Sudamérica a pedal. Memorias de un viaje en bicicleta

June 15, 2017 | Autor: Andrés Landázuri | Categoría: Diarios de Viajes, Relato De Viajes, Literatura de viajes/Mujeres, Viajeros, Literatura de viajes, Ciclismo
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Descripción

Sudamérica a pedal Memorias de un viaje en bicicleta

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© Sudamérica a pedal. Memorias de un viaje en bicicleta SAP Ediciones Quito, 2011 Coordinación editorial: David Coral y Andrés Landázuri Crónica de viaje y pies de foto (pp. 9-157): Andrés Landázuri Artículos (pp. 158-196): Santiago Vizcaíno, Juan Fernando Dueñas, Andrea Vallejo, Mario Salvador, José Loza, David Coral y Carla Pérez. Fotografías: Archivo SAP (detalles en la página 197) Diseño y diagramación: Andrés Landázuri y Mario Salvador Logotipo SAP: Pancho Viñachi

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Sudamérica a pedal Memorias de un viaje en bicicleta

SAP Ediciones • Quito, 2011

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Contenido En bici por los caminos de Sudamérica 9 Los días del ensueño (Quito-Trujillo) Los días de la aventura (Trujillo-Cusco) Los días del misterio (Cusco-Potosí) Los días de la discordia (Potosí-Tucumán) Los días del ocaso (Tucumán-Mendoza) Los días no imaginados (Mendoza-Bariloche)

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El viaje en perspectiva (palabras de los viajeros) 159 Ciclista de mala muerte 160 Salir del letargo 165 Una nueva en el grupo 169 Entre el cielo y la tierra 173 La casa rodante 181 En un lugar cualquiera entre Quito y Mendoza 183 El primer viaje en bicicleta 193 Retratos 196 Guía de fotografías 197

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En bici por los caminos de Sudamérica

S

de la bicicleta como medio de transporte —algo que de por sí consideramos muy necesario y totalmente acorde a nuestra filosofía de vida. Nuestro deseo por recorrer un gran tramo de nuestro continente en bicicleta se originó simplemente en ciertas virtudes muy íntimas que cada uno de nosotros mantenemos en relación al ciclismo como camino de crecimiento personal y a la manera peculiar y profunda que para nosotros significa viajar sobre dos ruedas para conocer lugares y personas. Fue a principios de 2007 que Sudamérica a pedal dejó de ser un sueño de adolescencia para convertirse en un proyecto real y en marcha; y lo hizo a través de un simple correo electrónico. Si bien por años la idea de viajar al sur había estado latente en la mente de más de uno de nosotros, bastó un solo mensaje —no tan breve, pero bastante sencillo—, enviado por uno de los involucrados, para que la idea se catapultase y empezase a crecer desaforadamente en nuestras mentes. El mail que recibieron tres de los posteriores viajeros de Sudamérica a pedal proponía viajar de Quito a Buenos Aires en bicicleta a lo largo de cuatro meses, siguiendo una ruta trazada a través de Ecuador, Perú, Bolivia y Argentina. Cuatro fuimos los ciclistas inicialmente involucrados en ese plan: Andrés Landázuri (quien envió el mensaje con la propuesta), Da-

udamérica a pedal fue la materialización de un sueño que existió por lo menos diez años antes de su inicio, cuando la mayor parte de los involucrados en él todavía cursábamos estudios de colegio y no todos sus integrantes nos conocíamos aún. Desde entonces, muchos de los que a la postre conformamos este grupo nos imaginábamos ya enfrentándonos al significativo reto que supone recorrer un fragmento no tan pequeño de este planeta sin más compañía que nuestras bicicletas y las pocas cosas que uno puede transportar en ellas. Desde entonces, también, concebíamos la bicicleta como un pilar importante de nuestra formación humana y uno de los instrumentos claves que habíamos descubierto para buscar a través de él nuestro lugar en la existencia. La bici fue siempre para nosotros un intenso juego, una alegre forma de aventurarnos por los caminos del mundo y de enfrentarnos a los más íntimos límites y valores de nuestras conciencias individuales. Decir esto de una manera tan directa puede resultar extravagante. Habrá quienes lo consideren fuera de lugar, pero eso no nos quita el ánimo. Queremos dejar en claro desde el inicio que Sudamérica a pedal no nació como un esfuerzo por promover mensajes idealistas o principios de valor, ni siquiera como una manera de extender el uso

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vid Coral, Juan Fernando Dueñas y Mario Salvador (quienes lo acogieron de buen agrado desde el instante en que leyeron las primeras líneas). Los siguientes meses fueron de preguntas y planes generales. Varias ideas se propusieron en cuanto a lo que queríamos conocer, las regiones que queríamos atravesar, la forma en la que nos financiaríamos, el tiempo que nos tomaría completar la ruta, el equipo que nos sería necesario, la época más conveniente para pedalear, etc. Poco a poco se fueron delimitando los planes definitivos para el viaje y se fue popularizando la idea entre familiares y amigos. Hacia mediados del año ya teníamos claro el planteamiento general de la travesía: pedalearíamos desde Quito, Ecuador, hasta la ciudad de Mendoza, en Argentina, siguiendo una ruta que uniría las ciudades de Lima, Cusco, La Paz y Jujuy, por presentar solamente las que entonces creíamos más notables o importantes dentro de nuestro esquema. Para ello teníamos previsto viajar durante 120 días —divididos en 90 días de pedaleo y 30 de descanso—, e invertir en ello algo así como unos 3.000 dólares por persona, suma en la que se contaba el retorno en avión a Quito al término del viaje. Habíamos establecido que el total de la travesía sumaría alrededor de 6.125 kilómetros y que lo ideal sería hacerlo entre diciembre del 2007 y marzo del 2008. Ese planteamiento se mantuvo casi sin modificaciones hasta que iniciamos a pedalear, pero el resultado final tuvo algunas diferencias notables. Para empezar, la fecha

de inicio se desplazó más de un mes, hasta el 13 de enero de 2008, y la distancia recorrida hasta Mendoza fue mayor a la estipulada en casi 730 kilómetros. La ruta se desplazó considerablemente en la etapa peruana —pues nunca pasamos por Lima, pero abordamos formidables caminos no planificados en la Sierra central de ese país—, y al final uno de los integrantes del grupo extendió el viaje casi por un mes al recorrer unos 1.600 km más por el centro y sur de Chile, en solitario, y terminar el viaje en San Carlos de Bariloche, de nuevo en territorio argentino, con un total de 8.678 km recorridos y 150 días de viaje desde la salida de Quito. Haya sido cual haya sido el plan del viaje con el que partimos, un poco más complicado fue afianzar el grupo que pedalearía. Los cuatro “fundadores” del proyecto mantuvimos un entusiasmo casi incondicional, aunque hubo unas cuantas semanas hacia finales del 2007 en las que Mario pretendió echarse para atrás (cosa de la que por suerte recapacitó a tiempo). Los demás integrantes fueron interesándose e involucrándose en distintas magnitudes a lo largo del año. Hubo quienes coquetearon con el proyecto y luego prefirieron alejarse. Al final, Carla Pérez, Andrea Vallejo, José Loza y Santiago Vizcaíno fueron quienes completaron la nómina de Sudamérica a pedal. Todos éramos jóvenes profesionales, de entre 24 y 28 años, no hace mucho tiempo graduados de la universidad y sin mayores compromisos laborales o familiares

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que nos ataran a Quito tan firmemente como para impedirnos dedicar un buen tiempo a dar forma concreta a nuestro anhelo. A todos nos pareció, por tanto, que era el momento justo para emprender la marcha hacia el sur y alcanzar ese objetivo distante y difícil que era entonces la ciudad de Mendoza. Tratar de dejar en claro los motivos que nos movieron a viajar en bicicleta es tarea poco menos que imposible. Algo hemos tratado de aclarar en los primeros párrafos de esta introducción, pero resulta evidente que la respuesta a esa interrogante yace demasiado en el interior de cada uno de nosotros como para dejarla expuesta de buenas a primeras. Podríamos decir, simplemente, que el ciclismo de grandes rutas —o “cicloturismo”, como algunos lo llaman— ha demostrado ser una divertida y tremendamente enriquecedora manera de juntar en un mismo plano dos actividades muy provechosas de por sí: el deporte de aventura, con toda su carga de emoción, riesgo y empuje; y el viaje de descubrimiento, entendido éste como una exploración sincera y directa de los diversos entornos geográficos y humanos que nuestro mundo tiene para ofrecer. Más allá de eso, sin embargo, en el hecho de viajar en bicicleta reside una actitud ante la vida que nos atrevemos a tildar de libre, desafiante, alegre, solidaria y hasta esperanzadora. Son pocos los límites de lo cotidiano que reconoce y acata sin reparos quien transita abiertamente durante meses por llanuras y montañas sin más empuje

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que el de su voluntad; y son muchas las fortalezas que en dicho proceso se forjan en el yo profundo de quien viaja. El resultado, en conjunto —al menos en nuestro caso—, fue una amplia y jubilosa visión de la vida y sus sorpresas, lo cual se cifraba reiterativamente en la bondad desinteresada de la gente que nos salía al paso, en la majestuosidad solemne de la geografía que atravesábamos, en la camaradería y confianza de nuestra convivencia diaria, etc. El reto a vencer en nuestro viaje nunca fueron verdaderamente las evidentes trabas que la complicada topografía de los Andes nos impuso con una constancia abrumadora, ni tampoco las inclemencias de un clima que a menudo nos llevó a momentos de extrema consternación y fatiga. El desafío al que nos enfrentamos día a día en Sudamérica a pedal fue el de afrontar nuestras debilidades íntimas, nuestras barreras y complicaciones personales, nuestras indecisiones y pequeños fracasos cotidianos, siempre con la seguridad intuitiva de que lo que hacíamos tenía un sentido más profundo que el simple hecho de subirse a una bicicleta y pedalear. En ese sentido, como en muchos otros más, nuestro viaje fue un completo éxito. Ahora bien, si bien desde el inicio tuvimos en claro que el proyecto habría de ser básicamente costeado por nosotros mismos —para lo cual debíamos trabajar y ahorrar a lo largo de todo el 2007—, decidimos emprender ciertas iniciativas para conseguir financiamiento y soporte externo, pues pensábamos que un proyecto de

la naturaleza del nuestro podría despertar el interés de ciertos sectores, especialmente del ámbito deportivo. El resultado de esas iniciativas —que seguramente hubiesen podido llegar a términos mayores de haber tenido nosotros más tiempo y empeño en su organización— fue la obtención del apoyo de algunas instituciones y marcas que decidieron unirse a Sudamérica a pedal tanto para buscar promoción a través nuestra como para sencillamente dar alas a nuestro atrevimiento. La marca chilena Lippi, que se especializa en equipo de montañismo y deportes de aventura, a través del almacén Andes6000, que opera en Quito, contribuyó con elementos esenciales del equipo que necesitaríamos. Mediante la donación de carpas, colchonetas thermarest, buzos, zapatos y demás, Lippi y Andes6000 dieron un apoyo fundamental a la expedición de Sudamérica a pedal. Mauricio Reinoso fue el principal responsable de esta ayuda tan conveniente, por lo que no podemos dejar de agradecerle de corazón en estas líneas. Otros apoyos vinieron de entidades como la Casa de la Cultura Ecuatoriana Benjamín Carrión, cuya oficina de publicaciones costeó la impresión de algunos cientos de calcomanías para promocionar el viaje; Summer, que redujo al mínimo los costos de elaboración de camisetas de Sudamérica a pedal que luego vendimos para conseguir algo de dinero; Powerade, que nos regaló varias fundas de producto en polvo para que lo llevemos en el viaje; numerosos medios de comunicación, que nos entrevistaron

y se mantuvieron al día con respecto al desarrollo de la aventura, etc. El espaldarazo final que el grupo necesitaba para emprender la marcha fue dado por la fundación Ciclópolis, que gracias a la gentileza de su entonces director, Diego Puente, nos brindó espacio en sus actividades y boletines, y además organizó una despedida masiva para Sudamérica a pedal el domingo 13 de enero como parte del ciclopaseo que realiza habitualmente cada quince días en Quito. A todas esas personas, además de a los muchísimos familiares, amigos, conocidos, curiosos y demás que han mantenido despierto su interés y su apoyo durante todo el tiempo que este proyecto ha dado de qué hablar, les enviamos un enorme abrazo agradecido y sincero. En honor a este esfuerzo colectivo, ahora presentamos este libro de memorias que reúne un pequeño porcentaje del material fotográfico acumulado durante la travesía, así como una crónica general escrita por Andrés Landázuri, quien pedaleó la ruta entera desde Quito hasta Bariloche. La edición se completa con artículos personales preparados por cada uno de los viajeros. ¡Gracias de nuevo por ayudarnos a hacer posible este sueño inolvidable! Andrés, Mario, David, Juan Fernando, Carla, Andrea, José Luis y Santiago

Sudamérica a pedal

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Quito

Trujillo Cusco

5 países 150 días de viaje 100 jornadas de pedaleo 8.678 kilómetros en bici

Potosí

Tucumán Mendoza

Bariloche

Los días del ensueño Quito-Trujillo, 1.447 km

(13 de enero a 7 de febrero de 2008)

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uito nos dejó partir tras una despedida de vedettes. Más de 100 personas llegaron a estar presentes en la Plaza de los Presidentes, al norte de la ciudad, en la mañana del domingo 13 de enero de 2008. Seguramente, la mayor parte de la comitiva correspondía a familiares y amigos, pero la impresión que tuvimos entonces fue que era una multitud de desconocidos la que había acudido a despedirnos y desearnos suerte. La presencia de camarógrafos y periodistas que nos solicitaban al tiempo que repartíamos abrazos y saludos aumentó la sensación de irrealidad que nos embargó durante esa mañana. Empezaba finalmente el viaje soñado: risas, fotos, despedidas, ajetreos, perspectivas, esperanzas y hasta lágrimas fueron sus pasos iniciales. Había llegado el día y el alboroto que vino con él nos impedía ser verdaderamente capaces de comprender la magnitud de lo que se iniciaba con los primeros kilómetros. Apenas un día después, mientras descendíamos solos en medio de una leve llovizna desde los páramos fríos y ventosos del nudo del Boliche, el mundo ya era otro. Se habían disipado los bombos y platillos, se habían alejado los vítores y atrás había quedado la agitada emoción de la organización y la espera. Algo clave, sin embargo, se mantenía: el sentimiento de ilusión. Mendoza era un destino tan lejano e inverosímil aún que nadie podía dejar de pensar en lo que el viaje habría de ser para pensar en lo que el viaje era ya de por sí. Pedaleábamos, pero como si no hubiésemos tenido horizonte definitivo a la vista.

Avanzábamos, pero aún así permanecíamos. Las primeras jornadas del viaje fueron un empezar sin empezar, un no darnos cuenta del reto que abordábamos, un seguir imaginando ansiosamente lo que habría de venir, un soñar sin pausa. Y aunque esa sensación de ensueño no habría de abandonarnos nunca —ni siquiera ahora, en que el viaje es ya cosa del pasado—, fueron las primeras semanas las que de manera más determinante nos hicieron sentir que no éramos sino parte de una fantasía imposible que nunca acabaría de ocurrir en realidad. De los ocho que estábamos involucrados en el proyecto, solamente cuatro cubrimos el tramo programado para el territorio ecuatoriano: Andrea, Mario, Andrés y Santiago. Los demás (Juan Fernando, David, Carla y José Luis) habían permanecido en Quito por diversos motivos personales y tenían previsto unirse a la expedición apenas tuviesen la posibilidad. Santiago, además, solamente había planificado viajar hasta la frontera con el Perú, por lo que hubo un momento en que toda la tropa de Sudamérica a pedal se redujo a tres personas: la etapa más solitaria de la travesía, a excepción de la última. Fuimos los antes mentados, sin Santiago, quienes tuvimos que conquistar la primera frontera internacional y bregar con fatiga por los agobiantes, conmovedores y desolados desiertos del norte del Perú. Antes de llegar a eso, sin embargo, teníamos que abandonar la Sierra ecuatoriana y atravesar parte de la cuenca del Guayas en nuestra marcha hacia las llanuras banane-

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Conforme la expectativa aumentaba y el día de partida se acercaba, el grupo realizó diversas acrividades destinadas a presentar el proyecto públicamente, dar un espacio de publicidad a nuestros auspiciantes e involucrar a los interesados mediante la venta de stickers y camisetas. El domingo 30 de diciembre de 2007, algunos miem-

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bros de la expedición estuvieron presentes en el Ciclopaseo n. 100, organizado por la Fundación Ciclópolis. Así mismo, el viernes 4 de enero se ofreció una rueda de prensa en una salda de la Casa de la Cultura Ecuatoriana. Todo ello contribuyó a que el día de la primera pedaleada fuese mucho más multitudinario de lo que esperábamos.

ras de El Oro y el alboroto comercial de Huaquillas. Lo hicimos por una ruta casi tan desafiante como simbólica, Ambato-Guaranda, a los pies del macizo más elevado de nuestro país y alcanzando una cota que por un mes sería el récord de altitud del viaje: los 4.180 msnm a los que llega la carretera en el páramo de El Arenal, cerca de la entrada carrozable al refugio de montaña que usan los andinistas para visitar el Chimborazo. Ese tramo en particular, y el siguiente (GuarandaMontalvo), fueron nuestro bautizo para muchas cosas: desniveles increíbles en la ruta, frío penetrante en las alturas, lluvia casi imbatible, lodo a cucharadas, parajes abandonados, caídas, frenos inutilizados por el agua, agotamiento… El ascenso al páramo del Chimborazo y el posterior descenso a las planicies que rodean a Babahoyo fue un desafío agobiante y aleccionador que nos mostró lo duro de la empresa que teníamos adelante. Aún ahora, luego de haber atravesado con éxito cinco países de nuestro continente, esos dos días reposan en nuestra memoria como algunas de las etapas más difíciles de todas. Transitando por nuestra deslumbrante Sierra y alejándonos de casa bajo el calor frondoso de nuestra Costa se iniciaron las primeras palabras y los primeros contactos del periplo. Pronto nos habríamos de dar cuenta que el viaje no solo tenía que ver con la provocación de montañas y planicies, quebradas y collados, selvas y desiertos: el viaje era fundamentalmente un descubrimiento de la enorme y variopinta realidad humana que puebla y dota

de sentido al camino que recorrimos. Desde el primer día habríamos de entablar relación con un sin fin de personas que nos brindaron un apoyo sin el cual ningún reto de este tipo sería posible. Comida, hospedaje, experiencias, conocimientos, energía, amistad, apoyo: lo que recibimos de los muchos personajes con los que nos fuimos cruzando fue mucho más de lo que habíamos imaginado merecer. Ya nuestra primera noche en Machachi la pasamos al resguardo de quienes serían nuestros más grandes amigos en todo el viaje: los bomberos. Muy pocas fueron las ocasiones en que recibimos una respuesta negativa de parte de esos guerreros rojos cuando nos acercamos descaradamente a solicitar su ayuda; y fueron muchas —¡muchísimas!— las veces en que lo hicimos. Cerca del 70% de las 150 noches que pasamos fuera de casa lo hicimos sin necesidad de pagar por hospedaje, y habría que añadir que el 30% restante, en que pagamos por una habitación o un espacio para nuestras carpas, respondió casi siempre a la falta de voluntad que la fatiga nos obligaba a mostrar ante las tentaciones de un alojamiento con comodidades tan básicas como un colchón o una ducha caliente. En Machala, última capital ecuatoriana de la ruta y verdadero inicio de la aventura hacia regiones hasta entonces desconocidas para la mayoría, tuvimos la suerte de contactarnos con Kléber Armijos, un familiar algo lejano de Santiago que nos acogió en su humilde hogar y, junto con su novia María Elisa, nos ayudó a reponernos de la

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Las primeras jornadas, como podía suponerse, fueron de aprendizaje. Empezábamos a acostumbrarnos a mantener organizado nuestro equipaje, registrar lo que vivíamos con fotografías y video, soportar las exigencias físicas del pedaleo y elaborar implícitamente una dinámica de convivencia. Quizá no nos dimos cuenta del tamaño de

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la empresa en la que estábamos metidos hasta llegar al tercer día, cuya ruta cubrió el difícil ascenso a los páramos del Chimborazo, la travesía por la altura y una angustiosa bajada de lluvia y oscuridad hasta Guaranda. Luego de ese día, nunca volvimos a estar verdaderamente “presentables”.

Lo que en un inicio prometía ser un descenso placentero y acogedor hacia las llanuras de la Costa, hacia mediados de la jornada en que abandonamos Guaranda se transformó en un verdadero martirio. Siguiendo los consejos de los lugareños, evitamos la carretera asfaltada e ingresamos, por una región denominada “El Guayco”, hacia las

abruptas curvas de “El Torneado”. Por ahí realizamos lo que sería uno de los descensos más bruscos de todo el viaje. Mientras la lluvia nos hacía tiritar, el lodo hizo que nuestros frenos se vuelvan inservibles, lo cual ocasionó caídas y preocupación. Una vez en Montalvo, todos coincidimos en que la bajada había sido divertidísima.

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Nuestras impresiones del paso por la Costa se podría resumir en dos palabras: calor y lluvia. De lo segundo habríamos de librarnos por mucho tiempo apenas nos acercamos a la frontera con el Perú. Lo primero, en cambio, fue cada vez más sofocante hasta que decidimos volver a las montañas. Al menos en Ecuador era posible

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encontrar paraderos bajo los cuales disfrutar de sombra, un lujo muy ocasional en los desiertos peruanos. Por suerte, el invierno esperó a que sellemos papeles en migración para terminar de desatarse con furia: ya en Túmbes, y durante gran parte de los siguientes meses, recibimos noticias de lo que en Ecuador fue el peor invierno en años.

La llegada a Perú significó automáticamente un cambio en la naturaleza circundante y, por ende, en la modalidad del viaje. Los parajes desérticos y ventosos fueron, pasado el asombro de la novedad, una fatiga constante. A alguno de nosotros se le ocurrió que sería buena idea racionar el uso de protector solar para “curtir” nuestras

pieles y así ser más resistentes al embate del sol. Sin que nadie haya creído por entero en la validez de tal teoría, casi todos nos arriesgamos a probarla. El caso más exagerado fue el de Andrés, que, una vez agotada su provisión en Trujillo, no volvió a usar una sola gota de bloqueador solar durante los siguientes cuatro meses de su viaje.

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primera semana de pedaleo. Poco más al sur, en la perimetral de Santa Rosa, el mentado Santiago se separó del grupo tras haber recorrido poco más de 600 km y haber atravesado siete provincias de nuestro país. Su despedida fue también nuestra despedida al Ecuador y el despegue definitivo para la travesía. A la entrada de Huaquillas esa misma tarde, quizá como un incentivo destinado a advertirnos sobre los asombros del futuro al que nos dirigíamos, nuestro naciente viaje cruzó camino con dos alemanes cuyo quinto año de recorrido ciclístico por el mundo acumulaba ya memorias de países de Europa, Medio Oriente, Asia central, Indochina, Oceanía y Sudamérica. Esa noche la pasamos con cierta ansiedad, inquietos por la expectativa, impacientes por la sorpresa futura. Nuestros celulares zanjaron la separación con Quito agotando minutos en adioses, promesas, bromas y deseos. La siguiente mañana ingresamos al Perú. Quien nos recibió del otro lado de la frontera fue un sol aplastante y el desafío de una secuencia de desiertos cada vez más grandes y desolados. Redi Mañigas, un ciclista local que se acercó a nosotros mientras conseguíamos repuestos en una bicicletería de Tumbes, fue nuestro estrafalario guía a lo largo de una buena parte de la costanera por la que empezamos a adentrarnos en el vecino del sur. Entusiasmado —pero nada sorprendido— por el carácter de nuestra empresa, Redi no se portó perezoso para empezar a aventurarse él mismo y

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Redi Mañigas

acompañarnos durante dos días. El problema con nuestro amigable compañero era que, aunque mostraba tener mucho interés por ser parte de algún pedazo del futuro de nuestro viaje, no parecía tenerlo al momento de pagar cuentas de almuerzos, desayunos, rellenos de agua o golosinas energéticas. Tampoco parecía hacer esfuerzos por comprender las ironías con las que procurábamos decirle que estábamos de acuerdo en que nos acompañase, pero que no podríamos costear su viaje más allá de un par de jornadas. Cuando finalmente se separó de nosotros en Máncora —o más bien, cuando finalmente hicimos que se separe de nosotros—, su rostro no pudo ocultar algo

de despecho romántico: quizá él también se imaginó a sí mismo viajando en plena libertad por los caminos de su país. Los juegos en los que fuimos sumidos durante los acalorados kilómetros del norte del Perú nos dejaron literalmente al rojo vivo para cuando llegamos a Talara y prácticamente carbonizados para cuando alcanzamos Piura. Esos fueron los días de nuestro celebrado “Proyecto Morsa”, que consistía en pedalear con la menor cantidad de ropa posible bajo el exagerado sol de los desiertos, en parte aliviando con ello el ahogo pesado de nuestras ropas, en parte buscando diversión en la temeridad que suponía desafiar la fortaleza vertical del astro. La intención era una locura, más si pensamos que el día en que llegamos a Sullana hubo un momento en que nuestro termómetro llegó a marcar más de 50 grados centígrados bajo un sol sencillamente voraz. Para cuando nos dimos cuenta de lo osado de nuestro empeño, no podíamos mover un dedo sin sentir el ardor de las quemaduras y dábamos de alaridos con tan solo una mosca posándose sobre nuestras espaldas amoratadas. Andrea fue la más cautelosa con el juego, lo que le valió una piel no tan adolorida y el título oficial de enfermera de los otros dos, continuamente sedientos de cremas rehidratantes. Con el constante apoyo de nuestros hospitalarios y disparejos huéspedes —como los ceñudos oficiales de la Policía de Carreteras de Zorritos, que nos cedieron espacio en un cobertizo para extender nuestros aislantes; o el

septuagenario y bonachón bombero que nos recibió en Talara cuyo nombre nunca olvidaremos: Santos Perfecto Jara Ruidía; o el silencioso padre Ángel, que sin hacer muchas preguntas nos abrió las puertas de una casa parroquial junto a la iglesia principal de Sullana; o Hércules Guerrero, guardián nocturno de un antiguo colegio salesiano de Piura, que involuntariamente nos hizo pensar que el edificio estaba lleno de fantasmas; etc.—, llegamos finalmente al borde del atemorizante desierto de Sechura: más de 200 km de tierra baldía, prácticamente abandonada y por momentos vacía de nada que no fuera el manto amarillo de la arena y el exiguo decoro de la franja oscura de pavimento por sobre la cual tendríamos que avanzar sin refugio posible para escondernos del sol. Aunque siempre estuvo previsto que esa sería la primera vez en la que no habría un poblado esperándonos al caer la noche, ese conocimiento previo no ayudó a amainar los nervios de la víspera. Cerca de diez litros de agua por persona, además de copiosas provisiones que incluían más de un kilo de mortadela comprada “por error”, hicieron del equipaje un peso más cansino que de costumbre en la madrugada en que nos alejamos de Piura rumbo al interior de ese enorme yermo de arena. Al menos no había necesidad de preocuparse por el mal clima: un campesino de las afueras del desierto nos contó que sobre su casa no había llovido desde 1997. Pero había que avanzar, pese a todo, y eso fue lo que hicimos ese día agotador que se despidió de nosotros con un es-

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Los desiertos del norte del Perú fueron nuestra etapa de afianzamiento tanto físico como anímico. La escasa presencia de desniveles considerables apenas era un alivio: a cambio debíamos enfrentar fuerte calor y abundante viento en contra. Cuando todavía no alcanzábamos un nivel de fuerza que nos permitiese relajarnos, los días

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solían empezar muy temprano, lo cual nos daba menos tiempo de sueño del que hubiésemos querido tener para recuperarnos. Algunos llegaron a afirmar haber estado a punto de quedarse dormidos mientras pedaleaban, y casi nadie desperdiciaba un momento forzado de descanso —como los pinchazos— para tomar una siesta.

El primer campamento del viaje tuvo lugar en uno de los parajes más increíbles: el desierto de Sechura. Dormimos en un punto de la carretera en el que no era visible ningún tipo de vegetación hasta el fin del horizonte. Escogimos la presencia de un par de pequeñas dunas con la esperanza de que ellas nos ocultasen del tráfico vehicular y

así reducir al mínimo la probabilidad de un robo. A pesar de eso, todas las alforjas durmieron en una de las carpas junto con Andrea. Las bicicletas permanecieron apiladas en el exterior, pero atadas a nosotros con correas y elásticos en un sistema de alarma que por suerte nunca tuvo que probar su efectividad.

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Entretenidos en el trajín de levantar el campamento y elaborar algún tipo de merienda con las provisiones que habíamos llevado, casi no nos dimos cuenta del avance de la tarde. Cuando el ocaso finalmente encendió casi todas las nubes sobre nuestras cabezas, permanecimos boquiabiertos y en silencio ante un horizonte que creíamos

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verdaderamente irrepetible. Esos minutos fueron una sonrisa que nos ofrecía el cielo de ese rincón peruano como premio a los esfuerzos de la hasta entonces jornada más larga del trayecto. Aunque es imposible establecer momentos favoritos en un viaje tan intenso, ese día es sin duda uno de los más recordados.

Los bomberos del Perú trabajan como voluntarios, por lo que no reciben remuneración directa y a menudo deben trabajar sin presupuesto. Quizá esa sea la causa para que casi todos los que conocimos hayan sido gente dedicada por completo al trabajo comunitario y la ayuda al prójimo. Son contadas las ocasiones en que no quisie-

ron abrirnos sus puertas con el mejor de los ánimos. No solo ocurría con nosotros: fue en la estación de bomberos de Chiclayo en donde conocimos a Guillermo de la Vega, caminante por la paz, quien por entonces había recorrido ya tres países a pie desde que había salido de Medellín con cinco dólares en el bolsillo.

