clínico); de ser considerado una poseducación, se pasa a considerarlo distante de la educación, en atención al estatuto de su objeto. Freud pasa de creer que en la escuela se puede hacer profilaxis de la neurosis —para lo cual el maestro tiene que obrar como terapeuta o, al menos, como advertido—, a pensar que no hay profilaxis posible y que, de todas maneras, el maestro puede apoyarse en el análisis para buscar el máximo logro y el mínimo perjuicio, en un contexto donde el óptimo es indiscernible, pues se define de cara a la singularidad de cada sujeto, no al universal “alumnos”. En tal sentido, Freud pasa de pontificar sobre lo que la educación debe ser, a pedir un lugar en la conversación sobre los efectos que ella produce; es decir, casi de una pretensión

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Educación: ¿Escila o Caribdis?

de reemplazar a la pedagogía, a reconocer que es imprescindible y autónoma en relación con el psicoanálisis. En este panorama, el texto de 1914 es una afortunada excepción, pues toma el sesgo de la posición del estudiante, lo que hace emerger las funciones de la transferencia y del deseo. De todas maneras, he tratado de deducir las posiciones que allí se ventilan frente a los tópicos que sí son más o menos comunes a los otros textos con el fin de hacer el siguiente esquema: Textos

Docente: posición dada

Niño

Analizar niño Neurosis

Introducción a Pfister

Múltiple Interés

Psicología del colegial

Prólogo a Aichhorn

Nuevas conferencias

(1913)

(1913)

(1914)

(1925)

(1932)

Empatía

Alienación

Naturalidad

Alienación o empatía

Apertura y disponibilidad

Trata como terapeuta

Prejuzga y sofoca violentamente

Hace lo que puede

Guía hacia la madurez

No puede actuar sobre lo constitucional

Va a síntoma y perversión

Perverso polimorfo

Influenciable

Primer trámite a la pulsión

Primer trámite a la pulsión

En desarrollo

En desarrollo

En desarrollo

Inacabado

Predispuesto al trauma

Pedagogía

No

No

No se puede

Se puede

Por reprimir la pulsión

Por reprimir la pulsión

Por reprimir la pulsión

Estructural

Sabe tramitar su pulsión

Acabado

Tiene superyó

Distinto al niño

Lleva un niño dentro

Lleva un niño dentro

Desconoce su propia infancia

Adulto

Distinto al niño Distinto al niño

Humano

Educar

Disposiciones frenables

Disposiciones sublimables

Afectos ambivalentes

Disposiciones sublimables

Disposiciones diversas

Contener la pulsión

Contener la pulsión

Mostrar saber encarnado

Intentar lo imposible

Permitir / denegar Subordinar al régimen social

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Capítulo II

Opera sobre ser pulsional

Opera sobre ser pulsional

Encarna una relación con el saber

Opera sobre ser pulsional

Recibe efectos de la tarea insuficiente

Normalidad

Ceñido

Ceñido, aunque estéril

Toma decisiones

Lo patológico es específico

Lo patológico es específico

Psicoanálisis investiga

Al neurótico

Al neurótico

Al humano

Al niño

Al humano

Tratamiento

Poseducación

Poseducación

Maestro

Psicoanálisis en educación

Específico

Específico

Propuesta al maestro

Tener empatía y ser terapeuta

Conocer la teoría analítica

Entonces podría

No educa: opera sobre ser acabado

Saber algo y ser incógnita

Hacer profilaxis Hacer profilaxis

No educa: opera sobre ser acabado

Aplicado

Aplicado

Psicoanalizarse

Psicoanalizarse, saber y analizar

Apoyarse en el psicoanálisis

Máximo logro, mínimo perjuicio

Freud pretende

Remediar los problemas de la educación

Decir cómo debe ser la educación

Mostrar la faceta del educando

Servir de medio auxiliar a la pedagogía

Decir sobre los efectos de la educación

Así, a la pedagogía…

La remplazaría

La remplazaría

No podría sustituirla

No podría sustituirla

No pretende sustituirla

Razones

No sabe tratar la pulsión

No sabe tratar la pulsión

Tiene su misterio

Tiene su especificidad

Es necesaria

Y, por el lado de Kant, tenemos: * El homo sapiens sapiens, como rasgo característico —que lo diferencia de otras especies animales—, tiende a hacerse daño; entonces, el cuidado le permite sobrevivir para ingresar a lo humano, toda vez que no sobreviviría si se lo dejara a su propio “desarrollo”. El cuidado es “por su propio bien” (se le habla a otro en su nombre). * El ingreso a lo humano es una puesta en posibilidad de aprender. La desnaturalización del humano mediante la disciplina se hace usando el lenguaje, pero termina introduciendo al otro al lenguaje. Se trata, entonces, de un efecto de formación: la característica de estar “impulsado” hacia la libertad sin límite, lo cual —de nuevo— constituye una tendencia a hacerse daño, es un efecto de haber sido introducido en lo humano que, no obstante, se convierte en un obstáculo

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Educación: ¿Escila o Caribdis?

para la instrucción. La disciplina es “por tu propio bien” (la interpelación es el instrumento mismo de la disciplina). * La instrucción es la inmersión en la cultura (en el Otro), que indefectiblemente le impone al sujeto un marco para su destino, ya que, dejado a su albedrío, no tendría en su momento las posibilidades de hacérselo por su cuenta. La instrucción es “por nuestro propio bien” (se lo interpela a nombre de todos). Con todo —para cerrar “freudianamente”—, el “impulso” señalado es ineliminable por completo y sobre ese resto el sujeto edifica, de manera singular, su respuesta y su posición frente al legado de la cultura.

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Capítulo III

¿Escuela en crisis o educación imposible? Es en los resultados no buscados ni sabidos donde el encuentro que supone la (incalculable) experiencia educativa tiene lugar. Estanislao Antelo

O bien la escuela atraviesa por una crisis (cosa que, curiosamente, se dice todo el tiempo), o bien el asunto con el que se las tiene que ver la escuela es de tal orden que la “crisis” es constitutiva.

3.1 El consenso Una cadena de personas e instituciones con diversas relaciones frente al campo educativo, a través de distintos medios, durante mucho tiempo, coincide en señalar una “crisis” de la educación escolar. Tal unanimidad sorprende: ¿se pueden equivocar tantas personas? “Cuando el río suena, piedras trae”, dice el refrán popular. Ahora bien, la unanimidad suele producirse al menos por dos vías, cada una de las cuales aglutina a sus partidarios de una manera específica: * De un lado, puede haber acuerdo cuando personas que pertenecen a un campo intelectual —en el sentido de Bourdieu (1966)— aceptan describir-explicar un asunto de la misma manera. Pero este tipo de acuerdo, por una parte, es pasajero, en tanto ese campo se caracteriza por una pugna permanente por el control del sentido. Y, por otra parte, los acuerdos en el campo intelectual tienden a darse entre un número reducido de personas, pues las jergas técnicas se van diferenciando y especializando cada vez más. La especialización puede definirse como cada vez menos personas esforzándose por hablar con propiedad (provisionalmente), acerca de menos tópicos. Así, acceder a lo que esos círculos plantean requiere dedicar una vida, aprender a hablar un tecnolecto. En esta modalidad, el efímero consenso es un “exceso” de discusión. Pues bien, el caso que se comenta no cumple estas condiciones: no cumple la

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Capítulo III

primera, pues se oye hablar de la “crisis” de la escuela desde hace mucho tiempo: el dispositivo parece haber nacido en crisis1. Y tampoco cumple la segunda condición, pues el conjunto de personas e instancias que enuncia la crisis de la escuela es muy grande, puede crecer de forma permanente y no muestra tendencia a resquebrajarse. * De otro lado, el consenso puede producirse por otra vía: la falta de discusión. Como piensa Bourdieu (1982), se trata de un mecanismo que permite el ejercicio práctico de diversos intereses sociales, no necesariamente conciliables. Este tipo de consenso no se origina en un campo intelectual, donde las categorías se definen entre sí, sino más bien en los campos de recontextualización —en el sentido de Basil Bernstein (1993)—, donde las nociones se amontonan; allí la consolidación se garantiza, entre otras, justamente por la tolerancia a todo tipo de interpretación, siempre y cuando se dé lugar a un sinnúmero de intereses prácticos2. Basta, entonces, con interrogar a cualquiera de los voceros de la idea de que la escuela está en crisis, para verificar que cada uno posee una débil versión (que no requiere ser consistente con la de los otros); incluso para muchos será difícil siquiera intentar una sustentación de tal idea, quedándoles el recurso de “lo dicen las noticias”, “lo escuché en la TV” o “¿acaso no es evidente?”. En definitiva, en el asunto de la “crisis” de la escuela hay un consenso del segundo tipo: multitudinario, duradero, poco compacto. Además, la justificación de los intereses prácticos tiene un requerimiento: la idealización. Con ella como fondo, una muestra cualquiera de escuela real en primer plano siempre se revelará en falta. Así, quienes mencionan esa “crisis” como descubriendo algo, como diagnosticando algo nuevo3, imaginan la posibilidad de que el dispositivo escolar piense su lugar en la sociedad y, en consecuencia, “se modernice”, “responda al reto”... como dicen. Se idealiza una condición material cuando se la desconecta de sus relaciones. Y en el abismo entre la idealización y la realización específica se alberga todo tipo de interés: parquear niños, vender servicios y productos, cobrar sueldo, obedecer, hacer campaña... para ha1 Así como también la escuela parece haber nacido “reformada”, necesitada de “innovación”, llamada a no ser “tradicionalista”, etc… hay una incomodidad permanente frente a ella. 2 Es el tipo de acuerdo al que se refiere Gustave Flaubert, en su Diccionario de lugares comunes (1851), cuando en uno de los epígrafes cita las Máximas de Chamfort en donde dice: “Parece cierto que toda idea pública, toda convención recibida, es una tontería, porque la hace suya un número elevadísimo de personas”. 3

Pues otra propiedad de ese consenso es la ausencia de historia.

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¿Escuela en crisis o educación imposible?

blar de los más evidentes. Y, para pasar desapercibido (en tanto tales intereses no son los que se enuncian públicamente como objetivos de la escuela), se habla con las palabras de moda, que hoy en día serían ‘calidad’, ‘competencias’, ‘eficiencia’... Entonces, conviene hablar de crisis no sólo para justificar cualquier intervención en la escuela (no importa que vaya en sentido contrario a la intervención anterior), sino también para diluir la propia responsabilidad en una suerte de fatalidad causada por otros: cada interés buscará sus culpables, más allá de sus narices. En cambio, desde los campos intelectuales, la descripción de la escuela es distinta: no masiva, transitoria, compacta. Por ejemplo, se pueden ubicar ciertas propiedades estructurales que explican por qué alguien que enfrente la escuela sin un cuerpo conceptual puede percibir como “crisis” lo que no es más que la complejidad de su funcionamiento regular. De hecho, el psicoanálisis está de acuerdo (por supuesto, desde sus propios criterios) con algo así como una crisis constitutiva de la escuela. Como venimos de ver, para Freud la educación es imposible, pues, dada la naturaleza de su acción con los aprendices, se topa con algo estructural del niño, algo que actúa todo el tiempo de forma silenciosa, algo que —querámoslo o no— irrumpe en el dispositivo y produce, de manera constante, malestar, problemas, síntomas, restos no asimilables. Claro que las implicaciones de pensar en tales términos una crisis no son las mismas que en el caso del consenso por falta de discusión, donde se suele desplegar una serie de mecanismos, en la dirección de los intereses en juego, a nombre de los más altos propósitos, y, al final, aparece siempre el mismo diagnóstico. En el caso del psicoanálisis, la imagen de escuela que se forma desde sus categorías (propias de un campo de producción simbólica) no tiene por qué llevar a “tomar medidas”, ni siquiera a “sugerir salidas”, sino más bien a crear un terreno de interpretación de lo que allí ocurre, incluso de comprensión del sentido de las acciones emprendidas en pos, supuestamente, de “salvarla”, toda vez que proponerse cambiar las condiciones paradigmáticas bajo las cuales un dispositivo funciona es, de alguna manera, un desconocimiento, si presupone que se está por fuera de las condiciones paradigmáticas mismas. Ahora bien, esto no quiere decir que los propósitos no cuenten, sino que cuentan en el contexto de unas condiciones de posibilidad. Y tampoco quiere decir que tales condiciones permanezcan indefinidamente, que no sean producibles, sino que la posibilidad de producirlas no se reduce al propósito.

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Capítulo III

3.2 El resto Como venimos de ver en Freud, hay algo en el ser humano que, al intentar domesticar, no hace más que producir unos restos por donde se ramifica el mismo efecto paradójico de la satisfacción humana.

3.2.1 ¿Es inevitable? El funcionamiento de la escuela siempre genera unos productos no deseados (unos restos): trampas, síntomas, desinterés, agresiones, picardías, groserías, malestar... asuntos que no dejan que la cosa funcione a cabalidad, o que le permiten funcionar pero a un alto costo. Vimos que la entrada de Freud al asunto educativo fue justamente por ese lado: cómo tratar aquello que estorba a la labor educativa (“defectos infantiles, hábitos físicos perturbadores y rasgos de carácter irreductibles por otra vía” [1913a, p. 351]); cómo evitar eso que la educación no busca pero que inevitablemente producirá (“unos resultados no menos indeseados que la misma mala conducta que la educación teme dejar pasar en el niño” [1913b, p. 192]); cómo darle una salida distinta (“discernir la peculiaridad constitucional del niño, colegir por pequeños indicios lo que se juega en su inacabada vida anímica, dispensarle la medida correcta de amor y al mismo tiempo mantener una cuota eficaz de autoridad” [1932, p. 138]). Ahora bien, en la escuela dichos asuntos no serán percibidos y tramitados en su “objetividad”, en su “materialidad”, sino en tanto “noticias” perceptibles desde los campos que las hacen suyas. Acabamos de ver que la moral escolar no es más que un ángulo desde el que se interpretan ciertos fenómenos. La posibilidad misma de percibir está subordinada al punto de vista —como ya hemos dicho—, razón por la cual no se pueden tener primero los datos para luego hacerles una descripción, un análisis, una clasificación, un tratamiento. Más bien habría que entender cuál punto de vista dio lugar a que se “recogieran” —a que se escogieran, más bien, incluso, a que se produjeran— los datos que se tienen. El dato no está ahí, dócil, con el fin de ser percibido. El niño tímido en el aula no es el mismo dato para el punto de vista del “aprovechamiento” que para el psicoanálisis. Cada enfoque recorta un mundo de manera particular, de forma que —en el mejor de los casos— el mismo “fenómeno” contendrá datos distintos (según desde dónde se mire), y un dato esperado será susceptible de hallarse casi en cualquier fenómeno (pues la perspectiva es productiva). Pero, por lo general, los fenómenos mismos serán distintos. Así, de acuerdo con la mirada desde la que se asuma el acto educativo, el

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¿Escuela en crisis o educación imposible?

resto producido por la operación del dispositivo escolar, o bien se nombrará de una manera que le dé cierta configuración, o bien resultará invisible. En el primer caso, hará entrar a la escuela discursos y personas cada vez distintos, y abrirá la posibilidad de remitir a los niños a instituciones cada vez distintas. Enumeraremos tres formas que convocan ciertas trascendencias (sabemos que puede haber más y que se podrían subdividir las enunciadas). En el intento por conjurar el azar, por evitar el fracaso del proceso formativo (o su funcionamiento a marchas forzadas), de acuerdo con el contexto de sentido desde donde se piense, se achaca el problema a una mala disposición del sujeto, a una capacidad instalada deficiente, a un desarrollo atípico... Y para cada clasificación existen las terminologías respectivas, las salidas concomitantes: * Si se lo asume desde una trascendencia moral, se espera cierta disposición del sujeto. Entonces, aquello del niño que no se deja simbolizar se llamará, por ejemplo: “desagradecimiento”, “maldad”, “indecencia”, “indisciplina” e, incluso, “posesión”. Se creerá que la causa es una mala disposición moral del niño-problema. El juego castigo/perdón, la orientación espiritual y hasta el exorcismo serán algunas de las maneras mediante las cuales los ministros de la fe (religiosos, maestros, padres) intenten reincorporar esos restos, para que la escuela pueda funcionar (o para que funcione “mejor”). Y el sujeto bien puede confesar y arrepentirse, tras haber asimilado la enseñanza moral impartida para el efecto. Pero no sólo los restos persisten, en alguna medida, sino que la nueva acción producirá unos nuevos que, de someterse a su vez a tratamiento, producirán otros... y así sucesivamente. Es el caso, entre tantos que podrían citarse, de los efectos del acercamiento entre algunos formadores espirituales y sus discípulos, denunciada con escándalo creciente en los últimos años bajo una acusación de pedofilia que silencia la “didascalofilia”4 concomitante. * Si se lo asume desde una trascendencia naturalista, se espera cierta dotación del sujeto. Entonces, dependiendo de la época y del matiz de la perspectiva, aquello del niño que no se deja simbolizar se llamará, por ejemplo: “idiotez”, “trastorno por déficit de atención con hiperactividad” (TDAH), “disposición hereditaria”, “discapacidad”, “necesidades educativas especiales”. Se creerá que la causa es una deficiencia orgánica del niño, constitutiva o accidental. El tratamiento técnico será la manera mediante la cual el facultativo (médico, 4 Para entender este fenómeno, en muchos casos se hace necesario concebir, del lado del estudiante, una philia hacia su maestro.

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Capítulo III

fonoaudiólogo, terapeuta, etc.) intente reincorporar esos restos. Y la solución va desde el tratamiento médico (que prescribe aislamiento, medicamentos, dieta, descanso, etc.), hasta la futura programación genética. Y el sujeto debe ser dócil al tratamiento, o resignarse a su menos. Pero no sólo los restos persisten, en alguna medida, sino que la nueva acción producirá unos nuevos... es el caso, entre otros, de los efectos secundarios producidos por drogas suministradas a los niños con diagnóstico de hiperactividad5. * Si se lo asume desde una trascendencia funcionalista, se espera cierta regularidad del funcionamiento. Entonces, aquello del niño que no se deja simbolizar se llamará, por ejemplo: “problemas de aprendizaje”, “fracaso escolar”, “ritmos diferentes de aprendizaje”, “inexperiencia”, e incluso se traen a cuento los efectos del trauma (estrés postraumático) o de la discriminación… Se creerá que la causa es una resistencia del niño, una falta de desarrollo, una atipicidad o una reacción a una efracción (como efecto de vulnerar un espacio “privado” del sujeto, a escala personal, familiar, social, cultural: allí entran asuntos como la burla, el maltrato, el desplazamiento, la discriminación, los desastres naturales, etc.). La creatividad pedagógica (motivación y refuerzo impartidos en los ámbitos educativos), el ajuste didáctico, la intervención psicológica (terapias de tipo cognitivo-comportamental [TCC]), la “reparación”, la “reinserción”, el reconocimiento de la diferencia, los esfuerzos de comprensión e integración… serán algunas de las maneras mediante las cuales los expertos (maestro, psicólogo, trabajador social, etc.) intenten reincorporar esos restos. Y al sujeto se le exige un esfuerzo para dar alcance al menos al punto medio de la curva normal. Pero no sólo los restos persisten, en alguna medida, sino que la nueva acción producirá unos nuevos... la pereza de estudiar, por ejemplo, podrá convertirse en resistencia al tratamiento que busca atacarla. Las tres perspectivas que pueden campear en el espacio educativo piensan que el resto no debería aparecer (es la posición que encontró Freud) y, en consecuencia, convocan algunos saberes (religión, medicina, psicología, pedagogía, terapia ocupacional, ciencias sociales), para tratar de aplacar los efectos, para aislarlos, incluso —a veces— para sacarlos del área de la institución educativa y, con la satisfacción de estar detectando lo que no es pertinente “adentro”, enviarlos 5 El Metilfenidato que hoy se receta a los niños diagnosticados de TDAH se sintetizó buscando menos efectos colaterales neurovegetativos (vasopresores y broncodilatadores) y menos reacciones adversas (supresión del apetito e insomnio) que la anfetamina. Como se ve, no se trata de eliminar tales efectos —se habla como si fuera imposible— sino de hacerlos menos adversos. Información disponible en la siguiente página web, consultada en septiembre de 2009: http://www.nlm.nih.gov/medlineplus/spanish/druginfo/meds/a682188-es.html.

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a la iglesia, a la correccional, al hospital, al consultorio, al centro especializado. Ahora bien, al buscar extirpar la parte mala o disfuncional (Milner, 2003), se entiende que no conciben al niño como pulsional, ni a la escuela como un conjunto de relaciones. Además, tal vez por manejar una idea deíctica del lenguaje, no pueden pensar que intercalar unas nuevas palabras, unas nuevas maneras de motejar a los niños, introduce nuevos elementos al tinglado escolar, en relación con los cuales, por ejemplo, se generan nuevos nombres con los cuales identificarse, de los cuales obtener una nominación, algo del “ser”, de la satisfacción. Estamos ante un asunto de registro: a) si el problema está en el alma del niño, qué bien le vendría una formación moral, un juego de perdón y castigo, incluso un exorcismo; b) si el problema está en el cuerpo del niño, qué bien le vendrían unas drogas, una intervención quirúrgica e, incluso —a futuro—, una programación de los genes; c) si el problema está en el desarrollo de la inteligencia del niño, qué bien le vendrían unas motivaciones, unos refuerzos, unas experiencias “significativas”... Parece como si los viejos proyectos totalitarios no hubieran dejado de existir, sino que se hubieran revestido de nuevos remoquetes. En todos los casos, además de las acciones que se ejercen sobre el niño, se le exige ejercer una acción sobre sí mismo: entrega, arrepentimiento y templanza, en el primer caso; resignación, docilidad y tolerancia, en el segundo; y esfuerzo, sacrificio y tolerancia, en el tercero. Pero, ¿y si no se tratara principalmente del alma, o del cuerpo biológico o de la función? Parecería ser que no: a) el resto se muestra resistente a la plegaria, pues a ésta siempre hay que agregarle más sacrificio, entrega, templanza... y, no obstante, el mal acecha y la posesión diabólica ocurre con más frecuencia justamente en los recintos donde más y mejor se ejercen las prácticas que se le oponen. b) El resto se muestra resistente al medicamento, pues las dosis han de ser incrementadas, los cócteles de drogas han de ser cambiados (rotados), los efectos secundarios no se hacen esperar; y no es difícil pensar en que lo pulsional emergerá también en aquellas situaciones en las que, supuestamente, la ciencia tenga el conocimiento del cuerpo físico y pueda manipular las características de nuestros futuros congéneres (la ficción al respecto siempre enfatiza que la especificidad humana —que no ha entrado en las cuentas de los científicos— termina causando un malestar que da al traste con la utopía cientificista)6. c) El 6 Piénsese, por ejemplo, en el caso de los virus informáticos, que aparecieron casi al mismo tiempo que el computador, y no dan muestras de querer desaparecer… Pues bien, ¿acaso no son producidos por aquellos a quienes el invento supuestamente beneficiaba?

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resto se muestra resistente a la motivación, que ya presupone la falta de ganas, y que nunca encuentra ese ansiado punto final en el que el aprendiz tendría su propio motor, sino que el dispositivo queda condenado a tratar de ganarse una atención que más esquiva se torna a medida que se le hacen más concesiones. Y la investigación despliega en cada caso sus técnicas: confesión, encuesta y examen (Ibáñez, 1896, pp. 114-122): la confesión —como técnica que contribuye a producir la trascendencia religiosa— ofrece el perdón a cambio de sometimiento, busca reducir la palabra a repetición de la ley, se reserva las preguntas y busca no dejar resquicios; la encuesta —como técnica que contribuye a producir la trascendencia natural— trata de producir la verdad constatando algo no hablante: las palabras de los sujetos indican hechos; y el examen —como técnica que contribuye a producir la trascendencia funcional— incluye lo que puede ser rectificado: somete el movimiento a una norma, vigila las desviaciones y sanciona. Freud parece no haber dejado de tener razón. Estas tres trascendencias apuntan a las manifestaciones de la pulsión y, al hacerlo desde tales horizontes, no la tocan en su especificidad, no producen transformaciones, sino reacciones. De ahí la idea de un segundo resto que se produce tras el intento de tratar el primero. La cadena es infinita, pues tales efectos atañen a la especificidad de la pulsión. Apuntar al sujeto de la voluntad, al alma, al cuerpo fisiológico, al desarrollo psicológico… no hace más que escatimar el estatuto de la pulsión y, en consecuencia, sólo podrá encontrar que los procedimientos muchas veces no funcionan, y que, cuando funcionan, no se puede cantar victoria a largo plazo, pues los problemas resurgen por otras vías, se manifiestan de otras maneras, etc. A continuación, el esquema de lo planteado sobre las tres trascendencias:

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Macro-relato Plan de la creación

Evolución

Desarrollo

Trascendencia

Religiosa

Natural

Funcional

Materialidad

Disposición

Dotación

Dinamismo

Atasco por...

Mala disposición

Deficiencia

Atipicidad

Materia prima

- Cándida - Innoble - Alienada

- No dotada - Limitada - Lesionada

- Resistente - No desarrollada - Detenida

Juicio

- Ignorancia - Maldad - Desagradecimiento - Posesión

- Idiotez - TDAH - Disposición genética - Discapacidad

- Problema de aprendizaje - Ritmo de aprendizaje - Trauma - Discriminación

Solución

- Orientación - Exorcismo

Tratamiento(s) técnico(s)

- Pedagogía - TCC

Mecanismo

- Formación moral - Perdón/Castigo - Extirpación del mal

- Aislamiento - Medicamentos - Programación genética

- Comprensión - Motivación/ Refuerzo - Reconocimiento - Integración

Técnica de investigación

Confesión

Encuesta

Examen

Agente

- Padres y maestros - Guía espiritual

- Médico - Terapista

- Maestro - Tutor (acudiente) - Psicólogo

Lugar

- Hogar - Escuela - Confesionario

- Consultorio - Institución especial (ciegos, sordos, etc.)

- Escuela - Hogar - Consultorio

Acción sobre sí

- Entrega - Arrepentimiento - Templanza

- Resignación - Docilidad - Tolerancia

- Esfuerzo - Sacrificio - Asimilación

También es posible asumir el asunto desde una intrascendencia relativista, pero tal postura se coloca en el límite de la posibilidad del funcionamiento de la escuela. En esta dirección, tal vez podría ponerse la manera como Jules Celma

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Capítulo III

asumió el trabajo con sus alumnos, en pleno 68 francés: cuando trabajó como docente durante el año escolar 1968-9 en Francia, evitó toda conducta regulativa con los niños (Celma, 1971). En tal campo, el resto se llamará, por ejemplo, “sujeto surgido del intersticio de las máquinas y de los dispositivos discursivos” (García, 2006, p. 11). Se creerá que la causa es una propiedad inherente al deseo, como entidad molar (no molecular); se pensará que los dispositivos mismos son los encargados de acallar esta manifestación, codificándola. Es decir, que el funcionamiento de la vida social es un intento —siempre fallido, pues habría “líneas de fuga”— de reincorporar el resto. No es una posición que aparezca con frecuencia en la escuela, entre otras porque —como dijimos— se ubica en el límite mismo de su posibilidad, parte de un principio que la invalida. Por su parte, el psicoanálisis propone un vacío constitutivo, como implicación lógica, de la subjetividad, en tanto enmarcada en el hecho de hablar (es una exclusión interna, como el orificio de la figura topológica llamada toro). Que haya un vacío, luce horroroso. Dice el poeta: ¿No es más propio del horror temer al vacío que llenarlo?7. Si así es, se explicaría el impulso a llenar con sentido un vacío generado por un desplazamiento estructural; es el caso de los tres tipos de explicación que venimos de exponer. No se trata, como en el caso de la mirada posestructuralista, de un velo que lo constituye todo, sustituible por otro determinado históricamente… que es todo y es nada. Pongamos por caso la locura: tenemos los extremos de considerarla algo natural (y entonces se busca el gen de la esquizofrenia, los ascendientes alcohólicos, etc.), o algo convencional: dice Foucault en Nacimiento de la biopolítica (1978-9): “Supongamos que la locura no existe. ¿Cuál es entonces la historia que podemos hacer de esos diferentes acontecimientos, esas diferentes prácticas que, en apariencia, se ajustan a esa cosa supuesta que es la locura?” (p. 18). Opone, según sus palabras (p. 19) al historicismo la inexistencia de los universales. ¡Llega a decir que la locura, la enfermedad, la delincuencia y la sexualidad no existían! (p. 36). Pero, ¿si no se tratara ni del universal objetivista, ni del relativismo a ultranza? ¿Si la locura, por ejemplo, fuera un efecto estructural posible del contacto del humano con el lenguaje? Por supuesto que es un hallazgo develar el hecho de que la “naturaleza“ (la “naturalidad”, la “objetividad” que ciertas perspectivas atribuyen a sus objetos de investigación) sea una naturalización (p. 33), pero de ahí no se puede concluir que todo cae bajo ese axioma. 7 De la exposición «Juan Calzadilla: poética visiva y continua en el marco del festival mundial de la poesía». Salas expositivas de PDVSA. La Estancia. Caracas, junio de 2009.

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Lo que Freud llama ‘pulsión’, y que Lacan le va a dar el estatuto de un registro (real) frente a otros dos: simbólico —relativo al lenguaje— e imaginario —relativo a la formación del cuerpo por la imagen—, no está afuera del discurso, sino que resulta de sus escollos. Cuando el alma habla —dice Schiller— ¡ay!, ya no es el alma quien está hablando. Lo real es aquello contra lo que el discurso choca; es lo imposible a simbolizar. En consecuencia, no funciona el aserto aristotélico según el cual la verdad concierne a lo real como adecuación de la cosa al intelecto. O sea: no es que la verdad no concierna a real alguno, sino que le concierne por lo imposiblede-decir: porque hay lenguaje, hay verdad, dice Lacan (1967, p. 44). Lo real siempre es traumático, es un agujero en el discurso. De tal manera, entendemos lo real no como una cosa en sí, pues depende de los impases del discurso; por eso tampoco compone un todo: sólo hay “pedazos de real”, dice Miller (1988a, pp. 91-92). En los programas que se grabaron para la televisión con Lacan, éste declara (1973a): “Yo digo siempre la verdad: no toda, porque de decirla toda no somos capaces. Decirla toda es materialmente imposible: faltan las palabras” (p. 83). Confesar es el contexto en el que el tribunal exige decir “la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad”. Lacan ironiza este lema: de un lado, cuando afirma que él siempre dice la verdad, no es porque él sea especial, pues cualquiera que lo dijera también acertaría, si es cierto que la verdad habla: como cuando irrumpe un lapsus, cuando un olvido atasca una frase, cuando un chiste aflora en una conversación: “Eso sueña, eso falla, eso ríe”, anota Lacan (1968, p. 102) resaltando el estatuto inconsciente de esa verdad; y, de otro lado, antepone una incapacidad a la pretensión de decirla toda, no a causa de una “maldad” singular, sino —como se dijo an­tes— de una imposibilidad material. Allí la “materia” son los signos: se escabullen, obstaculizan… así la intención sea decir toda la verdad, incluso bajo juramento, incluso so pena de muerte. Miller lo explica mediante las paradojas surgidas en la teoría de conjuntos: los sistemas formales consistentes no contienen todo lo que hace falta para demostrar su consistencia, para definir la verdad que allí es válida. La teoría de la incompletud de Gödel puede crear una fórmula indemostrable para todo sistema que formalice la aritmética. No en vano, Zenón crea unas paradojas en el lenguaje que hablan de manera tal que se produce un resto infinitesimal, inaprehensible, por oposición a la evidencia —para la mirada— de que la flecha se mueve, de que Aquiles le gana a la tortuga, etc. Según Miller (1988a, 94), el sujeto no hace más que errar en la palabra (en ambos sentidos: deambular y equivocarse) y, por eso, la verdad es vagabunda: “Las estructuras del discurso le dan sus amarres y sus puntos de referencia; signos lo

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identifican, signos lo orientan; si los descuida, si los olvida, si los pierde, erra y yerra de nuevo”. Para ubicarse, hay que dejarse engañar un poco de los signos, del discurso. Es ahí donde la escuela peca por creerse no incauta, gracias a la posesión del saber. No hay manera de entender los restos que tanto molestan al funcionamiento de la escuela, si la tendencia es a cubrir con el saber. Entonces, el sentido está unido no sólo a los desplazamientos estructurales de los significantes, sino principalmente a la imposibilidad estructural de lo simbólico. Así, el sujeto no sólo está situado frente a la llamada “arbitrariedad del signo” (Saussure, 1916, Primera parte, §2), sino también a la exclusión real que éste determina (y cuya sistema de atracción llamamos pulsión). De ahí que Freud en ningún momento propusiera salidas al impase educativo por la vía del sentido (mejores objetivos, currículos actualizados, normas explícitas); sus sugerencias apuntan a la pulsión, al vínculo que el sujeto tiene con ella, lo cual incluye el sentido, claro está, pero subordinado (incluso: tiene que ver más con el sinsentido). Si bien Saussure (1916, p. 153) encuentra que la lengua es pura forma, que el signo no une una cosa con un nombre (p. 88), sino un significante con un significado —ambos de “naturaleza psicológica”, dice—, también es cierto que puede postularse una estructuración del sentido (cf. §6.1). Pero lo que queda claro ahora es que si bien el más astuto efecto de sentido (Barthes, 1970, p. 6) parece ser la llamada “realidad”, lo real que deja por fuera es mucho más importante: se trata de una entidad estructurante para los sujetos y que, no obstante, no puede aparecer en la estructura. El sujeto del psicoanálisis no cabe del todo en lo simbólico, aunque no sería sujeto por fuera de lo simbólico: (…) no estamos muy confiados y como en casa en el mundo interpretado. (…)8

Con esto, ya no podría reivindicarse la posición esencialista que ponga al sujeto del lado de la significación y al lenguaje del lado de la forma, punto de vista del que derivan posiciones instrumentales según las cuales el sujeto usa el lenguaje para expresar el sentido. Completemos el cuadro elaborado más atrás. En primera instancia, habría dos opciones: la formación como necesaria (el sujeto es algo del orden de la esencia) o la formación como contingente (el sujeto es algo del orden del accidente). En la primera tendencia, tenemos, de un lado, la idea de una formación indefectible, por ejemplo en Hegel (1807): 8

Rainer Maria Rilke. Las elegías del Duino. http://www.letra2.s5.com/rilke1710.htm

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La tarea de conducir al individuo desde su punto de vista informe hasta el saber, había que tomarla en su sentido general, considerando en su formación cultural al individuo universal, al espíritu autoconsciente mismo. Si nos fijamos en la relación entre ambos, vemos que el individuo universal se muestra cada momento en que adquiere su forma concreta y propia configuración (p. 21).

Y, de otro lado, la idea de una formación defectible, como en las tres trascendencias que vimos atrás (religiosa, natural y funcional). Por el lado de la formación contingente, tenemos una base convencional: la cultura, que se modifica constantemente con el paso del tiempo y de un lugar a otro del orbe. No obstante, de ahí pueden derivarse concepciones opuestas: aquella de la relatividad cultural en la que lo simbólico comanda, en la que la subjetividad tiene su único referente en el sentido variable (por ejemplo, la idea de que la diferencia entre hombres y mujeres es meramente cultural… y, entonces, habría que hablar de “género”). O puede derivarse una concepción en la que también está en juego el lenguaje, pero no meramente en su dimensión del sentido (lo cual sería morder el anzuelo), sino precisamente en lo que implica su presencia formal para la constitución del sujeto (lo cual ya no es convencional, como el lenguaje mismo). El paso por el lenguaje produce una huella que impulsa al sujeto (la pulsión) en direcciones que si bien dependen de la existencia del lenguaje, no se agotan en él. Se entiende que las características descritas en algunos casos pueden mezclarse en los procesos educativos específicos. A continuación, el esquema: Sujeto

Formación necesaria

Indefectible

Formación contingente

Convencional

Defectible

Trascendencia espiritual

Trascendencia religios

Trascendencia natural

Trascendencia funcional

Relatividad cultural

Implicación lógica

Fenomenología del espíritu

Religión

Biología

Psicología del desarrollo

Postestructuralismo

Psicoanálisis

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De acuerdo con el segundo tipo de consenso al que nos referíamos, la crisis de la escuela sería producida por algún acontecimiento superable, no sería algo constitutivo, sino fortuito, pues la escuela “en esencia” sería toda posible9, gracias a tener buenas intenciones e ir dirigida a unos seres “inocentes” (a los que habría que formar), “ignorantes” (a los que habría que informar), aprovechando su materia “disponible” y “creativa”… pero ya nos hemos referido a los restos, que lo son justamente porque se apartan de este panorama justiciero. En contraste, para Freud si la educación no enseña el fracaso a los niños, si se orienta por las ideas de armonía, amor y juego, entonces no los prepara para afrontar la especificidad de la vida humana, que no se realiza en la dimensión de los ideales: Si la educación es —entre otras— intentar que los asuntos de la instrucción y de la regulación funcionen, eso implica el intento de doblegar, o bien la pulsión, o bien algunas de las reacciones a ese intento: pereza, indisciplina, falta de ganas de aprender, impulso a trasgredir, etc. Pero el asunto no es sencillamente el dominio de las conductas —que pueden más o menos modificarse, por las buenas o por las malas—, “sino de inducir a un sujeto a que renuncie a aquello en lo que, adulto o niño, se satisface, aquello que un sujeto no está dispuesto a ceder aunque conceda” (Marín, 2004)10. La educación es imposible, entonces, porque hay una región a la que no tiene acceso, así modifique conductas. Desafortunadamente, es a estas conductas a las que puede estar apuntando la educación, con lo que su labor no sólo no sería de formación, sino que tampoco estaría brindando una imagen de lo simbólico como gramática, sino como pragmática. El propósito de gobernar al otro tiene un límite. No hay manera de dirigirse a esa parte. No hay algo del mismo registro que sirva para operar sobre él: por ejemplo, si estuviera hecho de sentido, podría tocarse con sentido (es la suposición que parece estar a la base del propósito de deshacer la conducta indeseada a base de cantaleta). Y el psicoanálisis tiene ese resto como una de sus categorías. Mientras las trascendencias religiosa, natural y funcional quieren excluir el resto, el psicoanálisis lo sabe ineliminable, lo sabe causa de la imposibilidad del 9

Así como —según vimos en §1.2— la ciencia promete un todo del conocimiento.

Un ejemplo: en 1964, Günther Gaus le pregunta a Hannah Arendt por la emancipación femenina. Ella, que había escrito sobre la desigualdad concreta (no en la norma) de la mujer (Arendt, 1933, p. 87), responde que es anticuada, que le viene bien la diferencia de papeles entre hombres y mujeres, y que ese asunto a ella no la ha afectado. Y esta mujer, que fue apresada por la Gestapo, que estando en el exilio fue recluida en un “campo de internamiento” como enemiga judía de Francia, que huyó de prisión, que fue apátrida hasta que se nacionalizó en Estados Unidos… agrega en su respuesta lo siguiente: yo siempre he hecho lo que he querido (Arendt, 1964, 19). 10

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propósito de gobernar al niño, lo sabe causa de la imposibilidad de educarlo a cabalidad (y de la imposibilidad de la cura analítica misma). Tal vez se trata de la única disciplina que se refiere a esa parte como constitutiva del sujeto, como operante. El psicoanálisis es un dispositivo que no retrocede ante la pulsión. En el segundo artículo en el que Freud se refiere con alguna extensión al tema educativo, como vimos, plantea justamente que los educadores actúan de manera ininteligente e inoportuna, pues —dicho con los valores de la lógica modal— juzgan como contingente lo que es necesario. El concepto de pulsión no se rige por los ideales; recordemos que en la base de las tan bien ponderadas virtudes Freud ubica las peores disposiciones. Y de formular idealizaciones nadie está exento. Por ejemplo, Kant (1803) cree que “la educación vaya mejorándose constantemente, y que cada generación dé un paso hacia la perfección de la humanidad” (p. 32). Así mismo, una autora tan brillante como Hannah Arendt (1960) llegó a plantear, por ejemplo, que “los nuevos” —así llama a los niños— traen un “proyecto inédito” para el mundo; es la versión germano-americana de “los niños nacen con el pan bajo el brazo”. Una esperanza construida en un lugar ideal: de un lado, el del desarrollo ininterrumpido de la humanidad; de otro lado, el de la pureza de los niños, el de la novedad, el de la misión que tal vez traen al venir a este mundo. Pero lo cierto es que, para poder articularse, los niños tienen que aprenderlo todo, no se hereda la cultura; para ello, tienen que pasar por la palabra… pero, entonces, quedan viejos. El estreno es la última función. La novedad no estaría en esa semilla de proyecto que nace con ese bebé, sino en la manera como él —pero también cada uno de los que lo rodea, los que serán sus profesores y sus compañeros de pupitre— articule la delirante oferta de consistencia (el convencional sistema simbólico que le viene del otro) con su propia parte indómita (la pulsión, lo real). La novedad y la posibilidad, entonces, no son de una generación en especial, ni provienen de la buena voluntad. La novedad es cada uno, el enredo singular de cuerpo y palabras que cada uno es. Y esa novedad no es moda, bondad per se, sino más bien manera singular de estar en el mundo, de obtener ahí la satisfacción paradójica de portar ese parásito llamado lenguaje. Novedad permanente, pero sombría. Tantos nombres que cambian con el tiempo (‘desagradecimiento’, ‘bajo Coeficiente Intelectual’, ‘problemas de aprendizaje’, ‘hiperactividad’, etc.) tratan de salvaguardar a la escuela de su aporte a la producción de aquello que denuncia. Hablar de la escuela como algo exterior, ajeno, susceptible de serle remplazada

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la “parte” disfuncional... revela un desconocimiento de la configuración del niño: lo primero que Freud hace al referirse a la educación es explicitar su postura frente al niño, para oponerla a la figura idealizada del mismo en la escuela (y en la sociedad). Su caracterización de la “normalidad” como un resto obtenido a expensas de la capacidad de producir y de disfrutar es un ejemplo de algo que no aparece como dato del lado de las fallas, dada la perspectiva desde donde se describen los hechos. En resumen, por estructura, la educación siempre estará en crisis. Ahora bien, eso no quiere decir que ahí nada sea posible, pues el límite es una apertura de posibilidades (Miller, 1998a)… pero no de todas; quiere decir, más bien, que el sentido de la acción tiene un marco de expansión... gracias a que tiene un límite11. Con todo, siempre toparemos con posiciones que hagan pensar que la educación es un artefacto cuyo sentido se puede transformar a voluntad. También es algo estructural: el horror a la pulsión.

3.2.2 Nuevos restos: ¿efectos esperables? Ayer, la escuela hubo de ser introducida por la fuerza, mediante el mecanismo “disciplinario”... o si no, recordemos a Pinocho, que no puede más que aceptarlo, a costa de su rebeldía, para poder devenir “niño”. La infancia —en tanto período durante el cual se adolece— fue el objeto que la escuela ayudó a inventar y que le fue indispensable para poder ser. En cada época, sus integrantes se asociaron a anécdotas sociales vigentes, a recortes particulares sobre la producción simbólica; además, lo sabemos por Freud, siempre tuvieron que enfrentar la pulsión, lo cual explica también algún nivel de esa variabilidad histórica. Sin pulsión, con control sobre el otro y sobre el sentido, ¿tendría la escuela la forma que tiene? ¿No debe la escuela su forma, al menos en parte, a la resistencia de la pulsión? Veamos algunos giros recientes, para ponderar su dependencia de la variabilidad histórica. Recientemente, el dispositivo empezó a ser regulado mediante mecanismos como las acreditaciones públicas, las evaluaciones masivas de cara a estándares, los “proyectos de mejoramiento” formulados por las mismas instituciones educativas. Y, al mismo tiempo, nuevos síntomas aparecen: indiferencia, impoDe ahí la magnífica ironía del cuento “Ajedrez infinito”, donde un personaje declara —contra toda evidencia— no haber sido vencido por la jugada de su adversario, en tanto puede demorar la respuesta hasta que las leyes o la idea del mundo no sean las mismas y él esté en capacidad de hacer una jugada salvadora (Fayad, 1995). 11

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sibilidad de cautivar la atención de los estudiantes, tribus sin ideales, adicción a los aparatos electrónicos, falta de respeto por los docentes... Desde luego, las antiguas perspectivas interpretativas sólo atinan a lamentar las nuevas épocas, a echar de menos los “viejos tiempos” (en los que las personas también se quejaban y también echaban de menos los “viejos tiempos”...). Y, en consecuencia, afinan sus instrumentos o ceden —decepcionados— sus armas ante la arrolladora evidencia de los “nuevos tiempos”. Veamos cuatro aspectos que son fundamento de la escuela y que hoy se descomponen ante nuestros ojos: la tradición, la información, el cuerpo y la ley. La tradición. Si la escuela participaba de la conservación de una tradición, habría que pensar en una época en la que las personas se debían a la creencia en una tradición, en un Otro de la cultura, un referente absoluto. Pero hoy, el anunciado fin de la historia, la advertida caída de los metarrelatos, la cacareada disolución de las ideologías… no son más que nombres de la erosión constante que sufre dicho referente. Los saberes relativos a lo social y a lo humano se encargaron de decir que todo es histórico, convencional, variable, caprichoso. Y un cinismo, amparado en la ciencia, se encargó de legitimarlo. No hay inscripción del niño en algún lugar, sino la moda pasajera, la falta de sentido, la obsolescencia de los objetos (los aparatos pierden vigencia entre el momento de la compra y el momento del desempaque). No se quiere tener una tradición. Es muy difícil poner al niño en relación con una tradición. No aparece la exigencia de hacer propio ese Otro de las referencias culturales, de hacerse ahí con él, pues un dispositivo electrónico, cada vez más pequeño, con una memoria cada vez más grande, podrá ser conectado al cuerpo12 y, entonces, tomaremos de esa manera específica de ser hoy la cultura aquello que nos sirva, lo que “nos dé la gana”. A la manera de las películas, lo que se necesite en un momento de trance, llegará a la manera de un software que se instalará velozmente; así, potencialmente lo sabríamos todo. No se trata de un amarre a la cultura que permite asumir de ciertas maneras las eventualidades de la existencia, sino de un programa ahistórico, eficiente. No se trata de la educación, sino de la inoculación. No hay currículo, sino diseño de software. No se necesita maestro, sino ingeniero. No se necesita aprender, sino funcionar.

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Ya hoy simulamos a esos futuros cyborgs instalando aparatos manos-libres en la cabeza.

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Así, la respuesta escolar que asume tales parámetros, es decir, que se avergüenza de mostrarse referida a una tradición (que huye de la acusación de “tradicionalista” y busca personas alfabetizadas en lo digital, exitosas en el mercado y articuladas a la competencia global13), que se pregunta con temor por la “actualidad” de los datos que divulga, por la apariencia atractiva de su presentación... no hace más que proseguir esa corriente que desmorona su propia razón de ser. Y esto no es “malo”, sencillamente es distinto. La información. Si la escuela tenía el papel de informar, habría que pensar en una época en la que más o menos detentaba un monopolio sobre la información o, al menos, sobre la posibilidad de su interpretación. La escuela se veía como una fuente de datos: no sin razón, pues lo que ella no informaba, en muchos casos no podía aparecer a través de otras fuentes. Pero hoy, las publicitadas ventajas de las tecnologías de la información y la comunicación, han hecho desaparecer prácticamente ese supuesto papel de la escuela. ¿Cómo podría el maestro transmitir algo, si justamente nos vanagloriamos de vivir la época de la información, de su cada vez más veloz transmisión? Si de eso se trata, no hay como Internet (ojalá por banda ancha y permanente), como los soportes multimediales, como la televisión, como el cable, como la TV digital programable. De ahí que los libros empiecen a ser vistos despectivamente ante el ahorro de tiempo que significaría la obtención virtual de información. No obstante, la velocidad de procesamiento cognitivo no ha disminuido en función inversa al aumento de la velocidad a la que fluye la información; ni la dificultad cognitiva ha disminuido en función directa a la reducción del costo del trámite. Como dice Chomsky: “Las propiedades fundamentales de nuestra inteligencia son muy antiguas. Si tomáramos a un hombre que vivió 20 mil años atrás y lo colocáramos desde su nacimiento en la sociedad actual, aprendería lo mismo que todos los demás, y sería un genio o un idiota, o lo que sea, pero no diferiría en lo esencial” (Chomsky y Foucault, 1971, p. 48). El “Gran Hermano” Google promete que ahí está todo, que basta con teclear unas palabras y ¡ya!, sin que debamos vincularnos con la cultura, depender de unos referentes, aprender algo... y luego nos desconectamos, navegamos por otras referencias, buscamos quién está chateando y nos diluimos en el sufrimiento agradable de estar solos en presencia virtual de otros, sin poder hacer preguntas, porque no está de moda pensar. Y si el dato que acabamos de encontrar se necesitare de 13 Así lo plantea Orlando Ayala, vicepresidente senior de mercados emergentes de Microsoft, entrevistado por la revista Dinero No. 346, de marzo de 2010, la cual anuncia en su portada: «Educación, urge un cambio».

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nuevo (pues su destino es el olvido), sólo hay que volverse a conectar (además, el motor de búsqueda guarda tus rastreos y puede recordártelos). Ahora bien, ¿puede estar toda la información en Internet? Ni siquiera si el conocimiento se redujera a la información, podríamos afirmarlo, pues existen modalidades de la información vedadas al “público”: información clasificada, patentes, reservas del sumario, información censurada… Es como la imprenta, que tuvo que ver con el acceso a la información, pero no con la creación de conocimiento. Además, los instrumentos no vienen simplemente a facilitar lo que hay, sino que tienen el efecto de transformar las condiciones mismas en las cuales se definen los problemas: la imprenta no democratizó el acceso a la información, sino que cambió la cultura. Así, Internet cambió la cultura: hoy se habla de caos y sobreabundancia de información. Estamos en un momento en el que, como el conocimiento y el aprendizaje no pueden ser alterados en su especificidad por los aparatos y las fuentes de datos, nos dimos a la tarea de producir información en exceso para producir un semblante de saber. De otro lado, ¿a quién informarle en la escuela? El estudiante llega informado, incluso puede llegar mejor informado que el profesor (sobre todo cuando éste hace dejación del saber, a favor de la satisfacción del cliente). No demanda los datos que el maestro podría dispensar, pues puede estar esperando una llamada por el celular, oyendo música en su iPod, mandando mensajes de texto a través de su teléfono celular, recibiendo correo electrónico, contemplando la imagen que bajó a la pantalla del blackberry, tomando fotos con su cámara digital... mientras el maestro habla del retículo endoplasmático. Pero el sentido de la escuela era más el de una interfase entre la producción simbólica y la posibilidad de acceso a ella (distinto es que, en determinado momento, también fuera una importante dadora de información). Así vista, la función del maestro desbordaría la del corresponsal. De tal manera, cuando la escuela trata de competir en el nivel informativo, cuando trata de emular las fuentes informativas hoy disponibles y se desdibuja como interfase... no hace más que proseguir esa corriente que desmorona su propia razón de ser. El cuerpo. La escuela dispuso de una cierta docilidad del cuerpo, y también buscó producirla. En otro momento, los síntomas de los niños parecían afectar principalmente el asunto del aprendizaje y, apropiada de su papel, la escuela trataba de poner remedio dentro de su propio campo. No quiere decir que lo hacía bien, sino que lo hacía de cierta manera, bajo ciertos supuestos. Pero tal vez hoy

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esté desapareciendo el adolescente: el que adolece de algo que justamente la escuela le daría. Y, en su lugar, lo que se produce es un efecto sobre el cuerpo: un cuerpo des-regularizado. Para ello, la época tiene nombres rimbombantes, como el TDAH. El discurso que se sirve de la ciega producción científica intenta acotar la angustia con palabras así. Se trata del viejo nominalismo: poseer el nombre garantiza la posesión de la cosa. Peor aún: se trata del viejo animismo: poseer el nombre del enemigo ya es avanzar en dirección a su derrota: al nombre, al diagnóstico, le sigue el tratamiento, es decir, la química, bajo el supuesto de que el sujeto es una caña —decía Pascal—, un soporte material por el que fluyen líquidos, ondas electromagnéticas, haces de electrones... en fin, una cosa perfectamente descrita cuyo detritus es la conciencia14. El diagnóstico no arregla nada, por supuesto, pero todos quedan contentos porque sienten que hicieron algo15: los maestros detectaron el “problema” y lo informaron oportunamente; las autoridades escolares, a su vez, lo transmitieron a los padres; y éstos acudieron al sacerdote de la nueva religión: el psiquiatra, quien sostiene un sello en su mano, mientras escucha impaciente —no más de diez minutos— a los desconsolados acudientes; entonces pone punto final a la queja tantas veces escuchada, conocida de memoria, estampando en un papel, que ya tiene firma y fecha, el sello: Ritalina16. La escuela se siente autorizada para derivar hacia otros especialistas, pues esos asuntos ya no parecen de su competencia… aunque esa constante remisión cause el aumento del gasto, con lo que se tiende a reenviarle otra vez el caso y, por eso, no es de extrañar que el maestro o el prefecto de disciplina sea quien dispense píldoras a la entrada del colegio (es la exclusión interna de la que habla Lacan). Además es una manera de quedar en paz con la sociedad, pues ese discurso cientificista viene acompañado de unos estudios delirantes —por decir lo menos—, según los cuales los niños hiperactivos tienen más posibilidades de tener “problemas de conducta” en la adolescencia, de convertirse en malhechores. De manera que, si no les damos la droga, seremos responsables de la 14 En la época de Freud, la ciencia sostenía que el sueño eran restos de la acción consciente. Así mismo, hoy las neurociencias sostienen que el yo es lapsus de percepción de la actividad cognoscente del sistema nervioso central. 15 Como la danza de la lluvia, que “no ejerce ningún efecto sobre el clima de los días subsiguientes, pero quienes participan en el ritual creen que sí” (Dartmouth Brian Quinn, citado por Harari, 1996). 16 Ritalin®, Concerta®, Metadate®, Methylin®, son las marcas comerciales del metilfenidato (MFD), psicoestimulante sintetizado en 1944. Renombrado a raíz del diagnóstico de TDAH (años 90). http://www.nlm. nih.gov/medlineplus/spanish/druginfo/meds/a682188-es.html (consultado en julio de 2010).

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delincuencia del mañana: más del 75% de las recetas de MFD son extendidas a niños (cuatro veces más a los varones)17. El “fracaso escolar” continúa, pero ahora todos cuentan con una coartada: se ha hecho todo lo que estaba a nuestro alcance, pues, si no puede la ciencia, si no puede la química actuar frente a cuerpos químicos, ¿entonces quién? Del niño angelical, inocente, ignorante, que debía ser formado e informado por la escuela... pasamos a un cuerpo marcado con el mal desde los genes (¿recuerdan ese tío que le gustaba beber tanto?...), que debe ser tratado por la medicina. Fármaco-dependiente desde niño, pues la misma escuela crea esa categoría. Y muchos de ellos se sienten orgullosos de estar ya en ese nivel, mientras los otros tienen que ser tratados como ángeles, como tabula rasa (o sea que el procedimiento sí funciona, pero por un camino imprevisto, por lo cual no puede prever los resultados). Pero, ¿y si el cuerpo no es un conjunto de órganos, sino un malentendido? En los albores del psicoanálisis, Freud y Breuer (1895) tomaron los síntomas corporales de las histéricas como mensajes enigmáticos, a los cuales buscaron una causalidad psíquica, más allá de la disfunción química. Por su parte, Lacan (1949) entendió que la percepción que el niño logra de su cuerpo en realidad le viene de una imagen virtual, invertida, a la cual se aliena; así producido, el cuerpo siempre estará en déficit. La imagen del cuerpo —que no el cuerpo— regula el goce des-localizado del niño: su cuerpo fragmentado todavía no ha logrado una “unidad” que sí tiene la imagen; no se trata, entonces, de una realidad percibida, conocida o habitada. El cuerpo es un objeto de goce (del niño y del otro) y toma el valor de la significación que el otro introduce (Ramírez, 2006). La regulación del cuerpo, que hoy parece faltar en la “hiperactividad”, es un asunto de falta de ley, o sea —en sentido psicoanalítico—, falta de límite (no de cantaleta), exceso de pulsión y defecto de deseo, de aquello a lo que alude Freud en su remembranza a propósito de la psicología del colegial. En lugar de esos niños temerosos y respetuosos del adulto —porque había una expectativa, según decíamos— hoy la imagen es la de alguien que no para, que no se concentra, que se aburre. La ley. El diagnóstico de hiperactividad señala nada menos que a lo más consustancial al ser del niño: su actividad, la medida de su vitalidad. Esto siempre 17 Entre 1990 y 2005, la producción anual de MFD se multiplicó por diecisiete. Es el psicotrópico bajo fiscalización internacional con mayor distribución en el circuito legal. Los ingresos por medicamentos para el TDAH superan los 3.100 millones de dólares en USA... cifra superior al producto bruto interno anual de unos 50 países. http://www.articuloz.com/salud-y-ejercicio-articulos/la-ritalina-droga-del-control-272128.html (consultado en agosto de 2009).

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había sido evidente: los niños son “inquietos”. Pero esta palabra no era un diagnóstico, no era un alias con el cual identificarse... al menos por mucho tiempo, pues se sabía que esa característica cedería poco a poco. Hoy, en cambio, se presiente que no cederá y, entonces, se busca normalizar la conducta. Ya no hay el camino de cada uno, su propia regulación en interacción con el otro, sino una actividad “universal”, igual para todos (de ahí tal vez el prefijo ‘hiper-’: por encima de... la norma). Pero el “para-todos” es mortífero, independientemente de los propósitos con los que se lo trate de implementar. No da cabida a cada caso y, en consecuencia, no produce la regulación (el hallazgo que cada uno puede hacer de un deseo), sino la reacción, el enfrentamiento, la trasgresión. En El malestar en la cultura, Freud hablaba de esto de una manera desprovista de cualquier tinte moralista o idealizador: al consentimiento y a la severidad excesivos los llama “métodos patógenos de educación”. En ambos casos, se trata de la ilusión de hacer mejor las cosas: el consentimiento, que no podría sino favorecer al otro, pues ya tendría en sí el supuesto rasgo positivo que tendríamos que sentir ante lo que vaya antecedido de un propósito “por amor”; y el castigo y la reprimenda, que no podrían sino arreglar los problemas causados por la falta de severidad en la crianza. Pues bien, tal percepción se da por desconocimiento de la economía del psiquismo humano: el tratamiento blando e indulgente “ocasionará en el niño la formación de un superyó hipersevero, porque ese niño, bajo la impresión del amor que recibe, no tiene otra salida para su agresión que volverla hacia adentro. Y el tratamiento agresivo, sin amor, no produce tensión entre el yo y el superyó y toda su agresión puede dirigirse hacia afuera” (Freud 1929, p. 126). Y en lugar de asumirlo como un desafío en el que de todas maneras es forzoso perder algo—entre Escila y Caribdis—, le pedimos a la ciencia el todo del conocimiento, la salida segura, la respuesta que obture la pregunta. Esa función cumple gran parte de la investigación en educación: un uso degradado de la razón (Morin, 1982, pp. 300-301). Así, ante la imposibilidad de que algo de la regulación del vínculo con el otro se construya en el ámbito escolar, ante la imposibilidad de que una instancia Otra trascienda las relaciones entre estudiantes y maestros, entre estudiantes y directivas, entre estudiantes, entonces aparece el contrato: el “Manual de convivencia” que padres y estudiantes firman ante la institución al comenzar un año lectivo; los compromisos que el estudiante firma, que incluso redacta de su puño y letra, cada que tiene un problema en la escuela. O sea, un intento de darle un estatuto simbólico —un referente común, por encima de los hablantes— a lo

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que sólo tiene un estatuto imaginario (Miller, 1998a): yo firmo ante mi semejante. No parece que hubiera otra solución que obrar con la lógica del contrato... incluso, en esta época esa lógica parece “más democrática”, de manera que no tiene inconveniente en llamar “autoritarias” a otras lógicas. Hoy nos parece extraña la anécdota de la que se sirve Freud para hablar de la psicología del colegial… Pero tal vez sería más extraño para los de aquella época pensar que su relación con el saber habría de tasarse mediante un contrato. Y como el contrato especifica con claridad lo que se debe hacer —o, si no, hay que hacerle un otrosí— entonces prohíbe lo que no esté estipulado expresamente, y no obliga sino en relación con lo firmado. Es decir, una manera de ordenar las cosas que no abre posibilidades, que no permite al sujeto encontrar un lugar más allá de lo imaginario, hacerse a un deseo… a diferencia de la ley, que estipula un camino, que permite inventar. El contrato deja al sujeto plantado en la gramática que lo social tiene para todos: como el Otro de lo simbólico desfallece, toca hacerse uno a su medida a través del contrato (que, en principio, también es la manera de funcionamiento de los pequeños grupos de poder, como las pandillas que los estudiantes inventan en la escuela). En esto, la escuela se cree contemporánea, actualizada.

Coda Nuevas anécdotas ocupan el lugar de esa extraña cosa que es ser un humano y, por tanto, habría que preguntarse si la vieja herida sangra por nuevos síntomas o si los viejos síntomas tienen nuevas causas. Pero, en apariencia, quien fracasa no es la escuela; contra el sentido de la expresión “fracaso escolar”, en la escuela se juzga que quien fracasa es el estudiante: supuestamente la escuela hace lo que puede, pone lo mejor de sí, pero esos niños obtienen malos resultados, no quieren prestar atención o, mejor, no pueden, porque no se han tomado la Ritalina, porque tienen antecedentes genéticos, etc. La escuela, en tanto institución, se muestra salvaguardada... bajo los efectos de la erosión, sí, pero salvaguardada. Cuando desaparezca, no habrá quien recuerde que ella misma hizo de su imposible una impotencia. La escuela pretende hacer frente a la “crisis” pero, de un lado, se trata de algo estructural, de manera que al verlo como crisis, la escuela no avanza en su propia comprensión; y, de otro lado, las soluciones que inventa para los “nuevos problemas” no hace más que exacerbar los asuntos de los que se queja. Así, por ejemplo, cada vez separa más los ritmos de aprendizaje: los normales y los anor-

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males, los inteligentes y los burros, los competentes y los incompetentes, los que necesitan tratamiento psiquiátrico y los que sólo van al psicólogo. Bajo estas consideraciones, ¿podría la escuela escapar —en una especie de extraterritorialidad social— a la manera de proceder que parece imponerse? Sabemos, porque así lo ha hecho históricamente, que podría dirigirse al saber de una manera que mostrara un camino, responder como lugar de acogida del real de cada niño (Ramírez, 2006), situarse como Otro (es la imagen del Freud estudiante)… pero la vemos sucumbir ante la tentación de corear con otros la cesación de la tradición, de intentar competir con los medios de información, de remitir al especialista el cuerpo des-regularizado y, en consecuencia, de recurrir a la lógica del contrato.

