Sujeto, negatividad y afirmación

July 6, 2017 | Autor: J. Ema López | Categoría: Psychoanalysis, Political Philosophy, Alain Badiou, Ideología, Discurso, Ernesto Laclau
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Ema, José Enrique (2012) Sujeto, negatividad y afirmación. En: Marinas, José Miguel (ed.) “Pensar lo politico. Ensayos sobre comunidad y conflicto” pp.: 91-104Madrid: Biblioteca Nueva .

Sujeto, negatividad y afirmación Hoy resulta difícil pensar políticamente en términos de ruptura, interrupción o sustracción de la situación dominante. La imagen predominante de la política se ha reducido a la gestión tecnocrática de la situación y el pensamiento parece verse atenazado entre las versiones posmetafísicas más débiles y la recuperación de las viejas esencias trascendentales (comunitarias, nacionales o religiosas). En este contexto, pareciera que la única opción posible fuera el actual parlamentarismo “democrático” perfectamente engrasado con el capitalismo (tal y como las propuestas para enfrentar la actual “crisis” desde los diferentes aparatos de gobierno estatales y supraestatales han terminado de hacer –más– evidente). O esto,... o el desastre totalitario o fundamentalista. No hay alternativa. Así se pone de manifiesto, por ejemplo, cuando la crítica a la democracia “realmente existente”, incluso cuando es realizada desde postulados democráticos, es considerada automáticamente como cómplice por acción u omisión del totalitarismo antidemocrático. Todo se ha hecho disponible como situación y hasta las prácticas y modos de vida particulares que en otro tiempo fueron subversivos hoy son capturados y desactivados de su aguijón crítico, por ejemplo, como diferencia que hemos de tolerar, diversidad enriquecedora de nuestro imaginario pluralista y consensual, o como mercancía consumible e intercambiable. Pareciera que no queda ya ningún ámbito posible de afirmación de otra forma de vida política. Del lado de las propuestas de ruptura, hoy es ya inevitable desconfiar de lo que Bruno Bosteels (2011) ha denominado como el “paradigma de la potencialidad”, según el cual lo nuevo, el cambio, consistiría en hacer florecer el potencial revolucionario que yacería oculto en la situación actualizándolo a través de una toma de conciencia. Así entendida, una transformación política supondría la actualización consciente de una potencialidad histórica objetiva pero latente. Sin embargo hemos comprobado, y comprobamos a diario, que la conciencia se resiste a convertir los “intereses objetivos” de los oprimidos en deseos y prácticas de cambio o ruptura. Y hoy nos referimos a los mecanismos subjetivos que sostienen las relaciones de dominio, ya no en términos de un amo externo opresor, sino como “servidumbre voluntaria” en la que la propia subjetividad está activamente comprometida en su propia subordinación (Ema, 2009). Si admitimos este diagnóstico de trazo grueso ¿cómo podemos pensar hoy la ruptura con lo que hay si no podemos aspirar a la realización de un potencial oculto en la estructura (en las condiciones sociales, económicas,... objetivas), ni tampoco podemos optar por la irrupción triunfante de una nueva subjetividad pura completamente substraída del propio poder que la oprime? En este punto nos parece relevante para pensar esta cuestión interrogarnos por la negatividad. Y este es el objetivo que guía este trabajo: aportar una reflexión sobre la negatividad, y especialmente sobre sus implicaciones sobre el sujeto, que nos permita pensar en una política capaz de ir más allá de la gestión de los posibles, es decir, para no