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pléndido ocaso —quizá el más vistoso de todo el viaje—, lentamente descendido sobre nuestras carpas ancladas en el solitario vacío de Sechura. Al día siguiente, mientras íbamos pensando en la alegría de nuestra nueva victoria conforme salíamos del desierto, recibimos en Mórrope las asombrosas noticias de alguien de quien ya habíamos escuchado desde nuestro paso por El Naranjal: el viajero colombiano Guillermo de la Vega. “El caminante de la paz”, como él mismo se hacía llamar, había salido del desierto ese mismo día por la mañana y seguramente estaría ya en Lambayeque, a escasos 15 o 20 km de donde nos encontrábamos entonces. “Don Guille”, a quien finalmente conocimos al siguiente día en la Compañía de Bomberos Voluntarios B-27 de Chiclayo, venía cubriendo una ruta mucho más extensa que la nuestra y con el enorme mérito —o la enorme locura, si se quiere— de hacerlo por entero a pie. Había salido de Medellín, Colombia, cuatro meses y cuatro días antes de que nuestros caminos se cruzasen en ese rincón del Perú, y desde entonces había caminado de aventura en aventura por más de 3.000 km. Más que la caótica locura de Chiclayo o los fascinantes vestigios mochicas que se exhiben en la zona de Lambayeque, fue don Guille quien nos dejó la impresión más severa y rica para el resto de nuestro recorrido. Su viaje, que aún continúa, es un viaje de resurrección espiritual, un viaje dedicado a Dios por haberlo sacado de un terrible pozo, una clausura simbólica para una historia llena de grandes caídas

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y de grandes cumbres. Por su espíritu resuelto, jovial y rabiosamente libre, don Guille, sin duda, es el viajero más radical y auténtico de todos los que conocimos durante los días de Sudamérica a pedal.1 Pero ni siquiera don Guille ocuparía el puesto preponderante en nuestras memorias de ese Perú desértico y ventoso que atravesamos antes de llegar a Trujillo. Quien merece nuestro saludo más profuso es el humilde y apasionado Luis Ramírez D’Angelo, conocido por ciclistas de todo el mundo por administrar la “Casa de la Amistad”, un refugio para viajeros por donde han pasado ya más de 1.000 personas en los últimos 20 años. Lucho, llevado por su incondicional amor al ciclismo, no pide nada a cambio a ninguno de los muchos que de él reciben posada y amistad. Repleta de historias y presencias, su casa se ha convertido en un templo para quienes viajan por el mundo ya sea a pedal, a pie, o de cualquier otra forma. En los libros de memoria de la casa encontramos, además de relatos escritos por gente a la que hasta entonces conocíamos solo como leyenda, un nutrido cuerpo de datos, consejos y advertencias francamente inspiradoras para nuestra empresa. 1 Mientras se escriben estas líneas, en los últimos días del año 2008, don Guille continúa su marcha a pie por el continente. Desde que nos despedimos de él en Chiclayo, ha cruzado con éxito Perú, Bolivia y Paraguay. Por lo pronto se encuentra en Brasil, cerca de Sao Paulo, desde donde seguirá hacia Uruguay, Argentina y Chile. Su objetivo es visitar todos esos países y volver a su hogar, también a pie, por la misma ruta por la que ha caminado de ida. Así demostrará a quienes lo hemos visto que todo es posible si se pone el suficiente empeño para lograrlo. Según lo previsto, don Guille caminará de nuevo por el Ecuador durante algún período del año 2010.

Trujillo, ciudad curiosamente fundada el mismo día que Quito, nos ofreció un descanso de cinco días, todos los cuales los pasamos en la Casa de la Amistad del famoso Luis Ramírez. Además de posada y soporte mecánico, Lucho nos regaló uno de los contactos humanos más enriquecedores de nuestro paso por Perú. Su espo-

sa Aracely y su hija Ángela, acostumbradas al constante paso de ciclistas y viajeros, no tardaron en tratarnos como si hubiésemos sido viejos amigos. El segundo hijo de esta familia es, como casi todo en esa casa, un homenaje al deporte: Lucho lo bautizó André François Lance, usando nombres de tres ciclistas a los que él admira.

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Junto a Lucho y su familia dimos por concluida la primera gran etapa de nuestra aventura durante cinco largos días de descanso en la ciudad de Trujillo. Para ello tuvimos primero que cumplir dos etapas en extremo agotadoras a fin de cubrir la distancia faltante desde Chiclayo. En ese tramo, la costa del Perú continuó con su alternancia entre extensos yermos desoladores —de los que Sechura, en realidad, es solo un ejemplo— y coloridos valles cultivados con minuciosa exageración. Por ser un ambiente tan seco, la vida depende casi por completo de las lluvias que empapan la Sierra y los consecuentes ríos que se descuelgan desde ahí: de cada uno de ellos se fabrican los deltas más anchos posibles, dentro de los cuales florecen ciudades, praderas, bosques y hasta cultivos tan húmedos como el arroz; fuera de ellos, en cambio, la dramática soledad de los desiertos apenas se ve inquietada por los escarpados cerros que adornan las ramificaciones occidentales de los Andes. Durante esos días, el pequeño puerto de Pacasmayo nos sorprendió por la vitalidad pintoresca de su muelle, mientras que Paiján nos atemorizó por una supuesta banda de asaltantes de la que habíamos sido advertidos aun antes de entrar al Perú. La propia policía pareció preocupada por nuestro paso, tanto que fuimos escoltados por patrullas hasta el peaje de Chicama y luego, en relevo, hasta el mismo centro de la ciudad de Trujillo. Llegamos, como solíamos decir nosotros, “pidiendo perdón”, completamente exhaustos por la exigencia de la ruta y

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Lucho Ramírez

la presión que involuntariamente ejercían sobre nosotros nuestros escoltas uniformados. Los abrazos con Lucho, que nos recibió sin esperarlo, fueron más somnolientos que emocionados, fiel evidencia de la fatiga que, por primera vez, triunfaba sobre nuestro impulso de continuar sin reparos.

Luego de Trujillo, nunca en el viaje volvimos a ver el mar subidos en una bicicleta. Gracias a los consejos de Lucho, decidimos alterar nuestra ruta —que originalmente debía pasar por Lima—, para adentrarnos hacia las alturas de la sierra peruana. Esa decisión nos obligó a despedirnos de algunas ventajas evidentes (pavimento,

poco desnivel, cercanía a centros poblados importantes, disponibilidad de servicios, etc.) Sin jamás arrepentirnos, no fueron pocas las ocasiones en los siguientes meses en que algunos de nosotros creímos extrañar el calor costeño, la comida, el bullicio de la gente y los espléndidos atardeceres, como éste en el muelle de Pacasmayo.

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El letargo y el extravío en los que nos vimos envueltos durante los siguientes días en Trujillo —al tiempo esperábamos el arribo desde Quito de dos nuevos integrantes de la travesía, Juan Fer y José Luis—, resultó ser una constante para todos los días de descanso que vivimos desde entonces. Quizá para nosotros ya nada podía igualarse a la emoción del camino y el trajín diario de la ruta: tan feliz, tan insólito, tan libre nos resultaba todo ello. Al tiempo que visitábamos como fantasmas las calles del centro colonial, las playas del famoso Huanchaco o algunos de los muchos monumentos preincaicos que viven

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en torno a Trujillo, nada más había en nuestras mentes que el siguiente paso que debíamos dar en pos de nuestro sueño. La mastodóntica cordillera de los Andes simplemente descansaba en aparente silencio: ella no nos esperaba, no nos necesitaba, no se percataba de nuestro afán. Nosotros, en cambio, habíamos aguardado por años esa oportunidad de subir a su espinazo y descubrir sobre él los meandros de nuestras más ansiadas aventuras. Por eso la contemplábamos con ansia desde la ribera del mar.

El Boliche, Ecuador. Día 2.

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Pacasmayo, Perú. Día 20.

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DÍA 1 2 3 4 5 6 7 8 9 10 11 12 13 14 15 16 17 18 19 20 21 22-26

DESTINO Machachi (provincia de Pichincha, 2.935 msnm) Ambato (Tungurahua, 2.665 msnm) Guaranda (Bolívar, 2.630 msnm) Descanso en Guaranda Juan Montalvo (Los Ríos, 50 msnm) Milagro (Guayas, 35 msnm) El Naranjal (Guayas, 30 msnm) Machala (El Oro, 10 msnm) Descanso en Machala y alrededores Huaquillas (El Oro, 20 msnm) Zorritos (departamento de Tumbes, Perú, 0 msnm) Los Órganos (Piura, 0 msnm) Talara (Piura, 0 msnm) Sullana (Piura, 60 msnm) Piura (Piura, 25 msnm) Descanso en Piura Desierto de Sechura (Lambayeque, 30 msnm) Chiclayo (Lambayeque, 25 msnm) Descanso en Chiclayo y alrededores Pacasmayo (La Libertad, 0 msnm) Trujillo (La Libertad, 15 msnm) Descanso en Trujillo y alrededores

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KM 58 99 99 72 81 73 98 76 66 87 66 82 53 117 97 106 117 -

Quito

N

Machachi Ambato

Altura máxima

4.180 msnm Páramo de El Arenal (Ambato-Guaranda)

Altura mínima

0 msnm (costa del Pacífico)

Mayor desnivel (subida) Mayor desnivel (bajada)

1.515 m Ambato-El Arenal (48 km) 2.580 m El Guayco-Montalvo (50 km)

Día más largo (hrs. pedaleadas)

Ambato-Guaranda 7h 25m

Día más corto (hrs. pedaleadas)

Sullana-Piura 3h 20m

Día más rápido (vel. máxima)

Machachi-Ambato 65 km/h

Día más lento (vel. promedio)

Ambato-Guaranda 13,2 km/h

Distancia total recorrida desde Quito

1.447 km

Guaranda Montalvo Milagro El Naranjal Machala Huaquillas

Zorritos Los Órganos Talara

Sullana Piura

Desierto de Sechura Chiclayo Pacasmayo

Trujillo -37-

P

Los días de la aventura

Trujillo-Cusco, 1.856 km

(8 de febrero a 18 de marzo de 2008)

El descanso de Trujillo trajo consigo un cambio muy significativo: la inclusión en nuestra tropa de Juan Fernando y José Luis. Ellos recibieron con mayor sorpresa que los demás (Andrea, Andrés y Mario) la noticia del cambio de ruta, pues los obligaba a iniciarse en el recorrido con el enorme desafío que suponía el ascenso a la cordillera. Las

preocupaciones no fueron vanas. El primer día de ascenso, Juan Fernando se separó involuntariamente del grupo y tuvo que esperar durante horas bajo un sol potente. Hacia la tarde sufría de insolación y principios de deshidratación. Al siguiente día, fue José Luis quien colapsó a causa del calor y la dificultad de la subida.

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E

l Cañón del Pato es una enorme quebradura en el costado occidental de los Andes por donde se descuelga el río Santa, que viene desde los páramos del sur de la Cordillera Blanca, atraviesa todo el Callejón de Huaylas en dirección norte, y luego desciende abruptamente hacia la Costa para desembocar en el Océano Pacífico cerca de Chimbote, unos 500 km al norte de Lima. Por la ruta de ese cañón y junto a ese río habríamos de avanzar durante cinco inolvidables días en nuestro ascenso a las montañas. Un día más, abandonando al Santa ya muy cerca de sus orígenes, fue todo lo que hizo falta para alcanzar una de las conquistas más portentosas —al menos al nivel de dificultades en la ruta— de nuestro viaje: los 4.825 msnm del abra de Yanashallash, muy cerca ya de los glaciares que cubren el nevado Pastoruri. Esa pequeña hazaña sería el cautivante inicio de la etapa más difícil, agotadora, desafiante y alegre de Sudamérica a pedal. Los Andes centrales del Perú, con toda su espectacular magnitud y su descollante prepotencia de piedra vertical, fueron el escenario de nuestra mayor aventura. Todo en esos días sucedió de manera tan intensa y acelerada que apenas podíamos darnos cuenta de lo que veíamos y conocíamos a un ritmo abrumador. No bien habíamos salido de los desiertos costeños y ya nos encontrábamos en un mundo de fantasía embriagante, erguido entre cerros descomunales, tajos abruptos, caleidoscopios de colores y poblaciones, curvas y más curvas que enroscaban laderas, grutas, cañones y valles. La

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emoción de la marcha fue en esos días total, tan total que apenas dejó espacio para otras historias y otros pensamientos. Los días de la sierra peruana fueron los días que más inmersos estuvimos en la ruta, más desconectados de todo lo que no fuese disfrutar el viaje, más felices por vivir lo que habíamos decidido vivir. Superada la Cordillera Blanca fuimos avanzando básicamente hacia el Oriente por regiones que resultaban remotas e inhóspitas incluso para la gran mayoría de peruanos. Un policía rural que conversó con nosotros cerca de Tingo Chico, el día que llegamos a Acobamba, casi no podía comprender la razón de nuestra presencia en esos parajes al tiempo que maldecía su suerte por haber sido enviado a ese rincón maldito de su país. Para nosotros, sin embargo, ese rincón era magia y belleza pura, era audacia e intriga, era, sobre todo, una enorme y radiante libertad. Por varios días no tuvimos la comodidad del pavimento, y hasta llegamos a olvidar lo relativamente fáciles que podían llegar a ser los días sin pinchazos, sin lodazales, sin pedruscos y arroyos poblando la carretera. Quizá el culmen de ese estado fue el brutal descenso a la ciudad de Huánuco desde las alturas de la Corona del Inca: más de 50 km —y 2.000 metros en cuanto al desnivel— de lastre duro, agudamente pedregoso, plagado de perros molestos por nuestro paso y de doloroso traqueteo en brazos, manos y cuello. Anochecía cuando, al final del descenso, ya casi no nos importaba esquivar las piedras al tiempo que bajábamos como diablos y los corazones a mil.

Más endemoniado aún fue el ascenso a Cerro de Pasco, de nuevo por sobre los 4.000 msnm. A la salida de Huánuco nos sorprendió un paro campesino que había bloqueado la carretera en las ciudades de Ambo y San Rafael. La gente protestaba por el excesivo precio del fertilizante de papas (120 a 150 soles por quintal, frente a los escasos 30 céntimos de sol en que se comercializaba un quintal del producto agrícola). La congestión de buses y camiones, junto con la expresión violenta de muchos de los pobladores y el estrés con el que la fuerza pública trataba de organizar el desorden, nos llegaron a asustar en más de una ocasión. Un poco más arriba, en Huariaca, luego de una noche sucia por la falta de agua en las instalaciones que nos prestó la junta parroquial del pueblo, el grupo empezó a tambalear por la fatiga que exigía el esfuerzo del terrible ascenso. La aproximación final a Cerro de Pasco la hicimos en medio de un aguacero insoportable del que por suerte pudimos escapar poco antes de empezar a tener problemas de hipotermia. En Cerro, la maravilla. Cerro de Pasco es una ciudad que demuestra los límites —o la falta de límites— del espíritu humano. El pretexto de una inmensa mina que se abre en medio de la ciudad mantiene a una población espectral en un páramo inclemente y desolador. Todo en esa ciudad es, por decirlo de alguna manera, peculiar. La sensación de exagerada extrañeza pasea por las calles y plazas, invadiendo los espíritus como el frío rebota entre portales y hombres. Para nosotros fue una ciudad de

completa locura, encaramada en una altitud casi increíble (a los 4.4000 msnm, se declara a sí misma la ciudad más alta del mundo), caótica como ella sola, oscura y eternamente nostálgica de su esplendoroso pasado minero de “Nuevo Potosí”. Bastó fijarse en la leyenda que decoraba un escudo ostentado en la entrada de la ciudad para darse cuenta de esa alma tortuosa que impera en ella: “Tierra de machos, no de muchos”. Nos alejamos de ese pequeño y conmovedor infierno de la altura a través de la “Meseta de Bombón”, una amplia explanada circundada por montañas —primer verdadero altiplano que enfrentamos— cuyo nombre causó en alguno de nosotros mucho más que simple risa, y por donde nos abrimos camino a otra población sacada de un mal sueño: La Oroya. Allí, en esa desordenada ciudad que, en torno a una enorme fábrica que procesa los diversos minerales obtenidos en Cerro, se encarama por los riscos lunares que crea el río Mantaro poco después de su nacimiento, pasamos la noche. Como en muchas otras ocasiones, lo hicimos gracias a la gentileza de la Policía Nacional del Perú, al tiempo que esperábamos noticias de Carla y David, los dos últimos integrantes de Sudamérica a pedal que finalmente habían salido en bus de Quito y se unirían al grupo en cualquier momento. Sin todavía encontrarnos con ellos pedaleamos una larga jornada llena de anécdotas que nos depositó en Huancayo, tercera urbe en importancia de la serranía peruana, luego de Arequipa y Cusco. Carla y David final-

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A pesar de que los encañonados que acompañaron nuestra subida eran a momentos completameånte abismales, el ascenso a la sierra de Ancash se logró con bastante mayor fluidez de la esperada. La causa de esta supuesta facilidad fue el trazado de la carretera, la cual sigue casi sin interrupciones el lecho del río Santa. Solamente

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en los sectores más abruptos, como los desfiladeros de Yuramarca o la zona del Cañón del Pato, el camino se encarama por las laderas o corta camino a través de túneles. El resto del tiempo la subida es moderada, aunque eterna. Una vez que nos dimos cuenta de que el ascenso era en realidad posible, nuestra fuerza se multiplicó.

La carretera en la zona del Cañón del Pato propiamente dicha está sembrada de túneles. En dos días, llegamos a contar más de cuarenta. La mayoría de ellos apenas alcanzaba los doscientos o trescientos metros, pero hubo muchos que se prolongaron más y nos obligarona utilizar linternas frontales para no perder el rumbo. Lo

preocupante en esos casos era el posible paso de alguno de los múltiples camiones de carga que pueblan esa zona minera del Perú. Quienes pasaban en primer lugar esperaban en el otro extremo la llegada del resto del grupo para así advertir a los conductores de nuestra presencia.

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El paso de Yanashallash (4.825 msnm) resultó ser el punto más elevado por el que pasamos en todo el viaje. El día en que lo atravezamos comenzó en Carpa, un pequeño puesto de control en el interior del Parque Nacional Huascarán, en donde habíamos sido recibidos con rondas de pisco y un breve campeonato de 21 patrocinado por

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José, el guardaparques. Todo a la siguiente mañana fue subir y subir sin descanso. Cuando alcanzamos los 4.710 msnm, un collado nos hizo pensar que lo habíamos logrado, pero a la vuelta descendimos unos 200 metros que hubo que recuperar antes de alcanzar la verdadera cumbre. Ese fue el primer día en que nevó sobre nosotros.

Artesanías de Huancayo

mente aparecieron, pero con una sorpresa: no se quedarían a esperar que la tropa recupere el aliento en los dos días de descanso programados en Huancayo. Impacientes por emprender la marcha y algo nerviosos por “no estar a la altura” de quienes habían pedaleado por ya casi dos meses, decidieron avanzar con un día de anticipación, siguiendo la idea de hacer etapas menos bruscas y juntarse definitivamente con los demás en Ayacucho, cuatro o cinco días después. Las jornadas que se sucedieron fueron espectaculares. El pavimento que habíamos recuperado en Huánuco solamente nos acompañó hasta Izcuchaca. Luego de eso todo fue polvo, piedras, lodo y diversión. Fuimos siguiendo los pasos de nuestros compañeros adelantados, de quienes tuvimos abundantes noticias gracias a los diver-

sos pobladores locales con los que conversamos. El día que dormimos en el pequeño caserío de Huajoto —y que seguramente recordaremos toda la vida como uno de los mejores de viaje—, una tropa de niños nos bombardeó con su entusiasmo y nos informó de todas las penurias de David y Carla, con quienes también habían trabado amistad la noche anterior. Algo similar ocurrió un poco más adelante, en Mayocc, donde la dueña de una fonda nos dio de comer lo mismo con que había alimentado a nuestros amigos esa misma mañana. El día en que todos llegamos a Ayacucho, unos por la mañana y otros por la tarde, finalmente se consolidó la tropa que lo había planeado todo desde Quito, y Sudamérica a pedal entró en su fase más fraternal y festiva. Ya no había poder en el mundo que nos arrebatase el logro que suponía estar ahí, en ese momento y entre esa gente, y mucho menos cabía la posibilidad de que algo opacase nuestro triunfo de continuar viajando en bicicleta por el Perú, por Sudamérica, por el mundo. La reunión no alteró el ritmo de la aventura. Los acontecimientos se volcaron sobre nosotros con una fuerza casi febril, y recordarlos ahora hace que nos invada la sensación de que aún están aconteciendo... Caluroso es el día en el que salimos de Ayacucho, por primera vez juntos siete aventureros. No, mentira: José Luis se ha quedado arreglando un asunto con respecto a los pasajes aéreos de su futuro retorno a Quito desde Cusco. Nos alcanzará un par de horas más tarde, a bordo

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Más aun que Cerro de Pasco, La Oroya es la causante de la agresiva contaminación que sufre el río Mantaro, uno de los más importantes de la sierra central del país y principal fuente de agua para el enorme valle que lleva su nombre, por muchos considerado el “granero del Perú”. La ciudad sorprende tanto por su ubicación en una estrecha

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quebrada sin vegetación alguna a los 3.680 msnm como por su aspecto caótico, empobrecido y marginal. Carla y David empezaron su viaje en este punto, aunque por problemas de comunicación no llegaron a encontrarse con el resto sino dos días después, cuando arribaron a Huancayo, capital del departamento de Junín.

Luego de Huancayo, transitamos muchos días por caminos de segundo orden y vías alternas que supuestamente nos harían evitar las cumbres de cada páramo que atravesábamos. Caminos en malas condiciones y enormes desniveles fueron la tónica constante de la marcha. Ya que Carla y David decidieron hacer la ruta Huancayo-

Ayacucho con un día de ventaja a pretexto de “nivelarse”, fue solamente en esa última ciudad donde por fin nos encontramos todos (a excepción de Santiago, que solamente pedaléo en Ecuador). El grupo entero coincide en que esas fueron las semanas más difíciles, agotadoras y divertidas de todo el trayecto.

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de uno de los miles de mototaxis que se derraman por las ciudades de todo el Perú. La mañana transcurre sobre enormes serpientes empolvadas que trepan por los cerros; la ciudad se queda abajo, juega a esconderse tras cada curva, con cada quebrada. Esperamos en un chozón que nos provee de alimento. José Luis no llega: ha reventado llanta su mototaxi y las complicaciones y anécdotas que eso genera son varias. Llamadas por teléfono, planes incomprendidos, charlas confusas con los campesinos… ¿Subirá? Cuando finalmente llega, a espaldas de un camión que traquetea su vejez junto a una nube de humo blancuzco, hemos malgastado la mañana en charlas que rememoran nuestra adolescencia e imprecaciones burlescas en contra del ausente. La marcha continúa sin mayor colaboración de nuestros vehículos: varias ruedas se resisten a seguir y sueltan su aire con un desdén casi divertido, algunas cadenas plantan quejas por la sequedad de sus goznes, alguno de nosotros empieza a perder el aliento. En fin, la tarde avanza más que nosotros y de pronto nos encontramos nuevamente con lijas, gomas y parches, dando rescate a un nuevo tubo en el silencio oscuro de la noche que ha descendido sobre los sembríos multicolores que rodean el poblado de Matará. Por suerte Andrea y Juan Fer han adelantado marcha y esperan al grupo en compañía de una familia que ha accedido a cocinarnos un plato de comida y gracias a la cual se ha gestionado el uso de una fría casa comunal donde podemos pernoctar.

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¿El amanecer? Frío, nubloso, lleno de jovial intriga para nuestros pesados caballitos. La misma familia nos tiene listo un desayuno a lo campesino, tan simple como generoso. En seguida continuamos el ascenso y al poco tiempo empiezan a rodearnos los pajonales de altura. No será fácil alcanzar el paso este día: el lodo complica la marcha y no son pocas las veces que decidimos cortar camino por la mitad de la loma, pedaleando sobre prados almohadillados con un pasto tímido pero tupido, pidiendo paso a rebaños de abultadas ovejas y boquiabiertos ante la solemne magnitud del valle que va quedando a nuestras espaldas. Cada descanso repite charlas de una trascendencia entonces oculta: se piensa en la amistad, en la alegría que provoca estar en la ruta, en lo que somos y habremos de ser una vez concluida la penuria de ese páramo. Arriba jugueteamos sobre las rocas indiferentes que algún gigante ha derramado en el manto amarillento del collado. Unos arreglan alforjas, se arropan en espera del viento que parece prometer el horizonte; otros abren el mapa, hacen cálculos sobre los kilómetros que faltan para alcanzar la cima —quizá tres, cuatro curvas—; todos posamos para acrecentar el número de fotos que vamos cargando a cuestas en una memoria que parece no saber qué hacer con tanta cosa importante que le ha llovido en estas últimas semanas. Del otro lado de la cuchilla —a la que finalmente llegamos cerca del mediodía— nos sorprende un descomunal encañonado del que se puede ver

El carnaval que presenciamos en Abancay fue una revelación completamente sorpresiva. Los festejos, sin presencia de otros turistas que nosotros y uno que otro visitante esporádico más, convocaron a decenas de comunidades de Apurímac y los departamentos adyacentes (Huancavelica, Ayacucho, Cusco y hasta Puno). Entre

bailes, comparsas, chicha, hoja de coca y cerveza, lo que más nos asombró fue la violencia de las representaciones. En los 15 o 20 minutos que tenían para presentar su comparsa, algunas comunidades lograban emborracharse completamente y hacer del baile una desenfrenada pelea de pedradas y latigazos.

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Lo que hizo de la sierra central del Perú la zona más desafiante del viaje fue sin duda su rugosidad. Los Andes peruanos son mucho más bruscos que nuestro callejón interandino. Aparte de algunas excepciones mínimas, el relieve jamás nos dio tregua: tuvimos que acostumbrarnos a fluctuar entre los 2.000 y los 4.000 msnm (a ve-

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ces más) casi todos los días. La presencia solemne y maciza de las cumbres nubladas nunca nos intimidó, pero nos recordaba contínuamente el respeto y el esfuerzo que debíamos tributarles. Luego de esa prueba de fuego, ya casi daba lo mismo si el viaje debía continuar por mil o por diez mil kilómetros más. Éramos ya muy fuertes.

Niñas campesinas de Huancavelica

la entrada, mas por ningún lado la salida. Al fondo, el río Blanco, uno más de la ya nutrida cuenta que hemos coleccionado en los Andes del Perú. Todo lo que sube baja, dicen, y todos ansiamos desde hace rato reposar músculos tanto como huir de ese aire

helado y penetrante que aparece sobre los 4.000 msnm. La bajada, sin embargo, aviva antiguos dolores en brazos, manos y cuellos, pues el lastre es pedregoso y está cuajado por grietas y abultamientos que hacen temblar nuestro móvil equipaje. Almorzamos en Ocros, pueblo que reclama ser cuna de Andrés Avelino Cáceres, uno de los grandes héroes —junto con Miguel Grau y Francisco Bolognesi— de la Guerra del Pacífico, antigua derrota cuyas llagas abiertas en la conciencia peruana no dejamos de encontrar en nuestro recorrido diario. Más abajo, la vegetación se transforma en un bosque seco de algarrobos y cactus por el cual se vuelve a escabullir la tarde tornasolada. Una vez traspuesto el río Blanco, no queda más que continuar a oscuras en busca de la población de Ahuairo, único lugar de la zona donde podremos encontrar posada según nos han dicho algunos caminantes. No faltan algunas palabras cruzadas y peleas ocasionadas por el mal genio del retraso y el temor natural de la noche. En el fondo, sin embargo, todos sabemos que, si Ahuairo no aparece, bien habrá un alma generosa dispuesta a ayudarnos o por lo menos un recodo del camino lo suficientemente acogedor para permitirnos pasar la noche: es en estos momentos cuando aquello de que nada puede detenernos suena como una verdad incólume. Ahuairo aparece, y con ella una nueva familia dispuesta a socorrernos. Un par de jóvenes hermanas nos guían por el pueblo en busca de albergue y nos cuentan acerca del paso de no pocos viajeros similares a nosotros en el

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A Quillobamba arribamos luego de un pronunciado descenso desde Sondor, un complejo arqueológico de la cultura Chanca. Quienes llegaron primero establecieron contacto con la gente local en un pequeño comedor en el que solamente vimos mujeres y niños. En el interior, al cual nos invitaron a comer un plato de yuyo con papas, la

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camaradería que mostraban las mujeres entre sí hizo palidecer nuestras payasadas habituales. El asombro era mutuo: mientras nosotros tratábamos de descifrar en qué consistía el plato que nos habían dado, ellas se reían a carcajadas de nuestra ignorancia y hacían comentarios burlones en un quechua, para nosotros, incomprensible.

transcurso de los últimos años. Luego de algunos diálogos, ruegos y preguntas, nos acomodamos en el salón de la misma fonda que sacia nuestra voracidad y ahí pasamos una noche algo apretada. Descansamos en preparación para el siguiente día, el más corto de todo el viaje: apenas 30 kilómetros de ascenso nunca interrumpido son suficientes para acabar con nuestras fuerzas a la entrada de la población de Uripa, más de mil metros más arriba en las laderas del mismo encañonado. Es de nuevo el turno de la Policía del Perú para acoger a los visitantes y compartir algo de sus vidas con los extraños viajeros que han llegado a sus puertas, mientras afuera se desboca un aguacero tal que en poco tiempo las callejuelas del pueblo se han convertido en torrentes cargados de una danza violenta… Ranracancha, Talavera, Pacucha, Sondor, Quillobamba, Matapuquio, Huancarama, Limatambo… En esos días de aproximación al Cusco, los pueblos desfilaron bajo nuestra marcha como piedritas ligeras en el fondo de un río revoltoso. A cada descanso, el camino se desplegaba para nosotros como una sugestiva metáfora del tiempo: ya sea que mirásemos hacia atrás, hacia el pasado, hacia lo que habíamos recorrido ya, o hacia delante, hacia el futuro, hacia lo que habríamos de recorrer enseguida, siempre una extraña intensidad cubría ese filo de navaja que nos resultaba el presente, el polvo sobre el que rodábamos, las nubes bajo las que transitábamos, las rocas y acequias que íbamos esquivando.

Mascar hoja de coca se volvió una costumbre necesaria, aunque insuficiente para evitar momentos de agotamiento total como la entrada a Andahuaylas, caída ya la noche, precedida de un par de caídas aparatosas y sin más sustento en las tripas que unas pocas galletitas de colores. Y quizá ningún día tan aplastante como aquel en el que arribamos a Abancay, de nuevo con la noche a cuestas, tan rendidos como satisfechos por nuestro logro. Las atrevidas comparsas —émulos de batallas campales e ignotos festejos— que presenciamos en esa ciudad como parte del carnaval indígena más auténtico del Perú fueron mucho más que una recompensa a nuestro esfuerzo: fueron una verdadera epifanía. Finalmente, el ombligo del mundo. Cusco, tan imperial y solemne como embustera y seducida por mercaderes al servicio de un turismo de cartón, permitió que la recorriéramos en una mezcla de sincero asombro y decepcionante tedio. Todos los sitios monumentales que rodean a esta antigua capital son impactantes —Sacsayhuamán, Pisaq, Ollantaytambo, Chinchero…—, pero la inagotable masa de turistas los ha convertido en atracciones artificiales, donde todo gira continua y groseramente alrededor de una industria diseñada para gustar fácilmente y para drenar la mayor cantidad de dinero posible a quienes la visitan. Nuestra apertura de viajeros vagabundos y sinceros no congenió con esa farsa predeterminada, y en más de una ocasión fuimos a dormir con una desazón cercana al deseo de ya no ser parte de ese juego.

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Pedalear por el Perú fue siempre una combinación de asombro, cansancio y alegría. El país en el que permanecimos por más tiempo fue también el que mejor conocimos y el que más sentimos como propio. A la vez, los cambios continuos de parajes y situaciones nos mantuvieron como flotando en las nubes: cada vez que despertába-

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mos en la mañana, terminábamos una ensimismada conversación o salíamos de un cyber-café, nos costaba reconocer el lugar en el que estábamos y volver a conectarnos con el momento presente. Cada paisaje espectacular avivaba en nosotros la misma sensación de maravilla: “¿Dónde estamos? ¿¡Cómo hemos llegado hasta aquí!?”

Todo lo que se puede saber de Cusco gracias a su fama mundial es un pálido reflejo frente a la experiencia que supone visitar la ciudad en carne y hueso. La presencia de lo precolombino es tan evidente que a momentos nos seníamos caminando en otra época. La elegancia y sobriedad del estilo imperial inca, presente en casi todo el casco his-

tórico, hace de la ciudad entera un enorme monumento cargado de memoria y misterio, sin que ello le quite importancia a la grandeza de lo colonial europeo. El punto negativo fue el turismo excesivo: más dinero gastamos durante durante los diez días que pasamos en Cusco y sus alrededores que durante los dos meses que nos tomó llegar ahí.