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Formación y cultura: ¿el huevo o la gallina? Ser felices es irrealizable; empero, no es lícito resignar los empeños por acercarse de algún modo a su cumplimiento. Sigmund Freud La decisión cartesiana de identificar lo verdadero con lo evidente, funda la ciencia; y la identificación freudiana de lo verdadero con lo extraño funda el psicoanálisis. René Guitart

La formación no proviene solamente de la educación deliberada. En tal sentido, vamos a leer El malestar en la cultura. En ese texto, Freud (1929, p. 65) postula un divorcio entre lo que admiramos en los otros (poder, éxito, riqueza) y lo que al mismo tiempo consideramos como la grandeza humana, como verdaderos valores vitales. Por ejemplo, hoy se habla de la educación como un valor, pero los modelos de identificación son personajes que no necesariamente se destacan en ese ámbito, ni por su capital cultural, sino por sus medidas corporales, por el segmento del día en que se exponen en la pantalla o por la cantidad de tiempo que los mass media hablan de ellos. Antes, los cuadernos para uso escolar traían en la contracarátula las tablas de multiplicar o las convergencias entre los distintos sistemas de unidades de medida. Hoy, las carátulas de los cuadernos traen modelos, caricaturas de moda y personajes de farándula. ¿Se venderían hoy unos cuadernos con la imagen de Montessori o de Freire? Pero lo que Freud va a plantear no está tanto en los desacuerdos entre el pensar y el obrar, sino en “el acuerdo múltiple de las mociones de deseo” (Freud, 1929, p. 65). En el primer caso, no habría por qué esperar consistencia entre lo dicho y lo hecho; el decir es, al mismo tiempo, un hacer en el contexto en que es realizado, ante el público respectivo; mientras que el hacer tiene, a su vez,

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su contexto y su público (además, tiene el efecto de un decir, independiente de las palabras de las que se acompañe). Y, en el segundo caso, Freud propone un nivel de análisis en el que esos asuntos no resultarán tan discordantes... pero ya no se refiere al sentido promovido por el lenguaje y su interpretación, sino a la satisfacción pulsional. En el texto, para pensar la especificidad humana, Freud introduce la pulsión. Insertaremos el posible papel de la educación en ese panorama.

4.1 El origen del sujeto Tras leer El porvenir de una ilusión (Freud, 1927), Romain Rolland le comentó al autor que compartía su juicio sobre lo religioso, pero que lamentaba el descuido de “la fuente genuina de la religiosidad”, a saber, el sentimiento oceánico, usado por iglesias y sistemas religiosos, pero que no es un asunto de fe, ni una promesa de salvación. Freud no comparte esta idea y como él mismo no experimenta tal sentimiento, se pregunta en qué consiste: ¿habrá que buscar sus indicios fisiológicos?, ¿o la representación que mejor se asocie con tal sentimiento? (p. 66). Si con la postura frente a la relación decir/hacer vimos que el lenguaje no se juzga por su adecuación a los actos, con la última observación vemos que, para Freud, el lenguaje tampoco es una relación entre unidades formales y unidades de significación (como en la lingüística): los contenidos de representación se asocian con los sentimientos; es decir, los contenidos de representación no responden única ni principalmente a su adecuación a la realidad, sino que en principio se asocian con sentimientos (pero no a la manera de la “función emotiva” de la que hablan los analistas del lenguaje, que se refiere al énfasis en el emisor [Jakobson, 1960, p. 353]). Para Freud, asociarse con un sentimiento no atañe a la significación, sino a la satisfacción pulsional. Así, el sentimiento de co-pertenencia con el mundo exterior es más bien una “visión intelectual”, no sin su tono afectivo, que tal vez no ha sido bien interpretado, si es que se lo sitúa como fuente y origen de lo religioso. En otras palabras, ¿qué se dice cuando se declara experimentar un sentimiento? Aparentemente, declaramos lo que percibimos de un estado interior comunicable. Pero, ¿no podemos tener una costumbre (cultural) de declarar las cosas de cierta manera?, ¿no hay intermediación entre el sentimiento y la “visión intelectual”? El análisis que Freud va a hacer de este caso responderá algunas de estas preguntas. Dos asuntos no le ajustan bien:

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* Primero, la idea que el hombre reciba una noción de su nexo con el mundo a través de un sentimiento inmediato. Duda plausible, si situamos a ese hombre en una sociedad que busca el conocimiento, en una historia durante la cual no hemos hecho más que contender por el sentido que tendrían el mundo natural y social (desde prácticas que buscan el saber-hacer, o la verdad, o el conocimiento). Tenemos más bien la idea de un saber como aproximaciones sucesivas, si no es que las pensamos como discontinuas, aleatorias... y en tal contexto, ¿podría el hombre recibir, sin más, una noción de su nexo con el mundo?, ¿por qué no ocurre algo similar en relación con tantas preguntas que la humanidad se hace?, ¿para qué hacer esfuerzos en pos del saber, si éste puede llegar a la manera de una certeza sensible? Desde la antigüedad, muchos filósofos desechan la posibilidad de un conocimiento proveniente de una certeza sensible; dicho de manera más radical: ¿es posible dar a la “certeza sensible” el estatuto de un conocimiento? Como vimos (§1.2.1), tanto para la ciencia como para el psicoanálisis es imperioso romper con la suposición de co-naturalidad entre el sujeto y el objeto (propia del conocimiento anterior a la ciencia) (Miller, 1979, p. 43). * Y, segundo, para Freud el sentimiento oceánico no entrama bien con la psicología humana: los sentimientos no expresan el funcionamiento del ser humano en relación con el mundo, sino en relación con la satisfacción de la pulsión. Si tuviéramos ese vínculo con el todo, ¿por qué lo perdimos para venir a caer en entidades diferenciables de ese todo? (obsérvese que la idea crea un espacio de respuesta en el que sus presupuestos se hacen necesarios); ¿son menos infelices quienes dicen experimentar dicho sentimiento? Ante estas dudas, Freud resuelve hacerle una “derivación genética” a la noción. Parte de la certeza que tenemos de nuestro sí-mismo: un yo autónomo, unitario y deslindado de lo otro. ¿Quién dudaría de la adecuación entre tal enunciado y su referente? Incluso, esa certeza puede considerarse como necesaria para tomar la palabra: ¿se podría hablar sin considerarse a sí mismo de esa manera? La comunicación presupone una serie de certezas: que el yo de la enunciación es la persona que toma la palabra, ser autónomo, diferenciado de los demás; que las palabras se refieren al mundo; y que van dirigidas a otro ser humano, también autónomo y diferenciado de los demás. Pero Freud dirá que la idea de sí-mismo tiene una génesis y, en consecuencia, nuestra certeza al respecto es un producto cuya historia hemos olvidado. Para el psicoanálisis, el yo a) se continúa hacia adentro, sin frontera clara, en un ser anímico inconsciente al que sirve de facha-

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da (¡nuestras certezas son las fachadas de una vida psíquica inconsciente!) y que suele lucirnos extraño1. Y b) hacia fuera los límites pueden desvanecerse: en el amor, por ejemplo: “El enamorado asevera que yo y tú son uno, y está dispuesto a comportarse como si así fuera” (p. 67); así mismo, en los celos se atribuye al mundo exterior lo que se ha generado en el sujeto. A veces se borran nuestros límites, o se trazan por otro lado, de manera que partes del cuerpo o de la vida anímica parecen ajenos; es algo que la literatura nunca ha tenido reticencia en plantear abiertamente y que ciertas patologías expresan in extremis. Cuando las teorías sobre el lenguaje relegan la “patología”, no se trata de su incapacidad de explicarla (lo cual admitiría la sospecha sobre teorías obtenidas de esa manera), sino de la delimitación del objeto y de su concomitante exclusión de la singularidad. En definitiva, para Freud no hablamos de lo que sentimos, sino que exhibimos las fachadas de la vida psíquica inconsciente; por eso se refiere a la idea del sentimiento oceánico como una visión intelectualizada. Así las cosas, el sentimiento yoico es perturbable, los límites del yo no son fijos (p. 67)… es lo que Freud encuentra todo el tiempo en su clínica. Por ello, no es necio pensar que la idea de sí-mismo como unidad sufre cambios, que no es igual desde el comienzo. En ese sentido, el yo y el mundo exterior al principio están unidos (el recién nacido no se diferencia del resto); y sólo cuando el lactante distingue entre las fuentes de excitación que envían sensaciones de forma permanente y las que no, se contrapone él con el objeto que necesita; o sea, no sostiene una relación “objetiva” con el mundo, no se trata de un sujeto cognoscente; el asunto es más bien de implicación. Cuando el niño llora, los hablantes asignamos a ese llanto un propósito comunicativo: “Todavía tiene hambre” o “quiere recuperar el objeto que se cayó”, etc.; y confundimos la reacción del niño ante nuestro acto (darle más alimento, pasarle el objeto, etc.) con una confirmación de nuestra hipótesis. Y así nos perdemos de entender algo crucial: es sólo retroactivamente que el llanto adquiere sentido. Primero es sencillamente un grito; pero ante la respuesta como si fuera un signo, se convierte en un signo (lo que, de otra parte, mostraría la naturaleza cultural del lenguaje). La primera oposición, entonces sería: objeto requerido / lo que queda sin él

1 Por eso decimos cosas como: “¿yo dije eso?”, “disculpa, yo no quería hacerte daño”, etc. Como se ve, el ‘yo’ queda diferenciado de otra cosa que se enuncia como si no fuera propia.

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Pero esta primera oposición no equivale a la de mundo/yo, respectivamente. Faltaría todavía el papel del displacer. La homeostasis —tendencia de los organismos a mantener el menor nivel posible de tensión—, que Freud denomina en el hombre principio del placer, funciona hasta cierto momento. En tanto este principio ordena (lo llama “amo irrestricto” [p. 68]) cancelar y evitar el displacer, contribuye a desasir un yo de la masa de estímulos enviados desde el mundo: se forma entonces un yo-placer, contrapuesto a una serie de amenazas “exteriores”: amenazas “exteriores” / yo-placer Pero los límites de este primer yo se reharán todavía: parte de lo placentero que no se quisiera abandonar no es yo sino “objeto”; y parte de lo martirizador que sí se quisiera abandonar es “interno”, es “yo”. Así, la guía intencional de la actividad (separarse del estímulo exterior que displace, mediante la actividad motora) distingue un yo del mundo exterior, pero ahora bajo el principio de realidad, que gobernará desde entonces2: objeto requerido, amenazas / yo-placer, estímulos internos que displacen La conclusión era esperable, pero es sorprendente: al principio, el yo lo contiene todo3 y luego segrega de sí un mundo exterior (p. 68). ¡Es todo lo contrario de lo que estamos acostumbrados a pensar!: no es que en el mundo haya yoes, sino que el yo segrega un mundo exterior. Si esto es así, el sentimiento de un yo separado del mundo es lo que queda disponible —a la conciencia— de un sentimiento más abarcador que se conserva de forma inconsciente, con contenidos de representación como la ausencia de límite y la atadura con el todo: el sentimiento oceánico (y, ¿por qué no?: el panteísmo). Esto supone que, en la vida anímica, se conserven todas esas fases (p. 69). El olvido (que es un asunto de no acceso a la conciencia) no aniquila la huella mnémica (que es un asunto inconsciente): lo que una vez se formó no puede sepultarse, de manera que, bajo ciertas circunstancias, es recuperable (o sea que no está siempre disponible: hay que oponerse a una fuerza para recuperarlo)… o, al menos, no deja de producir sus efectos. No pasa así en otros ámbitos, donde se pierden las formas anteriores o primitivas: la evolución animal, los monumentos históricos, el normal deterioro del tejido nervioso, las fases previas del crecimiento del ser vivo, etc. No: el “órgano de la psique” permanece intacto; en lo anímico es la regla y no No obstante, todavía es posible (como en la psicosis) que, para defenderse del displacer interior, el yo aplique el mismo método que usa contra un displacer externo. 2

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Es una manera de decir, pues en tal condición no tendría sentido hablar de “yo”.

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la excepción que se conserven los estadios anteriores junto a la forma última. Ahora, si bien “no estamos en condiciones de obtener una imagen intuible de ese hecho” (p. 72), sí podemos pensar que allí cumple un papel importante la entrada del niño al campo simbólico, al campo del lenguaje. Así las cosas, quien reporta el sentimiento oceánico puede pensar, por ejemplo, que le está siendo revelado un secreto sublime (“eres parte del todo”) y, en consecuencia, dedicarse a servir a tal revelación. Pero Freud diría que en realidad le está asignando un sentido a una reminiscencia (anamnesis) de una fase temprana del sentimiento yoico. Y es que no resistimos la falta de sentido y tendemos a llenarla de inmediato, con una selección de las palabras que están a nuestro alcance (y es la sociedad la que las pone a nuestro alcance); por eso, Freud había dicho: “visión intelectual”. Más que de una iluminación (un satori) o una revelación, sería menos impreciso hablar de “regresión”. En conclusión, el mundo es uno de los efectos que se producen en nuestra formación como sujetos. Para Freud, entonces, el sentimiento oceánico no puede ser la fuente de lo religioso: no expresa una necesidad sino que busca restablecer el narcisismo irrestricto, pues —recordémoslo— se trata del momento en el que el lactante no se diferencia del resto. Por eso, la meditación sin pretensiones religiosas puede satisfacerlo (ciertamente, muchas prácticas orientales se declaran no-religiosas). En cambio, la fuerte necesidad que hay tras las conductas religiosas es muy distinta: puede llevar, por ejemplo, a autoinmolarse, a hacer la guerra, a hacer grandes sacrificios grupales. Ella, la más fuerte para el niño, es la de recibir protección, pues el desvalimiento infantil —que se prolonga en la angustia del adulto frente al poder del destino (p. 73)— es muy fuerte y permanente en los humanos. Es uno de los argumentos de El porvenir de una ilusión (Freud, 1927). Por supuesto que tal necesidad y el sentimiento oceánico se pueden poner en relación, pero sólo después de haberse constituido cada una: el contenido de pensamiento del sentimiento oceánico (“ser uno con el todo”) sirve de consuelo religioso, como modo de “desconocer el peligro que el yo discierne amenazándole desde el mundo exterior” (Freud, 1929, p. 73)4. Esto permite pensar que el llamado mundo “exterior” tiene mucho de “interior”. Que segreguemos un mundo exterior da fundamento al animismo; y el hecho de que cada sujeto lo haga de manera singular da fundamento a la idea de un solipsismo estructurante al que se agrega el lazo social. Si bien cada uno asume de forma precisa la amenaza, el 4 Según Freud, esto compromete los temas del trance y el éxtasis, en una continuidad con los efectos producidos por las prácticas yogas que buscan extrañarse del mundo.

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objeto, el placer, etc., no obstante todos estos asuntos son brindados al sujeto desde la cultura, a través del lenguaje, con intención formativa.

4.2 La búsqueda de la felicidad El ofrecimiento que hace la religión de esclarecer los enigmas de la humanidad y la promesa que hace de cuidar y resarcir a los sujetos, se relacionan directamente con propósitos educativos: proporcionar conocimiento, cuidar y dar consuelo. No en vano, educar ha sido (y sigue siendo, en gran medida) una de las tareas de las comunidades religiosas; si fueran dispositivos tan distintos, no habrían hecho el prolongado consorcio que les conocemos. Pero, de nuevo: ¿a qué tipo de conocimiento se refiere la religión para poder ofrecer un esclarecimiento de los enigmas de la humanidad, cosa que la humanidad justamente no ha podido lograr?; y, de otro lado, ¿qué concepción del hombre maneja, de manera que pueda prometer cuidado y resarcimiento? Es contundente la respuesta de Freud (p. 74): se trata de un modelo infantil: los objetivos en mención tienen semejanza con la idea de un padre que conoce los requerimientos de la criatura, que se enternece con sus súplicas y que se aplaca ante su arrepentimiento... los cuales, a su vez, son principios educativos: conocer al niño (por ejemplo, sus “niveles de desarrollo”), escucharlo (ser flexible y comprensivo, convocar su palabra), aceptar su contrición (acuerdos de buen comportamiento). En otras palabras, la formación se persigue desde dispositivos como la religión y la escuela, con idénticos presupuestos: * Habría ya un saber, una verdad; y da igual que sea revelada, como en el caso del dogma, o encontrada por la ciencia, pues los usuarios en los respectivos dispositivos —la religión y la escuela— no pretenden demostrarla (algunas veces no sabrían cómo), sino solamente “transmitirla”, que es lo más acorde con la bondad supuesta en ese acto, ya que cualquier otra actitud distraería los objetivos principales. * Habría unos detentadores del saber: los sacerdotes y los maestros, ungidos mediante sendos ritos simbólicos, por lo cual representan el producto acabado de la formación, ejemplo para el aprendiz. A su vez, estos detentadores del saber cuentan con sus exegetas, que respaldan el valor de verdad de aquello que dicen en el púlpito o en el aula. Además, tienen sistemas de evaluación que ponen a todos en actitud de verificar que las cosas se están haciendo como se debe.

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* Habría unos necesitados de formarse con arreglo a esa verdad, a esa manera de conocerla y transmitirla (sujetos sin atributos). Y quienes acepten esas condiciones formarán un grupo en el cual podrán sentirse protegidos, no sólo de la agresión del destino (físico o humano), sino también —y sobre todo— de la incertidumbre; se trata de un delirio (una “corrección” de la realidad desde el deseo) que, por el hecho de ser compartido, no se discierne como tal (p. 81). Entonces, más que saberes, se juega un orden social, posible por suponer al sujeto necesitado de la protección ofrecida por tal nudo de certezas y de jerarquías. En tal modelo de formación, la mayoría queda atrapada en una concepción pueril de la vida (véase lo que creen que pueden hacer los estudiantes con el saber que la educación supuestamente les va a “dar”) que, no obstante, es defendida mediante principios filosóficos “impersonales”. Desde esta perspectiva, la escuela ya no sería simplemente un dispositivo que cumple una función social (impartir conocimiento y moral), sino que más bien responde de una manera particular y convencional —histórica— a una necesidad incorporada en la condición humana. Y esa condición humana es el sin-sentido, la ausencia de teleología, la miseria. Veámoslas una por una. Una vez se introdujo el lenguaje (como no se nace con él, ni se produce de manera natural, tiene que ser enseñado a cada niño que nace), aparece la pregunta por el sentido, que es producto del hecho mismo de hablar... los animales no se lo cuestionan, no porque para ellos la pregunta esté resuelta, sino porque no tienen ese nivel de preocupación. De manera que la pregunta en mención aparece con el lenguaje, por la falla de su estructura, por la imposibilidad de cumplir la promesa de consistencia que anida en lo simbólico; así, no tiene respuesta y pretender que la tenga es desconocer la especificidad del lenguaje (creer, por ejemplo, que éste habla de la realidad, que es representación) y del sujeto que le resulta como implicación (creer que éste es transparente para sí mismo). Idéntica inquietud, en clave religiosa, es la pregunta teleológica: el “propósito de la vida humana”, en el entendido de que en su ausencia la vida perdería su valor; pero, entonces, ¿por qué no se habla del propósito de la vida animal?5. Entonces, si sólo la religión sabe responder la inquietud por el sentido de la vida, ¿no es porque la pregunta depende del sistema religioso mismo? (p. 75). Incluso 5 Se descarta, por pueril, la respuesta antropomorfa según la cual los animales estarían ahí para servirnos (“Las abejas nos dan la miel”)... pues miles de especies desaparecieron antes de que el hombre emergiera.

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podríamos ubicarla como un subconjunto de la pregunta por el sentido, anclada a la existencia misma del lenguaje, como explicábamos antes. Ahora bien, el sentido y el propósito de la vida humana, presentados en el marco de una respuesta a la existencia humana, tienen como trasfondo el asunto de la felicidad. Freud no es pesimista, pero su trabajo le obliga a concebir que no hay un plan bondadoso detrás de la existencia humana; la felicidad es episódica: “Estamos organizados de tal modo que sólo podemos gozar con intensidad el contraste, y muy poco el estado” (p. 76)6. Más fácil es experimentar el sufrimiento. Ésta es nuestra miseria. Freud habla de tres fuentes del sufrimiento: a) El cuerpo, que es limitado, que requiere el dolor y la angustia como señales de alarma y que está indefectiblemente destinado a la ruina. b) El mundo exterior, dotado de fuerzas que superan con creces a los humanos. c) El lazo social, que nos depara gran parte de la infelicidad. Entonces, a) frente a un cuerpo irremediablemente frágil, el sujeto es débil y la educación le enseña a enfrentarlo con ayuda del conocimiento social (higiene, gimnasia, medicina, regulación de la alimentación, etc.), al que se le supone un avance constante. b) Frente a una naturaleza de fuerza insuperable, el sujeto es impotente y la educación le enseña a intentar enfrentarla mediante el trabajo (intento de someter la naturaleza a la voluntad humana), inscrito en la sociedad, al que también se le supone un avance permanente, en función del conocimiento que se pone a su servicio. Y c) frente a un lazo social regido de manera siempre insuficiente, el sujeto se muestra inconforme y la educación le enseña a enfrentarlo mediante una ética a la que se le supone cambio, pero no obligatoriamente avance.

Fuente

Cualidad

Modalidad

Sujeto

Abordaje

Cualidad

Cuerpo

Frágil

Necesario

Débil

Conocimiento

Avanza

Naturaleza

Hiperpotente

Necesario

Impotente

Trabajo

Avanza

Lazo social

Insuficiente

Contingente

Inconforme

Ética

Cambia

Pero, pese a la educación, muchas de las respuestas toman otros caminos: a) cuando se trata del cuerpo, hay quienes buscan influir directamente sobre él, pues un sufrimiento es una sensación que subsiste mientras la sentimos, y así viene el consumo de sustancias que influyan sobre la química del cuerpo (asunto 6 Obsérvese que aquí la referencia al principio de homeostasis del sistema nervioso ha desaparecido: el ser hablante goza del contraste (y, a más contraste, más goce), o sea, de lo contrario que haría si fuera un animal, para el cual el contraste debe tender a cero.

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que incluso ha sido cultural). b) Cuando se trata del mundo exterior, hay quienes aspiran a conquistarlo sin trabajar (la lotería, la herencia, la expropiación y, en la escuela, la trampa, el atajo) o simplemente buscan extrañarse de él (Freud cita el sentido del cultivo del jardín en el Cándido de Voltaire; igualmente podríamos citar al Quijote y su vida caballeresca). Y c) cuando se trata del lazo social, hay quienes buscan aislarse del resto de seres humanos o lo asumen como un destino escrito en las estrellas, adivinable por las líneas de la mano y transformable mediante pases mágicos… En resumidas cuentas, hay un abismo entre los propósitos educativos y lo que pulsa en los sujetos. Todas estas salidas, según Freud, devalúan nuestra miseria. Nuestra miseria —la condición humana— tiene un valor para él, pues es gracias a ella que inventamos la cultura; pero no solemos estar a la altura de tal condición y la asumimos como aquello que debe ser convertido en otra cosa —“felicidad”, por ejemplo—, en pos de recuperar una condición que supuestamente tuvimos pero que, por alguna razón, se perdió. En los propósitos educativos pululan los ejemplos de esta dificultad para estar a la altura: formar sujetos autónomos, educar para la libertad, etc. Pero todas esas salidas son fallidas (por nuestro estatuto, no porque no seamos capaces de lograrlas) y la miseria se recompone luego de nuestros intentos de ignorarla: a) la intoxicación dilapida una cantidad enorme de energía que poco aporta a mejorar la suerte del sujeto (p. 78), y nos vuelve incapaces de recibir displacer (o sea, incapaces de disfrutar, si acordamos con la idea citada de que sólo gozamos el contraste): se produce un desfase entre un cuerpo feliz y un sujeto sin razones para estarlo; además, el cuerpo va hacia la muerte, hagamos lo que hagamos (y si alguien supone que el avance de la ciencia pondrá límite a ese avatar, ya la literatura —con el tema del vampiro— nos ilustró lo atroz que puede ser un humano sin muerte, pues no tiene un límite que le permita construir un proyecto, un deseo). b) La distracción, como intento de ignorar nuestra miseria, apenas permite un sosiego que sabemos inferior a la satisfacción pulsional; además, de todas maneras, “el mundo exterior nos deja en la indigencia, cuando nos rehúsa la saciedad de nuestras necesidades” (p. 78), sobre todo si el mundo social está organizado en un sistema productivo cuyo motor es el consumo, para el cual es vital que aparezcan “necesidades” todo el tiempo. c) Finalmente, siempre estaremos inconformes del lazo con el otro, así intentemos tenerlo a distancia (el delirio individual del aislamiento poco consigue, pues la falta de referencia al otro aumenta el peso de la realidad) o manipularlo mágicamente.

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¿Cómo opera la educación en este tópico? Cuando intenta hacer feliz al estudiante7, cuando busca “hacerle fácil lo difícil” —así se define la pedagogía8—, o acostumbrarlo a las formalidades de funcionamiento del dispositivo, cuando lo persuade, así no quiera, de que el trabajo es aburrido y el recreo divertido... ¿acaso la escuela no parece también un instrumento de devaluación de nuestra especificidad humana? Tenemos en ese dispositivo un sistema de recompensas fáciles y de castigos por distanciarse del dogma conceptual o práctico que nada tiene que ver con la idea de estar a la altura de nuestra singularidad. No en vano, Freud se lamentaba de que la escuela pidiera en un sentido distinto al de la especificidad humana (1929, p. 130), mintiera en el tema sexual e impusiera la religión (1910, p. 74). El ataque a las fuentes del displacer muestra mecanismos más bien tangenciales del psiquismo humano. Entrando cada vez más en su tema, Freud habla de los caminos emprendidos por las escuelas de sabiduría de la vida y por los seres humanos para disminuir la infelicidad o atemperar la ausencia de sentido, de propósito (p. 77). La satisfacción irrestricta, por ejemplo, en cuyo ejercicio recibimos de inmediato la sanción del otro y de la tozuda realidad; ante esto, no se abandona la alternativa, pero la mayoría baja las exigencias —tal como el principio de placer dio lugar, bajo el influjo del mundo, a un modesto principio de realidad— y siente un “resignado cansancio” (p. 81) si sale más o menos ilesa del sufrimiento. Toda cultura busca gobernar la pulsión (p. 78): atemperarla, como en la templanza, la oración, el encierro, la autoflagelación, etc.; incluso matarla, como en el yoga. Cada cultura tiene su sistema educativo para el régimen pulsional que elige. Por ello, la idea de aplacar la pulsión es un principio educativo por excelencia9: 7 “El Plan Educativo de Formación Integral, Red Nacional de la Felicidad, busca brindar un desarrollo integral y equilibrado en procura del bienestar, el mejoramiento de la calidad de vida y la felicidad tanto del individuo como de la comunidad, al complementar la formación de docentes, alumnos y padres de familia a partir de su propio crecimiento”. http://www.mineducacion.gov.co/1621/article-87330.html (consultado en junio de 2009). 8 “Hacer fácil lo difícil es propio de quien es maestro en lo suyo, y tanto, que lo hace con solvencia y sin alarde de solvencia”. http://coso.pitas.com/17_07_2005.html (consultado en junio de 2009). “Parecería que la creencia es: ‘cuanto más difícil, mejor’; este es un burdo error pedagógico. El arte de la enseñanza es hacer fácil lo difícil, sin que se pierda el rigor científico del conocimiento. Para realizar esta tarea existe la profesión docente”. Diario La opinión, consultado por internet en junio de 2009: http://www.laopinion-pergamino.com.ar / ARCHIVO/nota.asp?date=2008/01/31&vernota=1895&id=66 9 Según vimos (§2.1.4), uno de los ejes de la posición de Freud frente a educación era justamente en torno a la manera como se enfrenta la vida pulsional de los niños.

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no pelear, regular los esfínteres, no gritar, no violentar al otro, no masturbarse, compartir los espacios con otros, no decir groserías, esperar para hacer (o ver o escuchar) cierto tipo de cosas, etc. Pero controlar la pulsión no es del todo un camino exitoso. Por una parte, señala Freud, se sacrifica la vida10; y, por otra, se obtiene un sosiego que contrasta con la intensidad de la dicha provocada por la satisfacción de una pulsión silvestre, no domeñada; cosa que el sujeto sabe y que, en consecuencia, vive como tentación permanente (en todo caso, se sabe que duele menos dejar de satisfacer una pulsión sometida, que una pulsión no sometida; el precio de ello es una reducción de las posibilidades de goce [p. 79]) que, a su vez, relanza los ejercicios de evitación, y así sucesivamente. De esto se derivan al menos dos asuntos: de un lado, el atractivo de lo prohibido, que la escuela experimenta como problema permanente; y, de otro lado, el poco aprecio que tienen los hombres por el trabajo —sólo lo realizan porque se ven forzados—, siendo que es un condensador muy especial: inserta al sujeto en un fragmento de la realidad social, y utiliza “componentes libidinosos, narcisistas, agresivos y hasta eróticos” (p. 80); sin embargo, esparcimos la especie de que el trabajo infantil es abominable y que la escuela se opone al trabajo. La sublimación parece una excepción a todo esto. Pero esta “ganancia de placer que proviene de las fuentes de un trabajo psíquico e intelectual” (p. 79) no es un acto voluntario, ni enseñable11; es el aprovechamiento que ciertos aparatos anímicos, con disposiciones y dotes especiales (no universales), pueden hacer de los desplazamientos libidinales. En tales casos, las personas alcanzan la meta pulsional sin denegar el mundo exterior. Sin embargo, tal satisfacción (por ejemplo: crear arte, solucionar problemas cognitivos, etc.) poco conmueve el cuerpo y es de baja intensidad, comparada con la que “produce saciar mociones pulsionales más groseras, primarias” (p. 79); además, tales personas no quedan blindadas contra el sufrimiento, sobre todo cuando éste viene del cuerpo (p. 80). ¡Qué decir, entonces, de las pretensiones educativas de enseñar el arte y la literatura e, incluso, la creatividad! Por su parte, el disfrute de obras artísticas y la fantasía es posible cuando la realidad se somete parcialmente a examen. Pero más que placer y consuelo, produce una débil narcosis que no permite olvidar una miseria 10 El yogui que ha logrado vencer el hambre, la sed, el frío, etc., es alguien que ha dejado de vivir... Incluso, algunos practicantes resuelven desconectarse voluntariamente de la vida. 11 Aunque, según vimos antes, la primera postura de Freud frente a la educación sí parecía considerar la sublimación como enseñable.

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real (p. 80). Entonces, cuando la escuela enaltece la vida de la fantasía y el disfrute de obras artísticas, puede promover la debilidad del pensamiento, la falta de iniciativa para crear condiciones que permitan realizar un deseo. El amor es otra vía: al alcance de todos, afronta el mundo exterior, obtiene placer a partir de un vínculo… Sí, pero, de un lado, es lo primero que se quiere evitar entre los estudiantes; la escuela lo omite (o lo moraliza) y sataniza lo que tenga que ver con el sexo. Y, de otro lado, “nunca estamos menos protegidos contra las cuitas que cuando amamos; nunca más desdichados y desvalidos que cuando hemos perdido al objeto amado” (p. 82); curiosamente, para evitar este posible displacer, muchos intentan abstenerse o amar con cautela. En conclusión, la felicidad es imposible, pero no es lícito abandonar los empeños por lograrla (p. 83). Atención: no se trata de plegarse a la idealización de una vida feliz, pero tampoco de resignarse cínicamente a la suerte o pasar al acto canalla. La especificidad humana es un trabajo en esa ambigüedad. Cuánto se puede esperar del mundo y de los semejantes, no es una fórmula para todos, pues la economía libidinal de cada uno dibuja el campo del disfrute posible y da la fuerza con que se cuenta para modificar el mundo según sus deseos. Imponer un mismo camino, desvalorizar la vida, idealizar delirantemente la realidad y amedrentar la inteligencia, afectan la elección (p. 84). Religión y educación, entonces, trabajan el punto donde el sujeto decide: subordinarse a los inescrutables designios (de Dios o del currículo), o trabajar en pos de lo deseado. Ante lo perecedero del cuerpo y ante la imposibilidad de dominar por completo la naturaleza —las dos primeras fuentes de desgracia señaladas por Freud—, los hombres no se han paralizado, sino que han trabajado. Sin embargo, se quejan de que los progresos en las ciencias y la técnica no los hacen más felices (p. 86): el progreso que permite escuchar a alguien a distancia es el mismo que le ha permitido irse lejos; se reduce la mortalidad infantil, pero con penosas condiciones para la vida sexual; aumenta la expectativa de vida, pero de una vida fatigosa (p. 87)… Y en relación con la tercera fuente, las normas para regular el vínculo social, sentimos que no consiguen proteger y beneficiar a todos; parece haber ahí una dificultad estructural de nuestra propia complexión psíquica (p. 85). La hostilidad a la cultura (p. 86) se manifiesta echándole la culpa (y, entonces, deberíamos volver a condiciones primitivas), o desvalorizando la vida terrenal (y, entonces, se promete un “más allá”), o creyendo que los “primitivos” sí son dichosos (y, entonces, habría que ser como ellos), o proponiendo disminuir las exigencias al niño (y, entonces, habría que dejarlo hacer, preguntarle qué quiere aprender).

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4.3 Algo (más) de la especificidad humana Si cultural es aquello que permite al hombre servirse del mundo, protegerse, etc., (herramientas, fuego, viviendas [p. 89]), hablaríamos de “condiciones objetivas” y de sujetos cognoscentes dispuestos a satisfacer sus necesidades. Incluso Freud da lugar a eso cuando concibe los instrumentos como prolongaciones de los sentidos (pp. 89-90). Pero tales presupuestos se deshacen en el interesante análisis que hace de la conquista del fuego, en una nota marginal; es indudable el aporte material del fuego a nuestro destino, pero, ¿cómo pudo estar el hombre en posición de conquistarlo? Freud hace la siguiente conjetura. Al encontrar fuego, el hombre primordial lo extinguía con orina (cf. Gulliver, en Lilliput, y el Gargantúa de Rabelais). El placer ligado a este acto proviene del valor fálico de las lenguas de fuego, que Freud deduce de las sagas humanas registradas. Se trata, dice, del “goce de la potencia viril en la competencia”. Es decir, ante el fuego, el varón veía a un semejante y, en consecuencia, se despertaba la contienda con la imagen especular, en tanto ella da consistencia, pero también podría quitarla. Por Hegel (1807, §IV-A-3) sabemos que esta relación es mortífera y que de no mediar algo entre las conciencias que se reconocen, no hay solución posible. Por eso Freud anota: “Quien primero renunció a este placer y resguardó el fuego pudo llevarlo consigo y someterlo a su servidumbre”. En otras palabras, la aparición del sistema simbólico —aquello a nombre de lo cual se renuncia a un placer— permite atenuar la agresividad imaginaria y dar lugar a otra cosa. Es decir, la aparición de la ley —entendida como límite— es condición del dominio técnico del fuego, o sea, de la posibilidad de la cultura. El hallazgo técnico es producto de la condición simbólica, no al contrario. “Por haber ahogado el fuego de su propia excitación sexual pudo enfrenar la fuerza natural del fuego” (Freud, 1929, p. 89). En estas palabras se ve también que la cultura implica una pérdida de goce sexual: “Así, esta gran conquista cultural habría sido el premio por una renuncia de lo pulsional” (p. 89). En el hiato producido por esa renuncia, aparece una opción, toda ella contingente, insegura, separada de cualquier plan, de cualquier homeostasis, de cualquier teleología. Y su condición, insisto, es el símbolo, el lenguaje, el límite. De donde la educación —más allá de lo que se piense sobre ella— no puede separarse de ese límite impreciso y siempre problemático creado por la aparición de la ley, condenada a extraer la energía que exige, de la renuncia pulsional.

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Los ideales albergan aquello a lo que se renuncia: el hombre atribuyó a los dioses todo lo que parecía inasequible a sus deseos o le era prohibido, dice Freud. Y, ¿qué mayor ideal que la condición de poder disfrutar sin límites? Por eso, al final de los cuentos de hadas se dice que los enamorados “vivieron felices para siempre”. De manera que si la técnica nos acerca a esos ideales de omnipotencia y omnisapiencia, ellos pierden su condición de tales, lo cual se ve en la edificación de nuevos ideales y en la manera misma de disfrutar de tales conquistas: “En ciertos puntos en modo alguno, en otros sólo a medias” (p. 90); es el caso del complemento “vivieron felices y comieron perdices”: no se trata principalmente de la exigencia de rima, sino del ‘pero’ que los hombres saben interponer a toda posibilidad de disfrute: si comer perdices es parte del ser felices, no habría que agregarlo (a no ser que se añadieran todas las otras circunstancias que les producirían felicidad); de manera que comer perdices no hace felices a los hombres (al menos no a todos, al menos no de la misma forma). En otras palabras, podrían haber sido felices, pero —en tanto humanos— ya inventarán la manera de arruinarlo. De manera que, mientras Freud habla de una aproximación asintótica del hombre al dios prótesis, a partir de sus mismas ideas podemos decir que la asíntota presupone un horizonte de aproximación a algo definitivo que, en el caso del ser humano, no existe; por eso: “El ser humano de nuestros días no se siente feliz en su semejanza con un dios” (p. 91). Ahora, ¿en qué reconocemos cultura? En acciones que buscan producir y proteger lo útil… pero también se reconoce la cultura en actividades inútiles, pero que nadie consideraría accesorias: belleza, limpieza y orden (p. 91). De tal forma, la cultura no es solamente ni principalmente una serie de actividades con arreglo a fines; también está hecha de cosas inútiles… esto exige explicar la cultura, de manera que quepa lo inútil. Belleza. Pues bien, la cultura no puede prescindir de la belleza (p. 82), pese a procurar apenas un suave efecto embriagador y no proteger contra el sufrimiento. Aquí, de nuevo (como en el caso del fuego), la explicación está más próxima a la pulsión: hay cultura sólo si podemos investir el mundo de una propiedad de los rasgos secundarios del objeto sexual. ¿Por qué la belleza no es un asunto de los animales? La explicación podría ser que la sexualidad humana, enredada como está con el lenguaje, ha perdido su objeto, su inclinación natural; tomando de su fuerza es que se hace posible edificar el trabajo y, con él, la cultura. Para los

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animales, en cambio, la sexualidad no está sometida a las vicisitudes de vínculos que descansan en invenciones simbólicas, de manera que su función —la reproducción— permanece intacta y su objeto es muy claro, sobre él no recaen dudas. Además, nada de ello hay que ceder con el fin de tener fuerzas para sostener un espacio como el del trabajo. ¿Cómo entiende la educación este tema de la belleza? Lo reconoce como un asunto fundamental y lo desconoce en su motivación intrínseca, razón por la cual intercala consideraciones “estéticas” frívolas: la belleza en la escuela tiende a ser un enaltecimiento del objeto bello, como si éste existiera más allá de condiciones históricas; y, ante la imposibilidad de estar a la altura del fenómeno cultural de la belleza como contingencia, monta un palabrerío estereotipado que le escatima sus características. Limpieza. La precaria utilidad de la limpieza —y lo dice un médico— “no explica totalmente el afán; algo más ha de estar en juego” (p. 92). Este “algo más”, tan importante para entender el horizonte psicoanalítico sobre la cultura y, en nuestro caso, para aproximarnos a la educación desde ese ángulo, vuelve a quedar en una nota de pie de página (pp. 97-98). El razonamiento es como sigue: el hombre dejó de caminar en cuatro patas y se irguió; se trata de una posición que debe ser enseñada, pues no es natural. Esto relegó los estímulos olfatorios, como los excrementos y la menstruación, y volvió visibles y vulnerables los genitales. Las excitaciones visuales, de efecto continuo, asumen las excitaciones intermitentes del olfato. El tabú de la menstruación, la vergüenza por la desnudez y el rechazo de los excrementos, son defensas frente al estado anterior que se transformó. De ahí viene el afán cultural por la limpieza: corresponde al esfuerzo por eliminar las huellas de esas fuentes de excitación, ahora desagradables para la percepción. ¿Cuál es el papel de la educación en este caso? Restar valor a los excrementos, narrarlos como asquerosos, repugnantes. La represión del erotismo anal allana el camino a la cultura; pero su presencia se evidencia en el hecho de que no resulte chocante el olor de los propios excrementos. De otro lado, esto podría explicar el contenido escatológico de las bromas y de las injurias de los estudiantes en la escuela, ya que la limpieza es la huella de un mecanismo libidinal que se convirtió en condición de la cultura y quien no es limpio —el equivalente a no ocultar los excrementos—, ultraja al semejante, no muestra miramiento por él. De ahí también que se insulte a otro llamándolo ‘perro’ en atención a que este animal —que goza de un olfato desarrollado— no retrocede frente a los excre-

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mentos, ni se avergüenza de sus funciones sexuales y excrementicias… asuntos que son motivo de chiste entre los estudiantes. El “cultivo” y “desarrollo” del cuerpo de los que habla la escuela se inscribe en esa versión que deniega nuestra desnaturalización (cf. §6.2.1). Orden. Y, finalmente, los beneficios del orden no pueden ocultar el hecho de que se trata de una compulsión de repetición, pues “el hombre posee más bien una inclinación natural al descuido, a la falta de regularidad y de puntualidad en su trabajo” (p. 92). ¿Cómo se origina una compulsión de repetición? Tiene que ver con lo explicado a propósito de la limpieza: el originario interés por la función excretoria —los excrementos no les producen aversión a los niños; es más: les parecen valiosos, en tanto parte que se desprende de su cuerpo— es objetado todo el tiempo por la educación; entonces, sin que se pierda ese interés (es decir: permaneciendo consciente), el contenido de representación se transforma en parsimonia, orden y limpieza (p. 95). Estas formaciones reactivas insisten, pues están investidas por un interés que no cesa de buscar una satisfacción que ahora se obtendrá paradójicamente en la repetición de esos actos que bien puede elogiar el proceso educativo, pero que no son causados por una decisión consciente del sujeto frente a ellos. ¿Qué hace la educación al respecto? Como en los otros casos, desconoce las motivaciones e impone las condiciones. Produce, a partir de la imposición, lo que ella llama unos “hábitos”; es decir, comportamientos a los que se está habituado, pero que no se han intercalado por decisión propia en la cadena de actos del sujeto.

4.4 Cultura no es perfeccionamiento Cuando los vínculos dependen del arbitrio de los individuos, se produce una imposición del más fuerte hacia su propia satisfacción. Es una lógica parecida a la que rige —para ciertas condiciones— en los recreos escolares, en los movimientos que orbitan la escuela y, muchas veces, en el salón de clase, pese a —o paralela a— una atmósfera de subordinación al maestro. Se trata, entonces, de una batalla permanente, pues el lugar de dominio está ofrecido tácitamente todo el tiempo a quien quiera pujar con el más fuerte. Y sabemos el campo de posibilidades de tal tipo de control (la imposibilidad de tener fuego, por ejemplo), pero la satisfacción disponible es muy grande; por eso, al aglutinar muchachos (como ocurre en la escuela) se produce inmediatamente la tentación de hacer pandillas.

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En cambio, cuando se busca gobernar los vínculos en pos de una regulación social, con un ámbito mayor de posibilidades que el de controlar el uso de espacios, es forzoso negar en cierta medida la satisfacción pulsional (y entonces las pandillas se llaman ejércitos; ¿no se denuncia todo el tiempo el comportamiento salvaje de los soldados con la población civil en contextos bélicos?). Pero el individuo renuncia a medias y si la compensación no es proporcional, tendremos —dice Freud (1929, p. 96)— neurosis y hostilidad contra la cultura. No es posible llevar al individuo a defender ciegamente el colectivo (como en las colonias de insectos): siempre antepondrá su demanda individual. En vano se busca un equilibrio entre demanda individual y exigencia de la masa. La sociedad se muestra como una mayoría más fuerte que los individuos aislados, para que éstos limiten su satisfacción, con un orden jurídico más allá de individuos particulares, al que se someten aquellos que lo representan y reservado para quienes hayan contribuido con el sacrificio de sus pulsiones (pp. 93-94). La libertad individual no es patrimonio de la cultura; un esfuerzo libertario sólo se justifica a nombre del desarrollo de la misma y contra una injusticia vigente (la pandilla-ejército supuestamente no defiende al líder arbitrario, sino los intereses comunes). Así, los propósitos de autonomía y libertad de la escuela lucen no insinceros —pues habría que entender la constitución de lo humano para saber y fingir, y la escuela no está preocupada por eso—, sino más bien ingenuos. No obstante, al principio de este capítulo anotábamos que el lenguaje para Freud no es un asunto de formas y significados, sino de formas y sentimientos que producen, podemos agregar ahora, sendas representaciones que tienen funciones más allá de la correspondencia entre el intelecto y la cosa. De manera que tal ingenuidad cumple una función. El interés colectivo encuentra obstáculos en la fuerza centrípeta de la cohesión familiar y en el carácter excluyente del amor genital. Entonces, * Apoya, con variedad de ritos, el desasimiento de la familia, lo cual exige un ingente trabajo que no pocas veces es fracasado y que siempre deja restos. Para Freud, la energía psíquica es limitada, de manera que el individuo tiene que distribuirla entre sus tareas. Así, lo social se emprende con energía tomada de la vida familiar, entre otras. Por eso vemos el empuje a salir del núcleo familiar desde las normas fundantes de lo social: la prohibición de la elección incestuosa de objeto. Esto también explica el voto de castidad propio de ciertas comunidades: se trata de no formar familia, para no dividir la energía.

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* Prescribe una vida sexual uniforme, bajo el formato del amor genital heterosexual; y, aún así, a tal prescripción se le pone condiciones: legitimidad y monogamia, por ejemplo. Esto, por supuesto, segrega las desigualdades en la constitución sexual de cada uno, o sea que se segrega a todos. Y como nadie cabe bien en ese formato, la sociedad acepta calladamente muchas trasgresiones (p. 102) y vive a diario el escándalo de la diferencia. Y como los sujetos no toleran la denegación de la vida sexual, se producen los síntomas neuróticos (satisfacción sustitutiva que también hace padecer). Esto explica la abstinencia pedida al estudiante: no experimentar la satisfacción sexual, delante de la cual el propósito colectivo que encarna la escuela no luce como alternativa. * De ahí en más, el tabú, la ley y las costumbres establecen nuevas limitaciones, dependiendo de la compulsión económica de cada cultura (p. 101). Ahora bien, ¿por qué no es posible una sociedad compuesta de parejas a las que no se les pongan condiciones? Estarían satisfechas y no se requeriría sustraer energías a la sexualidad (p. 105). La respuesta de Freud es uno de los aportes cruciales del texto: el ser humano también está dotado de agresividad; disposición pulsional autónoma y originaria (p. 117), no eliminable con satisfacción de las necesidades, ni con la abolición de la propiedad privada, ni con una supuesta liberación sexual (p. 110): “El prójimo no es solamente un posible auxiliar y objeto sexual, sino una tentación para satisfacer en él la agresión, explotar su fuerza de trabajo sin resarcirlo, usarlo sexualmente sin su consentimiento, desposeerlo de su patrimonio, humillarlo, infligirle dolores, martirizarlo y asesinarlo” (p. 108). La destrucción satisface, pues le permite al yo cumplir sus deseos de omnipotencia, sea en su manifestación abierta (la agresión) o atemperada (dominio sobre la naturaleza). En la hostilidad primaria y recíproca —que amenaza con disolverla—, la cultura encuentra su obstáculo más poderoso y, en consecuencia, hace un gasto enorme. Como “Las pasiones que vienen de lo pulsional son más fuertes que unos intereses racionales” (p. 107), la sola necesidad, las ventajas de la comunidad de trabajo, no mantendría cohesionados a los hombres (p. 118). Por eso la cultura estima y favorece la sublimación de la pulsión en “actividades psíquicas superiores” (ciencia, arte, religión, filosofía) (p. 93), por eso promueve identificaciones y vínculos amorosos de meta inhibida (no sexuales, pero que toman de ahí su energía): la cultura busca ligar libidinalmente a sus miembros en vínculos de amistad, es decir, un amor sin objeto (“amar a todos”) que produce colectivi-

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dades. Esto permite entender el precepto de amar al prójimo como a sí mismo, que, de otra manera luciría irracional, toda vez que el otro no obra de esa manera y sus acciones más bien se hacen acreedoras a la hostilidad (p. 107). Entonces, la cultura ofrece un terreno más favorable para tramitar la agresión; y, para las transgresiones, se arroga el derecho de ejercer la fuerza a nombre de todos. Como se ve, para Freud los problemas de la cultura son estructurales (a escala colectiva, lo que encontró en el individuo); ninguna reforma los soluciona (p. 112). Claro que, para ser bien visto y disimular la propia tramitación de la agresión, en el lugar y momento oportunos se hacen reverencias ante la ética humana (p. 116). Y de ahí viene la queja acerca de la ingenuidad de la educación al respecto: Que se oculte al joven el papel que la sexualidad cumplirá en su vida no es el único reproche que puede dirigirse a la educación de hoy. Yerra, además, por no prepararlo para la agresión cuyo objeto está destinado a ser. Cuando lanza a los jóvenes en medio de la vida con una orientación psicológica tan incorrecta, la educación se comporta como si se dotara a los miembros de una expedición al polo de ropas de verano y mapas de los lagos de Italia septentrional. Es evidente aquí que no se hace un buen uso de los reclamos éticos. La severidad de éstos no sufriría gran daño si la educación dijera: “Así deberían ser los seres humanos para devenir dichosos y hacer dichosos a los demás; pero hay que tener en cuenta que no son así”. En lugar de ello, se hace creer a los jóvenes que todos los demás cumplen los preceptos éticos, vale decir, son virtuosos. En esto se funda la exigencia de que ellos lo sean también (p. 130).

Dos maneras hay para que los sujetos no se destruyan entre sí en la satisfacción de su pulsión de muerte. Una colectiva y una que atañe a cada sujeto. Las formaciones colectivas. Las exteriorizaciones más refinadas de la agresión no se tocan (p. 109), pues ella es el trasfondo de todos los vínculos. La agresión se satisface de manera sutil en la hostilización a los extraños: se ama a una multitud —y se facilita la cohesión de los miembros de la comunidad— gracias a que otros quedan por fuera para manifestarles la agresión. Y para eso basta con inventar los rasgos diferenciadores (Freud lo llama “narcisismo de las pequeñas diferencias”) (p. 111). En este sentido, la escuela es una de las múltiples ofertas que la sociedad hace al sujeto para tramitar la agresión. Todo el tiempo estamos viendo en su seno el asunto de las identificaciones: “los lasallistas”, “las franciscanas”, “los de la Nacional”, “los Javerianos”. Al respecto se inventan chistes que

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funcionan en ese sentido de la agresión al que queda segregado del grupo12. Los torneos intra-institucionales e inter-institucionales no tienen otro sentido. Lo curioso es que no se vea cómo las agresiones que se presentan en estos casos no tienen el foco en ciertas personas en particular, sino en su función en relación con el límite del grupo. Así, en un torneo entre los niños de tercero, los de 3°A pueden expresar todo su odio contra los de 3°B (y eso se expresa en juego fuerte e incluso en agresiones que constituyen faltas, de acuerdo con las mismas normas del juego)… pero son fraternos entre sí cuando, en una sola selección, enfrentan al equipo correspondiente de otro colegio, a cuyos integrantes, a su vez, pueden aplicar la misma dosis de odio. La conciencia de culpa. La cultura debilita y vigila el gusto agresivo mediante una instancia situada en el interior (p. 120). La angustia frente a la autoridad compele a renunciar a la satisfacción pulsional, para no perder su amor, tras lo cual puede haber “arrepentimiento”, pero no sentimiento de culpa. Pero, poco a poco, la agresión es recogida por una parte del yo (superyó), que ejerce contra el yo la misma severidad que él habría satisfecho en otros. Entonces, cuando la autoridad es el superyó, no es suficiente la renuncia, pues no se le puede ocultar la persistencia de los deseos prohibidos y, entonces, sobrevendrá un sentimiento de culpa y la necesidad de castigo (p. 123). No hay una capacidad originaria para diferenciar el bien del mal: “malo” no es lo dañino o perjudicial para el yo, pues puede serlo también aquello que anhela y le depara contento. Lo malo es aquello por lo cual uno es amenazado (sea que lo sepa o que lo crea) con la pérdida de amor. Importa poco que se haga o que sólo se quiera hacer (p. 120). Nada puede ocultarse a una autoridad introyectada. El superyó pena al yo con los mismos sentimientos de angustia que si se tratara de la autoridad externa, y busca la oportunidad de hacerlo castigar por el mundo. Y mientras más virtuoso es el individuo, más severidad y desconfianza muestra el superyó (p. 121), pues la denegación continuada aumenta la tentación; ¿no se ve en la escuela que los estudiantes más juiciosos y aplicados, son los que más se autorreprochan? En prosperidad, la conciencia moral es clemente; en desdicha, aumenta la exigencia, impone abstinencias y penitencias. Si el destino sustituye a la instancia parental, la desdicha significa pérdida de amor. Se lee como castigo por 12 A un profesor lo echaron de cierta universidad pública por homosexual —en este punto, se espera la indignación del interlocutor—. Pero lo recibieron en cierta universidad privada… y de ahí lo echaron por brusco.

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no ocuparse, en época dichosa, de los progenitores subrogados en el superyó (p. 122). Ante la desgracia, no se duda del poder y la justicia de Dios, sino que aparecen los profetas que hablan de pecado y crean los preceptos religiosos (p. 123). La conciencia moral causa la renuncia de lo pulsional al comienzo; después, cada renuncia se vuelve una fuente dinámica de la conciencia moral. La renuncia impuesta crea la conciencia moral, que después reclama más y más renuncias (p. 124). “Cada fragmento de agresión de cuya satisfacción nos abstenemos es asumido por el superyó y acrecienta su agresión (contra el yo)” (p. 125). El niño, que renuncia a satisfacer la agresión, se identifica (introyecta) con la autoridad inatacable; entonces, ésta deviene el superyó, en posesión de toda la agresión que el niño habría ejercido contra la autoridad (p. 125). A diferencia del sentido común educativo, la severidad del superyó es independiente del trato experimentado: “Un niño que ha recibido una educación blanda puede adquirir una conciencia moral muy severa” (p. 126), y viceversa. No es forzoso admitir aquello de que “niño maltratado: adulto maltratador”. Si el sentimiento de culpa expresa la ambivalencia entre amor y agresión, aparecerá cada vez ante el asunto de la convivencia. Entonces, la orden de unirse en una masa se alcanza mediante un refuerzo del sentimiento de culpa. Empezó en torno del padre y se consuma en torno al colectivo (p. 128). Y no todos pueden en la misma medida (p. 129). Para progresar, la cultura eleva el sentimiento de culpa, produciendo déficit de dicha. El proceso cultural y el proceso educativo del individuo son semejantes. En el desarrollo del individuo, la meta principal es la satisfacción (aunque, en esa dirección, es inevitable integrarse a una comunidad) (p. 135); y en el proceso cultural lo principal es producir una unidad a partir de los individuos, llevando al trasfondo la meta de la felicidad; el individuo participa en la vía colectiva, en tanto anda su propio camino. Ambas aspiraciones, la egoísta y la altruista, luchan entre sí en cada uno (p. 136). En el individuo, las agresiones del superyó son audibles como reproches sólo en caso de tensión; de resto, permanecen inconscientes. Pero llevadas al conocimiento consciente, “coinciden con los preceptos del superyó de la cultura respectiva”. El superyó de la cultura plasma sus ideales y sus reclamos, entre los que está la ética: alcanzar por mandato lo que el trabajo cultural no ha conseguido frente al vínculo (p. 137). Así como en terapia se combate al superyó por no apuntar a la dicha del sujeto, ni interesarle ni la intensidad de la pulsión ni las condiciones de posibilidad, así mismo se puede objetar al superyó de la cultura: no le interesa la constitución anímica de los seres humanos (todos pueden

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Formación y cultura: ¿el huevo o la gallina?

obedecer todo lo que se les ordene), no le interesa si es realizable lo que manda. Pero, si se exige demasiado, habrá rebelión, neurosis o desdicha. Pero parece creerse que es más meritorio obedecer un precepto a medida que se hace más difícil realizarlo. O que un más allá resarcirá finalmente de todo (p. 138).

Coda La “formación” no es la realización de los objetivos explícitos de la educación. El sujeto no está dado, se produce; y sus representaciones no responden a asuntos de adecuación a la realidad, sino que se asocian con la satisfacción pulsional. Percibir un estado interior no es una constatación sino un efecto que expresa el funcionamiento del ser humano en relación con la satisfacción. La certeza de nuestro sí-mismo (autónomo, unitario, deslindado) —necesaria para tomar la palabra— tiene una génesis que hemos olvidado. En medio de la pugna por la satisfacción, por la evitación, en el seno de una comunidad hablante que atribuye sentido a las manifestaciones del niño (las cuales adquirirán retroactivamente esa dimensión) aparecen límites que se reharán todo el tiempo, hasta que cada uno segrega un mundo exterior de manera singular, en relación con asuntos brindados por la cultura, a través del lenguaje, con intención formativa. La religión y la educación coinciden en ofrecer esclarecimientos, cuidado y resarcimientos, pues obedecen al modelo de un padre que conoce, escucha, llama la atención y protege del desvalimiento; y que forma, con quienes comparten tales características, un grupo en el cual podrán sentirse protegidos de la agresión y de la incertidumbre. La escuela no responde a una función social, sino a la condición humana: el sin-sentido, la ausencia de teleología, la indigencia. Introducido el lenguaje, aparece la pregunta por el sentido, pues, por estructura, no puede cumplir su promesa de consistencia. La felicidad es episódica, está hecha contra los principios del placer y de realidad: goza de la tensión. En cambio, experimentamos el sufrimiento que viene del cuerpo (debilidad), del mundo (impotencia) y del lazo social (inconformidad). La educación responde con saber, con el empuje al trabajo y a la ética. Pero tendemos al atajo (droga, demanda, destino) que devalúa nuestra miseria, la condición humana. Formarse es aprender a hacer con nuestra miseria. Así se hizo la cultura. Pero idealizamos la “felicidad”, que campea en los propósitos educativos, desde la definición misma de pedagogía.

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Con todo, para la cultura es imperioso gobernar la pulsión. El sistema educativo funciona para evitar la pelea, el grito, la agresión, la masturbación, la intolerancia, la grosería; para regular los esfínteres, enseñar la espera. Esa labor no es del todo exitosa: vuelve atractivo lo prohibido, evidencia la inclinación a la pereza y revela el contraste entre la satisfacción directa y la mediada por el saber. Se trabaja en el borde entre los inescrutables designios y el trabajo en pos de lo deseado. Y para trabajar se necesita una posición: aquella que construye un referente simbólico (una ley) que trasciende el nivel de enfrentamiento con el otro. Esa posición se revela también en tres prácticas inútiles en las que se reconoce la cultura: belleza, porque hay cultura sólo si podemos investir el mundo de una propiedad de los rasgos secundarios del objeto sexual; limpieza, para podernos defender del estado animal que se transformó; y orden, porque la compulsión a la repetición permite dedicarse al trabajo. Para gobernar el vínculo, es obligado negar la satisfacción pulsional. Pero el individuo renuncia a medias y la cultura no puede ofrecerle una compensación proporcional. Entonces, tenemos falta de libertad, neurosis y hostilidad contra la cultura. Lo social no se mantendría racionalmente, ni de cara a las ventajas de la vida colectiva; entonces, toma la energía que el sujeto usa en la familia: hay ritos para desasirse de ella; en la sexualidad: se prescribe una vida sexual uniforme que segrega a todos; y en la agresividad: promueve la sublimación, la identificación en grupos, los vínculos amorosos de meta inhibida y la conciencia de culpa.

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Aplicaciones educativas: individuo y colectivo No se trata simplemente de querer una sociedad menos “represiva” y de adoptar una postura anti-educativa, sino, más bien, de dar los medios para saber reconocer la locura de una norma. Eric Laurent

Suele decirse que atender lo particular limita un ángulo abarcante; y que asumir un plano global impide ver el detalle. Es lo que el refrán popular señala en la dificultad inherente a la pretensión de apreciar a la vez el árbol y el bosque. En el seno de la escuela, esto toma la forma de una tensión permanente entre sus funciones individualizante y masificante, como las denomina Saldarriaga (2000). Y, precisamente, con estos extremos coinciden dos percepciones de la educación, que determinan fenómenos distintos: la “psicológica”, que privilegia al individuo, y la “sociológica”, que privilegia al grupo. En este marco, se piensa que el psicoanálisis se relaciona con la educación desde ambas miradas: la más evidente, la del individuo; efectivamente, hemos visto que una de las relaciones con la educación ha sido en torno a cómo definir al niño e, incluso, cómo entender la especificidad humana. Y la otra, la del grupo, no es tan evidente, pues suele acusarse al psicoanálisis de psicologicismo (reducir todo al psiquismo), mientras una amplia oferta de explicaciones sobre la cultura mostraría que es el ser social el que determina la conciencia y no la conciencia la que determina el ser social, como decía Marx (1859, p. 5). Pero, a diferencia de tal creencia, el psicoanálisis sí se ocupa de los fenómenos colectivos (ha intentado explicar la “psicología de las masas” [Freud, 1921]). Pero lo hace desde su propia especificidad, entendiendo que el asunto no consiste en tomar partido por lo social, para decir que el sujeto es uno de sus efectos; ni tomar partido por el sujeto, para decir que lo social es el producto de su aglomeración. Cualquier decisión implica asumir una postura y definir las cosas de cierta ma-

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nera y, en consecuencia, también hacer exclusiones. La acusación de “psicologicista” dice menos del psicoanálisis que de la perspectiva desde la cual se hace la imputación. No es cierto que esta disciplina “reduzca” todo a lo psicológico; más bien promueve un campo cuyos elementos —no tomados de la evidencia— se definen entre sí… sin desconocer las dimensiones en las que sus categorías no aplican. A su manera, sujeto y grupo son categorías propias del psicoanálisis y, por tanto, establece relaciones entre ellas. Pero no introduce la masa para dar gusto a quienes quieren oír explicaciones sociales; ni para “completar” una teoría a la que le faltaría la dimensión colectiva. Más bien se trata de un esfuerzo por entender los efectos del grupo —pertinentes para su campo—, en función de sus propios conceptos. A continuación, veremos una muestra de “aplicaciones” del psicoanálisis a la educación, según el sesgo recaiga un poco más sobre el individuo o sobre el grupo.