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hacer de la política el arte de lo posible dedicado al apuntalamiento de lo que hay, sino de lo imposible, de lo que realmente se sustrae a las coordenadas de la situación y es capaz de sostener y afirmar otra manera de vivir en común. En las siguientes líneas dedicaremos un primer apartado a presentar qué entendemos por negatividad, un segundo, a clarificar en qué sentido nos parecer inevitable pensar la política a través de la negatividad, para terminar, en el tercer apartado, mostrando desde el punto de vista del sujeto, las posibilidades que abre una teorización materialista de la subjetividad para pensar políticamente en términos afirmativos y constructivos y no meramente defensivos (entendiendo por defensivo que no hay más horizonte que jugar al mismo juego del poder, sin posibilidad de escapar de sus coordenadas). Qué negatividad Ernesto Laclau establece una línea divisoria en el pensamiento contemporáneo sobre la política justamente en relación a la negatividad. Según él, nos encontraríamos con dos opciones excluyentes en relación a esta cuestión: “O la negatividad (una negatividad no dialéctica, por supuesto) es vista como constitutiva y fundacional, o bien es vista como efecto “superestructural” de un movimiento más profundo que se concibe en términos de pura inmanencia” (Laclau, 2008, ,400). Para la primera opción, reconocer el carácter constitutivo y fundante de la negatividad supondría admitir que los antagonismos sociales se levantan sobre una dimensión inerradicable de imposibilidad constitutiva (ontológica) que funciona como límite, a la vez que como condición de posibilidad, de toda presencia objetiva y positiva. En relación al sujeto, como veremos más adelante, la negatividad sería la misma condición de su emergencia como agente capaz de actuar, no como un mero resultado de las condiciones sociales (una víctima pasiva de ellas), ni como un actor omnipotente por encima de ellas (que no se confrontaría con decisiones que tomar, sino con reglas que aplicar). Por en contrario, para la segunda opción, la que Laclau define en términos de “pura inmanencia”, lo constitutivo no sería ninguna negación sino una sustancia primera que se despliega de modo positivo como perseverancia en el propio ser. Lo fundante no sería por tanto, una negación o una imposibilidad, sino una afirmación y un empuje productivo. Aunque la segunda posición se constituye (recurriendo a Deleuze y Spinoza) explícitamente en oposición a la totalización dialéctica que se atribuye a Hegel, paradójicamente podría suponer en última instancia la imposibilidad de cualquier intervención contingente, de cualquier práctica que no se despliegue en términos de expresión o devenir de una lógica positiva interna o de una toma de conciencia para participar en un proceso objetivo. Es decir, se reintroduciría alguna forma de totalidad, aunque ahora ya no como destino, sino como principio positivo. Así, en relación al sujeto, esta posición consideraría a éste como el resultado de una fuerza positiva inmanente que sólo encontraría obstáculo en su exterior y que, por tanto, deviene naturalmente en contra de cualquier poder que coarte su potencia creativa. Podemos