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Nada, sin embargo, pudo opacar el encuentro con Macchu Pichu. A pesar de encaminarnos a esas ruinas legendarias con el temor oculto de encontrar en ellas nada más que una postal viviente, todos volvimos con un trastorno en el espíritu y la certidumbre renovada de que la vastedad del mundo es inagotable. Fue como si en esas piedras viésemos pruebas fehacientes de la búsqueda que secretamente motivaba nuestra marcha. Macchu Pichu, enigma encumbrado en el abismo, nos recordó a gritos que infinitos mundos son posibles en este mundo,

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que muchas vidas son posibles en esta vida. Pasar por alto esa posibilidad de lo distinto equivalía a no ver más en esas piedras que un monumento muerto, que una ciudad perdida. Pero en Macchu Pichu los muertos de un pasado imposiblemente antiguo nos advirtieron —y lo harán por siempre— que hay, hubo y habrá mucho más para el ser humano de lo que éste imagina desde sus estrechos límites cotidianos. Y quizá era justamente aquello lo que buscábamos, sin saberlo, en cada día de nuestro viaje.

Cañón del Pato, Perú. Día 30.

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Pisaq, Perú. Día 64.

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N DÍA

DESTINO

KM

27 28 29 30 31 32 33 34 35 36 37 38 39 40 41 42 43-44 45 46 47 48 49-50 51 52 53 54 55 56 57 58 59 60 61-66

Chao (departamento de La Libertad, 90 msnm) Chavimochic (La Libertad, 412 msnm) Huarochirí (Ancash, 1.010 msnm) Caraz (Ancash, 2.225 msnm) Huaraz (Ancash, 3.050 msnm) Descanso en Huaraz Carpa (Ancash, 4.130 msnm) Huallanca (Ancash, 3.490 msnm) Acobamba (Huánuco, 3.000 msnm) Huánuco (Huánuco, 1.855 msnm) Descanso en Huánuco Huariaca (Pasco, 2.910 msnm) Cerro de Pasco (Pasco, 4.380 msnm) Carhuamayo (Junín, 4.060 msnm) La Oroya (Junín, 3.680 msnm) Huancayo (Junín, 3.270 msnm) Descanso en Huancayo Izcuchaca (Huancavelica, 2.880 msnm) Huajoto (Huancavelica, 2.665 msnm) Huanta (Ayacucho, 2.585 msnm) Ayacucho (Ayacucho, 2.740 msnm) Descanso en Ayacucho y alrededores Matará (Ayacucho, 3.340 msnm) Ahuairo (Apurímac, 2.025 msnm) Uripa (Apurímac, 3.185 msnm) Andahuaylas (Apurímac, 2.895 msnm) Matapuquio (Apurímac, 3.025 msnm) Abancay (Apurímac, 2.340 msnm) Descanso en Abancay Curahuasi (Apurímac, 2.650 msnm) Pampaconga (Cusco, 3.400 msnm) Cusco (Cusco, 3.300 msnm) Descanso en Cusco y alrededores

66 71 53 66 70 58 70 61 99 70 53 45 90 122 70 72 82 50 66 79 29 67 58 90 71 63 65 -

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Altura máxima

4.825 msnm Yanashallash (Carpa-Huallanca)

Altura mínima

90 msnm Chao

Mayor desnivel (subida) Mayor desnivel (bajada) Día más largo (hrs. pedaleadas)

1.640 m Abancay-Páramo (36 km) 2.145 m Corona del Inca-Huánuco (60 km) Acobamba-Huánuco 7h 10m

Día más corto Cerro de P.-Carhuamayo (hrs. pedaleadas) 2h 36m Día más rápido (vel. máxima)

Curahuasi-Pampaconga 62,7 km/h

Día más lento (vel. promedio)

Ahuairo-Uripa 8,3 km/h

Distancia total recorrida desde Quito

3.303 km

Trujillo

Chavimochic Chao Huarochirí Caraz

Acobamba Huaraz Carpa Huallanca Huánuco Huariaca Cerro de Pasco Carhuamayo La Oroya Huancayo Izcuchaca

Huajoto Huanta

Ayacucho

Matará

Ahuairo Pampaconga Matapuquio Uripa Curahuasi Andahuaylas Abancay

Cusco

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Los días del misterio

Cusco-Potosí, 1.257 km

(19 de marzo a 15 de abril de 2008)

Luego de pasar el páramo de La Raya, se abrieron ante nosotros los inicios del altiplano por el que habríamos de viajar al menos un mes. Ese día, antes de concluir la subida previa al paso del abra, nos encontramos de casualidad con otros dos ciclistas viajeros, Christian y Claire. El quiteño y la norteamericana habían iniciado su viaje en San-

tiago de Chile unos cuantos meses atrás, y se dirigían hacia el norte con destino en Quito. Cuando nos encontramos, tanto su odómetro como el nuestro marcaban alrededor de 3.500 kilómetros. De manera casual, se había producido un encuentro en la mitad de ambos viajes.

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A

bandonar Cusco fue también abandonar una geografía y una modalidad particular del viaje. Poco más allá de las cordilleras que rodean la antigua ciudad imperial y sus numerosas ruinas aledañas, fuimos ascendiendo hacia la conjunción de tres grandes nudos montañosos que dan fin a la enorme serranía central del Perú, tierra de continuos y asombrosos desniveles, y sirve de acceso al enorme altiplano que se extiende por cientos de kilómetros hacia las alturas occidentales de Bolivia. Luego de una larga sesión de fotos junto a los macizos de la zona —en el punto más alto que alcanza la carretera que sigue de la ciudad de Sicuani hacia el sureste—, y tras reír maliciosamente bajo el enorme cartel que indica el nombre del lugar —“Abra La Raya”—,1 entramos al último territorio que habríamos de recorrer en el Perú: el departamento de Puno. El altiplano peruano-boliviano —el más extenso del mundo— había sido por años una de nuestras expectativas más fuertes. Todo lo que habíamos podido averiguar sobre la zona era, por decir lo menos, tan intrigante como atractivo. Que Bolivia era demasiado despoblada (lo cual nos ocasionaría problemas de abastecimiento), que en el altiplano las temperaturas podían descender a muchos grados bajo cero en las noches (lo cual dificultaría pernoctar en carpa), que el territorio aimara puede ser 1 En el Perú, se denomina “abra” a lo que en el Ecuador se llamaría “collado” o “nudo”. Se trata de una abertura entre montañas que sirve de paso de un lado de la cordillera a otro. El abra La Raya es el límite natural entre los departamentos de Cusco y Puno, en lo que a la postre resultaría casi la mitad exacta de nuestro viaje hasta Mendoza.

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hostil e incomprensible (lo que haría complicada nuestra relación con la gente local), que los paisajes serían tan desoladores como espectaculares… En fin, aunque nada de esto resultó ser del todo cierto —ni del todo falso—, la verdad fue que Bolivia nos acogió con todo el esplendor de su misterio y nos dio la oportunidad de vivir los días de mayor asombro y aprendizaje ante las inquietas extrañezas de nuestro continente. De todos los países que visitamos durante el recorrido, Bolivia fue el más original. Convulsionado por un complejo entramado de conflictos políticos y sociales, el país más pobre de América del Sur fue para nosotros una peculiar fuente de contacto con la riqueza humana más sorprendente del viaje. Y la más incomprensible, también. La rivalidad crecientemente aguda entre las provincias de la Sierra (La Paz, Oruro, Potosí, Cochabamba y Chuquisaca) y sus hermanas rivales de “la Media Luna” (Pando, Beni, Tarija y, especialmente, la pujante e instigadora Santa Cruz), entre otras cosas, provocan un desasosiego inclemente que en varias ocasiones ha llevado al país al borde de la desintegración y el caos. Frente a ello, sin embargo, a menudo da la impresión de que la pétrea población indígena del altiplano mantiene una actitud de silencio, de ausencia, como si nada de ello le incumbiese o, más aún, como si nada de ello mereciera su atención. Para nosotros, que poco o nada acertado podemos decir acerca del corazón profundo de Bolivia y sus irremediables problemas, el contacto con los hombres y

Santa Rosa fue la primera población del altiplano en la que pasamos una noche. La luz del atardecer fue especialmente benévola para permitirnos observar la infinita llanura flanqueada de cerros. Una vez en la plaza del pueblo, una señora (Ruth) se acercó y trabamos amistad. Al rato nos invitó a su casa y nos hizo probar un plato regional

típico en la época de Semana Santa, algo similar a la fanesca. No pudimos quedarnos con ella por falta de espacio, pero, gracias a su ayuda y la intervención del sacerdote local (padre Pablo), conseguimos hotel por apenas cinco soles. Fue la única vez en el Perú, exceptuando el Cusco, en la que pagamos por hospedaje.

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las mujeres ancestrales de esas alturas fue un motivo de sorpresa casi atemorizante. Por primera vez en nuestra aventura nos enfrentábamos a un entorno humano que no éramos capaces de comprender: el idioma, las actitudes de la gente, sus reacciones, sus formas de interpretar nuestras preguntas y contemplar en silencio nuestro paso, todo tenía un carácter propio, inquisidor, distinto. Si bien atravesar el Perú, al menos en términos generales, había significado el descubrimiento de un pueblo al que agradecidamente podíamos denominar “hermano”, nuestro paso por Bolivia nos reveló una ignorancia abismal que jamás supimos cómo superar y que empapó nuestra percepción de ese país con un aroma de enigma. Los días finales del Perú, por su parte, estuvieron llenos de una serenidad creciente que venía inspirada, en buena medida, por ese nuevo entorno al que habíamos ingresado tras franquear los páramos de La Raya. El altiplano, a menudo monótono y poco acogedor, nunca dejó de tener para nosotros una extraña fuerza plena de encanto: quizá un vago sentido de vastedad y calma, una perenne idea de libertad que viajaba con nosotros por las llanuras y se nos anunciaba con el viento. Luego de dos meses de explorar a nuestro gigante vecino del sur, parecía increíble que la Cordillera Real de Bolivia estuviese por fin al alcance de nuestra mano. Mientras, sin perderla de vista, dábamos contorno al Titicaca a lo largo de los últimos kilómetros peruanos destinados a presenciar nuestro paso, Bolivia dejaba de ser una meta imaginada

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para convertirse en el nuevo escenario vivo de Sudamérica a pedal. El día que atravesamos la frontera no fue especialmente singular. Fuera de un problema que David y Carla tuvieron que enfrentar en migración por haber excedido la cantidad de tiempo para la que habían sido autorizados de permanecer en el Perú —y por el cual hubo un momento en que los ánimos de los oficiales peruanos se caldearon más de lo que hubiésemos querido—, además de un memorable almuerzo de tallarines verdes y papas con maní en Yunguyo, última población en la ribera peruana del gran lago, llegamos a Copacabana sin grandes aspavientos. Atrás habían quedado las calles increíblemente alborotadas de Juliaca, el baño helado en el Titicaca junto a las islas de los Uros y las extrañamente monumentales iglesias de Juli, el llamado “Vaticano del Perú”. Puno, el puerto lacustre más elevado del planeta, nos vio partir con la misma solemnidad fría y silenciosa con la que nos había visto llegar. Del lado boliviano, en Copacabana, sucumbimos por primera vez desde Cusco a la tentación de pagar por una habitación de hotel. La debilidad de aquel día no nos supo a traición debido a los escasos diez bolivianos que entregamos: algo menos de un dólar y medio a cambio de cuartos, camas, baños y hasta una ducha caliente, lujos a los que no estábamos acostumbrados en esos días. Sin embargo, bastó ese desliz para que nuestro temple se relaje y hagamos costumbre de esa práctica que hasta

Nuestro encuentro con el Titicaca no fue brusco. Al contrario, pasamos casi todo un día bordeándolo sin verlo, pues pedaleábamos a la misma altura de su ribera y la vegetación, aunque muy baja, nos impedía observar la superficie del agua. Fue ya muy cerca de Puno cuando una elevación nos permitió observar parte de su magnitud.

De ahí en adelante, las vistas panorámicas del lago y sus bordes fueron el paisaje regular por cuatro o cinco días. La vista más espectuacular la tuvimos desde las alturas de la Península de Copacabana, poco antes de bajar al estrecho de Tiquina, por donde cruzamos en barcaza hacia la ribera opuesta del lago para adentrarnos en Bolivia.

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Los días de transición entre Perú y Bolivia fueron bastante más relajados que los días anteriores al Cusco. Empezamos a acostumbrarnos a iniciar la pedaleada cada vez más tarde, y hubo muchos días en los que dejamos de preocuparnos por “perder el tiempo” en actividades que no contribuyeran al avance. A la salida de Puno

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pasamos un buen rato tratando de escalar un peñón de roca. Ya del otro lado del Titicaca, cerca de Huarinas, organizamos un partido de fútbol contra niños que encontramos junto a la carretera. También nos diveríamos pedaleando mucho tiempo juntos y conversando, algo no muy común en lo que se vino después.

El Movimiento al Socialismo, grupo que llevó a Evo Morales al poder, tiene fuerte oposición en grandes territorios de Bolivia.

entonces había estado tácitamente prohibida. Bolivia fue el país en donde más veces utilizamos los servicios de hotel, aunque no fueron pocas las ocasiones en que tuvimos que volver a aplicar nuestra diplomacia para encontrar albergue en lugares donde más se soñaba con agua corriente o luz eléctrica que en hostales o dólares aportados por turistas. Salir de la península en donde Copacabana se halla enclavada nos llevó toda una mañana. Los paisajes de ese pequeño tramo fueron particularmente formidables debido a la presencia de unos nudos montañosos que se adentran en las aguas como si tratasen de dividirlas, cosa que por poco logran en Tiquina, punto en donde el ancho del lago apenas alcanza unos 300 metros y por

donde se realizan los cruces de orilla a orilla a bordo de amplias gabarras acondicionadas para soportar el peso de buses y automóviles. En cierto punto, cuando atravesábamos un pajonal completamente yermo y aparentemente inhabitado, un hombre apareció del borde de una loma y, con toalla al hombro, se fue acercando relajadamente hacia el punto de la carretera en donde nos encontrábamos descansando. Para nuestro asombro, el desconocido no tardó en saludarnos y, tras algunas frases de rigor, nos preguntó si acaso llevábamos con nosotros alguna afeitadora que pudiésemos venderle. La teníamos, de hecho, y se la regalamos. El hombre agradeció y emprendió marcha por donde había venido, sin percatarse del asombro que nos había causado el encuentro. De dónde venía aquel individuo y hacia dónde se encaminaba a encontrar lo que buscaba es algo que nunca logramos descifrar. A nosotros nos tomó por lo menos una hora más de fuerte pedaleo encontrar algo que pudiésemos llamar civilización, y aún entonces nos resultaba increíble que alguien pudiera aventurarse a un trayecto tal con el solo objeto de conseguir un artículo tan nimio como una afeitadora desechable. Pero estábamos ya en Bolivia: poco habríamos de comprender de ahí en adelante. No tardamos mucho en cruzar el estrecho de Tiquina. Lo que nos esperaba del otro lado era otra sorpresa “a la boliviana”: un cuartel de la Armada. Sí, de la Armada. Eduardo Abaroa, el heroico defensor de Atacama durante la Guerra del Pacífico, preside semi-postrado un

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Copacabana es un puerto lacustre muy famoso por la belleza de su entorno y porque es el punto de partida para diversos paseos en los alrededores y al interior del Titicaca. Nosotros, que habíamos visto al lago desde muy diversas perspectivas, decidimos saltarnos el turismo y avanzar directamente hacia La Paz, otra de las ciudades

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“hito” de nuestro recorrido. A pesar del poco tiempo que estuvimos en el puerto, éste no dejó de sorprendernos. Encontramos por casualidad a un amigo quiteño que vacacionaba en la zona, visitamos el santuario de la Virgen de Copacabana y descubrimos las ventajas económicas que Bolivia habría de ofrecernos en lo sucesivo.

La Paz es una ciudad de asombrosos contrastes incluso para gente que, como nosotros, ha vivido siempre en un entorno donde la desigualdad es evidente. El amplio municipio de El Alto a momentos parece una ciudad en ruinas en comparación a los barrios paceños que se encañonan

hacia el sur, manifiestamente opulentos y modernizados. El enclave geográfico de la ciudad es también un émulo de esas diferencias: la planicie fría de El Alto no se parece en nada al vertical abismo por donde se descuelgan los barrios que bajan hacia el centro y el sur.

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monumento que resume, no carente de ironía amarga, la nostalgia boliviana por el Pacífico. Y no sería esa la última vez que tal sentimiento dejase de aflorar ante nosotros. Al contrario: la conciencia boliviana está irremediablemente marcada por el hecho de haber perdido su salida al mar. Más injusta aún que nuestra pérdida del Amazonas, la antigua derrota de Bolivia ante Chile está muy lejos de sanar: en todas las grandes ciudades bolivianas se puede encontrar alguna suerte de “museo del litoral”, y hasta las canciones populares del país aún habla de las provincias marítimas. En términos territoriales (al igual que nosotros), Bolivia no ha hecho otra cosa que perder —parte de su amazonía ante Brasil, el Chaco ante Paraguay, el Pacífico ante Chile—, y esta serie de fracasos (de nuevo, como en el Ecuador), es parte fundamental de una identidad conflictiva y bullente desde sus raíces. Avanzar por este país de fantasía jamás dio tregua a lo inesperado. Apenas habíamos franqueado las puertas del Titicaca cuando se desplegó ante nuestro cansancio la inmensidad casi mística de las praderas del altiplano que circundan la ciudad de La Paz. Íbamos cantando, pretendiendo ser una escuadra militar en medio de una avanzada de guerra, divertidos con la música que brotaba de unos pequeños parlantes que habíamos acoplado en una de nuestras bicicletas, cuando, a la vista de los macizos brillantes del Illimani y el Illampu, dimos pie con un grupo de niños que jugaba fútbol en una cancha distante por apenas diez o quince metros de las aguas del Titicaca.

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Se nos ocurrió retarlos, y casi de inmediato estábamos ya enfrascados en un alegre enfrentamiento que se perdía en los confines de la tarde. La tropa de rapaces no pronunció palabra alguna mientras nosotros armábamos un verdadero escándalo de gritos y risas en ese duelo que se cerró con un brindis de Quina Kola. Perdimos tres a uno. Ese día dormimos sobre colchones de paja en Huarina, un pueblo fantasma que decía ser la cuna del famoso Mariscal de Zepita, Andrés de Santa Cruz, de quien algo sabíamos, entre otras cosas, por su participación en la campaña de liberación de Quito bajo el comando de Sucre, en 1822. Aún no anochecía en la siguiente jornada cuando, apenas traspuesto el desorden paupérrimo de El Alto, ya teníamos a la vista el vasto encañonado por donde se descuelga La Paz, capital política de Bolivia y una de las ciudades más impresionantes que visitamos en la ruta. Al entrar volando a esa ciudad rompimos no solo el récord de velocidad logrado hasta entonces (71,2 km/h), sino también la marca de los 4.000 km, poco menos de la mitad de lo que el viaje acumularía en su totalidad. Es tan difícil sintetizar en apenas unas líneas todo lo que un lugar como ese pudo mostrarnos durante los tres o cuatro días que nos acogió que quizá no cabe intentarlo. De La Paz guardaremos tanto el recuerdo de su magna extrañeza como la dificultad que supuso descubrir en sus calles algunas de las peores contradicciones del alma boliviana y, por extensión, de nuestras propias incoherencias. La Paz es una ciudad que comparte muchas semejanzas

Oruro, a pesar de su importancia en el contexto boliviano, fue para nosotros otra ciudad de paso. Aunque tratamos de buscar hospedaje gratuito golpeando la puerta de muchos lugares, finalmente tuvimos que pernoctar en un hostal. A la mañana siguiente desayunamos en uno de los mercados de la ciudad, en donde nos curamos

del frío gracias a empanadas de harina con queso (muy parecidas a nuestras empanadas de viento) y algunos brebajes de sabores deliciosos y muy energizantes. Muchas veces en Bolivia fueron los mercados populares el sustituto a las habituales “fondas” del camino en las que normalmente parábamos en busca de comida.

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En la ruta hacia Potosí, hubo un momento en que nos alejamos del altiplano y nos adentramos en un flanco de la cordillera. Esa fue la zona más despoblada que encontramos en Bolivia. Recorríamos decenas de kilómetros en completa soledad para encontrar poblaciones en las que apenas vivía un puñado de personas. A pesar

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de ello, de vez en cuando aparecía en la carretera algún oriundo que caminaba, pastaba llamas o simplemente pedía caridad. Nunca comprendimos bien de dónde podía salir esa gente, ni cómo había podido llegar a ese lugar en el que nosotros no divisábamos un alma. La dificultad idiomática nos impedió averiguarlo.

con Quito, y aunque es difícil explicar por qué, el meollo del asunto no reside únicamente en arquitecturas o trazados urbanos, sino más bien en una similitud de espíritus, en la actitud de sus habitantes, en el carácter humano que impone la peculiar inclinación de los cerros por los que habita, crece y se descompone una ciudad así. Poco a poco nos fuimos adentrando en una Bolivia más remota y sorprendente. Hacia el sur de La Paz se abre soberbio el altiplano en toda su magnitud de belleza y abandono. El ritmo febril que habíamos adquirido en el transcurso de las últimas semanas nos llevaron en apenas tres días a Oruro y en cuatro más a Potosí, culmen de nuestro tercer episodio. Antes de ello habríamos de atravesar algunos de los rincones más solitarios del trayecto, a menudo sin ver más que un puñado de vehículos y aún menos casas en toda una jornada de pedaleo. Es posible que eso haya sido lo que paulatinamente reemplazó los inagotables juegos y bromas en los que transcurrían indefinidamente nuestros días de marcha en el Perú por etapas más silenciosas y reflexivas. Hubo días en los que, sin necesidad de bajarnos de nuestras bicicletas, pasábamos horas de horas conversando de nuestras preocupaciones más serias y más cotidianas: la familia, el amor, la amistad, el futuro, la vida laboral… También los hubo en que, casi sin vernos, pedaleamos por horas y horas de solitario ensimismamiento a lo largo de extensas hondonadas que parecían hechas precisamente para eso: para obligarnos a pensar.

La monotonía del altiplano fue finalmente rota cuando, en Challapata, algo más de 100 km al sur de Oruro, nos desviamos hacia el Este y empezamos a recorrer los altibajos de la llamada Cordillera de Los Frailes. El único pueblo que encontramos en ese día fue el caserío de Thola Palca, un paradigma de la extrañeza y el abandono que nosotros veíamos en esas alturas de Bolivia. Apenas habíamos detenido la marcha cuando entablamos conversación con una mujer local. La confusión de ese diálogo difícil fue algo a lo que ya empezábamos a estar acostumbrados. Nosotros tratábamos de pedirle información para saber qué posibilidades tendríamos de conseguir alojamiento en ese caserío. Además de ello, le ofrecíamos un poco de dinero a cambio de que nos preparase algo para comer en la noche. Ella respondía con reticencia en un castellano entrecortado, y su actitud daba a entender que interpretaba nuestro diálogo como una suerte de coqueteo atrevido o algo parecido. “Estás muy equivocado”, le decía a Juan Fer; “mi marido te va a golpear”. Enseguida reía a carcajadas. Rendidos ya por no lograr entendernos en algo que para nosotros parecía tan simple, optamos por establecer contacto a través de nuestra delegación femenina. Andrea y Carla probaron suerte en muchas puertas antes de lograr algún tipo de conversación que superase los ineludibles saludos iniciales. En una ocasión, inclusive, un grupo de mujeres campesinas interrumpió su descanso en el pórtico de una choza y cerró puertas y ventanas

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Thola Palca fue el lugar en donde menos conexión logramos entablar con los lugareños. Mientras unos nos discutían entre malentendidos y confusiones, otros se reían de nosotros y la mayoría nos ignoraba olímpicamente. El paraje era tan aislado que no había posibilidad alguna de continuar para buscar refugio en otra parte. Tampoco dis-

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poníamos de las provisiones suficientes para alimentarnos adecuadamente. Sin embargo, el asunto no era propiamente un problema de apertura, sino de comunicación: una vez que logramos explicar de una manera aceptable nuestra situación, la gente nos ayudó a conseguir posada y comida como en cualquier otra parte.

“El Tío”, guardián y señor de las minas potosinas

antes de permitir que las dos visitantes se acercasen a decirles algo. Prácticamente tuvimos que allanar las instalaciones de la escuelita local a fin de conseguir un lugar para pasar la noche (aunque de todas formas luego pagamos algo a un hombre que se hizo pasar por responsable

del lugar). Más tarde terminamos por alimentarnos con un plato —bastante incomestible a nuestro juicio— en casa de una familia que por compañía nos ofreció una película americana en VCD que no solo estaba mal traducida, sino que presentaba errores en el audio que la volvían incomprensible, cosa que no impedía que uno de los niños de ese hogar dijera por adelantado cada una de las líneas incompletas y distorsionadas que pronunciaban los personajes de la pantalla. A través de ese ambiente irreal avanzamos hasta conquistar la casi mítica ciudad de Potosí, en cuyo entorno pasamos una semana entera. Los desorganizados paseos por la ciudad más elevada de Bolivia, el divertido y alocado viaje a Sucre, capital constitucional del país, la casi atemorizante visita a los socavones del Cerro Rico, ese enorme cementerio que por ironías de la historia aún bulle de actividad minera en su interior, fueron parte del colofón que le dimos a ese pedazo de la travesía. Los tres últimos días de descanso los pasamos de turistas en la región suroccidental del país, recorriendo el espectáculo surreal de los desiertos que rodean el salar de Uyuni y atravesando con admiración esa planicie que parece haber venido de la luna. Esos días en Potosí y sus alrededores fueron quizá los últimos de nuestro pueril romance con la grandeza del viaje. El misterio de Bolivia parecía demandarnos una dura cuota de fatiga espiritual, como si de alguna manera todos supiésemos que no era justo continuar sin antes

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El mundo de las minas de Potosí fue uno de los paisajes humanos más sorprendentes que tuvimos la oportunidad de conocer. El peso inevitable de la historia que envuelve a la actividad minera del Cerro Rico hace que su presencia en la actualidad adopte resonancias simbólicas continentales.Si a eso se le suman las condiciones de

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vida de los mineros y la severidad de su rutina diaria, el panorama general es asombroso. Las pocas horas que pasamos deambulando por uno de los cientos de túneles que horadan la montaña fue suficiente para dejarnos una impresión definitiva. Es casi temor lo que uno siente al conocer un lugar así: temor al ser humano.

Como paisaje natural fuera de lo común, Uyuni y sus alrededores se llevan el primer premio. todo el sudoeste boliviano es un enorme desierto de altura sembrado de lugares imposibles de imaginar sin haberlos visto: lagunas verdes o rojas pobladas de puntitos rosa que se desplazan con parsimonia o violencia, yermos ventosos extendi-

dos bajo nubes que hacen pensar en platillos voladores, bosques de piedra cuyos árboles se sostienen como por arte de magia, géisers olorosos que calientan un páramo a los 4.200 msnm... Todo en esa región es surreal, mágico. Los días del viaje al salar fueron un momento de misticismo que ninguno de nosotros pasó por alto.

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haber apaleado un poco el peso de la avalancha que llevábamos a cuestas. Pero la calma necesaria para asimilar vivencias y sacar conclusiones fue un lujo al que nunca tuvimos acceso mientras nos mantuvimos en camino hacia Mendoza. Por más que pretendimos demorarnos en la ciudad de las minas, el reto de la marcha exigía cumplirse, y finalmente una mañana anaranjada nos vio partir cabizbajos hacia las remotas localidades que nos esperaban más al sur.

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¿Cabizbajos? Difícil decirlo así… De lo que no cabe duda es que, para entonces, algo extraño había hecho en nosotros el país del altiplano. Sin entender de qué manera el paso por Potosí había alterado el ánimo de nuestra expedición, lo único que pudimos hacer fue resignarnos a continuar. Y así lo hicimos. Pronto nos daríamos cuenta de que la ruta ante nuestras narices se desplegaba con una intensidad distinta.

Calapuja, Perú. Día 70.

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Uyuni, Bolivia. Día 91.

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Cus

Quiq

Sic DÍA 67 68 69 70 71 72 73 74 75 76 77-79 80 81 82 83 84 85 86 87-94

DESTINO

KM

Quiquijana (departamento de Cusco, 3.200 msnm) Sicuani (Cusco, 3.515 msnm) Santa Rosa (Puno, 3.935 msnm) Calapuja (Puno, 3.805 msnm) Puno (Puno, 3.730 msnm) Descanso en Puno Juli (Puno, 3.800 msnm) Copacabana (departamento de La Paz, Bolivia, 3.800 msnm) Huarina (La Paz, 3.800 msnm) La Paz (La Paz, 3.600 msnm) Descanso en La Paz y alrededores Villa Loza (La Paz, 3.955 msnm) Konani (La Paz, 3.770 msnm) Oruro (Oruro, 3.685 msnm) Pazña (Oruro, 3.685 msnm) Thola Palca (Oruro, 4.085 msnm) Cieneguillas (Potosí, 3.475 msnm) Potosí (Potosí, 3.970 msnm) Descanso en Potosí y alrededores

N

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70 69 68 116 69 83 65 80 79 72 80 82 89 103 87 45 -

usco

uiquijana Sicuani Santa Rosa Calapuja

Altura máxima

4.338 msnm La Raya (Sicuani-Santa Rosa)

Altura mínima

3.200 msnm Quiquijana

Mayor desnivel (subida) Mayor desnivel (bajada)

Puno Juli

Copacabana Huarina La Paz Villa Loza Konani Oruro

823 m Sicuani-La Raya (35 km) 610 m Descenso a Cieneguillas (20 km)

Día más largo (hrs. pedaleadas)

Santa Rosa-Calapuja 5h 38m

Día más corto (hrs. pedaleadas)

Cusco-Quiquijana 3h 26 min

Día más rápido (vel. máxima)

Thola Palca-Cieneguillas 75,9 km/h

Día más lento (vel. promedio)

Cieneguillas-Potosí 10,8 km/h

Distancia total recorrida desde Quito

4.560 km

Pazña Thola Palca Cieneguillas

Potosí -85-

Los días de la discordia

Potosí-Tucumán, 1.208 km (16 de abril a 4 de mayo de 2008)

Los días finales de Bolivia fueron definitivamente agotadores. De nuevo sobre lastre y por un costado del altiplano (sin gozar, por tanto, de su llanura), avanzamos 350 kilómetros en cuatro días. Andrea no nos acompañaba y Mario convalecía por enfermedad y falta de dinero. Finalmente en Villazón se tomó la decisión de que era imposible con-

tinuar juntos. Su despedida fue uno de los momentos más tristes del viaje y sin duda alguna un importante punto de giro. Hasta ahí llegó la jovial aventura libre de todo límite; luego de ello se inició el proceso de clausura. El siguiente mes de viaje tuvo un carácter sumamente distinto a lo que hasta entonces habíamos vivido.