5.1 La perspectiva individual La preocupación por el nivel individual se expresa en educación, por ejemplo, a través de las críticas a la homogenización y al descuido del individuo. Las respuestas a estas inquietudes —espacio donde la psicología se ha expandido en la educación— son de diverso tipo: “personalizar” el proceso educativo, tener en cuenta lo que el alumno quiere aprender, proponer una pedagogía centrada en el niño, en sus fases de desarrollo, etc.1. En el marco de esta tendencia, aparecen casos de utilización del psicoanálisis en educación. Vimos los textos donde Freud expresa claramente un anhelo educativo con su disciplina, a propósito del individuo. En la declaración de que una pedagogía esclarecida puede prevenir la neurosis parecen autorizarse una serie de experiencias educativas. Tales son los casos de Vera Schmidt y A. S. Neill, por ejemplo. Según ellos, no puede educarse haciendo caso omiso del niño descrito por Freud. Es más: desconocer el “nuevo” niño que plantea el psicoanálisis sería la causa de ciertos impases que luego se califican de “problemas del aprendizaje”, como si fueran dificultades del educando, cuando, en realidad —según esta perspectiva amparada en Freud—, tales problemas no serían meramente encontrados como obstáculo, sino más bien producidos por el funcionamiento de la 1 El artículo 91 de la ley general de educación colombiana (115/1994) dice: “El alumno o educando es el centro del proceso educativo y debe participar activamente en su propia formación integral. El Proyecto Educativo Institucional reconocerá este carácter”.

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escuela (aunque la familia también tendría su cuota). Mediante la libertad sexual —supuestamente preconizada por el psicoanálisis—, esta propuesta se ofrece a solucionar los problemas detectados, a prevenir la neurosis y, en consecuencia, a evitar la inhibición en el aprendizaje.

5.1.1 El Laboratorio-Hogar de infancia de Moscú Dice Vera Schmidt (1969): La primera experiencia práctica de que tenemos noticia en cuanto una educación colectiva fundamentada en el psicoanálisis fue la llevada a cabo por Vera Schmidt en 1921-1924, en el Laboratorio-Hogar de infancia de Moscú. Sobre la base de una satisfacción sustancial de las necesidades instintivas primarias, su objetivo era facilitar al niño posibilidades de sublimación adecuadas a cada fase de su desarrollo. La necesaria renuncia a formas infantiles de satisfacción no se lograría mediante presión externa, sino ofreciendo al niño, como alternativa, satisfacciones socialmente más valiosas. A través de la posibilidad de una libre decisión, se fomentaría una verdadera autonomía del yo (p. 9).

Efectivamente, eran recientes —y osadas— las declaraciones de Freud sobre educación. El contexto de la revolución rusa le dio un hábitat favorable a la aplicación de tales ideas. Vemos la primera implicación de las afirmaciones del creador del psicoanálisis: “satisfacción sustancial de las necesidades instintivas primarias”2; pero en Freud no encontramos la oposición primario/secundario, que da lugar a pensar en que habría necesidades “suntuarias”. No; a escala de la pulsión no hay progresiones. Y a escala de la satisfacción tampoco habría la oposición sustancial/insustancial; vimos con Freud las satisfacciones directas, sustitutivas (como los síntomas) y sublimadas. En todos los casos, se trata de satisfacción, pues la pulsión siempre se satisface, independientemente de lo que pase con el sujeto. Lo acabamos de ver en el caso del sentimiento de culpa. Según Schmidt, “la necesaria renuncia a formas infantiles de satisfacción no se lograría mediante presión externa, sino ofreciendo al niño, como alternativa, satisfacciones socialmente más valiosas” 3. Es una lectura de lo que había dicho Freud; pero para febrero de 1969 —fecha en la que Schmidt hace la presentación 2 La idea de “instinto” no está en Freud. Desde muy temprano, él habla de pulsión. Muchas traducciones vierten las palabras alemanas instinkt y trieb indiferenciadamente como “instinto”. 3 Por supuesto, no se trata de la cantinela educativa actual de las “competencias ciudadanas”, la ecología, o cosas por el estilo; más bien la idea es que el otro quede incorporado al circuito de satisfacción de la pulsión, que sea menos autista.

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de la experiencia— él hacía tiempo que había muerto y que había transformado su posición: no todos tienen acceso a la sublimación, ni se trata de algo enseñable. Se dirá que tal consideración es un anacronismo, pero entonces lo es igualmente el uso de la idea de una “autonomía del yo”. Además, vimos que considerar lo socialmente valioso no es un juicio que se pueda hacer “objetivamente”; se trata de una forma de satisfacción. El experimento fue emprendido en la fase inmediatamente posterior a la revolución rusa y su suerte estuvo íntimamente ligada a la evolución política general. Esta tentativa de desarrollar el modelo de una educación libre no puede ser considerada con independencia de sus condicionamientos sociales. Dichas condiciones eran, en resumen: a) la fase de recuperación industrial exigía la liberación de las fuerzas productivas de las mujeres; b) una legislación liberal de la familia y del matrimonio, que en la primera mitad de los años veinte se restringió cada vez más (Schmidt, 1969, pp. 9-10).

En este caso, dejar a los niños al cuidado de otros, debido a que las mujeres tienen que trabajar, no determina la especificidad de la propuesta de formación. De igual manera, el sentido de la nueva legislación sobre familia tiene que ver con las condiciones históricas de la revolución bolchevique, no con las categorías del psicoanálisis. Efectivamente, “se conservaron en buena parte las normas de rendimiento y de educación burguesas” (p. 10) y tentativas así fueron aisladas. La misma Vera Schmidt tuvo que abandonar el Laboratorio-hogar al cabo de unos años. Las ideas ventiladas eran las siguientes: la “educación sexual” es el mecanismo de los sistemas sociales para influir en los niños, a fin de que se enraícen en la estructura humana. Pero, a diferencia de la perspectiva freudiana, para la que la condición cultural está por encima de cualquier sistema social específico, en este caso se hace una diferenciación de acuerdo con las formaciones sociales identificadas por el régimen soviético; así, en el comunismo primitivo habría una completa libertad sexual, no autoritaria, colectiva: ninguna regla constriñe al niño a una forma de vida sexual predeterminada; esta es la base para su voluntaria adaptación a la colectividad y para la disciplina voluntaria del trabajo. Esta mirada ennoblece el supuesto “comunismo primitivo”, donde reinaría una condición humana ideal, pese a lo precario de los soportes económicos, y a la cual habría que volver cuando éstos se hayan conquistado: el comunismo (de ahí el bautismo a la supuesta sociedad primitiva). Este panorama idílico habría sido alterado con el patriarcado, que realizó un paso a una ideología ascética respecto de la educación de los niños; enton-

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ces habría aparecido la represión sexual: prohibición del juego sexual, castigo a la masturbación. Según esta teoría, con ello el niño se hace tímido, apocado, temeroso de la autoridad y desarrolla impulsos sexuales no naturales —como si los hubiera—, tales como las disposiciones sádicas (a propósito de las cuales —hemos dicho—, el psicoanálisis no promulga su “no-naturalidad”, sino su condición de estructurales). La educación moralizadora autoritaria permitiría el castigo, el juicio y la utilización de los niños para expresar la sexualidad insatisfecha… Ahora bien, esta interpretación se hace desde la práctica política que pretende reproducir los regímenes socialistas —asunto del todo legítimo—, pero no desde la especificidad de la obra de Freud. De tal manera, se piensa que en la sociedad burguesa, la familia —congregada por la consanguinidad y luego constituida como unidad económica— es autoritaria, reproduce la ideología, fabrica siervos y personas que, pese a su aparente autonomía, están fijadas a sus complejos infantiles. Mientras que en la revolución socialista, en lugar de familia, habría organizaciones colectivas (escuela, comunas de jóvenes), no basadas en la consanguineidad, sino en la comunidad de función económica, pero en últimas también colectividades sexuales (relacionan a las personas), donde todo está abierto y las inhibiciones no son estructuras rígidas. Se le da, sin justificación alguna, un estatuto libidinal al colectivo; Freud también lo hizo, pero para mostrar una manera de tramitar la agresión y una manera de protegerse de tener que pensar por cuenta propia. Se hizo, entonces, lo que se dio en llamar una “revolución sexual”, con el telón de fondo de una supuesta disolución de la familia. Si se le iba a quitar el poder a la clase dominante, había que eliminar el poder del padre… mientras en el psicoanálisis el asunto del padre es más bien el de una función que introduce la regulación del goce, algo que no está encarnado en una persona y que, de eliminarse (cosa imposible), produciría una psicosis generalizada. Los mismos niños, explicaba Freud a propósito de las fobias, se defienden de una situación en la que no haya mediación del padre. Se impuso una legislación sexual evidente y simple: aborto (aunque se castigaba el realizado clandestinamente), contracepción, educación sexual de la juventud, supresión de la idea de anormalidad (se abandonó la condena a la homosexualidad y se la consideró un problema científico), anulación del matrimonio (desde diciembre de 1917), divorcio, no condena a la infidelidad ni al incesto. O sea, se pasaba de las supuestas estructuras del capitalismo, al que había que terminar de derrotar, a las estructuras antropológicas del ser huma-

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no. ¡No condenar el incesto!... cuando Freud había señalado ya (1912-3) que las culturas más disímiles, separadas en el tiempo y en el espacio, sin posibilidades de comunicación, coinciden en la prohibición del incesto… y que no se dijera que era algo “instintivo”, pues, ¿para qué prohibir algo que por instinto se está obligado a rechazar? Todo este movimiento supuestamente reconocía la sexualidad (como si el asunto fuera de “reconocimiento”) y disolvía los valores existentes (el “orden sexual reaccionario”), a favor de una moral ascética. Entonces, en el contexto de la nueva legislación sobre la familia y el matrimonio, así como del requerimiento del trabajo femenino, Vera Schmidt creó el Laboratorio-hogar, una experiencia práctica de educación fundamentada en la teoría freudiana, en vida de su creador. Se buscaba impartir una educación “correcta”… como aquella con la que soñaba el creador del psicoanálisis cuando calificaba de ininteligente a la educación existente… salvo que, en este caso, debía reproducir la sociedad socialista; entonces, en lugar de adoctrinar a los niños en los nuevos ideales, era menester formar una estructura en el niño que lo hiciera participar “espontáneamente” del punto de vista colectivo, aceptar la atmósfera revolucionaria sin tensión. Se tenía la idea de que era un régimen “científico”, más que político (o, si se quiere, el régimen en el que la política estaba regida por una ciencia: el materialismo histórico). La idea era buscar la satisfacción de las “necesidades instintivas primarias”, pero no a la manera abierta del niño; sin embargo, como éstas no ceden ante presiones externas, había que buscar maneras socialmente valiosas (sublimación), según cada fase de desarrollo, frente a las cuales hubiera un beneplácito por parte del niño. De tal forma, hubo una afirmación del placer y de la sexualidad infantil: no se infligían castigos, no se hacían elogios ni reproches; en lugar de juzgar al niño, se juzgaban los efectos de su acción (el dibujo, tal cual; el daño producido al otro en la pelea [Schmidt, 1923, p. 48]). Sin medidas disciplinarias ni juicio moral, no había que hacer demostraciones exageradas de afecto. Había libertad de acción, como condición para la sublimación. Las obligaciones provenían de las situaciones y no de la decisión de adultos neuróticos, ambiciosos y exentos de amor; no se les daba órdenes, sino que se les explicaba por qué se les pedían ciertas cosas. Se les hacía renunciar a las satisfacciones instintivas que debían ser rechazadas normalmente, mostrándoles que eran contrarias a satisfacciones de deseos más elevados, al amor de los adultos y de los compañeros. El niño debía confiar en sí mismo y ser independiente. Al no tener secretos (hacían sus evacuaciones delan-

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te de los otros), supuestamente aumentaba su confianza en las educadoras. No se trataba de controlar esfínteres; el aprendizaje de la limpieza —imposible en la familia— sólo se da en la colectividad de niños: no hay vergüenza, resistencias, ni caprichos (y, a futuro, no habría trastornos genitales). Mientras el principio moral autoritario intentaría adaptar al niño a un entorno hostil, mediante el deber y la presión moral, el principio de la economía sexual es que el niño se adapte al mundo exterior sin dificultades, voluntariamente, que éste no aparezca hostil sino atrayente, que aprenda a amarlo, que se identifique satisfactoriamente con el entorno (no se trataba de un currículo contextualizado, sino a la medida del sujeto). Por eso, mientras otras tendencias pedagógicas adaptan al niño al material, en este caso los materiales se escogían en función de la edad y las necesidades del niño, y del estímulo a la creatividad... así como las instituciones económicas debían adaptarse a las necesidades del pueblo. Y como el desorden de los niños supuestamente coincidía con actitudes neuróticas de los maestros, éstos debían intervenir continuamente sobre sí mismos, liberarse de sus actitudes inconscientes, conocerlas y controlarlas. En su labor pedagógica, “el educador no debe partir de consideraciones de orden teórico, sino del material que le proporciona la observación de los niños” (Schmidt, 1923, p. 45). O sea, a expensas del psicoanálisis, esta experiencia inventó: a) un sujeto de la voluntad: “la relación entre educador y educando se basa en la confianza y buena voluntad recíprocas” (p. 46), “las relaciones entre el niño y sus condiscípulos se caracterizan, a su vez, por la inclinación y buena voluntad mutuas” (p. 47); b) un sujeto de la adaptación: “Si la adaptación del niño a las condiciones exteriores reales ha de realizarse sin dificultades de consideración, es preciso que el mundo exterior no aparezca ante el niño como una potencia hostil” (p. 49); c) una sociedad que puede satisfacer las necesidades de todos (bajo la condición de la abolición de la propiedad privada); d) unos dispositivos que no introducen traumas accidentales y, en consecuencia, no producen neurosis: “tanto el elogio como el reproche constituyen para el niño incomprensibles manifestaciones de juicio de los adultos, y no sirven más que para aguijonear en él la codicia y el egoísmo” (p. 47); e) una sobrevaloración de la observación, en detrimento de la teoría; y f) unos maestrossin-sentimientos: “Las educadoras se mostrarán extremadamente parcas en caricias y demás signos de ternura. Se limitarán a devolver cordialmente, pero con moderación, las demostraciones de afecto de los niños (…) están terminantemente prohibidas las impetuosas muestras de cariño por parte de los adultos” (p. 48)… Todo esto se distancia enormemente de la teoría psicoanalítica

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De todas maneras, el experimento fracasó. Aparecieron murmuraciones apocalípticas; las evaluaciones oficiales —condicionadas a si los evaluadores eran partidarios o no del psicoanálisis… siendo mayoría los que no— empezaron a ser negativas. Finalmente, se retiró el apoyo oficial, aunque durante un tiempo hubo un apoyo de sindicatos rusos y alemanes (pp. 35-38). Ganó la idea de que el psicoanálisis era burgués; de que mientras la educación destruyó conscientemente la religión con la ciencia, este experimento no estaba orientado objetivamente por una doctrina satisfactoria de la sexualidad y estaba influido por ámbitos culturales distintos al de la revolución rusa. La educación sexual en la URSS siguió siendo antisexual, concluye Schmidt. No hubo tiempo para verificar la preocupación de Freud ante una educación de libertad sexual, como la anunciada en el Laboratorio-hogar, que sería —recordémoslo— un experimento muy instructivo para los psicólogos, pero intolerable para los padres y dañino para los niños mismos, a corto y a mediano plazo.

5.1.2 Summerhill Alexander Sutherland Neill (1883-1973) fue un educador británico, nacido en Forfar (Escocia). Puede situarse entre aquellos que critican el autoritarismo en educación, basándose en el psicoanálisis, el cual pretendió aplicar a su trabajo. Puso en práctica sus ideas sobre la educación en la Summerhill School de Suffolk, Inglaterra, fundada en 1924. Esta “colina de verano” fue sostenida por él durante cincuenta años —hoy, luego de su muerte, la escuela continúa—. Es un internado de 50 a 70 niños de ambos sexos, entre 4 y 17 años de edad. Es autónomo, sólo depende de sí mismo. Como se ve, no es la condición política (que difiere radicalmente entre la Rusia revolucionaria e Inglaterra, durante los años 20) la que determina la presencia del psicoanálisis a la hora de decidirse por fundamentar un modelo de educación. Es más, afirma que “sólo podíamos admitir niños de las clases media y alta, porque teníamos que cubrir los gastos” (Neill, 1960, p. 30); y, de otro lado, afirma que su tarea primordial “no es la reforma de la sociedad, sino hacer felices a unos pocos niños” (p. 36). Y, más allá de quienes piensan que la propuesta tiene que ver con una reacción personal de Neill frente a la educación represiva y calvinista que sufrió, interesa los fundamentos de la propuesta.

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La escuela de Neill. Si la infelicidad es la causa de todos los males, el papel de la educación es curar la infelicidad (p. 17), preparar para una vida feliz (p. 36), lo cual se produce cuando haya niños sin miedo ni odio (p. 19), en tanto él piensa que la sociedad forma mediante el amedrentamiento, lo cual no sólo manifiesta odio, sino que genera odio en el niño: los padres, los maestros y la civilización en general son coercitivos (p. 40). En ese horizonte, la escuela no puede estar organizada alrededor de las asignaturas (que resultan, en consecuencia, inútiles [p. 19]), lo cual prueban los niños con su indiferencia por el pensum (p. 38); tampoco el sistema de premios y castigos —basado en exámenes— es recomendable, pues impone una relación autoritaria que daña la personalidad (pp. 23, 37). En el propósito de que sea la escuela la que se adapte al niño, y no al contrario (p. 20), Neill replantea el tema de la disciplina: se puede o no ir a clase (p. 20), él funciona como un igual (p. 20), existe un control generado por la propia comunidad de estudiantes (p. 27) y sólo se imponen las normas absolutamente necesarias (pp. 33, 54); el cuidado excesivo da cuenta más bien de la ansiedad del adulto (p. 34). Ninguna otra imposición es justificable, por eso no hay enseñanza religiosa (p. 35), ni moralización sobre el amor o la sexualidad (p. 61), ni actitudes sentimentales que sobrevaloran los trabajos de los niños (p. 34). La base de estas ideas tiene que ver con una idea particular de niño (por lo que es y no por lo que debería ser [p. 64]): se trata de alguien bueno, sensato y realista (p. 20), que necesita cierto grado de agresividad para abrirse paso en la vida (p. 33). En consecuencia, lo más importante que puede buscarse es que aprenda por deseo propio, que desarrolle una personalidad y un carácter satisfactorios para él (p. 21), que viva su propia vida y no la que otros le tienen destinada (pp. 26, 27). En ese proceso, hay una serie de factores determinantes: uno es la libertad y la autonomía, en el contexto de la convivencia con otros. Se aprende realmente cuando se experimenta la satisfacción de descubrir, de vencer un obstáculo (p. 37); para ello, se aprende, por iniciativa propia, lo que se necesita realmente (p. 38). Por tal razón, en Summerhill hay más herramientas y materias primas que cualquier otra cosa (bajo el mínimo de leer, escribir y contar) (p. 37). Eso permite trabajar con alegría y divertirse, lo cual dará la posibilidad de vivir positivamente (pp. 40, 42). Si hay libertad de decidir, no habrá rencor (p. 33). Ahora bien, las decisiones son colectivas (p. 52), en asambleas pragmáticas, poco teóricas (p. 55), lo cual garantiza un alto grado de docilidad a la decisión (p. 56), a diferencia de cuando no se participa, donde el involucrado se saca el clavo luego con los menores (p. 55) y desobedece si no está siendo vigilado. No obs-

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tante, siempre hay un enfrentamiento entre comunidad (altruismo) e individuo (egoísmo) (pp. 60, 64), ante lo cual —en el contexto de la escuela— se preserva siempre el colectivo (p. 60). Otro factor determinante es el juego-fantasía (p. 66), que está por encima de las asignaturas (p. 29); primero se juega y después se aprende (p. 38): el pensar está subordinado al sentir (pp. 37, 40). La ponderación tradicional de los momentos y los espacios para el juego es arbitraria (p. 67), y desconoce que la infancia es juego (p. 68). Cuando se da esta opción, el sujeto a futuro no tendrá una mentalidad de masas (p. 69). Y esto no resulta válido sólo para los niños, lo que pasa es que el adulto esconde estos valores, finge sobre valores sociales de los que termina siendo portador. Así, habría que remirar el valor de los libros (p. 31), pues es pedante la idea de un aprendizaje meramente libresco (p. 37). Parte del juego-fantasía es el teatro. Sólo se representan obras escritas in situ (p. 69), según las edades (p. 71). Es un acto educativo integral, que pone en juego un sinnúmero de habilidades, mejor que cualquier conjunto de actividades programadas deliberadamente (p. 71). La parte terapéutica se llama “lecciones individuales”, con el fin de especificar su lugar (p. 44); éstas tienen lugar sólo por demanda de los niños (p. 46), que recaen entre quienes no han sido criados adecuadamente, sino mediante mentiras y regaños (p. 52). Neill considera que se trata de un tratamiento “analítico” (p. 49); consiste en una atención psicológica para acelerar la “adaptación a la libertad” (p. 44). Durante las sesiones, Neill intenta ponerse al mismo nivel para ganarse la confianza y desautorizar lugares de poder acendrados en el niño (p. 45). Aunque la técnica no es fija, se abstiene de juzgar (p. 50), aunque tiene caminos de interrogación y otorga unos significados (pp. 46, 50). Su cura de la neurosis consiste en liberar lo emocional (p. 49) y abstenerse de comunicar conceptos y teorías (p. 47)… aunque también otorga efectos terapéuticos al trabajo creador (p. 49). Los análisis de algunos fragmentos que transcribe siguen una pauta freudiana (pp. 48, 49). Las características de su planteamiento. La familia, gobierno en miniatura, con su regente, su disciplina y sus leyes, que prohíbe, exhorta, sermonea e impone una moral y unas costumbres anticuadas y mentirosas, deforma las emociones del niño, le produce sufrimiento, reproduce el odio, crea el niño problema. Esta caracterización, de poco peso teórico, presupone una falta de decisión en el niño: ¿no es la sumisión una determinación del sujeto? Al decir que la familia no da

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libertad… se presupone que la libertad puede ser entregada: alguien la tiene, alguien carece de ella, se obtiene por traspaso. Al sostener que la familia prohíbe, exhorta, sermonea e impone una moral y unas costumbres… se presupone que tales prácticas no tienen que ver con la especificidad del sujeto: ¿no habría que prohibir?, ¿no se necesita una moral?; y se presupone también que se obra contra una “naturaleza” buena, predispuesta, merecedora, etc. (aquella que resulta así vulnerada y abusada). Cuando se habla de deformar las emociones del niño… se presupone que éstas tienen una forma natural (“buena”). Cuando se dice que los padres imponen aquello de lo que fueron objeto… se presupone una estructura lineal de causa-efecto (al contrario, Freud decía que el exceso de amor podía producir todo lo contrario). Determinismo y ausencia de responsabilidad constituyen un contexto donde se habla de psicoanálisis —más bien poco4—, al precio de convertirlo en una ciencia que explica su objeto mediante leyes naturales. La escuela es caracterizada como un cuartel del gobierno y los maestros como sus oficiales lacayos. También produce gente sumisa, impone la disciplina y moldea el carácter… pero, ¿qué es lo contrario de “gente sumisa”?: ¿gente rebelde?; ya Freud había advertido sobre la condición de la rebeldía como contestataria y, en consecuencia, como poco productiva cuando se ausenta la condición de dominación. ¿Es posible una sociedad sin disciplina? Vimos que Freud ubicaba la posibilidad de la vida colectiva sólo a condición de una ley; por supuesto que las maneras específicas de “moldear el carácter” pueden dejar mucho que desear, pero son preferibles a la ausencia de una condición que medie la relación. La escuela provoca un ensimismamiento de masas. Pero, así no compartamos los principios de una sociedad, ¿podríamos esperar que esa sociedad no prepare a los recién llegados para que mañana sean sus integrantes, para que formen parte de ella? Cuando sugerimos que se formen en el sentido que sea, ¿no obramos de la misma manera, es decir, queriendo que esa educación tenga una dirección, que quienes la reciben se formen para integrar una colectividad de acuerdo con ciertos criterios? Ahora bien, cuando Neill afirma que el ensimismamiento de las masas fascistas es como la obediencia escolar, encuentra —a su pesar, pues él contaba con el rechazo que debemos experimentar por el fascismo— que la relación del sujeto con la masa es una actitud, independientemente del contenido que se esté ventilando; 4 Freud es mencionado un par de veces, al lado de Wilhelm Reich (que fue amigo de Neill); desde luego, este hecho no implica una consecuencia con la teoría psicoanalítica, pero resalta la casi ausencia de referencias a lo largo del texto que, por demás, no tiene bibliografía.

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eso tendría su corolario: que ese ensimismamiento también puede producirse en las masas antifascistas y en la actitud de los estudiantes de escuelas libertarias. En realidad, ¿los niños buscan felicidad, cariño, libertad y juegos? Una idealización como esa es concomitante con el tamaño de la exageración de aquello que se quiere criticar: una escuela que —mediante la autoridad y la represión— produce gente obediente y callada; una escuela que enseña cosas sin valor, sin interés, y en las que no se obtiene placer. Se trata de exagerar (inventar) el enemigo, para que, por contraste, nuestra idea luzca más justa, mejor, etc. En realidad, la pulsión busca la satisfacción; y, para ello, se llevan a cabo todo tipo de estrategias en las que la línea del bien y del mal, de lo justo y lo injusto… se desdibuja. Lo que Freud criticaba a los educadores tiene que ver con el hecho de observar a los niños desde una idealización… ¡que ésta tenga carácter reaccionario o revolucionario no hace diferencia! Lo importante no se juega en las ideas expresadas. No se gana nada si las planas ya no dicen “mi mamá me mima”, sino “proletarios de todos los países, uníos”. ¿Es cierto que los niños están ávidos de saber? Si el inconsciente es un saber del que no se quiere saber, hay una necesidad de ignorancia; y podemos decir que la curiosidad sexual puede tener un destino de inhibición del saber, de neurotización de la relación con el saber, o de un saber posible. De manera que esa apertura “natural” al saber —que ya planteaba Aristóteles en la Metafísica— es uno de los puntos donde el psicoanálisis pone su interrogación; justamente para entender, por ejemplo, que en cada época el muchacho puede posicionarse frente al saber de maneras que no parecen depender unas de otras. Además, ¿la escuela enseña cosas sin valor, sin interés, y en las que no se obtiene placer? Esto supondría tener el criterio justo de lo que sí merece ser enseñado. No otra cosa es el currículo de un país (el cual está todo el tiempo en pugna). No otra cosa hacen los educadores, desde los niveles del control oficial de la educación, hasta el diseño que un maestro hace de su clase. Por principio, ningún acto educativo va dirigido a lo que no tiene valor5. Puede que haya diferentes apreciaciones sobre ese valor, pero siempre lo habrá. Y si la crítica tiene que ver con los “contenidos” (lo que se conoce como contenidos “descontextualizados”, “sin aplicación”, “desactualizados”, etc.), pues se trata de una concepción que desconoce la dimensión formativa como un efecto de las prácticas, más allá de los contenidos.

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Zambrano (2006, p. 207) considera que éste es un principio de la pedagogía en cuanto formación.

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No parece plausible la idea de que aprender a contar tenga una relación directa con el hecho de contar dinero; la relación puede existir, claro está, pero no es más importante que la idea de contar para operar lógicamente. Si contar dinero es un criterio dominante, también lo es, en cierto sentido, la idea del pensamiento lógico. Igualmente, si leer se puede asimilar a la idea de consumir lo que los magnates de la prensa quieren que se sepa, sabemos que desenmascarar esos propósitos pasa también por saber leer y que nadie está condenado a asignar sentidos de una sola manera, por el hecho de haber aprendido bajo cierto estilo. Igual ocurre con la idea de valorar: ¿enseña la escuela a valorar conforme a una distribución desigual de a quién se le debe consideración? No se entiende cómo alguien podría encontrar todas estas falencias de la escuela, si fue formado en la escuela que denuncia: ¿cómo hizo para saber que las operaciones matemáticas tenían otras aplicaciones, que la lectura y la escritura podían ser redireccionadas, que la valoración podía ser menos maniquea? La convicción política de Neill no le permite entender la escuela (así vaya armado del psicoanálisis); aunque su actuar en ella materialice cosas interesantes que no provienen solamente de tales ideas. Ciertamente, la escuela: a) Enseña el respeto a la autoridad… claro que también hay autoridades que se respetan sin que nos obliguen (ya hablaremos de la autoridad epistémica). b) Enseña el sacrificio… pero, si logra tal efecto, es porque materializa un camino de satisfacción pulsional por la vía del deseo; recordemos que una instancia social es posible si se sacrifica algo de las formas de goce singular; no todo sacrificio es justificable, pero nada hay sin sacrificio. c) Miente sobre los valores… digamos que explicita sus valores, los cuales muchas veces son idealizaciones; pero los estudiantes no son débiles mentales y terminan dándose cuenta de que el lugar desde el que se habla condiciona lo que se dice. d) Exagera la importancia de lo que transmite… pero, ¿podría transmitir algo desde la posición de que enseña cosas intrascendentes?; ¡el mismo maestro se juega su prestigio en la medida en que crea en lo que enseña!, así de entre sus estudiantes ninguno escoja el camino que él eligió. Quizá la oferta educativa de hoy se caracteriza por una “falta de exageración” frente a la importancia de lo transmitido; si así es, de ahí derivaría el hecho de que su acción produzca un desinterés generalizado. e) Aquieta a niños activos… efectivamente; el problema es cuando la “inquietud” no decrece con el tiempo y se vuelve “hiperactividad”; recordemos que, más allá de las razones por las cuales estamos abocados al diagnóstico en la escuela, la época sí se caracteriza por una “imposibilidad de estarse quieto”; quedar inquieto por el saber, a partir de lo que hace la escuela, no es equivalente a ser un hiperactivo. f) Enseña los productos y no los procesos… sí: la escuela

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tiene por objeto un saber muerto, despojado del proceso; pero la relación del maestro con el saber es la que marcará la singularidad del vínculo producto-proceso. g) Condena a consumir y no enseña a producir, a crear... tal vez la creación presuponga un nivel de relación con el campo de producción, pero no es ella misma enseñable. ¿Cómo pudieron ser productores y creadores aquellos que nos tienen en el nivel económico y cultural en el que estamos, si fueron víctimas de la educación que se objeta? (no quiere decir que esté bien, sino que tal vez otras cosas también están en juego). h) Todo esto se hace en espacios feos, oscuros, poco ventilados, malolientes, inapropiados, incómodos... posiblemente, en la mayoría de casos; pero una mejor educación no surge automáticamente de lugares bonitos, iluminados, ventilados, aromáticos, apropiados y cómodos; el acto educativo se produce por otras razones. i) En fin, se trata de una reproducción de la sociedad capitalista, al tiempo que de una destrucción de la felicidad del niño… Como hemos dicho, no podría dejar de ser una reproducción, no sólo del capitalismo, sino de una tradición que supera los límites de un sistema productivo. Pero no puede ser la destrucción de la felicidad del niño, pues, en primera instancia, la felicidad no existe para el ser humano; y aunque entre la educación y el niño hay una incesante guerra en miniatura —como dice Anna Freud (1930, p. 50)—, se trata del asunto del terreno en el que se juegan para él sus propias posibilidades: sin esa guerra, el pronóstico para el niño sería reservado. Por todo esto, Neill no ubica el problema en la educación: el papel segregativo de la escuela tiene que ver con la reproducción del capitalismo. Las reformas que se piensan como aplicadas a la escuela, sin tocar lo social, sólo conducirían a cambios superficiales; la escuela no puede ser curada, es el capitalismo el que debe desaparecer. Sin embargo —como la sociedad comporta la contradicción y Neill opta por la democracia—, sostiene su propuesta como un modelo alternativo de sociedad, como una contra-sociedad; se niega a servir de agente de la disciplina, a mediar entre la sociedad y los niños, a promover la ideología burguesa. No pone a nadie entre él y los niños. “Representa un principio de realidad no represivo que instaura en colaboración con los niños”, como dice un exalumno suyo. No es una escuela de matiz diferente, es una escuela de la libertad, que ama la vida, por oposición a la otra, que es fascista, que cree en la muerte. Sostiene que mientras unos pocos educadores trabajan para que el niño crezca en libertad (diversión, juegos, amor, pasatiempos), la mayoría es aleccionada por el enemigo mediante castigos, prohibiciones, militarismo y sexualidad pervertida para imponer el deber, el poder y la religión. Como se ve, la infantilización que se aplica al niño (que sólo será salvado si otros operan bien sobre él) es

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exactamente la misma que se aplica al maestro: éste no decide, no se juega su propia satisfacción en el trabajo… sino que se trata de una brizna al viento de los tiempos. En tal perspectiva, se habla desde una enunciación colectiva: “todos quieren” una humanidad sana y buena, un mundo curado. Y ello sólo puede obtenerse mediante la acción de muchos individuos, que hayan sido producto de una nueva educación, y que estén empeñados en desafiar el poder, el odio y la moralidad anacrónica. La solución no sería por la vía de la curación de los neuróticos. En este planteamiento, la propuesta articula la perspectiva individualizante y la masificante. Si bien hasta ahora se trataba de proceder de cierta manera en atención a la especificidad del sujeto, llegados a este punto aparece una implicación en lo colectivo: el tratamiento individual de la neurosis no cambiará la sociedad. Ahora el sujeto enfermo es la sociedad y su curación depende de una multitud educada en el amor y la moral actual. *** En resumidas cuentas, los principios que rigen esta experiencia son los siguientes: Confianza en la naturaleza del niño… como si el niño fuera bueno per se. Finalidad de la educación: vivir su propia vida… como si ésta se definiera independientemente de las relaciones. Libertad… como si fuera algo natural. Autorregulación… como si lo personal no tuviera deuda con lo social. Autogobierno… como si el sujeto tendiera al bien. Corazón, no cabeza… algo que se traduce en un detrimento de la comprensión (confróntese la frecuencia con la que Neill acude a las teorías). Terapia, pero no para curar, sino para incentivar… como si el psicoanálisis fuera más educativo que terapéutico, y más terapéutico que ético. Una Enseñanza que no se materializa en clases, grados, ni evaluación… como si las diferencias que estos tópicos producen no fueran importantes. La escuela se acomoda al niño, no al contrario… la escuela siempre ha tenido que ver con la especificidad del niño; si ella se hubiera definido de acuerdo con sus propósitos, no tendría la forma que tiene hoy, aunque esto no se declare abiertamente.

5.2 La perspectiva colectiva Las disciplinas que tienen como objeto la sociedad llegaron a la educación. Llegaron a explicarla. Pero como sucede con las prácticas mediadas por lo simbólico (o sea: las humanas), el asunto estudiado varía por la acción de la interpretación. El lenguaje, por ejemplo, que parecería señalar a un desarrollo

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solamente de orden individual y psicológico, fue ubicado rápidamente por los sociólogos de cara a un asunto de clases sociales (para educación, es el caso de autores como Bernstein y Bourdieu): más que hablar una lengua, la vida social nos pondría de cara a unos horizontes de sentido, a través del lenguaje, marcados por la estructura social. De igual manera, más allá del trastorno —que se afronta con un especialista que aparta al niño del aula y lo introduce a su “consultorio” en el ámbito escolar—, se consideró la idea de la institución trastornante (caracterización en la que entraba la institución psiquiátrica misma) que, en consecuencia, debía ser tratada. De ahí que, en esta perspectiva social, varios caminos encuentren imprescindible modificar la institución para poder aplicar sus idearios. Podría parecer curioso que el psicoanálisis entrara en esta tendencia, en tanto supuestamente es una disciplina que trata lo individual. En realidad, Freud y sus seguidores no fueron ajenos al asunto del nexo propio de las colectividades. Veremos, entonces, dos experiencias que señalan hacia asuntos grupales, y que dicen tener relación con el psicoanálisis: las pedagogías institucionales que florecieron en Francia en los años 60, y que estaban encabezadas por los nombres de Michel Lobrot, de un lado, y de Fernand Oury y Aïda Vásquez, por otro6.

5.2.1 Las “pedagogías institucionales” Se oponen a la pedagogía tradicional que, según ellos, defiende la institución pedagógica instituida, la cual manejaría tres prejuicios: a) que el niño sólo es el escolar; b) que la instrucción es lo más importante; y c) que, por ser iguales, todos deben ser sometidos a idéntico régimen. No toman el objeto ‘individuo’, sino el objeto ‘institución’, en la que grupos e individuos están inmersos. Al estudio de estas instancias estructurales se lo conoció como “análisis institucional”. Consideran que la institución es el aspecto más importante, pues ella permanece, mientras el individuo y el grupo son efímeros. Va desde la idea de oficialización (escuela, hospital) hasta la idea de sistemas de reglas que rige la vida de los grupos. Y aquí supuestamente entra el psicoanálisis, pues se plantea que la institución son significaciones subyacentes que pertenecen al “inconsciente del grupo”, o que hacen depender el inconsciente individual de aspectos de orden institucional. 6

Tomo las referencias de estos autores de Palacios, 1988.

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Pero, si bien nadie está autorizado para decir quiénes pertenecen y quiénes no a una disciplina, la idea de “inconsciente colectivo” no es psicoanalítica. A propósito de ese concepto parece haberse generado una de las diferencias radicales entre el trabajo de Freud y el de Jung. Freud le decía a su excolega que no tenía inconveniente en que buscara los arquetipos y ese género de cosas, pero le preguntaba por qué seguir llamando ‘psicoanálisis’ a dichas investigaciones. Efectivamente, a partir de determinado momento Jung consintió en llamar “psicología analítica” su campo de investigación7. La explicación de lo colectivo en el psicoanálisis no pasa por formular categorías pertinentes al grupo, como “instinto gregario” o “inconsciente colectivo”. Psicología de las masas y análisis del yo (Freud, 1921) es un texto cuyo título ya anuncia esta discusión. Gustave Le Bon había publicado en Francia un texto que era revelador de los fenómenos colectivos: Psicología de las masas; pues bien, Freud le responde con idéntico título, agregándole “… y análisis del yo”, pues para él los conceptos que pretenden describir el efecto grupo se pueden descomponer hasta llegar a lo que cada integrante hace con su instancia crítica. También veíamos que las pedagogías institucionales hacen depender el inconsciente individual de aspectos de orden institucional. En esta idea también parece haber una apropiación no psicoanalítica de los conceptos del psicoanálisis: si bien aspectos de orden institucional tienen que ver con lo inconsciente, si se hiciera depender el inconsciente individual de tales aspectos, sería uno de los efectos de la institución y el sujeto quedaría diluido en la determinación social (¿cómo explicar, entonces, las diferencias entre individuos?). Y, efectivamente, para algunos es así. Pero el psicoanálisis perdería toda razón de ser, si así fuera. Y no es que haga caso omiso de una evidencia, sino que muestra que detrás de la evidencia están los fenómenos residuales que le permiten establecer su campo de investigación. Para los teóricos de las “pedagogías institucionales”, institución es, en últimas, producción y reproducción de las relaciones sociales (G. Lapassade, R. Lourau), en condiciones específicas: se trata entonces de desentrañar las fuerzas que operan en una situación aparentemente regida por normas universales. La institución, tal como es dada a quienes pertenecen a ella, es lo instituido. En cambio, las actividades de esas personas, de cara a conseguir lo que se ofrece, a solucionar los problemas, es lo instituyente. Lo instituido tiende a negar lo ins7 Cuando habla de educación (1923, 1924, 1925), por ejemplo, ya no se refiere a su campo de trabajo como “psicoanálisis”.

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tituyente, pero todo el tiempo lo segundo está tratando de adaptar lo primero. Llaman a esto “negación de la negación” y lo hacen coincidir con lo que denominan “contratransferencia institucional” (Guigou). Así, cuando lo que ocurre en la escuela es instituyente, cuando cambia lo instituido, hablamos de “pedagogía institucional”: regulación por la base, crítica de las normas, desarrollo de las fuerzas instituyentes… todo para evidenciar la constricción material e ideológica. La actividad instituyente pone de manifiesto lo oculto tras lo instituido. Entonces, sólo la dimensión institucional permite entender el sentido de lo que ocurre en educación. El mayo del 68 francés se sirvió de estas ideas. No obstante, este uso del concepto transferencia lo saca del psicoanálisis. Hemos visto que la transferencia se refiere a la actualización de un nexo en el vínculo analítico. La contratransferencia ya era un concepto bastante discutido en el campo psicoanalítico, pues ponía también una transferencia del lado del analista, lo que recomponía la relación a una escala de “igualdad” de “horizontalidad”, que nada tiene que ver con la práctica analítica. Entonces, no se trata de un concepto aplicable a instituciones: éstas no pueden tener relaciones transferenciales con sus miembros; más bien hacen existir unas relaciones nuevas, no las transfieren. Por eso resulta consecuente con su propia lógica que, para las “pedagogías institucionales”, lo pedagógico tenga que ser analizado y comprendido más en términos de estructuras que de relación interpersonal. Aquí es cuando la perspectiva “social” arrasa con la dimensión subjetiva. Según los pedagogos institucionales, la intención de enseñar comienza con el reconocimiento de lo instituido y con la limitación de lo instituyente. Y como conciben que, en el fondo, el asunto es de poder, renuncian a los medios coercitivos: mientras en la pedagogía tradicional el adulto prima sobre el niño, esta “pedagogía negativa” no confunde la influencia del adulto con una relación de autoridad. En lugar del maestro (“situado más arriba”), emitiendo una luz que fecunda el intelecto de los estudiantes receptores, el pedagogo institucional renuncia a su pedestal y a su palabra: el silencio del maestro daría lugar a la palabra del estudiante. El objetivo no es que el estudiante aprenda ciertos conocimientos, sino a expresarse, a comprender a los demás, a escuchar antes que a responder, a discutir y a no juzgar, a pensarse, a autocriticarse, a tener iniciativa. La educación es un problema político: compromete la ética personal, prepara para la autogestión social (dar papel político activo)8. Salvo que en este caso se renuncia a la relación con 8 Como se ve, los grandes objetivos de la educación pueden ser siempre más o menos los mismos, aunque se revistan de terminologías de la época que se le aparecen a sus voceros como novedades; hoy, por ejemplo, oímos formulaciones parecidas en propósitos formativos relativos al “pensamiento crítico”, a la “enseñanza para la comprensión”, a las “competencias ciudadanas”, etcétera.

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el saber y a imponer unas condiciones de relación. Ya veremos más adelante los efectos de esta postura, en tanto la estructura del dispositivo puede no obedecer a la descripción hecha. Así, mientras la clase tradicional es antigrupo (produce una yuxtaposición de la multiplicidad, no una nueva instancia colectiva), el espacio institucional permite que los alumnos instituyan, en primera instancia, al grupo. Importa elaborar relaciones, hacer comunicaciones horizontales, hacer aparecer “afectos grupales”, y no transmitir un saber. No es crear un grupo para satisfacer a todos, sino unas condiciones amplias para que todos quepan. Esto produce un espacio fronterizo entre lo educativo y lo terapéutico, pues se pretende transformar al individuo, ayudar a la maduración y a la conquista de la autonomía. Esta pedagogía sostiene que reeduca a quienes tienen diversos órdenes de problemas; es decir, entienden la génesis de dichos problemas en el arreglo del grupo. En consecuencia, una reorganización del grupo produciría una “cura”. Además, dicen que es una pedagogía preventiva, pues “auténticas relaciones humanas” con el maestro funcionan como profilaxis. Aquí se aprecia cómo el “sesgo social” introduce una mirada ajena al psicoanálisis: para éste, no hay relaciones “auténticas” e “inauténticas”, y lo humano es específico en la tortura y en el beso, en la enseñanza y en la guerra; de igual forma, el mecanismo que constituye al grupo es idéntico, independientemente de que se dedique a cosas altruistas o extremistas. Como vemos, los viejos temas de las soluciones a los efectos residuales reaparecen aquí. La salida terapéutica y la profilaxis ya los conocemos como perspectivas barajadas desde las primeras reflexiones psicoanalíticas sobre el asunto educativo. Salvo que, en este caso, el psicoanálisis ha desaparecido ante una mirada que privilegia el sesgo político y, para eso, recontextualiza algunas de sus categorías.

5.2.2 Lobrot Las fuentes de Lobrot son: la psicosociología y la no directividad. Piensa que el psicoanálisis ha logrado menos por las elaboraciones teóricas y más mediante la transferencia y la contra-transferencia, mediante la regla de la sinceridad y la no directividad del análisis. Por eso echará mano de tales procedimientos. Ahora bien, la manera como esta mirada relaciona la teoría y la práctica omite la dimensión conceptual de la transferencia, la asociación libre y la no directividad, pues no se trata de prácticas al lado de la teoría. La teoría que podemos asociar al psicoanálisis es una reflexión de la práctica analítica. Además, quien quiera armarse de tales

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mecanismos prácticos e interactuar con alguien, no estará haciendo psicoanálisis, pues tales herramientas no se toman para practicar, sino que se deviene de tal manera que esas maneras de obrar resultan indefectibles, toda vez que se ha conquistado una posición (constituyen un efecto de formación). Por eso, en pedagogía Freud pasó de hacer sugerencias teóricas (lo que presupone otro que escucha, que entiende) a plantear que un maestro psicoanalizado se hallaría en otra posición frente a su acto educativo, y que hay ciertas posiciones favorables que se han conquistado en la vida (lo que dice sobre Aichhorn, por ejemplo), más propicias para la práctica educativa que una serie de discursos basados en la teoría psicoanalítica. Lobrot supone una autoridad del analista, basada en el conocimiento que tiene sobre lo que pasa “en el interior” del paciente. Para superar este “inconveniente”, echa mano del psicólogo estadounidense Carl Rogers, quien considera que todo el mundo es capaz de comprenderse a sí mismo y de resolver sus problemas; así, muestra empatía con el paciente y preocupación por lo que le sucede, con el fin de que revele sus verdaderos sentimientos sin miedo a ser juzgado; es decir, su personalidad participa activamente en el acontecer psíquico del paciente, para hacerlo crecer y ser independiente. Ahora bien, es acertado observar una relación de autoridad en el análisis, pues no se configura allí un lazo social entre iguales, como pretenden —sin lograrlo— quienes propenden por relaciones horizontales, igualitarias, cuyas condiciones pragmáticas se puedan explicitar y establecer por parte de los participantes. Si el psicoanálisis define al sujeto como una singularidad, está impedido de adherir a tales consideraciones, tan buenas pero tan estériles. Ahora bien, ¿qué hace el analista con ese poder que le es otorgado en la medida en que el otro cree (por ejemplo, Lobrot) que tiene un saber sobre lo que pasa “en el interior” del paciente? Ahí sí hay una diferencia: esa transferencia le sirve al analista para orientar el trabajo, no para dominar al otro. Creerse la atribución del otro es una impostura que instala cualquier cosa, menos un análisis; el analista sabe que no sabe lo que el paciente tiene “en su interior” —como dice Lobrot—, pero sabe que esa suposición instala la posibilidad del trabajo analítico. Igual pregunta le cabría al maestro: si el estudiante le atribuye un saber (cosa que cada vez ocurre menos), ¿qué hace él con eso?; ¿se cree el cuento y obra en consecuencia?, ¿o se sirve de ese equívoco para operar? Más adelante, cuando abordemos la teoría de los discursos en Lacan, veremos una respuesta.

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Las ideas de mostrar empatía con el paciente, preocupación por lo que le sucede —tomada de Carl Rogers—, es blindar el vínculo de cualquier posibilidad de trabajo más allá de la sugestión. Así mismo, el maestro no está puesto ahí para simpatizar con los estudiantes o para amarlos. Sin ser antipático, puede hacer su trabajo y “hacerse querer”, lo cual funciona siempre como una posición del otro que no se puede confundir con el amor. Cuando el amor apareció en la situación analítica, Freud no cayó en la impostura de creer que él lo suscitaba; pensó que se trataba de un efecto de la relación y, sin rechazar asustado lo que pasaba —cosa que sí le pasó a Breuer (Ramírez, 2002, p. 91)—, lo puso a funcionar para los objetivos del tratamiento. Fue lo que después llamó amor de transferencia. Lo mismo podemos decir del vínculo profesor/estudiante: aparece la transferencia y el maestro puede creer que él —y no la relación que le ha sido facilitada— la suscita y, en consecuencia, flirtear con sus estudiantes. O puede ser el soporte de ese afecto y fundar en él el trabajo del otro. Ni el psicoanálisis ni la educación son una conversación. Usan las palabras, claro está, pero el objetivo no es intercambiarlas. En ninguno de los dos casos se trata de una relación entre un cliente y alguien que ofrece un servicio, aunque haya servicio y aunque haya pago. Sabemos cómo el discurso sobre los derechos más bien interviene para que no haya educación. Pero mientras en la terapia analítica se trata de que el analizante ponga su sufrimiento en palabras, en la escuela se trata de que eso no se explicite, sino que se tramite en relación con el saber. Los intentos de hacer del encuentro en el aula una confesión de asuntos personales, una catarsis colectiva… no sólo no es educación, no sólo es algo obsceno, sino que también tiene graves riesgos, desde el punto de vista del sujeto (podría, por ejemplo, desencadenarse una psicosis). Lobrot también asume la idea de un tratamiento sin consideraciones individuales, sino contextuales: si son las condiciones las que enferman al sujeto, entonces la cura se produce mediante la creación de otras condiciones. De tal forma, el grupo se convierte en agente y marco de la terapia. Así, con ayuda de la idea de no directividad y de la teoría de los grupos, Lobrot crea el “grupo diagnóstico”: 10 o 15 participantes con un monitor especializado, para sensibilizarse, formarse o perfeccionarse frente a las relaciones humanas y, en particular, a los pequeños colectivos. El grupo, que inicia con incertidumbre, pasa a depender del monitor, al punto de revestirlo de autoridad. Luego, la autoridad y el poder se le transfiere al grupo, con lo que se instala una conducta reflexiva grupal. No se

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les asigna tarea, deben vivir y dialogar juntos, con arreglo a sus propias condiciones; lo fundamental son las relaciones afectivas (a diferencia de otros ámbitos). La base de esto está en un psiquiatra inglés que prestaba sus servicios en el ejército, durante la segunda guerra: Wilfred Bion. En ese momento, las inquietudes eran tres: disponer de tiempo suficiente para preparar un ejército; garantizar que los soldados, una vez puestos en el frente, no se resquebrajen; y tratar a quienes presentan problemas, de manera que rápidamente regresen a la batalla. Ante esto, Bion responde con una estrategia que explota más las relaciones horizontales de las que Freud (1921) había dicho que se producían como efecto de la relación vertical con el líder. “En la situación prescrita —dice Lacan (1947, p. 109)—, Bion tiene más dominio sobre el grupo que el psicoanalista sobre el individuo, ya que él forma parte del grupo, por lo menos de derecho y como jefe. Pero justamente eso es de lo que el grupo no se da cuenta. Así, el médico deberá pasar por la aparente inercia del psicoanalista y apoyarse en el único apoyo que de hecho le es dado: el de tener al grupo al alcance de su palabra”. Para Lobrot, los enunciados del grupo demandan un análisis. Pero, en lugar de tratar de develar lo latente, oculto tras lo manifiesto, lo importante es favorecer la toma de conciencia colectiva del contenido afectivo de lo dicho. Para el psicoanálisis tampoco se trata, sencillamente, de develar lo latente tras lo manifiesto, pues justamente se trata de lo “afectivo”; no obstante, esto no es colectivo. Si bien la caracterización de lo colectivo permite entender algunos aspectos de la educación, y tratar desde allí la singularidad, ésta no puede reducirse a ello. Vemos que esta dimensión es elevada por Lobrot al estatuto de unidad de análisis única. Según él, el monitor ayuda al grupo: a desarrollarse, pues cataliza las reacciones, concientiza sobre el funcionamiento del grupo; a desarrollar el clima grupal; a superar los obstáculos para aprender de sí y del grupo; a descubrir y utilizar métodos de investigación, acción, observación, retroalimentación; a interiorizar, generalizar y aplicar —a otras situaciones— lo aprendido en la experiencia. Y todo esto tiene una justificación en la manera singular de insertarse en el grupo. No hay manera de “llevar un grupo adelante” si no es en la medida en que cada uno acepta la dinámica grupal. Ahora bien, al cosificar la acción del grupo, termina sacrificándose el asunto mismo de la escuela. Así, Lobrot plantea que tal acción no va principalmente al intelecto —mecanismo de la educación tradicional—, sino a lo afectivo y a lo relacional. Se pasa del extremo caracterizado como conducente a “acumular datos”, como si ese fuera el único destino posible del saber en la escuela (si así

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fuera, tendría la razón el autor, pues el saber intelectual sería vacío), y apunta entonces a un saber-ser, a una modificación de las actitudes, cosa que considera una formación en profundidad. Sin embargo, el saber-ser —para usar esa terminología que nada tiene que ver con el psicoanálisis— sería un efecto posible de lo que ocurre en la escuela, pero no puede ser buscado de manera directa. Mientras la escuela cuenta con el inconsciente del sujeto, por así decir, las pedagogías institucionales buscan el inconsciente del grupo. En la búsqueda de ese objeto, que no existe, se pueden hacer cosas contraproducentes. La escuela que “empodera” a un grupo en tanto grupo, no está trabajando en relación con el saber. Para establecer un cierto campo para la palabra no es la intervención psico-sociológica el único camino. Como se observa, las perspectivas moralista y revolucionaria son idénticas en este punto: piensan que la formación debe buscarse de manera directa. En el primer caso, es necesario circunscribir, en el segundo, hay que dar libertad para que el grupo organice su funcionamiento y su trabajo. Pero, dada la economía del psiquismo humano, ni la libertad ni la coerción, por sí mismas, producen los efectos buscados. No hay trabajo sin coerción, sin ley, pues lo que se viene, dada esa condición, es la realización de la pulsión. De manera que el trabajo exige un sacrificio. Pero la sola coerción no produce trabajo. El trabajo es el efecto del hecho de que haya un deseo, y el deseo es el efecto de que haya una ley. Pero, igualmente, algo de libertad requiere la búsqueda que implica el deseo. ¿Cuánto de lo uno y cuánto de lo otro? Es la vieja pregunta de Freud en la que el panorama es el de Escila por un lado y Caribdis por el otro, no el de la justicia (los valores, la libertad, la revolución) de un lado y la injusticia (la coerción, la reacción, lo tradicional) por el otro. La complejidad de lo que está en juego no da lugar a salidas estereotipadas y que deshagan la urdimbre en nociones que ya están planteadas desde una posición que excluye cualquier alternativa. Según Lobrot, quien forma es el grupo. Para llegar a esta idea, es forzoso concebir la autogestión como inicio y meta. Pero tal vez el sujeto nada tenga de autogestionario más que su relación con la pulsión. La pulsión es acéfala, se satisface a costa del sujeto, pese al sujeto. Apelar, en ámbitos educativos, a la autogestión es hacer un llamado a la realización de la pulsión. Al contrario, “paso a paso, la educación persigue justo lo contrario de lo que el niño quiere” (Freud, Anna, 1930, p. 51), y no por un capricho, sino porque lo que se quiere es, inicialmente, del orden pulsional, y luego la cultura lo produce en relación con lo que ella es. La escuela no se establece para no pretender nada del otro.

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Mientras en el cuidado muy poco se le exige al niño, en la educación escolar se le exige mucho. El trabajo no resulta enojoso como consecuencia de la estructura del dispositivo escolar, que Lobrot caracteriza como burocrática, sino como consecuencia de la estructura del sujeto. Por lo tanto, no es cierto que un procedimiento antiburocrático produzca, indefectiblemente y como única causa, un trabajo placentero, una formación superior y una preparación para el análisis del sistema social burocrático. La degradación del conocimiento específico —al punto de considerárselo secundario—, ¿no cohonesta con la pereza constitutiva hacia la que tiende el sujeto? En cualquier tipo de sociedad, según Lobrot, la burocracia cosifica el funcionamiento, es ambigua, evita la responsabilidad, impide la comunicación, se perpetúa, niega el cambio, despoja del poder, jerarquiza… sin embargo, no es capaz de frenar el deseo. Tal vez la “burocracia” que no crea las condiciones donde el deseo es posible, es la del enseñante. La idea de que éste está al servicio del grupo sugiere una relación horizontal, ya no del maestro y cada estudiante, sino del maestro con los estudiantes como unidad. Decíamos que en esta perspectiva se sacaba un poco más de provecho de una vertiente del análisis freudiano de Psicología de las masas y análisis del yo. Efectivamente, no podemos tener una educación entre dos personas del mismo nivel, pues lo que se produce en tal caso es una oscilación entre una “compinchería” (improductiva frente al saber) y una contienda mortífera. Cuando aparece un grupo, no necesariamente se constituye una formación colectiva freudiana, con un líder y unas identificaciones horizontales, en la medida en que todos identifican su unidad crítica con esa función-líder. La escuela no es una formación colectiva. Pero se puede aprovechar su lógica. Ahora bien, Lobrot propone el camino extremo de derrocar la función de unidad crítica, para dejar paso a una iniciativa colectiva, mediante la liberación de las fuerzas instituyentes del grupo. Pero, ¿tiene de por sí un grupo fuerzas instituyentes? ¿No hay grupos horizontales cuyo punto de cohesión es la agresión? Confrontar, por ejemplo, la lógica que compone las barras bravas. La función del colectivo en perspectiva psicoanalítica, en el caso de la escuela, tendría que ver con la manera en que el trabajo del grupo permita la realización del producto de cada uno. No hay enunciación colectiva. La idealización delirante del grupo lleva a plantearle tareas y atributos que difícilmente pueden ser explicados: facilita los desarrollos, proporciona intercambios, genera autonomía y creatividad. Y, para ello, es primordial caracterizar también con cierto

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delirio lo existente para que, por contraste, lo propuesto luzca como positivo. Así, Lobrot habla de la burocracia como un llamado al padre, producto de la angustia causada por la falta de felicidad inherente a la educación burocrática. Pero, si los sujetos trabajan en la escuela porque pueden involucrar un deseo en las tareas escolares, entonces ya no se trata de la felicidad. Supuestamente es la organización burocratizada del personal docente la que impone un formalismo programático y un sistema de exámenes que se constituyen en contra-experiencia cognoscitiva, es decir, en una aversión hacia las actividades intelectuales. En realidad, tal posición es la esperada. Freud hablaba de la pulsión de desconocimiento; de la pasión de la ignorancia. El curioso nombre de “pedagogía institucional” muestra que se borra la singularidad a nombre de la idealización del grupo. El psicoanálisis piensa que los fenómenos de grupo son ineludibles y que advertidos de ello, el trabajo tiene que usar su fuerza y, al mismo tiempo, disolver su lógica. No es cierto que haya un mecanismo —Lobrot habla del grupo de diagnóstico— para facilitar y acelerar la comunicación con el otro. El lenguaje es una promesa incumplida de consistencia. El “circuito de la comunicación” en realidad es un corto circuito. El grupo no puede hacer un “aporte afectivo” para pasar a lo intelectual. Al contrario: para que haya grupo, cada afecto hace un aporte. La idea de que el monitor renuncia al poder, y por eso calla sistemáticamente, presupondría que el poder se posee, que no estribaría en la relación; y, de otro lado, presupondría que el silencio no puede expresar un poder. El silencio tiene múltiples sentidos, como todo lo que involucra a la palabra. Silencio es ausencia de palabras. Cualquier silencio no le abre al otro la posibilidad de la palabra. Además, el otro no es una víctima silenciada a la que un silencio caritativo viene a darle voz; el sujeto —hermético o gárrulo— siempre está en una posición gozante. Para la perspectiva de las pedagogías institucionales, el alumno está en silencio. Para el dispositivo escolar el alumno es alguien interesado en hablar todo el tiempo y, por eso, hay que hacerlo callar, hay que encausar sus ganas de hablar. Se habla de que el profesor debe intervenir cuando sea un acuerdo del grupo, pero debe abstenerse en caso de que la demanda busque restablecer modos no autogestionarios de funcionamiento (como paliar la angustia). Esperar a que el grupo se dé a sí mismo las instituciones que necesite para desarrollarse y no estancarse es presuponer una especie de “instinto gregario”, de un efecto positivo de la organización humana cuando no está cohibida. Todo lo contrario de la manera como vimos que Freud analiza la cultura. Las instancias

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culturales se nutren de la coerción pulsional. Las que invente cualquier grupo humano; iluminado por la perspectiva que sea. En particular la escuela no espera a que una autogestión determine las actividades, la organización, los objetivos… no se pregunta al otro qué quiere aprender, sino que se le enseña. Cuando esa pregunta es sincera, es porque el campo de las respuestas posibles es el currículo. No se le pregunta a un paciente cómo conducir la cura. El trabajo está garantizado por el hecho de que la cura sea conducida y que eso no sea motivo de plebiscito. Los dispositivos no tienen un fundamento “democrático”. Si la dialéctica entre el yo y el otro condujera a la autonomía y a un aprendizaje “eficaz”, no habría dispositivos. Vimos que la cultura es posible cuando lo social —léase: los dispositivos— trascienden la dialéctica entre el yo y el otro. La prohibición de matar es impositiva… pero sin esa imposición no hay cultura posible. La gramática es una imposición… pero sin esa imposición no es posible el sujeto. Por el hecho de cohesionar a un grupo, las actividades no son necesariamente elogiables. La agresión, por ejemplo, es lo que más cohesiona a un grupo. Paradójicamente, mientras más útil desde el punto de vista social, menos “magnética” resulta una práctica para sus miembros. Estamos obligados a pensar que la fuerza de atracción de la práctica crece en función de su proximidad a la satisfacción directa de la pulsión. Por eso, la escuela no es atractiva. Hay que hacerla desear. Y cuando se la quiere hacer atractiva, sin hacerla desear, lo que se hace es aproximarla a la estructura de un club.