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reconocer esta posición en las palabras con las que Michael Hardt y Toni Negri caracterizan a la multitud: “Si algo podemos afirmar [de la multitud], en su nivel más básico y elemental, es su voluntad de estar en contra. Por lo general, esta voluntad no parece requerir muchas explicaciones. La resistencia a la autoridad es uno de los actos más naturales y saludables. A nosotros nos parece del todo obvio que aquellos que se encuentren sometidos y explotados se resistan y, cuando se den las condiciones necesarias para ello, se rebelen”. (Hardt, Negri, 2000, 212) A partir de este mapa que nos propone Laclau, podemos tomar distancia en relación a dos nociones de negatividad para clarificar el sentido en el que se utiliza este término en este texto. La primera noción se refiere una concepción “dura” de negatividad; la segunda, a una lectura “blanda” de ésta. La concepción “dura” de la negatividad, en palabras de Laclau,“dialéctica” (al menos en la interpretación más extendida de la dialéctica hegeliana1), mantendría una aspiración a una reconciliación de la negatividad como momento necesario de una totalidad suturada (por ejemplo, como comunidad, estado o sociedad). Desde unos presupuestos totalizantes similares podríamos reconocer en algunas concepciones revolucionarias una radicalización de la negatividad como violencia destructiva purificadora, capaz de prometer una ruptura total con lo viejo de la que pueda emerger un hombre nuevo y una nueva sociedad reconciliada. Hoy en día, ni teórica, ni empíricamente parece viable sostener tal concepción negativa-destructiva, acompañada de su correspondiente deriva sacrificial subjetiva, sin anticipar un desastre totalitario, como los que vivimos en el pasado siglo XX (Badiou, 2005). En otra dirección, la lectura “blanda” de la negatividad identificaría negatividad con finitud. Para esta posición un presupuesto irrenuncialble para la política sería admitir nuestras limitaciones, vulnerabilidades, etc. como condición necesaria evitar el peligro totalitario. Pero el riesgo de esta posición es el de desestimar cualquier posibilidad de sostener políticamente algún tipo de afirmación universal y positiva. Y es que, en el intento de abandonar la metafísica de la presencia y sus implicaciones totalitarias podríamos incurrir en una suerte de metafísica de la ausencia (Pardo, 2002), o de lo finito (Zupančič, 2006) (ausencia y finitud se convierten en clausura, plenitud y destino) que nos invitaría a encontrar acomodo subjetivo en la resignación y la aceptación de la situación. Tal y como afirma José Luis Pardo: “si las metafísicas de la presencia exhortaban al hombre a hacer un esfuerzo de voluntad para actualizar su potencia en dirección al fin final, las metafísicas de la ausencia le requieren más bien para que cese en sus esfuerzos, le invitan a ceder, a deponer su voluntad (mejor nada de voluntad que voluntad de nada), a dejarse quebrar, a darse por vencido, a debilitarse en su subjetividad hasta el abandono” (Pardo, 2002, 64). Así, el recordatorio de nuestra finitud puede terminar por convertir una mera afirmación descriptiva, somos finitos, en una prescripción conservadora: ¡sed finitos! De tal modo que la posibilidad de la política, como ruptura con la situación, se vería bloqueada por el imperativo de lo posible: haced sólo lo posible en las condiciones actuales y aceptad la imposibilidad de lo que no participa de las coordenadas de la situación. No nos quedaría 1

Es conveniente hacer notar que hoy es discutida esta lectura totalizante de la negatividad hegeliana de manera rigurosa y original, por ejemplo, en los trabajos de Slavoj Žižek (1993, 2001)