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M

ás que discordia, los días transcurridos en el sur boliviano y el noroeste argentino estuvieron llenos de una intranquilidad causada por nuestro despertar ante una realidad inevitable: la caducidad del viaje. Las salidas de Santiago y José Luis, los dos miembros de Sudamérica a pedal que ya no estaban presentes en la aventura, habían sido más o menos programadas desde Quito, por lo que a la larga no habían sido asumidas más que como procesos habituales del proyecto y nadie había visto en ellas un augurio definitivo de clausura. Ahora, en cambio, empezaban a ser cercanas las primeras separaciones no previstas, los primeros retornos auténticos de los seis viajeros que formábamos el grueso de la tropa. Además, llegábamos ya al último país de los programados originalmente para la ruta, Argentina; y Mendoza, lejos de ser un objetivo teórico y casi imposible por lejano, era ya una palabra constante en nuestros mapas y nuestros itinerarios diarios. Empezábamos a darnos cuenta de que nuestro sueño no podía ser eterno. Andrea tuvo un fuerte enojo con el grupo y, cansada de la actitud eternamente infantil de casi todos, se separó por dos semanas de la expedición. Aunque finalmente volvió a integrarse —en parte por los ruegos de perdón que imploró el resto y en parte consciente de que sería impropio dejar pasar esa oportunidad única que teníamos de cumplir con la meta—, cuando lo hizo habían pasado casi 700 kilómetros y el grupo había cruzado la última frontera internacional de su itinerario. Mario, por

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su parte, había gastado ya casi todos sus ahorros y empezaba a sobrevivir con préstamos itinerantes que le hacían tanto los demás miembros de Sudamérica a pedal como algunos familiares comedidos que seguían las noticias de nuestra empresa desde Quito. Tras una fuerte amigdalitis que lo obligó a buscar atención en el hospital de Vitichi —donde pasamos la noche— y tomar bus para descansar durante las dos últimas etapas bolivianas, el robo de su cámara de fotos en la desabrida población fronteriza de Villazón lo decidieron finalmente a abandonar la marcha y retornar al Ecuador con lo poco que le quedaba. Su salida privó al resto del espíritu más alegre y desenfadado de todos, una pérdida que transformó el carácter de la expedición y la tornó más introspectiva y formal. A Juan Fer, por otro lado, se le empezaba a acabar el tiempo: debía volver a Quito para defender su tesis y graduarse de Biólogo, antes de lo cual lo esperaban obligadamente en Buenos Aires para unos días de descanso. Era obvio, pues, que ya no le sería posible llegar a pedalear por las calles de Mendoza. Carla se debatía en dudas similares, y no fue hasta casi el final en que estuvo clara su intención de alcanzar el destino último de la capital mendocina. Solamente David y Andrés persistían en la idea de continuar sin miramientos, éste último decidido ya a no dar fin a la marcha en esa ciudad, sino mucho más allá. A pesar de todo ello, ese “síndrome de clausura”, que habría de acentuarse paulatinamente hasta ser casi un agobio en los días finales, era todavía una intuición

confusa y muy poco asimilada durante las jornadas que nos despidieron de Bolivia. Si bien antes de Potosí nos había sorprendido la magnitud “lunar” de los paisajes del altiplano, los horizontes de ese sur imperturbable nos sumieron en entero desconcierto. Bastó el ascenso dramático a los 4.200 msnm por el que tuvimos que flanquear el Cerro Rico y abrirnos paso hacia el sur para advertirnos que lo que se venía era duro. Y mucho. A apenas 50 km de Potosí volvimos a encontrarnos con el lastre que no habíamos visto desde Abancay y desde entonces —a excepción de unos tramos asfaltados esporádicos completamente renovadores— tuvimos cuatro jornadas tremendas hasta la frontera con Argentina. Poco antes de llegar a Santiago de Cotagaita atravesamos el desafiante valle de Tumusla, dando fin a un recorrido simbólico que habíamos realizado casi sin saberlo desde las costas septentrionales del Perú.1 La noche en Cotagaita no fue por ello menos fría o incómoda, aun cuando las autoridades de la escuela que nos dio posada se esforzaron por conseguirnos unas colchonetas mucho más confortables que nuestros habituales aislantes. Ese fue el último día en que Mario pedaleó con el grupo, pues 1 Al llegar a Tumusla, cumplíamos casi a cabalidad la ruta que habían seguido los Libertadores en la campaña que realizaron en pro de las independencias de Perú y Bolivia en 1823-1825. Desde los cañones que ascienden a la Cordillera Blanca, por las pampas de Junín y el llano de Ayacucho, Tumusla fue la población más austral a la que llegó el general Sucre, y donde se libró el último enfrentamiento militar entre patriotas y realistas que América hubo de presenciar durante los años de la Independencia. Nuestro tránsito por Potosí, esa cima mineral de América en donde Bolívar llevó al extremo su genial locura, ratificaba de alguna forma la vigencia en nosotros de ese viejo sueño de unidad americana.

hasta Villazón tuvo que adelantarse en bus para no seguir poniendo en riesgo su precaria salud. Lo que evitó con ello fueron los dos días más cansados de la ruta boliviana, dos días en que el camino quiso mostrarse abiertamente hostil a nuestros propósitos y en que el paisaje, quizá a manera de compensación, no quiso darnos tregua de asombro. Bolivia nos hizo un guiño de ojos al despedirse con una luna enorme engalanando el atardecer. Argentina, ensombrecida, estaba finalmente a la vista. Tras una pausa no prevista en Villazón —a la que estuvimos obligados para reparar algunos imperfectos mecánicos causados por los cuatro días de lastre y para despedirnos de Mario, que tomó bus de regreso hacia el norte—, ingresamos al país de las pampas con una sensación de incertidumbre. Absorbidos por las incógnitas de Bolivia, muy poco era lo que habíamos averiguado previamente sobre la ruta argentina. No teníamos sino un mapa muy simple y algunas indicaciones dadas por la gente que encontrábamos en el camino. No sabíamos qué esperar en cuanto a distancias y geografías, y teníamos apenas una vaga idea de lo que serían las próximas ciudades en términos de apariencia y espíritu. Recorrimos el altiplano jujeño casi con violencia, pues la mañana de ese día la habíamos perdido en los trámites migratorios y adquiriendo repuestos en la población fronteriza de La Quiaca; todo el trayecto de esa jornada lo tuvimos que hacer en las horas de la tarde. Aunque luego nos dimos cuenta de que Jujuy tiene un carácter

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La frontera boliviano-argentina fue la más tensa de las que atravezamos. La no tan clara diferencia de expresiones culturales entre los pueblos del sur de Potosí y del norte de Jujuy se vuelve tajante debido a las claras diferencias económicas. El control de la frontera es estricto y tedioso. Los productos se transportan de un lado a

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otro sobre las espaldas de cientos de trabajadores, casi todos ellos indígenas bolivianos. Villazón, en general, nos trató mal: no pudimos encontrar soporte técnico para reparar las bicicletas, sufrimos un robo y hasta un policía de la frontera trató de engañarnos para que le diésemos dinero.

La primera población argentina a la que llegamos a dormir nos ofreció el espacio de un coliseo local para que instalemos nuestros colchones. Además del cambio en el tipo de comida y la forma de expresarse de la gente, una de las primeras sorpresas fue la constatación de la obsesión nacional argentina por el fútbol. La persona que nos

aceptó dentro del coliseo resultó ser un profesor de educación física que no habló de otra cosa en todo el tiempo en que conversamos. Además, debido a políticas de las instalaciones que nos prestaron, tuvimos que esperar a que los partidos previstos para esa noche terminen cerca de la una de la mañana antes de poder ir a dormir.

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El altiplano jujeño es una continuación de la misma formación geográfica que se inicia en el suroriente de Perú y atraviesa una cuarta parte del territorio boliviano. Es, por tanto, la continuación del mismo paisaje y de la misma forma de viaje que habíamos experimentado durante los días centrales de Bolivia. Al igual que allí, la gente del sector a

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menudo camina o se moviliza en bicicleta desde un punto a otro. Con los niños que encontrábamos en la ruta solíamos conversar o entablar pequeñas competencias de velocidad. La fuerza de los más de 5.000 km que llevábamos a cuestas no fue suficiente para evitar que esa tarde fuésemos derrotados una vez más.

Alcanzar el fin de la Zona Intertropical en la mitad del descenso de la Quebrada de Humahuaca nos hizo caer en cuenta nuevamente de la magnitud de lo que estábamos tratando de lograr. Habíamos salido casi exactamente de la línea equinoccial y, en poco más de tres meses de intensa marcha, habíamos alcanzado una latitud sur

de 23º. Al cabo de los siguientes dos meses, el recorrido se habría casi duplicado, pues Bariloche se halla a 41º. Todo sumado equivale a casi un octavo del perímetro total del globo. Si pensamos que ese dato revela una distancia en línea recta (sin tomar en cuenta las sinuosidades del camino), en realidad el espacio recorrido fue mayor.

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peculiar y diferente al común del resto de la Argentina que conocimos, recibimos el cambio de país con cierta brusquedad. La Quiaca fue en seguida más comprensible para nosotros, más libre de incógnitas. En toda Bolivia no habíamos recibido una explicación de la ruta próxima tan clara y extensa como la que nos dio el amable dueño de una bicecletería local, y tampoco habíamos comido un plato tan completo —ni costoso, claro— desde que Gonzalo Fernández, uno de nuestros innumerables anfitriones, nos había llevado a conocer los barrios opulentos de La Paz. Un poco más al sur de Abrapampa, donde pudimos dormir en una bodega del coliseo municipal luego de esperar que un campeonato local de fútbol de salón libere las instalaciones a la una de la mañana, entramos al suave descenso de la famosa Quebrada de Humahuaca por una abertura a los 3.870 msnm. Más tarde ese mismo día, abandonamos definitivamente la cota de los 3.000 metros de altura de la que no habíamos salido, salvo contadas excepciones, desde antes de llegar al Cusco, más de cuarenta días atrás. A pesar de que ese hecho no significó el fin de nuestro tránsito por los Andes —hasta el último día Sudamérica a pedal deambuló bajo la mirada de ese esqueleto continental—, sí significó un cambio radical de paisajes, exigencias de la ruta, intensidad y clima. Humahuaca fue una fiesta de colores y formas caprichosas. Declarada como Patrimonio Natural de la Humanidad por la UNESCO, esta amplia abertura que baja

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Martín Pueyrredón

desde la puna hacia las yungas húmedas que rodean a San Salvador de Jujuy fue el encuadre de dos días llenos de un paisaje completamente novedoso para nosotros. Al amparo de esos cerros estriados de naranjas, rojos y amarillos, bajo la vista de esas rugosas laderas de sedimentos verticales, tuvimos un encuentro inolvidable con un ciclista único: el porteño Martín Pueyrredón, que cargaba a sus 76 años un espíritu más valeroso que el nuestro y la emoción de saber saborear la breve plenitud que esconde en potencia cada recodo del camino. Él iba ascendiendo por donde nosotros bajábamos, y su objetivo no era otro que disfrutar con alegría de esa libertad. Se dirigía a Iruya, a dos o tres días de distancia, habiendo pedaleado ya

Los Torrejón son una familia de siete personas que vive en una casa de tres dormitorios. Eso no fue problema al momento en que cinco ciclistas llegaron a sus puertas a pedir posada por unos días. Ya que Benjamín y Ana Rosa trabajan de sol a sol para velar por su extensa familia, los pequeños pasan mucho tiempo solos. Es sorprendente el

nivel de organización y unión que mantienen en medio de un aparente revoltijo. La noche en que llegamos a la casa, Yahuar, de apenas 6 años, había abierto una botella de licor de café y la bebía bajo el pretexto de que se lo permitían para que se acostumbrase. Cuando Benjamín se enteró de ello, lo reprendió enfurecido.

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otros tantos desde la capital jujeña. Verlo ascender con agotamiento por Humahuaca fue para nosotros renovador e inquietante: caímos en cuenta de que a un viaje así solo le hace falta el empuje visceral del ánimo para llevarse a cabo, no necesariamente el temple de la disciplina o la fortaleza física. Recordamos gracias a él que la victoria solamente dependía de nosotros. Esa noche dormimos en las oficinas de la Comisaría de Huacalera tras una tarde de pedalear en contra de un viento imposible. Para el siguiente atardecer habíamos alcanzado ya la ciudad de Jujuy y, en el transcurso, habíamos superado un hito importante: el Trópico de Capricornio. Para cuando salimos de la abertura de Humahuaca, a más de 5.000 kilómetros de casa, todos sentimos una fuerte sensación de lejanía, de orfandad, como si de pronto cayésemos en cuenta de la distancia real que nos separaba de nuestros hogares y nuestras olvidadas vidas habituales. Quizá en respuesta a eso fue que Jujuy nos ofreció bienvenida en el seno de un verdadero hogar. Andrea, a quien no habíamos visto desde una noche conflictiva en Sucre, había adelantado marcha en bus hasta Jujuy y nos esperaba con el contacto de una familia muy especial. Benjamín Torrejón y su mujer Ana Rosa no tuvieron reparos en permitir que los cinco viajeros que quedábamos en Sudamérica a pedal nos instalásemos en su pequeña casa durante un par de acogedoras noches. Lo sorprendente de ello no era propiamente la hospitalidad tan humilde como desinteresada que nos ofrecie-

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ron sin compromiso los dueños de casa, sino la enorme tropa que conformaba la familia: Danny, Laura, Belén, Karim, Nahuel, Yahuar y Misquinina. Gracias a su alegría y desenfreno, de todos ellos nos enamoramos casi de inmediato, por lo que no fue sorpresa sentir un desgarro interno cuando al poco tiempo tuvimos que dejar atrás el encanto de San Salvador. Las dos noches que pasamos donde los Torrejón fueron algunas de las más cálidas de todas. Benjamín nos relataba el largo viaje en bicicleta que hace muchos años había realizado por casi todos los rincones de Argentina al ritmo de la música que llevaba y la esperanza que compartía al enseñar a sus jóvenes compatriotas la elaboración de instrumentos de música popular y el arte del mimo que él mismo practicaba entonces. Ana Rosa, por su parte, pasó no poco tiempo aleccionándonos acerca de temas como el amor familiar y la convivencia. Sin quedarse atrás, la horda de rapazuelos —a excepción de Laura y Danny, que ya superaban los quince años y se mostraban un poco más recelosos— nos envolvió en un paroxismo de cariño, griteríos, juegos y conversaciones que nos arrolló como una tormenta. A ese ritmo, una hora de descanso en Jujuy equivalía a una mañana entera de pedaleo. Gracias a los consejos de Benjamín nos encaminamos hacia Salta por un camino alterno que reposa en nuestra memoria como una ruta de verdadera maravilla. Fue un día largo y cansadísimo, que concluimos, a los tiempos,

Las contínuas sugerencias de nuestros anfitriones nos permitieron tomar caminos secundarios que se mantenían pegados a las montañas y aplazar así nuestro encuentro con las pampas occidentales de Argentina. Entre Jujuy y Salta, en lugar de transitar por una enorme carretera plana, cargada de tránsito y llena de letreros que prohibían

el paso de ciclistas, tomamos una ruta que pasaba por las poblaciones de El Carmen y La Caldera. Aunque el día fue lleno de pinchazos y demoras imprevistas, todos los que la recorrimos estamos de acuerdo en afirmar que fue uno de los caminos más pintorescos y especiales de la etapa argentina.

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El valle de Cafayate, al sur de Salta, presenta laderas de formaciones rocosas erosionadas sumamente atractivas. Desde que habíamos descendido a Jujuy (1.285 msnm), el clima había cambiado radicalmente y el calor, cosa olvidada durante nuestro paso por el altiplano, había vuelto a ser asunto presente en nuestras jornadas diarias. A

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menudo pedaleábamos sin camiseta para aprovechar la sensación térmica del viento sobre la piel. También fue común utilizar la misma camiseta o cualquier otro trapo a manera de pañuelo para la cabeza. Eso nos permitía evitar molestias por la abundancia de sudor. A esas alturas del viaje, el casco ya no nos parecía equipo indispensable.

Tina, madre de Ramón Marín

en la oscuridad de la noche. La ruta de “la cornisa”, como la llaman los locales, zigzaguea por arrugadas laderas no muy empinadas —muy lejos, por suerte, de la estática pampa por donde avanza en línea recta la autopista principal— en medio de una vegetación tan tupida como extraña a nuestros ojos. La presencia de unos cuantos lagos artificiales y un suave declive hacia el final de la tarde completaron ese magnífico día de aproximación a Salta, al que ni siquiera los constantes problemas de pinchazos pudieron opacar. Los contactos previos que Andrea había hecho durante sus días de separación del grupo nos aseguraron un nuevo apoyo en esa segunda gran ciudad argentina a la que

arribábamos esa tarde. Esta vez la ayuda vino de mano de Ramón Marín y su familia. Él, aprendiz y voluntario de la Cruz Roja Argentina, tiene el sueño de salir en su bicicleta y viajar por el mundo durante el mayor tiempo que le sea posible. Para ello, una de las estrategias que ha ideado es hacer de su hogar una casa de ciclistas viajeros: así asegura una amplia fuente de contactos y corazones agradecidos dispuestos a recibirlo el día en que sea él quien tome las riendas de la aventura. Su intención ha sido cabalmente secundada por sus hermanas y especialmente por su madre, Tina, quien hizo esfuerzos mucho mayores a lo que nosotros esperábamos para que nos sintamos cómodos y en casa durante nuestro día de descanso. Tras la separación con esta familia de nuevos amigos, emprendimos la marcha por una ruta no menos fenomenal que aquella por la que habíamos llegado a Salta. Ramón fue enfático en hacernos entender que no podíamos ni siquiera considerar la marcha por la autopista principal que conducía al sur por el costado oriental de la precordillera. Al contrario, debíamos adentrarnos por esa serranía para ingresar al amplio cauce de los valles calchaquíes y atravesar por ellos las impresionantes formaciones que enmarcan las poblaciones de La Viña, Cafayate, Amaicha y Tafí del Valle, entre otras. El entorno por esos caminos poco transitados fue de un abrupto esplendoroso, de un prepotente hervidero de cerros y muescas coloradas por el que nos movimos con fascinación. No haber anticipado nada de ese camino fenomenal contribuyó a que

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Los Valles Calchaquíes son un sistema de hoyas y pequeños nudos precordilleranos que se extienden por cientos de kilómetros entre las provincias argentinas de Catamarca, Tucumán y Salta, casi hasta la conjunción con la Quebrada de Humahuaca, en Jujuy. Nosotros los recorrimos parcialmente y luego descendimos por un costado

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oriental hacia las llanuras de San Miguel de Tucumán. La identidad particular de esta Argentina andina resultó enteramente novedosa para nosotros, que apenas conocíamos el país desde la distancia y completamente cegados por el influjo centralizador que ejerce la ciudad de Buenos Aires.

El inolvidable episodio de El Infiernillo fue un primer anuncio de lo que luego sería el frío solitario del sur. Desde Amaicha del Valle (2.000 msnm) iniciamos un largo ascenso de más de 30 kilómetros hasta una altura de 3.024 msnm. Allí ingresamos en una nube fría cargada de llovizna que en un primer momento nos pareció inofensiva y hasta

refrescante. Sin embargo, cuando empezamos el descenso por el otro lado del collado, el frío intenso no tardó más que unos minutos para helarnos dedos y rostros hasta el entumecimiento. Lo que inicialmente fue causa de broma, a los pocos kilómebros fue un asunto preocupante que hizo que uno de nosotros soltase lágrimas.

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nuestra pesada fatiga se anulase ante la maravilla de un paisaje lleno de sorpresas. El primer atardecer de esa ruta lo demoramos entre pinchazos y esperas no planificadas. Llegamos a La Viña, una vez más, en la noche, pero no nos fue difícil encontrar refugio gracias al alegre apoyo de una muchacha y sus dos hermanos menores. Katri, a quien encontramos por casualidad en los predios de la iglesia, nos condujo a un complejo deportivo del gobierno local en donde pasamos la noche gratis y a la disposición de colchones y duchas. Mientras nos paseaba por el pueblo y nos hacía partícipes de su fama —ella, a sus dieciséis años, era la celebrada locutora local de más de un programa radial en donde aconsejaba a propios y extraños acerca de diversos problemas amorosos—, nos dio a conocer parte del amable espíritu de esos rincones argentinos que poco o nada habíamos previsto. Y eso nos deslumbró. Aunque hablar sobre lo que el viaje nos ofrecía y nos mostraba era pan de cada día en nuestras aventuras, fue en el poblado de Cafayate donde por primera vez tuvimos una seria y sincera evaluación grupal de lo que estábamos haciendo. Por iniciativa de Andrea, nos reunimos a charlar en torno a la mesa de un camping rodeado por una noche cerrada. Ella —quien más empeño había debido echar al asunto de la convivencia debido a que era la única del grupo que no se conocía con casi todo el resto desde la adolescencia— quería exponer al resto sus emociones y pensamientos concernientes al enfado que

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la había separado del grupo desde Potosí y su posterior reintegración en Jujuy. También quería que cada uno de los demás expusiese sus sentimientos con respecto al grupo y el viaje en general. En medio de palabras pretendidamente sesudas y gestos a los que el grupo no estaba acostumbrado, esa noche sigilosamente fría fue una noche de reconciliación, el fin de la discordia. Dos días más y estuvimos en San Miguel de Tucumán, un universo de llanura muy diferente a aquel de los valles calchaquíes y los cerros encendidos de Cafayate. De alguna forma resultaba claro para todos que en algún momento en las pasadas tres semanas el viaje se nos había volcado para adentro. Los eventos que hace no mucho habíamos vivido en el divertido Perú parecían haber ocurrido hace años; las ausencias y las sorpresas agridulces de nuestro prolongado recorrido habían dado muchos giros a nuestra forma de comprender y asimilar lo que nos ocurría con tanta vehemencia. Eso, junto al gran esfuerzo que significó atravesar el páramo helado de El Infiernillo (yermo de las alturas tucumanas en el que sufrimos un doloroso episodio de hielo que causó algo más que entumecimiento en manos y pies) y descender casi 2.000 metros junto al cauce del río Sosa (camino en el que literalmente alcanzamos “El fin del mundo”, según rezaba un cartel en el camino), hizo que lleguemos a la capital tucumana en un estado cercano a la parálisis. Los tres días de descanso en Tucumán fueron de una dispersión y un abandono mental que llegó a molestar

a nuestros nuevos anfitriones. Quien principalmente se hizo cargo de nosotros en ese lapso fue Héctor Martínez, un amigo de la adolescencia de Carla y David que entonces vivía en San Miguel planeando su futuro de promotor turístico. También conocimos a Santiago Garrido y Paula Boldrini, ambos familiares de amigos quiteños, con quienes pasamos al menos una velada de risas y desmanes. Con ellos, en el estrecho pero acogedor departamento de Héctor (y gracias a su completo desinterés en recibirnos y ayudarnos), tratamos de recuperar energías para iniciar el conteo final: Mendoza parecía estar ya a la vuelta de la esquina. Finalmente, por diversas obligaciones, Juan Fer anunció que no continuaría más; Tucumán fue el lugar propicio para dar término a su marcha de casi tres meses. Los

otros cuatro, más acostumbrados que decididos, continuamos en ruta. Sin embargo, en el fondo nos gobernaba la fatiga: una fatiga acumulada y acentuada por la preocupación del futuro que estaba más allá de Mendoza y que no alcanzábamos a ver, por la incertidumbre de la realidad que nos esperaba inevitablemente después de los días de Sudamérica a pedal. Y por más que nos esforzábamos en aprovechar la intensidad del trecho considerablemente grande que aún nos restaba, y enfocarnos en los descubrimientos que aún habrían de venir dentro y fuera de ese camino, ya casi nadie podía dejar de pensar en lo que vendría después. Los días luego de nuestro paso por Tucumán fueron el nervioso silencio que sucede a una explosión formidable, cuando las esquirlas y los guijarros arrojados por el aire aún no terminan de caer al suelo.

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Al día siguiente de superado el infierno frío del páramo previo a Tafí del Valle, avanzamos por una zona lacustre muy turística y finalmente abandonamos los Valles Calchaquíes por un descenso que se anunciaba con este sugestivo cartel. Ya que ese fue oficialmente el día que abandonamos la cordillera por primera vez desde que

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salimos de la costa del Perú, el lugar resultaba en verdad, para nosotros, la culminación de un gran episodio. Las pampas, escenario de la semana que siguió a nuestro paso por San Miguel de Tucumán, fueron una experiencia radicalmente distinta. Todos llegamos a extrañar las montañas hasta que volvimos a ellas.

Villazón, Bolivia. Día 98.

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Tucumán, Argentina. Día 110.

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DÍA 95 96 97 98 99 100 101 102 103 104 105 106 107 108 109 110 111-113

DESTINO

KM

Vitichi (departamento de Potosí, 2.985 msnm) Cotagaita (Potosí, 2.605 msnm) Tupiza (Potosí, 2.950 msnm) Villazón (Potosí, 3.400 msnm) Descanso en Villazón Abrapampa (provincia de Jujuy, Argentina, 3.480 msnm) Huacalera (Jujuy, 2.450 msnm) San Salvador de Jujuy (Jujuy, 1.320 msnm) Descanso en Jujuy Salta (Salta, 1.192 msnm) Descanso en Salta La Viña (Salta, 1.285 msnm) Cafayate (Salta, 1.645 msnm) Amaicha del Valle (Tucumán, 2.000 msnm) Tafí del Valle (Tucumán, 2.055 msnm) San Miguel de Tucumán (Tucumán, 390 msnm) Descanso en San Miguel de Tucumán

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93 81 85 93 76 119 109 107 100 112 68 55 110 -

Potosí Vitichi Cotagaita

Altura máxima

3.480 msnm Abrapampa

Altura mínima

390 msnm San Miguel de Tucumán

Mayor desnivel (subida) Mayor desnivel (bajada)

Tupiza Villazón

1.024 m Amaicha-El Infiernillo (32 km) 1.130 m Tumbayá-Jujuy (40 km)

Día más largo (hrs. pedaleadas)

Tupiza-Villazón 6h 58m

Día más corto (hrs. pedaleadas)

VIllazón-Abrapampa 3h 33m

Día más rápido (vel. máxima)

Potosí-Vitichi 69 km/h

Día más lento (vel. promedio)

Amaicha-Tafí del Valle 11,3 km/h

Distancia total recorrida desde Quito

5.768 km

Abrapampa Huacalera

San Salvador de Jujuy Salta La Viña Cafayate Amaicha del Valle -109-

Tafí del Valle

Tucumán

Los días del ocaso

Tucumán-Mendoza, 1.081 km (5 a 17 mayo de 2008)

Los días de mayor desgano de nuestra aventura fueron los posteriores a San Miguel de Tucumán. Tanto la proximidad del fin del viaje, como la parcial desarticulación del grupo y el tedio de pedalear en las infinitas rectas de las pampas contribuyeron a que en el grupo reinase, al menos por unos cuantos días, una sensación de abandono

y nostalgia. A pesar de todo, nunca perdimos el ánimo de continuar ni pensamos jamás en abandonar la marcha hacia Mendoza. Quizá esos días de ocaso eran parte del proceso habitual que debíamos atravesar para aceptar la conclusión de los intensos días de Sudamérica a pedal.

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N

unca se nos había ocurrido, desde nuestra salida de Quito cuatro meses atrás, que la espontaneidad de nuestra aventura habría en algún momento de tornarse una cuestión de rutina. Tras la salida de Juan Fer y el ingreso a las pampas pre-cordilleranas del oeste argentino, la marcha cotidiana empezó a llenarse de un ahogo cercano al tedio. Los días, que hasta entonces se consumían en una dinámica repetitiva pero jamás aburrida, empezaron a mostrar un rostro de agotamiento anímico que nos tuvo algo deprimidos y distantes durante las primeras jornadas que sucedieron a nuestra salida de San Miguel de Tucumán. Era ya evidente que el viaje alcanzaba sus últimos fulgores, que los kilómetros habrían de agotarse pronto y no habría más remedio que volver a casa. Quizá por eso las jornadas hacia la región del Cuyo estuvieron pobladas por una suerte de dolor secreto que cada uno de los cuatro viajeros restantes tuvimos que asumir en silencio. Es difícil saber en qué momento el hecho de viajar en bicicleta había dejado de ser para nosotros un motivo de asombro. Empezamos a extrañarnos cada vez más de la sorpresa que mostraba la gente que nos daba encuentro en el camino. El viaje por el que estábamos allí, que a casi todos parecía algo poco menos que imposible, era para nosotros ya un asunto cotidiano. Por tonto que suene, haber recorrido más de 6.000 km a pedal por las extensiones de cuatro países nos llegó a parecer algo normal, lógico, carente de merecimiento o brillo. Desplazarnos

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cada día equivalía simplemente a fijar y cumplir pasos pequeños. El destino era siempre un punto incierto en el mapa que no estaba sino a unas cuantas decenas de kilómetros, nada más. El resto pertenecía a días desconocidos, y había poco espacio en nuestra rutina para posar nuestros pensamientos en ello. Movernos por grandes distancias llegó a ser, de esa manera, una cuestión de esperar que el tiempo pasase mientras cumplíamos un encargo repetitivo. Y eso nos cegó. Hubo unos cuantos días en los que daba la impresión de que pedaleábamos con desesperación. Conforme Mendoza se acercaba y los días por planificar empezaban a ser cada vez más escasos, tuvimos la reacción de acelerarnos y exigir a nuestras jornadas una velocidad casi obsesiva. Se volvió normal empezar a pedalear a las diez de la mañana o aún más y aún así avanzar distancias superiores a los 100 km —cosa hasta entonces muy rara. A ello contribuía no solamente nuestra incapacidad de encontrar en la ruta la satisfacción que antes inundaba la aventura y la marcha —o quizá la nostalgia de esa pérdida—, sino también una nueva configuración de la geografía que ahora atravesábamos: la inmensidad de las pampas y las inagotables rectas que frente a nosotros se disparaban hacia el horizonte dio a nuestro cansancio una monotonía por momentos insoportable. No por irónico fue menos cierto que, luego de haber pasado meses enteros por los difíciles altibajos de los Andes, era entonces, en la facilidad del llano, donde más cansado y abrumador nos resultaba seguir avanzando.