5.2.3 Oury y Vásquez Según Fernand Oury y Aïda Vásquez, la pedagogía no puede ignorar el principal aporte del siglo XX a la psicología, a saber: el psicoanálisis. Retoman la psicoterapia institucional de Jean Oury, Francesc Tosquelles y otros, que habían repensado ciertos conceptos freudianos, para responder a un momento estructural de psiquiatras analistas que se propusieron controlar las variables institucionales que influyen en el enfermo, establecer la función terapéutica de la institución. La idea es que el mal no está en la mente ni en el cuerpo, sino en el sistema donde enfermo, familia y terapeutas se relacionan. Se trata de una teoría psicológica que se desplaza del individuo al sistema. Médicos, enfermeros, educadores, monitores... tienen un valor semiológico según la estructura de la red significante en que se inscriben. Así, piensan que otras estructuras deben triangular la relación dual típica (médico/enfermo, profesor/alumno), evitar la

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alienación implícita en la relación especular propia de la situación dual. Para eso, se introducen redes interpersonales, se socializa la relación entre dos con ayuda de la mediación, la cual da lugar a otras relaciones que permiten al sujeto situarse entre los otros y en su interioridad. El reajuste de las identificaciones, exigido por cada sistema mediacional, conduce al enfermo por el camino de la cura, que sería una resocialización. Este “uso” del psicoanálisis lo desvirtúa por completo: decir que el mal no está en la mente ni en el cuerpo es equivalente a decir que su objeto propio es irrelevante. Desplazarse del sujeto al sistema introduce una causalidad social. Por eso se asigna un “valor semiológico” a médicos, enfermeros, educadores, monitores. No obstante, para Freud el “valor” de los otros se juega en tres niveles bien diferenciables: la imagen, el símbolo (reconocido por Oury y Vásquez) y la pulsión. Podríamos decir que, efectivamente, a escala del símbolo, hay algo del sistema que opera; pero no a escala de la imagen ni de la pulsión. Hay razón en la idea de romper la relación dual (especular) —se nota que están bebiendo de las enseñanzas de Lacan—, salvo que esto no se hace introduciendo otros: agregar personas no es trascender el nivel especular, es aumentar el número de reflejos. Cuando el niño que se reconoce en el espejo se voltea para mirar a quien lo sostiene, está introduciendo algo del orden de lo simbólico, pues hace existir al otro no como imagen (para eso, lo está viendo en el espejo), sino como representante de la palabra en nombre de la cual se lo sostiene allí. La clínica psicoanalítica no rompe el nivel de la identificación especular introduciendo personas al consultorio, sino, por ejemplo —el ejemplo más elemental— acostando al paciente en el diván, de manera que se dirija al “tesoro de los significantes” y no a la persona del analista en tanto semejante. Así mismo podríamos decir que el maestro puede ocupar un lugar de semejante (cuando le pregunta al otro qué quiere, cuando se ofrece a intervenir de manera directa en el otro) o un lugar de representante de la cultura, en función del saber que se le ha demandado dispensar en el ámbito educativo. Ahora bien, todo esto dejaría pendiente el asunto de cómo se trata lo pulsional, que es el punto de Freud cuando habla de la educación imposible, que es el asunto del resto que tanto preocupa al dispositivo educativo. Introducir “redes interpersonales”, “socializar las relaciones” no hace más que dilatar el asunto y no conduce a una cura que, en consecuencia con la omisión de lo pulsional, se puede denominar “resocialización”. El tratamiento de la pulsión excluye al otro. Por eso el análisis no es un vínculo comunicativo, sino un tratamiento de lo real por lo simbólico —como dice Lacan

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(1964, p. 18)—, que no busca restablecer el sentido sino posicionar al sujeto frente a su goce. Un tratamiento colectivo no puede evitar usar como fundamento la sugestión y la identificación. El psicoanálisis no se puede llevar a la educación con la pretensión de generar un grupo —éste sí— sano, curativo. Esa disciplina está advertida de lo que se tramita en los colectivos —vimos la posición de Freud al respecto— y no aboga por hacer ni por deshacer colectivos; pero entiende que la educación no es una formación colectiva, aunque en su seno éstas se puedan generar9. La ley del significante no tiene que ver con el significado, como veremos; de manera que si la psicoterapia institucional busca lugares para transmitir mensajes, crear lenguaje y acceder al significado, pues queda claro que ya no se trata de psicoanálisis. A Oury y Vásquez les parece que la pedagogía no directiva es elitista y, por consiguiente, hace de lado las diferencias de clase social; por eso, habría que controlar la no directividad, saber cuándo y qué tanto usarla. Así mismo, el optimismo rogeriano no permite entender lo que ocurre en una clase; el “ambiente” no tiene la fuerza que se le supone. Esto es consecuente con su forma de entender la escuela: un cuartel, un eslabón de la cadena social, burocrática, vertical, no recíproca; panóptica; generadora de relaciones de serialidad. Ya sabemos que para poder sostener este tipo de opinión, es forzoso idealizar de manera negativa aquello que se quiere criticar. Entonces, la escuela queda caracterizada: a) como un dispositivo que quita la palabra, frente a lo cual el crítico se ofrece como aquel que cambiará las estructuras y dará la palabra. Pero eso presupone tener la palabra, presupone el gesto magnánimo de dar al desposeído. La imagen que tiene el psicoanálisis del lenguaje es otra, ya lo veremos. b) Como un lugar jerárquico, frente a lo cual el crítico se ofrece para eliminar barreras. Pero eso presupone que la formación se da en un contexto sin jerarquías, y que es posible un movimiento social que elimine la jerarquía sin ser jerárquico. La imagen que tiene el psicoanálisis de las relaciones es distinta, pues, como hemos visto, sólo la introducción de algo que rompa la horizontalidad hace posible lo social. Eso no justifica la manera como la jerarquía se concreta, pero no bota el agua sucia con el bebé. c) Como reaccionaria y conservadora, frente a lo cual el crítico se ofrece como progresista y revolucionario. Pero eso presupone que se puede asumir un papel por fuera de las condiciones que hacen posible lo social. Puede decirse que las muestras de “socialismo real” no son representativas de los más 9 La lógica de la formación colectiva en la escuela está explorada magistralmente en la película La ola (2008), del director Dennis Gansel.

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elevados propósitos, pero no se puede negar que sí nos permiten medir un poco hasta qué punto el asunto consiste en hacerse unos buenos propósitos, o más bien estar a la altura de nuestra indigencia y no cargársela al otro. d) Como causante de neurosis, frente a lo cual el crítico se ofrece como terapeuta que puede incluso hacer profilaxis. Ya hemos visto cómo el psicoanálisis no puede culpar de la neurosis al otro o al dispositivo, pues de esa manera desresponsabiliza al sujeto y se queda sin objeto. Para llevar a cabo las tareas que se oponen puntualmente a las características de la escuela, Oury piensa que las técnicas de grupo son insuficientes, pues “corren el peligro de servir de coartada, de pantalla, de diversión compensatoria con respecto a una falta de análisis institucional del ambiente escolar. Alienación suplementaria; más terrible por corresponder al punto de vista de la ‘ciencia psicológica’, templo venerado por los hombres en espera anhelante”. Lo que hay que hacer es modificar la estructura de la clase: introducir mediaciones que superen las relaciones duales, modificando las relaciones y los intercambios. Efectivamente, la mediación evita problemas que de otro modo no se pueden eludir, pero el sentido de la mediación está dado por la relación que se establezca entre lo dual, lo colectivo y lo singular. La perspectiva que comentamos opta por un privilegio de lo colectivo y, en consecuencia, su ideal se cumple en el fortalecimiento del grupo… “cura” que, desde la perspectiva del psicoanálisis, podría ser peor que la enfermedad. Los autores diferencian entre elementos técnicos y organizacionales. Entienden los elementos técnicos como condición de posibilidad, no como fines. Su razón de ser es colocar a los alumnos en situaciones que requieran entrega personal, iniciativa, acción y continuidad. También para el psicoanálisis, los elementos técnicos serían condición de posibilidad y no fines; pero esta teoría les daría el valor de generadores de deseo, lo cual la pone en el mismo nivel de quienes promueven la “motivación” en la escuela, como una actividad que actúa directamente sobre el “sitio” de donde proviene el deseo. Eso presupone sujetos homogéneos, que son las antípodas del sujeto según el psicoanálisis. El deseo parece más bien ser el efecto en el sujeto, la respuesta que se da a cierta oferta del otro, pero con la marca de la singularidad, lo que impide saber cómo proceder para causarlo en todos. Por eso, para el psicoanálisis, la educación es incierta. Ahora bien, cuando se produce ansiedad, proponen recurrir a instrumentos conceptuales e instituciones sociales internas capaces de facilitar intercambios materiales, afectivos y verbales. Para el psicoanálisis, en cambio, la ansiedad no

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es motivo de intervención. Ésta sólo se hace posible ante la demanda de un sujeto. Y el operador no es la teoría, sino el deseo del analista, es decir, una posición desde la que se escucha. Y entienden los elementos organizacionales como las reglas de funcionamiento que genera el grupo, en función de las tareas específicas: actividades (trabajo, aprendizaje), funciones, responsabilidades. Se trata de producir la fuerza instituyente de los participantes: decidir lugares, momentos, estatutos, funciones (servicios, cargos, responsabilidades), papeles, reuniones, ritos. En esto hay una coincidencia con las pedagogías institucionales que, como dijimos, exploran una dimensión de la colectividad que había quedado subordinada en el análisis que hace Freud de las formaciones colectivas. Sin embargo, dos cuestiones objetan la caracterización que se había hecho de la escuela: de un lado, la propuesta conduce a constituir condiciones y espacios para las relaciones: el consejo de cooperativa, resultado de la actividad instituyente de maestros y alumnos, institucionaliza la vida escolar; es el lugar para decir lo que se necesite, para encontrarse; resuelve conflictos externos e internos (personales, interpersonales, del trabajo), tratando de producir nuevos y superiores equilibrios. Para ello, analiza, interpreta, critica, elabora colectivamente, decide, hace la memoria. Los niños trabajan en grupo por una obligación implícita, y trabajan individualmente en función de los diversos ritmos y posibilidades... Con todo esto, ¿no se reconoce el papel de la norma de la que se había denostado? Y, de otro lado, se plantea que el maestro puede ser un funcionario del Estado (transmite lo que éste le diga), o puede operar sobre la forma como entiende su labor, sobre la manera como organiza el trabajo y como dota material y técnicamente la clase. Ante esto, tendríamos que decir que ser un funcionario del Estado también es operar a la manera como entiende su labor. O sea, el maestro también es un sujeto y no hay condicionamiento social que pueda determinar la manera específica como él opera en la escuela. Entonces dicen que el maestro de la segunda opción domina el medio ambiente que crea con los niños, es un especialista de la organización de los centros educativos. Con todo esto, ¿no se elimina la caracterización hecha del dispositivo, como si éste no dependiera de la forma singular como cada uno hace existir el espacio educativo?... lo cual no quiera decir que no se lo haga existir en ese sentido… pero ahora no se trataría de una imposición, sino de un consentimiento, de una manera de satisfacción. El maestro idealizado de la propuesta renuncia a ser sujeto de reemplazo para los niños que no tienen con quién identificarse. La diferencia con el psicoanálisis

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es que esa posición se conquista, no se puede prescribir. Sería parte de la manera como un maestro se relaciona con su oficio, pero absolutamente incomunicable con objetivos de convertirla en modelo. Ese maestro ideal tampoco busca convertirse en el psicoterapeuta de cada niño, porque la clase es psicoterapia: desplaza al grupo lo que la escuela tradicional ponía en el maestro. Sobre este punto hemos dicho que sólo hay terapias grupales al precio de perder la singularidad y que la escuela es un dispositivo que apunta al saber, no a la terapia. Ni siquiera es una articulación de educación y terapia, como piensan los autores, pues el fundamento de tal pretensión estaría en que la pedagogía institucional permite la expresión libre, con lo que no se inhibirán ideas, sentimientos, dificultades. En realidad, no existe la expresión libre, pues no sólo el lenguaje nos obliga a decir (Barthes, 1978), sino que no cabemos exactamente en él.

Coda Por experimentar una tensión permanente entre los componentes individual y colectivo, la escuela ha sido explicada desde perspectivas psicológicas y sociológicas. El psicoanálisis se ocupa del sujeto, en cuya constitución interviene la interacción. Por tanto, da cuenta de la dimensión colectiva, en clave subjetiva; lo que, además, no le impide reconocer procesos sociales que escapan a su comprensión. En la declaración freudiana de esclarecer la pedagogía para prevenir la neurosis se autorizan experiencias educativas como las de Vera Schmidt y Alexander Neill, para quienes las dificultades en la escuela serían producidas por su propio funcionamiento. a) En medio de la revolución rusa, la experiencia de Schmidt se basaba en la idea de satisfacer las “necesidades instintivas primarias”. Este contexto llevó a entender la formación en clave política —con cierta “naturalidad”— y no en clave freudiana —que señala más bien a la constitución no natural de lo humano—; entendió la necesidad, la satisfacción y el desarrollo, de manera distinta a la del psicoanálisis; sobrevaloró la práctica; e inventó un sujeto de la voluntad y de la adaptación, una sociedad que satisface plenamente y que no traumatiza, y unos maestros-sin-sentimientos. b) En un contexto distinto, la experiencia de Summerhill, buscaba la felicidad coartada por la escuela tradicional (y por la familia). Por lo tanto, buscó acabar la censura, la prohibición y las jerarquías. Aunque poco nombra al psicoanálisis (su famoso libro (Neill, 1960) no tiene bibliografía), sí retoma conceptos y prácticas; pero, a diferencia de aquél, por un lado, victimiza al niño (producto defectuoso de dispositivos sociales como la

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escuela y la familia) y, por otro lado, lo idealiza (bueno por naturaleza); además, demoniza la autoridad (mala por definición). O sea: determinismo y ausencia de responsabilidad… lo contrario del psicoanálisis. Neill no busca personas adaptadas (al contrario: adapta la escuela al niño) y que surtan los pasos previstos por la sociedad, sino gente feliz en relación con lo que quiere ahora, sin esperar a acabar con la sociedad capitalista, causa de todos los problemas. Practicó una psicoterapia (“clase particular”) con ideas del psicoanálisis, pero sin las especificidades de la clínica psicoanalítica, que provienen de haber atravesado una experiencia analítica propia. Tanto Schmidt como Neill inventan el enemigo —desde una enunciación colectiva—, para que, por contraste, su idea luzca más justa, mejor, imprescindible, etc. Freud, en cambio, mostró los efectos de la idealización, sin plantear que había que cambiarla por otra. Para la perspectiva colectiva, la unidad de análisis es la institución, pues permanece, a diferencia de los individuos; y en tanto sería trastornante, debe ser tratada. Las “pedagogías institucionales” cuestionan la dominancia del saber y la homogenización de los niños. Para ello, extrapolan las categorías (inconsciente, transferencia, por ejemplo) a escala colectiva, a contracorriente de Freud, que había analizado lo colectivo sin recurrir a categorías de ese nivel. Contra lo instituido, buscan la fuerza instituyente del individuo. Para ello, renuncian a los medios coercitivos, al aprendizaje cognitivo, incluso a la palabra. Todo lo cual tendría un efecto terapéutico (transforma al individuo, ayuda a madurar y a conquistar autonomía) y profiláctico. El psicoanálisis desaparece ante el sesgo político. Particularmente, Lobrot aísla características de la clínica psicoanalítica y, en rechazo a la autoridad que ve en ese dispositivo, retoma el mapa rogeriano de ‘comprensión’ y ‘autonomía’, ajeno al del psicoanálisis. Como las condiciones dadas bajo el capitalismo enferman, otras condiciones —iluminadas por una postura revolucionaria— tendrán efectos terapéuticos. Trabaja entonces con pequeños grupos, basado en Bion, quien explotó las relaciones horizontales descritas por Freud en el análisis de las masas (Freud se había centrado en la función vertical del líder). Lobrot busca que el colectivo tome conciencia del contenido afectivo de lo dicho. Pero “empoderar” al grupo no conduce necesariamente a cosas buenas10 y hace creer en una búsqueda directa de aquello que no es más que un subproducto de la acción. La escuela puede aprovechar la lógica de la formación colectiva, pero, 10

Cf. La película La ola, de Dennis Gansel.

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¿en qué sentido, si los dispositivos no tienen un fundamento democrático? La escuela no es atractiva: es función del maestro hacerla desear. Por su parte, Oury y Vásquez hablan de una psicoterapia institucional, para la cual el mal está en el sistema, no en la mente o en el cuerpo. Una salida es introducir redes para romper la relación especular. El psicoanálisis acordaría con la idea de romper lo especular e introducir lo simbólico, pero no a nombre de una causalidad social que deja por fuera lo pulsional. Ahora bien, Oury y Vásquez rechazan el elitismo de la pedagogía no-directiva y el optimismo rogeriano, a nombre de una comprensión radical de la escuela: panóptica, silenciadora, jerárquica; por eso, habría que impedir que las técnicas de grupo se hagan cómplices del poder (no serían buenas per se). Pero conciben a los estudiantes como sujetos homogéneos, en quienes el deseo se puede producir como resultado del propósito educativo, para lo cual lo colectivo sería el mejor caldo de cultivo… sujetos así son las antípodas del sujeto del psicoanálisis. E idealizan al maestro, que sería un meta-hombre, capaz de regular su influencia en el otro Muy emocionado, al calor de la lucha —dos años después de mayo del 68— Mannoni (1970, p. 65) decía: “Los movimientos de contestación actuales (…) son el resultado de una suerte de desmistificación de la cultura, en el seno de la escuela, que era el lugar privilegiado de la mistificación”. Pero, como dice el epígrafe, “No se trata simplemente de querer una sociedad menos “represiva” y de adoptar una postura anti-educativa, sino, más bien, de dar los medios para saber reconocer la locura de una norma” (Laurent, 1994, p. 46).

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Capítulo VI

Sujeto y lenguaje Nuestro horno diario es la lengua humana Agustín El ser hablante es un animal enfermo. Jacques Lacan

Se oye decir que la educación es formación… formación del sujeto, lo cual pasaría por otorgar un sentido a su existencia1. Ahora bien, dadas las palabras: sujeto, sentido y formación, ¿tendrá cada una un referente distinto?; ¿en qué medida podrían constituir perspectivas distintas sobre el mismo asunto?

6.1 Los referentes La especificidad de lo humano es solidaria de una cierta manera de entender el lenguaje. Si la imagen es la del lenguaje como casa del ser hecha a su medida, no hay lugar a la pulsión y a los restos operativos, y entonces la educación se podría entender como un aporte voluntario que hacemos a las nuevas generaciones.

6.1.1 ¿Adentro o afuera? Como notaba Saussure (1916, p. 89), las vinculaciones consagradas por la lengua son las únicas que nos aparecen conformes con la realidad. Ante esta reificación —como hemos dicho (cf. primera coda)—, ¿cómo interrogar los efectos de significación 1 Ejemplo: “Nadie se atrevería a dudar de la importancia que tiene el desarrollo del lenguaje para la formación del individuo y la constitución de la sociedad. (…) gracias a él los seres humanos han logrado crear un universo de significados que ha sido vital para buscar respuestas al porqué de su existencia (…); interpretar el mundo y transformarlo conforme a sus necesidades (…); construir nuevas realidades (…); establecer acuerdos para poder convivir con sus congéneres (…); y expresar sus sentimientos (…)”. (MEN, 2006, p. 20).

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Capítulo VI

que nos vienen por su vía? La relación con la palabra nos inclina a creer muchas cosas (y a fundamentar la vida en esas creencias): que expresamos nuestro pensamiento mediante el lenguaje; que, en tanto emisores, somos el origen de la significación; que el lenguaje habla de las cosas. Por eso, donde hay varias palabras, tendemos a vislumbrar varios referentes (tal vez también por eso se duda de la existencia de sinónimos plenos). El horror al vacío parece ser una condición del hablar. Ejemplo: en una noticia figuraba la palabra ‘conmocionar’; le pregunté a alguien que tenía al lado si percibía diferencia entre ‘conmocionar’ y ‘conmover’; luego de una breve reflexión, mi interlocutor manifestó que la primera palabra concernía a objetos o a fenómenos, y la segunda, a personas. Ahora bien, como según las bases de nuestro léxico, ‘mover’ se nominaliza como ‘moción’, al convertir en sustantivos los verbos compuestos a partir de ‘mover’, está disponible tal nominalización: ‘remover’/‘remoción’, ‘promover’ /‘pro­moción’, ‘con­mover’/‘conmo­ción’, etc. Así, ‘conmocionar’ (‘promocionar’ también) es un verbo creado con arreglo a las determinaciones de la lengua, pero basándose en la nominalización del verbo echado en falta. Entonces, para tener el verbo requerido, se puede ir hacia “atrás” (retomarlo) o hacia “adelante” (crearlo); en todo caso, una vez creado, una vez en circulación, los hablantes buscan diferencias entre el verbo nuevo y el existente2. Entre otras, este es un mecanismo de renovación de la lengua (la lengua se *renovaciona), pues el neologismo se disputa el campo semántico e, incluso, puede empujar al verbo “original” a la desaparición. Otro caso es el de la palabra ‘erosión’: como no había en español un verbo que le correspondiera, algunos se fueron al latín —de ahí viene la palabra— y, con el verbo erodere (‘corroer’), construyeron ‘erodar’, a imagen del inglés —donde existe el verbo to erode— y del francés —donde existe el verbo éroder—; otros, en cambio, tomaron el sustantivo y derivaron el verbo ‘erosionar’. En todo caso, el segundo está empujando al primero a la inexistencia3, tal vez porque es más fácil inferir el sentido en el segundo caso, dada la alta frecuencia de uso de la palabra ‘erosión’ (frecuencia sin la cual podríamos presenciar algún día la aparición de la *erosiona­ción, como nominalización de ‘erosionar’). ¡Todas las palabras fueron neologismos! Entonces, sujeto, sentido y formación, ¿tienen tres referentes? En principio, todo parecería indicarlo —palabras distintas, etimologías no relacionadas—, con lo 2

En el caso que se comenta, ambos verbos figuran en el DRAE.

3

En el DRAE figura ‘erosionar’ y no figura ‘erodar’.

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Sujeto y lenguaje

que se le da consistencia a cierta manera de entender la educación, expresada en la obligación de enunciar, antes de la actividad educativa, unos objetivos de formación. Ahora bien, estas tres modalidades de nombrar, ¿no presionan al hablante a asignar a cada una un referente, como en el ejemplo de derivación? Es de notar que esta conjetura contiene el presupuesto de la anterioridad de la forma: “contra la idea falsa que nos gustaba hacernos, la lengua no es un mecanismo creado y dispuesto con miras a expresar conceptos. Por el contrario, vemos que el estado resultante del cambio no estaba destinado a señalar las significaciones de que se impregna” (Saussure, 1916, p. 110). Pues bien, este “se impregna” no puede ser sino un efecto posterior a la existencia de la forma correspondiente. Algo parecido a lo que plantea Claude Lévi-Strauss (1962, pp. 105-106): una tribu cuyos mitos de creación y de origen (y, por esa razón, sus rituales) dependían de tener tres clanes, pierde los integrantes de uno de ellos a causa de la marcha demográfica. Pero la orientación estructural resiste el choque —dice el autor— y res­tablece un sistema formalmente del mismo tipo que el anterior, basado en el tres, mediante la subdivisión de uno de los clanes sobrevivientes; esto evita adaptar todo a la nueva circunstancia, basada en el dos (lo cual habría implicado una mutación radical); por su parte, los integrantes de esa cultura creen que la división del clan de la tortuga en ‘tortuga amarilla’ y ‘tortuga gris’ obedece a algún designio trascendental (es decir, del orden del sentido y no de la estructura). Ahora bien, puede ser un contrasentido la idea de “transmitir” contenidos no lingüísticos, como cuando se cree que, al decir ‘sujeto’, ‘sentido’ y ‘formación’, evocamos tres referentes. Cuando Umberto Eco (1972, pp. 96-97) analiza este tema, de un lado, plantea que si lo lingüístico ha sido entendido en el marco de la forma de la expresión, lo “transmitido” estaría en el marco de la forma del contenido (también estructurada, bajo oposiciones propias, tales como las del significante); y, de otro lado —dadas las explicaciones de cómo se estructura la significación—, le parece irrelevante si hay o no correspondencia entre el objeto y el signo. Tanto así que los componentes sémicos (unidades pertinentes en el nivel del contenido) pueden ser contradictorios, dada su proveniencia de culturas que dividen el campo de la experiencia humana en sistemas de rasgos arbitrarios; razón por la cual su cuestión no es describir el referente con unidades ligadas a su materialidad (pp. 98-106). El animal que se tragó a Jonás, Moby Dick y la ballena de un tratado actual de zoología se definen en medio de relaciones muy distintas, producidas por conceptos culturales distintos que crean sistemas semánti-

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Capítulo VI

cos distintos (p. 100). Ahora bien, como estas relaciones pasan de una lengua a otra, puede postularse una relativa independencia entre la forma del contenido y la forma de la expresión. Por otra parte, el objeto mismo (la ballena, surgida de pronto ante nuestros ojos durante el tour ecológico) ¡viene a representar al signo!, a hacerlo verosímil, a ser un signo de la experiencia cultural que lo ha promovido a la existencia: “Este proceso es posible desde el momento en que existe la cultura, pero ésta sólo existe porque este proceso se hace posible” (p. 108). Si un signo es lo que representa algo para alguien, no es simplemente que la palabra ‘ballena’ apunte a las ballenas “de carne y hueso”, sino que habría un movimiento en ambas direcciones: las ballenas también corroboran nuestros sistemas de creencias, por eso funcionan como signos. El hombre y el mundo se convierten en espejo el uno del otro (Lévi-Strauss, 1962, p. 322). Ya no habría “afuera” del lenguaje4. Como decíamos (§1.2), tomamos singulares (¿contexto extra-lingüístico?), hacemos coincidir rasgos e inventamos particulares, capaces de componer universales (‘número primo’, ‘hidrógeno’, ‘abedul’, ‘dolor de cabeza’, etc.), en tanto signos de la lengua. Se trata de inventar la perspectiva desde donde se pueda enunciar así. La cultura es esa perspectiva.

6.1.2 Campos semánticos El significado de una palabra reenvía a unos componentes sémicos del campo, pues el contenido tiene una forma interna. No se trataría, en definitiva, de las cosas. Si denomino ‘silla’ a un banco, mi interlocutor puede objetar, por ejemplo: “¿no ves que no tiene espaldar?”, con lo que no se refiere al banco “real”, a secas —pues espaldar no tiene—, sino a un rasgo del campo semántico de los “muebles para sentarse”, rasgo que sirve justamente para producir diferencias entre ellos. La posición de una unidad cultural “le viene dada de la relación que mantiene con otras piezas del sistema” (Eco, 1972, p. 104). Por razones como éstas es posible pensar en una cultura donde ese no sea un rasgo pertinente, y sí otros que para nosotros resulten irrelevantes (y, por lo tanto, “invisibles”, “pintorescos”, etc.). El anisomorfismo semántico entre las lenguas es un buen ejemplo. Las múltiples denominaciones de los esquimales para el hielo, mientras nuestra lengua tiene una; los cientos de términos para clasificar animales y plantas en ciertas culturas (sólo 4 A pesar de las diferencias de horizonte, Saussure (1916, pp. 88-89) y Peirce (1987, p. 274), coinciden en este planteamiento.

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parangonados por las clasificaciones científicas); la diferencia que algunas lenguas hacen entre el animal en su medio (‘pez’) y el animal atrapado (‘pescado’); o entre el animal (‘pig’) y la carne que se obtiene de él (‘pork’). Podría pensarse que, en tales casos, comanda la necesidad; pero Lévi-Strauss muestra —a lo largo del primer capítulo de El pensamiento salvaje— que aquella es sobrepasada por la clasificación; refiriéndose a las taxonomías de animales y plantas hechas por los mal llamados “pueblos primitivos”, concluye que “un saber desarrollado tan sistemáticamente no puede ser función tan sólo de la utilidad práctica” (1962, p. 22). Cuando se recurre a la necesidad como criterio, se introduce el prejuicio deíctico que pone en la escena animales ante cosas, en detrimento del principio cultural de seres hablantes ante códigos de la cultura. Incluso podría pensarse lo contrario de tal prejuicio: la necesidad determinada por la clasificación… es el caso de la posibilidad o no de comer ciertas plantas o ciertos animales, en la medida en que ocupan una posición especial en la clasificación. “Las especies animales y vegetales no son conocidas más que porque son útiles, sino que se las declara útiles o interesantes porque primero se las conoce. (…) su objetivo primero no es de orden práctico. Corresponde a exigencias intelectuales antes, o en vez, de satisfacer necesidades” (p. 24). En cada caso, son las relaciones internas entre los términos, en un campo de rasgos sémicos, las que intentan acotar el sentido. De ahí que ante la pregunta “qué es un ‘lulo’”, una respuesta posible sea: “es la fruta de un arbusto espinoso con una variedad comestible, más ácida que dulce, que importamos del Ecuador y no se conoce en la zona austral de América”; es decir, la respuesta va en la dirección de tales rasgos, cada uno de los cuales proviene de asuntos de la cultura, de las clasificaciones que ella hace. Ponemos el ejemplo del lulo, en la más fácil tradición de interrogación sobre el lenguaje, pero también valdría la pena analizar vocablos como ‘amabilidad’, ‘Quetzalcóatl’ o ‘desde’. Entonces, una serie más o menos variable de términos se reparte un campo en tensión; así, si un elemento nuevo aparece, se le otorgan unos rasgos (no importa que coincidan o no con los que otra descripción, desde otro campo, podría hacer de él) y, en tal sentido, entra a disputarse el campo con los otros. Y si un elemento desaparece, también su ausencia modifica el campo de tensiones. No da lo mismo jugar con más o menos piezas una partida de ajedrez. No da lo mis-

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mo que la lengua tenga, en el campo del número gramatical, los modos singular y plural, a que presente el mismo campo dividido en tres: singular, dual5 y plural. De otro lado, un término, en tanto unidad cultural, se opone sistemáticamente, no sólo a otras unidades del mismo campo, sino también a unidades de campos diferentes (Eco, 1972, pp. 101-102). Todo elemento que toca un punto del árbol, genera otras ramificaciones. Es la semiosis ilimitada de la que habla Eco (p. 110), resultado de la humanización del mundo por parte de la cultura. Así, no sólo el campo presiona todo el tiempo al cambio, sino la cultura misma. La unidad mínima de significación es la cultura. Por lo anterior, la decisión, de si ‘sujeto’, ‘sentido’ y ‘formación’ corresponden a asuntos distintos o si son perspectivas —matices— de un mismo tópico, depende de una postura que ya no sólo comprometería a los hablantes-oyentes en contextos comunicativos más o menos presupuestos (materia explicada por una gramática comunicativa, como la denomina Tito Nelson Oviedo [1997]), sino también, de un lado, posturas teóricas que inventan sus propias gramáticas, su léxico e incluso sus modos de derivación; y, de otro lado, posturas ético-políticas. Esta cuestión permite pensar en la dimensión tensional del campo cultural donde se juega permanentemente el perfil con el que los hablantes van a concebir las significaciones: (…) el campo intelectual, a la manera de un campo magnético, constituye un sistema de líneas de fuerza: esto es, los agentes o sistemas de agentes que forman parte de él pueden describirse como fuerzas que, al surgir, se oponen y se agregan, confiriéndole su estructura específica en un momento dado del tiempo. Por otra parte, cada uno de ellos está determinado por su pertenencia a este campo: en efecto, debe a la posición particular que ocupa en él propiedades de posición irreductibles a las propiedades intrínsecas y, en particular, un tipo determinado de participación en el campo cultural, como sistema de las relaciones entre los temas y los problemas (…) (Bourdieu, 1966, pp. 135-136).

La definición de los componentes sémicos estaría en pugna en diferentes niveles de abstracción. Entre los más generalizados y los más específicos, un movimiento iría, desde una consolidación relativa (tal como entendemos las cosas en la época), hasta una amplia incertidumbre (la disputa abierta en el campo de producción simbólica). “Los términos jamás poseen significación intrínseca; su significación es ‘de posición’, función de la historia y del contexto cultural, 5 Hay lenguas que disponen de un tercer número gramatical, con el fin de distinguir ciertos elementos que siempre vienen en pares, tales como ‘ojos’, ‘piernas’, etc.

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por una parte y, por otra, parte, de la estructura del sistema en el que habrán de figurar” (Lévi-Strauss, 1962, p. 87). Por todo esto, cualquier “observación” dista de ser neutral: forzosamente será una manipulación de esquemas de diferencias (Izuzquiza, 1990, pp. 19-20), de acuerdo con el nivel de abstracción.

6.1.3 ¿Relaciones entre lo ya existente? En coherencia con la idea de la lengua como un sistema deíctico, como una nomenclatura —supuesto contra el cual edifican su propuesta perspectivas tan disímiles como la filosofía del lenguaje y la lingüística-semiótica—, las realidades en apariencia nombradas por las tres palabras en cuestión se dan por existentes y, en consecuencia, se pueden organizar frases que las ponen en relación después de su existencia: “el sujeto se forma” o “el sujeto produce sentido”, o, más complejo aún, pues incluye las tres: “el sentido forma al sujeto”. No son ideas descabelladas; se las encuentra por doquier en la escuela. No obstante, también es posible pensar, no en unas entidades ya existentes que se relacionan con posterioridad, sino en unas relaciones que hacen existir esas entidades. El avión de las 13:00 puede salir a las 14:00 y sigue siendo el avión de las 13:00; la calle 7ª puede ser reconstruida, sin que subsista materia alguna de la antigua, y sigue siendo la calle 7ª; la torre faltante del ajedrez puede reemplazarse por un salero. No es la hora de salida la que determina el significado pleno de “el avión de las 13:00”, por eso, éste puede salir a las 14:00 o ser cancelado; más bien, el sistema de salidas y llegadas de aviones genera esa posición; y, entonces, más que un atraso cotidiano del avión, es dicho sistema el que podría acabar con el avión de las 13:00. De igual manera, no es la materialidad de la calle 7ª la que la hace ser 7ª, sino su posición en el conjunto de unas vías numeradas; más que un bombardeo, un cambio en la nomenclatura la puede modificar de tajo, por ejemplo, en la calle 8ª (así no haya una entre ella y la 6ª). Otro tanto ocurre con la pieza del ajedrez: su confección no es la que la hace ser una torre, sino el sistema de relaciones entre conjuntos de piezas en pugna, ubicadas en un tablero; de ahí que un salero pueda reemplazarla, siempre y cuando asuma las funciones respectivas (cuando las piezas regresen a la caja, el salero adquirirá otro valor, en el marco de relaciones distintas). Como dice Saussure (1916, p. 142), no se puede comenzar por los términos y construir el sistema mediante una suma: es la totalidad solidaria la que permite obtener los elementos que encierra. “Las entidades concretas de la lengua no se

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presentan por sí mismas a nuestra observación” (p. 138). En conclusión, podemos no tener tres asuntos previamente existentes (sujeto, sentido y formación) que se relacionan gracias a su existencia previa; al contrario, en atención a la naturaleza de los elementos de la lengua, tenemos —hasta ahora— relaciones que hacen existir esos asuntos, a los cuales tendemos a asignar significación. En el cuento “Funes, el memorioso” de Borges (1944a, p. 490), se dice que al personaje “le costaba comprender que el símbolo genérico perro abarcara tantos individuos dispares de diversos tamaños y diversa forma; le molestaba que el perro de las tres y catorce (visto de perfil) tuviera el mismo nombre que el perro de las tres y cuarto (visto de frente)”. Y el destino de Funes nos habla del riesgo —o de la imposibilidad— de vivir en la singularidad pura. Por eso, en lugar de tal sistema, un signo condensa las variaciones que implica la búsqueda del referente. Y, para designar, agregamos una marca a lo genérico… dicho de otra forma, la realidad es una entidad lingüística marcada: “esta silla”, “esta rabia”, “este vocablo”... donde ‘silla’, ‘rabia’ y ‘vocablo’ son clases abstractas (universales, como ya explicábamos) y ‘esta’, ‘este’ son las pinzas con las que tomamos un elemento del conjunto. La anterior es una manera elemental mediante la cual se expresa la reducción operada por la lengua y, sin embargo, nos aleja irremediablemente del referente. La reducción también tiene lugar —se ha planteado con anterioridad— en el caso de la relación entre las infinitas realizaciones fonéticas en los contextos posibles del habla (sonidos), por un lado, y el sistema fonológico subyacente, con un número limitado de unidades (fonemas) 6, por otro. Con ayuda de los sonidos sería imposible hablar, de manera que cada fonema “compendia” una familia de sonidos, mediante la omisión de lo no pertinente (lo singular), viéndolo desde la estructura de la lengua (lo universal)7. Ahora bien, en sintagmas como “el sujeto se forma” o “la formación del sujeto” —tan corrientes en el ámbito educativo—, el sujeto aparece como el resultado del evento ‘formar’, gracias también a otra operación de reducción: de acuerdo con Oviedo (1997), en el plano ideativo los eventos condensan una serie indiscernible de acontecimientos. Más que “significar la realidad”, la lengua opera una reducción 6

Las lenguas conocidas hasta hoy oscilan entre 15 y 60 fonemas.

A medida que los instrumentos físicos para analizar el sonido se hacen más precisos, más se evidencia que ni siquiera una misma persona puede pronunciar un sonido de idéntica manera dos veces. Para Martinet (1949, p. 36), mientras más se busque una trascripción fonética “exacta”, más se requieren unidades y diacríticos, con la paradoja de que tal trascripción se va volviendo inutilizable. La notación fonológica, en cambio, materializa justamente la reducción que opera la estructura. 7

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para poder pensar (otra manera de decir que el lenguaje no representa). Parafraseando una idea de Niklas Luhmann, la significación es un instrumento para reducir la complejidad8. ‘Formar’, entonces, aglutina un conjunto de eventos; operación conveniente a la formulación de objetivos para el sector educativo, que buscaría reducir la complejidad (hacer fácil lo difícil es el axioma de la pedagogía). Pero, además, en esas expresiones que incluyen el término hay una paradoja descollante de manera constante en nuestro hablar: si no se ha formado, ¿por qué llamamos ‘sujeto’ a eso que sólo luego podría serlo? Es el mismo caso de cuando alguien dice que va a fabricar determinado objeto o, incluso, que lo está fabricando, en tanto da cuenta justamente de que el objeto mencionado no existe… al menos, no todavía. Estos casos evidencian un hecho: el lenguaje presenta ante el hablante lo inexistente (tal vez por eso nos vemos impelidos a llenar el hueco, pues a la realidad nada le falta); ya insistía Saussure (1916, p. 28) en que las partes del signo son “psicológicas”, no materiales: el signo no une una cosa y un nombre, sino un concepto y una imagen acústica. Si la función del lenguaje fuera hablar de las cosas aquí y ahora, estaríamos como la abeja, repitiendo colmenas (Borges, 1984, p. 450); en cambio de eso, agrega Borges, “el hombre ha imaginado instrumentos: el arado, la llave, el calidoscopio. También ha imaginado la espada y el arte de la guerra”. No son artefactos presentes en el mundo espontáneo de la materia. Tampoco están en el Topus Uranus… a no ser que entendamos por tal la significación. En sus célebres conferencias, publicadas bajo el título de Cómo hacer cosas con palabras, John Austin introdujo el concepto de actos de habla, justamente para mostrar que el lenguaje, más que constatativo (útil para nombrar lo existente), es realizativo (permite hacer existir asuntos que no estaban antes del uso de la palabra). Así mismo, Wittgenstein (1936, pp. 27-28) pone en crisis la posibilidad de definir ostensivamente el significado, a favor de una definición verbal. Aquí encontramos, en consecuencia, la dificultad señalada más atrás: la existencia de distintos vocablos no anuncia obligatoriamente referentes distintos, aunque con seguridad siempre producirá contrastes que llaman a inventar realidades distintas. 8 Ignacio Izuzquiza (1990, p. 16) dice que, para Luhmann, “toda verdadera teoría debe ser siempre un instrumento cualificado para reducir la complejidad”.

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6.1.4 La perspectiva En la estructura de la lengua, los elementos idiomáticos no sólo se refieren a porciones del campo semántico, sino también a perspectivas asumidas por el hablante, como explica Oviedo (1982). Un par de ejemplos. Al decir ‘comprar’, se asume el evento9 desde un polo; y, al decir ‘vender’ se asume el mismo evento desde otro polo, en tanto se trata de un evento complejo co-agenciado, según Luis Ángel Baena (1989a); en todo caso, cualquiera de estas dos maneras de nombrarlo necesariamente incluye la representación conceptual de la otra. Hay una tercera opción: incluir ambos polos, como cuando se habla de ‘compra­venta’ (para ese caso, no hay verbo en español, de manera que el evento queda nombrado por un sustantivo). Otro ejemplo: palabras del mismo tipo (verbos, por ejemplo) se han construido con arreglo a procedimientos distintos, pues, como dice Francisco Adrados (1969), “dentro de un mismo sistema no hay principio unitario de diferenciación” (p. 30): mientras ‘patear’ se crea poniendo el foco en el instrumento con el cual se desencadena el evento (pegar con la pata), ‘cachetear’ se crea poniendo el foco en el objeto —o en la parte— sobre el cual recae el evento (pegar en el cachete); y no tenemos inconveniente en decir que a alguien lo cachetearon y lo patearon, usando los dos verbos del mismo modo (sabemos que el otro no va a entender que la víctima fue golpeada con un cachete o que sólo le pegaron en la pata). Un último ejemplo: ‘ir’ y ‘venir’ expresan el mismo desplazamiento, pero cada uno en función del lugar ocupado por el hablante en relación con la trayectoria del desplazamiento… aunque uno de los dos (‘ir’) tiende a ocupar también el lugar “neutro”. En este marco, me interesa destacar el aspecto verbal (Oviedo, 1982, §2.3.2): con ayuda de los recursos lingüísticos, se puede enfocar el evento desde diversos aspectos: incoativo (como en “arrancó a correr”, donde ‘arrancar’ no funciona como ‘extirpar’), progresivo (como en “se está madurando”, sin que forzosamente sea verificable en el momento de la enunciación), resultativo (como en ‘está seco’), habitual (como en “yo voy donde el homeópata”, que no describe una acción presente del hablante, sino más bien pancrónica), etc. Volvamos al ejemplo anterior para el aspecto resultativo: la expresión ‘está seco’, hace énfasis en el resultado del evento ‘secarse’, mientras la expresión ‘se secó’ hace énfasis en el desarrollo del evento; ambas perspectivas usan el mismo 9 El evento pertenece a la estructura semántica (translingüística). El verbo pertenece a la estructura sintáctica (de una lengua).

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verbo. Pero no es así todas las veces: ‘saber’ puede ser una manera de expresar el aspecto resultativo del evento ‘aprender’, caso en el que son muy distintas las unidades léxicas de los verbos utilizados para articular ambas perspectivas. Eso explicaría por qué ante la frase “sé hablar mandarín”, el interlocutor pueda preguntar “¿dónde —o cuándo, o cómo— lo aprendiste?”, con lo cual —refiriéndose al mismo evento— no sólo pasa a otro verbo, sino también a otro tiempo: del presente (‘sé’) al pasado (‘aprendiste’)10. Aquí planteo una hipótesis: ¿encarna el sujeto el aspecto resultativo del evento formar? Y se trataría de tal aspecto, pese a la posibilidad de que, al final del evento —del conjunto de eventos, más bien—, no se produzca un sujeto que, sin embargo, anticipamos. No incurre en falsedad quien dice estar haciendo algo cuya obra al final se malogre. Si nos atuviéramos a la descripción de los hechos, sería imposible hablar (y hacer flechas, sujetos, sonatas, chistes...). Así, no sugerimos la impertinencia de nombrar el producto (el sujeto formado) mientras no esté terminado; tal consideración iría en contravía de la posibilidad misma de pensar (la lengua hace eso todo el tiempo). Más bien se trata de saber si estamos prefigurando el resultado como efecto de creer en una esencia que busca su realización, o bien como algo que cambia su especificidad. En el primer caso, tendríamos necesidad: el sujeto está en el recién nacido, tal como el árbol ya está en la semilla (independientemente de que se trate de una trascendencia religiosa, natural, espiritual, psicológica, etc. [cf. §3.2]); en el segundo caso, tendríamos contingencia: el sujeto no está en el recién nacido; no hay un sujeto que se desarrolle, sino un corte, una discontinuidad11, como veremos más adelante (§6.2). Efectivamente, aun aceptando la metamorfosis del sujeto, ciertas posturas le suponen una esencia: la palabra griega hypokeimenon, que se traduce como ‘sujeto’, equivale a “lo que está debajo”, la sustancia, la esencia. Elucubran que la escultura ya está en el bloque de mármol, escondida. Y si no le suponen una esencia, al menos piensan que la cuestión tiene un final (una dirección, ¡un sentido!): de ahí la existencia de los objetivos educativos y de los títulos (y/o sus equivalentes rituales) que pueden obtenerse al término del proceso12. El sujeto detentaría una esencia por ser parte de expedientes como: el plan de la creación, la teleología de la evolución, los destinos previsibles del proceso 10

En este caso, ¿funciona el tiempo como marcador auxiliar de aspecto?

11

Bob Dylan cantaba: ¿Cuántos caminos debe un hombre recorrer antes de que lo llamen un hombre?

La “formación permanente” (estudiar desde el nacimiento hasta la muerte), ¿modificaría las ideas de formación y de sujeto? Cf. Carvajal, 2007. 12

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de autoconciencia13, las etapas de desarrollo psicológico, etcétera. Es decir, a las consideraciones que conciben algo trascendente en lo humano (religioso, natural, espiritual, psicológico, etc.), les conviene que ‘formación’ y ‘sujeto’ sean expresiones separadas, susceptibles de relacionarse a posteriori, pues con eso, de un lado, dan por hecho la esencia sujeto, referente cosificado, como supuestamente corresponde al sustantivo (término que viene de ‘sustancia’); y, de otro lado, consideran lo contingente en el marco de un evento, ‘formar’, que sería el camino (con más o menos vicisitudes), referente en movimiento, como supuestamente corresponde al verbo, para llegar a lo preestablecido… o, al menos, para poder explicar lo infructuoso de una esforzado trabajo de formación cuan­do se enfrenta a una materia prima “innoble”, “defectuosa”, “lenta”, “inexperta”, etc. (de lo cual, en tanto destino ineluctable, se excluye el campo de la autoconciencia hegeliana). Entonces, ¿cómo llamar a eso cuya formación buscamos pero que podría no producirse? La discusión sobre las diferencias o equivalencias entre expresiones como ‘sujeto’, ‘individuo’, ‘persona’, etc., apuntan directamente a esta cuestión. Los contrastes entre tales palabras no son indiferentes: la integridad del individuo (‘individuo’ viene de ‘no-divisible’) es parte del objeto de la psicología y, por qué no, la base presupuesta por algunas escuelas filosóficas para operar. Postularle una “vida interior” sólo ratifica el asunto, al oponer interno/externo. Otras expresiones hacen serie con la que se comenta: ‘yo’, ‘ego’, ‘conciencia’, ‘autoconciencia’... todas con la misma connotación —la unidad—, aunque exhiban diferencias en otros niveles de análisis. Por su parte, ‘persona’ viene del latín ‘máscara’, lo que haría referencia más al rol social; pero, igual tendemos a creer que, tras la máscara, está el actor de “la vida real”; que el verdadero individuo está tras el rol social14. Esta idea —que opone ‘apariencia’ a ‘esencia’— busca explicar la más­cara como mera fachada, tras la cual estaría la esencia del sujeto. En esta dirección puede ir una serie de enfoques investigativos basados en la famosa idea según la cual si la apariencia y la esencia coincidieran, la ciencia sobraría (Marx, 1885, p. 757). Van detrás de la verdad, levantando el velo…

13

Tal como plantea G. W. F. Hegel en la Fenomenología del espíritu (1870).

Tal como queda expresado en la micro-ficción “Amor 77” de Julio Cortázar (1979, p. 115): “Y después de hacer todo lo que hacen, se levantan, se bañan, se entalcan, se perfuman, se peinan, se visten, y así progresivamente van volviendo a ser lo que no son”. 14

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6.2 El parlêtre15 El hombre es un animal desnaturalizado. La idea de “desnaturalización” probablemente es antigua, pues toca a la especificidad de lo humano, a la formación, inquietud que se puede situar desde el momento en que el homo sapiens sapiens y la palabra se cruzaron. Como anota Miller (1988b), “no es éste un tema exclusivamente freudiano, pues los filósofos ya afirmaban que el hombre es un animal ‘no natural’, calificándolo como animal afectivo, con lo cual denotaban la desnaturalización del animal humano. Decir que el hombre es un animal político, o un animal que habla, es decir que, en la humanidad, la naturaleza fue reemplazada por la cultura” (p. 284).

6.2.1 Desnaturalización Hablábamos, al final del apartado anterior, de la idea de “levantar el velo”. Pero, ¿qué hay tras el velo? Para responder este interrogante hay al menos tres tipos de postura: * Oponer esencia y apariencia, a la manera de Zenón de Elea: en el mundo que se ve, aquel de la evidencia, Aquiles gana y eso es fácil de mostrar; pero en el mundo que se piensa, aquel de la razón, gana la tortuga y eso es complejo demostrarlo. Hay el ser y hay la apariencia; el velo sería la apariencia. Y eso dura hasta el positivismo de nuestros días. El sentido tendría que buscar la aproximación a la esencia de las cosas. * Considerar más o menos que el velo es todo. Esta postura sitúa una génesis histórica para cada momento de la producción de subjetividad, unida a cierta manera de realizarse el poder. Es decir, el análisis tiene un umbral en la historicidad de los sistemas simbólicos. Todo se agota en el sentido (el sentido es la esencia). No obstante, algunos de estos autores —Foucault, por ejemplo— conciben algo que escapa a la lógica de su argumentación: ubican en el sujeto un impulso —libertario, creador, trasgresor, estético—, expresado en “contra-conductas”, en “contra-poderes”, que explicaría el cambio de las estrategias de dominación… pero, generalmente, esta es la parte más débil de sus teorías. * Considerar una implicación necesaria por el hecho de hablar (esto se amplía a continuación); esta implicación sería una constante y, en consecuencia, si 15

Neologismo, inventado por Lacan, donde se condensa, en una sola palabra, el hablar (parler) y el ser (être).

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bien se comparte hasta cierto punto la idea de una formación contingente del sujeto, no quedaría exclusivamente en el nivel simbólico. Es la postura del psicoanálisis. Efectivamente, habría velo y, detrás, nada; ahora bien, ese velo es una condición de posibilidad de la vida humana, toda vez que esa nada es algo fundamental; es a lo que hemos llamado más atrás resto, relacionándolo con el síntoma de cada uno. Habría sentido, pero también habría estructura y, más allá, lo que ésta deja fuera del límite, que no es menos “real” que cualquier asunto significable. Para la primera postura, no habría desnaturalización; lo que el hombre es, expresa la “naturaleza humana”, no muy lejana de la naturaleza animal (por eso se busca la razón del malestar humano en las sinapsis y se sueña la cura en una ingeniería genética). Para la segunda postura, la desnaturalización es lo específico humano: el campo del sentido; no habría nada más. Para la tercera, lo específico humano se da gracias a la desnaturalización, pero en el marco de sus efectos. Me interesa esta última postura, para la cual un lenguaje no-natural organiza el mundo de los humanos: “en lingüística, los datos naturales no tienen puesto alguno” (Saussure, 1916, p. 105); incluso organiza la percepción misma: el lenguaje enseña cómo definir al hombre (Barthes, 1966, p. 25). Vemos 7 colores en el arcoíris… pero porque hablamos español: si habláramos páez, veríamos menos. Nuestro mundo es un efecto de la significación: no sólo no funciona principalmente en el “aquí y ahora”, sino que tampoco funciona en presencia del objeto (Benveniste, 1952); de lo contrario, no habría mucha diferencia con un “código de señales” —así lo denomina Benveniste— animal16. Los seres humanos hablan de lo posible, de lo realizable, de lo susceptible de ser establecido en el funcionamiento social, de un mundo “íntimo”, apto para hacerse explícito, etc. (Baena, 1992). Este lenguaje, así constituido, se enreda en la carne de unos animales homo sapiens sapiens y, en consecuencia, no tenemos un lenguaje para hablar del mundo, para expresar nuestros pensamientos, etc.; tenemos más bien un parásito con el que se inventa un mundo para nosotros, que nos hace sentir cosas, que es igual al pensamiento... y de eso estamos enfermos (como dice uno de los epígrafes de este capítulo), toda vez que ahí mismo radica nuestro malestar; afortunada enfermedad que da lugar a la invención del mundo cultural específico del hombre —con poemas, liturgias, teorías y melodías—, a espaldas de todo lo que tendríamos 16 Las abejas, por ejemplo, sólo se refieren a un objeto (alimento), en la medida en que acaba de ser percibido (ahora) en las inmediaciones de la colmena (aquí).

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que hacer si fuéramos animales, si no hubiéramos sido desnaturalizados por el lenguaje. No somos conductores del lenguaje; más bien estamos sujetos a él: somos hablados por la lengua: “No sólo el hombre nace en el lenguaje, exactamente como nace en el mundo, sino que nace por el lenguaje” (Lacan, 1967, 42). Eso elimina la posibilidad de postular el sentido como el ejercicio de la voluntad, de la comprensión, de la solidaridad... grieta por donde se cuela otra vez un sujeto trascendente, como en Jürgen Habermas, no obstante querer renunciar a la trascendencia. Para el psicoanálisis, el sujeto no “usa” las estructuras lingüísticas “a su disposición”, sino que es en gran medida su efecto: no hay nada que expresar, más bien el lenguaje produce en nosotros representaciones que piden ser verbalizadas (como decíamos)... y poco “control” tiene el sujeto sobre todo eso que lo caracteriza. Podemos usar tal concepción sobre el lenguaje para perfilar una especificidad no esencialista del sujeto. En lugar de una “interioridad” que se expresaría mediante la producción del sentido, viene bien una implicación del hecho de estar sujetos al lenguaje. En las Meditaciones metafísicas, René Descartes opera un vaciamiento del sujeto, hasta dejar un cascarón cuya única certeza está en pensar no importa qué (o sea: pura expresión, nada de contenido). Es de esta época un conjunto de procesos históricos que excluyen al sujeto: la separación de la fuerza de trabajo en relación con los medios de producción (la aparición del proletariado), la ciencia a prueba de sujeto17, la constitución de los estados nacionales, la obtención de estadísticas nacionales (Desrosières, 1995), la creación de currículos unificados, la búsqueda de la lengua nacional (en detrimento de las lenguas vernáculas [Balibar y Laporte, 1974])… todo eso contribuye a expulsar la singularidad. Así, el sujeto es un efecto retroactivo de su propia exclusión. El sujeto existe en el momento de su vaciamiento, de su exclusión. Existe porque se lo expulsa. Este estilo de argumentación tiene que ver con el tiempo lógico que postula Lacan (1945), basado en los tiempos del trauma que planteara Freud: el primer tiempo del trauma no es el momento en que tiene lugar un cierto tipo de encuentro con el otro (seducción, contemplación, etc.), sino el momento en que se asigna sentido (no el sentido, que no existe18, sino un sentido); que el primer tiempo, por 17 La de Galileo Galilei, la Ciencia con mayúscula (ya no “las ciencias”), cuyo lema podría rezar: con cara gana la Ciencia, con sello pierde el sujeto. 18 Es necesario morigerar esta afirmación. En las psicosis se presenta una certeza del lado del sentido como un todo.

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ejemplo, sea a los 14 años y el segundo a los 6, evidencia una lógica separada de la temporalidad del calendario, relacionada con la construcción de sentido (un lapso para comprender), cosa que no ocurre más que en el lenguaje. El encuentro será traumático luego, cuando el sujeto trate de ponerse a la altura; mientras tanto, ese evento ha permanecido como un punto de sin-sentido, de incógnita19. Obtener del ejercicio cartesiano una “conciencia” —como hace la psicología—, es un intento de llenar lo que Descartes vació. El psicoanálisis lacaniano, en cambio, toma al sujeto, producto de la época de la ciencia, y lo considera como un cascarón formal, desprovisto de sentido. Por eso le viene muy bien la teoría del significante: si la lengua es pura forma —como dice Saussure (1916, p. 153)—, entonces el sujeto será una variable formal, significante, mientras el significado es subsidiario, se encuentra unido a la anécdota de la época. En este periodo de Lacan, el significante representa a un sujeto ante otro significante (1969-70, p. 11); lo cual incluye al sujeto en la cadena sintagmática, cosa que diluye su ‘ser’ en ese reenvío de palabras: la pregunta “¿quién soy?” tiene como respuesta una letanía de frases explicativas —en principio infinitizable— que dilatan la posibilidad de encontrar el ser por esa vía (cada explicación da cabida a otras que, a su vez, la expliquen); sobre esta base, el sujeto es la falta-de-ser, en tanto habla: “hablo —o ‘pienso’, da lo mismo—, luego no soy”. El sujeto no tiene sentido, intenta darse uno. Soy ahí donde no pienso y No soy ahí donde pienso. El ser y el pensar no coinciden, como en el cogito cartesiano. +ser Soy ahí donde no pienso

Cogito

–pensar

+pensar No soy ahí donde pienso

¿Animal?

–ser

La conciencia que se puede extraer de Descartes —una especie de lugar donde se originaría el sentido— es muy pobre, pues el filósofo muestra que pode19 La medicina, en cambio, entiende el trauma como efracción que sólo puede tener lugar en (o a partir de) el momento mismo del acontecimiento… por eso habla de estrés postraumático.

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mos ser engañados en todos los niveles: desde nuestros sentidos hasta nuestras operaciones lógicas; la única conciencia es pensar —insisto— no importa qué... pues si entramos al “contenido” de la conciencia, comienza la ambigüedad, el engaño. Sólo se puede definir la conciencia con una falacia argumentativa: apelando a la experiencia que el sujeto tiene de sí... pero si se engaña cuando juzga su experiencia frente al movimiento del Sol, ¿por qué no se engañaría cuando interpreta sus propias motivaciones?, ¿por qué nos resultaría opaco el mundo y no nuestro propio ser?, ¿no es nuestro propio ser un pedacito de ese mundo incomprensible? Hasta aquí, tal mirada del psicoanálisis podría considerarse posestructuralista. Volvamos al velo. Toda la invención humana colectiva (el sentido) e individual (el fantasma20) se arraiga en ese punto: poner algo, pero no para tapar un objeto que sería espantoso, sino para instaurar la idea de que tras el velo hay algo21. Por eso divergen tanto los pueblos entre sí, los sujetos entre sí. No hay allí esencias (aunque haya estructura, aunque una lógica se asiente en el concepto). Por eso siempre se transmutan con el tiempo: “El sentido es un plural incierto y divergente que responde a las oscilaciones del sujeto”22. A diferencia de las propuestas que parten de una esencia del sujeto, el psicoanálisis se ocupa de —y teoriza un— sujeto en tanto divisible; o sea: el sujeto del psicoanálisis es lo contrario del ‘individuo’, es algo así como un dividuo. Y conceptos, como ‘pulsión’, ‘inconsciente’, hacen serie con ese horizonte, pues más que darle al sujeto un ser, lo descentran; más que darle un sentido, lo ponen entre paréntesis. Esta diferencia es fundamental para decidir el modo de enfrentar la formación del sujeto y el modo de afrontar el sufrimiento humano: allí donde se le presupone al sujeto una unidad, se intenta conducirlo por esa senda, o que la restablezca… y él termina creyendo que la hay o que la tenía. A diferencia de esta perspectiva, allí donde se concibe al sujeto como arrojado —el Dasein heideggeriano—, no se le daría consistencia a su tendencia a encontrar rasgos para identificarse con un ideal; más bien su formación tendría que ver con una apertura contingente, y el tratamiento de su malestar sería llevarlo a afrontar su singularidad: el tú eres eso 20 Para el psicoanálisis lacaniano, el fantasma es una escena imaginaria donde el sujeto está en implicación recíproca con el objeto de la pulsión. Se trata de una relación de conjunción y disyunción simultáneas que dividen al sujeto.

En este sentido, la anorexia sería la posición subjetiva que espeta la certeza de que nada hay tras el velo… o, si se quiere, que lo que hay detrás es la muerte. 21

22

Es una frase de Alfonso Cárdenas, enunciada en una conversación personal.

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lacaniano (1949, p. 93) que vimos más atrás (§1.1). En otras palabras, la formación enfrenta al sujeto con su dolor de existir, algo distanciado de el sentido, pero con lo que se puede construir un sentido “a la medida”, un tanto intrascendente. Como vimos (§4.2), en El malestar en la cultura, Freud desentraña un valor en la condición humana unido a la miseria, a una suerte de indigencia que permitió inventar todo lo que tenemos en la cultura; cuando no estamos a la altura de tal condición, la devaluamos, pensando que debemos convertirla en otra cosa: por ejemplo, en “felicidad”... Por ese camino está construida la mayor parte de los objetivos educativos; se ve en ellos una sarta de ideas positivas, pero no se hace el puente entre una condición humana establecida con cierta pretensión argumentativa y dichos ideales. No está de más decir que, en esta dirección, todos los esfuerzos no pueden, sin embargo, evitar el malestar, pues parecen desentenderse de algo importante, poco considerado: la pulsión. El bien común es el aplastamiento de la singularidad. Para el psicoanálisis, afrontar el malestar es una cuestión ética que no puede patrocinar una idea de esencia o de trascendencia del sujeto: se basa justamente en su inexistencia.