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entonces más que sostener una política meramente defensiva en la que sólo podríamos dedicarnos a evitar el daño a nuestros cuerpos finitos, compadecer a las víctimas extendiendo la victimización (todos somos víctimas potenciales) y aspirando a la mera supervivencia. Esto es precisamente lo que está ocurriendo hoy en día, por ejemplo, con la “oenegización” de la respuestas colectivas a los conflictos “sociales” o “humanitarios” (en los que es ocultado su carácter político). Y en el plano subjetivo, la aceptación de esta lectura “blanda” de la negatividad puede tomar de maneras diferentes (nihilismo, resentimiento, melancolía,...) la forma de la impotencia que finalmente convive con la aceptación del marco dominante. Ambas lecturas son problemáticas y poco fértiles para pensar la política hoy en día. Ni la versión “dura” que anhelaría la construcción sacrificial de un “hombre nuevo” , ni la lectura “blanda” que nos puede llevar a la impotencia o la complicidad resignada con lo que hay. Para ambas posiciones la posibilidad actual de una afirmación universal, aunque sea concreta y situada, siempre está a distancia de la vida mundana y terrenal. Y así, la única ruptura esperable es, igualmente para las dos, la que vendría de alguna irrupción divina, pura y trascendente. La noción de negatividad que se sostiene este texto se diferencia de estas versiones. Podemos acercarnos a ella desde tres ámbitos diferentes, pero interrelacionados: ontológico, empírico-político y subjetivo. En relación al primero, podemos entender la negatividad como el modo más radical de abandonar cualquier sustancialismo idealista. Negatividad, en este sentido, significaría localizar como presupuesto ontológico la ausencia de cualquier tipo de sustancia primera. Lo primero sería la misma imposibilidad de una sustancia positiva. Pero ¿habría alguna diferencia entre esta imposibilidad negativa y la noción de contingencia postmetafísica según la cual deberíamos desterrar cualquier noción de fundamento necesario? Sí. Si para la posición historicista postmetafísica cualquier identidad o existencia es el resultado de prácticas históricas contingentes, la negatividad que aquí proponemos funcionaría como la condición que cuestiona, limita y hace fallar a las propias prácticas históricas contingentes. Ellas ya están atravesadas por esta imposibilidad previa. Y por ello las prácticas contingentes son una respuesta a esta imposiblidad/negatividad constitutiva. La negatividad es, por tanto, simultáneamente límite y condición. En este sentido, la necesidad, no deja de operar (derrotada por la contingencia) sino que lo hace como una necesidad acéfala, sin un contenido positivo, que al ser desplegada de modo contingente “fracasa” en tanto que expresión de una sustancia, pero que, sin embargo, “acierta”, es decir, no deja de funcionar, como necesidad ante la que no se puede no responder (mediante prácticas contingentes, históricas, etc.). Lo primero y constitutivo no son las prácticas contingentes, sino la imposibilidad necesaria a la que respondemos contingentemente y de maneras más o menos diferentes a lo largo de la historia. De modo paradigmático podríamos ejemplificar esta cuestión en la concepción lacaniana de la diferencia sexual. Aunque ésta no obedezca a ninguna naturaleza esencial, no es meramente un resultado de las prácticas sociales contingentes de- cada momento histórico, sino que funciona como “diferencia absoluta” ahistórica (Alemán, Larriera, 2009), sin un fundamento positivo, que no puede ser erradicada de la constitución de la subjetividad humana. Algo con lo que necesariamente nos tenemos

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que confrontar, aunque los modos concretos de subjetivación sexuada sí sean dependientes de los diferentes contextos históricos y culturales. En el ámbito de las relaciones humanas empíricas, la negatividad aparece como malestar, desafección o rechazo. No todo en las prácticas humanas encuentra un lugar adecuado, es representable en una trama simbólica, o gobernable de modo que se pueda pacificar definitivamente el malestar. Este sería el sueño de una sociedad tecnocrática en la que desaparecería toda negatividad. Se trataría únicamente de administrar el conocimiento absoluto que, de la mano del desvelamiento de las leyes de lo humano que la ciencia nos pondría a nuestro alcance, nos permitiría elegir la técnica correcta para solucionar cada malestar. No habría decisiones que tomar, sino algoritmos que aplicar. Aunque ciertamente esta sea una aspiración de nuestro tiempo, constatamos a diario que lo imposible de codificar retorna en forma de malestares y antagonismos que son constitutivos de nuestra vida. Y que, por ello, la misma aspiración a una vida sin malestares se convierte en un motor de una opresión tiránica sobre el sujeto que, en su búsqueda de la felicidad sin malestar, malvive infeliz sin encontrar un modo adecuado de enfrentar sus malestares. Como veremos más adelante este “hacerse cargo” de la negatividad en el sujeto, no es incompatible con, sino más bien la condición de, una política que pueda afirmar otro modo de vida diferente a aquel que pareciera destino. ¿Y cuál es el correlato de esta negatividad en el terreno de la subjetividad? Siguiendo un razonamiento similar a los anteriores tendríamos que referirnos a un principio que interrumpe a la vez que moviliza a la propia subjetividad. E igualmente podemos precisar nuestro argumento distinguiéndolo de la posición postmetafísica que para alejar al sujeto de todo esencialismo lo convierte en un resultado de las prácticas sociales y/o discursivas que de modo “performativo” (Butler, 2001) son su causa y no su efecto. El sujeto sería una construcción social o cultural. Desde esta perspectiva se denomina como subjetivación a este proceso cuyo producto sería una identidad subjetiva, es decir, el proceso por el que se llega a ocupar un lugar (como subjetividad) en una trama de relaciones y prácticas sociales. Nada que objetar a la precaución antiesencialista metafísica y al carácter performativo de las prácticas sociales, pero ¿todo en el sujeto es únicamente un resultado de éstas? Si así fuera, habríamos logrado extirpar la dimensión de imposibilidad a la que nos hemos referido anteriormente del corazón de la subjetividad. Todo en ella sería un resultado histórico contingente. Y con ello además toda posibilidad de actuación por fuera de las reglas de la situación, en la medida en la que, en tanto que producto de ellas, el sujeto funcionaría únicamente como su correa de transmisión reproduciendo las condiciones sociales que lo han habilitado. Pero si hay un margen de autonomía, de capacidad de intervención subjetiva en el mundo para producir novedad, y no la mera reproducción de las condiciones sociales, es porque hay también en el sujeto algo que se le impide convertirse en nada más que una construcción social. Veamos por qué. Hay subjetivación si hay interpelación2 (Althusser, 1976) y por tanto un lugar que habitar en el mundo social, pero hay sujeto (más allá de la subjetivación) si la 2