De todas formas, por encima del cansancio y la ilusión de tedio que nos asaltó durante esos días estaba aún la poderosa vibración de los kilómetros que se sucedían sin remedio. Resoplábamos, sí, nos agotábamos; entorpecíamos nuestras perspectivas por el agobio de los días aparentemente repetidos y la dificultad de aceptar un fin inevitable, pero nada de eso negaba que estábamos ahí, que seguíamos avanzando y descubriendo, que nuevos mundos y nuevas personas nos seguían permitiendo ser artífices únicos de un sueño que, luego de pasar en vilo por una década, era entonces una palpable realidad. Poner peros al presente no era más que una torpeza; para llegar a Mendoza, ciudad aún no conquistada, faltaba pedalear casi una sexta parte del viaje. La respuesta a nuestras pretendidas amarguras era la misma de siempre: simplemente teníamos que continuar. Con todo esto en la cabeza a manera de un torbellino informe y apresurado, atravesamos rápidamente las llanuras del sur de Tucumán. Los riesgos a los que nos obligó la pesadez del tráfico y el pequeño espacio de la banquina causó una caída y no poco temor durante ese nuevo primer día. A pesar de haber salido tarde, habíamos alcanzado la población de Alberdi mucho antes de la caída del sol, y esa noche tuvimos suficiente tiempo para hacer abundantes compras de comida y regalos, cocinar en una pequeña hornilla que nos prestaron y hasta bailar entre nosotros luego de habernos bebido un par de botellas del bueno y barato vino local —costumbre

que se había vuelto casi hábito durante las noches argentinas. El siguiente día lo emprendimos tras una larga complicación con una de las llantas de Carla, por lo cual perdimos una buena parte de la mañana. En esos kilómetros, el verdor de los llanos tucumanos fue dando paso a los interminables trigales y plantaciones de soja en las que entonces se basaba la producción de una extensa zona central del país y, en realidad, un pedazo no tan pequeño de la economía nacional. De hecho, el tema de la soja fue un problema agudo durante toda nuestra permanencia en Argentina. Con el fin de aumentar el control estatal del producto y procurar mayores ingresos para el Estado —que por lo pronto estaban supuestamente siendo acaparados de manera injusta por un grupo reducido—, el gobierno había aplicado un incremento brusco a las tarifas de exportación de la soja y otros productos agrícolas. El resultado de esa medida había sido una protesta generalizada y hasta violenta por parte de amplios sectores agro-productivos que paralizaron el país y se atascaron en una lucha irracional (de parte y parte), testaruda e irresoluble. Para nosotros eso significaba precios excesivos —al menos así los describían las personas locales— en insumos básicos como el pan y la carne. Poco a poco nos fuimos dando cuenta de que las protestas desmesuradas y las exageraciones acerca de la situación fiscal respondían más al temperamento gruñón y exaltado de los argentinos que a un verdadero estanca-

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Hubo días en los que llegamos a registrar hasta 40 o 50 kilómetros sin la más ligera curva, a pesar de que no nos hallábamos plenamente inmersos en las praderas pampeanas. Cuando comenzamos a ascender ligeramente de vuelta en dirección a la precordillera y la carretera adoptó ligeros desniveles o giros casi imperceptibles,

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nuestro ánimo mejoró. Resultó sorpresivo descubrir que a menor exigencia en la ruta, mayor era el esfuerzo que debíamos realizar para seguir avanzando. El desafío en esos momentos momentos llegó a ser meramente mental, pues la ausencia de distracciones en el camino nos obligaba a un ensimismamiento mucho más agobiante.

Fue común a lo largo de toda la llamada “Ruta del Vino” —que fue la que básicamente seguimos desde Jujuy hasta Mendoza— encontrar pequeños puestos al borde del camino en los que podíamos encontrar todo tipo de manjares, desde frutas, la mayor parte de veces, hasta dulce de leche, alfajores de varios ingredientes, nueces

en diversas presentaciones y, sobre todo, vino. Algunos de esos puestos de ventas nos venían verdaderamente “caídos del cielo”, y eran un perfecto pretexto para echarse a descansar. La gente no demoraba en regalarnos algo de comida, sobre todo cuando andábamos hambrientos y nuestras compras eran substanciosas.

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A partir de la región de Catamarca y hacia el sur, el paisaje se tornó paulatinamente más seco. Los cañaverales y extensos plantíos de soja que encontramos al sur de Tucumán fueron perdiendo espacio frente a olivares, nogales y plantas espinosas, más propias de un clima con poca humedad. Eso nos permitió sudar menos mientras

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pedaleábamos, pero a la vez nos llevó por carreteras muy poco pobladas y bastante aburridas. El día en que alcanzamos La Rioja, el más largo en kilometraje hasta ese momento, fue un eterno discurrir por paisajes poblados de espinares. Alcanzamos la ciudad al borde del anochecer, completamente agotados y orgullosos.

El cálculo original fue superado en más de 2.500 km

miento de la economía. De manera más notoria que en los demás países que visitamos, quejarse del propio país resulta, en Argentina, casi un deporte nacional, y como tal se practica con gusto y desenfado. O más aún: con pasión. El término medio parece ser muy poca cosa para el argentino común, y casi no importa si se trata del precio de la harina, la política del gobierno o un partido de fútbol; todo defecto es digno de merecedor de expresivas frases del tipo: “¡Es una mierda!” o “¡Que se vaya a cagar!”, etc.

Durante la marcha decidimos que no valía la pena aminorar el ritmo para visitar la siguiente capital de la ruta: San Fernando del Valle de Catamarca. Luego de una noche en la que plantamos carpas en el patio de un pequeño restaurante del poblado de La Merced, pasamos por la capital catamarqueña casi sin mirarla, aunque al menos nos detuvimos en ella para dar cuenta de un desproporcionado almuerzo “al peso” cuyas consecuencias fueron sufridas horas de pesadez y agotamiento para llegar a Huillapima. En esa pequeña población obtuvimos permiso nuevamente para ubicar nuestras carpas en un patio, esta vez al costado de la iglesia local. A la postre, sin embargo, la ligera llovizna nos hizo preferir un adoquinado techado a la suavidad del césped. El naciente frío fue burlado gracias al aporte de Jerónimo, un hombre de sesenta y nueve años que nos regaló todo lo necesario para cebar mate por un par de horas y nos conversó con franqueza acerca de la vida en la región. Todo eso sirvió de antesala para un día cansadísimo, el más largo de todos hasta ese momento y uno de especial contenido simbólico. Una zona de olivares y nogales desparramados por la planicie fueron desgastando nuestra mente durante largas horas de pedaleo agobiante. Casi en el punto exacto que marcaba la división entre las provincias de Catamarca y La Rioja, alcanzamos la marca de los 6.125 km que habíamos calculado inicialmente como distancia total entre Quito y Mendoza. El registro de tiempo acumulado indicaba, además, 383 horas con 12 minutos:

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Luego de un monumental almuerzo de milanesa a la napolitana que encontramos en un restaurante en principio nada prometedor, justo en un punto en que la carretera ofrecía un desvío hacia Santiago del Estero en rumbo sur desde Tucumán, enfrentamos un sinuoso ascenso, bastante caliente y húmedo, de por lo menos 400 m.

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Mientras pudimos mantenernos juntos, conversamos acerca de los pormenores del viaje que nos habían parecido buenos y de aquellos que nos habían molestado. Fue una de las primeras veces que tratamos de poner el viaje en perspectiva, y una de las primeras veces que tratamos de hacer evaluaciones grupales.

Argentina fue el país en donde más usamos nuestras carpas para pasar las noches, en parte porque resultaba mucho más cómodo ahora que éramos solo cuatro, y en parte porque el país prestaba infraestructura para hacerlo. En casi cualquier población medianamente grande existen lugares adecuados para camping, los cuales

cobran un precio módico por el derecho de plantar carpas y ofrecen comodidades como seguridad y duchas. En otros lugares, simplemente pedíamos permiso para armar nuestros hogares móviles en los exteriores de alguna fonda, escuela o iglesia, y allí pernoctábamos.

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el equivalente a 16 días de marcha no interrumpida (de los 117 que llevábamos desde el día de la largada). La emoción de estos datos no impidió que los 130 km de ese día fuesen completamente demoledores, y que lleguemos a la capital riojana deshechos de cansancio. Quien nos acogió en La Rioja, luego de numerosas pesquisas y peticiones que se extendieron hasta la media noche, fue una escuela de oficiales de la Policía Nacional Argentina, en uno de cuyos salones pasamos dos veladas reparadoras. Para cuando emprendimos nuevamente la marcha hacia el sur, de vuelta a la presión de las rectas inagotables y la repetitiva llanura, habían pasado ya los peores días de ansiedad descontrolada y empezamos de alguna manera a saborear el peculiar gusto de una victoria imposible de evitar. Conforme nos aproximamos a Mendoza durante la última semana de recorrido grupal, nuestro alborotado espíritu fue dando paso a un sosiego dulce, triste a momentos, pero definitivamente luminoso. Como quien está a punto de terminar de leer por primera vez su novela favorita, o como quien sabe que vive los últimos momentos de un amor irrepetible, el viaje se tornó un gozo de nostalgia anticipada, una satisfacción de atardecer, incluso un suspiro de alivio. El verdadero fin de nuestros días de tedio fue el alejamiento de las pampas y el renacimiento de nuestro idilio con la cordillera. Aunque en realidad hasta Mendoza no atravesamos sino regiones pre-cordilleranas, el día que salimos de la población de Patquía —en la que habíamos

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Niños de Patquía entusiasmados por nuestro paso

pasado una incómoda noche sobre el piso frío de la terminal terrestre— giramos directamente hacia el oeste y empezamos a aproximarnos rápidamente a la rugosidad de las montañas. Cuarenta kilómetros sin la más ligera curva nos sacaron de las llanuras y nos llevaron a la región fantasmal del Parque Provincial de Ischigualasto y la Reserva Natural del Valle de la Luna, en la provincia de San Juan. De nuevo rodeados por serranías desconcertantes y sorpresivas, la noche que dormimos en Los Baldecitos —pueblo vacío que nos llevó a conversar de la Comala de Rulfo por una buena media hora— fue una

La aproximación a las elevaciones de la pre-cordillera hizo que todos volvamos a sacar nuestras cámaras, las cuales habían pasado bastante subutilizadas durante los días de las planicies tucumanas y riojanas. La zona por la que nos aproximamos a la capital de San Juan nos mostró una serie de parajes que ya no teníamos pensado

ver, como la sequedad rugosa del Valle Fértil o el misterio silencioso que rodea Ischigualasto y el Valle de la Luna. Una vez en la provincia de San Juan, el ánimo del grupo fue de completo sosiego, de quieta espectativa. Los últimos días hasta Mendoza los pedaleamos con una alegre serenidad.

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El día que llegamos a la frontera provincial entre La Rioja y San Juan tuvo un final de mucha energía. Una vez superado un pequeño nudo de colinas en el sector de La Torre, tuvimos un gratificante descenso de unos cuantos kilómetros y luego largas rectas por las que avanzamos a gran velocidad. Por una decena de kilómetros la carretera

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apuntaba directamente hacia el oeste, por lo que el sol nos pegaba de frente y nos obligaba a avanzar con la mirada clavada en el piso. Al rato nos desviamos hacia el sur y nos detuvimos junto a los carteles que indicaban el cambio de provincia. El ocaso adornó el pavimento con nuestras prolongadas sombras.

Bermejo es famosa por albergar el mayor santuario que existe de San Expedito, un mártir romano del siglo III que por azar del destino ha movido mucha fe en este rincón sudamericano. Junto a él, el Gauchito Gil (suerte de mítico Robin Hood de las pampas que es respetado y venerado en todo el país) y la Difunta Correa (mujer le-

gendaria que murió de sed en el desierto y cuyo hijo sobrevivió amamantándose de su cadáver) son algunos de los “santos” populares de la Argentina en cuyo honor encontramos cientos de pequeños santuarios a lo largo de la ruta. En Bermejo dormimos en el patio trasero de la capilla dedicada a San Expedito.

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noche especial: sin más vueltas que darle, en menos de una semana habríamos culminado la aventura. La región, por otro lado, tenía sobre sus hombros toda una leyenda ciclística. Según fuimos receptando rumores y versiones de toda índole, logramos reconstruir una historia macabra que había sucedido no mucho tiempo atrás. El asunto iba más o menos así: una joven suiza, que viajaba por Argentina en bicicleta, había desaparecido misteriosamente en algún lugar cercano a las poblaciones de Villa Unión y Jáchal. Su novio —que por algún motivo ignoto se hallaba en La Rioja en el momento en que ocurrió el siniestro— movió cielo y tierra para encontrarla. El tema llegó a involucrar a representantes de los gobiernos suizo y argentino, e hizo no poco revuelo en la prensa de ambos países; pero jamás se dio con el paradero de la viajera. Apenas se logró encontrar, un año después de su desaparición, lo que quedaba de su bicicleta. El tema era casi terrorífico y había quienes llegaban a involucrar en él a notables personalidades regionales o incluso hechos paranormales. Nosotros, acostumbrados a hacer broma hasta del agotamiento, sacamos de todo ello un plan truculento para dar vida al crimen perfecto. Durante un par de días pasamos amenazándonos mutuamente con un supuesto asesinato que —cometido ingeniosamente por los otros tres— nos libraría de uno de los miembros del grupo —quien, por amarga suerte del destino, era en nuestros planes casi siempre la risueña Carlita.

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Memorial en honor a la Difunta Correa

Quizá fue todo ello lo que le dio a esos días un tono de alegre extrañeza, como si sospecháramos de repente que alguna suerte aciaga podía aún privarnos de alcanzar nuestro destino. Pero nada sucedió. Los días volaron y casi sin que pudiésemos darnos cuenta estuvimos ya en San Juan, disfrutando de nuestro último día de descanso a apenas unos 150 kilómetros de la meta grupal. Habíamos atravesado con éxito los contornos del Parque Provincial Valle Fértil y, tras una noche especial en la devota población de Bermejo, habíamos contemplado por primera vez lo que entonces pensamos que era el Acon-

cagua. Aunque luego caímos en cuenta de que en realidad se trataba de otro monte (Blanco las Cuevas, según nos dijeron), ese momento sirvió como punto culminante de nuestra inquieta angustia: el viaje estaba hecho. Entre San Juan y Mendoza bastó volar sobre una extensa llanura árida y casi vacía que apenas nos ofreció resistencia, aunque no por ello dejamos de fatigarnos en dos largas jornadas de viento y pedaleo silencioso con un nudo en la garganta. Un pequeño puesto de control vehicular en la frontera entre las dos provincias nos ofreció la hospitalidad de los Rojas, una familia habituada al vagabundeo de viajeros extravagantes y sin lugar para dormir en la mitad del desierto. Con su ayuda pasamos la última noche en una pequeña habitación (con la comodidad de camas para las mujeres) y pudimos comer en abundancia en su acogedor paradero. Entonces llegó el día en que Mendoza fue tierra firme en el horizonte de nuestro mar. Piedra sobre piedra, árbol tras árbol, calle junto a calle, la ciudad que nos recibía con desgano, con una indiferencia casi insultante, era finalmente real. Entramos con parsimonia por las calles flanqueadas de acequias y abovedadas por los pesados árboles que dan un carácter único a esa capital del interior argentino. En la Plaza de la Independencia, centro profundo de la ciudad, descorchamos una botella de champagne y fingimos, con abrazos y exclamaciones, una emoción mucho menos real que nuestro desconcierto. El trayecto se cumplía finalmente tras cuatro meses de viaje y el des-

cubrimiento acelerado de lo que sentíamos como toda una vida cifrada en las maravillas y tragedias de la ruta. Llegar a Mendoza fue mucho más que dar término a nuestra aventura. Llegar a Mendoza fue el fin de una época, el fin de un mundo. Por exagerado que parezca, ese logro concentró tantas expectativas y emociones, tanta fuerza y hermosura, que en realidad lo que con él se clausuraba era toda una etapa de nuestras vidas. Me atrevo a decir que el día en que alcanzamos Mendoza fue el último día de nuestra tardía adolescencia; y no lo digo en afán de dar a ese momento una grandeza que no le corresponde, sino como parte de la aceptación de una existencia que hoy en día, más de un año después del término definitivo de Sudamérica a pedal, todavía tratamos de asimilar como perturbadoramente distinta a la que teníamos antes de dar inicio a nuestra empresa de viajar al sur en bicicleta. Todavía es imposible, incluso para nosotros (o quizá sea mejor decir especialmente para nosotros), comprender la magnitud de todo el polvo que el viaje levantó al interior de cada una de nuestras conciencias. Me inclino a pensar, en realidad, que siempre será imposible hacerlo: el terreno de las metamorfosis del espíritu es tan ambiguo y voluble que jamás da pie para certezas de ningún tipo, y en ese carácter incierto es justamente en donde puede reposar todo su potencial de asombro, renovación y transformación verdadera. De lo que no dejo de estar convencido es de que nada hubo de común y corriente

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Las últimas dos jornadas de viaje antes de llegar a Mendoza transcurrieron por un desierto completamente plano que bordea las laderas orientales de los Andes. Desde ahí podíamos vislumbrar, entre brumas, algunos picos nevados de la cordillera, y en algún punto llegamos a creer que habíamos visto el Aconcagua. Conforme nos

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acercamos a la ciudad aparecieron nuevamente las grandes extensiones de viñedos flanqueados por alamedas verde-amarillentas. Ya en Mendoza, el contraste que más llamó nuestra atención fue la cantidad de altos árboles que pueblan las calles. Casi todo el centro de la ciudad da la sensación de ser una red de túneles abovedados.

La familia Rojas maneja un pequeño restaurante al borde de la carretera que conecta San Juan con Mendoza. Allí descansamos por largo tiempo comiendo sánduches y charlando sobre la vida en ese rincón desértico. Cuando preguntamos si nos permitían armar las carpas en su patio para pasar la noche, nos respondieron ofrecién-

donos un cuarto con dos camas. Estábamos tan cansados que ni siquiera preguntamos si tenían una ducha que pudiesen prestarnos. Simplemente nos distribuimos en la habitación y al poco rato estábamos dormidos. La mañana siguiente fue la última en que Sudamérica a pedal pedaleó en grupo.

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en esos días de Sudamérica a pedal, de que el habernos arrojado con candidez y optimismo a una aventura tal nos abrió la oportunidad de vivir esas metamorfosis —inevitables avatares de toda existencia— en un nivel radicalmente distinto al de la vida cotidiana que llevábamos antes de ella, un nivel donde primó la intensidad, la rapidez, el ímpetu, la conmoción, la sorpresa, la amistad… Y tantas, tantas cosas más. El momento mismo de llegar a Mendoza no estuvo acompañado por ninguna algarabía ni ningún estruendo:

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nadie nos preguntó lo que hacíamos, nadie nos felicitó, a nadie pareció importarle nuestra presencia. Y, sin embargo, en ese momento el mundo estalló. Al menos eso es lo que ahora creo que sentimos entonces. O al menos eso es lo que creo (ahora, también) que tuvo un peso tan dramático sobre mi actitud en el viaje durante los días que vinieron: aquellos de mi marcha solitaria por el centro y sur de Chile, y el inicio de la formidable Patagonia.

La Rioja, Argentina. Día 119.

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Mendoza, Argentina. Día 126.

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DÍA 114 115 116 117 118 119 120 121 122 123 124 125 126 127-129

DESTINO

KM

Juan Bautista Alberdi (provincia de Tucumán, 390 msnm) La Merced (Catamarca, 840 msnm) Huillapima (Catamarca, 455 msnm) La Rioja (La Rioja, 480 msnm) Descanso en La Rioja Patquía (La Rioja, 405 msnm) Los Baldecitos (San Juan, 1.240 msnm) Astica (San Juan, 710 msnm) Bermejo (San Juan, 570 msnm) San Juan (San Juan, 670 msnm) Descanso en San Juan San Carlos (límite entre San Juan y Mendoza, 600 msnm) Mendoza (Mendoza, 830 msnm) Descanso en Mendoza

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110 76 97 130 76 93 103 109 111 89 87 -

Tucumán N

Juan Bautista Alberdi La Merced

Altura máxima

1.350 msnm Zona Los Baldecitos

Altura mínima

390 msnm J. B. Alberdi

Mayor desnivel (subida) Mayor desnivel (bajada)

835 m Patquía-Los Baldecitos (93 km) 400 m Llegada a La Merced (20 km)

Día más largo (hrs. pedaleadas)

Huillapima-La Rioja 7h 11m

Día más corto (hrs. pedaleadas)

La Rioja-Patquía 3h 50m

Día más rápido (vel. máxima)

Astica-Bermejo 56,7 km/h

Día más lento (vel. promedio)

J. B. Alberdi-La Merced 15,4 km/h

Distancia total recorrida desde Quito

6.849 km

Huillapima La Rioja Patquía Baldecitos

Astica San Juan Bermejo San Carlos

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Mendoza

Los días no imaginados

Mendoza-Bariloche, 1.608 km (21 de mayo a 9 de junio de 2008)

S

alí de Mendoza antes de que el sol iluminara la ciudad. Dejándome llevar por un peculiar sentido de lo melodramático, dejé que un par de lágrimas se colase por mi rostro y hasta recité unas cuantas palabras en voz alta tratando de augurar lo que pasaría en los siguientes kilómetros. Los abrazos cruzados con David y Carla junto a la puerta de un humilde hostal mendocino y la repentina —aunque de cierta manera intuida— noticia de que Andrea no me acompañaría durante esas nuevas etapas me habían llenado de una emoción difícil de procesar. Por unos momentos me di cuenta de lo radicalmente distinto y valioso que sería —o podría ser— todo lo que faltaba por pedalear, ahora en solitario. A mi derecha, apenas distante y cada vez más delineada por el ascenso del sol, la enorme cordillera de los Andes reposaba silenciosa y opaca bajo una gruesa nube de lluvia negra. Sentí escalofríos. Veintiún días después, mil seiscientos kilómetros más tarde, caminé ahogado de nostalgia por un sendero cubierto de nieve que circunda una buena parte del cerro Catedral, en la entrada de la Patagonia argentina, y asciende por un bosque de alucinante hermosura hacia un pequeño refugio de montaña. A mis espaldas quedaba la ciudad de Bariloche, y en ella descansaba mi bicicleta, quizá tan nostálgica como yo, tras haber cumplido exitosamente con el peculiar cometido al que nos habíamos abocado juntos en los pasados cinco meses. Esa última expedición por el sendero blanco del Catedral la hice

completamente solo, sin ella y sin ver a ni un solo ser humano durante las siete u ocho horas en las que pasé lidiando con la nieve. Esa fue mi despedida, mi atardecer. No sé si volví a dejar que afloren lágrimas a mi rostro, pero en mi interior todo era llanto. Llanto de alegría, de poder, de esperanza, de pena. Mi mente, aunque impedida de reposo, permanecía estática en la contemplación de cada recodo del camino y cada crujir del piso. Fuera de ello, el pasado era una avalancha y el futuro no más que una bruma intuida. Caminaba como si no caminase, o como si caminase en círculos alrededor de un poste liso, imposible de trepar. El poste era yo mismo, sin duda; mis pasos en círculo no eran otra cosa que la incertidumbre causada por el miedo. Vaya caso: no tuve jamás temor de emprender la marcha de Sudamérica a pedal, pero aún ahora no supero el espanto que me causó dejarla. Tal fue el encanto de esos meses imborrables. Para conquistar Chile, el último país por visitar en el recorrido, fueron necesarias tres jornadas cautivantes a partir de esa mañana en que abandoné a mis amigos en Mendoza. La intriga de la cordillera, a la que volvía luego de haberme alejado al bajar de los valles calchaquíes hacia la capital tucumana, tres semanas atrás, me llamaba con una ansiedad irrenunciable. Casi todos —y todo— me decían que no era oportuno intentar el paso elevado de las montañas: la nieve había obligado a cerrar la ruta, no habría amparo suficiente en la altura para protegerme si

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La cordillera, vista desde la carretera que asciende a Uspallata desde Mendoza por la vía de Potrerillos, fue durante toda la primera jornada de viaje en solitario una amenazante nube negra. Más que el miedo a la lluvia, lo que de ahí en adelante fue una constante preocupación durante la marcha fue el frío intenso que venía con ella. Aunque

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ese día la suerte me sonrió y me mantuve seco y abrigado hasta la noche, hubieron muchas jornadas posteriores en que tuve que pedalear empapado y tiritando de frío durante horas. Los arco iris en el horizonte par mí no eran motivo de asombro ante la belleza, sino de temor al agua.

se avenía un temporal, los camiones se enfilaban por centenas, de lado y lado de los montes, a sabiendas de la imposibilidad del paso, las predicciones anunciaban de todo menos días mejores… Yo, sin embargo, continué. Lo hice por el sencillo hecho de que no podía hacer ninguna otra cosa. Había llegado a ese lugar y a ese momento con el único objeto de continuar la marcha, de seguir adelante, de acercarme a mi destino al otro lado de la cordillera. Cualquier otra cosa carecía de sentido. A Uspallata llegué en plena conciencia de que no había broma en lo que había decidido hacer. Tras horas de luchar a ciegas contra un viento sencillamente furibundo, asombrado por la novedad que encontraba en toda la belleza del paisaje circundante, esa primera noche en solitario la dormí con una mezcla paradójica de nerviosismo y dejadez. Estaba claro para mí que no había otra opción que armar alforjas a la mañana siguiente y, pasase lo que pasase, tratar de aproximarme al túnel que separa los dos países en lo alto de la montaña; pero esa seguridad no me brindaba la calma necesaria para dejarme arrastrar por la inconsciencia del sueño. Quizá dormía abandonado entre hojas de álamo secas y una tupida colección de camisetas y buzos, pero nada dentro de mí reposaba: el desafío de la cordillera no me daba tregua. Tuve un regalo quizá único durante las primeras horas del siguiente día. Aparte de la violenta y penetrante luz de la mañana, en ningún recodo interrumpida por nubes o obliteraciones de ningún tipo, toda la carretera que

acompaña el ascenso del río Mendoza estuvo enteramente a mi disposición. Luego de convencer a los oficiales de tránsito que permanecería refugiado en alguno de los pequeños pueblos del camino en caso de que se presentase alguna complicación mayor, avancé en completa soledad por un camino formidable, tendido entre murallones rojizos y pendientes escarpadas que se perdían mucho más allá de las coronas blancas de los cerros aledaños. Por un par de horas transité tan embelesado como abandonado y convencido de mi completa libertad. La fantasía habría de romperse hacia las diez u once de la mañana, cuando junto a mí empezó a desfilar una interminable caravana de placas chilenas que se apresuraban por alcanzar la cumbre y dar término a la espera que habían sufrido en los pasados días. Bien sabía yo que eso, aparte de significar una temporal apertura de la frontera que de nada me servía si no se repetía al siguiente día, suponía el avance de cientos de enormes camiones que habrían también de intentar el paso hacia el vecino Chile. Y nada pude hacer más que esperar la llegada de esa tromba y luego soportarla casi con pánico al borde de las curvas que ascienden —como lo haría una de las columnas del ejército de San Martín en 1817— hacia el famoso paso de Uspallata. La hilera de camiones estuvo a punto de desesperarme en varios momentos, pero jamás me atreví pensar que mi empresa no tendría un final exitoso. Los eventos, sin embargo, seguían mostrándose adversos. Al tiempo que

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Lo que el viaje perdió en algarabía una vez que me separé de mis compañeros, lo ganó en introspección. Consignar algo de todo lo que pensaba y vivía por escrito se volvió una necesidad imperiosa durante las noches del último mes. De ahí en adelante empezé a tratar de darle un sentido racional a todo lo que había vivido, y, si

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bien nunca me conformé con mis conclusiones temporales, eso me ayudó a darle un valor nuevo a lo que estaba haciendo. La primera noche en solitario me despedí de nuestra divertida costumbre grupal de compartir vino por las noches. Lo hice bebiéndome una botella entera solo.

Conforme avanzaba hacia las alturas del Paso de los Libertadores, fue frecuente hallar amplios estacionamientos repletos de camiones que esperaban aperturas temporales del túnel fronterizo. Mi preocupación crecía mientras más y más gente me decía que había que esperar que hiciese buen clima, especialmente durante la noche,

para que los tractores pudiesen despejar la nieve que cubría la carretera y el flujo vehicular pudiese establecerse al menos por algunas horas. También me decían que si hubiese llegado un mes más tarde, el paso hubiese sido imposible. Lo único que me obligaba a seguir era la ausencia de un lugar al cual pudiese volver.

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El llamado “Puente del Inca” (2.710 msnm) es una formación rocosa natural formada por la acumulación de sedimentos minerales entre los torrentes de agua que suelen correr al interior de los glaciares. En este caso, una vez que el antiguo glaciar se retiró lentamente, dejó un brazo de piedra que se ha mantenido hasta nuestros días

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a la manera de un puente. La singularidad del lugar lo ha vuelto un atractivo turístico, lo cual me sirvió para encontrar un hostal cómodo donde pasar la noche antes de mi final acometida a la frontera. Del puente en sí mismo apenas pude disfrutar unos pocos minutos a causa del frío y la caída de la noche.

La carretera del lado chileno de la frontera, en fuerte contraste a su similar argentina, presenta un desnivel increíble. Apenas atravesado el túnel fronterizo (que alcanza los 3.820 msnm) se desciende rápidamente unos 300 metros hasta una pequeña explanada en donde se hallan las oficinas de migración. Luego se continúa por

los famosos “caracoles”, tras los cuales, al cabo de doce o trece curvas cerradas, se desciende más de 1.200 metros. No conocí un cambio tan abrupto ni siquiera en los verticales cañonaes del Perú. Ya que estaba prohibido atravesar en bicicleta los 4 km de túnel, ese día fue el primero en todo el viaje en que trepé mi bicicleta a un carro.

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chispas blancas empezaban a adornar los costados del camino por donde subía, el tráfico cesó por completo —anunciando con ello un nuevo cierre de la frontera— y el cielo frente a mis narices se cubrió de cortinas grises y ligeras como la lluvia vista a la distancia. Pero no llovía: era un temporal de nieve lo que se volcaba sobre las cumbres de la carretera y hacia lo que yo me proyectaba lentamente cada vez con más frío y más cansancio. Cuando llegué a Puente del Inca esa noche, ya casi no podía dar un paso. Más que agotamiento físico propiamente dicho, me agobiaba el temor de no ser capaz de enfrentar el clima y el desnivel que debía cubrir en la siguiente jornada hacia la cumbre. La novedad de un ambiente enteramente blanco no hacía más que agravar mis nervios. Tan solo me faltaban diecisiete kilómetros para llegar a Chile. Luego de haber recorrido siete mil, eso no sonaba tan descabellado. Pero lo fue. En esos diecisiete kilómetros el camino ascendió casi mil metros verticales. El frío fue atemorizante, cruel. Una intermitente ventisca de nieve me obligó en muchas ocasiones a cubrir mi rostro con la capucha de mi rompevientos y pedalear casi estático con la visibilidad reducida a mi llanta delantera y los pocos centímetros que discurrían delante de ella. Un brinco en la cadena de mi bicicleta me tuvo por media hora agazapado como un caracol bajo el temporal mientras mis manos parecían congelarse al tratar de arreglar el atasco. El único automóvil que se aventuró a esas alturas se vio obligado a detenerse y preguntarme si no deseaba

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La primera imagen que tuve de Chile

salir de ese turbión con su ayuda. No me inmutó su sorpresa cuando le respondí airoso que todo estaba bien, que esa locura había sido programada, que no había ningún problema y que si estaba ahí en ese momento y en esas condiciones era por voluntad propia. No sé si llegué

Santiago, la enorme y moderna capital de Chile, me sorprendió por lo que a mí me parecía un espíritu circunspecto. Incluso las manifestaciones callejeras (como ésta en memoria de Víctor Jara) me parecían silenciosas, casi serias, lo cual me mantuvo en un letargo gris durante mis días de descanso allí. Sin embargo, más que una

apreciación acertada, mi visión de la ciudad correspondía a mi estado anímico: mi sopor fue un respiro de alivio con el que mi mente descansó del desgastante cruce de la cordillera y un tenso preludio a los que serían los días de mayor vehemencia de todo el viaje: la ruta hasta Temuco.