6.2.2 La especificidad Se puede pensar la educación en términos de ideales, sin caracterizar al sujeto a quien se propone adosarle esos rasgos positivos. Es lo más frecuente. Pero también se puede —como vimos que hace Kant— trazar un horizonte, habida cuenta de las condiciones que lo hacen posible, dadas las características del sujeto. Pese a las conquistas que creemos lograr, no parece perder vigencia la reflexión sobre aquello que hace de los humanos algo diferenciable de cualquier otra entidad del universo. Lo humano parece indiferente a los hallazgos tecnológicos, teóricos y políticos (que parecen hacernos cada vez más “modernos”): se juega con la misma fuerza en el caso de empuñar un garrote o de atender un terminal de computador. Ahora bien, si la naturaleza de lo humano es esquiva, ¿cómo fundamentar racionalmente los juicios de verdad, justicia y belleza? Cuando nos preguntamos por qué tanto los avances de la tecnología, como los más diversos regímenes políticos, han dejado intactos durante siglos los odios legendarios entre culturas, así como la agresividad cotidiana entre los sujetos, podemos estar diciendo que los

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proyectos prácticos del hombre no son reductibles a la razón, ni ayer con imperativos categóricos del tipo: “Obra en tal forma que la máxima de tus actos pueda convertirse en la norma de una legislación universal” (Kant), ni hoy con acciones comunicativas que pretendan explicitar y establecer las condiciones de la pragmática universal: verdad, comprensibilidad, rectitud y sinceridad (Habermas). La esperanza de agotar los proyectos racionales, prácticos y estéticos en la razón, requiere la idea del lenguaje como un sistema que describe la realidad; es decir, se basa en cierta “transparencia” —constitutiva o lograble— del lenguaje. De ahí que se hable de consensos para establecer principios cada vez más racionales de interacción entre las personas. Y cada vez más racionales en la medida de la transparencia lingüística que implica una transparencia subjetiva: si el hombre es una cosa y si el lenguaje es transparente hacia las cosas, por ley transitiva lo es hacia la subjetividad. Además, movilizar a las personas no requiere un conocimiento de la naturaleza humana. ¿Cuál es el panorama donde el hombre obtiene su especificidad? * Por lo que somos capaces de concebir, la naturaleza no requiere el aprendizaje: funciona con arreglo a lo que intentamos entender desde la física y la química. En el panorama del cosmos, la vida es prácticamente inexistente. Casi todo el destino del universo está ligado a la gravitación. Hay prácticamente un solo reino —lo llamamos ‘mineral’— que no necesita aprender. La división entre vida y no-vida es aquí clara: ¿para qué necesitarían la sal o el agua una imagen del mundo? * En un rincón infinitesimal de ese universo hay vida. La pregunta por la imagen en los seres vivos hace pertinente otra división clásica: seres autotróficos y heterotróficos. Los vegetales son de la primera clase: no buscan el alimento (otra explicación tiene el fototropismo). Basta con estar expuestos a la luz para que se produzcan el evento químico que conocemos como ‘fotosíntesis’; y basta con tener sus raíces enterradas, sumergidas o agarradas a algo, para que se produzca —por capilaridad— el evento físico de “absorción” de agua y otras sustancias nutritivas. Es decir, eventos físicos y químicos garantizan la supervivencia de las plantas. ¿Para qué plantear una “conciencia” vegetal que, sobre la base de una imagen del mundo, “busca” acercarse o alejarse de la luz, absorber o no agua, etc.? Piénsese en la participación que tienen las plantas en su propio devenir, cuando, por ejemplo, agentes externos como los insectos, o fenómenos como el viento o la gravedad garantizan su reproduc-

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ción. ¿Para qué necesitarían una imagen del mundo si basta con estar allí, en el momento preciso en que se verifican leyes de la materia? * Los reinos “intermedios” (cadena de transición entre plantas y animales), los virus (ingenieros genéticos que, ante la imposibilidad de reproducirse por sí mismos, ponen a las células del cuerpo invadido a generar réplicas de ellos, interrogando por la frontera entre vida y no-vida), la quimiosíntesis en ausencia de luz, las algas azules y la alimentación de los hongos… caen dentro de la caracterización hecha para las plantas: para vivir no necesitan una imagen del mundo. * Con los animales pasamos a la vida heterotrófica: tienen que buscar el alimento, si se quedan quietos, mueren. Ciertamente, una parte de su nutrición se da por la exposición al medio (fijar la vitamina D mediante la exposición al sol, absorber agua), pero es mínima. En toda especie animal, en alguna proporción, se articulan información genética y saber adquirido mediante la experiencia: a medida que se asciende por la escala evolutiva, las especies aprenden más y, por lo tanto, despliegan una mayor plasticidad; y en la medida en que se desciende por dicha escala, las especies dependen cada vez más del saber heredado y, en consecuencia, aprenden menos y son más rígidas. Pero, tanto esa plasticidad como esa rigidez, están sometidas a los mandatos de la naturaleza: sobrevivir —alimentación y defensa— y perpetuar la especie. Toda acción animal tiene una orientación directa o indirecta a esos fines. Las especies que aprenden no modifican los ámbitos de existencia animal, sino que los afrontan de manera más compleja. Ahora bien, ¿cómo sabe un animal quién o qué representa peligro, alimento, remedio, cópula? a) Para existir, un animal depende por completo de los estímulos del mundo que lo rodea. b) La imagen que se hace del mundo es absolutamente fragmentaria, pues depende de las limitaciones del dispositivo perceptivo de su especie (no puede percibirlo todo). c) La imagen es “objetiva” en relación con lo que puede captar el animal; de donde lo importante no es el mundo en sí, sino la constitución de ese precario instrumento. d) Esa imagen fragmentaria es absolutamente distinta para cada especie (o sea, cada especie percibe una realidad diferente). e) El mandato genético de sobrevivir y reproducirse se cumple mediante una ineludible fidelidad a la precaria imagen del mundo que brinda el dispositivo perceptivo de la especie.

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En un mundo de caos estimulante que proviene de infinitas fuentes, filtrado por un dispositivo que las jerarquiza y selecciona previamente, organizado por un saber instintivo que le da estructura a las imágenes que es posible hacerse, no hay lugar para dejar de ser herbívoro y convertirse en carnívoro, para cambiar de preferencia sexual, para no agredir o no defenderse, para optar por no tener prole... El hombre. Comparte el universo con los minerales; comparte la vida con los vegetales, los protistos, los móneras, los fungi y los animales; y comparte con el resto de animales su dependencia de la imagen. Además, es uno de los pocos animales que aprenden. No obstante, los pensadores siempre lo percibieron como diferente (según el diccionario, ‘animal’ y ‘bestia’ son antónimos de ‘inteligente’). En el siglo XVII, los filósofos entendieron que los animales estaban dotados de un principio uniforme, originalmente instruido y, en consecuencia, inflexible e indócil; así, ante un conjunto de estímulos, muestran un repertorio de respuestas posibles. En cambio, para comprender al hombre propusieron un principio multiforme, desprovisto de instrucción y, por lo tanto, flexible, dócil. Mientras el principio mecánico explica la función corporal que lleva a la adaptación para poder actuar, el principio creador explica la “mente” que resulta útil para toda contingencia. La creatividad lingüística se asumió como rasgo distintivo del hombre, más allá de la fisiología, la pasión (apetito) o el condicionamiento (temor al castigo). A diferencia de los autómatas cartesianos, el hombre forma expresiones apropiadas a nuevas situaciones, que expresan nuevos pensamientos. El uso del lenguaje es ilimitado y no requiere estímulos; se adecúa a nuevas situaciones (es plástico), no es una aplicación mecánica. Como el mecanicismo no explicaba esta creatividad del lenguaje, se atribuyó una mente al hombre. Entre un estímulo y la respuesta humana, hay un hiato: no es posible prever cómo va a responder; la posibilidad nunca es respuesta al estímulo23. Esa capacidad que no aparece toda en la respuesta, creadora, independiente de la percepción, la imaginación o la memoria se ha llamado de muchas formas: dýnamis (potencia) vs. energéia (acto), en Aristóteles; posibilidad (repertorio inestable que va más allá del estímulo) vs. realización (o respuesta), en el siglo XVII; inteligencia (facultad intelectiva) vs. conducta (o desempeño), en la psicología; competencia (conocimiento implícito, 23 Estos planteamientos —de pensadores como La Mettrie, Bougeant, Cordemoy, Herder, Harris, Huarte— permiten decir a Chomsky (1966) que, respecto al siglo XVII, no hemos avanzado de un modo claro en la determinación de la conducta inteligente.

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realidad mental subyacente) vs. actuación (uso real de la lengua), en las ciencias del lenguaje. Para existir, el hombre no depende por completo de los estímulos sensoriales del mundo que lo rodea, pues trasciende el aquí y el ahora. El reflejo en el espejo (que el niño distingue como propio alrededor de los 9 meses) es un estímulo indiferente para el animal24. Como primate, el homo sapiens sapiens estaría en capacidad de hacerse una imagen del mundo que, por una parte, también sería fragmentaria como la de otros animales, por depender de las limitaciones del dispositivo perceptivo de la especie; y, por otra, sería completamente distinta de la de ellos, por representar una jerarquización particular de un conjunto específico de órganos de los sentidos. No obstante, el hombre trasciende estas limitaciones mediante la extensión de sus sentidos: vislumbra fuentes perceptivas que no le están dadas en su dotación sensorial, y capta gamas inaccesibles en las fuentes que sí le está dado percibir. Pero, paradójicamente la imagen que se hace del mundo ha perdido la objetividad que tiene en el animal. El camino hacia la “objetividad” es un tortuoso e inacabado paso por las palabras. Siempre se parte de una interpretación (ideológica, simbólica, cultural, lo que se quiera): todo proceso humano elabora sus hechos, a través de un “diálogo” con significaciones preexistentes… y se llega a otra interpretación. Se aprehende de la realidad lo que nuestros preconceptos nos dejan ver. ¿Qué trasfondo real habría en la fotografía de la colisión entre un neutrino-mu —arrojado por un acelerador de partículas— y un núcleo de Hidrógeno? Donde un profano ve manchas y rayas, fuegos artificiales, incluso una pintura de Kandinski… en el campo de la investigación microfísica, donde el experimento depende cada vez más de complejas elaboraciones matemáticas y técnicas, se ve claramente la creación de una decena de partículas elementales, con sus propiedades específicas. Así, tampoco en el caso humano lo importante es el mundo en sí; pero esto no desplaza el interés —como en los animales— hacia la constitución del dispositivo perceptor, pues lo interesante en el hombre son las razones por las cuales él se distancia de la “objetividad” de la imagen. El hombre ya no solamente no ve como otros animales por el hecho de tener una mirada estereoscópica de determinadas sensibilidades. Con los ojos, el 24 Hay sensibilidad del animal frente al espejo, pero no reconocimiento; no obstante, ciertos estudios hablan de reconocimiento en algunos casos (primates, por ejemplo)… lo que no invalida la afirmación que hacemos, en la medida en que el efecto de ese reconocimiento es cualitativamente distinto en ambos casos.

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hombre imagina. Al respecto, la literatura es muy clara: en su Cuarteto de Alejandría, Lawrence Durrell dice lacónicamente “Ver es imaginar”; y, en el cuento “There are more things”, afirma Borges (1975): “Si viéramos realmente el universo, tal vez lo entenderíamos” (p. 37). Ya Giordano Bruno (1584, p. 64) ponía en escena el tema de la función de los sentidos en el hombre: Elpino. –¿Para qué nos sirven, pues, los sentidos? Decid. Filoteo. –Para excitar la razón solamente, para acusar, para identificar y testificar en parte, no para testificar en todo, ni menos para juzgar o para condenar. Porque nunca, por más perfectos que sean, carecen de alguna perturbación. Por lo cual, la verdad proviene de los sentidos, como de un débil principio, en pequeña parte, pero no está en los sentidos.

El hombre eludió la fidelidad a la precaria imagen del mundo que la especie posibilita; su contingencia implica desobedecer el mandato genético de sobrevivir y reproducirse. Mientras los animales cumplen ciegamente un mandato, con ayuda de unos sentidos ligados al aquí y ahora, el humano, * No percibe qué es comestible y qué no: usa la pauta cultural para decidirlo; las costumbres lo hacen en lugar del instinto; ingiere alimentos cuyas propiedades no sabría percibir por los sentidos y por eso se alimenta en contravía de lo que el soporte orgánico prevé; por eso la alimentación está supeditada a la norma social. * Juzga los olores con criterios sociales: el perfume tendría “buen olor”, mientras a un animal que se distingue por su agudeza olfativa le causa molestia, porque entorpece su percepción; y las materias fecales tendrían “mal olor”, mientras a un animal de agudeza olfativa le proporcionan información. * Perdió la capacidad de percibir el período de celo de las hembras humanas; y ellas no limitan su actividad sexual a tal período: la sociedad lo hace independiente del instinto, estableciendo lazos, edades y comportamientos sexuales que se originan en arbitrarias costumbres culturales. La sexualidad puede conducir a la reproducción, pero no es su razón de ser. La extensa variedad de la sexualidad humana, inexistente en los animales, es un fin en sí misma. * Su trabajo no se limita —como en los animales— a producir un instrumento25 para buscar alimento (el chimpancé que hace un sacador de termitas), defen25

Lo que, según la tradición marxista, distinguía la acción humana de la actividad animal.

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derse (un garrote) o protegerse (un nido). Desde las culturas más antiguas se han encontrado instrumentos para fabricar instrumentos. * No eriza el pelo ni muestra los dientes para amenazar: la amenaza significada tiene consecuencias más profundas (Baena, 1989b, p. 4). * Hace leyes que, a diferencia de algunas normas que rigen el comportamiento animal (privilegio sobre terrenos para alimentarse y/o reproducirse), están referidas a otras normas. Ya el joven Marx (1844) veía que los sentidos han devenido sentidos humanos: “El ojo se ha hecho un ojo humano, así como su objeto se ha hecho un objeto social, humano, creado por el hombre para el hombre. Los sentidos se han hecho así inmediatamente teóricos en su práctica (…) estos órganos inmediatos se constituyen así en órganos sociales, en la forma de la sociedad” (pp. 148-149). Hay en todo esto una autorreferencia: la sexualidad volcada sobre sí misma, la norma referida a la norma, el trabajo que produce instrumentos de trabajo… y ella es una propiedad del lenguaje: entre los animales, los códigos de señales sólo se refieren al alimento, a la defensa o a la reproducción, en la medida en que se ha percibido directamente; mientras que el lenguaje se refiere a sí mismo, permite hacer construcciones de sentido a partir de lo dicho y no necesariamente de lo que se experimentó empíricamente. El lenguaje humano trasciende el aquí y ahora: se refiere fundamentalmente a cosas distantes de la comunicación, tanto en el espacio como en el tiempo. Esta propiedad permite construir instrumentos complejos —ya sean novelas, telescopios, amistades, computadores, sistemas mitológicos o revoluciones políticas—, pues el signo lingüístico presentifica cosas inexistentes. Así, la idea sobre la naturaleza del lenguaje es definitiva para vislumbrar la especificidad del hombre. El lenguaje precede y sucede al individuo, es aquello en lo que está sumido el hombre —sujeto hablado— pero que no lo incorpora totalmente: ¿cómo meter una realidad pluridimensional en el juguete unidimensional y delirante de una especie que juega a los mundos posibles? No habría objetos a los cuales apuntaría el lenguaje y sobre los cuales se acumularía conocimiento o se llegaría a consensos; sino objetos construidos por el juego simbólico, y objetos dejados de lado en el juego simbólico. Ese es el espacio del hombre: inmerso en lo real, no frente a él; desprendido de los mandatos naturales; de espaldas a la objetividad para tener que crear el sentido inexistente: la cultura; y girando alrededor de esa nada, convencido de que hay algo.

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Por todo esto, el hombre —uno de los animales que aprende— es un animal que enseña. El lenguaje, la alimentación, la sexualidad, el trabajo, las costumbres y las normas tienen que ser enseñadas para poder continuar existiendo26. En ese sentido, la sociedad es un gran dispositivo que se reproduce en la medida en que enseña su funcionamiento: qué comer, con quién reproducirse, cuándo hablar, qué vestir, a quién hacerle la guerra, qué saberes aplicar, etc. Las sociedades humanas son dispositivos pedagógicos. Donde hay sociedad humana, se hace forzoso educar: clasificar temas (por edad, sexo, etc.), persuadir, disuadir, ejemplificar, verificar la comprensión, pedir explicaciones, interpretar con ciertas herramientas, aplicar, recurrir a ritos, saberes y autoridades, ejercitar, sancionar, etc.

6.3 Sujeto y sentido Las expresiones que conectan al sujeto y al sentido, tales como “el sujeto produce sentido” o “la producción de sentido”, parecen requerir al sujeto formado: sería éste quien, una vez hecho, emprende dicha producción, entre otras como propósito de la educación. Ahora bien, en muchos casos este emprendimiento se entenderá desde una concepción del lenguaje como sistema deíctico27; es decir, que existirían, de un lado, el conjunto de las unidades lingüísticas y, de otro lado, la realidad, de modo que hablar sería señalar hacia las cosas o, mejor aún, hacer corresponder unas y otras, relacionar dos conjuntos más o menos isomórficos (una palabra para cada cosa y una cosa para cada palabra); de ahí que en la tradición aristotélico-tomista se piense que la verdad es la adecuación entre la cosa y el entendimiento. Pero, como hemos dicho, el sentido sería la respuesta al vacío: mientras la especie estuvo atada a su propia reproducción, un saber que no se sabe —instintivo— comandaba: “La verdad no está en ningún lugar mientras sólo se trata de la lucha biológica” (Lacan, 1967, p. 44). Pero cuando dimos la espalda a esa condición, desapareció el objeto de la satisfacción y en su lugar apareció la falta de objeto, motor de lo que conocemos como deseo. Así, la palabra mencionada cuando de la experiencia psicoanalítica se trata no tiene exterior (Miller, 1988a, p. 91). Esto contrasta con la idea de que el exterior del lenguaje —la realidad, supuestamente— sería un límite al decir, y así, si se 26 Incipientes procesos de enseñanza en algunos mamíferos superiores, se limitan, no obstante, a la alimentación. 27 Concepción contra la que luchan —como hemos dicho (§6.1.3)— quienes intentan teorizar esto rigurosamente. Por ejemplo, Saussure (1916, pp. 33, 87) contra la nomenclatura; Wittgenstein (1936, p. 28) contra los usos ostensivos; Austin (1955, p. 43) contra lo que llama la “falacia descriptiva”.

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lo eliminara, la palabra se quedaría sola y se podría decir cualquier cosa; algo así como autorizar la inmoralidad. Esto tiene su paralelo en esa famosa frase de que si Dios no existiera, habría que inventarlo; que de faltar un referente trascendente, toda maldad estaría justificada (cosa que discuten ampliamente Dostoievski —en Los hermanos Karamasov— y Freud —en El malestar en la cultura—). Es reclamar el sentido en tanto referente absoluto. Pero, para el psicoanálisis, no es posible decirlo todo, no porque haya un límite “moral” que se pueda establecer gracias a una razón que tiene como árbitro de sus juicios a la realidad. Cuando se conmina a un sujeto a decir todo (la asociación libre a la que el psicoanalista invita al analizante), no lo consigue, pero no por una dificultad particular de algunos sujetos, sino por un asunto lógico que Freud (1915, p. 143) denominaba represión originaria, algo imposible de levantar, en tanto fundamento mismo de la subjetividad, huella de la entrada al lenguaje. Es decir, no es una impotencia sentida por el individuo, sino una imposibilidad: algo del orden de lo que se deduce (Miller, 1988a, p. 91). Hablar no es natural, pero cuando hay lenguaje, es una implicación lógica la aparición de puntos de atracción, dado el operador de la diferencia propio del lenguaje. Tampoco se trata, entonces, de la arbitrariedad de los referentes históricos. “Lo inconsciente y lo no dicho de su discurso condicionan y delimitan lo consciente y lo dicho” (Braunstein, 1980, p. 73). La formación puede plantearse como un corte y un desajuste entre al menos tres procesos, nombrados de distinta manera, dependiendo del ángulo de mirada. El sentido sería el esfuerzo por conjurar los efectos de ese corte, de ese desajuste. En primera instancia, es innegable que la vida y, particularmente, las estructuras nerviosas superiores, son una condición de posibilidad del sujeto, pero no lo explican; es decir: sin vida, no es posible el sujeto, pero la vida no explica la subjetividad28. Tal vez por eso el hombre se las ha arreglado para pensar en una humanidad sin cuerpo: la idea de un espíritu que trasciende la carne, o la ficción de sostener las funciones del pensamiento más allá de la muerte. El asombroso conocimiento alcanzado hasta hoy sobre el cuerpo y, en especial, sobre el sistema nervioso, avanza sobre su propio objeto, no en dirección a conocer la especificidad del sujeto (así trate de hacerlo, así la divulgación de la ciencia intente hacerlo percibir de tal manera); esto se puede ver insinuado, por ejemplo, en la obligación sentida

28 Sin cámara no hay película, pero no es posible entender la película a partir del conocimiento de la estructura de la cámara (Braunstein, 1980, pp. 71-72).

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por la medicina de silenciar cada vez más al paciente29. Y como perder la cabeza en la guillotina implica el fin de los procesos psíquicos y lingüísticos, muchos creen que dentro del cráneo radica la explicación de la subjetividad (conceptos como ‘neurolingüística’ o ‘neuropsicología’ dan cuenta de esa aspiración); hay explicación, sí, pero de otro objeto: por ejemplo, del funcionamiento cerebral requerido por la puesta en acto del lenguaje y de los procesos psíquicos... pero esos no son ni el lenguaje ni el psiquismo de los que se habla cuando se dice ‘sujeto’. Hay una cierta consolación contemporánea en emparentarnos con los animales, diciendo, por ejem­plo, que la solidaridad, la no ambigüedad, el respeto a las leyes, etc., se daría en ciertos monos… otra vana esperanza que cifra el hombre de cara a lo angustioso de su especificidad, esgrimiendo —esta vez— la proximidad morfológica con algunos primates (Laurent, 2008). En segunda instancia, desde antes del nacimiento hay un contexto cultural para el niño. La coyuntura histórica establece gran parte de los límites de lo decible, invisibles para el sujeto. Habría un sujeto-soporte en una organización social, con una estructura moebiana en la que interno y externo se conectan. Según Braunstein, lo que uno cree ser es un sistema de representaciones y conductas, producido por el proceso social (familia, educación, medios). El destino de ese producto es ocupar los lugares que también han sido producidos por el proceso social, en eventos desconocidos por los sujetos, pues el desconocimiento es una condición necesaria para ocupar tales lugares bajo la idea de estar ejerciendo la voluntad (sujeto ideológico, dice Braunstein). Por eso se habla en primera persona —“yo opino...”—, cuando en realidad no sólo se están armando frases con un diccionario y una gramática tomados del Otro social, sino que incluso se están repitiendo frases del intercambio lingüístico, al mismo tiempo que muchos otros. Esto expresa la relación imaginaria que tenemos con las condiciones históricas de existencia, en tanto hablantes. Cuando se intenta decir qué se es, a escala del sentido habla el lugar que se ha venido a ocupar, se es hablado por ese lugar; y a escala de la singularidad del sujeto, habla una repetición más o menos autista en la que el sujeto goza, no importa lo que diga. Y, en tercera instancia, el cachorro de niño, que nace como organismo biológico, no habla; es menester convertirlo en otra cosa: en un ser hablante… lo cual sería entender la formación no como la consecución de un estado latente, sino co29 Como vimos atrás (§1.2.2), el síntoma empezó como un “aviso”, pero en tanto sensación “subjetiva”, la medicina estableció que podía ser un falso aviso; entonces, empezó a preocuparse por establecer el signo clínico, éste sí “dato objetivo y objetivable”, hasta el punto en que no requiere una sensación conexa.

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Capítulo VI

mo una discontinuidad. Su medio —la cultura— nada tiene de natural: el alimento no se encuentra por medios instintivos ni se consume en su estado espontáneo; la sexualidad no está marcada por los ciclos hormonales ni se circunscribe a la reproducción; la protección echa mano de medios más allá de la dotación como especie. Tan pronto nace, la cultura intenta incluirlo en el campo simbólico30, es decir: desnaturalizarlo. Como dice José Eduardo Tappan (2003): “Es menester algo verdaderamente dramático para que tenga un poder constitutivo, una fuerza que desnaturalice la condición instintual y genere otra totalmente inédita: pulsional, se trata de una pujanza a la desnaturalización” (p. 220). Sin que todavía pueda hablar, lo hacemos objeto del discurso, lo interpelamos, hasta que se ve obligado a tramitar la necesidad mediante la demanda, es decir, a través de una palabra cuya estructura incluye aquello que se resiste a la simbolización, en la medida en que lo no dicho y lo indecible delimitan lo dicho y lo susceptible de ser dicho. Entonces puede elegir perder toda respuesta instintiva y dar apertura al mundo que le ofrece la cultura, fuera del cual ya nada hay. Dar sentido es algo ligado a la condición de sujeto. Habría formación del sujeto, pero como efecto; habría producción de sentido, pero como velo. La llamada ‘formación’ es, en consecuencia, el corto circuito de un cuerpo con los símbolos que le ofrece/impone una comunidad que lo antecede y le sobrevivirá; la discontinuidad irreversible del proceso natural (instintivo), en cuyo hiato se ponen palabras que no acaban de nombrar a su usuario, que lo invaden desde dentro, al punto de pensar, que no es otra cosa que el funcionamiento del lenguaje en nosotros. Ese proceso no cesa, pero no en el sentido de la “formación permanente” que promueve cierta manera de presentarse hoy las cosas, ni desde la ingenuidad de una supuesta “apertura” del hombre al conocimiento (cuando en realidad el conocimiento es cierre31, y el desconocimiento es pasión32), sino a causa de que la división subjetiva se intenta restañar constantemente, de que los roles sociales han de ser reproducidos todo el tiempo, so pena de desaparecer, toda vez que distan de cualquier necesidad intrínseca. Ya vimos en Kant (§2.2) el 30 «Gradualmente se vio (como nosotros) / Aprisionado en esta red sonora / de Antes, Después, Ayer, Mientras, Ahora, / Derecha, Izquierda, Yo, Tú, Aquellos, Otros. [...] El rabí le explicaba el universo / “Esto es mi pie; esto el tuyo; esto la soga”». Poema “El Golem” (Borges, 1964). 31

Según Bruner (1971, p. 110), el aprendizaje es un mecanismo para no tener que aprender más.

Para el psicoanálisis, el sujeto evita el tener que vérselas con su responsabilidad frente a su forma de satisfacción pulsional; por eso suele ponerse en las manos de un Otro —como la ciencia— que “objetiviza” su causa, es decir, que la des-subjetiviza, que des-responsabiliza al sujeto. 32

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sentido de “disciplina” (borrar la animalidad) y de “instrucción” (otros hacen el plan de conducta al sujeto). En definitiva, podría decirse que el sentido es un intento de hacer creer que el velo tapa algo que en verdad no tiene consistencia alguna y que se constituye como una operación múltiple en la que participan: la imagen, con todo lo que tiene de constituyente de lo corporal, al tiempo que establece una alienación persecutoria con el semejante; el símbolo, con sus recursos formales que llaman a llenar los contrastes significantes, y que también nos aliena en la metonimia constitutiva del lenguaje, en tanto los signos hablan de los signos, como sugiere Eco33; y el resto que se resiste a ser significado y, que justamente por eso, divide al sujeto (que se esfuerza por llenar de sentido) y lo fuerza a estar a la altura... aunque no lo logra todas las veces.

Coda Si se asume el sujeto como el efecto posible de un proceso de desnaturalización, que no lo pone en una vía preestablecida, sino que lo desarraiga de lo que sería su “desarrollo natural”, entonces ‘sujeto’, ‘formación’ y ‘sentido’ pueden tomarse como distintas perspectivas acerca de lo mismo: no se puede hablar de sujeto sino como algo que está teniendo lugar, que se está formando; y la manera de estar en esa condición sería lo que llamamos “producción de sentido”, de un sentido dependiente de la anécdota de la época, del cual sólo se puede hablar en relación con un sujeto. Así, al sujeto no se le agrega el sentido ni se le adosa la formación. Él es en la medida que intenta arreglárselas con su estatuto en trámite permanente.

33 “Cualquier intento de determinar lo que es el referente de un signo nos obliga a definir este referente en términos de una entidad abstracta que no es otra cosa que una convención cultural” (1968, p. 81).

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Capítulo VII

La escuela: lazo y contrato El verdadero pensamiento se encuentra al margen de estas grandes maquinarias creadas para seleccionar a las élites que asegurarán la repetición de lo aprendido, con el fin de transmitirlo servilmente a otros que a su vez harán lo mismo. Michel Onfray

Desde una teoría del lenguaje, la escuela parece tener que ver con un “contrato social”. Desde el psicoanálisis, la escuela tiene que ver con el lazo social, perspectiva que acotará la idea de contrato y que permitirá explicitar un marco en el cual definir el papel de los agentes educativos, más allá de la idea de “función”, atado a la estructura del dispositivo discurso.

7.1 Educación y comunicación La escuela parece tener una estrecha relación con la comunicación. Esto se reconoce con gran facilidad...1 pero, ¿se conoce con profundidad? En ámbitos escolares, este reconocimiento a veces sirve para postular una relación entre ambas entidades, pero en términos de buenos propósitos. De ahí que muchos proyectos —de investigación, de intervención— pretendan “mejorar” la comunicación, o crean detectar problemas escolares en la “falta” de comunicación entre los estamentos, o dificultades pedagógicas en la incapacidad del profesor para “comunicar los contenidos” (“sabe mucho, pero no le llega a los estudiantes”), etc. De ahí que no pocos agentes educativos —desde los que operan en la escuela hasta las autoridades gubernamentales— crean ver en los medios de comunicación una solución a) a las fallas de “calidad”, bajo la suposición de que con ayuda de los medios se dispensaría más y mejor información; b) a las insuficiencias de “cobertura”, bajo la suposición de que los medios permitirían formar allí donde la escuela no llega de 1 En Colombia lo vemos planteado por el Ministerio de Educación Nacional, desde la Reforma Curricular (MEN, 1984), hasta los actuales Estándares (MEN, 2006), pasando por los lineamientos curriculares (MEN, 1998), generados a partir de la ley 115/94.

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manera suficiente; o c) a los problemas de “eficiencia” del sistema educativo, bajo la suposición de que los medios permitirían optimizar los recursos disponibles. Estas suposiciones son comunes cuando la escuela y la comunicación se abordan desde una idealización: de un lado, no importa qué sea la escuela, ni qué efectos produzca su especificidad o, al menos, las características que adquiere en determinado período y lugar, pues el buen propósito va más allá y parece eximir a su portador de tener que hacer ese tipo de razonamiento; de otro lado, a veces tampoco se entiende qué es la comunicación, qué efectos produce y, no obstante, se cree en la “buena comunicación”, en la “comunicación efectiva”, en el “consenso”. Con base en estas dos idealizaciones, se pasa a plantear una armonía necesaria entre escuela y lenguaje. Así, se dice que la comunicación en la escuela “debe-ser” fluida, solidaria, espontánea, completa, libre, etc., lo que daría lugar al mejoramiento de la calidad, del “clima escolar”, de la eficiencia interna, etc. El buen propósito, al pretender situarse más allá de cualquier circunstancia concreta, parece superar la investigación, la cual luce doblemente condenada: de un lado, a las circunstancias históricamente determinadas (no así el buen propósito, que se reputa trascendente y eterno) y, de otro, a la supuesta falta de una perspectiva moral, pues verse abocado a investigar esos tópicos revelaría, paradójicamente, que se ignora —al menos parcialmente— el sentido de la acción. Por eso, la llamada “investigación” en educación muchas veces se aplica a buscar y solucionar “problemas” en el marco de tales idealizaciones, eso sí, no sin desplegar toda la instrumentación “investigativa” oficial (que no pocas veces funciona como instrumento de legitimación de la política). No obstante, cuando no se cuenta con una verdad trascendental, ni con reglas morales transhistóricas, de un lado, aparece la necesidad de explicar con conceptos cuyas extensiones son variables y susceptibles de discusión; y, de otro lado, resulta imposible verificar la presencia o la ausencia del sentido preestablecido. En consecuencia, se hace forzoso explicar las condiciones bajo las cuales ciertos sentidos se producen. De ahí que, bajo tales condiciones, ya no se trate de “la comunicación”, en general, sino de una comunicación: aquella que es entendible de acuerdo con cierto marco conceptual2; ni de “la escuela”, en general, sino de aquella que resulta visible con ayuda de tales teorías.

2 En el caso del presente capítulo, se trabajará, inicialmente, la teoría de los “actos de significación”, de Luis Ángel Baena (1992) y luego la teoría de los “cuatro discursos”, de Jacques Lacan (1969-70).

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En la comunicación cotidiana, gracias al lenguaje, podemos prometer, instituir, mentir, amenazar, bromear, disuadir, juzgar, comprometer, predecir, acordar, poetizar, insultar, seducir, ironizar, advertir, decidir, aconsejar, criticar, exigir, anunciar... el contexto y la historia aportan los elementos para establecer finalidades tan variadas como las posibilidades de la acción y de la interacción humana (por eso la lista anterior ni está completa, ni es una clasificación). Sin embargo, esto no autoriza la afirmación de que “el uso es el sentido”. Si así fuera, ¿habría una base para decidirse por un sentido en la comunicación cotidiana? (no decimos que haya sentido, sino que los hablantes proceden como si hubiera). Se trata del grado cero del saber (cf. §1.2.2) que resulta cuando se extrema la singularidad; Wittgenstein (1936), por ejemplo, dice: “Una palabra tiene el significado que alguien le ha dado” (p. 57). Tiene razón hasta cierto punto, pero entonces sería imposible cualquier lazo. Bajo la idea de que hay algo de solipsismo en la especificidad humana, en esta primera parte optamos por la posibilidad de algo de conocimiento sobre el lenguaje y la comunicación, lo que nos obliga a dar lugar a algo que no se agote en el “significado que alguien le ha dado” y que permita explicar por qué alguien puede darle ese significado y no otro. Ya Platón anotaba que el cambio sólo puede establecerse sobre el fondo de alguna permanencia (así sea supuesta, frágil, tácita, etc.), en ausencia de la cual no sería detectable el cambio. Es como si dijéramos que la velocidad de caída de los cuerpos en la Tierra es infinitamente variable, pues caen dependiendo de su forma; y, por supuesto, hay algo de razón en decirlo así. Pero, si eliminamos el rozamiento del aire (lo cual es una modificación de las condiciones dadas, para obtener algo más allá de la singularidad), entonces la forma se torna indiferente y se puede formular una ley para la caída de todos los cuerpos, en cualquier sistema gravitacional. Eso, sencillamente, es distinto. En esa dirección, parece pertinente diferenciar —como hace la teoría de Baena (1992)— entre finalidades y propósitos, lo cual incluye el ángulo de lo particular y de lo universal (terreno en el cual se escapa lo singular… pero sabemos de dónde). Se propone pensar las finalidades en el nivel del habla, razón por la cual serían contextuales, entendiendo por “contexto” no la inmediatez témporo-espacial, estilo Hymes (1972), sino también el espacio cultural; y, en el nivel de la lengua, se propone pensar los propósitos, razón por la cual serían estructurales, entendiendo por “estructura” el arreglo interno que hace posible el funcionamiento. Por supuesto, esta oposición de términos es una restricción del significado para uso teórico, pues en el uso común de hecho son intercambiables. Bajo estas consideracio-

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nes, hablar de “actos de habla”, como hacen Austin (1955) y Searle (1969), luce limitado y, entonces, Baena propone agregar el concepto de actos de lengua (o actos de significación), como una matriz que ya no depende del habla ni del contexto, sino que está constituida en la lengua, como parte de su estructura3. En otras palabras, el acto no sería posterior a la existencia de la lengua (la cual, en consecuencia, resultaría ajena al acto, sólo estaría ahí para nombrarlo o para que éste se sirva de ella), que es como se quiere explicar a partir de la clásica división entre sintaxis, semántica y pragmática. Es decir, la imagen de un hablante que hace con la lengua, que la pone al servicio de sus intereses es tal vez muy simple. Se propone que el acto está incorporado a la estructura de la lengua misma, la cual, entonces, prefigura la acción. Como dice Halliday (1978), “la lengua es como es a causa de las funciones que ha desarrollado para servir en la vida de la gente; es de esperar que las estructuras lingüísticas se puedan comprender en términos funcionales” (p. 13); de forma que si las necesidades requieren para su satisfacción de la interacción, la lengua tiene la forma de esa interacción. Así, tales propiedades pueden buscarse, o bien solamente en el habla contextualizada (con lo que la descripción de la lengua será la de una gramática de reglas, al estilo chomskiano, y no de opciones [Halliday, 1978, p. 13]); o bien —como propone Baena— también en la lengua. Como se ve, esto plantea un reto importante a las teorías de la Filosofía del lenguaje: si bien éstas —en su análisis del lenguaje ordinario— contribuyeron a deshacer la dicotomía lengua/habla basada en la idea de que el habla es caótica y, en consecuencia, no susceptible de análisis sistemático, en ese proyecto parecen haberse pasado al otro extremo, eliminando el trasfondo estructural (propuesto fundamentalmente por la lingüística) que hace posible, según la lógica de la investigación en ciencias del lenguaje, moverse en la variabilidad del habla. Cuando se acepta que el uso es la vida del signo (Wittgenstein, 1936, p. 31), cuando se piensa que el contexto decide la significación, paradójicamente se renuncia a la verdad a la que tales afirmaciones aspiran, pues fácilmente puede plantearse un contexto donde ellas signifiquen otra cosa e, incluso, lo contrario4. Además, tal perspectiva pone en el mismo nivel de análisis la estructura que hace 3 Es como la diferenciación que introduce Luis J.Prieto (cf. Mounin, 1979, p. 164), cuando plantea que la significación se obtiene a través del conjunto de los significados abstractos, mientras que el sentido se refiere a un enunciado concreto, explicitado por el contexto y por las circunstancias. 4 Puede decirse, por ejemplo, que el “alguien” de Wittgenstein (“Una palabra tiene el significado que alguien le ha dado”) es el legislador del diálogo platónico sobre el lenguaje, en cuyo caso el sentido sería fijo.

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posible decir algo de la experiencia humana (que vamos a suponer presente en todas las lenguas [cf. Oviedo, 1997]) y la manifestación superficial de una lengua. Austin (1955, p. 198) habla de verbos ‘judicativos’, ‘ejercitativos’, ‘compromisorios’, ‘comportativos’ y ‘expositivos’… lo cual implica que lo sean, independientemente del uso o del contexto; sin embargo, un verbo considerado ‘compromisorio’ puede tener un papel ‘expositivo’ en determinado contexto: decir “me comprometo”, de un lado, no es suficiente para establecer un compromiso, pues hace falta que se diga en ciertas condiciones; y, de otro lado, se puede usar el verbo “comprometer” en sentido irónico, lo cual no constituye, en consecuencia, un compromiso. Y no es que Austin no sepa de estas condiciones, pero reifica en la estructura superficial de la lengua características que sólo podrían pertenecer a una estructura profunda. La prueba de esta diferencia entre niveles profundo y superficial (como se dice en gramática generativa transformacional) es el hecho de que algunas lenguas incorporan, en el paradigma verbal, propiedades que otras lenguas deben aportar con paráfrasis que exceden la estructura del verbo5. ¡O sea, no es un asunto lexical, no hay verbos que sean ‘judicativos’, ‘ejercitativos’, etc.! Lo ‘compromisorio’ sería el acto de significación, no el verbo, que podría ser reemplazado por un sustantivo (“acepto el compromiso”); con seguridad tampoco es difícil encontrar situaciones compromisorias que se han condensado en rituales que ya pueden prescindir en gran medida de las palabras6. No se niega, claro está, que se prefieren ciertas expresiones para ciertos actos, pero siempre el contexto impedirá que se entifiquen tales asignaciones. ¿Cuántas veces la historia no ha transformado e, incluso, invertido el sentido de las palabras, de los gestos, de los ritos? Para Kant, si en lugar de responder a formas constantes y regulares, el mundo respondiera a formas caprichosas, no sabríamos a qué atenernos, no lo comprenderíamos como real frente a la libertad. “Los distintos momentos de la subjetividad van juntos, pero no indiferenciadamente, pues en caso contrario no sería posible la conciencia de ninguno de ellos, y por tanto tampoco la conciencia en cuanto tal”7. 5 Para diferenciar entre dos maneras de ladrar (“ladra” y “ladra avisando algo”), en español agregamos una explicación que no va incluida en el verbo. En guaraní, en cambio, esa diferencia es inherente a dos verbos: “(o) ñaró” y “(o) gua’i”, respectivamente (Blecua, 1974, p. 94). En su libro Ideologías de la relatividad lingüística, RossiLandi (1972) ejemplifica profusamente este fenómeno. 6 Es el caso de asambleas donde la aprobación de una moción se hace levantando la mano o “a pupitrazo”; en tales casos, alzar el brazo o golpear con la mano en la mesa equivale a decir “estoy de acuerdo”. 7 Jacinto Rivera de Rosales. En: Eidos nº 3 (2005), pp. 8-35. Revista de filosofía de la Universidad del Norte, Barranquilla, Colombia. (Consultada en febrero de 2009) http://redalyc.uaemex.mx/redalyc/pdf/854/85400301.pdf

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7.2 El lenguaje, entre finito e infinito Formular estos dos niveles de actos tiene una implicación inmediata: mientras los actos de habla tienden a infinito (su número es directamente proporcional a las interacciones humanas), los actos de lengua son finitos: la teoría prevé que no pueden ser sino ocho8. En ciencias “humanas”, este tipo de afirmación suena pretenciosa, pero a nadie se le ocurre objetar que los millones de animales quepan en dos clases: vertebrados e invertebrados. En tanto ejercicio conceptual, la teoría busca la sistematización, de manera tal que las clases sean finitas, gracias a la precisión de los criterios de clasificación. De ahí que se entienda como una ironía la famosa clasificación de los animales atribuida al Emporio celestial de conocimientos benévolos (Borges, 1952b). Los actos de habla, finitud abierta —en el sentido de Lyons (1981)— por definición, vendrían a ser ejemplares de esas ocho clases, con particularidades a explicar, por supuesto, pero con propiedades tales que permiten subsumirlos en una clase mayor. No se niega la singularidad, sino que se busca su rasgo de familia (particularidad) con otros. De tal forma, no se puede agregar al final de la lista una clase más, cada que surja una ocurrencia sin relación con los criterios de clasificación, que es un procedimiento acostumbrado en ámbitos de recontextualización como el escolar: en sus listados siempre se puede agregar —o quitar— algo y no pasa nada9; allí los conceptos no parecen interdefinirse, como en los campos de producción simbólica respectivos, sino amontonarse (en consecuencia, características distintas rigen ambos tipos de tratamiento de las palabras, así sean las mismas palabras). No es casual esta relación entre finito e infinito a propósito del lenguaje, pues la lengua intenta conjurar el infinito… la lengua ya es un punto de regularidad frente al habla: de un lado, la estructura fonológica subyacente permite atribuir unidades de la lengua (fonemas) a lo escuchado (sonidos), que es siempre distinto. Y, por el otro extremo, las palabras permiten recortar por ciertos puntos el continuo irrepetible de la experiencia con los objetos10. 8 Por supuesto, que la lógica conceptual permitiría transformar tal matriz; pero es necesario que haya pertinencia conceptual, para que ese número se modifique. 9 Confróntense, por ejemplo, las dimensiones de la llamada “formación integral”, las “competencias”, etc.: ¿hay un límite para su número?, ¿hay criterios que impidan quitar o poner? 10 En lengua paez, nuestras palabras “verde” y “azul” son una sola. Como la lengua no es una nomenclatura, admite varias clasificaciones, de acuerdo con las experiencias culturales. No es una falta de desarrollo de los órganos de la visión, como cree Cuervo Márquez (1920, p. 326).

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Entonces, desde la perspectiva adoptada aquí, ocho son los actos de significación (o de lengua): aseveración, predicción, hipótesis, compromiso, requisición, declaración, decisión y expresión afectiva. Estos ocho actos son los que hacen posible la finitud abierta de los actos de habla, y los que hacen posible decidirse por cierto sentido. Tal como en el caso de la función estructural descrita (reducir lo infinito), para hacer esta clasificación se cuenta con una serie de criterios que explican cómo entender los actos de significación y, en consecuencia, cuáles son posibles y por qué tendrían un límite. Los criterios de clasificación son los siguientes: 1) las condiciones bajo las cuales se da la interacción verbal (referidas al otro y a la enunciación) y 2) el efecto que en ella se produce (que denominaremos significación). Veamos: El otro. En la lingüística, el otro figura parcialmente en la categoría de hablante, que testimonia a) del lugar donde se inicia y termina el acto comunicativo (Saussure, 1916, p. 27); b) del lugar donde se aloja la producción y la comprensión de enunciados nunca proferidos (Chomsky, 1965); c) de la “intención comunicativa”; d) de las coordenadas que permiten establecer las marcas que la enunciación deja en el enunciado (cf. Benveniste, 1965); etc. Sin excluir esas visiones, traemos el concepto de otro principalmente para explicitar el hecho de que —desde la teoría de los actos de significación— hablar es asumir posiciones y asignar posiciones. El hablante asume y/o es puesto en posición de: saber, creer, ordenar, desear que algo se realice, estar investido o sentir; y el hablante asigna al otro/es inducido a asignarle: no saber, necesidad de ser, posibilidad de hacerle hacer. Para el hablante, tomar la palabra implica unas exigencias sociales —unas implicaciones pragmáticas—, así él no lo sepa u obre deliberadamente en su contra: certeza, razón, adecuación, anticipación, sinceridad, oportunidad y legitimidad. No se trata, entonces, de la mera existencia física —no obstante necesaria, hasta cierto punto— de interlocutores, ni de la aparente evidencia de un individuo que emprenda la comunicación o que posea una intención... sino de la producción del otro (como hablante y como interlocutor) mediante el acto de palabra, aunque se piense que el otro preexiste para que la comunicación sea posible. Se trata de un efecto retroactivo11: no se habla porque se es un ser humano, se es un ser humano porque se habla. De manera que el sujeto no preexiste a la lengua que después usaría, sino que la lengua produce al sujeto, además de que en 11 Mediante el cual —entre otros— el psicoanálisis abandonó el campo causal de la medicina y encontró su propia especificidad.

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ella están codificados los roles que él ocupará (Braunstein, 1980). Así, los actos de significación producen los mundos “objetivo”, “social” y “subjetivo”. Enunciación. La materialidad de lo que ha sido dicho (enunciado) y el proceso de decirlo (enunciación) están correlacionados. El enunciado proferido funciona como referencia de lo que se va a decir (contexto verbal), y el enunciado que no ha sido dicho condiciona lo que se dice. Ahora bien, la materialidad del enunciado por ahora no ocupa a la teoría que comentamos, pues da lugar a una dimensión no comunicativa: la función poética del lenguaje, “el mensaje por el mensaje” (Jakobson, 1960, p. 358)12. Este aspecto permitiría pensar otro acto de lengua, en otro nivel de análisis, pero el estado actual de la teoría no permite ubicarlo con precisión entre los otros actos. Por su parte, la enunciación se refiere al proceso que permite la emisión. Así, sin excluir la idea de lo dicho como contexto del mensaje, aquí se considera la enunciación sobre todo con el fin de explicitar algunos mecanismos sociales para producir y reconocer enunciados (cf. Foucault, 1970), tales como: generalización, constatación, selección de información, proyección cognitiva, interpretación del sentido de la relación social, ejercicio de poder, razón, interpretación del sentido del sujeto... De tal manera, los enunciados no provienen sencillamente de la voluntad del hablante, de la “intención” comunicativa; por estas razones, los juicios que se hacen sobre ellos tampoco son “libres” (indeterminados), sino que obedecen en gran medida a unas matrices sociales de producción13: se produce en función de los juicios sobre lo producido antes14. Así, tendríamos juicios en los siguientes sentidos (que, en algunos casos, se combinan): ± verdadero, ± acertado, ± plausible, ± pertinente, ± sincero, ± realizable, ± oportuno, ± legítimo, ± fundado. Significación. La categoría de referente es muy problemática: un diccionario de lingüística la define como “objeto o manifestación del mundo observable a los cuales remite una forma lingüística, mediante la relación de referencia” (Mounin, 1979, p. 155); a su vez, la referencia sería la relación entre la lengua y la experiencia que 12 Así, en la poesía —ejemplo, mas no ámbito exclusivo de dicha función—: “El escritor expresa, no comunica”, como dice el manifiesto promovido por Eugene Jolas en Francia: La revolución de las palabras, Punto 11. Citado por Ellmann (1991, p. 655). 13

Es la manera como Eliseo Verón(1970) habla de competencia ideológica.

Es evidente en el caso de la pragmática de la evaluación en ámbitos escolares: la evaluación no mide sencillamente lo producido (no está solamente ni principalmente después de lo producido), sino que se coloca como parámetro de las siguientes producciones; o sea, en gran medida, se ubica antes de lo producido. 14

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los hablantes tienen del mundo, del lado de lo designado y no de lo cubierto por la significación. Lyons (citado por Mounin, 1979, pp. 163-164), opone la referencia al sentido, entendido como conjunto de relaciones semánticas existentes entre un signo y otros signos de la lengua. Por su parte, Dubois et al. (1973, p. 526) también definen el referente como aquello a lo que remite un signo lingüístico en la realidad extra-lingüística, pero agregan: “Tal y como la segmenta la experiencia de un grupo humano”. En esa misma dirección advierten (p. 526) que no se puede confundir la relación entre el signo y la realidad extra-lingüística con la existencia misma del referente (el signo “hipogrifo” tiene referente, pero no existen hipogrifos); y que no se puede pensar que algunas “cosas” están universalmente segmentadas antes de la cultura, pues los datos sobre el referente no coinciden de una lengua a otra: cada una usa rasgos particulares para definirlo (p. 526). Ahora bien, si hay una segmentación de la experiencia por parte de un grupo humano, si la función referencial “pone al signo en relación no directamente con el mundo de los objetos reales, sino con el mundo captado a través de las formaciones ideológicas de una cultura dada” (p. 525), ¿qué quiere decir que el referente sea una realidad “extra-lingüística”? Como se observa, hay una diferencia radical entre las definiciones, pero el intento de la segunda no zanja los problemas: sostiene la idea de referencia bajo la suposición de que el signo, al tiempo que une significado y significante, remite a una realidad extra-lingüística, no en tanto “objeto real”, sino como “objeto de pensamiento” (p. 525), cosa que intenta mostrar el triángulo semiótico de Ogden y Richards. Pero, de nuevo: ¿cuál sería el estatuto de los “objetos de pensamiento”, por fuera del lenguaje? Estamos en medio de diferenciaciones que hacen los hablantes y que han ido a parar a los conceptos de la lingüística; de un lado, la oposición entre denotación y designación: la denotación sería, según Dubois et al. (pp. 175-176), la extensión del concepto que constituye el significado de una unidad léxica; es decir, la clase a que da lugar el signo15. Así, cuando se trata de “silla”, la denotación serán las sillas existentes, las que han existido y las posibles; esto es distinto de la designación, mediante la cual más bien se especifica un subconjunto de la clase (“esta silla”), lo cual evidencia que vivimos en las clases. Y, de otro lado, la oposición entre denotación y connotación: para S. Mill (Dubois et al., 1973), “la denotación es elemento estable, no subjetivo y analizable fuera del discurso, de la significación de una unidad léxica, mientras que la connotación está constituida por sus elementos subjetivos o variables según contextos” (p. 176). Pero, de 15

Para otros lingüistas (Mounin, 1979, p. 165), esta sería la definición de significado.

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esta manera (como bien perciben Dubois et al. [p. 176]), la denotación presenta la significación como positiva, no como diferencial (es decir, como efectivamente existente y no como resultado de las oposiciones de la lengua); por esta vía, la connotación termina siendo un “cajón de sastre” donde se arroja lo que ofrece dificultades de explicación. Entonces, aquí hablamos de significación principalmente para sostener que los estados de cosas aludidos por los enunciados son efectos del hablar, no son simples “hechos reales” (referidos a las cosas o a los sujetos), que dejarían a la lengua en una función deíctica; no puede olvidarse que, además del estado de cosas “real”, nuestras conversaciones también (¿y sobre todo?) se refieren a lo predecible, probable, realizable, instituible, decidible e íntimo evidenciable; estados de cosas que van más allá de la “realidad positiva”. La lengua es lo que es —a diferencia de los códigos de señales de los animales (Benveniste, 1952, p. 62)— justamente porque no está atada a la “realidad positiva” (esto no implica que no tenga que ver con lo que llamamos así, pero si fuera solamente eso, bastaría con un código de señales). Lo que parece derivarse de nuestra percepción no puede desagregarse de la significación. En lugar de “Nada hay en el entendimiento que no haya pasado antes por los sentidos”, diremos: nada hay en los sentidos humanos que no haya pasado antes por el entendimiento; o, de modo más simple: Nada hay en el entendimiento que no haya pasado antes por el sentido. El referente es significación. No hay maneras de aseverar, de comprometerse, incluso de expresarse afectivamente, que no tengan raíces en actos de significación anteriores, que se han ido consolidando, no sólo en el sentido de “contenidos”, sino también en el de “formatos de enunciación”. Los órdenes de realidad, los mundos que reconocemos como ‘objetivo’, ‘social’ y ‘subjetivo’ tienen fronteras tan dependientes de nuestros intercambios significativos, que resultan imprecisas; incluso, con el tiempo se transforma su extensión (a partir de Newton, dice Lacan (1955-6, p. 249), las estrellas cerraron definitivamente la boca; así mismo, a expensas del saber de la ciencia, lo “subjetivo” puede estarse reduciendo). Hablamos del funcionamiento del mundo que hemos ido entendiendo (y que diversas culturas entienden de forma distinta), pero también del mundo que hacemos existir con nuestros símbolos (que no existiría si no hubiera palabras). No vamos a discutir si los árboles están o no antes del lenguaje; pero lo que sí es cierto es que las vacaciones, los matrimonios y las sinfonías son efecto de las palabras en contextos sociales... y que los árboles no se inscriben en las conversaciones en tanto árboles, sino en

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tanto significación —que varía de cultura a cultura, de lengua a lengua, de época a época—... pero que también hay árboles bonsái, semillas terminator, injertos, etc., cuya existencia sí depende de los intercambios verbales. A continuación, un esquema de lo planteado a lo largo de este apartado:

Actos

Habla

Lengua

Condiciones

Otro

Hablante

1

Enunciación

Posición asignada a receptor

Posición asumida

Implicación pragmática

2

3

Efecto

4

Significado

Juicio

Mecanismos para producir y reconocer

Estado de cosas

Órdenes de realidad

Referencia

5

6

7

8

9

1. Prometer, instituir, mentir, amenazar, bromear, juzgar, comprometer, predecir, acordar, ironizar, advertir, decidir, aconsejar, criticar, exigir, anunciar... ad infinitum. 2. Sabe, cree, está autorizado para hacer-hacer, desea hacer, está investido para hacer ser, siente.

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3. Certeza, razón, adecuación, anticipación, sinceridad, oportunidad, legitimidad. 4. Necesita saber, se le puede hacer-hacer, necesita ser. 5. ±Verdadero, ±acertado, ±plausible, ±pertinente, ±sincero, ±realizable, ±oportuno, ±legítimo, ±fundado. 6. Generalización, constatación, selección de información, proyección del conocimiento, interpretación del sentido de la relación social, ejercicio de poder, razón, interpretación del sentido del sujeto, etc. 7. Real, predecible, probable, realizable, instituible, decidible, íntimo evidenciable. 8. Mundo objetivo, mundo social, mundo subjetivo. 9. Funcionamiento ±pasado del mundo objetivo, comportamiento –pasado del auditor, comportamiento –pasado del hablante, funcionamiento de las instituciones humanas, situación conflicto, necesidades humanas.

Aplicando estos criterios, se obtiene una clasificación de ocho actos de significación. Lo veremos a continuación, mientras se lo relaciona con la escuela.

7.3 Actos de significación en la escuela En los objetivos explícitos de la escuela aparece todo tipo de intención en relación con los saberes: que el estudiante los aprehenda, que conozca, que aprenda a aprender, que escoja los mejores, etc. Currículos y planes de estudio se organizan principalmente alrededor de los saberes conquistados por la humanidad16: matemáticas, ciencias naturales, ciencias sociales, gramática. Pero, ¿las personas confluyen en ese espacio por un contrato cognitivo? No; parece ser más bien un “contrato social”. Se va a la escuela “porque se tiene que ir”: porque ya se tiene la edad, para no quedar vagando en la calle, porque el Estado obliga a mandar a los niños a la escuela (so pena de castigo), para ser un hombre de bien (o ‘culto’); para ganarse un subsidio; para que la sociedad no tenga que castigar luego al adulto; porque así se viene haciendo hace siglos; para acceder al siguiente nivel; etc. Se trata de la conveniencia, de la costumbre, de la obligación... ninguna de las cuales es específica del saber, sino más bien del lazo social. Es lo que Mockus et al. (1995) muestran cuando plantean —en terminología habermasiana— la escuela como vertebrada alrededor de una jerarquización de 16

En realidad, la escuela hace una selección de entre los saberes producidos por Occidente.

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las condiciones pragmáticas de la comunicación: la rectitud, subordinando a la verdad y, en muchos casos, prescindiendo totalmente de la sinceridad. Para hacer esta aproximación, cuentan con una descripción bühleriana de la comunicación en la que habría cuatro elementos (emisor, receptor, referente y mensaje), en cada uno de los cuales se articula una condición pragmática: en el emisor, la sinceridad; en la orientación al receptor, la rectitud; en el referente, la verdad; y, en el mensaje, la comprensibilidad. Al final, los autores proponen invertir la posición que en la jerarquía ocupan las condiciones pragmáticas, de manera que un espacio para la sinceridad permita construir las bases de una rectitud consentida, fundamento para el establecimiento de una verdad que, en tales condiciones, no puede ser sino histórica. Todo esto cruzado por un esfuerzo máximo de comprensibilidad... No se entiende cómo hacer esa inversión, pues no se explica cómo se produjo la jerarquía en vigor: si ésta se hubiera producido por el llamado de unos investigadores hace dos siglos, es comprensible que otro llamado de ese tipo, dos siglos después, la deshaga. Pero, ¿y si esa jerarquía —por contraproducente que parezca— es constitutiva de la escuela?17. En caso afirmativo, luchar por la trasformación mencionada sería luchar contra el dispositivo escolar mismo (lograr el propósito acabaría con la escuela). No se afirma que así sea, forzosamente, pero, en todo caso, falta la explicación de por qué las cosas son así, antes de proponernos cambiarlas (no en vano, todos quieren, todo el tiempo, cambiar la escuela). En tanto el análisis que se toma aquí como base escoge otros puntos de referencia, produce siete condiciones pragmáticas y no cuatro18. Pero, además, las establece no como aspiración ética (recordemos que explicitar y establecer las condiciones pragmáticas de la comunicación es el planteamiento ético de aquel grupo de investigación), sino como producción de las modalidades que la realidad adquiere para los hablantes, justamente por el hecho de hablar. No hay cómo introducir allí buenos propósitos establecidos antes o más “arriba” de la comprensión de cómo funciona la comunicación. Es más: permite aproximarse un poco a la forma como funciona la escuela, de manera que resulta explicable la alta frecuencia que presenta la lamentación de sus efectos en términos de “falta”: de valores, de calidad, de eficiencia, etc. O sea, podría dar fundamento 17 Por ejemplo: ¿no se parece a la caracterización hecha por Bernstein, según la cual el dispositivo es más regulativo que instruccional? 18 Es curioso: una propuesta ética, que pretende ir más allá de toda teoría y cohibición, se ve determinada por el modelo que escoge para describir el lenguaje.

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para establecer los límites de una ética que no tenga como horizonte los buenos propósitos. Veamos, entonces, los actos de significación en la escuela.

7.3.1 Regulativos La declaración. La escuela toma por objeto el saber; pero para poderlo establecer así, hace requisiciones (hay que ir al colegio, hay que desplegar los currículos, hay que llenar los formatos, etc.); y, a su vez, para que comience a ser perentorio que funcione, para que haya interlocutores de tales pedidos, ella tiene que existir... y ella no es natural: hay que fundarla. Es, como todo en la cultura, una invención. Pues bien, para que la escuela exista, hay que declararla existente. Y en su seno, declarar que comienzan, por ejemplo, día tras día las actividades; que se cierran los ciclos, pero que vuelven a abrirse. Para ello, se tocan campanas, se accionan timbres, se hacen discursos, ceremonias, se iza la bandera, se canta el himno, se entona la voz de cierta forma. Entonces, en la jerarquía de los actos de significación que dan lugar a la escuela, el primero es la declaración; he aquí sus características: * Quien toma la palabra para realizar una declaración, se pone en posición de estar investido de un poder. Efectivamente, puede tenerlo, pero no necesariamente es así (cuántos curas falsos han ejercido durante años). Es fundamental que —además de la autoridad competente19— los auditores lo invistan también. * Su acto, entonces, hace ser, promueve algo al estatuto de existente; algo que, antes de esas palabras, no existía. Una escuela sin inaugurar, no es escuela; un día sin las sanciones del caso, no se da por comenzado; una clase necesita gestos, palabras del profesor, golpecitos con la mano en el escritorio o en el tablero... La escuela y sus miles de micro-situaciones se hacen existir, en mayor o menor proporción, por medio de declaraciones cotidianas. Hay cosas que, una vez declaradas, comienzan a ser, a marcar el ser de quienes también quedan inaugurados: como alumnos, como profesores... (y así entran en las estadísticas, en su casa, en las fotos, en los proyectos vitales, en las promociones o regímenes especiales para su condición, etc.). 19 Cuya “competencia” también es el resultado de otros actos de ese mismo tipo, lo cual reenvía todo a la complejidad de lo social.