Para hacer más clara nuestra argumentación consideraremos que la interpelación (en tanto que llamada para reconocerse en un lugar dentro de la estructura social) funciona de manera similar a las prácticas sociales contingentes “performativas” en la medida en la que ambas (interpelación y performatividad)

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interpelación no atina completamente y falla en su convocatoria para habilitar un lugar (una identidad subjetiva) en el orden social. Si la interpelación funcionara plenamente y el individuo se ajustara sin fisuras a “su” lugar en la estructura, no habría propiamente sujeto, sino subjetivación sin capacidad de actuación autónoma (por fuera de los márgenes que la propia interpelación plantea). Por eso, para ser sujeto (singular y con capacidad de intervención en la realidad, no un mero producto y reproductor de las convenciones sociales, etc.) algo en la sujeto debe volverse contra sí mismo, contra el lugar, más o menos confortable que le ha preparado la estructura social en su interpelación subjetivadora. Esta vuelta contra uno mismo es lo que desde el psicoanálisis se denomina “pulsión de muerte” y representa, por tanto, el correlato de la negatividad ontológica en el mismo núcleo de la subjetividad. La paradoja radica en este punto en que la pulsión de muerte, la heterogeneidad negativa que impide el cierre triunfante de la subjetivación, es precisamente lo que hace posible la existencia positiva del sujeto. Así, lejos de las lecturas más pesimistas sobre la pulsión de muerte y el destino finito del ser humano (abocado a su autodestrucción y/o la muerte) entender la negatividad y la pulsión de muerte de este modo supone destacar que el destino al que estamos abocados no es tanto el de asumir nuestra finitud, nuestro triste final mortal, sino el exceso de vida que no puede ser totalmente gobernado por ninguna interpelación, ninguna ley (psicológica, social, biológica...) y que, por tanto, obliga a una “auténtica” toma de postura subjetiva que no puede ser calculada o determinada. Desarrollaremos este argumento en el último apartado.

Negatividad como condición de la política A partir de esta triple caracterización de la negatividad (ontológica, empírica y subjetiva) concretamos por qué consideramos que no podemos pensar en la política sin negatividad. En primer lugar, y en relación a la dimensión ontológica, porque no hay unidad ni reconciliación en el Ser, no hay principio fundante sustantivo que pueda sostener ninguna configuración social positiva como su desarrollo o expresión necesaria. Esta imposibilidad, este límite negativo, es simultáneamente una condición positiva de la política. A lo que estamos obligados cuando no tenemos que expresar o desarrollar ningún fundamento necesario es a construir nuestra propia existencia como posibilidad y como potencia (Agamben, 1996). Por eso estamos “en deuda” y debemos responder a esta condición primera. En ella encontramos un límite que impide suturar plenamente cualquier forma de vida, de organización social (en toda formación social habita siempre un resto imposible de reintegrarlo a un lugar en el mismo orden para que este pueda conformar una totalidad cerrada); pero también una condición positiva y afirmativa para inventar y construir una vida política, es decir, una forma de vida que no sea una mera reproducción de las condiciones preexistentes. Y justamente esta tensión afirmativa-sustractiva es constitutiva de la política (Ema, 2007). Es en este sentido en el que podemos reconocer como práctica conservadora por excelencia la despolitización que, rechazando lo negativo, pretende clausurar la política bajo la fantasía de un horizonte de administración técnica de la vida, sin decisiones