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a arrepentirme de mi respuesta, pero recuerdo bien mis gemidos, mis gritos y mis canciones mientras ascendía —a ratos pedaleando, a ratos a pie— al ansiado túnel que cruza la frontera. Esa misma tarde descendí con júbilo explosivo hacia las llanuras húmedas del otro lado de los cerros. Estaba en Chile. En todo esto consistió mi bautizo como ciclo-viajero solitario. La sensación de victoria que me colmó durante el atardecer en el que llegué a la población de Los Andes fue tan jubilosa que a ratos me hacía hablar conmigo en voz alta o soltar breves carcajadas. Apenas veinticuatro horas después de haber pedaleado con temor bajo la inclemencia de hielo de la cordillera, me encontraba ya avanzando en los augurios de la ciudad más grande a la que he entrado en bicicleta. Al amparo de esa metrópoli gris de actitud hierática y cielo nubloso, recorrí horas de tráfico pesado y confuso trazado urbano. Los cerros a mis espaldas parecían infinitamente lejanos, soberbiamente inaccesibles; cada vez que regresaba a ver entendía menos cómo había sido yo quien hace tan poco tiempo había vencido, por enésima vez, los desafíos de esas masas gigantescas. En Santiago tenía prometido unos cuantos días de descanso. María Caridad Peña, una vieja amiga de aventuras que se encontraba entonces viviendo allí por motivos de estudio, sabía ya de mi cercanía y me esperaba con una buena dosis de alegría y mucha hospitalidad. A pesar de que los días de descanso en Santiago (al igual que mi breve visita en bus a Valparaíso) fueron una sucesión de

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lluvias que me tuvieron la mayor parte del tiempo refugiado en cafés y al interior de escaparates en lugar de realmente recorriendo las calles de la ciudad, recuerdo esos días como momentos de calidez y paz, de verdadera calma, de tregua, si se quiere. Fue uno de esos casos en que un afable sosiego no es otra cosa que anuncio de tormenta: luego de Santiago vino la locura. Me resulta difícil, aún con la ayuda de mi diario de viaje, dar seguimiento a esos días de aproximación al sur de Chile. En términos de espacio y tiempo, el lapso fue claro: Rancagua-Curicó-Linares-Cabrero-Victoria-Temuco… Seis días, nada más, para ser merecedor de un nuevo descanso. En términos físicos y mentales, en cambio, el intervalo fue una pesada tromba. Los temores que me asaltaban con respecto a la distancia —casi ochocientos kilómetros me separaban de Temuco— se unieron a un clima cada vez menos hospitalario —temperaturas menores a los ocho grados incluso a mediodía— y la ventaja temporal que me proporcionaba el hecho de estar solo —llegué a darme cuenta de que, si bien viajar en soledad es más difícil, pedalear en soledad es más fácil— para dar como resultado una suerte de fiebre a pedal que me hacía avanzar a un ritmo desesperado. Y no se trataba de ir más rápido (el peso del equipaje que llevaba impedía grandes velocidades en la llanura), sino de no detenerse nunca. Avanzaba, avanzaba y avanzaba, no hacía nada más. Hubo un par de días, de hecho, en los que solamente me detuve para almorzar; fuera de ello, prácticamente mis

A esas latitudes, el costado chileno de los Andes es mucho más humedo que el costado argentino, a menudo desértico y desolado. Ese hecho, que en términos geográfico-espaciales hacían de la región una verdadera novedad de paisajes, flora y fauna, en términos prácticos traía consigo el problema de la lluvia. La emblemática

región de los lagos araucanos, tan celebrada por su belleza, quedó para mí parcialmente oculta tras un velo de neblina y agua. Fueron pocas las veces en que pude detenerme a descansar sin necesidad de un refugio techado. No obstante, algunos de esos días me permitieron observar paisajes que nunca había imaginado antes de salir.

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Temuco, la capital de la Araucanía y una de las principales ciudades del sur, es en realidad una incorporación relativamente reciente de la nación chilena. En un intento por “civilizar” las tierras mapuches del sur, que durante la Colonia habían sido territorio bárbaro para el poder central peninsular, en el s. XIX el gobierno motivó la colonización

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de la Araucanía a través de la construcción de fuertes militares y la donación de extensos territorios a los colonos que se atreviesen a poblar la región. Fundada recién en 1881, la ciudad fue inicialmente conocida como Fuerte Recabarren. Para mí, Temuco significó el triunfo sobre el desafío que me impuso el frío paso por Chile.

pies no toparon el piso. Mis únicas distracciones, aparte de seguir pedaleando, eran los breves lapsos en que la neblina ondeaba su banderín de paz y yo podía tomar unas cuantas fotos al paisaje. Pero ni siquiera en ello podía demorarme mucho: el frío hacía que el sudor acumulado bajase rápidamente la temperatura de mi cuerpo y en seguida tenía que continuar para no perder calor. Esas condiciones, más mi premura de llegar a Temuco antes de que las lluvias invernales volviesen a rasgar el cielo, desembocaron finalmente en dos días consecutivos de romper mi récord histórico de distancia en una sola jornada: 170 km para llegar a Cabrero y 172 para llegar a Victoria. En ambos casos me detuvo más la noche que la falta de fuerzas, aunque no por ello mi cuerpo dejó de necesitar reponerse mediante cenas que, en circunstancias normales, hubiesen bastado para alimentar a tres o cuatro personas. En esos días ocurrió dentro de mí algo que nunca seré capaz de explicar. Nunca había sentido una ansia así, nunca había estado tan fuerte. Más allá de todos los aparentes temores que iba arrastrando conmigo, nunca en mi vida la sensación de que nada había en el mundo capaz de detenerme había sido tan penetrante y vívida, tan radical. Avanzar así no fue solamente una evaluación de las destrezas adquiridas en el viaje o una auto-demostración de poder: fue una demencia que me multiplicó y me empujó con más ímpetu del que yo esperaba soportar. Esos días en que llevé al límite mis fuerzas me inundaron de

poderío, pero a la vez me rompieron. Cuando, al salir de Victoria —¡vaya nombre sugestivo!—, volví a mis cabales y viré los ojos hacia la enorme distancia que me separaba de Santiago, había en mi interior una quebradura irreparable, una grieta que nunca sanó: llevaba conmigo la intuición de que días de tanto frenesí no podrían repetirse más. Difícil decirlo de otra forma. De ahí en adelante, durante la última semana de camino —semana de días largos, difíciles y fríos, pero de una hermosura completa—, mi espíritu recorrió sin saberlo por los innumerables recovecos que el trayecto había creado en mi conciencia. En esos días terminé de darme cuenta de algo que era ya evidente: el viaje, que había comenzado como un enorme juego pleno de nada más que diversión y aventura, poco a poco se había ido transformando en una marcha de depuración interna, en un tiempo de forzada renovación. Mientras me acercaba con una mezcla de pausa e impaciencia a mi meta en Bariloche (de nuevo en Argentina, al otro lado de la cordillera), descubrí con melancólica alegría que a cada metro todavía me esperaba una novedad, que no era el fin del viaje en verdad el fin de la aventura, que saborear la brevedad de cada plenitud es una clave infalible para afrontar con optimismo los retos imprevisibles de cualquier camino. No me atrevo a decir que desde entonces cumplo a cabalidad esa premisa, pero sí que veo en ella una forma —una herramienta, si se quiere— para salir airoso sobre los diversos altibajos que nos trae la vida.

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Cerca de la cumbre del volcán Lanín pasa la frontera por la que retorné a Argentina luego de dos semanas y más de 1.000 kilómetros de viaje por territorio chileno. Justamente el día en que atravesé la frontera fue uno de los pocos en que no tuve que soportar una jornada de lluvia. De hecho, fue uno de los días más apacibles y hermosos de

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todo el recorrido por Chile. La región lacustre de pronto me ofreció el paisaje de un otoño formidable por el que ascendí y luego descendí completamente feliz. En un momento pude divisar, a apenas un centenar de metros, a un felino andino del que casi no quedan especímenes. A Junín de los Andes llegué cerca de las 8h00 p. m.

El penúltimo día de viaje fue uno de los más complicados tanto a nivel físico como psicológico. Tuve que atravesar dos parques nacionales argentinos, lo que significó decenas de kilómetros en la más completa soledad y en medio de un paraje que para mí resultaba enteramente nuevo. La espesura y misterio de los bosques llegó a

causarme casi miedo, mientras que al hielo sobre el camino le bastó unos minutos para dejarme empapado de la cintura para abajo. Caí y resbalé por el piso en no pocas ocasiones, y mi llanta prácticamente estalló hacia el final de la tarde. La intensidad de esa jornada blanca fue un verdadero broche de oro para Sudamérica a pedal.

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Avanzaba bajo la lluvia fría del inicio del invierno, sumergido en la belleza dominante de la Araucanía y la región de los lagos fronterizos, preocupado y contento por las amenazas del clima y mis decenas de periplos diarios. Pensaba en todo: mis amigos, mi familia, mis fuerzas, mi hambre, mi pasado, mi futuro. Imaginaba mil y un escenas a través de las cuales vivía mundos imposibles en ese momento, pero no por ello menos reales en mi espíritu. Hablaba por horas, a menudo incluso en voz alta, con todo el mundo; a veces conmigo mismo, a veces con mi bicicleta, a veces con algún amigo a quien imaginaba sentado en mi parrilla y con quien me divertía o discutía sobre cualquier asunto. Me entretenía recordando —o inventando, quizá— a cada persona que había conocido en la ruta, cada lugar en el que había dormido, cada comida que había recibido y hasta cada baño en el que había tomado una ducha en los pasados meses. Todavía me pregunto qué ocurría en mis entrañas conforme avanzaba bajo la luz y la nieve de ese lejano sur. Nunca lo sabré con certeza. La realidad es siempre más brillante o lóbrega en sueños que en la vida concreta, y un viaje como este está destinado a crecer y crecer en la memoria. Lo que ahora veo en el edificio de mis recuerdos no puede sino ser una construcción en buena medida hinchada por el paso de los meses que me separan de aquellas jornadas. Cada vez que pienso en esos días me asalta la idea de que el viaje nunca llegó a su fin, de que ni siquiera, en realidad, tuvo un verdadero

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A pocas horas de llegar

principio. A menudo me veo a mí mismo —y no sé si la visión ocurre en el pasado o en el futuro— jadeando por caminos remotos sobre el zumbido constante y fiel de mi bicicleta. Quizá esa sea la causa de la intranquila satisfacción que me acompaña desde los días de Sudamérica a pedal. Cuando finalmente tuve al cerro Catedral a la vista —al otro lado del lago Nahuel Huapi que yo venía contorneando desde la tarde anterior—, no hubo ni explosión de júbilo ni apocamiento de pena. En ese momento tan solo sentí calma. Los siguientes minutos pedaleé en contra de un viento rezongón al que ya estaba acostumbrado y que daba cierto aire de rudeza a aquel entorno

digno de cualquier paraíso. Resoplaba de un cansancio definitivo, un cansancio lleno de silencio. Unos diez kilómetros después de haber cruzado la frontera entre las provincias de Neuquén y Río Negro, un viejo Citröen me detuvo al borde de la carretera y de él bajó el último ángel guardián de mi odisea. “¿A dónde vas?”, me preguntó. Yo volteé mi mirada hacia la multitud de edificaciones

que, como figuritas de juguete, anclaban su peso sobre los irregulares contornos del lago a apenas un puñado de kilómetros de distancia: San Carlos de Bariloche. “A ninguna parte”, respondí. Y mi sonrisa voló sobre las aguas centelleantes del Nahuel Huapi como anuncio del fin del vendaval y el inicio de una confortable brisa vespertina: “¡Acabo de cumplir mi meta!”

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Las laderas del cerro Catedral, a cuyo pie se encuentra la ciudad de Bariloche, se han convertido en uno de los centros de esquí más importantes de toda Argentina. Aunque yo llegué días antes del inicio oficial de la temporada, la constatación de su infraestructura me dejó entrever la capacidad turística de la zona y la cantidad de gente que

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la visita en invierno. Como acto simbólico de clausura, yo realicé una caminata hacia el refugio de montaña Emilio Frey, en el costado sur de la montaña. Ese día no vi a una sola persona durante las 8 horas que pasé caminando por los senderos blancos del cerro. Mi almuerzo lo realicé en el refugio, también completamente solo.

Los Andes, Chile. Día 133.

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Lago Escondido, Argentina. Día 150.

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DÍA 130 131 132 133 134-136 137 138 139 140 141 142 143 144 145 146 147 148 149

DESTINO

KM

Uspallata (Mendoza, 1.950 msnm) Puente del Inca (Mendoza, 2.710 msnm) Los Andes (Región de Valparaíso, Chile, 795 msnm) Santiago (Región Metropolitana, 595 msnm) Descanso en Santiago y alrededores Rancagua (Región de O’Higgins, 465 msnm) Curicó (Región del Maule, 170 msnm) Linares (Región del Maule, 125 msnm) Cabrero (Región del Bío Bío, 90 msnm) Victoria (Región de la Araucanía, 390 msnm) Temuco (Región de la Araucanía, 105 msnm) Descanso en Temuco Villarrica (Región de la Araucanía, 300 msnm) Curarrehue (Región de la Araucanía, 355 msnm) Junín de los Andes (prov. de Neuquén, Argentina, 850 msnm) San Martín de los Andes (Neuquén, 690 msnm) Villa La Angostura (Neuquén, 780 msnm) San Carlos de Bariloche (Río Negro, 775 msnm)

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123 72 87 83 104 115 122 170 172 70 85 64 109 42 113 77

Uspallata Los Andes Puente del Inca Santiago Altura máxima

Altura mínima Mayor desnivel (subida) Mayor desnivel (bajada)

3.820 msnm Túnel de los Libertadores 90 msnm Cabrero

N

Rancagua

1.110 m Pte. del Inca-Frontera (17 km) 3.025 m Frontera-Los Andes (69 km)

Día más largo (hrs. pedaleadas)

Cabrero-Victoria 9h 41m

Día más corto (hrs. pedaleadas)

Junín-San Martín 2h 39m

Día más rápido (vel. máxima)

Pte del Inca.-Los Andes 62,8 km/h

Día más lento (vel. promedio)

Uspallata-Pte. del Inca 12 km/h

Distancia total recorrida desde Quito

8.457 km

NOTA: La distancia total registrada en el odómetro oficial del grupo fue en realidad de 8.678 km, siendo el tiempo total de pedaleo efectivo 530 horas con 41 minutos. Estas cifras incluyen los recorridos realizados en los días de descanso, como las visitas a las bodegas vitivinícolas de Maipú, en Mendoza (58 km), o la vuelta por el llamado Circuito Chico, en Río Negro (92 km), entre otras.

Curicó

Linares

Cabrero

Victoria Temuco Villarica

Curarrehue Junín de los Andes San Martín de los Andes Villa La Angostura

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Bariloche

Mendoza

El viaje en perspectiva Palabras de los viajeros

Ciclista de mala muerte

Por Santiago Vizcaíno

Los niños de la Escuela Machachi, cerca de La Esperanza (Bolívar, Ecuador), nos dedicaron declamaciones y cantos.

A

las seis y treinta del día domingo 13 de enero de 2008 tenía ganas de matarme. Pedalear hasta la frontera con el Perú era mi única forma de escapar. Mi entrenamiento había sido parco como mi propia vida. Pero no iba a cejar. Aunque por un momento pensé que no duraría un solo día, me dispuse a arreglar alforjas y a desayunar como no lo había hecho en meses. A las 9 de la mañana, una multitud reunida en la Plaza de los Presidentes había salido a despedirnos. Yo me sentía uno de ellos. Durante varios minutos estuve esperando como el escolar que viste de payaso para el Día de las

Cuando más infame es su vida, más la valora el hombre; y entonces es una protesta, una venganza de todos los instantes. Honoré de Balzac Madres y nadie de los suyos llega a verlo. En efecto, nadie apreció. Mi novia acababa de perder un niño y mi familia estaba demasiado lejos. ¡Qué carajo, me dije, no soy ninguna estrellita de Navidad! Pedaleamos tres horas y cuarenta minutos en los que me estuve tragando las ganas de gritar. Sin embargo, una suerte de bienestar se apoderaba de mí. El viento acariciaba mi cara, el paisaje andino hilvanaba una serie de recuerdos infantiles, el sudor salobre le daba sabor a mi cara y respiraba un aire inmaculado, límpido. ¡Porquerías! Me dolían las ingles, las caderas, los muslos; la cabeza me estallaba y

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tenía náuseas. Miraba a los otros ciclistas y adivinaba lo que estaban pensando: “Miren a este pobre diablo, no va a jalar otro día más”. Y sin embargo se acercaban y decían: “Dale, bróder, qué bacán este viaje”. Cuando llegamos a Machachi, ya quedamos los que éramos: la Andrea, el Cubas, el Guabas y este servidor. Yo me despedí de mí mismo. Entonces empecé a sentir el calor humano y la camaradería. Era el inicio de una travesía intensa, dolorosa, pero, sobre todo, cargada de humor. Los bomberos nos acogieron en su cuartel, o en su Cuerpo, ¿cómo se dice?: amables compatriotas que siempre compartieron su espacio, y a veces, hasta su comida. Ese primer día, por ejemplo, nos mostraron unas maravillosas fotos de cuerpos desmembrados, cerebros descubiertos, autos destrozados y motociclistas incinerados. Simplemente encantador. Yo aguantaba, como un varón, las ganas de fumar. Sabía que el siguiente día sería peor: me esperaban 100 aterradores y aproximados kilómetros. La ruta Machachi-Ambato es de lo más divertida si uno descuenta los más de 20 kilos en la parrilla, jodiendo, como la cola hinchada de un elefante. Hay que acostumbrarse a ello, ensimismarse y respirar con la intensidad de las viejas que hacen aeróbicos en los parques de la ciudad. Por lo menos así me sentía yo. Cuando uno ha aprendido a olvidar sus miembros, empieza a disfrutar del paisaje: el Cotopaxi, la laguna de Yambo, la ciudad de Latacunga, los helados de Salcedo y, finalmente, esa horrible cuesta que nos ofrece un desvío de la Panamericana para salir de Ambato. Descansar, comer, tomar un baño de agua caliente y llamar a los tuyos para comunicarles que aún sigues vivo son placeres que sólo se disfrutan en esas circunstancias. Y, sobre todo, dormir con la vana ilusión de la planicie.

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Ambato-Guaranda cuesta, con su doble sentido. Hay que subir de 2.665 msnm a más de 4.100 msnm, mirar con la boca abierta el Chimborazo y descender como un poseso. Casi otros 100 km. Duele. Por eso tuve la buena fe de adelantarme. En solitario comprendí el valor de lo que estaba haciendo. Repetía una y otra vez Forever Young de Bob Dylan para darme fuerzas. En medio de los eucaliptos y los cipreses podía oírse mi aullido. También entendí el precio de andar en grupo. A las tres de la tarde, en pleno ascenso, sentí un hambre feroz. Y yo no llevaba más que una lata de atún. Miré hacia atrás y divisé la figura oblonga del Guabas que me hacía señas obscenas para que me detuviera. Así lo hice. Cuando llegó, me dijo: “Por qué te adelantas, idiota, ¿no ves que hay que comer?” La Andrea pedaleaba a lo lejos con la furia de la inanición. Finalmente llegó, pero su carácter no era del todo apacible. Para rematar, el Mario no aparecía. El silencio se me pegaba a las tripas con un dejo de culpa. Largo tiempo hubo de pasar hasta que Mario hiciera su arribo triunfal… en autobús. Sí. Había olvidado su billetera en el camino mientras arreglaba una llanta, lo que lo obligó a regresar unos cuantos kilómetros. Al menos esa fue su explicación. Menudo despiste. Comer es alimentar el espíritu, eso lo sabemos. Atravesar El Arenal cuando ya queda poca luz, no tiene precio. Los ciclistas afirman que una buena bajada es una gran recompensa. Y así lo es cuando el sol brilla, la brisa cálida inflama tu alma y te solazas en un paisaje diáfano. No en la oscuridad, con el frío del páramo andino entumeciendo tus falanges, la neblina ocultando todo rastro, una leve y tormentosa llovizna trepanándote… Pero basta de quejumbres. Así llegamos a Guaranda. La Andrea y yo, en una

camioneta. Los espíritus bárbaros del Guabas y el Mario, en bicicleta. Otra vez hotel, qué maravilla. No hay placer sin dolor, y viceversa. Guaranda es una ciudad descolgada, un gran subibaja que anida extraños seres que festejan bautizos y primeras comuniones un lunes por la noche. Eso es lo que vi, a 2.630 metros sobre el nivel de mar. Y Pájaro Azul. Al día siguiente, mientras trataba de discernir el oscuro significado de una plaza a la que denominan Roja, descubrí el valor de la aventura: el olvido. Es como beber. Un poco, solo un poco, más sano, sin embargo. También descubrí el valor del calzado chino: una mierda. El quinto día me sentía más canchero. Guaranda-Montalvo me parecía un día de campo. Y lo era, en un principio. Desde la altura, pude escudriñar la arquitectura de San José de Chimbo. El clima era embriagador y ahora disfrutaba de los verdes prados, los sembríos, el bosque y sus matices. Tomamos un camino alterno para llegar a la Costa. Lo llamaban El Torneado, cosa que me pareció esperanzadora, ya que uno se imagina una figura labrada, redondeada, una mujer, quizá. Pero el hado es insufrible, compañeros. Dicen que cuando “un poeta ha capturado el fluyente sentido del cambio, la oscilación en los tiempos de todas las cosas, ha captado la esencia de su arte, y de todo arte”. Yo empezaba a captar aquello. La poesía que había en aquello. Mi bici, mi cuerpo se negaban, por supuesto, mas ese “fluyente sentido” operaba adentro, tan adentro que cuando empezó la neblina, el lodo, la lluvia persistente, disfrutaba del cambio, de la oscilación. Y uno disfruta, hasta que cae aparatosamente. Intenta respirar y no puede. Se examina con detenimiento para asegurarse de que todos sus miembros estén en su lugar correcto. Intenta

respirar. El aire se cola apenas por la tráquea y el milagro de la vida se devela. El Torneado era más bien tronchado. Las zapatas de nuestros frenos se desgastaban con la rapidez de los nudillos. Es una hipérbole. 71 kilómetros en esas condiciones alteran la paciencia a cualquiera. Yo, que siempre he querido probar de todo menos la homosexualidad, me sentía como un pulpo en una pecera. Para el ciclista experimentado, esto debe parecerle un juego de niños. Pero siempre hay una primera vez. Y duele. Balsapamba es pueblo que se debate entre una rara opulencia y el vino de naranja. Un balneario, en suma, del que no disfrutamos más que de un buen seco de pollo. Allí descansamos nuestros cuerpos. Digo nuestros porque no es que mis compañeros fueran inmortales. También tenían cuerpos, aunque no lo pareciera. Andrea es una deportista experimentada. El Guabas y el Mario, bueno, tenían la experiencia de un viaje en bicicleta por el país y cierto entrenamiento. Yo no llevaba ninguna ventaja, solo cierta tenacidad, que debería llamar obsesión. Hasta Montalvo el trayecto es irrisorio, en sus dos sentidos. Después de varios días de soportar bajas temperaturas, el calor de la Costa nos sumerge en una especie de ensoñación. Montalvo muestra su cara tibia, la agitación de sus coches de tres ruedas, el griterío de la gente y su carácter bravío. La estación de bomberos acoge a cuatro ciclistas mórbidos, con un ácido sentido del humor. La noche acalora los sentidos y los zancudos se entusiasman con esas carnes nuevas, atropelladas pero vírgenes. El día sexto amanece lluvioso. Salimos demasiado tarde con un ritmo frenético que soporto hasta las afueras de Babahoyo. Almorzamos una corvina deliciosa —¿o habrá

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El ascenso a El Arenal (4.180 msnm), páramo norte del nevado Chimborazo, fue la primera gran prueba de altura que enfrentamos. El temor y la espectativa nos obligó a salir de Ambato (2.665 msnm) apenas hubo luz solar, algo antes de las seis de la mañana. A Guaranda (2.630 msnm) llegamos pasadas las siete, en medio de un

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aguacero que nos helaba. Santiago se adelantó al grupo prácticamente desde que salimos en la mañana y no volvimos a verlo hasta el tardío almuerzo, ya bastante cerca del fin de la subida. La falta de comida había estimulado el mal ánimo en más de uno de nosotros, y el paraje de la foto fue el escenario de la primera pelea del viaje.

sido tiburón?. En 3 horas y 36 minutos recorremos 80 kilómetros. Estamos en Milagro. Así de simple. Aunque un intenso dolor en la rodilla empezaba a fastidiar mi buen ánimo. Las risas eran frecuentes en el grupo, sobre todo entre los varones. Las mujeres se toman la vida demasiado en serio. Si no hubiera sido por el buen humor que habíamos establecido, el trayecto, sin duda, habría sido penoso. El fenómeno de la alteridad reafirma la propia personalidad o la degrada, en función del grupo. Ahora era la Defensa Civil la que nos acogía junto con los fastidiosos zancudos y su sed vampira. Sin embargo, es posible dormir con ese sonido agudísimo como una cuerda de violín desafinada. Los detalles empiezan a aburrirme, así que diré que tuve un sueño con mujeres hermosas acariciando mi muslo mientras yo repartía billetes de distintas denominaciones en las líneas que dejaban entrever sus escotes. El despertar es horrible. Las ingles empiezan a resentirse y ya casi es imposible apoltronarse sobre el asiento sin sentir una suerte de angustiosa violación. El trayecto Milagro-Naranjal lo resumiré así: arrozales, calor, lluvia, rodilla, dolor, cansancio excesivo, banano. La Costa estaba mellando mi estado físico aún más que la Sierra. Como ciclista, si puedo ser sincero, prefiero la Sierra con sus desvaríos. La planicie agota tanto que a los lejos uno puede ver oasis, chicas en bikini o monstruos de cinco cabezas con sus ojos penetrantes, abyectos, dispuestos a lamer tu sudor. En Naranjal llueve de una manera lastimera. Hay quienes dicen disfrutar de una tarde lluviosa mientras miran por la ventana el tráfago. Yo también, pero no allí. Llueve tanto que uno se cansa de ver llover. Pero era tan solo una noche. Una noche sobre un aislante tieso como el lomo de

un cabra. Mañana estaríamos en Machala y eso me reconfortaba. Leía Dinero de Martin Amis y envidiaba la vida de John Self, el personaje principal, que bebía muchísimo y tenía mucho —quizá demasiado— sexo. Machala se encuentra a 112 kilómetros de Naranjal. El paisaje ofrece bananeras y más bananeras. Pedalear es encontrase con uno mismo, pero ese uno mismo está tan lleno de miseria, de defectos, que se prefiere imaginar, tomar resoluciones o burlarse de los otros. La ciudad es el sueño del notario Cabrera: grandes edificios, casinos, sucursales bancarias, finas boutiques y mujeres que muestran sus muslos voluminosos. Pues ahí nos quedamos. La hospitalidad de mi primo y su pareja hizo que nos sintiéramos a gusto. Lavamos nuestras ropas, comimos opíparamente, bebimos cerveza y disfrutamos del mar en una cercana isla a Puerto Bolívar. Cuando ya empezaba a acostumbrarme a esa vida de vacacionista, había que emprender otra vez el vuelo, pero en bicicleta. Mis compañeros tenían urgencia por salir del país. A mí me daba igual. A ellos les quedaban varios meses de recorrido. Yo tenía que volver a afrontar la realidad. Entonces tomé una determinación: llegaría hasta Santa Rosa y viajaría hasta Zaruma. Abandonaría a mis compañeros para quedarme solo. Los dejaría con su viaje, con su sueño, con ese humor malsano que nos había unido fecundamente. Pedaleé desde Machala hasta Santa Rosa con una ligera sensación de tristeza. Casi al mediodía nos despedimos. Tenía algo atragantado que hubiera querido decirles y que ahora ya no importa. Sin embargo, dije: “Lárguense, putotes. Gracias por todo.” El Mario quiso besarme en la mejilla, pero a mí me dio una suerte de asco.

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Salir del letargo

Por Juan Fernando Dueñas

Casualmente cruzamos camino con un campesino ciclista en las afueras de Pazña (Bolivia). Volvía de cazar patos, sin éxito, en el lago Popóo.

T

rato de volver al origen de ese éxodo, buscando recordar qué fue lo que me motivó a renunciar a mi trabajo, a mi casa, a mi familia... a todo en definitiva, para salir y viajar. De hecho, muchas veces la gente nos preguntaba cuál era la razón para viajar tantos kilómetros y, encima, en bicicleta. Mientras más lo pienso, creo que la motivación más intensa para comenzar fue justamente el desarraigo. Es paradójico que cuando se permanece en un mismo sitio (y más si ese sitio es una gran ciudad), uno termina por perderse, se estanca en una especie de limbo que se repite día tras día. Ahora puedo decir que ese viaje me centró y me permitió identificar mis raíces, me acercó a mi identidad. A través de las interminables jornadas y los miles de instantes, fui descubriéndome, revelándome junto

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a mis compañeros que, quieran o no, ya forman parte de lo que soy. A pesar de que se puede presumir en pocos párrafos esta experiencia, es difícil resumir lo definitivo que resulta un viaje como éste. Andrés ya tuvo ese problema al tratar de sintetizar el viaje en el texto de este maravilloso libro. La cantidad de imágenes, sonidos, nombres, datos e incluso olores que recuerdo es abrumadora. Se van desprendiendo de mi memoria desordenadamente. Es como haber vivido una vida dentro de mi propia vida. Lo primero que me rebota en la memoria es esa singularidad que cruza nuestros pueblos latinoamericanos. Tenemos un mismo origen, una misma historia matizada a la sazón de lo que nos hace únicos: el tan menospreciado mestizaje. Este viaje, como

El 6 de abril, Juan Fernando celebró sus 27 años pedaleando casi 90 kilómetros por el corazón de la Cordillera de los Frailes, en el norte del departamento de Potosí. Fue uno de los días más destacados del trayecto boliviano: el relieve nos hizo olvidar nuestra larga permanencia en el altiplano y nos llevó de vuelta a los mejores días del Perú.

Como se hacía cada vez más habitual, durante ese día pedaleamos separados por horas, por lo que casi no volvimos a vernos hasta el atardecer. El regalo de cumpleaños fueron un par de cervezas y la hospitalidad de una pequeña fonda en Cieneguillas, apenas a una jornada de cumplir la tercera gran etapa del viaje.