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* El acto declarativo, entonces, implica oportunidad y legitimidad en la relación con el otro. Oportunidad, porque socialmente no se declara algo si no es en el momento preciso, determinado por la vida social. Lo de “preciso” es, por supuesto, una delimitación, no es que haya exactamente reglas para ello. También implica legitimidad, tanto asignada como ganada, pues emitir desde esa posición, a quienes la reconocen (con aclamaciones o con clamores), es lo que hace a los enunciados declarativos, no sólo las palabras en sí o la naturaleza, por ejemplo, de los verbos involucrados. * El mecanismo para realizar este acto de lengua es, principalmente, el ejercicio de un poder. De un lado, toda la requisitoria, los pasos que hay que cumplir para poder hablar o callar desde una posición en la que la palabra permita fundar algo. Pero, de otro lado, se requiere de interlocutores que den fe de esa posición. Eso es lo que permite, en el extremo, la falsificación de las credenciales. Sin que el emisor tenga “autoridad moral”, es posible que aceptemos su autoridad legal para declarar. Pero sin autoridad legal, podemos conferirle la autoridad moral; como cuando una persona, sin los pergaminos exigidos, se le permite ejercer honoris causa20. * El juicio sobre un enunciado desde esta posición en la escuela, no puede ser otro que el de la adecuación. Es decir, la suma, por un lado, de la oportunidad: la contextualización social y comunicativa; y, de otro lado, la legitimidad. No se trata de verdad ni de justicia, sino de adecuación. * El estado de cosas al que se refiere no es la realidad, como en la versión deíctica del lenguaje, sino lo que es susceptible de ser instituido. La declaración no se refiere a nada que haya en la supuesta “realidad”; más bien es al contrario: la declaración hace realidad social, funda espacios sociales. Claro que en medio de la inauguración puede haber un edificio nuevo, pero es la decisión de hacerlo la que ha hecho posible que haya edificio, y es la declaración la que dará lugar a que en su seno las personas fluyan en un sentido y no en otro (cuántos colegios en Colombia, fueron hospitales, asilos, conventos...). * Así, el orden de realidad constituido por la declaración es el mundo social, no el mundo subjetivo (aunque tenga implicaciones sobre él) ni el mundo objetivo (aunque se sirva de su “materialidad”).

20 Como cuando un movimiento político erige un líder opositor que, después, puede tener el estatuto de gobernante legítimo.

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* La referencia, en el caso de la declaración, es el funcionamiento de las instituciones humanas, las cuales son posibles, a su vez, por la palabra. La declaración no opera como un enunciado que alguien emite con alguna intención comunicativa; puede incluso hacerlo contra su voluntad. En este caso es evidente que el hablante está allí para celebrar la marcha de las instituciones. Esto no elimina, por supuesto, la particularidad de sus palabras, pero para la continuidad de la institución, a ese nivel, las palabras se constituyen generalmente en un estereotipo (y por eso son predecibles, por eso pueden ser copiadas, por eso a veces hay formatos que se llenan con los datos de la ocasión, para dar lugar a una declaración, etc.). La requisición. En el funcionamiento de la escuela, la declaración subordina a la requisición. La requisición dice: ¡al colegio!, ¡haga la tarea!, ¡formule el PEI!, ¡desarrolle los programas!, ¡forme integralmente!, ¡cumpla las determinaciones de las autoridades educativas!, ¡llene los formatos!, etc. A veces se pregunta: ¿qué hacemos aquí?, y la respuesta es: cumpliendo una orden, aunque no tenga sentido. Se reconoce, entonces, que las personas circulan allí no bajo la lógica del campo de producción simbólica (matemática, biología, etc.), sino bajo la lógica que recontextualiza el saber. Si es así, la escuela —una vez declarada su existencia, una vez desplegados los mecanismos de su reproducción cotidiana— se edifica en su complejidad a partir de requisiciones21. Por eso, allí se regula la disciplina: manuales de convivencia, personas encargadas de hacer que las cosas se hagan (prefectos de disciplina, vicerrectores, trabajadores sociales, psicólogos, sacerdotes, médicos); por eso hay sanciones y premios; por eso hay evaluaciones de desempeño y de gestión; etc. Si se reúne a un grupo de estudiantes, de docentes o de directivos, inmediatamente preguntarán “qué hay que hacer...”. La requisición presenta las siguientes características: * El emisor se pone en posición de hacer-hacer... y sabemos que, en el contexto, eso puede tomar las apariencias más diversas (actos de habla): pedir el favor, suplicar, mostrarse partícipe, señalar las carencias que harían necesario que el oyente actuara, dar un golpe en la mesa, amenazar con la autoridad superior, con el recorte presupuestal, etc. Las posiciones de quienes están bajo su poder —desde la obediencia hasta la rebeldía incondicionales— hacen existir esa postura. Por eso, la sola presencia de la autoridad que puede ponerse en 21 No en vano, difícilmente los agentes educativos (incluyendo los estudios y las investigaciones) elaboran un discurso donde no se reitere el “deber-ser”.

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esta posición, de un lado, ya asusta o alienta, ya infunde miedo o esperanza... en todo caso, lleva a hacer algo, se siente en el cuerpo; y, de otro lado, suscita el diseño del contrapoder, de la acción contraria o reivindicativa... en todo caso, lleva a hacer algo, genera cierto tipo de sujetos. * Y es que este acto de significación busca hacerle hacer algo al otro, a aquel a quien se dirige. De ahí que, cuando viene el profesor, los alumnos se hacen los que trabajan; y cuando viene el rector, los maestros se hacen los que trabajan; y cuando viene el supervisor, el rector se hace el que trabaja; y cuando viene el Banco Mundial, el Ministerio de Educación Nacional se hace el que trabaja... Por esta razón, decimos que cierto rol se forma, no preexiste al dispositivo. Es usual oír una crítica a la escuela según la cual ella produce personas más temerosas que preocupadas por el conocimiento. Pero, como se ve, podría ser una crítica infundada, en tanto expresa más bien que en la jerarquía de actos, la requisición (una de las que produce miedo) está por encima de aquellos relativos al conocimiento... el señalamiento de una falla en realidad constata la naturaleza del dispositivo. * La implicación pragmática es que, de un lado, lo ordenado se adecua a la relación entre directivos, maestros y estudiantes (no sólo entre los que están ahí, sino sobre todo la relación correspondiente a los roles que así se denominan, de los cuales las personas que están allí no son más que unos sujetos-soporte); y, de otro lado, que hay una anticipación de las prácticas y que la petición se hace sinceramente. Por eso, tampoco se justifica la crítica según la cual quien ejerce el poder en la escuela lo haría de una manera ladina, a sabiendas, etc., cuando en realidad la persona puede estar completamente convencida de la bondad del funcionamiento del dispositivo. De ahí que muchas veces se obre para el bien del otro, en contra de su voluntad (“es por tu propio bien”) y, aún, en contra de los principios en relación con los cuales se dice actuar (pensando que el fin justifica los medios). Así, más que buscar un acuerdo, se trata de una imposición a quien esté en condiciones de asumirla. El que no, o no entra, o es “terapeutizado” o, finalmente, es expulsado. * Los mecanismos de producción y de reconocimiento de enunciados, en este nivel se refieren a muchas cosas (de ahí que unos puedan ser más autoritarios que otros, por ejemplo), pero lo que no puede faltar en ninguno es la interpretación del sentido de la relación que tienen los sujetos en ese lugar. Es decir, no se les pide nada que no esté en el marco de las funciones explícitas

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o implícitas de la escuela. Cuando una petición no consulta ese mecanismo, aun siendo completamente admisible en otro contexto, de forma inmediata se entiende (y se puede denunciar) como fraude, persecución, acoso, delirio, engaño, capricho, etc. * Así condicionada, de una requisición, entonces, sólo cabe el juicio de si es o no susceptible de ser cumplida (en ese sentido, le son extraños los juicios sobre su verdad, o su justicia, por ejemplo). Pero, por las múltiples condiciones a que está sometida y que ella misma determina, la requisición resulta cumplible si es leída como pertinente (a las relaciones sociales que alberga la escuela)22, si es realizable (por los agentes educativos convocados a obedecer)23 y si es sincera (de parte de quien solicita)24. Como en todo acto humano, se pueden desbordar estos límites, hacer ironía con ellos, etc. Se trata de juegos de aproximación, basados en el hecho de que las reglas están ahí o son deducibles. Cada uno juega a favor de intereses particulares, pero, al hacerlo, promueve a la existencia un juego que trasciende esos intereses (que dan lugar a actos de habla) y configura un dispositivo social (actos de lengua). * La requisición, entonces, se refiere a un estado de cosas realizable, no a un estado de cosas real, o posible, etc. * Así, el uso de las requisiciones contribuye a hacer existir un mundo social. Lo que llamamos así no sería más que el efecto de usar la palabra de ciertas maneras, entre otras, haciendo requisiciones delimitadas tal y como hemos expuesto (al tiempo que se consulta la relación social, se la produce). * Su referencia, entonces, es el comportamiento futuro del auditor. No se trata de una cosa del mundo, sino de algo que hará el auditor o que, si deja de hacer, tendrá que asumir las implicaciones. El compromiso. Es la pareja de la requisición: por un lado, en la medida en que se compromete a hacer ciertas cosas, la escuela exige hacer otras; y, por otro, Un profesor, que puede decirle a un estudiante: “Saque la basura”, difícilmente se lo dirá a un colega. El rector puede pedirle a un profesor un informe, pero difícilmente un profesor puede hacerlo con el rector, etc. 22

23 Así la relación permita pedir algo, no se constituye como tal una requisición si lo pedido desborda las posibilidades fácticas del sujeto ideal a formar, así sea imposible para quien tiene que obedecer (es el formato de cierta formación artística, dable para quien supera las arbitrariedades del formador y los esfuerzos sobrehumanos de los ejercicios... nada distinto a los excesos de la formación militar). 24 Se puede percibir la insinceridad del hablante en relación con el acto de habla, pero la sinceridad en relación con el acto de lengua: quiere que se haga algo, no esto que dice, sino otra cosa... con tal de que el otro se muestre como subordinado.

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también exige compromisos. Es decir, la declaración subordina a la requisición y al compromiso, que se encuentran aproximadamente en el mismo nivel. * El compromiso expresa lo que el hablante desea realizar en el futuro. El emisor se pone en esa posición y, en consecuencia, el oyente le asigna esa posición. Es más, en la escuela hay enunciados compromisivos en otros niveles; por ejemplo, la “carta de compromiso” que el estudiante firma, pues las cosas no le están saliendo bien. Pero tal vez no se trata de compromisos, en el sentido de los actos de significación, pues un “compromiso” del estudiante así obtenido es una respuesta, codificada en el dispositivo, frente a la requisición; tal vez no haya el propósito de hacerle saber al otro lo que se desea hacer, sino más bien de que se está subordinado a sus requisiciones (el sólo hecho de hacer la promesa, ya significa para el auditor un testimonio de sumisión). De todas formas, la firma puesta en un “compromiso” obtenido de esa manera compromete a la persona: sabe que firmar ahí es declarar que el texto expresa lo que él desea realizar... así no quiera. Tal vez sea una génesis de lo que después se va a sentir como propósito propio. * Tal como en la requisición, la implicación pragmática es que lo ordenado se adecue a las relaciones entre los agentes educativos (no se hace cualquier promesa ante cualquier persona); que haya anticipación de lo posible y que el propósito de realizar lo dicho sea sincero. No hay que olvidar que tales condiciones son inducidas y, en consecuencia, pueden aparecer como actos del otro lo que en realidad no es más que una expectativa del uno. * Así mismo, no se hacen promesas frente a quien no está socialmente incluido en el campo que se crea al decirlo. Se dice para que el otro haga algo (se dé por enterado, exprese a su vez su compromiso, proceda a la disuasión, etc.). Suele ser el procedimiento en la escuela: les daremos lo mejor, de manera que hagan lo suyo bien hecho (prometo para poderte exigir). Es evidente que un compromiso, que tiene algo de personal, se expresa por sus implicaciones sociales; si no, ¿para qué contarlo? * Tal como en la requisición, el juicio se refiere a si lo enunciado se puede cumplir, desde las tres perspectivas convocadas: es o no pertinente a la ocasión, al dispositivo; es realizable como acción futura del hablante; y es sincero. Cuando, por ejemplo le falta la sinceridad, inmediatamente, aunque tenga apariencia de compromiso, se entiende como un acto que busca otra cosa, como una ironía, como una solicitud implícita, etc.

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* El estado de cosas al que el compromiso hace mención es lo realizable. Insistimos: no se trata de una alusión al mundo, sino a otra de las formas mediante las que se construye el mundo social. Cuando la gente pide cosas al otro, cuando el otro se compromete... están inventando el mundo social, no meramente hablando de lo previamente existente. Es impensable una escuela sin requisiciones y sin compromisos. No es simplemente que, dada la escuela, la gente allí inscrita haga exigencias y se comprometa. Eso es parcialmente cierto. Lo interesante es el papel que tales actos tienen en la producción misma del dispositivo como lugar específico. La escuela es lo que es por lo que allí se exige, por lo que allí el sujeto se declara dispuesto a hacer. * La referencia es el comportamiento futuro del hablante… algo distante de la idea de lenguaje que circula, a propósito de la relación comunicación/escuela. La decisión. El funcionamiento crea todo el tiempo situaciones conflicto, sobre todo por el incumplimiento de requisiciones y compromisos (con lo que la decisión se subordina a esos dos actos de lengua). De manera que todos, cada uno en relación con su nivel de participación y responsabilidad, realizan actos de decisión. Quien decide —con las palabras y las frases que sea, pero por supuesto hay unas más recurrentes— está investido de un poder (en su nivel), como en la declaración. Pero mientras en la declaración se necesita sólo estar investido, en este caso hay que tener algo de saber, lo suficiente, no en función de una medida “objetiva”, sino en función de los usos (piénsese, por ejemplo, en la calidad de las pruebas que usaba la Inquisición). También se está haciendo ser algo, pero condicionado —hasta cierto punto— al hecho de su existencia previa, de los conflictos inherentes a su funcionamiento. Eso no impide que, en gran medida, las decisiones configuren el ser social a su manera (un caso notable de esto lo constituye el concepto de sentar jurisprudencia). Así, como implicación pragmática, se agrega la certeza, pues la decisión requiere saber25. Los mecanismos aplicados son: el ejercicio del poder y el empleo de la razón, mediante los mecanismos posibles: desde “ver” (como en el caso del árbitro en el deporte); hasta utilizar tecnología de punta (como cuando se toman decisiones en lo penal, con base en el análisis del ADN). De ahí que el acto pueda ser considerado justo o no, lo que implica al menos tres asuntos: si se emite la decisión en el momento y circunstancia que la sociedad ha estipulado para eso 25 A veces no hay certeza y, entonces, “toda duda se resuelve en beneficio del acusado”. Aun en este caso, la referencia es la certeza, pues en su ausencia, la decisión tiene una marca.

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(por ejemplo, hay unos plazos, después de los cuales puede haber prescripción; hay mecanismos, como el habeas corpus, que busca evitar arrestos y detenciones arbitrarias); si la persona está legítimamente investida para tomar la decisión (una decisión justa no tiene implicación alguna si se descubre que la persona había falsificado su fuero); y, por último, se trata de un acto justo si, además, está fundado (si hay pruebas). De ahí que, aún investida la persona, aún en la situación indicada, puede ser derogado su acto por ser infundado, o abstenerse de decidir por falta de pruebas (la antigua fórmula legal non liquet expresa que las pruebas ofrecidas no son concluyentes). Por eso hay “investigación”, consultas, descargos, pruebas, testigos, etc. Por supuesto que se pueden surtir estas condiciones en parte por suposiciones de los interlocutores, en parte por falsificaciones, pues se trata de un juego en el que intereses, prácticas y palabras se combinan. El estado de cosas es decidible (no es real, ni probable), razón por la cual el acto también entra en la configuración del mundo social. Obsérvese que, en este caso, entran consideraciones del mundo “objetivo”, pues el saber se involucró. Pero, ¿qué tanto sabe el profesor acerca de los hechos para decidir la sanción al estudiante?, ¿qué tanto sabe el Ministerio de Educación para tomar la decisión de inversión en el sector?... los “hechos” resultan subordinados al funcionamiento de lo social. No se trata de investigaciones para establecer los hechos, simplemente, sino de averiguaciones al servicio de actos que contribuyen a perpetuar las instituciones; de ahí el sentido de tales búsquedas, la manera de asignar las personas que las harán (se puede ser juez y parte), los tipos de participación de los afectados, etc. En todo caso, las decisiones configuran parte del rol variable del sujeto en el dispositivo.

7.3.2 Instruccionales Las condiciones vistas hasta ahora tienden a permitir que los agentes educativos se reúnan en las aulas para interactuar, principalmente, a propósito del conocimiento; otros temas también circulan, pero tal vez subordinados al conocimiento o supuestamente conducentes a él. La prueba es que, hasta ahora, esos otros asuntos no han desplazado la organización de la escuela, en el nivel “instruccional”, a partir a) de las asignaturas26; b) de las edades de los estudian-

26 La mayoría de los maestros están formados en disciplinas: licenciaturas en física, química, ciencias sociales, matemáticas, filosofía, etc.

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tes27, entendidas como límites de acceso a las complejidades del conocimiento; o c) de las poblaciones28, bajo la consideración de que la diferencia no pone a todos en las mismas condiciones frente al conocimiento. En esta dirección, ligadas a la especificidad del conocimiento —aunque no exclusiva ni directamente—, aparecen aseveraciones, predicciones e hipótesis. Estos tres actos están agrupados por el hecho de producir el mismo efecto de significación: el “mundo objetivo”. En otras palabras, lo que nos parece el mundo objetivo, aquel al que se referiría el lenguaje si fuera una nomenclatura, es el resultado de hacer aseveraciones, predicciones e hipótesis; es decir, construyendo el campo de la significación también alrededor de lo posible y de lo probable. Es lo que la gramática tradicional trata de atrapar con la idea del “modo indicativo”; o lo que se trata de señalar con la idea de “denotación”. Estamos hablando de funciones: aseverar, predecir e hipotetizar son cosas que se pueden hacer con el lenguaje, que el lenguaje ha hecho posible. La aseveración. Cuando se asevera, el hablante asume la posición —y/o es puesto por el interlocutor en posición— de quien sabe, pero no necesariamente porque sepa. Esta es la base para embromar a los primíparos universitarios: el sólo hecho de estar parado al frente, asumiendo la postura de quien sabe, implica para los estudiantes que las aseveraciones de esa persona son ciertas (de todas maneras, tal situación deja ver que hay una condición no propiamente del acto aseverativo, sino más bien de otros que requieren investidura social). En todo caso, en el campo de producción del saber no hay saber supuesto, sino saber expuesto… a quienes hablan de la misma manera. Es decir, la implicación pragmática de esa postura es la certeza. La postura del hablante ubica al receptor en la posición de hacerle saber algo (si el profesor hace una aseveración acerca de algo que ya sabían los estudiantes, éstos corean “ya lo sabíamos”, lo que prueba que la aseveración busca hacer saber al otro). Y, en tanto el otro la acepta, acepta ignorar eso que el otro sabe con certeza. Algunos mecanismos para fundamentar la producción y la comprensión de aseveraciones son: constataciones empíricas, constataciones históricas, generalizaciones, deducciones lógicas, inferencias... Por supuesto, cada uno de estos 27 Es el caso de la formación docente cuando depende de grupos etarios: licenciaturas en educación preescolar, en educación infantil; posgrados en educación superior. 28 Es el caso de la formación docente para grupos especiales: licenciaturas en educación especial, etnoeducación, educación para adultos, educación comunitaria.

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mecanismos tiene una génesis discursiva: en cada momento y en cada cultura, en cada formación discursiva, en cada disciplina, ¿cómo se constata?, ¿cómo se generaliza?, ¿cómo se infiere?, ¿a propósito de qué temas?, ¿quiénes lo hacen?, ¿para qué?, etc. Ante una aseveración, sólo puede haber un juicio: si se trata de algo verdadero o falso. Y, para decidirse, es menester aplicar los mismos mecanismos, en sus posibilidades de variación social. Se fundamenta en un estado de cosas “real”, tamizado por la experiencia cultural que está implicada en las preguntas de más arriba. El mundo que resulta como efecto, ya lo habíamos dicho, es el mundo objetivo, así se refiera a asuntos sociales, que estarán tomados como cosas (Desrosières, 1993). La referencia estaría constituida por el funcionamiento presente o pasado del mundo objetivo, o sea, de la decantación de la significación que implica asumir este tipo de posturas, hablando de manera que los efectos del hablar se tomen en ese campo (el éter, por ejemplo, lo daban los físicos por existente, pues permitía que otros enunciados sobre el “mundo real” funcionaran; semejante construcción de argumentos dejó de señalar a la “realidad” cuando otros argumentos permitieron reemplazarlo con más posibilidades). Por supuesto que en la escuela, por ser un dispositivo donde no se produce conocimiento, ni solamente interesa el conocimiento en sí mismo, las aseveraciones tienen como fundamento principalmente constataciones, generalizaciones, análisis, inferencias, descripciones, demostraciones, etc., que otros han hecho en otros campos (que hay tres palancas, que las órbitas de los planetas son elípticas, que las plantas producen fotosíntesis, que el cuadrado de la hipotenusa es igual a la suma de los cuadrados de los catetos...). Entonces, se trata de introducir, en un contexto regulativo —como hemos visto— unos saberes producidos en otra parte y adaptados a las particularidades del dispositivo: sus propósitos formativos en general, que no tienen que pasar por la especificidad del saber. Las aseveraciones (sobre vértebras, compuestos químicos, seguimiento de algoritmos, eventos históricos, etc.) se hacen en el marco de las requisiciones: son “saberes” que hay que aprender, que es imprescindible repasar, saberes sin los cuales se fracasa en los exámenes. El trabajo de interacción que pide la construcción de enunciados aseverativos, no obligatoriamente aplica los mecanismos que son propios de la producción en los campos del saber. Es usual recoger estas aseveraciones en calidad de “participación”, para “romper el hielo”, para mostrar las dificultades o las diferencias con los saberes oficiales, etc. Por tales razones, la producción de aseveraciones por parte de los estudiantes no forzosamente

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obedece a una lógica de producción de conocimiento, sino más que todo a una pragmática: se aprende lo que es indispensable decir para ser bien evaluado, tenido en cuenta, etc. La distancia entre la recontextualización y la producción depende de la postura de cada maestro que toma la palabra a nombre del saber y construye con ella un contexto de interacción. De todas maneras, él está exigido desde varias lógicas: sus enunciados han de tener en cuenta a sus interlocutores (lo contrario del campo de producción simbólica, donde el interlocutor es quien se esfuerza por entrar en el campo); han de ceñirse a tiempos propios de la escuela (caso distinto al del campo de producción, cuyos ritmos obedecen más a tensiones internas que externas); han de responder a una programación previa; el profesor intenta todo el tiempo mantener el contacto (la función fática de Jakobson [1960]); etc. Ahora bien, no necesariamente con una aseveración se asevera, ni todas las veces se asevera mediante aseveraciones. Este galimatías viene del hecho de que hemos diferenciado entre actos de habla y actos de lengua. Usando esos términos, podríamos decir que los actos de habla no tienen por qué coincidir con los actos de lengua; que, por ejemplo, un acto de habla aseverativo (“tu rendimiento está por debajo del promedio”) puede ser un acto de lengua requisitivo (“mejora tu rendimiento”). La frase “Plutón no es un planeta” puede querer decir “estudia más la próxima vez”, o puede implicar “Esto se va a preguntar en el examen”. La predicción. Cuando se predice, el hablante asume la posición —y/o es puesto por el interlocutor en posición— de quien sabe con certeza, pero no obligatoriamente porque tenga ese fundamento. Basta con que crea tenerlo, con que haga una buena simulación29. De manera que la implicación pragmática, como en la aseveración, es la certeza. No es que la haya obligatoriamente, sino que ella resulta implicada por el hecho de asumir esa posición, basada en el hecho de poner al interlocutor en posición de hacerle saber lo que se sabe que va a pasar. Ahora bien, la predicción no siempre se cumple (en cuyo caso se puede saber, retroactivamente, que se trataba, más bien, de una hipótesis). Los mecanismos de producción y reconocimiento de predicciones son, en general, una selección de la información pertinente, una aplicación del saber. Por supuesto que, dependiendo del tipo de saber de que se trate, las maneras de obtener la información pueden ser muchas (desde la inspiración y la iluminación, hasta la recolección 29 La comunidad científica tenía a Hwang Woo-suk (Universidad Nacional de Seúl) como un investigador que aplicaba rigurosamente los mecanismos propios de la disciplina… hasta que se supo que inventaba los datos que publicaba sobre la clonación.

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sistemática de datos), las maneras de aplicar el saber pueden ser muy variadas (desde la analogía30 hasta la lógica formal), etc. Predicciones obtenidas mediante los mecanismos propios de los campos de saber científico —producidos acorde con una época, no es que estén exentos de determinación social31— son más improbables en la escuela, la cual está más cercana a la aseveración, toda vez que el conocimiento depende allí de la requisición. El juicio posible sobre una predicción es el que establece si ésta es acertada o no. En las disciplinas científicas, más que enunciados, se producen gramáticas de trabajo, mecanismos que permitan decir cosas. De tal manera, allí resultarían más importantes la configuración de dichas gramáticas, que los enunciados mismos. No obstante, por su naturaleza, a la escuela le queda muy difícil trabajar en tal dirección y, tal vez por eso, atiende más a los enunciados o a la mecanización de algoritmos, que a la producción de gramáticas. Más que a crear enunciados con una gramática compartida, se aprenden enunciados; más que a entender algoritmos, se mecaniza la aplicación de algoritmos para corpus restringidos a las consideraciones administrativas de los lapsos y momentos educativos. La hipótesis. Por su parte, la hipótesis ubica al hablante en posición de quien cree en algo con razones suficientes (en función de la comunidad que construye el campo de producción respectivo). Y busca hacérselo saber a su oyente. Se trata de una proyección de conocimiento, hacia el pasado, el presente o el futuro. No consiste en afirmar cualquier cosa, sino una probabilidad fundamentada en razones. Cuando oímos hipótesis sobre la constitución del centro de la tierra —anota Freud (1932, pp. 29-30)—, inmediatamente las confrontamos con nuestros conocimientos previos; así, si alguien propone que dicho punto está constituido de mermelada, no indagamos si es así, sino que nos preguntamos qué clase de hombre ha concebido semejante idea. O sea, pasaríamos de los mecanismos para elaborar hipótesis (“las confrontamos con nuestros conocimientos previos”) a consideraciones sobre las expresiones afectivas (“qué clase de hombre es el que ha llegado a semejante idea”). No parece ser la escuela el lugar propicio para las hipótesis: ¿para qué aventurar aplicaciones del conocimiento a la construcción de un enunciado plausible, si ya los contenidos que tendrían que ser vistos están definidos en algún lugar? En la escuela, en30

Como Plutón era el planeta más lejano, los astrólogos lo relacionaban con lo más profundo del alma.

Recordemos que, por ejemplo, la investigación sobre las órbitas de los planetas estuvo regida durante siglos por una exigencia: la descripción sólo debía hacerse con sistemas conformados por círculos. Exigencia, valga la aclaración, constituida por un prejuicio social. 31

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tonces, a lo sumo tendremos el relato de predicciones e hipótesis hechas por otros en el campo de producción, o la aplicación de su lógica en la construcción de ejercicios típicos del ámbito escolar (cuyas respuestas están dadas de antemano). En los campos de producción de saber, se hacen hipótesis donde no se pueden hacer aseveraciones ni predicciones. De manera que un dispositivo que ya sabe “lo que tiene que ser aprendido” (palabras del Ministerio de Educación), no puede preparar a nadie en la aplicación juiciosa del saber en condiciones de incertidumbre. De nuevo, la especificidad de ese conocimiento determina la naturaleza de los mecanismos empleados: el tipo de proyección, el tipo de información. De una hipótesis, en consecuencia, sólo es posible juzgar si se trata o no de algo plausible a la luz de los conocimientos previos. Pero la escuela parece haber convertido la diferencia entre ± verdadero, ± acertado, ± plausible (respectivamente, la diferencia entre aseveraciones, predicciones e hipótesis) en un solo valor: ± verdadero: como si el conocimiento tuviera que ver sólo con aseveraciones (por eso el discurso pedagógico luce apodíctico en ciertos momentos). Las evaluaciones masivas contribuyen a ello, pues su forma se restringe a la estructura de “respuesta única verdadera, entre opciones falsas”.

7.3.3 Expresión afectiva Es un acto de significación que tiene poca inserción en la escuela, aunque en los márgenes su presencia es importante. Un hablante, en posición de quien siente, poco cabe en la escuela, pues allí se esperan hablantes que se muestren en correspondencia con los actos de declaración, es decir, que se sientan bendecidos por el otro, inaugurados en su nuevo ser; que se muestren sumisos a las requisiciones y consecuentes con las decisiones, dispuestos a hacer compromisos, a proferir aseveraciones, predicciones e hipótesis en el marco de la pragmática constituida en ese espacio para el saber. Pero no se esperan personas que expresen lo que sienten. Cuando se habla de lo que se siente, se hace una aseveración sobre el mundo “interno” del sujeto; sin embargo, en el uso lo diferenciamos de ese acto de significación, pues el interlocutor exige sinceridad (no certeza). Además, no es una aseveración que el otro pueda tratar de verificar por su cuenta: el único con acceso a ese mundo es el hablante mismo. En esa posición, el mundo de significación que se constituye no es objetivo, ni social, sino “subjetivo”; por su-

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puesto, en correlación con el otro, pero en consolidación de un estado de cosas íntimo-evidenciable que le da soporte. La especificidad del sujeto está excluida de las verdades aseveradas, que aspiran a la universalidad; de las requisiciones morales que aspiran a la aceptación social. Incluso puede decirse que la fuerza del dispositivo está justamente en declarar no formado al sujeto, el cual pone su vitalidad a trabajar para “llegar a ser alguien” (a futuro), no para expresar su necesidad afectiva (presente); para llegar a ser uno como los otros que allí participan, y no uno singular. Por eso, en los primeros años de escolarización habría más tolerancia a la expresión afectiva, la cual se pierde a medida que el sujeto se va definiendo a partir de los parámetros del dispositivo. Algo de esta exclusión retorna en los alrededores de la institución universitaria a la manera de algo que se lamenta y se busca —en vano— extirpar. Las características anotadas muestran la imposibilidad del propósito, señalado más atrás, de invertir las condiciones pragmáticas, poniendo de primera a la sinceridad (que sería justamente el único juicio posible a propósito de las expresiones afectivas). El lugar donde la intimidad cabría es un lugar que la da por hecha, no que se propone formarla. Cuando la cosa se sale de las manos —es decir, que los mecanismos de decisión, requisición y compromiso son incapaces de detener la singularidad que hace síntoma— la institución educativa remite al paciente a una institución a la que le reconoce sensibilidad por la expresión afectiva: el consultorio psicológico o psiquiátrico; o el suministro de droga psiquiátrica (Ritalina®), a la entrada del colegio, para los “hiperactivos”. La singularidad no deja marchar la escuela —lo vimos (§3.2)—, por lo cual se buscan comportamientos colectivos que permitan al asunto marchar.

7.4 Los cuatro discursos y la educación Lacan toma postura sobre el lazo social, en medio de un mundo convulsionado por todo aquello que representó mayo de 1968, que —como sabemos— fue una ola mundial. Esa reflexión sobre el lazo social fue a la vez una relectura del Malestar en la cultura de Freud, una discusión con el optimismo que embargaba a la juventud revolucionaria y una puesta a punto del psicoanálisis. Esa herramienta, que ha dado en llamarse “los cuatro discursos”, permite hacer una lectura de la educación desde la perspectiva psicoanalítica, con base en una reflexión sobre el lenguaje.

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Capítulo VII

7.4.1 El fundamento Saussure había dictado el Curso de lingüística general en París a comienzos del siglo XX. La teoría estructuralista sobre el lenguaje reinaba ya para los años 60 en Francia. Lacan había sido tocado por esta ola. Bajo sus claridades había podido ver cómo la teoría de Freud, que se había servido de metáforas propias del paradigma científico de finales del siglo XIX, podía encontrar una formalización —no una nueva metáfora— gracias a las categorías de la lingüística. El sujeto se entendió como producido en el marco del lenguaje y las operaciones fundamentales del psiquismo, denominadas por Freud desplazamiento y condensación, se mostraron describibles de manera muy precisa mediante figuras retóricas. “Freud se refiere al tema de tal manera que percibirán escritas con todas las letras las leyes de estructura que Saussure difundió a través del mundo” (Lacan, 1967, p. 43). Pero no era Lacan sencillamente un estructuralista. Su asunto no era el circuito comunicativo de las teorías del lenguaje; en función de la clínica, le interesaba, por ejemplo, la repetición de los elementos lingüísticos, asunto que escapa a la idea del “circuito” y apunta más a un sujeto hasta cierto punto autista. Si bien tales teorías ganaban una formalización que a Lacan le venía muy bien, lo hacían en la dirección de su propio objeto, que no era el del psicoanálisis. Incluso, procedían con arreglo a un mecanismo —la exclusión del sujeto— del cual el psicoanálisis se diferenciaba: Saussure —como vimos (§1.2.2)— se declara a favor de un modelo donde los hablantes hacen idénticas y predecibles asociaciones entre significantes y significados, y desecha un modelo de singularidades donde los hablantes hacen combinaciones que dependen de su voluntad, impredecibles. Para explicar la comunicación, el estructuralismo partía de (o presuponía) un propósito comunicativo que no problematizaba, y luego pasaba a caracterizar los elementos formales. La lengua es pura forma, se diría entonces. Pero muy temprano, Lacan (1955-6) vio que esa maquinaria, si bien determinaba al sujeto, se enganchaba con él. Por ejemplo, no era explicable su funcionamiento sin un punto de basta, que era justamente una operación del sujeto: cómo comienza a andar esa maquinaria perfecta y, sobre todo, cómo se detiene, eran preguntas tal vez insubstanciales (o comprometedoras) en el campo de las ciencias del lenguaje, pero fundamentales para el psicoanálisis, pues, por ejemplo, en la aparición de alucinaciones auditivas —uno de los denominados fenómenos elementales propios de

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la psicosis— se presenta un fuerte llamado de atención: las palabras empiezan a funcionar solas, se quedan sin un punto de basta (de ahí la expresión “habla como un loco”). A diferencia del estructuralismo —sin dejar de sacar provecho de sus hallazgos—, Lacan (1960) enganchó al sujeto en la definición de la estructura y viceversa, mediante la pregunta “Una vez reconocida en el inconsciente la estructura del lenguaje, ¿qué clase de sujeto podemos concebirle?” (p. 779). Es decir, no supeditó la descripción del lenguaje a alguna idea previa sobre el sujeto, pues ya estaba advertido del vaciamiento operado por la época de la ciencia sobre esa entidad. Ahora la pregunta era: dada la estructura del lenguaje así descrita, ¿qué sujeto se produce en ese marco?, ¿qué sujeto es pensable? La idea no es buscar el lugar del lenguaje en el hombre, sino el lugar del hombre en el lenguaje. De otro lado, Lacan había descubierto una dimensión que estaba de alguna manera por fuera del lenguaje y que, no obstante, era constitutiva del sujeto. La imagen del propio cuerpo era algo que se formaba en un sujeto acogido en el campo del lenguaje, pero a partir de determinaciones propias de la imagen: inversión, frontalidad, virtualidad. Ahora bien, por su propia lógica y gracias a prestarse a una anticipación de unidad corporal, esa dimensión (denominada imaginaria) tenía unos efectos —agresión, alienación— que venían a ser temperados justamente por la dimensión de las palabras (denominada simbólica). No se trataba, en consecuencia, del sujeto excluido del estructuralismo, sino del sujeto como efecto de su inscripción en el lenguaje, con una imagen del cuerpo producida en condiciones muy singulares. El “circuito de la comunicación” venía a estar articulado de una manera muy estrecha con la dimensión imaginaria. No podía entenderse ni la imagen corporal sin el lenguaje (es más: no podría sobrevivir el sujeto al enfrentamiento con el otro, producto de la manera como se produce dicha imagen, si no fuera gracias al lenguaje), ni el lenguaje sin la imagen corporal. Nada de esto está en las teorías lingüísticas. Había, además, otra dimensión (denominada real) que se quedaba por fuera. Para ese entonces, lo real era algo que se resistía a la simbolización. Sin ir más allá, al punto de darle una preeminencia en el marco de las dimensiones (al lado de la imaginaria y la simbólica), Lacan ya formulaba una exclusión producida por la estructura significante, como efecto lógico, y no un sujeto incluido totalmente en las significaciones, tal como se estilaba en la época y se acrecentó después. El sujeto del psicoanálisis no era una entidad cargada de contenidos (historia, sensibilidad, etc.); tampoco era una configuración del todo dependiente de la

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anécdota del momento, hecha a partir de los elementos formales. Era, más bien, el efecto de la formalización lograda por las ciencias del lenguaje: “El sujeto es lo que defino en sentido estricto como efecto del significante” (Lacan, 1968, p. 103); y, en ese sentido, también era algo que quedaba, al menos parcialmente, por fuera del lenguaje, lo que no dejaba de tener sus efectos. De otro lado, la preocupación por el lenguaje nunca ha sido exclusiva de ciertas disciplinas; es algo con lo que muchos tienen que vérselas, bien sea para arrinconar o para caracterizar. Para la filosofía del lenguaje —según venimos de ver (§7.3)— las descripciones formales de la lingüística olvidan que con el lenguaje se hacen cosas. Para su seminario de 1969-70, Lacan tiene su propia versión al respecto. Es cierto que se hacen cosas con palabras, es cierto que el habla es un acto. Ahora bien, ¿se trata sólo de eso? o ¿se trata principalmente de eso? Lacan construye su propia teoría del discurso, en la que no es indiferente esta discusión de fondo. De entrada, Lacan pone la diferencia: su discurso es sin palabras. Se trata de una estructura que asigna unos lugares, ¡independientemente de lo que se diga! Mientras los filósofos del lenguaje introducían en su discusión una búsqueda de las diferentes modalidades del hacer con las palabras (para incorporarlas a propiedades del verbo, por ejemplo), Lacan mostraba que el sujeto mismo es un efecto del discurso. Tal como en la discusión se planteaba, se trata de que alguien hace hacer a otro con el lenguaje. Lacan planteaba la estructura en términos de lugares fijos. El lugar del agente y el lugar del trabajo podrían representar este “hacer-hacer”: el agente hace hacer al que trabaja; de ahí viene su denominación. Pero la pregunta no es, como en el otro campo, qué le hace hacer conforme a las palabras usadas, sino lo que es posible hacer dada la estructura del discurso y los elementos que ahí se pueden situar, independientemente de las palabras. Parece como si en la filosofía del lenguaje ordinario sólo estuvieran las funciones de agente y trabajo, y que sólo circularan palabras que requerían ciertas legitimidades (no cualquiera puede decir “los declaro marido y mujer” y esperar a tener el mismo efecto que dicho por un sacerdote en ciertas condiciones). Es como si en esos lugares sólo hubiera palabras y lo nuevo fuera plantear que esas palabras modificaban la situación previa. Lacan va más allá: plantea una estructura del hacer-hacer, pero que no puede dejar de soportarse en dos hechos implícitos: el agente está soportado en una verdad; es esa verdad la que lo hace hablar de cierta manera, la que lo ubica de

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cierta forma para agenciar algo, no sin cierto impase. Y es esa verdad, justamente, la que resulta excluida para obtener una explicación científica del lenguaje. A su vez, el trabajo tiene un producto, un resto que no ha sido parte del plan y que, sin embargo, se produce indefectiblemente. Y la naturaleza de ese resto también da un tono al ejercicio del discurso, también da un estilo al tipo de trabajo realizado. Tenemos, entonces un discurso que agrega un subsuelo a la estructura pensada en el marco de la discusión de la época sobre el lenguaje. Queda, entonces, una estructura de cuatro lugares: Agente

Trabajo

Verdad

Resto

Los lugares de abajo podríamos llamarlos reprimidos, lo que conecta directamente la reflexión con la tradición freudiana. También podríamos pensar en la estructura del signo saussureano y decir que se trata de dos conjuntos (en sentido vertical), cada uno de ellos separando dos elementos mediante la barra horizontal del signo. Ahora bien, en la usanza de Lacan, esa barra se atraviesa al precio de caer en lo reprimido. Según el esquema, la verdad habla —como diría Freud—, a pesar del sujeto. Hace hablar a alguien, dirigirse a otro, ubicándose de determinada manera frente a la palabra. Y, según el esquema, la operación no permite procesarlo todo y siempre queda un resto que, de otra parte, no es reciclable. Ahora bien, en lugar de sujetos de la consciencia que se comunican, uno en el lugar del agente y otro en el lugar del trabajo (asunto que, dicho sea de paso, ya es más que la idea del hablante y del oyente), tenemos que esos lugares van a estar ocupados por unas categorías muy precisas. Cuatro elementos que ocuparán esos cuatro lugares. En primera instancia, tenemos el lenguaje. Gracias al concepto de significante de la lingüística, Lacan ha llegado a reducir todo el lenguaje a dos letras con subíndices: se trata de significantes enlazados. Así puede esquematizarse el lenguaje: la fórmula de un significante enlazado a otro significante. En Saussure, la ‘S’ mayúscula representa al significante y la ‘s’ minúscula al significado. Para el ginebrino, el signo es una articulación de ambas entidades, de manera que el significado está por encima del significante:

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Significado (s) Significante (S) Pero él mismo había concluido que la lengua es pura forma, que los significantes se desplazan con independencia de los significados, que los procesos que afectan la forma no dependen del significado, según habíamos ya citado: “La lengua no es un mecanismo creado y dispuesto con miras a expresar conceptos. Por el contrario, vemos que el estado resultante del cambio no estaba destinado a señalar las significaciones de que se impregna” (Saussure, 1916, p. 110). Además, formula el concepto de valor, según el cual los significantes se definen por sus relaciones y no por lo que permiten significar, que sería algo posterior. En consecuencia, Lacan no sólo invierte la fórmula: S s sino que para ese entonces hace desaparecer el significado de la fórmula del discurso. Entonces, los lugares del discurso van a ser ocupados, inicialmente por lo que representa esa idea de “la lengua es pura forma”, es decir, por los significantes, en su propiedad de estar mutuamente determinados, de ser instancias diferenciales. Es decir, una cadena. Y lo mínimo de una cadena, son dos eslabones. El lenguaje puede formalizarse, todo él, en una cadena mínima de significantes: S 1 -S 2 . Ahora bien, ya Lacan había relacionado al sujeto del psicoanálisis con esa cadena: el sujeto vaciado por la ciencia, era una especie de cascarón formal, determinado por la cadena significante, casi un significante él mismo, pero parcialmente excluido de dicha cadena. El tercer elemento, entonces, es ese sujeto vaciado —“castrado”, diría Freud—, como efecto de su relación con el lenguaje. Este sujeto barrado (S), dice Lacan, es un efecto del lenguaje: S - S 1 - S 2 . El sujeto hace cadena con los significantes, al punto que el significante viene a ser definido mediante una tautología en la que se ve muy bien que Lacan toma distancia de las concepciones que le dan contenido al sujeto, por un lado, y con aquellas que le dan contenido a la comunicación, por otro. El significante, dirá, es lo que representa a un sujeto ante otro significante. S1 representa a S ante S2. No deja de ser un tanto ambigua la expresión en el punto donde el “otro” puede referirse al significante

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o al sujeto. Ese es el sujeto para esa estructura. Pero tampoco es exactamente la estructura saussureana, pues el S1 no es cualquier significante. Es aquel significante que viene a interpelar la cadena. Es un significante que compromete al sujeto, es “su” significante, el que le da acceso al resto de la cadena. Además, hay algo que la cadena significante excluye y que, por esa razón, se convierte en un punto de atracción: es el objeto que causa el deseo del sujeto. Lacan lo va a representar mediante la letra ‘a’. Es un punto excluido de la cadena en tanto el conjunto de los significantes no se forma incluyéndolo todo, sino justamente al precio de dejar algo por fuera. Lo que se resiste a ser simbolizado es algo que se produce por la existencia de la dimensión simbólica. Ese será el cuarto elemento que, encadenado a los otros en estricto orden, vendrá a ocupar los lugares del discurso: S-S 1 -S 2 -a .

7.4.2 Discurso del amo Cuatro discursos, en consecuencia, son posibles, de acuerdo con el giro que esa cadena haga por los cuatro lugares. El primer discurso que plantea Lacan es el llamado Discurso del Amo: Agente

Trabajo

S1

S2

S

a

Verdad

Resto

En un diálogo con la dialéctica del amo y el esclavo en Hegel, Lacan edifica este discurso. El amo hace trabajar al esclavo, es cierto, pero lo que hace trabajar es una orden, una consigna, un significante que funciona como agente (o, si se quiere, un agente que encarna un significante amo32). En ese lugar no hay saber, hay el anhelo de que las cosas marchen. Y del esclavo lo que se hace funcionar es el saber, su saber-hacer. La educación de los jóvenes en la Grecia antigua, por ejemplo, recaía en los esclavos llamados paidagogos, que es de donde viene la palabra ‘pedagogo’. Se trataba, según indica la etimología, de “conducir al niño”. El esclavo era alguien que sabía cómo enseñar a los niños a conducirse. El saber era algo que se dejaba para el esclavo. Los amos funcionaban en un mundo contemplativo donde se esperaba la acción política; mientras que el mundo de 32 De ahí que, al otro día de dejar el cargo, ya no se tiene por el político el mismo interés, al punto que le es retirada la escolta.

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la labor (el oikos, el hogar) y el mundo del trabajo se dejaba para quienes carecían del estatuto de hombres libres: las mujeres y los esclavos. Las conciencias no pueden más que generar la agresividad, dado que quien otorga el ser (el reconocimiento de la otra conciencia) al mismo tiempo podría quitarlo. De manera que —como dijimos a propósito del fuego (§4.3)— un referente que trasciende la relación entre semejantes hace posible el vínculo, aplacar la agresividad. Ese referente, en el caso de Hegel, es la muerte. Ante ese hecho, que trasciende a cada uno, el amo escoge la muerte y el esclavo escoge la vida. Ya no se dirime el ser de cara al otro, sencillamente, sino de cara al referente trascendental. El amo, sin embargo, tiene como verdad —según vemos en el esquema­— la división subjetiva. Es que verse reconocido por alguien que ha sido reducido a la posición de temer la muerte y escoger la vida, es algo que produce un impase existencial. Qué mejor para un amo que verse reconocido por otro amo… pero esto inmediatamente llamaría a la rivalidad. La manera de detener esa rivalidad, esa oposición de “o tú o yo”, que no puede más que acabar en la muerte de uno de los dos, fue la dialéctica de las conciencias en la que uno decide vivir y deviene esclavo. Es la presencia de lo simbólico lo que hace trascender ese momento de la identificación imaginaria. Además, el amo, que puede disponer de la vida del esclavo, que puede apropiarse de todo lo que produzca, no puede sin embargo, apropiarse del resto producido en la operación; y es el hecho —señala Hegel— de que el esclavo se realiza en sus productos, así sea despojado de ellos. Ahora pasemos a la escuela y su relación con el discurso del amo. Hemos dicho que los objetivos educativos se relacionan con el saber, algo visible claramente en los currículos y planes de estudio. Pero también dijimos que las personas no confluyen allí por un contrato cognitivo, sino por una consigna —por un significante amo S1—: ya tienes la edad, el Estado ordena, debes ser un hombre de bien, etc. La escuela hace todo tipo de requisiciones a todos los que intervienen; y para que funcione, para que haya interlocutores de tales pedidos, es fundamental declarar existente la escuela, declarar que comienzan día tras día las actividades. Y quien toma la palabra para realizar una declaración, se pone en posición de amo. Y los auditores lo invisten también; eso es el ejercicio de un poder. Hace ser, mediante el hacer-hacer a otros. No se declara con intención comunicativa, pues a veces se quiere lo contrario… terreno abonado para un

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lapsus freudiano. La continuidad de la institución hace que las palabras cobren generalmente el estatuto de estereotipo, de consigna: S1. Entonces, todo lo que tiene que ver con el discurso regulativo (los actos de lengua llamados declaración, requisición, compromiso y decisión) es el discurso del amo. Todos saben en la escuela que, independientemente de lo que se diga, la cantaleta es propia de ciertos roles, lugares y momentos. El significante amo manda: no se trata de la persona, sino del lugar, de la consigna (tanto así que cuando el colega asume un cargo, puede vérselo transformado). Y el saber obedece. Se trata del saber obedecer, del saber qué hay que hacer. Ahora bien, si hay que mandar es porque hay algo que no se domina a sí mismo. Dijimos que la educación era imposible. Pero si bien el discurso del amo intenta hacer que el otro haga algo, esa operación tiene un resto. El discurso del amo produce plusvalía, pero también produce alcoholismo, drogadicción, indigencia, basura… Y, en la escuela, produce acciones, pero también produce pereza, resistencia, indisciplina, como hemos visto. Es notable que uno de los objetivos de los estudiantes sea cómo aparentar obediencia y, no obstante, salirse con la suya. Los estudiantes a quienes se administra Ritalina® a la entrada de la escuela, a causa de su supuesta hiperactividad, desfilan triunfantes frente a los “nerds”. Podemos decir, entonces, que en la educación opera todo el tiempo el discurso del amo. Si la educación ha de ser entendida como una articulación, como una tensión permanente, entre un propósito instruccional y unos procedimientos regulativos, es perentorio entender que lo regulativo es un nombre del discurso del amo. Al estudiante se le dice: “Tienes que operar de esta manera”, y eso aplica para el aprendizaje, para el trato con el otro, para la relación con la autoridad, para el juego, para el cuidado de sí, etc. Si se pregunta por qué, no hay más respuesta, por mediada que esté, que aquella que reza: “porque yo lo digo”, que no es más que otra manera de decir que el S1 comanda. Es la única manera de realizar lo que dice Freud: la educación tiene una función fundamental en la moderación de las pulsiones, en la intención de hacerlas pasar por la palabra, por el proyecto colectivo, por el proyecto personal de la superación, de la conquista de las herramientas para abrirse paso en lo social, en el campo del otro social. Las tareas pueden ser formadoras en sentido cognitivo, pero es primordial ordenar hacerlas, es necesario que esa orden signifique algo para aquel que va a hacer el trabajo. Es imperioso detener ciertas acciones del aprendiz. La realización de la pulsión muchas veces no da lugar a esperas, de manera que no se trata de mediar con un saber, con una persuasión que quizá llegue tarde ante la perentoriedad del acto. Es cardinal dar la orden que

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encarna el propósito moral: “¡eso no se hace!”. El discurso del amo ajusta un espacio en el que la instrucción sea posible. Pero como no sabe qué hacer con la heterogeneidad en la escuela, intenta producir una homogenización, para ahora sí dar lugar al saber (evaluación, diagnóstico, condiciones de ingreso y ascenso, etc.); pero entonces deja la singularidad en el lugar del desecho. Por eso decía Freud que gobernar es imposible. Pero si bien esta lógica del Todo (controlarlo todo, que todo funcione bien, anticipar toda posible eventualidad, etc.), lógica de la aspiración del padre, es una lógica inaplicable —de ahí el tema de imposibilidad—, no se trata simplemente de un asunto de exceso de autoritarismo que se solucionaría inyectando un poco de democracia, como se piensa en ciertos ámbitos, como se pensaba en la época en que Lacan establecía sus cuatro discursos. El discurso del amo es un asunto estructural. De ahí que el desvanecimiento del S1, a nombre de la democratización, de los derechos, produzca en la escuela —al contrario de lo que se esperaba— más bien falta de entusiasmo, pérdida de límites, incremento de la agresión, falta de respeto… Hay, por supuesto, otros espacios en la escuela. Hay otros discursos, pero la constitución del dispositivo escolar y su mantenimiento, están ligados al discurso del amo. Los horarios, las tareas, los límites, las responsabilidades, los uniformes, las condiciones a que se someten las relaciones… todo eso está establecido en el S1. La educación hace civil (civiliza) al sujeto, lo regula para que circule socialmente. Pero mientras la policía y la justicia regulan de manera directa, la educación regula de forma indirecta; el problema actual —ya veremos por qué— es que se le pide a la educación una regulación directa de la droga, la violencia, los embarazos de adolescentes, las pandillas… (Tizio, 2002a, p. 11). Y todo a nombre de una “formación integral”. Curiosamente, se divide al hombre en cuerpo y alma para después proponer el ideal educativo de su unión. No debió Descartes haberse tomado el trabajo de hablar de la res extensa y de la res cogitans. Un cuerpo saneado por el sacrificio y la castidad se va al cielo académico, junto con el alma, si ésta se ha consagrado a su vez al estudio. En realidad, esa división, y las subdivisiones subsiguientes que encuentran más y más “dimensiones” del ser, es algo discutible, entre otras porque, en lugar de integrar algo —que es lo que se propone—, producen una visión curricular completamente opuesta: como agregación de partes. Así, por cada dimensión humana, se suele agregar un ámbito de formación o, al menos, una asignatura. Ejemplo: como la agresión insiste, entonces se introduce una dimensión ética de la formación, materializada en ciertos discursos durante las fiestas patrias y en un par de cursos

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a lo largo de la carrera en los que la militancia fundamentalista del maestro impone unas certezas morales en función directa al peso del ideal que representan (de labios para afuera). Entonces, puede afirmarse que el currículo que proviene de tal idea no es integrado, sino agregado, como dice Bernstein (1993); y que la formación dispensada desde tal dispositivo no es integral, sino amontonada. Ahora bien, ¿hay en esto un error que pueda corregirse para, ahora sí, hacer una buena “formación integral”? Tal vez no. El problema está es en el fundamento mismo: aquel que demuestre que es posible manipular a voluntad las dimensiones del ser humano. Pero incluso en la psicología misma hay quienes argumentan que, si hay integración, no la diseñaría el propósito educativo, sino cada sujeto, de manera impredecible y singular (Gardner, 1983). La formación se obtiene buscando otra cosa (Antelo, 2005). “No es queriendo el bien de la gente como se lo alcanza... la mayor parte del tiempo es incluso al revés” (Lacan, 1967, p. 21).

7.4.3 Discurso universitario Lo dicho anteriormente no implica que la única manera de establecer la ley sea mediante el autoritarismo. Es más: el autoritarismo muchas veces no puede instaurar la ley y se encuentra ante la paradoja de producir cada vez más restos (respuesta, resistencia, retaliación) que no puede controlar, que busca controlar con más autoritarismo, lo cual produce nuevos restos… y así sucesivamente. Lo instruccional podría funcionar —y de hecho es así en muchos casos— bajo la égida exclusiva del discurso del amo. Pero también hay un funcionamiento de esa parte de la escuela en la que comanda el saber. Es decir, vamos a tener el saber en posición de agente. En consecuencia, rotarán todos los elementos constitutivos del discurso: Agente

Trabajo

S2

a

S1

S

Verdad

Resto

Vemos que el saber pone a trabajar la dimensión pulsional del sujeto. Es a partir de sus “energías” enfocadas en el estudio (casi que se trata de una frase de maestro) que se va a producir un sujeto: hombre de bien, astrónomo, especialista en… ¡cosas que, se presupone, no era antes! Este discurso en el que comanda

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el saber es el encargado de producir al sujeto que antes no tenía atributos (de pronto tenía carencias y vicios). Ahora bien, se produce en tanto resto: ahora, él no va a poder decir “yo pienso que…”, sino que tendrá que decir: “según tales y tales investigaciones, se puede decir que…”. Durante todo el paso por el dispositivo escolar, la persona no es más que aquello que está “en formación”, lo que se va a producir después; mientras tanto: sacrificio. Por supuesto que sujeto hay desde antes, pero como tal está excluido de la estructura del discurso llamado universitario. Pero quedar considerado como una fuente de energía para producir un egresado es algo insoportable, lo cual queda evidenciado en la obligación de incorporar un “bienestar estudiantil” (sobre todo en ámbitos universitarios). ¿Por qué hacerlo explícito?, ¿acaso los espacios que no pertenecen a esa sección de la institución dispensan ‘malestar’?33. Idéntica pregunta opera para el caso de las “Cajas de Compensación”: compensar, ¿qué?: tener que resarcir al trabajador, indemnizarlo..., es reconocer que se le ha despojado de algo. ¿Por qué habría que brindar un rato de esparcimiento después de la clase, si no fuera porque en ella no se experimenta esa misma sensación? ¿Acaso los estudiantes descansan del juego poniéndose a estudiar? Dice Zuleta (1986b) que, desde la primaria, los escolarizados aprenden rápidamente algo que nadie se propone enseñarles: que la clase es aburridora y el recreo es agradable. Los maestros —más por oficio que por convicción— insistimos todo el tiempo en la cantinela de que el conocimiento es una fiesta, pero no hemos logrado que, a la hora en que finaliza la clase y comienza el descanso, se oiga un lamento; ni que, a la hora en que finaliza el descanso y comienza la clase, se oigan expresiones de júbilo. Lógico: el juego es una realización de la pulsión menos regularizada que la labor cognitiva, que requiere el paso por el deseo. No en vano hemos tenido castigo físico en la escuela: exige un trabajo que se hace, en gran medida, contra la voluntad. La letra con sangre entra. Y si nuevas épocas sutilizan las sanciones, no cambian mucho la condición que impuso —según la época— los castigos físicos. La institución que tiene una oficina de bienestar, también tiene un estatuto estudiantil (da lo mismo si se llama “manual de convivencia”) donde puede verse todo lo que la institución está dispuesta a obligar a hacer (significante amo), y todo lo que calcula que los estudiantes pueden emprender en su contra (los restos). De ahí que parezca un código de policía. 33 Ponderado en un 98%, si hemos de creer en las cifras del presupuesto asignado por ley a bienestar universitario en Colombia, que es del 2%.

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Por eso, a la hora de caracterizar la escuela, maestros y alumnos recurrimos con mucha frecuencia a expresiones que hablan del aprendiz como un objeto: ‘formar’, ‘transformar’, ‘iluminar’, ‘educar’, ‘sacar’, ‘perfil’ (Bustamante, 1997). Con independencia de la intensidad de la ternura de nuestra teoría pedagógica, hay algo del dispositivo que nos mueve a esa perspectiva “en tercera persona” —como dice Louis Not (1989)— en la que el alumno es un objeto para ser transformado, una referencia de las palabras (no un interlocutor): “es por el bien de ellos”. Esto no lo han podido remediar los intentos de introducir nuevas expresiones en las que supuestamente aparece una dimensión dialogante (en “segunda persona”, como también dice Not) del dispositivo escolar: palabras como ‘guiar’, ‘orientar’, permiten iluminar apenas una porción muy limitada de la acción escolar. Por eso, cuando uno se declara constructivista y respeta decididamente las iniciativas de los aprendices, no puede más que regalarles golosinas, jugar todo el tiempo, tolerar las agresiones, el consumo de drogas y una que otra manifestación sexual (según leímos en Freud). La escuela no es eso, pues la idea de enseñanza en segunda persona es en gran medida un eufemismo: damos la palabra cuando lo básico ya está establecido e, incluso, para legitimarlo. Hay algo que supuestamente debe ser enseñado, más allá de lo que quieran los aprendices, más allá de sus intereses; igualmente, hay unas condiciones normativas básicas bajo las cuales la escuela surgió y funciona aún (Saldarriaga, 2000), que no se someten a la decisión de los aprendices, a no ser que se garantice que van a decir lo que nosotros queremos. No en vano, el Ministerio de Educación dice que un “estándar educativo” expresa lo que debe hacerse y lo bien que debe hacerse34. Parece razonable, entonces, ofrecer bienestar con el fin de compensar el malestar producido, en tanto en el fondo sabemos que lo que allí ocurre ni es una fiesta, ni se admite fácilmente (por eso hay que insistir, ahora sí con interpelación: es por tu propio bien). Se trata, en consecuencia, de la defensa del dispositivo, no de una merced asistida por la buena voluntad35. Una prueba de esto, en el caso de la universidad, es el cordón que su funcionamiento produce alrededor del campus. Juan Carlos Indart (2005) retoma la palabra estudiantina para denominarlo. Recordemos que, hacia el siglo XV, la tuna 34

http://www.mineducacion.gov.co/1621/article-87872.html (consultada en 2010-01-18).