sostienen una idea de sujeto como producto o efecto, como posición de sujeto. Para un desarrollo más argumentado puede consultarse (Ema, 2006).

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(políticas) que tomar, sino únicamente con reglas que aplicar ordenadas de acuerdo al ideal imaginario del dominio de lo humano bajo la técnica, el cálculo y la gestión. En relación a la dimensión empírica de la negatividad, la política se despliega en la tarea imposible de hacer frente a los malestares a la vez que moviliza su emergencia como motor de la propia política. Así, rechazo y desafección habitan en lo más íntimo de la política y no pueden ser neutralizados o desatendidos. Hoy, cuando el horizonte imaginario pospolítico de la administración técnica de la vida tiene tanta fuerza, podemos constatar como las “bajas pasiones” no cesan de retornar interrumpiendo este sueño de pacificación tecnocrática. Por eso es una cuestión de primer orden atender a modo en que políticamente se movilizan o se desatienden estas “pasiones negativas”; cómo toman la forma, por ejemplo, del rechazo reaccionario del otro extranjero señalado como chivo expiatorio o de la activación comprometida de batallas que interrumpan la extensión de las desigualdades inherentes a la situación. En este punto, el peligro para la política sería el de reducir esta negatividad empírica a mero resentimiento, a la reacción defensiva y victimista que reclama y, paradójicamente otorga, al poder al que se enfrenta toda la capacidad de administración de la situación (Cano, 2010). Y en relación al sujeto, la cuestión clave es reconocer que no podemos pensar en la política sin intervención subjetiva, aunque no podamos reducir la política a este plano subjetivo (por ejemplo, como una transformación en las formas de percibir que no lo sea también de las condiciones materiales). Nos encontramos aquí frente al viejo debate sobre la autonomía de lo político que podemos presentar sintéticamente mostrando dos posiciones, en principio, enfrentadas. En la tradición marxista que llega hasta nuestros días se ha negado la autonomía de lo político al considerar que la ilusión de una política autónoma funcionaría como una esfera artificialmente diferenciada del conflicto real subyacente (el que tiene que ver con las condiciones materiales de las relaciones de producción) de tal modo que contribuiría a enmascararlo. Hoy en día esta falsa autonomización de la política se podría encontrar, por ejemplo, en las políticas de la identidad, culturales, sexuales... que ocultarían el conflicto auténticamente político, el de las relaciones de producción capitalistas, que estarían en la base de todos ellos. Frente a esta posición, podríamos delimitar aquella que sostendría que lo que convierte las contradicciones y malestares sociales en un conflicto político (y no, por ejemplo, en un mal funcionamiento técnico o en un momento necesario de un proceso histórico objetivo) es su politización, es decir, su elaboración subjetiva como una situación injusta que merece una intervención en la realidad para modificarla. En este debate está en juego no sólo la cuestión del sujeto (los modos de subjetivación política, su papel, límites y posibilidades...) sino también las mismas posibilidades de la (intervención) política. Por ello no podemos renunciar a ninguna de las posiciones presentadas (ni a la que atiende a las condiciones materiales subyacentes, el capitalismo contemporáneo y sus condiciones de producción, ni a las formas subjetivas de cuestionar o sostener la situación dominante). Así, cuando parece descartada a priori cualquier forma de intervención política sobre la economía (al aparecer esta en el discurso dominante como una esfera naturalizada con sus reglas propias objetivas y a-políticas) parece imprescindible una intervención política “autónoma” que incida sobre las percepciones,