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tantos otros que alguien habrá hecho, me dio la posibilidad de encontrar esas reflexiones y momentos de una manera particular y sobre todo, me dio la posibilidad de poner en práctica mucho de lo que nos cansamos de pregonar, pero que en realidad hacemos tan poco: ¡vivir diferente! Es decir, construir una cotidianidad distinta a la que estamos acostumbrados a creer que debe construirse. Recorrer un país (¡un continente!) en una bicicleta (o como sea, en realidad) es como pasar una película cuadro por cuadro. Se encuentran detalles que antes parecían triviales, cosas que se ocultan detrás del sobre estímulo en el que vivimos conectados a diario. A pesar de que casi todo el tiempo uno pasa clavando la vista en el pavimento, meditando sobre mil cosas y nada a la vez, sutilmente se va cambiando de horizonte, se va variando la perspectiva y el enfoque. Todo ocurre en el constante y sutil movimiento para dejar ciudades y pueblos atrás, para seguir encontrando espacios nuevos encaramados en la cordillera o perdidos en sus valles. Yo diría que es como jugar a ser primitivo y tratar de acercarse a lo que los primeros aventureros podrían haber sentido al enfrentarse con su entorno. Quizá imaginarse que uno es un nómada, un nómada pos-moderno por supuesto, con todo lo que eso implica. Al redactar estas pocas líneas, pienso que la perdida de cotidianidad es lo mejor que uno puede darse el lujo de vivir. Cuando por fin nos liberamos de los anclajes de la vida convencional, uno empieza a verse ridículo cada vez que pierde el tiempo en tareas normales. ¡Hay tanto por hacer! ¡Tanto para ver! Varias sensaciones imperan durante la marcha. Nuestra mente, a momentos muy poderosa, suele aturdirse frente a la idea de no tener un anclaje, no tener sitio. Ese estado cercano a lo catatónico llega a extremos interesantes cuando

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llevamos el cuerpo al límite. Mientras se trata de evadir el cansancio, con diversas tareas mentales que van desde contar las líneas de la carretera (cuando hay), o tratar de distinguir los sonidos a lo lejos, inclusive tarareando esa estúpida canción que detestas, pero por alguna razón de acompaña, uno se va acercando al momento en el que el cuerpo se desconecta de la mente. Cuando llegamos a ese límite, intentando coordinar el esfuerzo de cada movimiento con la respiración, se va sintiendo cosas que se alejan de lo que puedes describir con palabras convencionales. Y empiezas a buscar términos como cósmico, infinito, delirante o ancestral. Otra característica intrínseca del viaje fue la solidaridad. La solidaridad que acompaña a los peregrinos funciona como un puente natural que te acerca a los otros. La generosidad, de la que todos somos capaces, se encarna en la inconmensurable ayuda de la gente que uno se va encontrando en el camino y que uno acepta con humildad y agradecimiento al límite. La dualidad del ser humano, que no pierde oportunidad para destruir, se estrella contra la sencillez con que realmente se puede vivir. Hay una inmensa cantidad de cosas con las que nos llenamos, pero esa desenfrenada compulsión, tan característica de nuestros tiempos, se desvanece una vez que nos atrevemos a transgredir, a dar un paso más allá de nuestras limitaciones culturales o ideológicas. Con el tiempo cada cual habrá construido su sensación del viaje. Yo personalmente puedo decir que me sentía libre. Como el más auténtico de los bohemios, como el más autónomo de los anarquistas. Pasaban por mi cabeza los relatos de tantos aventureros que admiro. Mientras buscábamos el dharma en una experimentación continua, el movimiento iba vaciando nuestras cabezas de tribulaciones, tal

cual devotos budistas. Pero también sobrevivíamos en una realidad profunda y cruda, una realidad que nos esconden o de la que nos escondemos a propósito. Mi viaje se tejió entre estos jóvenes melancólicos, irreverentes y conjurados bebedores/deportistas. Sentía que compartía un momento histórico con futuros grandes escritores, artistas, montañeros y a la vez personas comunes y corrientes de las que fui descubriendo sus defectos y sus virtudes. Muchas personas a las que quiero me acompañaban en esos momentos. Personas a las que respeto y son un referente en mi vida de alguna forma se convirtieron en un compañero más de esta maravillosa experiencia y la enriquecieron. ¡Como extrañé! Cada lugar que dejábamos, cada personaje que teníamos la suerte de conocer iba silenciosamente dejando su impronta en nuestras cabezas y almas. Pero al mismo tiempo íbamos dejando algo de nosotros en cada sitio, como fuimos dejando muchas cosas inconclusas en casa. El encuentro con otros viajeros también fue frecuente. Familias, solitarios, numerosos o escasos, iban recorriendo,

cada cual a su manera el camino que compartimos por pocos instantes. Dentro de mí, quizá convive un sabor amargo al ver que la mayoría de los que se aventuran vienen de otras regiones del mundo, de otras latitudes diferentes, y eso inevitablemente me hace preguntarme sobre cosas del mundo que no viene al caso relatar hoy, pero que también están presentes a la hora de pedalear y relatar: la desigualdad, la injusticia… Mi deseo es que estos sinceros testimonios, sin necesidad de ser pomposos, animen a más personas a atreverse, sea cual sea su proyecto, a salir del letargo. A remover el cuerpo y las conciencias, a impregnar de estas características nuestras acciones a diario. Me quedan aun muchos kilómetros por recorrer, me queda tiempo para invertir en esa causa. Me queda el sabor dulce de ese impulso, el de empezar algo nuevo con cada decisión, de enfrentar y vencer mis propios miedos. ¡Salud a los viajeros!

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Una nueva en el grupo

Por Andrea Vallejo

La humilde familia que nos recibó en Huajoto (Perú) nos hizo pasar una noche muy cálida. Su ayuda nos evitó dormir en la interperie.

C

asi un año después del viaje, es difícil escribir sobre lo vivido. Debo reencontrarme con muchos recuerdos, sensaciones y aprendizajes, muchos de los cuales no quiero enfrentar porque siguen vibrando y latiendo dentro de mí, y no los puedo saborear como quisiera. Ahora, en este “mundo real”, una se pierde en el día a día, entre horarios, obligaciones, metas y formalidades, pero lo importante es seguir con esa llama prendida, ese fuego que en pequeños detalles puede iluminar, como al no dejar de sonreír cuando se brinda una mano mirando al sol. El viaje fue como una “vida corta” en la que aprendí de todo. Comencé por descubrirme físicamente, al ver como mi contextura iba cambiando, así como mi color de piel

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o mis necesidades de alimentación. En lo sicológico, muy dentro de mí, me conocí a mí misma, y respondí a muchas preguntas que, con el pasar el tiempo, habían surgido y no habían encontrado respuesta. El viaje fue, realmente, un espacio con muchos respiros. Veintidós pinchazos en las llantas, climas extremos, alegrías, viento en contra, sol, lluvia, tristezas, frío, nieve, sentimientos, frenos que no me detenían, altiplano y mar… Ese fue el día a día de un viaje del que no regresé siendo la misma. Nuestra aventura a pedal estuvo llena de vaivenes. Salimos de Quito (2.820 msnm) y descendimos hasta el mar para trepar luego hasta 4.825 msnm… todo el tiempo entretenidos en el subir y bajar. También enfrentamos la lo-

cura del clima, muy fresco a veces, muy caluroso a ratos, variando entre cero y cuarenta grados, casi tan impredecible como el lugar dónde dormiríamos cada noche. ¡Menos mal viajábamos en buena época, porque hubiese sido feo eso de mojarse o cocinarse viajando en bicicleta! Mi inicio de viaje fue la continuación de la vida que llevaba hasta entonces, llena de retos, entrenamientos, competencias y medallas, siempre con una mente y un cuerpo muy disciplinados. Todo el mundo me preguntaba —sobre todo los amigos de mis amigos de viaje—: ¿Cómo lograste viajar con “esos manes”? Hasta ahora no encuentro respuesta. Años atrás, armé un proyecto para viajar en bicicleta por Sudamérica, pero el plan no se logró por varios factores. De pronto, mi amigo Ramiro me dijo que sus panas de colegio viajarían hasta Mendoza. “Si quieres, ve y habla con ellos”, dijo. No dudé ni un minuto. Me cité con el Guabas y… ¡a viajar se ha dicho! Esa primera conversación se dio cuando faltaban dos meses para la partida, tiempo apenas suficiente para comprar lo necesario, prepararme, despedirme de la gente, renunciar al trabajo y adiós. Era el escenario perfecto para viajar: tenía dinero reunido y ninguna obligación fuerte que me atara. Hasta el día del viaje no conocía a todos los integrantes de Sudamérica a pedal. A algunos de ellos los había visto apenas tres veces, y nunca había pensado en cómo sería la convivencia, o cuál sería su manera de ser. Realmente no había pensado en nada. Solo me importó el sueño de viajar e intuí que sería muy agradable hacerlo en grupo. Partí con mi mente de competidora. Por más que luchaba contra eso, me fue difícil dejar esa actitud —quizá por

todos los años que estuve acostumbrada, no solo psicológica, sino físicamente, a correr para ganar. Ésa era una de mis luchas internas, pero cada uno cargaba con las suyas, lo que acentuó los roces entre quienes viajábamos. Sin embargo, mi caso era especial: aparte de la diversidad de personalidades, entre ellos existía una gran amistad de años. Yo era la nueva en el grupo. Pasados los contratiempos intensos, las cosas empezaron a fluir. En ese entenderse y entendernos comencé a relajarme, a disfrutar, a sentir el viaje de otra manera. Aunque viajábamos en grupo, esas carreteras eran el camino a un destino personal. Aprendí a sentir con los ojos, la piel, las manos, los oídos, el corazón, el olfato, el gusto. Aprendí a vivir el viaje con todo mi ser. Muchas veces sentí que cada paisaje me coqueteaba mientras yo pasaba lentamente con la bicicleta cargada de equipaje, recuerdos, familia, nostalgias, alegrías, pensamientos, deseos y, sobre todo, sueños que con cada pedaleada se fueron cumpliendo. Sentí la libertad que chocaba en mi rostro disfrazada de viento, la aventura de llegar a lugares inhóspitos, recorrer paisajes que me llenaban el alma al verme reflejada en la naturaleza, probar sabores diferentes en los que se resumía una cultura, observar vestuarios y colores que narraban costumbres. Lo más inspirador, sin embargo, fue llenarme con el brillo de los ojos y las sonrisas de la gente encantadora que siempre nos abrió sus brazos, sobre todo los más humildes, quienes viven el verdadero sentido de ser humanos. En la ciudad, una ni se imagina o recuerda lo que significa en realidad no tener luz, pasar varios días sin bañarse, vivir en una casa con piso de tierra, comer varias personas de un mismo plato, sentir un aguacero desplomándose so-

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Un pinchazo obligó a Andrea a caminar bajo lluvia los últimos km del día en que dormimos en Pampaconga, un día antes de llegar a Cusco. Gloria, una señora que conocimos en una tienda al borde de la carretera, nos prestó un par de habitaciones de su casa para que pasemos la noche, lo cual la obligó a ella misma a compartir cama

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con sus hijos. Nosotros dormimos sobre un piso de tierra que también era hogar de al menos una docena de cuyes. En la pequeña cocina de adobe donde Gloria nos preparó tanto la cena como el desayuno del siguiente día, pasamos horas conversando sobre las anécdotas del viaje y nuestras impresiones de esa zona del Perú.

bre uno, asarse bajo un calor infernal o tiritar en un frío que muerde los huesos. En todos esos momentos, nuestra única opción era continuar, porque estábamos en medio del camino sin comodidad alguna que nos librase de las circunstancias. A veces añoro esos muchos momentos en los que el mejor manjar del día era un plato de arroz con huevo frito. ¡Salud! En las horas difíciles del viaje, que sí las hubo, mi fortaleza fue mi familia, mis amigas y amigos. Cada vez que estaba a punto de irme en llanto, mi abuelito Lucho aparecía en forma de pájaro en lugares increíbles. También me ayudaron los misterios de Chan Chan y Machu Picchu, lugares que no sólo marcaron la historia —y la historia de mi viaje—, sino mi vida entera. En estos laberintos encontré muchas señales y símbolos que solo al regresar al Ecuador pude descifrar. Gracias a ellos he podido vivir lo que mi corazón pedía. Esos meses en bicicleta fueron una invitación a ensimismamientos, aprendizajes, pensamientos, respuestas, soledades, felicidades, o simplemente a disfrutar de la gente. Como en la ciudad del piropo —así bauticé a San Juan, Argentina—, donde hasta para servir un café todo el mundo inventa historias para hacerte sonreír. O como en la ruta hacia Konani, Bolivia, en donde, cuando menos lo imagi-

naba, en pleno altiplano solitario saludé a un hombre que vigilaba a sus ovejas mientras pastaban: como si el tiempo se hubiese detenido, él abrió sus brazos y saludó con una gran sonrisa. Más adelante, otro gentil caballero me hizo reverencias con su sombrero, invitándome a seguir mi camino. Las preguntas que esa gente nos hacía en el trayecto —como las que todos nos hacemos en la vida—, eran muy simples: ¿De dónde vienen? ¿A dónde van? ¿Quién les paga?… Nuestras respuestas dependen siempre de lo que se construya sobre la marcha, en cada camino de lastre recorrido. Mi preferencia sigue siendo viajar en bicicleta y vivir intensamente lo que recorro, pero claro, la gran diferencia es que ahora llevo conmigo todo lo vivido. Nuestra aventura no fue un viaje de muchos kilómetros, ni de cientos de países. En el camino nos encontramos con algunos ciclistas y conocimos historias de muchas personas que han viajado —y viajan— durante muchos años en bicicleta. La gran diferencia es que éste fue nuestro viaje, mi viaje. Las alforjas siguen llenas de nostalgias, kilómetros, sonrisas, soles, gestos, miradas, sabores, paisajes lunáticos que me siguen invitando a volar con lo que vi, pero, más que nada, con lo que viví.

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Entre el cielo y la tierra

Por Mario Salvador

Las “36 curvas de El Alto” abrieron la jornada en que viajamos hasta Talara (Perú). El calor en ese día superó los 40º.

por la carretera hasta Cerro de Pasco, en palabras de los lugareños, “la ciudad más alta del mundo”. Años antes hao habíamos terminado de asimilar lo brusco del bía tenido experiencias con el frío, algunas intensas, así que paisaje que en tan poco tiempo cambió abrupta- supuse que no sería mayor problema el reto de ese momente —recordando todavía los calores a veces mento. Había aprendido que si llevas varias ropas de telas sofocantes y a veces reanimantes de los desiertos—, cuan- impermeables y aptas para el frío, lo más seguro es que do empezaron a aparecer ya los primeros pajonales y las te termines sofocando al realizar alguna actividad, así que plantas de páramo, revelándonos así lo escabroso y duro había decidido unsar un simple short, una camiseta, un saco de nuestro destino de aquel día. Había quedado atrás la re- y una delgada chompa impermeable, dizque para “frenar el gión de Huánuco, y habíamos subido mucho. Sin embargo, viento”. Así empecé el día de pedaleo. nunca en toda la vida habíamos subido tanto en bicicleta Al rato de comenzar me sorprendió un pinchazo, viejo amigo de los viajes en bici. Entonces me fui quedancomo lo íbamos a hacer en aquel día. Mi jornada no empezó muy bien que digamos. Solo tres do atrás de mis compañeros, que me llevaban una ventaja miembros del equipo emprenderíamos la dura ascensión de alrededor de dos kilómetros. Cuando se terminó por La ciudad más fría del mundo

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Todos coinciden en decir que los días más recordados (y queridos) son los que mayor esfuerzo físico y mental nos exigieron. La cordillera de los Andes, constante personaje de nuestro viaje, fue un reto siempre presente desde el primer día, aún durante las etapas en las que pretendíamos alejarnos de ella hacia oriente u occidente.

En total, atravezamos los Andes por entero, de un lado a otro, en por lo menos tres ocasiones: de Trujillo a Huánuco, de Mendoza a Santiago, y de Temuco a Bariloche. El resto del tiempo lo pasamos muy cerca de la cordillera o directamente sobre ella. En más de un sentido, nuestra aventura fue una aventura andina.

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completo el aire —pues se me ocurrió seguir con la llanta desinflada—, arrastré la bici a una casa pensando que en ella podrían tener alguna bomba casera. Mis inquietudes se confirmaron con la rotunda negación que me llegó junto a las caras de quienes habitaban la casa, primero por la extrañeza del aparato que les pedía y segundo por mis fachas de pseudo deportista que no inspiraban el menor respeto, al menos puestas sobre mí. Estuve sentado por un tiempo junto a la casa, esperando que terminara de caer la típica llovizna de páramo, una de esas lloviznas suaves, pero heladas, que empapan en un santiamén. Mientras esperaba empecé a “desear” que pase un camión al cual pudiera subir mi bicicleta y alcanzar a mis compañeros que tenían el equipo respectivo para parchar e inflar la llanta (solo a mí se me ocurre lanzarme a estas aventuras sin bomba ni parches). Pasaron unos seis camiones que no habrían tenido ningún problema en parar y subir atrás la bicicleta, y a mí con ella, pero simplemente no les dio la gana. Cuando comenzaba a desesperarme, pasó un camión, uno no tan apropiado, pero con un camionero que, más que buena gente, estaba curioso de ver quién era el personaje que le pedía ayuda. Paró y parecía ansioso de que montara, fijara la bicicleta en los troncos que transportaba y me subiera para hacerme la conversa, pero, como suele pasar en ocasiones semejantes, al verme de cerca ya no se emocionó tanto y solo me hizo un par de preguntas. Todo el resto del viaje pasamos en silencio, un silencio que a mí me pareció maravilloso, pues podía ver cómo el páramo se levantaba en frente mío y hacía que mi destino se volviera cada vez más “heroico”. Sin embrago, las curvas fueron pasando y la heroicidad amenazaba con desvanecerse si no hacía algo, pues iba a

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terminar logrando el reto, pero subido en un camión, y encima con un conductor desencantado. Ocurrió de nuevo que, en el momento en que empezaba a desesperarme, avisté a mis amigos esperando la escampada en el umbral de una casita. Le dije al chofer que hasta allí no más llegaba, que mi intención era solo llegar hasta donde estaban mis amigos. Antes de bajarme comprendí que él hubiera querido conversar un poco más, pues no esperaba que el viaje fuese tan corto. Supongo que mis dos compadres, además de esperar la escampada, me esperaban a mí, y hasta se habían llegado a preocupar, pero a pesr de ello el reencuentro fue seco. Yo sentía que se trataba de un día especial, pues el reto lo era, y con ese ánimo nos pusimos manos a la obra para parchar la llanta y comenzar a pedalear de nuevo. Lo hicimos juntos, para no separarnos más bajo pretexto del ánimo o del despiste. Parece que los alcancé justo cuando la travesía se ponía más interesante. Pese al maltrato de los días anteriores, las ganas estaban de muy buena marca, pues subíamos a un ritmo para nada despreciable y a buen paso de kilometraje. El páramo nos tenía extasiados. El solo hecho de pensar que habíamos llegado hasta allá, hasta esas montañas peruanas, y en bicicleta, era algo realmente digno para hacernos continuar. Cada kilómetro pedaleado era una honra a esa promesa de acabar lo que nos habíamos propuesto, especialmente porque estábamos sacando la cara por los demás del grupo que en ese momento no estaban ahí. No podíamos dejarnos vencer por el frío o la incertidumbre de cuánto faltaba por pedalear, aún cuando cada vez que acabábamos una cuesta, ahí siempre estaba otra, y que cuando divisábamos a lo lejos un horizonte que parecía lindar con

una ciudad, lo alcanzábamos para constatar que se trataba solamente de una loma más. A peser de todo, nuestro ímpetu nos hacía disfrutar esa delgada llovizna, fría y compacta, que nos calaba los huesos y se evaporaba con el calor de nuestros músculos. Aunque no estábamos muy equipados para combatir el frío, el mero hecho de sentir que nuestro propio cuerpo era nuestro refugio contra el frío y nuestro transporte por tan agrestes tierras nos llenó de orgullo y dicha durante todo el ascenso. Se iba acercando el final de la subida, por los cálculos y las intuiciones, y nos parecía un poco embustero haber llegado a tan grandes alturas y estar a punto de entrar en la puerta de “la ciudad más alta del mundo” sin haber enfrentado algo verdaderamente inédito. Pero el destino es sabio, y esa aparente facilidad era imposible. Unos pocos kilómetros antes de entrar a la ciudad —la cuál no pudimos divisar por su geografía y su localización hasta que estuvimos en la mera entrada, al borde del cráter minero que le da forma—, nos paramos a descansar y tomar un poco de alimento y de aliento. El acto era, según creíamos, algo más bien simbólico, pues el éxito de la jornada era ya cuestión de minutos y de mucho menos esfuerzo que el invertido en días anteriores. Sin embargo, cuando guardaba mis cosas en la alforja para disponerme a partir, el pecho se me heló. Fue una terrible intuición, que yo esperaba fuese solo una mala pasada del destino, aunque en el fondo sabía que se trababa de algo inminente y contundente. Cayeron sobre mí dos o tres gruesas gotas de agua helada, y el cielo se empezó a nublar de una manera desesperada. Todos sabíamos que una pequeña llovizna y una baja de temperatura como la que habíamos soportado hasta ese entonces no era para nada una amenaza en sí,

pero un fuerte aguacero sería, desde cualquier punto de vista, un buen motivo para preocuparse. Con todo, nuestro ridículo cálculo nos sugirió que, como faltaba poco para llegar a la ciudad, y ésta no era tan grande que digamos, sería solo un pequeño tramo de maltrato el que atravesaríamos. Empezamos a trepar el tramo que faltaba hacia la puerta de entrada a la ciudad: un arco que divisábamos a lo lejos. Sin embargo, a los pocos minutos la lluvia se hizo agobiante, y el agua caló hasta algo más que nuestros huesos, obviando la grosería. Alcanzado el gran arco de entrada —un monumento a la hombría minera que fue la fundadora de aquella ciudad hace varios siglos—, tras un sugestivo “bienvenidos” se erigía, potente y obscura, muy recia, Cerro de Pasco, ciudad que solo por su clima nos parecía ya indestructible. La ubicación geográfica de esa ciudad la hacen un adversario difícil para cualquier aventurero conquistador, y cuando nosotros pasamos bajo el arco ya éramos unos estropajos vivientes en telas empapadas y congeladas. Nuestros dedos empezaron a sentir cómo el frío adormecía las falanges y, por primera vez en mucho tiempo, nuestros dientes empezaron a castañetear. Traspuesta la entrada empezó un descenso que trajo consigo el más terrorífico de los vientos en contra, acompañado de una lluvia lateral, en un camino de tierra que obligaba a que nuestras extremidades se aferraran con fuerza a los duros y fríos tubos de la bicicleta, la cual, a su vez, brincaba con cada golpetazo de rocas que olvidábamos evitar gracias a nuestra mirada acuosa, cegada por la lluvia. Al llegar a un punto de la ciudad considerablemente bajo, pensamos que, aunque la lluvia y el frío intenso continuaran, ya no nos demoraríamos tanto en encontrar

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Cerro de Pasco (Perú) nos dejó boquiabiertos por la rudeza de su clima, el enorme tajo de su mina y el peculiar paraje que la rodea, a 4.400 msnm. Tuvimos que esperar casi toda la mañana para que deje de nevar (y luego llover) antes de salir hacia Colquijirca, a poco más de 10 km, y dar encuentro a José Luis y Andrea, quienes se

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habían adelantado la tarde anterior. Los tres que dormimos en Cerro (Andrés, Mario y Juan Fernando) tuvimos la suerte de pedalear por un páramo cubierto de nieve que a ratos nos parecía una estepa lunar. De todas las sorpresas que nos tuvo la sierra peruana, Cerro fue quizá la más original.

Los páramos de Matará, a casi 4.000 msnm, fueron la primera “cumbre” que atravesamos finalmente juntos los siete que pedaleamos en el Perú. La subida desde Ayacucho (2.740 msnm), que tomó dos días, fue espectacular no solamente por la magnitud del paisaje, sino por la dificultad de la ruta y la franca camaradería que

habíamos formado. Por la tarde descendimos por un enorme encañonado hasta llegar al cauce del río Blanco, a poco menos de 2.000 msnm. Las últimas horas de pedaleo las hicimos por la noche, hasta finalmente encontrar posada en un pequeño restaurante de la localidad de Ahuairo. El siguiente día volvimos a superar los 3.000 msnm.

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nuestro primer objetivo: un puesto de bomberos en el que pensábamos pedir posada. Sin embargo, la búsqueda fue horrorosa: no dábamos con el sitio y no teníamos a quién preguntar, pues la gente se refugiaba de la lluvia. Nuestra decepción fue mayor al saber que el puesto de bomberos quedaba prácticamente al otro lado de la ciudad. A easas alturas, era totalmente inútil mover los dedos buscando que reaccionen del entumecimiento; lo único que quedaba era seguir pedaleando y confiar en que nuestro tórax no fuese el siguiente en empezar acongelarse, pues eso ya hubiese sido algo realmente grave. Cuando finalmente dimos con la estación de bomberos, no nos preocupamos por nada más que no fuese saciar la urgencia de nuestros cuerpos congelados, así que cruzamos la pequeña puerta que encontramos abierta. En el interior no había nadie. El lugar, que parecía abandonado, tenía un montón de chatarra apilada. Tanto el frío metálico que corría por la ciudad como el día en que llegamos —era domingo— hacían que la estación estuviera vacía. Al llegar nos refugiamos debajo del techo del garaje en donde se estacionaban los carros y las motobombas. La adrenalina de buscar el lugar fue apagándose y finalmente pudimos cambiarnos de ropa. Entonces empezó el verdadero calambre del frío. Una de las cosas más dolorosas en nuestro estado de semi-congelamiento fue tener que ponernos ropa no del todo seca, pues el aguacero había empapado todo nuestro equipaje. Estuvimos obligados a encontrar ese alivio en un baño que no tenía puertas y donde todo estaba también helado. Esa fue la la difícil llegada y la digna bienvenida que nos ofreció la ciudad más alta y, para nosotros, también la más fría del mundo.

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Entre el cielo y la tierra Hubo un tiempo, luego de nuestro paso por Ayacucho, que nuestro camino se llenó de montañas y quebradas tan difíciles de superar que a veces recorrer apenas 30 km en un día era ya demasiado. En una de esas jornadas, los mapas nos decían que nos faltaba largo, y que si no nos apurábamos tendríamos que pedalear a obscuras. El recorrido había sido “mixto”, entre bajadas, subidas y planos, pero hacia el atardecer se pronunció únicamente la bajada. La tarde fue espectacular, pues el descenso intrépido nos permitió divertirnos mucho. Un poco de arena y tierra hacían que el camino fuera menos pedregoso, y la bajada más suave, por lo que alcanzábamos más velocidad a costa de un poco menos de maniobrabilidad. La llegada de la noche ya no nos pareció tan divertida, aunque sí más atemorizante. Tuvimos que reducir la velocidad, concentrarnos bien en la poca luz que nuestras linternas podían arrojar para no darnos con una piedra o un hueco, y seguir la bajada interminable. Yo, al igual que muchas personas en este mundo, supongo, he tenido miedo de algunas cosas en la vida. Sin embrago, hasta entonces no había pensado en la posibilidad del miedo como impulsor para superar los problemas; al contrario, había pensado que el miedo siempre era un obstáculo, y cuando lo sentía presente en alguna situación, trataba de eliminarlo. Ahora sé que no es así como funciona, que es el miedo el que te ayuda a reaccionar, a controlar las cosas para salir de los líos en los que estás metido. Puede ser que nosotros seamos bobos, pero nuestro cuerpo no lo es. Él siempre reacciona a todo lo que le sucede externa e internamente, y el miedo es una reacción.

Llegué a esta conclusión por lo que estábamos pasando entonces: la noche, la falta de provisiones, la duda sobre cuánto faltaba y sobre el camino que habíamos escogido en el último desvío. Nuestro miedo, sin embargo, a ratos se transformaba en éxtasis, un éxtasis de saber que todo lo que hiciéramos en ese momento era de suma importancia, de saber que el otro, aunque sabía cuidarse solo, era de suma importancia para uno mismo, que cualquier cosa que requiriese el grupo había que hacerla en conjunto, pues era imperativa la colaboración de todos para que todo salga bien. En ese momento de nuestras vidas solo nos teníamos los unos a los otros. No había padres, no había hermanos, no había novios o novias, o mejores amigos, o amigos de cantina… No había nadie más indicado para ayudarte en ese momento que la persona que tenías a lado. Tal vez no era la persona que más te caía en la vida, tal vez era alguien a quien no llamabas desde hace mucho tiempo en la ciudad, o tal vez incluso era alguien con el que te habías peleado el día anterior por la pérdida de una bomba o una tarjeta de memoria digital, pero en ese momento era la única compañía. Fue la noche, la oscuridad, lo que me trajo ese sentimiento algo cursi de compañerismo, de unidad grupal. En mi percepción, ese instante fue perfecto. Sentí armonía total por unos cuantos minutos, como si hubiese podido

sentir las piedras sobre las cuales estaba pasando el otro, o como si hubiese sabido, solamente con el oído, los atrancos de cadenas y pedales que sufrían los demás. Sé perfectamente que esto solo pasó para mi percepción, y que tal vez los demás nunca lo vieron así, pero yo lo hice y eso me basta. Me resulta tremendamente irónico que haya sido la oscuridad y la soledad las que trajeron consigo el hermoso sentimiento de saber que tenía a alguien a lado, y no solo a alguien, pues las personas que me acompañaban habían sido mis amigos por muchos años, personas con las que había compartido grandes aventuras y experiencias, personas que conocía o demasiado bien o demasiado mal, pero que conocía. Ellos me consideraban y yo los consideraba mis amigos, los titulares, los que salen a la cancha el primer tiempo, los que en una borrachera me aturden con historias de mujeres y fracasos en el amor, a los que les pides un favor con la peor de las frases pero el mejor de los sentimientos, los panas que, pese a los años, estaban ahí, justo en el lugar que menos te hubieras imaginado, acompañándote. Esos minutos en la noche, en la obscura noche, me hicieron recordar lo agradecido que estaba con la vida por hacerme compartir con ellos el tiempo que me queda entre el cielo y la tierra.

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La casa rodante

Por José Luis Loza

José Luis formó parte de la tropa de Sudamérica a pedal durante un mes y medio: fueron los días más difíciles y divertidos.

adentrarnos en la gran sierra peruana. Así inicié mi viaje, dejando la costa y el desierto atrás, mientras nos adentraon la promesa de regresar al mágico Cusco, ciudad mos por un enmarañado camino de tercer orden que nos a la que no se puede poner resistencia, inicié mi conduciría a un inmenso encañonado. Hasta ese momento viaje en bicicleta. Me uní al grupo en Trujillo, igno- solo me acompañaban el temor y la incertidumbre de saber rando los guiños del azar y del destino que por momentos si podría superar aquella larga cuesta, la cual finalmente nos me hacían creer que no debía embarcarme en esta aventu- exigió tres largos días para permitirnos llegar a los 2.800 ra. Y es que atrasos en los buses, derrumbes y carreteras metros de altura. cerradas fueron el preámbulo de mi viaje hasta Trujillo y el inicio de la mejor experiencia de mi vida. Los primeros valles Cuando me uní al grupo, mis compañeros pedaleros habían decidido despedirse de la costa, cansados de tanta Caraz y Huaraz me dieron un poco de respiro con sus arena y mar. El Cañón del Pato era la ruta a seguir para valles durante dos días, tiempo en el que pude apreciar la

El largo ascenso

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similitud entre esas latitudes y las del Ecuador. Por momentos parecía que estuviera nuevamente en mi país. Sin embargo, Perú no es tierra de valles, y pronto nos esperaba el cruce de una gran cordillera, la Cordillera Blanca. Una vez más debía prepararme para un gran ascenso, mientras que mis compañeros debieron prepararse a soportar a largas esperas cada vez que yo me retrasaba. Aún no lograba equiparar mi rendimiento ni sintonizarme con el ritmo que ellos venían imponiendo desde su salida de Quito. Durante esa jornada nos adentramos en una subida sostenida hasta alcanzar el punto más alto a 4.800 metros de altura. En esos momentos, el temor seguía presente. La inmensidad, la soledad, las tormentas, las imponentes montañas y los precipicios profundos acrecentaban mi sentimiento de vulnerabilidad. La cumbre llegó con la puesta del sol, justo a tiempo para iniciar un prolongado descenso que nos hizo alcanzar velocidades de hasta 70 kilómetros por hora. Al fin de la bajada (¡que fue recibida con gran alegría!), nos esperaba un poblado que por esa noche nos abrió sus puertas para hospedarnos y tratar de ofrecernos el sueño necesario para reponernos de largas horas de pedaleo. Por fin conectado con el viaje Nada como un poco de sol para subir el ánimo. Ocho días tuvieron que pasar hasta que finalmente el viaje dio un giro: el clima era el ideal para la bici, la dificultad del trayecto bajó notoriamente, y yo estaba totalmente integrado con el grupo.