Es exactamente lo que ocurrió con el surgimiento del “trabajador social” en el siglo XIX: no apareció sencillamente para promover el cambio, fortalecer al pueblo e incrementar el bienestar de los trabajadores, como dice la Federación Internacional de Trabajadores Sociales (http://www.ifsw.org/, consultada en 2010-0717), sino para impedir que el malestar, causado por la relación laboral, pusiera en peligro la fábrica. 35

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aglutinaba estudiantes que, al no poder costearse su estancia en la universidad, trovaban por fondas y mesones para conseguir algo de dinero y un plato de sopa (los llamaban “sopistas”). De paso, enamoraban doncellas, de lo cual iban dejando prueba agregando una cinta a la capa (algo que aún se acostumbra, con otro sentido). Y es que desde el origen de la universidad, antes de que allí se hablara de la ciencia, ya había quejas en las poblaciones aledañas: los estudiantes traían desorden, fiesta, alteración de horarios y costumbres. Ocho siglos después, el asunto es idéntico: el primer considerando del Decreto presidencial 1194 de 1949, en Colombia, dice “Que son frecuentes las quejas que se vienen presentando sobre celebración de fiestas y agasajos en los establecimientos de educación (…)”; y sus dos primeros artículos prohíben celebrar fiestas y consumir licor en las instituciones educativas. No bien surge una universidad, comienzan a proliferar las ventas lícitas e ilícitas, de objetos lícitos e ilícitos, en dosis personales o colectivas (al por mayor o al detal), conducentes o no al libre desarrollo de la personalidad; se propagan sitios de “esparcimiento” en todas las magnitudes, desde el billar hasta el striptease; muchachos y muchachas comienzan a sufrir alteraciones de sus ciclos. La alcaldía de Bogotá prohíbe el expendio y consumo de licores hasta una distancia de 200 metros (Decreto 556 de 1997) o de dos cuadras (Decreto 921 de 1997) de un centro educativo. Por su parte, los rectores pueden hacer cruzadas morales contra la droga y el sexo… pero tales actos —si son apropiados o no, poco importa aquí— evidencian que no está en juego simplemente un producto de mentes depravadas, de una época mercantilista, o de una pérdida de valores. La insistencia de hechos como los que se comentan señala más bien algo estructural: el discurso universitario —como veníamos diciendo— pone a trabajar la pulsión y produce algo: ‘patriotas’, ‘hombres y mujeres de bien’, ‘sujetos competentes’, ‘profesionales’… o cualquier cosa por el estilo. Pues bien, sujetos en posición de productos, materias primas que se procesan largamente para ser cualificadas, para ser transformadas en algo, es una condición estructural de ese discurso, no un error suyo o un mal funcionamiento. Así entendido, el malestar de ser una cosa, de ser una materia prima que se está transformando en un producto al gusto de otro, se contrarresta con un “bienestar” que se busca por fuera de ese discurso. Y esa exterioridad puede encontrarse simplemente pasando la calle: “La facultad” (frente a la U. Javeriana en Bogotá), “La rectoría” (frente a la UNAB en Bucaramanga), por ejemplo, son nombres de loca-

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les donde se expende bienestar para los estudiantes, que aluden irónicamente a aquello frente a lo cual constituyen una respuesta. Es allí donde el individuo busca —aquí no interesa si feliz o tristemente— el estatuto de sujeto que le ha sido expropiado. Es decir, el “bienestar universitario”, más que una dependencia de la institución, es el esfuerzo —vano— por acotar la exterioridad al discurso, que no obstante lo rige. Cuando el “bienestar” es dispensado desde la lógica del discurso formativo, muchos estudiantes lo entienden como “más de lo mismo”; saben muy bien de qué se trata. Es decir, no van a cambiar el bienestar de la estudiantina —que ellos mismos han creado con su demanda—, por los talleres destinados a capacitarlos en algo, a cantaletearlos o a infantilizarlos. La mayoría no va a trocar aquellos bordes por las actividades deportivas36 destinadas a que se produzca el feliz matrimonio entre una mente sana y un cuerpo sano (si hacen deporte es porque así satisfacen la pulsión). Algunos muerden el anzuelo, claro está, y ahí se origina, por ejemplo, el deporte competitivo en las grandes universidades. Recordemos que la afrenta del sexo, pese a haber sido combatida separando a los hombres de las mujeres (todavía tenemos “residencias femeninas” en ciertas instituciones de educación superior), incluso especializando universidades para hombres y para mujeres, llevó a la creación de ese “bienestar” a través del deporte. Si llegaban extenuados de los entrenamientos, tal vez no tuvieran ánimo sino de descansar37. Esto llegó al extremo de permitir que un excelente jugador (de básquet en Estados Unidos, de fútbol en México) vaya ascendiendo por los peldaños de la profesión, sin aprender mucho, con tal de hacer quedar bien a la universidad en los torneos. En resumen, el bienestar está por fuera de la lógica del discurso universitario; muchos buscan en la zona de distensión que ha sido construida alrededor del claustro e incluso dentro del claustro (como el “Jardín de Freud” en la Universidad Nacional), en la lógica de la exclusión interna, la cual delimita zonas de la universidad por las que “es peligroso pasar”. Y sólo una minoría gravita alrededor de la oficina de bienestar, para ver gracias a qué servicio o a que proyecto puede obtener algún beneficio (que no “bienestar”) personal. Un bienestar curricularizado es una contradicción en los términos: el currículo representa el 36 La ley 30 de 1992 sólo especifica este aspecto: “Las instituciones de Educación Superior garantizarán campos y escenarios deportivos, con el propósito de facilitar el desarrollo de estas actividades en forma permanente” (artículo 119). 37

Es la idea de la concentración deportiva: lugar para no disiparse, para no tener sexo.

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Capítulo VII

ordenamiento, la previsión, el cálculo; mientras que el bienestar que se busca por oposición al currículo sería desorden, contingencia, aventura. Si se quiere el bienestar de un tigre (en un zoológico, por ejemplo), no se le consulta, sino que obramos con base en la validez —por supuesto histórica, variable— de un conocimiento sobre esa especie, más allá del espécimen. Pero con un ser humano, aquello que supuestamente debería producirle bienestar, en la práctica puede no producirlo, y viceversa; es impredecible su respuesta a un estímulo (Chomsky, 1966). Para un fumador, no es vinculante que el tabaco sea nocivo para la salud (según el artículo 17 de la ley 30 de 1986); incluso puede sentir un bienestar adicional en la trasgresión a la prohibición. Si fumar es tan malo, ¿por qué habría que prohibirlo?... “Discernir la dicha posible en ese sentido moderado es un problema de la economía libidinal del individuo. Sobre este punto no existe consejo válido para todos” (Freud, 1929, p. 83). Entonces, cuando se pretende establecer el bienestar del sujeto, se obra de manera autoritaria. Es imposible saber qué quiere realmente un sujeto, nadie puede decirle a otro lo que es bueno. Cuando intentamos determinar el bienestar para otro ser humano, allí no está en juego la validez de un saber (ese saber no existe), sino el autoritarismo de una posición moral. Los cursos de “autoestima”, “uso del tiempo libre”, “sexualidad responsable”… ofrecidos por las divisiones de bienestar, no hablan tanto de la naturaleza humana, como del fundamento moralista (el cual confirman de forma retroactiva) y del propósito estratégico. Llegamos así a la dimensión sintomática del ser humano de la que hemos hablado: la huella digital del ser humano es el síntoma, singular para cada uno, que permite apartarse del promedio, encontrar goce, así éste se produzca en los límites entre el bienestar y el malestar. Ahora bien, recordemos que el significante amo ocupa el lugar de la verdad en el discurso universitario: si bien se obra a nombre del saber, las mezquindades de una consigna autoritaria ocupan el lugar de la verdad: las ganancias económicas, la política educativa, el capricho de un mandatario, por ejemplo. De ahí que Lacan (1967, p. 41) dijera: “Es muy raro que algo que se hace en la Universidad pueda tener consecuencias, puesto que la Universidad está hecha para que el pensamiento nunca tenga consecuencias”. Y es que el saber (S2) que comanda en el discurso universitario no está vivo, es el saber ya producido, puesto en circulación. Y en relación con él hay una actitud de conservación: en la universidad medieval, el maestro tenía que seguir un libro aprobado por las autoridades, escrito por alguien que ocupaba cierta posición. Según cuenta Blecua (1973, p.

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34), en 1587, los alumnos de la Universidad de Salamanca denunciaron a Francisco Sánchez de las Brosas por explicar ciertos problemas gramaticales con sus propios textos y no con los de Antonio de Nebrija (autor de la primera Gramática Castellana), quien era la única referencia autorizada. La universidad “se maneja con cierto espíritu de demora constante” (Miller, 1993, p. 5) y se ha puesto en contra del discurso científico: era aristotélica cuando aparecieron Galileo y Descartes y, más tarde, la Universidad de París, por ejemplo, se convirtió al cartesianismo, pero para rechazar a Newton. Siempre, pues, con un tiempo de retraso en comparación con aquellos que hacían la ciencia y que no estaban para nada en una relación universitaria al saber, sino en una posición de creación. Se puede decir, también, que Descartes, Galileo, Newton, se autorizaban de sí mismos. Ahora estamos acostumbrados a la captura del discurso científico por parte de la Universidad, pero, en realidad, aunque la ciencia creativa tiene a veces un pie en la Universidad, se desarrolla con métodos y con un modo de vida muy distinto al régimen universitario del saber. Todo este régimen, por ejemplo las tesis, la defensa de una tesis, etc., viene de la Edad Media, de una edad pre-científica (pp. 5-6).

Freud escribió un breve texto, “¿Debe enseñarse el psicoanálisis en la universidad?”, donde sostiene que las asociaciones psicoanalíticas aparecieron debido a “la exclusión de que el psicoanálisis ha sido objeto por la universidad” (1918, p. 169). Lo escribió para un proceso de reforma en la enseñanza médica de la Universidad de Budapest, pues entre los estudiantes había interés por incluir el psicoanálisis en el plan de estudios. Afirma que tal inclusión “significaría una satisfacción moral para todo psicoanalista” (Freud, 1918, p. 169), y entendemos que se refiere al resarcimiento del que la disciplina sería objeto, toda vez que estaría pasando de ser considerada como algo indigno de estar en la sociedad, a ser un componente de la formación de los médicos, profesión de la más alta reputación en la época. Sin embargo, tal compensación no tiene valor: Freud agrega enseguida que el psicoanalista puede prescindir de la universidad sin menoscabo alguno para su formación (p. 169): la orientación teórica está en los textos, en las asociaciones psicoanalíticas y en el contacto con sus miembros más antiguos y experimentados. Mientras que la práctica está en el análisis propio y en el control de casos. Y, en lo que a la universidad se refiere, expone el interés de la enseñanza del psicoanálisis (papel de lo psíquico, comprensión de los hechos observados en la psicosis, comprensión de la cultura), pero piensa que tal enseñanza “sólo podrá tener un carácter dogmático crítico” (p. 171).

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Capítulo VII

7.4.4 Discurso de la histérica Este discurso se organiza así: Agente

Trabajo

S

S1

a

S2

Verdad

Resto

Vamos a ejemplificarlo con Sócrates: él actúa como agente del discurso; sin su manera de estar ahí, de preguntar, de poner a trabajar al otro, no tendríamos mayéutica… tendríamos, de pronto, un discurso sofista. Como sabemos, él no es quien trabaja: quien trabaja es su interlocutor, que tiene la posición de un amo frente a lo poquito o mucho que sabe: lo sabe con certeza. Sócrates, en cambio, dice “sólo sé que nada sé”, pero no al estilo de una falsa modestia; esa es exactamente la posición que sostiene el discurso de la histérica. Entonces, Sócrates interroga al amo para que produzca un saber… que finalmente va a estar en posición de resto. Después de horas de discusión sobre la belleza, nuestro filósofo concluye, dirigiéndose a Hipias Mayor: “Las cosas bellas son difíciles”. Todo lo que se ha producido, va a dar al cesto de la basura. Lo único que le importa a Sócrates es haber puesto a trabajar al otro (con lo cual goza, si nos fijamos en aquello que constituye la verdad de su discurso). Esa figura del Sócrates —así sea inventada por Platón— que interroga, que no se aprovecha el error del otro, que documenta las creencias más simples (no es que el otro sea tonto, pues otros, incluso de renombre, han pensado como él), que espera el momento justo para introducir un elemento nuevo… esa es una de las figuras del maestro. Ahora bien, no enseña por hacer un favor, sino que hay algo de su goce comprometido en esa elección (que eso tenga efectos sociales es un “valor agregado”). Tomaré como ejemplo el diálogo sobre el lenguaje —Cratilo—, para mostrar la labor del maestro como estructurada desde el discurso de la histérica: * Deseo de saber. Sócrates ironiza sobre el conocimiento de Pródico: dicta unas charlas que nada dejan qué desear (como el maestro que enseña lo que tiene que enseñar, independiente de los estudiantes que tenga al frente). En lugar de esto, Sócrates se coloca en posición de generar el deseo de saber (el cual será alimentado por el otro, aun en ausencia del profesor); el que ya sepa, no puede desear saber, pues se desea aquello de lo que se carece: si el maestro se muestra sin dudas, entonces está dando a saber que no desea saber.

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La escuela: lazo y contrato

* Claridad. Cratilo se sitúa en posición de quien tiene el conocimiento y Hermógenes, con su actitud, le otorga esa posición. De ahí su semblante de autoridad y superioridad, denunciado por Hermógenes: Cratilo no le responde nada que sea claro. Esforzarse por ser comprensible le quitaría autoridad. En tal sentido, es secundario si la imposibilidad de comprender viene de Hermógenes o de las palabras de Cratilo. Para Sócrates, el conocimiento es accesible a todos, aunque haya diferencias de acceso. Si es conocimiento, debe ser universalmente comunicable; por eso las preguntas de Sócrates apuntan a la claridad de la exposición: si los presupuestos no se establecen en consenso, no habrá claridad. * Poder. Según Hermógenes, Cratilo se burla de él y finge pensar en sí mismo cosas que lo obligarían a ser de su opinión. El sabio lleva en sí tal poder que bastaría con enunciar el saber para forzar (ni siquiera “convencer”) a su interlocutor a abandonar sus ideas. Ello autoriza la burla. Por su parte, Sócrates aproxima al otro a las posibilidades en torno al saber, para que tome una decisión; para él, entonces, el conocimiento libera. Por eso, Hermógenes y Cratilo no son dominados por Sócrates en el curso del diálogo, sino ayudados a comprender sus propios presupuestos e incongruencias. * Posesión del conocimiento. Cratilo se ubica en la certeza; tanto así, que puede entregar el saber si quiere; así como la demostración de Pródico no deja nada que desear. La posición de Hermógenes complementa esto, pues deja intacta la idea de posesión, poniéndose del lado del desposeído: va en busca de Cratilo bajo la certeza de que alguien tiene el conocimiento y, dado el fracaso de su primera tentativa, va en busca de Sócrates. Para Sócrates, en cambio, nadie posee el conocimiento: “Estoy dispuesto a unir mis esfuerzos a los tuyos y a los de Cratilo y a hacer las posibles indagaciones con vosotros (…) examinemos, por lo tanto, juntos (…)”. * Aprender y enseñar. Para los sofistas de Platón, decir la verdad es enseñar y oírla es aprender, de forma automática: “(…) si las hiciera conocer claramente, me obligaría, sin duda, a ser de su opinión, y a hablar como él habla”. Sócrates, en cambio, juzga necesaria la indagación conjunta y el sometimiento de las ideas a una crítica lógica; así, el otro encuentra sus carencias, se produce en él un deseo y, entonces, construye un saber. * Acceso al conocimiento. Para Hermógenes, el conocimiento es un secreto a revelar: “Si pudieses, Sócrates, explicarme el secreto de Cratilo”. Cratilo tiene la

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misma idea, se deja poner en esa posición y la aprovecha. Sócrates se burla de esto: como no pagó la cuota completa exigida por Pródico en sus lecciones, no puede saber sobre los nombres lo que es cierto y lo que no lo es. En realidad, Sócrates cree que el conocimiento es difícil, pero no secreto: “No es fácil ver claro en estas materias [los nombres]”. * Autoridad. Se apela a Sócrates y a Pródico bajo el convencimiento de que la autoridad dirime las dudas conceptuales. Sócrates, en cambio, apela al “esfuerzo común” y a la razón, convencido de que a escala del conocimiento no puede haber autoridad; o sea, el conocimiento es algo que “les ocurre” a los sujeto si mantienen cierto procedimiento (no cierta idea). * Negociación del conocimiento. Si el conocimiento se posee, puede comprarse y venderse. Por eso Pródico vende a 50 dracmas el conocimiento que no deja dudas sobre el asunto de los nombres. Por eso Sócrates hace una ironía: como sólo tenía un dracma, conoce una fracción sobre los nombres, de la misma manera que se puede comprar y vender por fracciones una mercancía discreta. Pero, si el conocimiento no se tiene, si es un proceso colectivo, no se puede negociar. * Conocimiento o retórica. Según Platón, para los sofistas era fundamental convencer, tener elocuencia, más que la consistencia interna de la argumentación; ellos pueden demostrar cualquier cosa, la clave está en la solvencia verbal, en la retórica. La posición de Sócrates es contraria: es imprescindible consultar la lógica de las concepciones; por eso analiza la consistencia de las ideas de Hermógenes y de Cratilo (en la tercera y la cuarta partes del diálogo), sin importar si son verosímiles o si están expuestas convincentemente.

7.4.5 Discurso del analista Agente

Trabajo

a

S

S2

S1

Verdad

Resto

Por último, tenemos el discurso que Lacan llamó “del analista”. Es el único en el que el sujeto trabaja en tanto sujeto (dividido por su pulsión). En los otros, el sujeto trabaja en tanto saber (el esclavo), en tanto pulsión (el universitario) y en

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La escuela: lazo y contrato

tanto amo (de la histérica). Aquí trabaja en tanto dividido, en tanto sujeto de la responsabilidad. Lo que este discurso produce, como desechos, son significantes amo, consignas que han constituido lugares de identificación del sujeto. La posición del agente es la de un semblante del objeto pulsional, es decir, algo que divide al sujeto, que lo impele a producir enunciados. Y la verdad que causa su posición en el discurso es un saber en reserva. Habíamos comentado ya algo al respecto (§1.2.2). El saber en esa posición es el resultado de un proceso donde los significantes amo van perdiendo su valor de consigna y el sujeto aprende algo sobre su propio régimen de goce. Para el discurso del amo (el discurso regulativo en la escuela) no es posible hacer que las cosas funcionen desde lo singular y lo inestable, en un mundo donde nada equivale a otra cosa. Por eso rechaza las soluciones locales y busca equivalencias (mediante la evaluación, por ejemplo, y con ayuda de ciencias como la psicología del desarrollo), universales. A escala del sujeto —hemos dicho—, lo que se presenta es la singularidad, no ser igual a ningún otro. Así, lo que se le presenta a un profesor —un conjunto de estudiantes— es una heterogeneidad múltiple. En el psicoanálisis, también se presenta heterogeneidad, pero como está advertido de esa dimensión del sujeto, y como quiere preservarla, entonces sólo los toma caso por caso. Cada dispositivo tomará este input y lo procesará, de acuerdo con su propia naturaleza: en el caso de la educación, la tendencia del dispositivo es aplicar un operador que podríamos llamar poder de clasificación. En el caso del psicoanálisis, el operador es el deseo del analista (llamamos así a estar ubicado en esa posición, en tanto agente del discurso). Clasificar es una operación que busca trascender las contingencias individuales o coyunturales, para comparar eventos casuales o sensaciones repetidas, mediante la codificación, es decir, la construcción de universales (características de grupo o de época); en otras palabras, producir una equivalencia entre objetos diversos, para obtener una entidad —la clase— que es más general que cualquiera de los objetos particulares que incluye. Precondición para ello es asumir que esos objetos pueden compararse. En tanto decisión convencional, no interesa si los objetos realmente equivalen, sino quién decide tratarlos así y con qué fines. El hecho “estudiantes” se construye (no es un hecho dado, una realidad del positivismo), gracias a lo cual poseen existencia material (no sería un relativismo a ultranza) (Desrosières, 1995).

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Capítulo VII

El output de la escuela es un ser medido, marcado, evaluado. El dispositivo toma heterogeneidad y la convierte en homogeneidad, mediante el operador del poder de clasificación. El sujeto está dividido, pero en el sentido de su inscripción en el lenguaje, subordinado a lo que los significantes puedan decir de él. Cada vez más la operación supone que los participantes son iguales; y por eso aparece el contrato, en el que todo está acordado y lo que no se prohíbe explícitamente no está permitido (cf. §3.2.2). De tal manera, se presupone que la operación no produce restos… por ello, todo el dispositivo se erige en nombre de la eficacia. Se obra bajo la premisa de la existencia de un problema que ha de ser solucionado, mediante la sustitución de la parte “mala” por otra buena: no habría resto y el conjunto se preservaría (cf. §3.2.1). Por su parte, el deseo del analista es un operador que también actúa sobre heterogeneidad. Incluso también inserta los casos en las clases: neurosis, psicosis, perversión. Pero la operación no queda ahí, pues busca producir un aislamiento radical de la heterogeneidad. El output es una heterogeneidad “purificada”, “exacerbada”. El sujeto está dividido, pero por la acción del resto que, en este dispositivo, sí cuenta en el funcionamiento; se opera bajo la égida de la ley (no bajo la del contrato): los participantes no son iguales, y el silencio funciona, en tanto que lo no prohibido, está permitido. La idea del “problema” aquí es estructural: no se trata de reemplazarlo por otra cosa, operación en la que no quedaría resto, sino de no resolverlo —como dice Miller (2003)—: la solución es la no-solución, el callejón sin salida, pero asumido, consentido. Aquí no hay salvadores ante un pánico creado (“Colombia quedó de penúltimo en las evaluaciones internacionales”), sino ética ante un hecho estructural. Hacer eficaz a un sujeto es quitarle el síntoma y permitirle “adaptarse”, es decir, borrarse bajo los significantes amos. El operador del dispositivo analítico produce la inconsistencia del Otro, por la vía de no permitir el nexo entre S1 y S2, que en el otro dispositivo es el bla-bla de los resultados de la evaluación que finalmente poco valen, pues lo que realmente importa es el lazo que se produce, la celebración de un poder. En el dispositivo analítico, si el operador es el deseo del analista, no se eterniza el reenvío de los significantes, y hay un poco de saber en posición de verdad para el sujeto; por su parte, el saber del analista obra en reserva, para preservar la singularidad. Mediante la idea del saber en reserva, este discurso nos permite ver otra propiedad de la escuela. Ser maestro no es obligatoriamente espetar el saber que se tiene, hacerlo explícito delante del otro, entre otras con el fin de someterlo. Hay algo del

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La escuela: lazo y contrato

ser de maestro que tiene que ver con la expectativa de la que ya nos hacía caer en cuenta Freud (§2.1.3): el maestro no lo dice todo, siempre guarda algo, parece esperar la oportunidad para que un saber tenga sentido, gracias a una coyuntura específica, gracias a un interés singular. Ese maestro al que se va a escuchar porque se piensa que siempre tiene algo novedoso para decir, para inventar, es un maestro cuyo saber está —al menos parcialmente— en reserva. Es alguien a quien se quiere recurrir para encontrar claves acerca de una pregunta que inquieta. Aquel que hace pertinente el saber, a condición de saber cuándo habría que exponerlo, en qué medida habría que explicitarlo. La sabiduría atribuida al maestro tiene que ver más con lo que se le imputa que con lo que ha dicho. Si se limitara a lo dicho, no habría que volver sobre él. Si se trata de lo dicho, no habría la dimensión de la enunciación, de la posición frente a lo dicho, que es la que finalmente constituye su estatuto de sujeto enseñante. De otra forma, el maestro habría sido trocado por la radio, por el cine, por la televisión, por la multimedia, por la Internet. Si estos intentos —porque ese sueño totalitario siempre ha estado presente cuando aparece un nuevo medio de transmisión y/o almacenamiento de información— han fracasado es porque la heterogeneidad del salón de clase en realidad es irreductible, así las medidas de homogenización queden satisfechas con el aplanamiento que alcanzan a producir.

Coda La teoría de los Actos de significación devuelve al plano estructural parte del asunto del “uso” del lenguaje. Esto permite describir el dispositivo escolar no en el nivel de los infinitos actos de habla, sino en el de los finitos actos de lengua subyacentes. En la escuela domina la declaración, pues la escuela es un lugar advenido y sostenido por una práctica humana que involucra la interacción. La escuela no es natural, de manera que sólo ciertos momentos históricos la pueden hacer existir y para eso deben declararla. Todo tipo de declaraciones, desde lo macro hasta lo micro, tiene que reproducir a diario el funcionamiento del dispositivo escolar. Una vez existente, el dispositivo marcha al ritmo de la requisición: “hay que...” es una expresión que manejan padres, estudiantes, profesores, funcionarios, gobiernos. La escuela es un lugar donde se nos ordena hacer cosas, independiente del sentido que tengan. Se trata de algo que parece marchar automáticamente.

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Capítulo VII

Este nuevo terreno subjetiva y crea situaciones que son mediadas por la decisión (ante los conflictos generados) y el compromiso (tanto el que la institución misma adquiere al fundar, como el que exige, paradójicamente, a los participantes). Hasta aquí, se trata de un panorama regulativo, condición no específica de los saberes allí aludidos con tanto ruido. Y si bien se hacen, como en las disciplinas, aseveraciones, predicciones e hipótesis, su producción e interpretación también echa mano de mecanismos distintos a los utilizados para generar los saberes. No se trata principalmente de hacer aseveraciones, predicciones e hipótesis en la lógica del saber, sino de repetirlas, de contarlas, de usarlas como ejercicios de clase. Por último, la especificidad del dispositivo rechaza la expresión afectiva, no está hecho para eso, salvo en los primeros años, cuando todavía los roles que da la escuela al sujeto no han sido asumidos. A continuación intentamos esquematizar esta jerarquía:

Declaración

Aseveración

Requisición

Predicción

Compromiso

Hipótesis

Decisión

Expresión afectiva

De todas maneras, en cada caso los involucrados tienen vínculos distintos con los campos del saber y con las gramáticas de la interacción, de manera que estas articulaciones se dan en cada caso de forma particular. Y, a propósito de los discursos, puede afirmarse que el discurso del amo concentra la dimensión regulativa del dispositivo escolar. Sabemos que cuando todo tiende a concentrarse en esta dimensión, la producción de reacciones es desmesurada (los sujetos no se regulan a sí mismos). El dispositivo también es instruccional porque no todo se agota en las consignas de amo. Pero si no puede

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La escuela: lazo y contrato

ser instruccional, entonces convierte los espacios del saber en lugares mediados por la orden. Y ahí es cuando nada funciona y los maestros se quejan de la falta de interés por el saber. La educación realiza un control social, pero con consentimiento del estudiante, por la vía de la relación con el saber (y sabemos que el estudiante puede no consentir y entonces hablamos de “fracaso escolar”); y el saber no se puede imponer. Hoy se pide a la escuela más control social: que frene la drogadicción, las pandillas, los embarazos tempranos… Cuando la escuela se deja llevar por esa dinámica, renuncia a su especificidad. Los objetivos formativos de la escuela son sub-productos de la acción (Antelo, 2005), de manera que sólo constituyen uno de los efectos posibles, no calculables, de la relación con el saber. Así como las conciencias no se aniquilaron mutuamente, dando origen al discurso del amo, gracias al referente que las trascendía a ambas, así mismo la relación es posible en la escuela bajo la mediación del saber. Si esto se pierde, aparece la tensión: la “falta de respeto” por parte los estudiantes, y el odio del maestro a las modalidades de goce de los estudiantes (Tizio, 2002a,12): perseguir el pircing, la altura de la falda, la longitud del cabello, los rasgos de pertenencia a las llamadas “tribus urbanas”. La relación no es entre iguales, ni a escala yo-tú. Se supone que el maestro sabe algo, que no sabe lo mismo que el estudiante; de otra manera, no se justificarían ni el encuentro, ni el sueldo del maestro. Se supone que el discurso del amo ajusta un espacio en el que la instrucción sea posible, pero la renuncia a la relación con el saber —que es un fenómeno social en relación con todo referente simbólico— hace que el campo mismo de la instrucción parezca propio del discurso del amo. Sin embargo, la autoridad no se puede imponer en el saber, se gana si es reconocida por el otro (es una praxis, en el sentido de Arendt [1958, §V]). La autoridad epistémica permite el vínculo educativo, introduce el límite (tanto de lo que no se puede como de lo que sí se puede), da lugar a la autorregulación, pero de manera indirecta. La escuela también funciona a partir de un discurso comandado por el saber. Es la modalidad de explicitación del saber, que reduce al sujeto a ser objeto de la transformación. Y como ese tratamiento es insoportable, el sujeto busca reconstituir lo que le ha sido expropiado mediante exclusiones internas y estudiantinas. Pero el maestro no tiene obligación de hacer desaparecer al sujeto; entonces, el cordón de disipación perdería una importancia proporcional al monto que ahora quedaría en el marco del propio funcionamiento del dispositivo. No se va a eliminar la función de la escuela a expensas del bienestar (la escuela no es un club).

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Capítulo VII

La singularidad no permite abrazar consecuentemente las causas comunes, como la escuela. Es imprescindible hacer causa propia en su seno. Si el estudiante no se interesa en la oferta educativa, nada funciona. “El secreto del vínculo educativo es que el primero que tiene que estar interesado, motivado, causado, es el agente de la educación. Si no es así, por más que tenga el currículo ideal, eso es letra muerta” (Tizio, 2002a, p. 16). Cuando el maestro cree que debe hacer más concesiones para ganarse la aquiescencia del estudiante, menos lo logra, toda vez que su posibilidad de influencia es indirecta. Y, en función del interés por el saber, cada uno encontrará su manera, marcada por su resto indomable… lo que está muy distante de la idea de un bienestar común. En ese sentido, se trataría de un saber vivo, al menos en la medida en que es asumido —y no recitado— por alguien. Una manera como se ve esa posición en el docente es cuando comanda un discurso de la histérica, pues este discurso exhibe un sujeto deseante (en relación con el saber): alguien que encarna el no saber, lo cual es condición de buscar y de hacer buscar (recordemos que la mayéutica socrática era hacer parir al otro el saber), más allá de las certezas iniciales (incluso a costa de ellas), más allá de la dificultad y de las declaraciones de impotencia. Que el saber vaya a dar a la posición de resto es el extremo de este discurso, que tiene manifestación concreta en la educación: a pequeña escala: la idea de que los estudiantes olvidan casi todo después del examen (y habría que pensar qué tanto olvida el maestro después del curso); y, a gran escala: las personas pasan años estudiando cosas en las que después no tendrán interés alguno. O sea, lo importante es una posición frente al saber, no el saber mismo. Y la otra cara del maestro sería aquella en la que algo del saber opera en él, pero en reserva. No es que opere el discurso analítico, como quiso Freud hasta cierto momento… pero algo de esa lógica permite pensar asuntos de la escuela: el maestro como incógnita es muy importante para causar el interés del estudiante. El saber en reserva es una herramienta que permite el aprovechamiento de la oportunidad: no se trata de un saber válido en cualquier momento, sino cuando la pregunta del otro precisa un relanzamiento. Desde esta perspectiva, se preserva algo de la singularidad de los sujetos, aunque de todas maneras se opera en función de un saber que aspira a ser universalmente comunicable y a tener una validez independiente del emisor. No es la escuela un dispositivo donde se tome al estudiante de manera directa (aquí muestran su limitación las ideas de conducir la educación desde el amor), pero sí de manera indirecta, cuando el propósito es que el otro consienta a tener una relación con el saber.

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La escuela: lazo y contrato

La escuela está tensionada entre la homogenización que pide la dimensión regulativa del dispositivo (discurso del amo) y la heterogenización que se produce cuando un maestro no aplasta la diferencia con el saber, sino que: a) produce la diferencia; b) no depone la oferta educativa a nombre de la ternura, el amor, la lúdica, los valores, etc., sino que tiene algo que decir; c) representa, en algún sentido, una incógnita para el otro; d) no introduce una igualdad (que terminará convertida en agresión y rechazo de las formas singulares de goce), sino un referente que trasciende la relación horizontal, incluso un otro (¡la institución y sus formas!) ante quien tramitar los conflictos.

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Capítulo VIII

Psicoanálisis y escuela: relaciones posibles La conexión entre discursos diferentes se da en la medida en que cada uno mantiene su especificidad Hebe Tizio Antes de poner en serie dos recorridos sobre un camino, es conveniente cerciorarse primero de que efectivamente se trata del mismo camino Georges Canguilhem

Entre el psicoanálisis y la escuela hay una serie de intersecciones posibles, pero también de desencuentros.

8.1 Intersecciones Si tomamos al psicoanálisis y a la educación como dos conjuntos, el tema de sus relaciones es el de la intersección entre esos dos conjuntos. Cada uno puede estar, como se ve en la siguiente tabla, en posición de agente en relación con el otro: por ejemplo, el psicoanálisis puede dar un objeto a la educación (una nueva concepción del niño), o la educación puede dar un objeto al psicoanálisis (los malestares que en el seno de la escuela se producen); así mismo, cada uno puede estar en posición de evento o de dativo, en relación con el otro. Comentaremos algunas de estas opciones. Agente

Evento

Objeto

Pacientes

Educar

Psicoanálisis

Psicoanálisis

Re-educar

Pacientes

Psicoanálisis

Educar

Educación

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Dativo

Índice temático

Psicoanálisis

Describe

Educación

Psicoanálisis

Da

Niño

Educación

Educación

Da

Paciente

Psicoanálisis

Psicoanálisis

Se inserta

Educación

Psicoanálisis

Enseña

Psicoanálisis

Educación

Enseña

Psicoanálisis

Psicoanálisis

Psicoanalizar

Educación

8.1.1 Al psicoanálisis lo educan… Las histéricas. A finales del siglo XIX, cuando Freud viaja a París a estudiar la histeria con Charcot en la Salpetrière, estaba en boga la práctica de eliminar los síntomas histéricos mediante órdenes dadas a los pacientes bajo estado hipnótico. Este método comportaba problemas técnicos: de un lado, no todos los pacientes eran hipnotizables, con todos no se lograba el mismo nivel de profundidad en la hipnosis; y, de otro lado, los síntomas que se eliminaban de esta forma solían retornar. Se trataba de una técnica milenaria que, sin embargo, no permitía comprender el resorte de su funcionamiento, ni menos aún las causas de la enfermedad. Luego Freud supo, por intermedio de Joseph Breuer, que bajo estado hipnótico también era posible inducir recuerdos. Así, idearon un método —que llamaron catártico— en el que también se recurría a la hipnosis, pero para que el paciente recordara las vivencias que asociaba a sus afecciones y, con ello, aliviar los síntomas. Buscando cómo abolir la dependencia que este método tenía del poder ejercido sobre el paciente, y recordando un experimento de Hippolyte Bernheim, en el que, a base de insistencia, a un paciente se le hizo recordar lo que había dicho en estado hipnótico, Freud entendió que la hipnosis era prescindible, pues el contenido recordado en el experimento era del mismo tipo de los sucesos normalmente olvidados y cuyo recuerdo aliviaba los síntomas. En la práctica, así concebida desde entonces, sobrevivió un tiempo la presión del terapeuta, la cual cedió su lugar a la asociación libre; entre otras cosas, gracias a la petición de los mismos pacientes. Laplanche y Pontalis (1967, p. 35) dicen que los Estudios sobre la histeria de Freud y Breuer “ponen en evidencia el papel desempeñado por los pacientes en esta evolución”; por ejemplo, ante la insistencia de Freud buscando el origen de un síntoma, una paciente le pide no interrumpirla cuando ella está

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contando algo, so pretexto de preguntarle siempre de dónde proviene tal o cual cosa. Es por esto que Lacan, no sin cierta ironía, dice que al psicoanálisis lo educaron las histéricas. Quienes terminan el análisis. Hoy, en el Campo Freudiano existe una práctica que podríamos asimilar al caso anterior. En 1967, tres años después de fundada la Escuela Freudiana de París, Lacan inventó un dispositivo al que llamó pase (la Escuela sólo lo aprobó hasta 1969); se trata de un procedimiento puesto al servicio de quien decide demostrar, en un marco institucional, que ha terminado su tratamiento. Al final, la persona puede extraer un saber articulado, pues el psicoanálisis no es una experiencia inefable o mística, aunque cada análisis sea único. El mecanismo del pase en las Escuelas de orientación lacaniana busca aprender de los análisis particulares, pues en cada uno hay algo inédito; de ahí que Evans (1996, p. 149) diga: “El pase no tenía que ver con una función clínica, sino con una función docente”. Es decir, cada testimonio del pase educa al psicoanálisis. No obstante, algo hay que saber para poder tener la oportunidad de aprender algo. La ignorancia total —si existiera— no sirve de soporte al aprendizaje; se aprende sobre una base, no somos tabula rasa. En cierta medida, hay una doctrina sobre el final de análisis (por eso se diseña el pase), pero la comunidad psicoanalítica no sabe sobre el final de ese análisis singular sobre el que la persona va a rendir su “testimonio”. De tal manera, un primer tiempo sería: Comunidad analítica

Pasante

Saber – 1

Saber – 2

Si la comunidad psicoanalítica fuera un observatorio de datos clínicos, el efecto retroactivo sería como en la ciencia: a partir de un saber se determinan unos datos y, tras actuar sobre ellos, se verifica el saber de partida, como plantea Colette Soler (1995): Verificación

Saber – 1

Datos

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Pero si la comunidad analítica está dispuesta a que el saber del pasante (saber-2) tenga a posteriori efectos sobre el primer saber, el segundo tiempo varía, pues produce un efecto de metaforización (Lacan, 1957, p. 482), según el cual, el saber-1 pasa bajo la barra del signo:

Pasante Saber – 3 Saber – 1

Comunidad analítica

Saber – 2

En tal caso, la lógica que asiste a la comunidad es del orden del encontrar, no del orden del buscar. Pero aquí hay una particularidad: mientras en la demostración científica la exclusión del sujeto es una requerimiento de la teoría para avanzar, aquí no, pues al final del análisis no sólo está la conclusión, en términos de asunto a demostrar, sino que en ella hay algo de decisión, de acto, ya que se produce el deseo del analista1. Como recuerda Soler (1995), la solución de la cura es matemática, pero con consecuencias en el querer. Se produce algo del orden del saber, pero también algo del orden de la voluntad que no queda excluido. La transferencia se “resuelve” en los dos sentidos de la expresión: como solución (que exige la prueba) y como estar resuelto a, es decir, una re-solución (que presupone la certeza y exige el acto de alguien singular). Ahora bien, la razón científica —esperada en el testimonio hecho usando el soporte del dispositivo del pase—, en tanto universalización, se opone a la decisión, en tanto singularidad. Ante esto se podría hipotetizar lo siguiente: el pase es un dispositivo científico sin exclusión del sujeto (o sea, es una contradicción en los términos). Está en juego la razón, pero “la razón después de Freud”, como dice Lacan (1957); aquella según la cual la pretensión de objetividad de la ciencia, que requiere sacar al sujeto de la operación, oculta una opción y, por eso, la ciencia también es una retórica: “Lo que permanece implícito en la definición de un hecho científico, es el conjunto de los hechos que se excluyeron para hacer aparecer ese hecho” (Soler, 1995, p. 22). Es decir, la ciencia elige no tener en cuenta el hecho llamado sujeto; el psicoanálisis, en cambio, se hará cargo de él, pero tendrá que producirlo. 1

Recordemos que el psicoanalista no se produce en una universidad, sino en un análisis.

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8.1.2 El psicoanálisis “educa” A los pacientes. Con los pacientes bajo hipnosis, cuyos síntomas podían ser inducidos o eliminados, se tuvo la idea del sujeto como alguien “moldeado” por las pulsiones, determinado; en cuyo caso, de ser tratables las pulsiones, el sujeto sería “moldeado” de otra manera. Si hacemos corresponder la idea de moldear a la de educar (en el sentido en que el sujeto producido va a realizar ciertas acciones de determinada manera), entonces el psicoanálisis educaría o, mejor, poseducaría. Por esta época, incluso Freud (1904, p. 253) condiciona la admisión de alguien al tratamiento al hecho de tener cierto grado de cultura, de ser educable. Así, en una época, Freud llama “poseducación” del sujeto al efecto del psicoanálisis: “En términos generales, pueden concebir el tratamiento psicoanalítico como una poseducación (…) para vencer resistencias interiores” (1904, p. 256); “una educación retomada para superar restos infantiles” (1909, p. 44); incluso compara el papel del amor —“el gran pedagogo”, lo llama— en la primera educación y en aquella poseducación brindada por el psicoanálisis (1916a, p. 319); “este trabajo de superación constituye el logro esencial de la cura analítica; el enfermo tiene que consumarlo, y el médico se lo posibilita mediante el auxilio de la sugestión, que opera en el sentido de una educación. Por eso se ha dicho con acierto que el tratamiento psicoanalítico es una suerte de pos-educación” (1916b, p. 411). La idea era que si el psicoanálisis operaba gracias a fuerzas no siempre disponibles a su dominio, sus efectos son como los de una educación que permite al sujeto tomar decisiones; en su caso, parcialmente de forma distinta, pues a futuro el sujeto estará más involucrado en sus actos: lo que le ocurre no le lucirá como “destino” o como “determinación” externa2, sino como el efecto de sus decisiones. Después, Freud mismo objetó esta manera de hablar. En todo caso, poco a poco en el curso de su práctica fue dándose cuenta de que lo que atañe propiamente al sujeto no tiene que ver principalmente con la determinación, sino con la causa, entendida —en el caso de los sujetos— como algo emparentado fuertemente con la contingencia, con la ausencia de determinación. Y fue ahí cuando comentó que la caída de los síntomas no sólo era algo menor (ello vendría por añadidura del tratamiento), sino que ojalá no cayeran tan rápido, para que los Incluso bajo la modalidad de la “complejidad de las circunstancias”, cuya mención sirve, según Žižek (1994, p. 11), “para librarnos de la responsabilidad de actuar”. 2

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pacientes no se perdieran lo fundamental de la experiencia analítica, a saber, “una alteración profunda de la persona” (Freud, 1937a, p. 227; cf. 1924, p. 228). Así, Freud consideró una diferencia entre el análisis terapéutico y el análisis didáctico; esquemáticamente, el primero tendería a tratar los síntomas, mientras que el segundo no curaría al paciente de su demanda de ser analista. Lacan zanjó esta diferencia, planteando que todo análisis es didáctico (aunque no todo análisis conduzca a que haya un analista al final). Ahora bien, para él no se trataba de educación ni de pedagogía, las cuales obrarían a nivel de la consciencia, sino de didáctica: su estatuto se marca más en el terreno de los efectos y lleva al sujeto a tomar decisiones, sin procrastinar bajo el falso expediente de “tener todos los argumentos”, pues el acto (la decisión, por ejemplo) nos desconecta de las razones, nos desconecta del Otro. El acto se realiza en soledad absoluta. A la educación (las maneras de educar). Freud estuvo sometido en los primeros años de su trabajo a un rechazo por parte no sólo de la sociedad, sino incluso de sus colegas. Durante ese lapso, consolidó una labor teórica en las obras sobre lo que Lacan llamó después “formaciones del inconsciente”: los trabajos dedicados al sueño —La interpretación de los sueños (1900)—, al acto fallido —Psicopatología de la vida cotidiana (1901)— y al humor —El chiste y su relación con lo inconsciente (1905)—. En ellos descubrió Freud el lenguaje del inconsciente y la manera de descifrarlo. Después, pareció abrirse también (‘también’, pues nunca abandonó la clínica y su teorización) una posibilidad para el psicoanálisis “aplicado”; una especie de extensión de la disciplina a otros campos y a otros saberes: ciencia del lenguaje, filosofía, biología, psicología, historia de la cultura, ciencia del arte, sociología y pedagogía (Freud, 1913b). Pues bien, para el caso específico de la pedagogía, Freud veía muchas posibilidades, siempre y cuando se transformara gracias a las enseñanzas del psicoanálisis (en relación fundamentalmente con las respuestas que los educadores tienen para con las exteriorizaciones de la especificidad del niño). Incluso llegó a plantear (1910, p. 74) que la mejor manera de producir personas poco capaces intelectualmente era reuniendo en un mismo acto educativo la represión sexual —que termina condenando la investigación— y la educación religiosa —que termina inhibiendo el pensamiento—3. Si, haga lo que haga, el educador intenta sofocar la pulsión, la manera de educar con efectos menos 3 Más adelante, agregará a estas dos la lealtad política: “Desde muy temprana edad pesan sobre el ser humano, además de la inhibición de pensar el tema sexual, la inhibición religiosa y, derivada de ésta, la de la lealtad política” [1927, p. 47).

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dañinos sería aquella que permite pasar del principio del placer al principio de realidad, pero a través de la sublimación. Pero el mismo Freud fue cambiando este punto de vista (cf. §2.1), a favor de una diferencia específica entre los dispositivos pedagógico y psicoanalítico. De tal manera, se puede plantear que de la pretensión de enseñar a educar, pasó a una más modesta de dialogar con los educadores y de ocuparse de los efectos de la escuela, más que de su conducción. Esto que ocurrió con la pedagogía también pasó —y sigue pasando— con los otros campos de “aplicación” que vislumbró, a medida que se fue precisando la especificidad del psicoanálisis, a medida que se fue haciendo evidente el contrasentido de conceptuar sobre asuntos a propósito de los cuales es imposible aplicar la clínica propiamente dicha, que es su razón de ser. Cada vez es menos probable encontrar entre los analistas una esperanza de aplicación amplia del psicoanálisis, entre otras cosas porque la idea de psicoanálisis aplicado ha concentrado su posibilidad en los espacios noespecíficos donde no pierde su especificidad. Eso no elimina la posibilidad de dialogar con quienes se ocupan de campos en relación con los cuales algo del malestar del sujeto se produce. Así, hoy el psicoanálisis no diría cómo educar, por la forma como entiende las especificidades de los dispositivos analítico y educativo. A la educación (la definición del objeto). Aun sin intentar inmiscuirse en la especificidad de la educación, la caracterización que el psicoanálisis hace del niño influye en la educación, en el sentido en que redefine su objeto (el niño), como un efecto de su inserción en la cultura; ¡cuántos términos e ideas que antes eran impensables, y que fueron objeto de la más acérrima crítica, son hoy del dominio público! No hay formación en el campo psi-(área de la salud mental) que no mencione al psicoanálisis, para rendirle homenaje, para tergiversarlo o para despacharlo por la puerta de atrás, pero en todo caso es de obligatoria mención. Antes del psicoanálisis, podemos ubicar grosso modo dos concepciones del niño, que se pueden ilustrar mediante la comparación entre Pulgarcito y Las aventuras de Pinocho. Pulgarcito, en el siglo XVII (aunque es una tradición anterior), es un niño con potencialidad, resuelve sus conflictos con ingenio, y se enfrenta de igual a igual con los adultos, en un contexto donde la escuela no juega papel alguno. En la historia de Perrault, no hay ‘infancia’, ni desde la perspectiva de los mayores, ni desde la de los pequeños. En términos de Piaget (1969, p. 193), los niños tendrían una estructura mental idéntica a la del adulto, aunque funcionalmente fue-

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ran diferentes. Por esto, Philippe Ariès (1960) encontró que, hasta determinado momento, los niños eran pintados como adultos en miniatura. No son iguales a los adultos, por supuesto, pero tampoco habitaban un período especial de adolescencia. Eso permite desplegar ciertas prácticas sociales (dejar a los niños en el bosque, por ejemplo) que, vistas desde hoy, nos parecen “anti-naturales”. Por contraste, Pinocho, a finales del siglo XIX, es un muñeco ingenuo, torpe, ocioso, mentiroso y grosero que, para salir de ese estado, para poder ascender al estatuto de ser humano (niño), debe aceptar una ausencia de iniciativa, tiene que aceptar la falta, internalizar la conciencia y someterse a llenar sus carencias gracias a los buenos oficios de la institución escolar. Es cuando ya la moral va por dentro y, entonces, desaparece la función del grillo y el hada se vuelve madre. Esta historia se escribe ya no solamente para distraer, propósito seguramente pertinente en otra época, sino también con el propósito de educar esa etapa de la vida. Collodi trabaja no sólo en condiciones de existencia de la infancia (reproducida también con ayuda de la “literatura infantil” que él ayuda a crear), sino de una infancia unida a la idea de educar, de formar en la escuela. La infancia es un “invento” (un efecto) más o menos reciente, es un producto de la modernidad; y, así producida, viene a ser aquello de lo que se ocupa la escuela, en dos sentidos: atenderla —el más evidente— y, sobre todo, hacerla existir, inventarla en cada momento. A su vez, en tanto producto, la infancia le da razón de ser a la escuela, la hace existir. Sin una, no hay la otra. Esto contrasta con la percepción inmediata, para la que la infancia sería algo objetivo: está allí, siempre ha sido así y siempre lo será, y se la reconoce bajo las ideas de desvalimiento, carencia, latencia, etc. (el niño concebido bajo la égida del dispositivo escuela, estaba definido como el que adolece, de ahí ‘adolescente’); y, de otro lado, la escuela sería un dispositivo imprescindible, natural y, en consecuencia, eterno. Frente a esta idea del niño inocente (carente de atributos), Freud (1916b) tiene una concepción que escandalizó a académicos y gente del común: Inicialmente [el niño] no muestra asco alguno frente a lo excrementicio, sino que lo aprende poco a poco bajo el imperio de la educación; no atribuye un valor particular frente a la diferencia de los sexos, más bien les imputa a ambos la misma formación genital, dirige sus primeros apetitos sexuales y su curiosidad a los seres más allegados, y a quienes más ama por otras razones: padres, hermanos, personas encargadas de su crianza; por último, muestra lo que vuelve a irrumpir luego en la exaltación de un vínculo amoroso: no sólo espera placer de los órganos sexuales, sino que muchos otros lugares del cuerpo reclaman esa misma sensibilidad, procuran análogas pla-

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centeras y, así, pueden desempeñar el papel de genitales. El niño puede ser llamado, entonces, “perverso polimorfo”; y si no advertimos más que rastros de la práctica de estas mociones en el niño, esto se debe, por una parte, a su menor intensidad por comparación a la que poseen en épocas más tardías de la vida, y, por la otra, a que la educación sofoca en el acto, con energía, todas las exteriorizaciones sexuales del niño (p. 191).

La infancia, entonces, no sería una condición natural, hereditaria, escrita en el código genético; pero tampoco sería meramente un constructo social, en todo contingente, variable totalmente en función de la historia. Las características que asigna a la infancia Freud las considera constitutivas (necesarias) de la formación de un sujeto, pero como efecto de las condiciones bajo las cuales se produce, no como algo que ya viene prefigurado antes de la producción misma (como la idea del árbol agazapado en la semilla) y que no haría más que desarrollarse. Sin embargo, dice Freud, tales manifestaciones del niño se siguen sofocando cuando “teorizamos” el asunto: (…) los adultos se empeñan en no ver un sector de las exteriorizaciones sexuales infantiles y en disfrazar otro mediante una reinterpretación de su naturaleza sexual, hasta que a la postre pueden desconocer el todo. A menudo son estas mismas personas las que primero, en el cuarto de los niños, se enfurecen con todas sus malas costumbres sexuales, y que luego, puestos a su mesa de escribir, son las campeonas de la pureza sexual de esos mismos niños (p. 191).

Como se aprecia, el asunto no es solamente de “ver” los fenómenos, sino de tener la posición que permitiría hacer algo con eso: “se empeñan en no ver”, dice Freud… ¿y por qué se empeñan? Entonces, no se trata solamente de entender sino de ser capaz de asumir. Hemos visto la importancia que Freud le da a la posición del sujeto en estos asuntos. De tal manera, queda interrogada la cuestión de que la investigación comprometería ante todo al sujeto epistémico; otras problemáticas están en juego: por ejemplo, aquello que el sujeto se vería obligado a aceptar para su propia representación. Freud (1916b, p. 20) decía que estamos tentados a considerar como falso aquello que nos causaría displacer aceptar como cierto. De manera que no sólo se trata de la verdad o la falsedad “intrínsecas” al argumento, sino de aquello que éste implica para el sujeto. Con todo, después de un siglo de existencia, es inevitable que la educación caracterice hoy su objeto de trabajo con algunos elementos del psicoanálisis. En este caso, no se trata de decirle a la educación quién es el niño, sino que ella ya lo define mediante una forma ecléctica que contiene elementos del psicoanálisis que

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—por supuesto— se encuentran recontextualizados en la cultura. Por esta razón, podrían hacerse diferencias importantes, pues hay numerosas posiciones frente al niño que dan menor o mayor cabida a ciertas posturas. Por ejemplo, hoy el sentido común acepta de buena gana la idea de sexualidad infantil, asunto que hacía sonrojar a la gente a principios de siglo XX. No obstante, una redefinición del objeto con arreglo al psicoanálisis es muy poco corriente. Podrían citarse casos extremos: de un lado, quienes siguen hablando del niño como un ser que nace inocente y a quien corrompe la sociedad; y, de otro, quienes intentan concebir una educación distinta, en tanto aceptan caracterizar al niño como perverso polimorfo, toda vez que tienen las ideas de “bien” y “mal” como productos sociales inhibidores: es el caso del Laboratorio-hogar de Infancia de Moscú (cf. §5.1.1). A la educación (la descripción del evento). No se trata, en este caso, de decirles a los educadores, sino de describir desde la teoría. En ese sentido, Freud considera imposible la educación (cf. §2.1.4), característica que no impide su práctica, sino que la incentiva, pues es algo que se deduce (Miller, 1988a, p. 91), no como la impotencia, que es algo que se siente (de ahí que, para Freud, el tratamiento analítico sirva para pasar a alguien de la impotencia a la imposibilidad). Ahora bien, ¿por qué considerar imposibles a esas profesiones y, específicamente a la de educar? El aserto de que el lenguaje es la casa del ser (Heidegger, 1947) se convierte en una promesa de consistencia: “vuélcate al lenguaje que aquí —pues lo propone un hablante— estarás en tu casa”. Sin embargo, después, cuando ya no hay marcha atrás, resulta que el sujeto está mortificado justamente por el lenguaje: “Por cosas que le fueron dichas y por cosas imposibles de decir” (Laurent, 2006). Y si la promesa educativa queda subordinada a la promesa simbólica, es decir, si consideramos que la educación se da principalmente en el lenguaje, entonces hay algo de esa promesa educativa que, de entrada, no se puede cumplir. En La biblioteca de Babel, Borges (1944b) muestra magistralmente la razón por la cual es incumplible la promesa simbólica: si todos los libros posibles existen en ese universo en forma de biblioteca, ahí está aquel volumen que justifica la existencia de cada uno, que le da sentido a sus sufrimientos y a sus cuitas; sólo hay que encontrarlo... pero, puestos en ello, ¿cómo distinguirlo de todos aquellos otros libros que tergiversan esa justificación, pues también son libros posibles? De la primera esperanza se pasa a una desesperanza y de ahí a un rencor que se expresará en la destrucción de los textos, de esa ironía tan cruel, de ese laberinto tan pasmoso (pero, ¿qué puede destruir un ser humano, por molesto que esté, de un conjunto infinito?).

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El psicoanálisis explica por qué la promesa simbólica es incumplible. Por ejemplo, si bien la idea de la casa del ser es fértil —en tanto excluye la salida fácil de concebir el lenguaje como un objeto o como una herramienta exterior que el sujeto usaría a voluntad—, sería preciso decir que no es una morada hecha a su propia medida, no a la medida del sujeto (¿pero acaso algo podría serlo?). Entre sujeto y lenguaje no hay armonía, ni siquiera sincronía. Si fuera exactamente la casa del ser, el lenguaje y el ser pertenecerían al mismo registro, o la casa tendría que estar diseñada de cara a los requerimientos de su habitante... pero “no puede hacerse coincidir un orden pluridimensional (lo real) y un orden unidimensional (el lenguaje)” (Barthes, 1978, p. 22). El caso es que sujeto y lenguaje, si bien están ligados en varios puntos, también están distanciados en otros. Hay algo en el sujeto que se resiste a ser simbolizado, a pasar dócilmente por las palabras y por la lógica, por las asignaturas del plan de estudios, por los propósitos educativos. Imposible de entrar a la estructura, lo no simbolizable se establece como su límite. No como una frontera que puede pasarse surtiendo ciertos requisitos, sino como un límite inherente a la estructura misma del lenguaje.

8.1.3 El psicoanálisis se inserta en la educación Es esperable que entre tantas tendencias que se ponen en juego en las consejerías psicológicas en los colegios, el psicoanálisis apareciera de alguna forma: algunos consejeros pueden decir que usan a conveniencia alguna parte del psicoanálisis (algún contenido sobre el tema puede quedar en la respectiva formación profesional), o bien pueden tenerlo como disciplina de trabajo, pues si bien —como hemos explicado— ningún título universitario habilita para el ejercicio del psicoanálisis, algunas universidades lo ofrecen como una de las líneas de formación en psicología, o como tema de formación posgradual. En un caso como ese, tendríamos varios escenarios posibles, con distintos grados de alejamiento o acercamiento a la especificidad del psicoanálisis. Vamos a describir los horizontes de tales escenarios: En primera instancia, en la consejería escolar aparecen estudiantes remitidos por el personal docente y/o por el personal directivo. Entre las muchas razones de tales remisiones, están los comportamientos considerados como no aceptables en la institución, el bajo rendimiento y lo que dicho personal percibe propiamente como “patológico”. La confiabilidad y los límites de tales diagnósticos son muy frágiles, toda vez que está en juego la regulación de un comportamiento en un contexto de colectividades que se juegan posiciones y privilegios. No

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obstante, es notable el crecimiento tanto de la queja por la falta de interés (que produce el bajo rendimiento), como de la queja por la falta de respeto o la falta de límites (que produce las trasgresiones), así como de la queja por el aumento de ciertas “patologías” (por ejemplo: hiperactividad, desórdenes alimenticios, embarazos tempranos, etc.). Ante esto, ¿qué pueden hacer un psicólogo escolar o un consejero escolar orientados por el psicoanálisis? Tal condición, ¿favorece una “aplicación” del psicoanálisis? ¿Cuál sería la especificidad del acto en tales condiciones? * De un lado, no coinciden las nosologías de la escuela (tomada de la vulgata médico-psiquiátrica o psicológica) y del psicoanálisis (tomada de una teoría); no coincide la clasificación de normal/anormal que hace la escuela con lo que piensa el psicoanálisis; y tampoco coinciden las concepciones que una y otro tienen de sujeto, aprendizaje, dificultad, etc. De manera que la persona remitida y sus características no podrían ser tomadas como tales por el consejero, si efectivamente tiene una orientación psicoanalítica. * De otro lado, a un estudiante remitido le falta la condición de la demanda propia para ser escuchado analíticamente. El psicoanálisis no trata personas mandadas por otro, es decir, en calidad de objetos del malestar ajeno y no como portavoces de un malestar propio. Puede que la institución y la época coincidan en que es imperioso tratar al estudiante, pero mientras no sea él quien lo sienta, es imposible. Por supuesto, esto haría imposible hacer análisis con niños, pues no tienen ellos las condiciones ni la información suficiente para solicitar una intervención de ese tipo. En esos casos, el analista trata de producir una demanda propia del sujeto (si no se produce, no lo toma en análisis); ahora bien, producida la demanda, no necesariamente recae en el punto que causa malestar al otro. Y, en segunda instancia, en la consejería psicológica de la escuela también pueden aparecer estudiantes que llegan por su propia cuenta. Cuando no se trata de un expediente para librarse de cierta carga de trabajo, esta solicitud está más próxima a una demanda analítica. No obstante, la consejería es un “derecho” del estudiante, por el hecho de pertenecer a la institución educativa; en otras palabras, no está en posición de perder algo en pos de trabajar a propósito de su malestar (no paga, no trabaja para su análisis, otro le paga, otro lo subsidia), sino que está en posición de ganar algo, de reclamar algo (un derecho). Este es un impedimento, pues no sólo se trata de que un sujeto demande un análisis,

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sino de que, además, sostenga un deseo con su trabajo. Si bien no se puede pedir a toda persona que esté en posibilidad de pagar su análisis, algo debe perder en la operación.

8.1.4 El psicoanálisis se enseña-aprende La formación. Desde que Freud comenzó su trabajo como analista, sabía muy bien que el psicoanálisis sobreviviría si también se volvía causa de otros. Por eso, escribió incansablemente y conformó un seminario en el que enseñaba a personas que serían después sus colegas analistas; incluso empleaba algún tiempo durante los análisis a explicar la teoría a sus pacientes. Cuando el psicoanálisis dejó de ser una actividad casi marginal y perseguida, luego de haber sido invitados Freud y Jung a los Estados Unidos a dictar un conjunto de conferencias sobre psicoanálisis (con las que Freud esperaba “llevar la peste” a dicho país), hubo ya una institución psicoanalítica que se preocupó por el tema de la formación de los futuros analistas. Desde un comienzo, no obstante, fue claro que nadie aprendería psicoanálisis, mejor aún, que nadie ejercería esa profesión sin haberse sometido él mismo, de forma exhaustiva, al dispositivo analítico. Desde que fue objeto de preocupación la transmisión del psicoanálisis, se entendió que esa disciplina se aprende como efecto de un análisis propio, no solamente mediante su conocimiento teórico. La transmisión de un saber —lo que preocupa a la educación— fue crucial para el movimiento psicoanalítico. Freud no se fue a la universidad, sino que creó —junto con sus discípulos— la Asociación Internacional de Psicoanálisis, con institutos de formación en cada país. Una vez institucionalizado, el asunto de la enseñanza y del aprendizaje del psicoanálisis toma un rumbo implicado en el tipo de institución creada, en el tipo de relación que mantenía con el creador del psicoanálisis: Freud vio en su propio campo realizado el lema de que educar es imposible, entre otras porque sus más cercanos colaboradores, “educados” por él, reñían por el poder y la consideración. Desde entonces, la IPA define qué es ser un analista, quién es y quién no lo es; y, para ello, diferencia entre el análisis conducente a una cura y el conducente a un practicante; de igual manera, la institución define quiénes son los enseñantes y cuáles son los saberes dignos de ser enseñados… Como todo esto fuera ajeno a la lógica misma del análisis, Lacan —enseñante de la IPA—, enseña nuevas cosas, con mecanismos propios. Advertido de la especificidad humana y de lo que una institución pone en juego, Lacan crea la Escuela de psicoanálisis a la manera de la clásica escuela griega: un

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lugar animado por el deseo de saber, “aquejado” de un no-saber; donde sus participantes no comparten el rasgo de una profesión, pues Lacan hizo miembros de su Escuela a personas que no practicaban el psicoanálisis, e hizo órgano base de su Escuela a pequeños grupos de estudio cuyos participantes no necesariamente pertenecían a ella. Ante la imposibilidad de formar a los psicoanalistas desde una perspectiva pedagógica, la Escuela busca constituirse en campo que permita sostener el dispositivo analítico, discutir sobre la especificidad de las prácticas que se ofrecen como psicoanalíticas (que quien se autoriza como analista, explique el fundamento de su decisión) y teorizar la práctica ante una comunidad de trabajo. Esta Escuela hereda de Freud la idea de los Institutos que ofrecen formación epistémica a los interesados en la disciplina, pero no desde el conocimiento que cualquiera puede tener de la disciplina, sino desde el conocimiento que personas tocadas en lo más singular por el psicoanálisis pueden tener de la disciplina. La divulgación. Tras abandonar la idea de colonizar todos los terrenos (en cuya búsqueda hubo que ceder en muchos terrenos), el psicoanálisis no obstante corre el riesgo de encerrarse en un oscurantismo que garantice su supuesta “especificidad”. Pese a no considerarse una ciencia (en la medida en que justamente se hace cargo de lo que aquélla desecha), de todas maneras aspira a ser comunicable: no se trata de algo acerca de lo que no se pueda saber y que estaría reservado sólo a unos cuantos “iniciados”. Scilicet, palabra latina que significa “a saber”, fue el nombre que Lacan dio a la revista de la Escuela Freudiana de París. Entonces, es menester divulgar el psicoanálisis —enseñar hacia “afuera”—, labor distinta de la de formar analistas —enseñar hacia “dentro”—. El campo psicoanalítico está dispuesto a dialogar con su época sobre lo que ocurre. Ahora bien, en la divulgación del psicoanálisis nada se le exige al interesado (como en el caso de la formación, donde es imprescindible que se haga un análisis), mientras esté interesado. Las Escuelas lacanianas de psicoanálisis se abren deliberadamente a otras teorías, con la doble idea de aprender de ellas y de incidir sobre ellas. Es conocida la variedad de disciplinas y manifestaciones culturales a las que acudieron tanto Freud como Lacan para hacer su trabajo y producir su teoría. En la divulgación, no obstante, también se abre una puerta por donde la particularidad puede aflojar. Lacan decía que en lugar de llevar la peste a los Estados Unidos cuando fue a hablar de sus investigaciones, Freud había introducido la peste en el psicoanálisis mismo.