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ideas y modos de subjetivación que sostienen la situación económica como natural, y no (sólo) una intervención (en la política) económica. Sin duda hoy es conveniente mostrar que en la aparente contingencia de nuestro mundo (en el que, por ejemplo, se nos invita a pensar que todo proyecto subjetivo particular puede ser desarrollado si cuenta con suficiente compromiso y entrega individual), lo que está operando es una estructuración subyacente (capitalista) muy concreta. Es decir, que la política debe problematizar las lecturas más “débiles” sobre la contingencia de lo social que contribuyen a invisibilizar las condiciones materiales estructurales. Pero a la vez, no podemos reducir la política, al viejo modo del paradigma de la potencialidad, a un proceso objetivo sin contingencia y sin intervención subjetiva. Hay política porque no hay objetividad que no se sostenga sin complicidad subjetiva y porque, tanto para la objetividad como para el sujeto, la negatividad es inerradicable. Por eso podemos entender la política en términos intervención subjetiva. Por ejemplo, como decisión en un contexto indecidible (Laclau, 1993), en el que una decisión debe ser tomada aun cuando no hay fundamentos y garantías para elegir; como articulación (Laclau, 2003) en tanto que construcción de una voluntad colectiva que no está dada necesariamente en una situación objetiva); o como procedimiento de verdad a partir del sostenimiento y compromiso subjetivo con las consecuencias prácticas de una irrupción contingente que disloca el orden establecido haciendo emerger lo que era imposible bajo las coordenadas dominantes (Badiou, 1999) Para poder pensar la política necesitamos mantener abierto un ámbito de intervención subjetiva que no pueda ser clausurado por ningún tipo de necesidad objetiva. Para ello debemos reconocer la negatividad irreductible al sujeto como aquello que impide al propio sujeto funcionar como un mero resorte pasivo del entramado de relaciones en el que habita. Así, dividido entre los mandatos sociales y la indecibilidad y la contingencia de sus prácticas, el sujeto se convierte en condición necesaria para la política.

Sujeto, negatividad y afirmación A partir de estas consideraciones sobre la negatividad y el sujeto podemos pensar en algún tipo de política que no se vea reducida a una mera posición defensiva dentro de las mismas coordenadas del poder al que se opone. Estaríamos hablando, por tanto, de una política afirmativa capaz de introducir algún tipo de novedad, ruptura o sustracción en relación a la situación dominante. Para nosotros esta cuestión no puede ser pensada sin pasar por el sujeto. Eso sí, lejos de cualquier posición idealista, humanista o subjetivista que prometa algún tipo de garantía o lugar privilegiado por fuera del mundo de relaciones en el que habitamos (autoconciencia transparente, naturaleza humana esencial, o cualquier otro tipo de fundamento o destino histórico, biológico, etc.). Por eso la incorporación de la negatividad nos permite una teorización sobre el sujeto propiamente materialista ya que nos impide sostener la posibilidad de un de cierre bajo algún principio ideal absoluto, ya sea empírico o racional. Aun compartiendo su orientación antimetafísica, no encontramos en los postulados postmetafísicos que nos anunciaron la muerte del sujeto (convertido sólo en un efecto de subjetivación) un modo adecuado de sortear el idealismo ni de, en consecuencia, abrir la posibilidad de una política afirmativa. De acuerdo con estos postulados, la