De pronto el viaje se tornó divertido. La dificultad era solo un mito que al cabo de los días logré superar. Las planadas en el trayecto me permitieron disfrutar del paisaje, conversar con mis compañeros, tomar fotos y estar más conectado con el ánimo del grupo. El pedaleo se volvió secundario: era solo el medio para llevar a cabo una aventura que se volvía única. Poco a poco fui descubriendo que para viajar en bicicleta solo basta dejarse llevar. Embarcado en mi “vehículocasa-armario”, fui descubriendo lugares inimaginables que han quedando registrados en mi memoria. Conocí gente curiosa, ingenua, pero sobre todo amable, que de cualquier modo estuvo siempre dispuesta a darnos una mano. Y sobre todo descubrí que viajar en bicicleta es parte del proceso de aprender a encontrarse con uno mismo. Si bien el viaje también se basaba en una rutina: desayunar, preparar las bicicletas, hacer los ejercicios de estiramiento e iniciar la partida hacia un nuevo lugar, etc., cada nuevo día me produjo grandes expectativas. Esa libertad de no saber dónde dormiríamos al final del día, con qué nos alimentaríamos, qué tipo de caminos nos esperaban o con qué personajes nos encontraríamos me llenaba. Así avancé por los Andes peruanos, ese mar de montañas, caminos sinuosos, ríos, páramos y almas, sintiendo únicamente el ritmo constante de los ciclos, los engranes y la cadena. Así fue como avancé en en un viaje que en realidad era para mí dos: aquel soñado de cruzar “Sudamérica a pedal”, y aquel de descubrimiento interior que el ritmo loco de la rutina citadina nos impide (eso creemos, al menos) emprender.

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Un lugar cualquiera, entre Quito y Mendoza

Por David Coral

En las desérticas extensiones de tierra que rodean al salar de Uyuni.

1. reo que fue en el Tóxica, cuando la clientela se retira a sus casas y unos pocos se aferran a la barra como si de ella dependiera su salvación, que volví a escuchar aquel sueño adolescente de agarrar nuestras bicicletas y embarcarnos en un largo viaje hacia el sur. El Guabas, que lucía en los ojos el brillo del décimo shot, repetía una y otra vez las razones por las cuales era preciso emprender ese viaje ya; y yo, que hacía un esfuerzo sobrenatural por mantenerme erguido, asentía con decisión, como si las palabras que escuchaba —o me parecía escuchar— escondieran una gran verdad. Sin duda la idea aparecía en un momento propicio. Para algunos panas que rondábamos los 26 años, habíamos terminado la universidad, no teníamos hijos —o algo pareci-

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do— y nos ganábamos la vida en trabajos ocasionales, un viaje así representaba una manera elegante de evadir o postergar una serie de responsabilidades que ninguno quería adoptar. O, al menos, suponía una fiesta de clausura de los años efervescentes de nuestra primera juventud, de nuestra belle époque que había iniciado en la adolescencia con la bandera del grunge, los pantalones rotos y el cabello pintado, para dar paso a un destino que inevitablemente se nos antojaba rutinario y simple, en el que la empresa, el negocio, la familia, entre otras instituciones hacia las cuales nos empujaban los años, se asomaban como una lapidaria cruz. Las palabras de aquella noche se ahogaron en la resaca del día siguiente, y toparon fondo con la vuelta al ejercicio laboral. Pero —¡vaya misterio!—, volvieron a bullir en la siguiente noche de juerga, y así en todas las que vinieron

después, como si el viaje desde ya exigiera nuestra atención y un espacio importante en nuestras vidas; como si éste ya fuese un hecho ineludible, aun cuando pedalear sobre el lomo de la cordillera de los Andes no era más que una lejana ilusión. Habíamos dado el primer paso: la travesía, al menos en términos de motivación, se manifestaba de manera saludable en medio de la algarabía de las noches quiteñas. Pero, entonces, hacía falta dar otro más: mudar del antro de las emociones al plantel de la consciencia, para que el viaje tomara forma de propuesta, planificación e itinerario. No sé con exactitud cuanto tiempo pasó. Lo cierto es que una tarde de febrero de 2007, mientras mecía el azúcar de mi café frente al computador, recibí un correo electrónico que me invitaba a engrosar las filas de Sudamérica a Pedal, el anhelado viaje de la adolescencia que finalmente se presentaba con nombre, apellido y varios atributos más. Con orgullo y sin vacilación, respondí que sí, que me unía. Lo que vino a continuación se inscribe en el ámbito formal: papeles, auspicios, documentos, dinero… En fin, piruetas burocráticas que se prolongaron por casi un año, exactamente hasta el 13 de enero del 2008, día en que, disfrazados de ciclistas ante una horda de familiares, amigos, curiosos y hasta cámaras de televisión, zarpamos a nuestra suerte hacia los confines del sur. 2. ¡Mentira! Zarparon ellos. Yo no. El trabajo —menudo disparate— no me permitió iniciar el viaje con todo el grupo aquella mañana soleada del 13 de enero. De hecho, pese a que todos participamos en el show de la largada, sólo el Guabas, el Mario, el Conejo y

la Andre merecieron el aplauso alentador del público, pues los demás, tras llegar a Machachi en las bicicletas, volvimos a Quito para reincorporarnos en nuestros respectivos cuarteles laborales hasta nueva disposición. Fueron cinco angustiosas semanas en las que seguí, no sin envidia, las aventuras que la tropa de Sudamérica a Pedal publicaba de tanto en tanto en el blog. Por las mañanas y las tardes trabajaba con disciplina de conscripto; por la noches me arrojaba a las calles a distraerme con igual dedicación. De entrenar, nada. Durante cuarenta días sentí la incómoda sensación de ocupar un lugar del que hace rato ya me había despedido. Pero la espera terminó. El 23 de febrero, Carla y yo nos subimos al primero de una serie de buses que debimos tomar para dar alcance a los veloces ciclistas, quienes se encontraban ya en el departamento peruano de Junín, a más de 2.000 kilómetros de lejanía. El último lo tomamos cerca de la Plaza de Armas de Lima con destino a La Oroya, un pequeño pueblo enclavado en las estribaciones orientales de la Cordillera de los Andes, donde habíamos acordado encontrarnos con los cinco ciclistas que venían por el norte. Salimos de la ciudad, cayó la noche y paulatinamente la algarabía se fue apagando, como si el traqueteante bus exigiera silencio para enfrentarse a las primeras lomas y luego a las gigantescas moles andinas, a las que debía superar por caminos zigzagueantes, metro a metro hasta llegar a casi los 5.000. En el interior del bus se instaló una calma rotunda que rara vez se interrumpía con las tristes melodías que venían de la cabina del conductor. Sólo el rugir del motor sugería nuestro transito de un lugar otro, pues, del otro lado de los empañados vidrios, apenas se advertía un silencio profundo, los mojados pajonales, las gélidas lagu-

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La gente humilde que nos brindó su ayuda durante toda la ruta no solamente nos demostró el valor de la generosidad y la bondad sin intereses: también nos dio la oportunidad de conocer de manera cercana la realidad de las diferencias culturales, sociales y económicas en las que viven nuestras sociedades, tan estratificadas y excluyen-

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tes. Aunque quizá ellos no lo sabían, cada vez que nos obsequiaban un poco de comida o se interesaban en conocer nuestra historia, en realidad nos estaban enseñando a mejorar nuestra capacidad de apertura y comprensión frente a quienes, por ceguera, soberbia o simple ignorancia, a menudo no nos atrevemos a tomar en cuenta.

nas y, de vez en cuando, la silueta aguda de un nevado que resplandecía en la sólida oscuridad de la noche. “¡La Oroya!”, anunció el controlador. Un helada brisa entró por la puerta y recorrió todo el largo del pasillo hasta nuestros asientos. Carla y yo bajamos a recoger las cajas con nuestro equipaje que el controlador juntaba a un lado de la carretera. Al cabo de unos segundos, el bus continuó el viaje hacia Huánuco, y quedamos solos nosotros dos, abandonados en un lugar incierto, donde lo único real era un enorme acampado que se distinguía al otro lado del camino, las líneas del tren, la silueta de una enorme chimenea, y los farallones de roca que cerraban el valle y marcaban la extensión del lugar. Eran las tres de la madrugada, el frío entumecía nuestros cuerpos y por ninguna parte se veía un rastro de humanidad que pudiera sugerirnos dónde pasar lo que quedaba de la noche. Esperamos un rato más, a lo mejor veinte minutos, y por fin un carro paró y nos llevó hasta la puerta del único sitio donde parecía haber vida a esa hora. Nunca supimos si se trataba de un hotel, de una cantina, o ambas cosas a la vez. Metidos en las bolsas de dormir, en una habitación sin vidrios en las ventanas, con sangre en las paredes y un eterno dejo a licor, dormimos algunas horas antes de encontrarnos con el grupo en la pequeña plaza central de aquel pueblo.

Habían transcurrido un par de semanas desde nuestra partida en La Oroya cuando contemplamos por primera vez la soberbia presencia del lago Titicaca, esa colosal masa líquida embalsada a casi cuatro mil metros por encima del nivel natural de las aguas del planeta. Los secretos del viaje se revelaban en cada curva. Así fue que emergieron del cielo brumoso las gélidas montañas de Bolivia, cuya aplastante evidencia se engrandecía por la uniformidad del altiplano. Primero, la recóndita cordillera de Apolobamba; y luego, uno a uno, los míticos nevados de la Cordillera Real, cuyos nombres a algunos de nosotros nos sonaban a algo por las anécdotas que varios montañeros amigos habían vivido allí. A palabras como Illimani, Huayna Potosí, Condoriri, Chachacomani, Ancohuma, Illampu se fueron juntando imágenes precisas. Seguimos el camino hacia La Paz, Oruro y Potosí. Una tarde, luego de acomodar nuestro equipaje en la habitación de un modesto hotel, fuimos en busca de algo de comida a uno de los pocos sitios que parecían estar abiertos en aquel desolado lugar. Para nuestra sorpresa, el comedor estaba lleno. Uno de nosotros se acercó amablemente a la persona que atendía y le preguntó cuál era el menú, pero la respuesta fue contundente: un elocuente silencio ocupó todo el lugar pese a que todos habían advertido nuestra presencia, y se mantuvo hasta que entendimos que, en efecto, era eso lo que nos querían decir. Entonces, volvimos a insistir: 3. “Disculpe, señora, ¿podemos sentarnos?”. El silencio se Los días y los kilómetros se fueron acumulando a un prolongó unos segundos más, pero, como si se tratase de ritmo vertiginoso. Cuán distante puede parecer 1.000 kiló- un número preparado, todas aquellas bocas plantadas sometros cuando uno está varado en la ciudad. Pero sobre la bre la mesa de pronto explotaron en una descomunal carbicicleta las distancias se volvieron más reales, humanas y cajada que terminó por desconcertarnos. Por mucho que hasta se podría decir que más cortas. quisimos, no había manera de disimular nuestras caras de

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La relación con el pueblo de Bolivia fue la más conflictiva y enredada de las que establecimos en la marcha. Los comercios bolivianos con frecuencia nos resultaban incomprensibles, ya sea porque no conocíamos la utilidad de los productos ofrecidos o porque a los vendedores les importaba muy poco hacérnoslo saber. No era ex-

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traño recibir respuestas en aymará o quechua a nuestras preguntas en castellano. Cuando las cosas se ponían especialmente difíciles, nuestra reacción solía ser siempre la misma: sentarnos a dejar pasar las horas entre carcajadas y burlas grupales. Nuestro desenredo fue siempre un aliciente para encontrar soluciones y evitar el estrés.

estupor. Optamos por sentarnos a la única mesa disponible y esperar; esperar a que nos sirvieran lo que estuviesen dispuestos a ofrecernos, y luego levantarnos, salir y recluirnos en el hotel, a la espera del nuevo día. Cada tarde llegábamos a un pueblo distinto y nos enfrentábamos a situaciones diversas que ponían a prueba nuestro entendimiento, los hábitos, la tolerancia y la conducta. Afortunadamente, el sentido del humor estuvo de nuestro lado, y en más de una ocasión supo sacarnos con el ánimo en alto. 4. Cuando quise abrirme hacia la derecha ya fue demasiado tarde; mi llanta delantera se enganchó en su alforja y sentí un fuerte tirón que me lanzó al piso. Esperé inmóvil unos segundos y entonces miré atrás con la esperanza infinita de que no viniera un carro o, peor aun, uno de esos enormes camiones que nos sacaban violentamente de la carretera con sólo acercarse. Afortunadamente, el camino estaba vació. Entonces, el miedo dio paso a la indignación. Me molestaba que por semejante despiste suyo no fuera a terminar invicto este periplo. Así que con el cuerpo adolorido, el brazo remellado y la furia a flor de piel, me acerqué y le dije: “Eres una gil, no ves que podía venir un carro y pisarme. Cuántas veces te he dicho que no vas sola en el camino”. Y entonces sentí que las palabras se me acabaron. Me parecía el momento justo para decirle mil cosas más —mi memoria, de hecho, ya hurgaba en los rincones más oscuros de mi ser para sacar a la luz una serie de resentimientos guardados durante diez años—, pero preferí dejar las cosas ahí. Entendí que había sido un accidente, sin ninguna intención, resultado de un descuido, y que su silencio y su mirada querían decirme que lo sentía mucho.

Seguimos cicleando como si nada; bueno, yo con el codo lastimado, y la llanta con un no sé qué que antes no tenía; pero en fin, como si nada, con el único propósito de sumar kilómetros y llegar a nuestro destino antes de que vinieran la noche y el frío. Qué raro me sentía entonces. Qué extraña sensación me provocaba el hecho de estar allí, en un lugar cualquiera entre Quito y Mendoza. Había cortado con mi vida rutinaria hace ya más de tres meses y no sentía nostalgia por todo lo que había dejado atrás. En otros viajes, inevitablemente había llegado un momento en que extrañaba a mi familia, mis amigotes, incluso ese deambular como fantasma por las calles del centro de la ciudad con la cámara bajo el brazo. Pero esta vez no sentía nada parecido. Ni siquiera pensaba en el pasado más que para recordar alguna anécdota y ahora reírme de ella. Era vivir el instante como nunca había logrado hacerlo por mucho que me esforzara, una sensación de plenitud a la que jamás había sabido cómo acceder, y que ahora se presentaba de una manera natural y simple, como si la carretera que tenía al frente fuera el único camino posible, como si no me hiciera falta nada que no fuera lo que llevaba conmigo, como si el paisaje por el que transitaba fuera tan mío o tan de nadie. Atravesábamos las enormes llanuras del norte argentino por caminos monótonos y rectos sin otro horizonte que el que marcaban los viñedos y otras plantaciones que se levantaban a ambos lados de la carretera. A veces, nos acompañaba una sutil llovizna que de tanto pedalear terminaba por evaporarse junto con el sudor. Durante el día recorríamos entre 100 y 130 kilómetros que nos acercaban más hacia nuestro destino final en el sur. Por las noches volvíamos mentalmente a esos pueblos y parajes por los que seguramente nunca más habríamos de transitar, y nos

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Cuando ya solamente quedábamos cuatro y los días empezaban a consumirse en cuenta regresiva, nuestras jornadas se tornaron más silenciosas, acaso tristes. Dejábamos de hacer bromas sobre lo que ocurría en la marcha y cada vez era más frecuente hallarnos hablando de los diversos proyectos de vida que cada quien intentaría poner

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en práctica una vez concluida nuestra empresa. Habíamos pasado ya cuatro meses en ello, y parecía que era necesario recdorar algo de la vida que existía de regreso en casa. Otras veces simplemente dejábamos que el tiempo se consuma mientras nos dedicábamos a realizar nuestras tareas cotidianas, en grupo pero en silencio.

sumergíamos en historias sorprendentes hasta que nos viniera el sueño: ¿cómo matar a uno de nosotros en el Valle de la Luna y no despertar sospechas sobre los demás? ¿Por qué Baldecitos tenía una brisa de misterio que nos llevaba a hablar de Comala? ¿Qué tal emprender inmediatamente otro viaje, esta vez a México? ¿Y si volviésemos a la montaña?, ¿publicáramos un libro?, ¿dejáramos de beber? La noche antes de llegar a Mendoza fue particularmente triste. Desde nuestro paso por Cafayate se había vuelto una costumbre que nos detuviéramos en las carpas plantadas a lo largo de la carretera a probar el vino que se producía en los diferentes viñedos, y que compráramos un par de botellas para bebérnoslas con la comida del almuerzo o minutos antes de dormir, cuando nos juntábamos a compartir las vivencias del viaje y los planes que cada uno tenía para cuando éste se hubiera terminado. Ya sólo cuatro engrosábamos las filas de Sudamérica a pedal y en un par de días cada uno tomaría un camino distinto. Quizá por eso, porque a todos nos envolvía un sentimiento de clausura, de separación, esa tarde yo guardé en las alforjas dos botellas de vino que —pensaba— serían fundamentales para darnos una justa despedida. Me veía, junto con los demás, empinando el codo en un campamento montado a un lado de la carretera, en una noche helada, con las luces del camino a la izquierda y la silueta del Aconcagua hacia el occidente. Pero no fue así. Cuando se acababa la tarde y buscábamos un sitio para acampar, un chico que vendía pan y bebidas junto a un peaje nos invitó a pasar la noche en su casa, donde también vivían su madre, sus dos hermanos y alguna gente más. No podíamos despreciar aquella invitación, pero suponía un fin distinto al que me había imaginado. Clavados frente al televisor y conversando sobre cualquier

tema que copara los largos minutos de silencio, vi cómo se iban las horas de aquella noche, la última en la carretera. Al final, nos mostraron la habitación que tenían disponible para nosotros. Ninguno dijo nada. Carla y Andrea se acostaron en las camas, el Guabas y yo nos tumbamos sobre la baldosa, sacamos nuestros diarios y nos pusimos a escribir hasta que alguien apagó la luz. A las 5 de la tarde del día siguiente llegamos a Mendoza. Fuimos al sitio al que siempre íbamos al llegar a una nueva ciudad o pueblo: la plaza principal. De más está decir que aquel sábado 17 de mayo en la plaza San Martín no sucedía nada extraordinario. Acaso, la presencia de cuatro zarrapastrosos en bicicletas que derrochaban y bebían champán como si se hubieran escapado del sanatorio. Andrea se fue a la casa de unos parientes o amigos suyos, mientras que el Guabas, Carla y yo nos sentamos en un café de la Av. Lavalle hasta que se hizo de noche y nos alojamos en un modesto hotel. Esa noche debimos quedarnos allí, dándoles a nuestros cuerpos un merecido reposo; sin embargo, cuando ya cerrábamos los libros para ir a dormir, Andrea desde un celular nos avisaba que en media hora pasaría por allí para ir a festejar. Los recuerdos que guardo de esa noche son borrosos: solamente, que fuimos a una discoteca que quedaba en las afueras de Mendoza y donde —no se bien porqué— podíamos beber gratis todo lo que queríamos. Hemos tratado de reconstruir la historia de esa noche pero, en realidad, no encontramos un hilo conductor que nos permita unir los episodios aislados que han quedado en la memoria de nosotros cuatro. Carla — que conserva la última imagen— cuenta que, a las nueve de la mañana, ella, el Guabas y yo caminábamos abrazados por la avenida Gral. Las Heras, tratando de encontrar el

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Casi siempre fueron los niños o los adolescentes los primeros en establecer contacto con el grupo. A través de ellos fue como muchas veces logramos conseguir un plato de comida o un espacio para pasar la noche. En más de un sentido, el viaje nos permitía mantenernos como niños: en un eterno estado de necesidad y alegría,

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sin mayores preocupaciones más allá de seguir en nuestro juego de aventureros y con el único propósito de disfrutar de los momentos que caían sobre nosotros con el ánimo despreocupado y divertido. Los niños, además, eran quienes más interés genuino sentían por trabar amistad con los viajeros y quienes más sufrían al vernos partir.

equilibrio necesario para llegar a nuestro destino, que a esa hora, y ante la mirada reprobatoria de los mendocinos, no era otro que un sitio donde nos permitieran desayunar. La resaca fue atroz y se prolongó dos o tres días, luego de los cuales, en un oscuro y frío amanecer, el Guabas salió del hotel en su bicicleta dispuesto a alargar la travesía ciclística 1.000 o 2.000 km más, rumbo a Bariloche. En realidad, sentía una enorme envidia por lo que estaba haciendo mi amigo, y, en algún momento, deseé acompañarle. Luego comprendí que ese trayecto él quería hacerlo solo, así que opté por yo también seguir mi camino. Le dimos un fuerte abrazo, un par de palmadas en la espalada para avivar su ánimo y le deseamos mucha suerte en el cruce de frontera a Chile. El viaje había llegado a su final. Carla tenía que volver inmediatamente a Quito, donde le esperaban para iniciar una nueva expedición, esta vez a las montañas de Perú y Bolivia; para ello, tenía que ir hasta Buenos Aires, ya que los buses directos a Lima no estaban pasando por Mendoza. Yo iba a Córdova y luego a visitar unos amigos que estudiaban en la capital, pero opté por ir directo a Buenos Aires por acompañarla. Una vez más estábamos los dos viajando en un bus, tal como lo habíamos hecho tres meses y medio atrás, cuando había empezado todo esto. Sin embargo, nuestros recuerdos se volcaron a una época más remota, exactamente al día de nuestra adolescencia que encontramos, en su casa, una pequeña revista Selecciones con el reportaje de una pareja que llevaba veinte años recorriendo el mundo en sus bicicletas; a las tardes que volábamos desde San Isidro hasta Llano Chico rebasando en curva cuanto bus encontrábamos en el camino; al cumpleaños en que ella me regaló una bicicleta para reponer la que me habían robado, a cambio

de mi compromiso de transportarla por toda la ciudad; a las veces en que iba a su casa a las 5 de la mañana para llevarla al colegio en mi coche de dos ruedas, ante la mirada atónita de las monjas, y la envidia de sus compañeras. No cabe duda que si en aquellos días nos hubieran preguntado si necesitábamos otra bicicleta, hubiéramos respondido que no, pues la que teníamos cubría totalmente nuestras necesidades. Recordábamos éstas y muchas anécdotas más, miles de promesas que se desvanecieron con el tiempo, miles de sueños que ahora ya no tenían ningún sentido. El viaje duro 16 horas. Cuando llegamos a la terminal El Retiro de Buenos Aires, Carla me entregó una carta en la que me agradecía por todo (nunca entendí con precisión a qué se refería) y en la que me confesaba que, a pesar de los disgustos, yo era su borracho preferido (tampoco sabía cómo tomar este cumplido). A la vez, me pidió que le escribiera algo que hubiese querido decirle para que lo fuera leyendo en el camino. Pero yo ya tenía una carta en mi bolsillo, y se la entregué. Estábamos contentos, en paz, pues habíamos cumplido un sueño proyectado en la adolescencia, y de alguna manera estábamos cerrando un ciclo importante; un ciclo que se había extendido más de lo prudente, durante el cual nuestras vidas caprichosas habían coincidido en algunos momentos y luego habían vuelto a tomar rumbos distintos. Sin duda, había que poner fin a ese mal hábito, por su salud, la mía, y ¡Ja...!, la de algunos amigos. Sacamos nuestros aislantes y nos recostamos en el piso hasta que saliera su bus a Lima. Faltando cinco minutos, fuimos a la puerta de la terminal, agarré mis cosas, me monté en la bici, nos dimos un beso y nos dijimos adiós. No regresé a ver, pero supe que ella me siguió con su mirada hasta que me perdí entre la espesa multitud.

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El primer viaje en bicicleta

Por Carla Pérez

La relación con la gente en el camino fue la piedra angular del éxito de nuestro viaje.

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e esperado tanto este momento. Mucho tiempo he querido simplemente sentir esta extraña sensación de no tener un lugar fijo, ni rumbo, ni motivo, solo mi bici y yo, y una maltrecha carretera que poco importa a dónde nos lleve. El paisaje, plano, desértico, inmenso, mata cualquier noción de tiempo y espacio. El viento —este viento típico del altiplano— sopla fuerte y sopla en contra. Recuerdo con gracia esos primeros días de pedaleo en los que yo, la gallinita de la bicicleta, me detuve cabreada y dije, en tono alterado y amenazante: “¡Si esto sigue así, yo me regreso!” Era el cuarto día de pedaleada. El uso de los desconocidos clips, el lodo, los perros y los miles de charcos largos y profundos me tenían literalmente hecho un trapo sucio.

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No había ningún bus y los pocos camiones que rara vez pasaban iban repletos de gente y de tunas. No tuve otra opción que seguir. ¡Cómo olvidar aquella tarde cuando aun me estresaba “el después”, el tiempo, la estabilidad, el futuro! Y a pesar de que de cierta manera este estrés sigue presente, creo que es un mal que se irá curando poco a poco, como el miedo a las bajadas. El supuesto pueblo al que llegaríamos ese día era un pueblo de una sola casa abandonada. Seguimos y llegamos a un pequeño caserío en medio de la nada, en la sierra del Perú, “Huajoto”, donde un alegre niño de diez años, Pedro Paquiauri, se acercó de lo más tímido y me regaló unas galletitas. Esa noche compartimos muchas cosas con Pedro y sus hermanos. Creo que, en el fondo, fue esa noche en

la que decidí que seguiría hasta Mendoza. Con el futuro incierto y sin estrés, espero que lleguemos.» San Juan, Uyuni, Bolivia. 13 de abril de 2008. ••• ¡Cuántas historias que contar tenemos de semejante periplo, tantos momentos intensos o ligeros, efímeros o trascendentes, cuántas transformaciones sufrimos en cada segundo, cada minuto, cada hora, cada día de pedaleada! Fue el comienzo de un desprendimiento. Antes de realizar este viaje, para mí la palabra “aventura” estaba directamente ligada a mis escaladas o expediciones en montaña. David tenía razon cuando me dijo que la aventura más osada y divertida puede incluso ser vivida solamente con un libro o un lápiz y un papel en mano. Para mí, nada costó más que el instante en que decidí si me iba o me quedaba en Quito. Entonces fue cuando decidí aceptar el reto de descubrir el sabor de llegar al filo y dejarse caer sin pensar, solo disfrutar. Luego vino el gran reto de la convivencia. ¿Cómo soportar a cinco conocidos pero desconocidos personajes durante tanto tiempo? ¿Y cómo lograr que me soporten? En todo caso, ha sido más facil de lo que pensé y eso lo atribuyo al hecho de que todos eran unos valientes caballeros quijotescos, no unos grandes deportistas en busca de récords.

En este viaje aprendí el significado de la famosa frase: “muerto por mil, muerto por mil quinientos”. Aprendí a relajarme, a disfrutar de la comida, de una que otra copita de vino, de dormir hasta tarde, aprendí a “guacsear” en toda su expresión. Y todo eso gracias a cinco famosos “kamikazes” latinos de gran humor —tal vez un poco cruel, pero de mi total agrado—: Andrés Landazuri (el “Guabas”), Mario Salvador (el “Cubano”), Juan Fernando Dueñas (el “Kangá”), David Coral (el “Copitas”), José Loza (el “Jose”), y de una amiga que si bien no corresponde a la descripción calamitosa de los cinco personajes mencionados, aportó de manera positiva en este viaje, y pacientemente me enseñó a manejar la bici: Andrea Vallejo (la “Trinity”). Fue tan fugaz todo esto. Muchas veces y desde hace mucho tiempo habíamos soñado con David en algún día realizar este viaje. Nos había inspirado una revista Selecciones que contaba la historia de una pareja que había realizado la vuelta al mundo en bicicleta. Sinceramente no esperé que todo suceda tan pronto y tan de repente. Ahora sólo espero que este viaje sea el comienzo de muchos otros. ¿Por qué no soñar con algún día seguir con lo que nos queda, que es casi todo? Así, el día más inesperado, simplemente zarpar… Ser marinero del mundo y viajar a todos los puertos…

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Santiago Vizcaíno

José Loza

Juan Fernando Dueñas

David Coral

Carla Pérez

Mario Salvador

Andrea Vallejo

Andrés Landázuri

Quito-Huaquillas 656 km

Trujillo-Cusco 1.856 km

Trujillo-Tucumán 4.321 km

La Oroya-Mendoza 4.530 km

La Oroya-Mendoza 4.530 km

Quito-Villazón 4.912 km

Quito-Mendoza 6.849 km

Quito-Bariloche 8.678 km

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Guía de fotografías David Coral, págs. 6, 8, 46, 48, 51, 53, 55, 56, 59, 64, 66, 74, 75, 77, 80, 82, 88, 91, 92, 93, 94, 95, 96, 98, 100, 101, 102, 105, 106, 107, 115, 116, 117, 119, 120, 122, 123, 124, 125, 127, 128, 158-159, 165, 166, 171, 187, 189, 190, 195,. Andrés Landázuri, págs. 5, 14-15, 20, 23, 26, 27, 28, 31, 38-39, 40, 44, 45, 50, 62-63, 86-87, 110-111, 118, 121, 130, 134-135, 137, 139, 140, 141, 142, 143, 144, 146, 147, 149, 150, 151, 153, 154, 155, 163, 173, 183. Andrea Vallejo, págs. 19, 25, 32, 34, 35, 43, 47, 58, 83, 112, 160, 179, 181, 197. Mario Salvador, págs. 21, 29, 52, 71, 72, 78, 79, 175, 177, 185, 193. Juan Fernando Dueñas, págs. 69, 70. Carla Pérez, págs. 99, 183. José Luis Loza, pág. 169. Gustavo Moya, pág. 17. Archivo Sudamérica a pedal, págs. 22, 68, 131, 182, 198. p. 5: Campiña en los alrededores de Junín de los Andes (Neuquén, Argentina). p. 6: Carretera en las cercanías de Cafayate (Salta, Argentina). p. 8: Parte del grupo junto a la laguna de Pacucha (Apurímac, Perú). pp. 14-15: Carretera rumbo a Babahoyo (Los Ríos, Ecuador). pp. 38-39: Páramo nevado a la salida de Cerro de Pasco (Pasco, Perú). pp. 60-61: Carretera en el altiplano, al sur de Villa Loza (La Paz, Bolivia). pp. 86-87: Laderas de la Quebrada de Humahuaca (Jujuy, Argentina). pp. 110-111: Viñedos y alamedas de la región del Cuyo (San Juan, Argentina). pp.134-135: Paisaje cordillerano cerca del paso fronterizo de Mamuil Malal (Araucanía, Chile). pp. 158-159: Encañonado en la región de Andahuaylas (Apurímac, Perú).

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NOTA. Casi exactamente un año y medio después de haber conquistado la ciudad de Bariloche, el 6 de diciembre de 2009, acaso movido por la nostalgia de las aventuras que se narran en estas páginas, emprendí una segunda fase de Sudamérica a pedal. En esa ocasión, viajé en solitario por algo más de 9 meses y a lo largo 15.000 km a través de Ecuador, Colombia, Venezuela, Brasil, Paraguay, Argentina y Uruguay. Las memorias de ese viaje aun yacen desordenadas en mis diarios y esperan el día en que lleguen a ser plasmadas en un libro como este. Andrés

El viaje mientras sucedía y más: sudamericapedal.blogspot.com

Sudamérica a pedal. Memorias de un viaje en bicicleta se terminó de preparar en Quito, en el año 2011. Hasta ahora no ha alcanzado una versión impresa.

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