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8.2 Desencuentros El psicoanálisis y la educación han vivido relaciones variables: a medida que cada uno se transforma, su posible nexo con el otro se modifica; y, de otro lado, tal relación se da en un contexto histórico específico (susceptible él también de transformarse) que ubica a cada una de esas prácticas en cierto grado de posibilidad de relación con la otra.

8.2.1 Especificidades excluyentes La praxis. El asunto educativo nunca ha sido ajeno al psicoanálisis. Ha aparecido de manera explícita (por un sinnúmero de psicoanalistas, desde muchas perspectivas), pero también es algo que está implícito todo el tiempo, toda vez que en ambos casos está en juego el sujeto, el lenguaje, la relación con el semejante y con el saber… y también la producción y el tratamiento del malestar. Durante toda su obra, Freud se refirió a la educación —aunque declaró que nunca dedicó al tema un estudio específico—, pero nunca pensó que ella pudiera infligirle cambios al psicoanálisis: no se trata de un campo de producción simbólica (una disciplina teórica, por ejemplo), sino de un espacio donde, a propósito del saber, se produce una forma específica de vínculo que, no obstante, tiene efectos en direcciones que no aparecen en los objetivos explícitos del dispositivo. Freud se autorizó a hablar de educación porque en su clínica escuchó la resonancia de la mojigatería frente a la sexualidad, de la educación autoritaria y de la idealización. Pero, en el psicoanálisis: * no se trata de hacer un bien —como pretende la educación—; si el sujeto lo decide, por el contrario se trata de encontrar qué busca realmente, lo que en principio difiere de un supuesto bien común; * no se trata de exhortar o aconsejar al otro —como hace y requiere la educación—; si el sujeto lo decide, más bien se trata de hallar los enunciados que funcionan en calidad de consignas para un sujeto, de que pierdan ese valor al cual dedica su existencia; * no se trata de seguir un ejemplo —como pretende y requiere la educación—; si el sujeto lo decide, más bien se trata de no continuar por la serie de las identificaciones, camino de repetición que, en últimas, no requiere de la especificidad de cada uno;

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* no se trata de aplicarse estoicamente a estudiar algo que se ignora —como busca y requiere la educación—; si el sujeto lo decide, más bien se trata de ubicar el papel que el saber ha tenido en relación con su verdad y de dejarlo caer en tanto no fundamente esa verdad; * no se trata de homogenizar a las personas —como pretende y requiere la educación—; si el sujeto lo decide, más bien se trata de construir lo que tiene de irreductible su singularidad, aquello que no lo hace homogéneo a los demás. Objeto/desecho. El objeto del psicoanálisis, el malestar del sujeto, es justamente el desecho de la educación. Es curioso que la universidad se haya visto impelida a constituir una “oficina de bienestar”… como si se reconociera que lo producido en el resto de espacios fuera el malestar. La supervivencia. La escuela es un dispositivo que sobrevive desde la expectativa de lo social; y como sus características fueron posibles bajo ciertas articulaciones de lo social que están cambiando, tal vez ya esté cediendo terreno a otros dispositivos (Narodowski, 1994). El psicoanálisis, en cambio, sólo sobrevive si hay quien haga causa con él: sin analista que escuche, desaparecerá, ante el influjo material del fuego —los nazis quemaban la obra de Freud, ya que no alcanzaron a quemarlo a él—; ante la dinámica interior que lo vuelva una teoría que lo explica todo o que sirve para hacer interesantes comentarios filosóficos (por ejemplo, Habermas le da al psicoanálisis el honroso papel de ser una “ciencia emancipatoria”), o para dar útiles consejos de crianza4; o ante la lectura adaptativa que lo reduce a una más de las “teorías del desarrollo del niño”; o ante la fuerza de la droga —psiquiátrica o de mercado negro—, el new age, la Internet, etc. Si bien los efectos del psicoanálisis no se borran sencillamente con una objeción teórica, su decadencia, a la hora de establecer esa nueva razón que tiene lugar desde Freud, es una operación que, en mucho, es ejercida desde el interior mismo de la comunidad analítica. Sólo el restablecimiento constante de los efectos de su clínica puede posicionar sus conceptos de cara a las teorías, de cara a las instituciones (como la educativa). En consecuencia, * si bien se interroga por el papel de quien hace clínica psicoanalítica y también se desempeña en la institución educativa, no es de su especificidad —como sí lo es de la educación— colonizar los cargos que en el dispositivo educativo 4 Françoise Dolto llegó a tener en Francia un programa radial en el que aconsejaba en relación con todos los temas de la crianza. Actualmente se venden 3 CD con los programas radiales, bajo el título de Lorsque l’enfant paraît. Integrale de l’anthologie radiophonique.

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están hechos para tratar el malestar (con sus profesionales en consejería, psicología, etc.)… la idea de “hacerlo mejor” sería ignorar que se trata de un espacio generado por el mismo dispositivo educativo, en una perspectiva que no interpela al sujeto de la responsabilidad que interesa al psicoanálisis; * si bien preferiría que la recontextualización del saber, propia del dispositivo escolar, no ahogara la disciplina, no es de su especificidad —como sí lo es de la educación— diseñar currículos… la idea de dar a los estudiantes “mejores versiones” de la clínica psicoanalítica y de su teoría sería pasar por alto que no se trata tanto de un asunto de enunciados, como de un asunto de enunciación; * si bien se interesa por ganar un espacio para la disciplina frente a los saberes de la época, no es de su especificidad —como sí lo es de la educación— determinar el peso de las asignaturas en ciertas carreras sociales o humanísticas… la idea de “garantizar” la puesta en circulación de ese saber como cualquier otro ignora que no se trata principalmente de una falta de divulgación, sino de un efecto estructural5 de rechazo al discurso analítico; * si bien le interesa la formación de analistas, no es de su especificidad —como sí lo es de la educación— contribuir a formar profesionales relacionados con la salud mental (psicólogos, psiquiatras)… la idea de “formar mejor” olvidaría que la formación de un analista es principalmente un efecto sobre el sujeto (que se produce únicamente en el dispositivo analítico) y no la acumulación de requisitos externos (que es la modalidad del dispositivo escolar).

8.2.2 Cercanías por desplazamientos En un sentido, la educación se acerca al psicoanálisis cuando el contexto social se muestra un tanto reflexivo y escéptico frente al “progreso”, frente al ideal, y da lugar a una educación menos insensible a los casos. De tal manera, grandes cambios sociales han acercado estas prácticas. Por ejemplo, la revolución rusa hizo pensar en una educación de estirpe psicoanalítica (§5.1.1). Posteriormente, en épocas en las que propósitos parecidos en otros países se realizaron, la idea renació. Nombres como el de Wilhelm Reich o nociones como “freudomarxismo” El apasionamiento y el desprecio por la lógica que se manifestaron contra el psicoanálisis “deja colegir que se han puesto en movimiento resistencias que no son las meramente intelectuales, que se despertaron fuertes poderes afectivos” (Freud, 1924, p. 231), en tanto “el contenido de la doctrina hería intensos sentimientos de la humanidad” (p. 234). 5

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están unidos a ella. No obstante, experiencias como éstas no duraron mucho. Por varias razones, el psicoanálisis no es simpático para ningún régimen6: no se pone del lado del Amo (independientemente de la filiación de éste), discrepa de toda pretensión de enunciar cuál es el bien para todos y requiere un régimen donde sea posible pedirle cuentas al sujeto por los efectos de sus actos. En sentido inverso, el psicoanálisis se acerca a la especificidad de la educación cuando se relaja su clínica, cuando se desarrollan en su seno propósitos como el de beneficiar, o el de acelerar los análisis para responder a la prisa del momento7. La relación se ve animada por el espíritu de la época, por el aumento de la velocidad, por el aprovechamiento del tiempo… pero al precio de que se desdibuje el sentido del psicoanálisis. Por eso vemos analistas puestos al servicio de una “profilaxis analítica” (Dolto): velar por niños deseados, por individuos más democráticos, por una disminución de la violencia, por la reparación a las víctimas, etc., propósitos que tienen un sentido en lo social, pero que no pueden ser perseguidos desde la especificidad del dispositivo analítico. Es decir, los deslizamientos se dan por razones de estructura (Tizio, 2002a, p. 9). En resumen, no hay identidad de propósitos ni coincidencia de funciones entre psicoanálisis y educación. Más bien se trata de una ausencia de relación constitutiva, pero de la presencia de ambos dispositivos en una sociedad, asunto que obliga a que se ubiquen uno en relación con el otro —en alguna heterogénea medida—, lo que pone en juego la posible relajación de las especificidades y los movimientos de uno hacia otro. Ciertas condiciones pueden haber hecho creer, de un lado y/o del otro, que dicha relación es natural o es necesaria; en realidad, se muestra como una relación contingente: el paso del tiempo permite ver cómo la relación ha suscitado entusiasmos que luego han decrecido e, incluso, desaparecido; los objetivos que desde cada lado involucran la otra práctica, o bien no se pueden cumplir, o bien se cumplen a medias. Dicho de otra manera, la relación en mención siempre deja un resto; siempre hubo algo que se quedó por fuera de los cálculos, tal vez porque 6 Otra cosa son las instituciones de analistas, que no necesariamente, ni todo el tiempo, van en el sentido de la especificidad del discurso psicoanalítico. 7 En referencia a la propuesta de Otto Rank de ahorrarse el análisis mediante el tratamiento del “trauma del nacimiento”, Freud (1937a, p. 219) dice que se trataba de algo ”concebido bajo el influjo de la oposición entre la miseria europea de posguerra y la ‘prosperity’ norteamericana, y estaba destinado a acompasar el tempo de la terapia analítica a la prisa de la vida norteamericana”.

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cada una obedece a condiciones distintas: * Es difícil determinar los objetivos de la educación, pues lo que dice proponerse en ocasiones dista mucho de sus efectos; pero, en todo caso, siempre busca “transmitir” un saber (independientemente del estatuto de ese saber, de su especificidad y de los mecanismos utilizados, tanto para hacerlo verosímil como para transmitirlo). En cambio, el psicoanálisis no adviene para cumplir una función social, sino para hacerse cargo de la expulsión del sujeto operada por la ciencia (a partir de Descartes). La educación es un dispositivo de la sociedad, en cambio el psicoanálisis es una práctica que sólo podría calificarse de “social” bajo el riesgo de cometer ciertos abusos; más bien cumple un trabajo anti-social, al poner en crisis, sujeto por sujeto, enunciados que, supuestamente producen la cohesión social y que, en realidad, forman parte de aquello con lo que el sujeto carga y, a la vez, lo martiriza. Por supuesto que el resultado de un análisis no es un ermitaño (al menos no en todos los casos). Cuando ese efecto de caída de los ideales se produce, el sujeto puede inventar un lazo con el otro, lazo inédito en la medida en que es aquel que le viene al sujeto, soportado no sobre la confianza ni sobre la desconfianza en el otro, sino sobre la base de estar advertido de lo posible con el otro, toda vez que algo conoce de su propia especificidad: Tratad a cada uno como se merece y, ¿quién escapa al látigo? (Hamlet, Escena II, acto II). Se trata de un tránsito entre estar alienado en el otro y estar abonado8 al otro. * La estructura de la educación resiste los cambios sociales: a la escuela la han sorprendido nada menos que la aparición de la radio, el cine, la televisión, el computador, la multimedia, la Internet… y no se ha transformado la estructura del dispositivo; mientras que el psicoanálisis es él mismo posible en el marco del cambio social que operó el paso de las ciencias a La Ciencia cartesiana (de manera que, si algo de este orden ocurriera, podría desaparecer; por ejemplo, si se impusiera una sociedad fundamentalista, no habría psicoanálisis). A escala estructural, la educación es siempre la misma (combina los mismos elementos); aunque las nuevas combinaciones produzcan efectos “superficiales” ilimitados, aunque las anécdotas de cada época tengan diferencias importantes. Por el contrario, el psicoanálisis es un tanto refractario al régimen de esos cambios, toda vez que lee la dimensión estructural de los dichos del paciente, en tanto entiende que éstos son una versión —amañada 8 Es como estar suscrito a una publicación: no estás obligado a leerla, puedes elegir lo que te guste y, cuando lo decidas, no renuevas tu suscripción.

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por el sujeto— de los dichos de la época; en ese panorama, lo importante es esa torsión que imprime el analizante, torsión que se repite en cada “percepción”, en cada “aprehensión”, en cada “juicio”. La práctica clínica va construyendo su teoría con un rigor abductivo sensible a las transformaciones de la época —en tanto referente imprescindible—, pero más sensible aún al índice de “enrarecimiento” que el sujeto introduce con sus dichos al hablar de la época, índice que expresa su singularidad. * Por la otra cara de la moneda, la superficie de la educación —no su estructura— es maleable al vaivén de lo social. Se la acusa de estar de espaldas a la realidad, pero siente como gran desafío cada innovación tecnológica (siempre en función de reproducir cierta selección del saber que crea la cultura) y se pronuncia, bien para protestar por las lógica que traía, o bien para pedir que se introdujera como parte de los medios para llevar a cabo el acto educativo. En cambio, el psicoanálisis no se siente desafiado en la misma medida por los avances sociales: pese a que —supuestamente— se producen cada vez más los medios para satisfacer las necesidades, para la conexión entre los sujetos… el psicoanálisis sabe que el malestar no disminuye, aunque cambie de manifestación, justamente a causa de esos cambios sociales. Antes de la Segunda Guerra Mundial, Freud entendió que el aumento de la velocidad no incidía sobre la temporalidad propia del impase existencial. Los cambios en el psicoanálisis se han producido en asocio con algo que muestra una cara hacia la variación social, pero que reposa sobre la estructura, menos variable. El psicoanálisis no es servil al “progreso”; día a día comprueba que, para encontrarle sinsabor a la vida, sirve cualquier historia. Alguien podría mostrar que Freud estaba ligado a la ciencia decimonónica; que Lacan estaba ligado al estructuralismo, a la filosofía y a la topología. Toda obra pertenece a su tiempo, claro está; pero en este caso no se trata de “estar al tanto”, sino de una clínica que cada vez tiene que oír nuevas anécdotas, pues, más que las obras, las historias de los sujetos pertenecen a su tiempo. El psicoanálisis se mueve como Freud por su Roma ideal en la que todas las épocas conviven: el Complejo de Edipo es una lectura freudiana de Sófocles; el agalma es una lectura lacaniana de Platón... Referencias que no son de moda. En el psicoanálisis, el tiempo no se acelera con los avances de la tecnología, sino que es pancrónico (Freud), retroactivo (Lacan), lógico (Lacan). De ahí que, en la clínica, el tiempo no transcurra de la misma manera para todos; allí no se

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sabe de antemano qué es y qué no es de provecho para una persona, allí “el bien de todos” muchas veces se muestra como el nombre de una feroz exclusión de la singularidad. Tenemos, entonces, prácticas con especificidad, historicidad y propósitos distintos. Sus acercamientos pueden pensarse no sólo en función de la utilidad susceptible de ser obtenida por cada una de ellas, gracias a recorrer juntas un tramo, sino sobre todo en términos de cómo la interpretación momentánea que se tenga de la especificidad de la una permite el acercamiento a la otra.

8.2.3 Momentos específicos La educación está unida al proyecto humano; la escuela es allí uno de los dispositivos posibles para hacerlo posible (según algunos, desde el siglo XVII). Por su parte, el psicoanálisis no podía haber existido en cualquier momento. El momento de la educación. Como vimos (§6.2.2), unas pocas especies aprenden. Y de entre todas éstas, una sola depende solamente del aprendizaje, pues el mundo al que responde es su propia invención; un aprendizaje que no depende de la imagen del mundo que la especie posibilita, sino de la que hace posible un lenguaje volcado sobre sí mismo, que espeja en todo esa propiedad autorreferencial. Además, esa especie es la única que enseña, pues todo lo que un humano encuentra al nacer no sólo es nuevo, sino que no tendría manera de entenderlo si no se le enseñara. El tiempo de la educación es paralelo al tiempo de la humanidad. El momento del psicoanálisis. Por su parte, el psicoanálisis —que apenas sobrepasa el siglo— no podía haber aparecido sino después de ciertas condiciones. Freud (1917, p. 131) intenta decir algo al respecto con su idea de las afrentas al narcisismo universal; en ese contexto, el psicoanálisis sería un golpe al último reducto del amor propio de la humanidad. O sea, sólo a condición de que se hubieran producido las otras dos reducciones, el psicoanálisis hizo posible incomodar al hombre en la posición que asume frente a sí mismo. Veámoslo: De un lado, la Tierra en el centro había sido una evidencia que dejaba bien parado al hombre: todo —Sol, Luna, planetas, cometas y estrellas— giraba a su alrededor. Los nombres de los astros fueron los de los dioses9; los dioses giraban a nuestro alrededor, éramos especiales en el cosmos. Las constelacio9 El segundo punto brillante que no titila en el cielo fue llamado Marduck por los babilonios, Odín por los nórdicos, Zeus por los griegos, Júpiter por los romanos.

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nes tenían que ver con las cosas más humanas que podamos imaginar10; por su parte, los planetas describían un movimiento retrógrado que retó a los grandes pensadores; la teoría de Ptolomeo estuvo vigente hasta el siglo XVI. El hombre se contemplaba a sí mismo con satisfacción, por estar en el centro: “la posición central de la Tierra era para él una garantía de su papel dominante en el universo y le parecía que armonizaba bien con su inclinación a sentirse el amo de este mundo”, dice Freud (1917, p. 132). Esta ilusión narcisista fue golpeada por Copérnico11. Otros ya habían objetado el papel central de la Tierra, pero cuando esta idea “halló universal reconocimiento, el amor propio de los seres humanos experimentó su primera afrenta: la cosmológica” (p. 132). El golpe fue tal, que las estrellas enmudecieron: ya no hablan del pasado y del futuro, ya no rigen los destinos. Ahora tienen ciclos regidos por la gravedad. Su elocuencia se reduce a una fórmula. Aunque habría que pensar si el verdadero corte cosmológico no fue más bien el de Kepler, quien —a pesar suyo, valga decirlo— desplazó la idea de centro que Copérnico no tocó, como se ve en su Revolutionibus Orbium Coelestium, en el que el sistema celeste está organizado en círculos concéntricos. Desalojado de allí, el hombre movió sus afectos —pues éstos no se aniquilan, sino que se desplazan— a otra manera de ubicarse en un lugar privilegiado, que ya venía funcionando de manera paralela: el trono del rey de las especies. Descender de los dioses o haber sido creados a su imagen y semejanza, es decir, diferentes de los animales, que serían especies inferiores, bestias... también nos dejaba bien parados. Cuando los animales aparecen próximos al hombre (como en los mitos y en las fábulas, desde Esopo hasta la National Geographic) es para moralizar o para mostrar un universo antropomorfo. No sólo el hombre dominó a los animales, sino que además “interpuso un abismo entre ellos y su propio ser. Los declaró carentes de razón y se atribuyó a sí mismo un alma inmortal, pretendiendo un elevado linaje divino que le permitió desgarrar su lazo de comunidad con el mundo animal” (p. 132). Pero Darwin encontró que no hay solución de continuidad entre las formas vivas, las cuales, además, se transforman con el tiempo. “El hombre no es nada diverso del animal, no es mejor que él; ha surgido del reino animal y es pariente próximo de algunas especies, más lejano de otras El nombre de la constelación de Orión, por ejemplo, viene del ejercicio de tener un hijo mediante orines. De otra parte, el mismo grupo de estrellas se llama, de acuerdo con la cultura que eleve la mirada, El gran cucharón, el Arado, el Burócrata Celeste, el Carro, la Osa Mayor (Sagan, 1980, pp. 46-47). 10

11 Eso no quiere decir que tal posición no pueda retornar de alguna forma: según una propuesta científica actual (Soter, 2007, p. 26), la proporción de la masa de un cuerpo que orbite el Sol, en relación con la restante masa de su mismo espacio orbital es determinante para definirlo como planeta. Pues bien, el que tiene mayor proporción es la Tierra, no obstante ser aproximadamente 300 veces más pequeña que Júpiter.

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(…) Esta es la segunda afrenta, la biológica, al narcisismo humano” (pp. 132-133). De nuevo, esto nos sacaba, tanto de la posición privilegiada al momento de ser creados, como de la forma estática que venía a confirmar los buenos planes que se tenían para nosotros desde el comienzo. Nietzsche (1873, p. 41) lo plantea de manera jocosa: “Si pudiéramos comunicarnos con un mosquito, llegaríamos a saber que también navega por el aire con ese pathos y siente que en él se halla el centro volante de este mundo”. Freud necesita las “afrentas al narcisismo humano”, propinadas por la investigación científica, de un lado, para explicar las resistencias sociales contra el psicoanálisis; y, de otro, para ponderar no la acumulación de conocimiento, sino lo que va quedando después de ellas. Lo que aporta Copérnico no lo toma tanto del lado del saber, como del lado del descentramiento del sujeto, que le quita un lugar de enunciación (un lugar desde dónde describir el mundo, desde dónde describirse a sí mismo); de igual forma en relación con Darwin: lo que representa como otra capa que cae del sujeto. Con estas afrentas, Freud ilustra nuestro progresivo descentramiento, para ubicar su trabajo no en un lugar donde el sujeto ganaría una consistencia (más saber, esta vez a propósito de sí mismo), sino donde la perdería definitivamente. La metáfora de la afrenta muestra que no hay “naturaleza humana”, que sólo nos queda la alternativa de asumir la contingencia. Así, tras la segunda afrenta al narcisismo, el hombre se refugió en otro lugar (que también venía ya funcionando de manera paralela): él mismo; es decir, el hombre como amo y señor de lo que piensa, como autoconciencia, como voluntad. “El hombre, aunque degradado ahí afuera, se siente soberano en su propia alma”, dice Freud (1917, p. 133), pero le vaticina una caída a ese reducto: aquella que lo saque de esa posición de privilegio. “En realidad —dice Nietzsche (1873, p. 42)—, ¡qué sabe de sí mismo el hombre! (…) ¡Acaso no le oculta la naturaleza la mayor parte de las cosas, incluso sobre su propio cuerpo, para así, al margen de las circunvoluciones de los intestinos, del rápido flujo de las corrientes sanguínea y de los intrincados estremecimientos de sus fibras, recluirle y encerrarle en una conciencia orgullosa y embaucadora!”. Pero, a diferencia de Nietzsche, quien espera que después de la tercera afrenta, nada quede, Freud trabaja en una última afrenta al narcisismo humano que baje del trono al “yo”, pero para que quede algo: el sujeto de la responsabilidad. Su trabajo intenta darle un lugar al hecho de que El yo se siente incómodo, tropieza con límites a su poder en su propia casa, el alma. De pronto afloran pensamientos que no se sabe de dónde vienen; tampoco se puede

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hacer nada para expulsarlos. Y estos huéspedes extraños hasta parecen más poderosos que los sometidos al yo; resisten todos los ya acreditados recursos de la voluntad, permanecen impertérritos ante la refutación lógica, indiferentes al mentís de la realidad. O sobrevienen impulsos como si fueran de alguien ajeno, de suerte que el yo los desmiente, pese a lo cual no puede menos que temerlos y adoptar medidas preventivas contra ellos (1917, p. 133).

El resultado es nuestra huella digital: el síntoma, pues nuestra singularidad no se puede realizar en la teoría o en la bondad, lugares donde, por el contrario, debemos diluirnos en la gramática de la disciplina (si hay acierto, es del método; si hay falla, es del sujeto) o en el imperativo moral, iguales para todos los que operan bajo su égida. La idea de apartar la atención de sí y dirigirla a una generalidad, no es más que el imperativo (categórico, si se quiere) de la “conciencia moral” —en términos de Freud—, que no hace más que generar la culpa12. El psicoanálisis erige el inconsciente, pero no para dejarlo en el centro... no se trata de una humanidad creada, ni de una especie con una misión en el universo; está arrojada ahí —no “puesta” como otros seres vivientes que no se enteran de que están vivos—, cosa que la hace infeliz, delicada, efímera. Y el conocimiento es un recurso de esa especie para conservarse un minuto en la existencia. Tiene que inventar el sentido de su vida que, en consecuencia, no podrá ser sino trágico. Contra la tercera ilusión, tenemos al menos dos tratamientos: aquellos que equiparan manifestaciones no iguales y, en consecuencia, los casos vendrían a ser realizaciones imperfectas del prototipo (como en la escuela). Y el tratamiento que se pregunta en cada caso “Cómo ha llegado a ser este X y no otro”; Freud —la clínica psicoanalítica— no es el único que se hace esa pregunta, pero es el que se la hace de la manera que me gusta: no busca una “cualidad esencial” a defender, encuentra una serie numerosa de desemejanzas y exacerba la singularidad. El hombre rompe con lo inmediato y lo natural en virtud de que habla. Desde hace un siglo, para el psicoanálisis el hombre “no es por naturaleza lo que debe ser”. Pero no por ello necesita formación, sino más bien una inmersión en el campo del otro... ¿No es acaso la formación lo que ya hace que el hombre no sea “lo que debe ser”? En otras palabras, aquel al que se le asigna la necesidad de formación ya tiene sobre sí unas características que renunciamos a explicar (a no ser que el presupuesto sea que esa es la naturaleza humana, que eso viene en los genes, pero hay maneras de mostrar la precariedad de ese presupuesto). La idea 12 Véanse, los siguientes casos analizados por Freud: la idea del superyó en El malestar en la cultura (1930); el análisis de la epilepsia en Los hermanos Karamasov (1928); la idea de “delinquir por conciencia de culpa” (1916).

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de inmersión en el campo del otro —la educación— es hacerse a las costumbres e instituciones de su pueblo, la adquisición de un capital cultural, de unas “costumbres”... y se trata de un evento constante. Mientras que el primero lo llamo formación: es la “superación de la naturalidad”, un evento puntual.

Coda El psicoanálisis… fue educado por las histéricas y es educado por cada testimonio del pase; poseduca a quien es educable, para que tome sus decisiones; enseña a la educación las maneras como trata al niño; propone a la educación un nuevo niño como objeto de su trabajo; enseña a la educación qué es la educación, pues la describe sin idealización, en el entendido de la discrepancia entre sujeto y lenguaje; se enseña en el campo educativo; se lo aplica en el espacio escolar de asistencia, como referencia del facultativo; se aprende en un análisis; su episteme se aprende en un Instituto; se divulga, dialoga con la época. Pero el psicoanálisis no es una praxis como la educación: no busca hacer el bien, no aconseja, no esgrime el ejemplo, no idealiza el saber, no homogeniza a los sujetos, no busca deshacerse del malestar, no cifra su permanencia en razones sociales y no busca dirigir la educación, ni definir los currículos, ni profesionalizar en salud mental. Las distancias entre psicoanálisis y educación han sido relativas a los movimientos internos de cada uno: el relajamiento del psicoanálisis lo “acerca” a la educación; su afinamiento lo distancia. El auge y los buenos resultados alejan a la educación del psicoanálisis; sus crisis la acercan. Son estructuralmente excluyentes, pero coinciden en época y lugar, y sus relaciones siempre dejan un resto. La educación satisface un requerimiento social, el psicoanálisis se hace cargo de los desechos de la sociedad en la época de la ciencia. La educación es estructural a la sociedad, el psicoanálisis es posible porque adviene cierta especificidad de lo social. La superficie de la educación es sensible al cambio social, el psicoanálisis no se siente desafiado por el cambio social, a menos que éste presente implicaciones estructurales. El momento de la educación es paralelo a la humanidad. Mientras que el psicoanálisis no podía haber existido en cualquier momento: es efecto de la época en la que el sujeto fue expulsado de todo lugar de autorrepresentación, especialmente de su último reducto: el yo.

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A manera de conclusión abierta Una investigación sobre psicoanálisis y educación pone en relación dispositivos en principio muy distintos: la educación opera masivamente, nace como respuesta a la condición humana, permanece por razones sociales y se reproduce culturalmente; mientras el psicoanálisis opera caso por caso, nace como efecto de la época de la ciencia, permanece por razones éticas y se reproduce gracias a su mismo procedimiento clínico. Esa diferencia parece acrecentarse cuando la educación ofrece un espacio propicio a la tentación de idealizar, homogenizar y deshacerse del malestar… mientras el psicoanálisis tiene herramientas y razones para defenderse de tales tentaciones. Ahora bien, el psicoanálisis no ha estado lejano de la educación: siempre ha tenido razones para referirse a ella. Él mismo ha sido educado (por los pacientes y por el dispositivo del pase) y, hasta cierto punto, tiene objetivos como los de la educación. Además, incide de diversas formas en la educación: indirectamente, al controvertir sobre algunos de los conceptos que la fundan; y directamente, al ser interpelado para hacerse cargo de los restos producidos por el intento de educar. Aquí hemos hablado un poco de conceptos fundantes alrededor del sujeto y del lenguaje, lo que nos ha llevado a hacer una descripción de la escuela y a comprender algunos de los malestares permanentes en ella, así como algunos de los actuales síntomas que la aquejan. Pero tal aproximación no es exactamente una investigación desde la perspectiva científica, pues al convertir fenómenos en datos, la ciencia hace del humano un ejemplar de la clase y excluye la verdad, a favor del saber. Al no considerar posible dar cuenta del caso por caso, resuelve el asunto, por ejemplo, con estadísticas. En consecuencia, para esta aproximación fue ineludible apelar a la lógica del psicoanálisis, pues hace al sujeto irreductible a la clase y restituye su verdad, en detrimento del saber. Así, investigar la educación sin excluir la singularidad, permite vislumbrar la posibilidad de sostenerla como contingencia. Sin embargo, no es algo fácil: a lo largo de 20 años, Freud transformó constantemente sus posiciones al respecto. Cada vez fue más claro lo que ya entreviera Kant: que el humano es singular desde su prematuración, y que para enculturarlo es forzoso primero desnaturalizarlo. De ahí que la escuela se hubiera dirigido al saber, en tanto lugar de acogida de lo

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pulsional de cada uno. De ahí que la escuela no sea atractiva y que sea función del maestro hacerla desear. Pero las anécdotas culturales nos obnubilan: las cosas parecen cambiar en su especificidad. Entonces, en la escuela aparece la fascinación por corear el fin de la tradición y por convertirse en un medio de información. Con todo, no dejan de aparecer nuevos síntomas (¿o son los mismos, con nuevas caras?), pues la formación de sujetos no se reduce a la realización de objetivos educativos, pensados desde la perspectiva de la representación como adecuación a la realidad y de lo moral como reductible a la razón… todo ello llevado a cabo por parte de un yo dado. Para el psicoanálisis, en cambio, hay un efecto necesario de nuestra contingencia: la pulsión. En función de ella, cada uno segrega un mundo exterior de manera singular. Los dispositivos sociales intentan resarcir esta indigencia humana mediante ofertas de idealización; pero el individuo renuncia a medias a su pulsión y la cultura no puede ofrecerle una compensación proporcional. De ahí la variedad de respuestas subjetivas que el dispositivo educativo encuentra como problema y en vano intenta eliminar. A nombre del psicoanálisis, este impase produjo intentos de respuesta. En una perspectiva individualizante, se pensó que las dificultades en la escuela serían producidas por su propio funcionamiento, con lo cual se victimiza e idealiza al niño, y se demoniza la autoridad. Para ello, se reinventó un sujeto de la voluntad y de la adaptación, una sociedad que satisface todas las necesidades y que no traumatiza, y unos maestros-sin-sentimientos. Y, para lograr la felicidad supuestamente coartada por la escuela, se buscó acabar la censura, la prohibición y las jerarquías. De otro lado, en una perspectiva masificante (de tono político), se consideró que era la institución la que debería ser tratada y se cuestionaron la dominancia del saber y la homogenización. Para ello, se extrapolaron categorías a escala colectiva, siendo que lo novedoso del análisis freudiano respectivo fue encontrar la manera como la singularidad daba lugar a lo colectivo. Para socavar el poder, se renunció a los medios coercitivos, al aprendizaje cognitivo, incluso a la palabra. Se esperaba de ello un efecto terapéutico y profiláctico. Pero empoderar al grupo no conduce necesariamente a cosas buenas y hace creer que es posible buscar directamente aquello que no es más que un subproducto de la acción. Pues bien, nada de esto tiene que ver con el psicoanálisis, aunque se haga en su nombre. Para el psicoanálisis, el sujeto es el efecto posible de un proceso de desnaturalización, que no lo pone en una vía preestablecida, sino que lo desarraiga de lo que sería su “desarrollo natural”. El sujeto está teniendo lugar, mientras participa

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de la producción de un sentido que depende en gran medida de la anécdota de la época. Así, no se le agrega el sentido ni se le adosa la formación. Él es en la medida que intenta arreglárselas con su estatuto en trámite permanente. Trámite que tiene lugar, entre otros espacios, en la escuela. La escuela regula e instruye. En tanto regulativa, es un lugar advenido y sostenido por todo tipo de declaraciones. Una vez existente, marcha al ritmo de la requisición: es un lugar donde se ordena hacer cosas. Este terreno subjetiva y crea situaciones mediadas por la decisión (ante los conflictos generados) y el compromiso (que ella asume y que, a la vez, exige a los participantes). Y, en tanto instruccional, en su seno se producen e interpretan aseveraciones, predicciones e hipótesis, pero mediante mecanismos distintos a los utilizados en el campo de producción simbólica. Y, por último, rechaza la expresión afectiva en función directa al avance a través de los grados. De todas maneras, como los involucrados tienen vínculos distintos con el saber y con la interacción, estas articulaciones se dan en cada caso de forma singular. Este panorama tiene relación con el concepto psicoanalítico de discurso. En primera instancia, la regulación es llevada a cabo por el discurso del amo, con el fin de ajustar un espacio en el que la instrucción sea posible. Pero cuando la escuela no puede sostener la instrucción —algo que en la actualidad se presenta en relación con casi todos los referentes simbólicos— y, en consecuencia, intensifica y amplía el rango de lo regulativo, se producen reacciones: agresión, falta de interés por el saber, irrespeto… del lado de los estudiantes; y odio a las modalidades de goce de los estudiantes… del lado de los maestros. Si el control que realiza la educación es con consentimiento —inconsciente— del estudiante, por la vía de la relación con el saber (el cual no se puede imponer), vemos los límites del discurso del amo y entendemos algunas urgencias oficiales: de un lado, la de establecer una autoridad, por ejemplo, bajo la dimensión de las evaluaciones masivas; y, de otro lado, la de tratar directamente los efectos producidos: con medicamentos y con ideas como inclusión, prevención, ternura, amor, lúdica… sin considerar que la autoridad epistémica permite el vínculo, introduce el límite y da lugar a la auto-regulación, pero de manera indirecta. Los objetivos formativos (“valores”) son efectos posibles —no calculables— de la instrucción. Si el estudiante no se interesa en la oferta educativa, nada funciona. Pero el secreto del vínculo educativo es que el maestro mismo esté interesado, no que haya un currículo o una metodología ideales. Mientras más concesiones se hacen al estudiante para ganarse su aquiescencia, menos se la consigue.

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En segunda instancia, la dimensión instruccional tiene lugar mediante varios discursos. Primero, el discurso universitario, que explicita el saber y ubica al sujeto como objeto de la transformación. Ante esto, el sujeto busca restablecerse mediante exclusiones internas y estudiantinas (lo cual se cree afrontar mediante un nuevo llamado al discurso del amo), proporcionales a la medida en que el maestro lo hace desaparecer. Segundo, el discurso de la histérica escenifica un sujeto deseante, que encarna el no saber, lo cual es condición de buscar y de hacer buscar a otro, más allá de las certezas y de la dificultad. Sin embargo, este discurso pone el saber en posición de resto, lo cual puede dar lugar a: olvidar todo después del examen, estudiar cosas en las que después no se tendrá interés. Y, tercero, hay otra cara del maestro en la que el saber opera en él, pero en reserva. Esto se puede explicar desde el discurso del analista, sin que éste opere propiamente —como quiso Freud hasta cierto momento—. Si el estudiante le supone algo al maestro (para lo cual algo debe mostrar), éste se vuelve en cierta medida una incógnita y puede causar el interés del estudiante. El saber en reserva no es un saber válido en todo momento, sino cuando la pregunta del otro precisa un relanzamiento. Así, esta transferencia de trabajo preserva algo de la singularidad de los sujetos, aunque opere en función de un saber que aspira a ser universalmente comunicable y a tener una validez independiente del emisor.

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—(…) cuando estoy trabajando, no me importa el impacto que pueda tener. —¿Y cuando ha terminado? —Bien, entonces he terminado. Para mí lo esencial es comprender, yo tengo que comprender. Y escribir forma parte de ello, es parte del proceso de comprensión. Hannah Arendt

Dejamos librado el manuscrito a la roedora crítica de los ratones, tanto más de buen grado cuanto que habíamos alcanzado nuestro objetivo principal: comprender nosotros mismos la cuestión. Karl Marx

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índice temático

Acto: 28, 56, 89, 97, 100, 261, 284-286, 298. —de habla, de significación: 12, 205, 228n, 230-234, 236-238, 240-248, 250, 252, 256, 261, 275. Animal: 10, 20, 22, 31, 45, 48, 91-105, 112, 143, 146, 147, 147n, 153, 154, 162, 197, 199-201, 209-211, 216-221, 223, 225, 232, 236, 302, 303. Aseveración: 11, 38, 233, 236, 248-253, 276, 309. Ciencia: 9, 18, 26-33, 35-37, 39-43, 47, 48, 51n, 55, 60, 62, 63, 71, 103, 120, 121, 128n, 131, 134-136, 141, 145, 148, 151, 157, 168, 170, 173, 191, 208, 211, 211n, 212, 218, 222, 224n, 230, 232, 236, 238, 247n, 254-256, 258, 266, 269, 273, 283, 284, 286, 294, 296, 299, 300, 305, 307. Clínica: 15, 28, 29, 31, 32, 39, 47, 68, 76, 89, 110, 142, 189, 194, 223n, 254, 283, 286, 287, 295, 296-298, 300, 301, 304, 307. Compromiso: 11, 136, 229, 231, 233, 236, 237, 244-246, 252-254, 261, 276, 309. Condiciones de posibilidad: 7, 10, 28, 87, 105, 117, 160, 191, 210. Condición humana: 82, 100, 105, 146, 148, 161, 166, 214, 307. Contingencia: 15, 34, 40, 63, 64, 68, 95,

104, 106, 110, 126, 127, 129, 147, 152, 154, 207, 208, 210, 213, 217, 219, 268, 273, 285, 289, 298, 303, 307, 308. Contrato: 136-138, 227, 238, 260, 274. Datos: 8, 10, 17, 18, 21, 29-32, 41, 43, 44, 46-48, 80n, 118, 130, 132, 133, 184, 210, 223n, 235, 251, 283, 307. Decisión: 8, 9, 11, 21, 28, 42-44, 86, 100, 102, 112, 139, 151, 155, 163, 165, 168, 171, 172, 177, 192, 229, 230, 233, 236-238, 241, 246, 247, 249, 252, 253, 260, 261, 265, 271, 273, 276, 283-286, 294-296, 305, 309. Delirio: 10, 129, 134, 146, 148, 151, 186, 187, 220. Desarrollo: 10, 12, 52, 53, 57, 66, 67, 73, 78-80, 82, 92, 94, 111, 112, 119-123, 127, 145, 149n, 155, 156, 160, 164, 165, 168, 177, 186, 193, 208, 225, 232n, 273, 296, 308. Deseo: 56, 62, 87, 90, 103-105, 108, 111, 124, 135-137, 139, 146, 148, 151, 153, 157, 159, 162, 168, 171, 175, 185-188, 191, 192, 195, 221, 223, 259, 264, 270, 271, 273, 274, 278, 284, 293, 294, 308, 310. Desnaturalización: 9, 112, 155, 209-211, 224, 225, 307, 308. Discurso: 11, 12, 26, 31, 34n, 44, 45, 95, 182, 227, 228n, 253, 256-264, 266-

323

Índice temático

190-195, 213, 253, 261, 272, 291, 308.

270, 272-274, 276-279, 297, 298n, 309, 310. Efecto: 9-14, 27, 31, 33, 34, 37, 38, 41, 45, 56, 58-60, 69-71, 73-78, 80, 84, 86, 88, 91, 94, 100-102, 104, 107, 108, 110, 112, 118, 120, 122, 124, 133, 134, 140, 143, 144, 161, 163, 164, 168, 172, 174, 175, 179, 181185, 191, 194, 197, 199, 207, 210, 211, 218n, 222, 224, 225, 228, 233, 236, 237, 239, 244, 248, 249, 255, 256, 258, 270, 277, 283-289, 293, 295-299, 305, 307-309. Enseñar: 10, 13, 27,34, 39, 62, 63, 67, 84, 87, 100, 102, 103, 106, 107, 119, 128, 146, 147, 149n, 150, 154, 162, 166, 171, 174-177, 180, 181, 188, 210, 221, 221n, 259, 264, 265, 269271, 282, 287, 293, 294, 301, 305. Estado de cosas: 236, 237, 241, 244, 246, 247, 249, 253. Estructura: 8-14, 18, 23, 36, 36n, 38, 39, 41, 49, 59, 73, 78, 80-83, 86, 100, 102-104, 106, 108-111, 117, 124127, 130, 137, 144, 146, 151, 158, 161, 166-168, 173, 178, 180, 181, 186, 188, 190, 191, 199, 202, 204, 204n, 206, 206n, 210, 211, 213, 217, 222-224, 227, 229-233, 252, 254257, 259, 262, 264, 266, 270, 274, 275, 287, 291, 297-300, 305. Ética: 37, 38, 48, 54, 70, 71, 89, 90, 147, 158, 160, 161, 180, 214, 239, 239n, 240, 262, 274, 307. Exclusión: 10, 11, 15, 18, 23, 24, 31, 36, 37, 41, 43, 47, 94, 101, 124, 126, 128, 134, 142, 189, 211, 253-255, 257-259, 264, 267, 269, 277, 284, 301, 305, 307, 310. Formación colectiva (colectividad, masa): 14, 36, 60n, 76n, 83, 85, 89, 90, 99, 156-158, 160, 162-169, 171174, 177-179, 181, 183, 184, 186,

Hechos (Fenómenos, Cosas): 7, 8, 9, 19, 22, 29, 30, 40, 43, 46-48, 87, 118, 122, 124-126, 130, 134, 144, 156, 163, 179, 198, 200, 201, 205, 207, 209, 215, 218, 220, 221, 235-237, 240, 241, 244, 246-249, 253, 254, 256, 266, 277, 289, 307, 308. Hipótesis: 11, 233, 248, 250-252, 276. Identificación: 14,121, 126, 136, 139, 157, 158, 160, 162, 169, 186, 189, 190, 192, 213, 260, 273, 295. Imaginario (registro): 14, 31, 64, 104, 125, 135, 137, 144, 152, 189, 213n, 215219, 223, 225, 255, 260, 301. Imposible: 7, 9, 11, 23, 32, 34, 54, 68, 69, 73, 79, 83, 84, 86, 95, 97, 102, 103, 105, 108, 109, 111, 115, 117, 120n, 125, 126, 128 129, 136, 137, 146, 151, 154, 155, 175, 189, 204, 207, 222, 229, 244, 253, 261, 262, 290, 291, 293, 294. Instinto: 10, 14, 94-96, 99-105, 165, 165n, 168, 179, 187, 193, 217, 219, 221, 224. Instruccional: 11, 44, 53, 71, 92, 93, 101, 102, 105-109, 113, 128, 170, 178, 217, 225, 239n, 247, 261-263, 276, 277, 309, 310. Lenguaje: 7-12, 14, 21, 23, 32-34, 36, 41-43, 46-48, 55, 68, 94, 95, 99-101, 103, 105, 107, 112, 121, 124-127, 129, 140, 142, 144-147, 152, 153, 156, 161, 177, 178, 187, 190, 193, 197, 197n, 198, 200, 201, 203-205, 210-212, 215, 217, 218, 220-230, 230n, 232, 234-236, 239n, 241, 246, 248, 253-258, 270, 274, 275, 286, 290, 291, 295, 301, 305, 307. Libertad (emancipación): 13, 14, 46, 75, 83-85, 102-104, 108, 112, 128n, 148, 156, 157, 162, 165, 166, 168-174,

324

Índice temático

163, 182, 185, 223, 254, 269. Pugna: 8, 27, 93, 115, 174, 202, 203. Pulsión: 14, 27, 58-61, 65-69, 71, 73, 76, 78, 79, 83-88, 101, 108, 110-112, 121, 122, 125-130, 135, 140, 141, 148-150, 152, 153, 156-162, 165, 165n, 174, 175, 185, 187-189, 195, 197, 213, 213n, 214, 224, 224n, 261, 263, 264, 266, 267, 272, 273, 285, 286, 308.

176, 177, 185, 186, 209, 231, 271, 296. Medición (medida): 9, 42-47, 86, 87, 118, 139, 191, 246, 274, 291. Método (metodología, procedimiento): 14, 17, 18, 27-29, 31, 37, 43, 44, 46, 48, 53, 65, 81, 177, 181, 184, 191, 232, 245, 254, 269, 282, 283, 304, 307, 309. Moral: 11, 12, 58, 59, 67, 69, 70, 72, 72n, 76, 95, 98, 118, 119, 121, 123, 136, 146, 151, 159, 160, 167-169, 171173, 177, 185, 222, 228, 241, 253, 262, 263, 266, 268, 269, 288, 302, 304, 308. Neurosis: 13, 26, 32-34, 52, 58, 59, 61, 65, 66, 69, 71, 73-86, 110-112, 156, 157, 161, 162, 164, 165, 168, 169, 172, 174, 177, 191, 193, 274. Objeto de conocimiento: 8, 9, 28, 31, 32, 34-36, 38, 42-48, 51, 51n, 66, 72, 110, 124, 141, 142, 173, 177, 178, 189, 191, 208, 222, 223, 235, 254, 281, 296. Particular: 17-21, 23-26, 28, 32-34, 36-38, 47, 48, 86, 93, 200, 229, 232, 235. Pedagogía (Pedagogo): 10, 49, 52, 55, 56, 61, 63, 67-76, 85, 86, 88, 91, 103, 110-112, 120, 123, 149, 149n, 161, 164, 169, 174n, 178-182, 185, 187, 188, 190, 192-195, 205, 221, 227, 252, 259, 265, 285-287, 294. Performativo: 10, 11, 14. Pragmática: 11, 46, 83, 128, 171, 182, 215, 230, 233, 234n, 237, 239, 243, 245, 246, 248, 250, 252, 253. Predicción: 11, 233, 248, 250-252, 276, 309. Profilaxis: 13, 52, 53, 61, 65, 80, 82, 83, 86, 110, 112, 181, 191, 194, 298, 308. Psiquismo: 12, 39, 47, 54, 73, 77, 135, 136, 142, 143, 149-151, 156, 157,

Real (registro): 125, 126, 129, 138, 189, 255. Recontextualización: 11, 116, 181, 232, 242, 250, 290, 297. Regulativo: 10, 11, 124, 128, 130, 151, 156, 167, 177, 180, 195, 239n, 240, 242, 249, 261, 262, 264, 273, 276, 277, 279, 291, 309. Reificación (Cosificación): 8, 48, 184, 186, 197, 208, 231. Requisición: 11, 233, 240, 243-246, 249253, 260, 261, 275, 276, 309. Resto (desecho): 11, 12, 32, 47, 68, 69, 79, 102, 108n, 113, 117-122, 124-126, 128-130, 134n, 156, 189, 197, 210, 225, 257, 259-261, 263, 264, 270, 272, 274, 278, 285, 299, 305, 307, 310. Saber: 10-13, 25n, 26n, 30, 33-35, 37, 38, 41, 46, 48, 53, 54, 56, 63-65, 71, 71n, 72, 84, 93-95, 97, 99-101, 103, 105-108, 111, 112, 120, 126, 127, 131, 133, 137, 138, 141, 145, 146, 161, 162, 174-176, 181-186, 189, 193, 194, 201, 207, 216, 217, 221, 229, 236, 238, 238n, 240, 242, 246, 248-252, 259-264, 268-279, 283, 284, 286, 293-297, 299, 300, 303, 305, 307-310. Significante: 10, 31, 33, 100, 102, 126, 188-190, 199, 212, 225, 235, 254261, 264, 268, 273, 274. Simbólico (sistema, registro, campo, es-

325

Índice temático

tructura): 8-10, 21, 26n, 33, 117, 119, 120, 125-130, 133, 136, 137, 144146, 152, 154, 162, 177, 189, 195, 202, 204, 209, 210, 218, 220, 224, 225, 232, 236, 242, 250, 255, 259, 260, 277, 290, 291, 295, 309. Singular (singularidad): 10, 13, 15, 17-26, 29, 32-41, 47, 48, 58, 60, 63, 63, 71, 80, 85, 95, 96, 110, 113, 129, 142, 144, 161, 175, 176, 182, 184, 187, 191-193, 200, 204, 213, 214, 223, 229, 232, 253, 254, 262, 273, 275, 278, 279, 283, 284, 294, 296, 200, 204, 307-310. Síntoma: 10, 29, 31-33, 35, 50-52, 59, 7678, 80, 90, 104, 111, 117, 118, 131, 133, 135, 137, 153, 157, 165, 210, 223n, 253, 268, 274, 282, 285, 286, 304, 307, 308. Superyó: 81, 111, 136, 159, 160, 304n.

Transferencia: 37n, 40, 41, 54, 65, 73, 81, 87, 111, 180-183, 194, 284, 310. Transparencia: 8, 146, 215. Universal: 18-21, 23-26, 28, 33, 34, 3641, 47, 80, 110, 124, 136, 179, 200, 204, 215, 229, 253, 271, 273, 278, 284, 310. Verdad: 33, 34, 37, 41, 43, 48, 68, 85, 106, 122, 125, 141, 145, 146, 208, 214, 215, 219, 221, 228, 239, 234, 238, 239, 241, 244, 249, 252, 253, 256, 257, 259, 260, 263, 268, 270-274, 289, 296, 307. Yo: 14, 60n, 68, 77, 83, 134n, 136, 141144, 157, 159, 160, 165, 166, 179, 186, 188, 208, 303-305, 308.

326

índice onomástico

A Adrados, Francisco, 206 Agustín (San), 57, 197 Aichhorn, August, 50, 65, 69, 7072, 74, 88, 182 Antelo, Estanislao, 115, 205, 277 Aquiles, 209 Arendt, Hannah, 10, 15, 107, 108, 128n, 129, 277, 311 Ariès, Philippe, 288 Aristóteles, 17, 18, 21, 31, 45, 48, 125, 174, 217, 221, 269 Atkinson, Paul, 17, 46 Austin, John, 205, 221n, 230, 231 Ayala, Orlando, 132n B Bachelard, Gaston, 31, 33n, 43, 44 Badiou, Alain, 104 Baena, Luis Ángel, 206, 210, 220, 228n, 229, 230 Bajtín/Medvedev, Mijail, 40 Balibar, Etienne, 211 Barthes, Roland, 8, 15, 126, 193, 210, 291 Bassols, Miquel, 33

Benedito, Gloria, 45 Benveniste, Emile, 210, 233, 236 Bernard, Claude, 20, 29 Bernheim, Hippolyte, 282 Bernfeld, Siegfried, 39 Bernstein, Basil, 116, 178, 239n, 263 Bion, Wilfred, 184, 194 Blecua, José Manuel, 231n, 268 Borges, Jorge Luis, 8, 23, 47, 95, 204, 205, 219, 224n, 232, 290 Bougeant, Guillaume, 217n Bourdieu, Pierre, 8, 30, 115, 116, 178, 202 Braunstein, Néstor, 222, 222n, 223, 234 Breuer, Joseph, 77, 135, 183, 282 Bruner, Jerome, 224n Bruno, Giordano, 219 Bühler, Karl, 239 Bustamante, Guillermo, 265 C Caeiro, Alberto, 22 Calzadilla, Juan, 124n Canguilhem, Georges, 281

327

Índice onomástico

Cárdenas, Alfonso, 213n Carrière, Jean-Claude, 85 Carvajal, Germán, 207n Celma, Jules, 123, 124 Chamfort, Nicolás, 116n Charcot, Jean-Martin, 282 Chéjov, Antón, 15 Chomsky, Noam, 24, 36, 99n, 132, 217n, 230, 233, 268 Coffey, Amanda, 17, 46 Collodi, Carlo, 288 Copérnico, Nicolás, 302, 303 Cordemoy, Geraud, 217n Corona, Luis, 29 Cortázar, Julio, 208n Cratilo, 270-272

294 Esopo, 302 Evans, Dylan, 283 F

Darwin, Charles, 302, 303 Deleuze, Gilles, 15 Descartes, René, 33, 211, 212, 262, 269, 299 Desrosières, Alain, 211, 249, 273 Dickens, Charles, 34, 63, 106 Dolto, Françoise, 59, 296n, 298 Dostoievski, Fiodor, 222 Dubois, Jean, 235, 236 Durrell, Lawrence, 219 Dylan, Bob, 207n

Fayad, Luis, 130n Federación Internacional de Trabajadores Sociales, 265n Fernández E., Mariano, 91 Flaubert, Gustave, 116n Fonseca, Mercedes, 29 Foucault, Michel, 15, 124, 132, 209, 234 Freire, Paulo, 139 Freud, Anna, 75, 76, 176, 185 Freud, Sigmund, 9, 11, 13, 14, 23, 26, 27, 29-33, 35, 38, 39, 49-90, 92, 97n, 100-102, 108, 110-113, 117, 118, 120, 122, 125, 126, 128-130, 134n, 135-138, 139162, 163-165, 167, 168, 170, 173n, 173, 174, 178, 179, 182187, 189, 190, 192-194, 209, 211, 214, 222, 251, 253, 254, 257, 258, 261, 262, 265, 268, 269, 275, 278, 282, 284-290, 293-298, 300, 302-304, 307, 308, 310 Funes, (el memorioso), 23, 48, 204

E

G

Eco, Umberto, 199, 200, 202, 225, 225n Ellmann, Richard, 234n Ende, Michael, 22 Escudero, Jesús Adrián, 48 Escuela Freudiana de París, 283,

Galilei, Galileo, 31, 211n, 269 Gansel, Dennis, 190n, 194n García, Carmen, 36n García, Hernán, 124 Gardner, Howard, 99n, 263 Gargantúa, 152

D

328

Índice onomástico

Gaus, Günther, 128n Gödel, Kurt, 125 Google, 132 Gombrich, Ernest, 20n Gramsci, Antonio, 35, 37n Guigou, Jacques, 180 Guitart, René, 139 Gulliver, 152 H Habermas, Jürgen, 211, 215, 238, 296 Halliday, M. A. K., 230 Hamlet, 299 Harari, Oren, 134n Harris, James, 217n Hegel, G. W. F., 9, 126, 152, 208n, 208, 259, 260 Heidegger, Martin, 213, 290 Herder, Johann, 217n Hermógenes, 271, 272 Hipias Mayor, 270 Huarte, Juan, 217n Hwang Woo-suk, 250n Hymes, Dell, 229 I Ibáñez, Jesús, 122 Indart, Juan Carlos, 265 Inquisición, 246 International Psychoanalytical Association (IPA), 64, 293 Izuzquiza, Ignacio, 203, 205n J Jakobson, Roman, 140, 234, 250 Jolas, Eugene, 234n Jonás, 199

Jung, Carl, 179, 179n, 293 K Kandinski, Wassily, 218 Kant, Immanuel, 20, 49, 52, 68, 72n, 84, 91-109, 112, 113, 129, 214, 215, 224, 231, 307 Kanz, Heinrich, 91 Keats, John, 47, 48, 94 Kepler, Johannes, 302 Königsberg, 91 Kuhn, Thomas, 39, 46 L Lacan, Jacques, 9, 11, 17, 18n, 21, 25-28, 31, 33-35, 34n, 37 a 39, 49, 73, 74, 92, 125, 134, 135, 182, 184, 189, 197, 209n, 211, 212, 214, 221, 228n, 236, 253259, 262, 263, 268, 272, 283, 284, 286, 293, 294, 300 La Mettrie, Julien, 217n Lapassade, Georges, 179 Laplanche, Jean, 282 Laporte, Dominique, 211 Laurent, Eric, 40, 163, 195, 223, 290 Le Bon, Gustave, 179 Lévi-Strauss, Claude, 199-201, 203 Lilliput, 152 Lobrot, Michel, 178, 181-188, 194 Lourau, René, 179 Lovecraft, Howard Phillips, 22n Luhmann, Niklas, 205, 205n Lyons, John, 232, 235 M Mannoni, Octave, 195

329

Índice onomástico

Marín, Mónica, 128 Martinet, André, 204n Marx, Karl, 9, 163, 208, 220, 311 Miller, Jacques-Alain, 9, 20, 23, 26-28, 30, 31, 33-35, 37-39, 47, 48, 96, 100, 125, 130, 137, 141, 209, 221, 222, 269, 274, 290 Milner, Jean-Claude, 121 Ministerio de Educación Nacional, 197n, 227n, 252, 265 Moby Dick, 199 Mockus, Antanas, 238 Montessori, Maria, 139 Morin, Edgar, 17, 42, 46, 136 Mounin, Georges, 7, 230n, 234, 235, 235n

Pandora, 20 Pascal, Blaise, 134 Peirce, Charles S., 200n Perrault, Charles, 287 Pessoa, Fernando, 22, 23, 95, 104 Pfister, Oskar, 49, 50, 65, 73, 75, 77, 86 Piaget, Jean, 287 Piatelli-Palmarini , Massimo, 20 Pinocho, 130, 287, 288 Platón, 229, 230n, 270-272, 300, 301 Pontalis, Jean-Bertrand, 282 Popper, Karl, 27, 33 Prieto, Luis J., 230n Pródico, 270-272 Ptolomeo, Claudio, 302 Pulgarcito, 287

N

Q

Narodowski, Mariano, 296 Natorp, Paul, 48 Nebrija, Antonio de, 269 Neill, A. S., 164, 170-176, 193, 194 Newton, Isaac, 236, 269 Nietzsche, Friedrich, 60, 303 Not, Louis, 265

Quijote, 148 Quinn, Dartmouth, 134n R

O Ogden, Charles Kay, 235 Onfray, Michel, 227 Orellana, Francisco J., 96 Oury, Fernand, 178, 188-193, 195 Ovidio, 47 Oviedo, Tito Nelson, 202, 204, 206, 231 P Palacios, Jesús, 178n

Rabelais, François, 152 Ramírez, Lidia, 135, 138 Ramírez, Mario Elkin, 183 Rank, Otto, 298n Regnault, François, 27, 40 Reich, Wilhelm, 76, 173n, 297 Reik, Theodor, 75 Ricoeur, Paul, 27, 36, 40, 47 Richards, Ivor Armstrong, 235 Rilke, Rainer Maria, 126 Rink, Friedrich Th., 91 Ritalina, 103, 134, 134n, 137, 253, 261

330

Índice onomástico

Rivera de Rosales, Jacinto, 231n Rogers, Carl, 182, 183, 190, 194, 195 Rolland, Romain, 140 Rossi-Landi, Ferrucio, 231n

Sydenham, Thomas, 29 Sócrates, 23, 32, 37, 270-272 Sófocles, 300 Soler, Colette, 283, 284 Soter, Steven, 302n

S

T

Sábato, Ernesto, 45 Sagan, Carl, 302n Saldarriaga, Óscar, 163, 265 Samsa, Gregorio, 79 Sánchez de las Brosas, Francisco, 269 Saussure, Ferdinand de, 8, 21, 36, 126, 197, 199, 200n, 203, 205, 210, 212, 221n, 233, 254, 257259 Schiller, Friedrich, 125 Schmidt, Vera, 164-170, 193, 194 Searle, John, 230 Sercovich, Armando, 37n Shakespeare, William, 47, 299 Simiand, François, 45 Sper, Elena, 39 Strachey, James, 50 Summerhill, 170-177, 193

Tappan, José Eduardo, 224 Tizio, Hebe, 262, 277, 278, 281, 298 Tosquelles, Francesc, 188 V Vásquez, Aïda, 178, 188-193, 195 Vernant, Jean-Pierre, 20n Verón, Eliseo, 234 Voltaire, 148 W Wittgenstein, Ludwig, 27, 41, 44, 205, 221n, 229, 230, 230n Wolff, W., 99n Z Zambrano, Armando, 174n Zenón, De Elea, 125, 209 Žižek, Slavoj, 285n Zuleta, Estanislao, 264

331

índice

A manera de introducción Capítulo I Universal, particular, singular

7

17

1.1 Definiciones 18 1.2 Psicoanálisis y ciencia 26 1.3 Los datos 41 Coda 47 Capítulo II Educación: ¿Escila o Caribdis?

49

2.1 Freud, a lo largo de 21 años 49 2.2 Kant, a lo largo de diez años 91 Coda 110 Capítulo III ¿Escuela en crisis o educación imposible?

115

3.1 El consenso 115 3.2 El resto 118 Coda 137 Capítulo IV Formación y cultura: ¿el huevo o la gallina?

139

4.1 El origen del sujeto 140 4.2 La búsqueda de la felicidad 145 4.3 Algo (más) de la especificidad humana 152 4.4 Cultura no es perfeccionamiento 155 Coda 161

Capítulo V Aplicaciones educativas: individuo y colectivo

163

5.1 La perspectiva individual 164 5.2 La perspectiva colectiva 177 Coda 193 Capítulo VI Sujeto y lenguaje

197

6.1 Los referentes 197 6.2 El parlêtre 209 6.3 Sujeto y sentido 221 Coda 225 Capítulo VII La escuela: lazo y contrato

227

7.1 Educación y comunicación 227 7.2 El lenguaje, entre finito e infinito 232 7.3 Actos de significación en la escuela 238 7.4 Los cuatro discursos y la educación 253 Coda 275 Capítulo VIII Psicoanálisis y escuela: relaciones posibles

281

8.1 Intersecciones 281 8.2 Desencuentros 295 Coda 305 A manera de conclusión abierta

307

Bibliografía 313 índice temático

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