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posición de subordinanción, la del esclavo, es una consecuencia del despliegue productivo del poder (pensemos con Foucault (1992), por ejemplo, en las disciplinas, o el biopoder que se despliega sobre la vida desnuda biológica). Para poder pensar en clave de ruptura o sustracción la cuestión clave pasaría por encontrar aquello que no es completamente capturado por el poder. Si postulamos un núcleo positivo incontaminado en corazón del esclavo no podríamos decir que el poder, el amo, es constitutivo del esclavo y la política (como ruptura con el amo) se anularía en tanto que expresión de algo que el sujeto ya era antes del poder. Si, por el contrario, el esclavo es, todo en él, una consecuencia del poder, no hay resquicio posible para superar este antagonismo, sino únicamente para resistir en él, sin salir de él. Estaríamos ante la versión blanda de la negatividad a la que sólo podemos augurar una posición de resentimiento que “ no hará sino reafirmar simplemente la estructura vejatoria de un poder siempre, por definición, considerado ajeno, totalmente ‘otro’” (Cano, 2010, 113). Una ruptura que permita escapar del antagonismo amo-esclavo y afirmar otras posibilidades vendría de aquello que en el sujeto hace fallido, tanto un núcleo de positividad inmanente ajena al poder, como al propio despliegue total del poder del amo en el cuerpo del esclavo. Y ese fallo opera como un resto de imposibilidad inherente al propio despliegue del poder. Lejos de entender esta dimensión negativa como un mero límite, funciona (además) como condición positiva de la emergencia de un sujeto, no totalmente capturado por las mallas del poder y sus prácticas de subjetivación. Conviene afinar en este punto para no caer ni en la imagen de un sujeto por encima (y al margen) de la ley (de las condiciones estructurales, procesos y prácticas sociales, económicas, etc.) como su condición (divina) omnipotente, ni en la de un sujeto plenamente sujetado a la ley, víctima de sus determinantes. Y es que la única garantía para la política es un sujeto al mismo nivel que la ley (Copjec, 2006). Pensemos por ejemplo en todo el (buen) abanico de objeciones a la posibilidad de una decisión subjetiva transparente y racional, desde el inconsciente psicoanalítico hasta los estructuralismos más sociologicistas. Es cierto que nunca podremos eliminar por completo de la decisión sus determinaciones heterogéneas (ya sean “internas”o “externas” ). Pero como hemos venido sosteniendo, la decisión no puede ser reducida a una determinación total por todos estos elementos. Las determinaciones heterogéneas no funcionan como un sistema completo que se clausura sobre la decisión, siempre existe un elemento heterogéneo (también) a esas determinaciones que evitan el cierre total de ninguna ley sobre el sujeto3. Este elemento es el que hace inevitable un gesto subjetivo (un gesto que desborda los determinantes de la subjetivación) ya sea de aceptación o de rechazo y que es precisamente el que pone al sujeto a mismo nivel de la ley, ni como su causa, ni como su producto. Este es el mandato radical y excesivo que el sujeto debe enfrentar. Así, al mismo nivel de la ley, el sujeto es capaz, y está obligado, a producir, inventar, sus decisiones como una afirmación positiva y constructiva, no como una mera respuesta negativa que no logra escapar a los posibles de la situación. Por eso podemos decir con Alenka Zupančič que el sujeto “no sólo es mucho menos libre de lo que cree, sino también mucho más libre que lo que sabe” (Zupančič, 2011, 44).

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Lacan nombra a este elemento heterogéneo, éxtimo al sujeto porque funciona como una exterioridad heterogéna pero íntima, como “objeto a”, el objeto-causa del deseo que determina la relación singular entre cada sujeto y la realidad Para un desarrollo en profundidad de esta cuestión en relación a la libertad puede consultarse: Zupancic, Alenka (2011) Ética de lo real. Kant, Lacan. Buenos Aires, Prometeo.

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Lejos de aceptar la dimensión de negatividad inherente a lo humano como destino insalvable hacia lo peor (o el totalitarismo o la resignación) podemos sostener subjetivamente esta demanda radical y afirmar otras formas de vida manteniendo abierta esta imposibilidad de clausura, no como prueba de nuestra finitud, sino de la actualidad de una vida que no sea destino.

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